A Hosein Peyghambari, Hasán Mortazaví, Medí Koladozan, Hasán y Zahrá, Hasán, Abbas, Zaid, y los demás amigos de la tienda de alfombras Nomad de Isfahán por su extrema amabilidad. A Alí Hakimi, Shahram Sadrarhami, Ahmad y Hessam Kolahdouzan, Hamid y Ahmad Hazegh de Khayyam Carpets, Gholamalí Movirí, Kezamsan Aktalí, Majid Esmaeili de la House of Isfahan Carpets, todos ellos comerciantes de alfombras del Bazar Farsh Amin y del Chitsazha Bazar de Isfahán. A la ingeniera Shirin Souresrafil, experta en alfombras, por su ayuda y sus libros.
1 Nicho con forma de arco, a veces cóncavo, que, en las mezquitas, indica la dirección de La Meca. En las alfombras de rezo recibe el mismo nombre.
2 Guardianes de la Revolución, institución creada en 1979 y considerada oficialmente como un ejército paralelo al ejército tradicional. Está formado por voluntarios muy motivados que desempeñan un papel ideológico importante.
3 Musulmanes de izquierdas. Actualmente grupo de oposición que ha escogido la vía terrorista. Sus atentados han causado muchos muertos. Al principio de la Revolución los Mujahedines del Pueblo lucharon codo a codo con las demás fuerzas de oposición al régimen Pahlaví, pero pronto fueron apartados y represaliados por Jomeiní.
4 Los doce imanes de Ahl-ul Bait (la gente de la casa del Profeta), los guías del chiismo duodecimano descendientes de Mahoma a través de su hija Fatmá.
5 Derecho canónico islámico.
6 Dulce típico de Irán que se presenta en recipiente de plástico y está preparado con una especie de fideos blancos regados con agua de rosas que se toma muy frío con cuchara. Se vende en las tiendas de helados.
7 Ciudad iraní de la provincia de Jorasán, al noreste del país, muy cercana a la frontera con Turkmenistán.
Al no tener un refugio,
tú eres mi umbral y mi única riqueza.
AMAL MASUD KASHANI, 946.
Esta inscripción aparece en una alfombra antigua expuesta en el Victoria and Albert Museum de Londres.
Sé que volveré a maravillarme y por eso voy. Me fascina la idea de meterme en los entresijos de una tienda de alfombras, poder compartir las horas del día con vendedores y clientes, ayudar a servir el té humeante y saborearlo entre alcatifas, kilims, sofrehs, yayims y namakdans; decenas, quizá cientos al cabo del día, que se van plegando y desplegando, y revelan todo un mundo de tejidos, bordados y anudados, fruto del trabajo de mujeres, niños y hombres de los pueblos y ciudades de Irán. Será como meterme en la cueva de Alí Babá, aquella cueva llena de tesoros que tanto nos hizo soñar cuando éramos pequeños. Y para colmo de suerte va a acogerme en su casa una familia de comerciantes del bazar de Isfahán. Isfahán es, junto con Samarcanda y Tombuctú, una ciudad mítica cuyo nombre evoca mundos de fantasía. Por sus callejuelas intrincadas y secretas discurrió la vida del sabio Avicena y en sus palacios organizó el shah Abbas, una corte esplendorosa, rodeado de artesanos y poetas. Cristianos llegados del norte construyeron al otro lado del río una catedral y la llenaron de ángeles, y viajeros procedentes de todos los rincones del mundo civilizado describieron su belleza. Desde esta ciudad de cúpulas turquesa y paredes cubiertas de azulejos con flores y arabescos, intentaré tomar el pulso de Irán a comienzos del tercer milenio.
Corren los primeros días de primavera de 2001, y preparo el equipaje con las prisas y la ilusión de alguien que se dispone a una aventura de amor. Dejo todo lo que puedo en casa para llegar con las alforjas del cuerpo y el alma ligeras y tener sitio para llenarlas de nuevo. Hago la maleta a última hora, como siempre, porque hay muy pocas cosas que me son imprescindibles, pero no olvido llevarme un guardapolvo y un pañuelo para cubrir la cabeza. Tendré a mano las dos piezas para colocármelas al entrar al avión de Iran Air en Fráncfort. Lo demás irá en una maleta bien grande que partirá casi vacía y regresará llena. Mejor llevar también algunas prendas un tanto elegantes, pienso mientras me organizo, pues voy a vivir con una familia en cuya casa podré estar sin pañuelo y sin guardapolvo, y seguramente, me invitará a su casa gente que no exige que las mujeres lleven puesto el velo islámico que llaman heyab. Si no fuera así y solamente visitara el país como turista, no necesitaría más que unos pantalones holgados y una camiseta bien fina con sus correspondientes recambios, pues nadie vería lo que llevo debajo del uniforme islámico obligatorio, y con el calor que hace en primavera lo más cómodo es ir bien fresco debajo del heyab. Pero mi viaje no va a ser una excursión turística, sino una experiencia más honda. Estoy emocionada y nerviosa, pues intuyo que ese cambio de vida tan radical será para mí como una cura espiritual, una manera de relajarme de la tensión que el ajetreo en una gran ciudad de Europa me depara. Pienso tomarme la vida en Isfahán siguiendo a rajatabla el refrán asiático que dice que la prisa es un invento del diablo.
Hace poco más de año y medio que he estado en Irán viajando por todo el país con mi marido. Anteriormente, en 1994, ya lo había visitado, interesada en saber cómo vivía Persia tras su revolución islámica. Conocía Irán desde 1968 cuando recalé allí por primera vez, muy joven, camino de oriente. Después llegaron la beca y el curso en la Universidad de Teherán, y posteriormente unos viajes de trabajo durante la década de los setenta, hasta que me casé y vinieron los hijos. Mientras yo hacía de madre en Barcelona, llegó Jomeiní a Irán y el país entero se lanzó con optimismo a la calle y a las azoteas para gritar Allah u Akbar, «Dios es grande». La revolución islámica estaba en marcha (1979). El clero chiita tomó el poder, se apartó brutalmente a los demócratas laicos del gobierno y el país empezó su andadura en solitario. Al poco tiempo llegó la terrible guerra con Irak que duró ocho años (1980-1988). Luego, y hasta hoy, más de una década de paz y silencio, un tiempo en que el pueblo tuvo muchas cosas que digerir y muchos muertos que recordar. Hoy, los iraníes ya hablan, con dificultad todavía, pero hablan, y ahí voy yo, dispuesta a escuchar, y enamorada desde siempre de ese pueblo.
El amor es ciego, dicen, y es que va más allá de lo que los ojos pueden ver a simple vista. Irán no es un país feo sino todo lo contrario; puede presumir de ser la cuna de una de las civilizaciones más antiguas del mundo y posee un patrimonio monumental importantísimo, pero ha tenido durante las últimas décadas una fea imagen. De Irán hay cosas que me gustan, y otras que me sacan de quicio, que me estremecen, y sin embargo voy y vuelvo a ir una y otra vez, fascinada quizá por su manera de jugar, y digo de jugar porque me parece una palabra adecuada para definir la manera como los iraníes se relacionan entre sí. Es el juego de la vida social, el gran juego, el gran teatro.
Llego a Isfahán un viernes por la tarde, día semanal de fiesta en los países musulmanes. Mehdí me recoge en el aeropuerto y me lleva directamente hasta su casa, que será mi nueva casa, donde me recibe su ilusionada familia con todo el cariño que los iraníes ofrecen a sus huéspedes. Mi marido y yo conocimos a esta familia por casualidad en el bazar donde el esposo, Mehdí, tiene un tenderete de telas. Un día, mientras paseábamos por las callejuelas cubiertas, nos detuvimos a admirar sorprendidos un brocado con las figuras de Leylí y Maynún, pareja de enamorados legendarios en Irán, que estaban unidos en un abrazo como debe ser entre personas que se quieren, pero que en el Irán posrevolucionario sorprende, ya que los sexos deben estar siempre separados en público. Comentamos con el vendedor la paradoja y vimos que era un hombre abierto y con sentido del humor. El viernes siguiente por la tarde el hombre acudió con su mujer, Mariam; y sus hijos, un muchacho de doce años, Yusef; una niña de diez, Nazanín; y un niño, Alí, de nueve, a la casa de té de la gran plaza de Isfahán donde estábamos también nosotros. Iniciamos una conversación como si fuéramos viejos conocidos, y la charla acabó con intercambio de direcciones y promesas de futuras cartas, como tantas veces. Pero en esta ocasión las cartas fueron y vinieron durante casi dos años. Me escribía el chico, también la niña y el más pequeño; el padre y la madre añadían siempre algunas palabras y periódicamente una invitación para que los visitara y me quedara en su casa. Por fin encontré el momento de aceptar y aquí estoy. Al escribirles hace solo dos meses comentándoles mi proyecto de pasar un tiempo en Isfahán para conocer la vida del lugar, no pensaba que su respuesta llegaría tan deprisa y sería tan precisa y escueta: La esperamos, janume Anná, o sea señora Ana, su llegada sería para nosotros una bendición.
Hace ya unos días que vivo en Isfahán. La familia que me acoge me ha recibido encantada y me estoy acostumbrando a vivir con ellos. Al principio no sabía si lo resistiría, pues se me hacía difícil vivir con niños ahora que mis hijos ya son mayores. No se puede vivir en Irán si uno considera que la intimidad y el silencio son sus bienes más preciados, por lo que si decido quedarme con esta familia debo cambiar y considerar a partir de ahora que mis bienes más preciados serán la convivencia, las confidencias, la alegría y el barullo; solo así seré feliz.
El piso donde vivimos ocupa la primera planta de un edificio de dos con garaje a ras de calle. De arquitectura moderna, el ladrillo visto de la fachada tiene ese color amarillo claro típico que producen las ladrillerías de Qom. En el rellano, como acostumbra a ocurrir en las casas de Irán, queda noche y día la exposición de zapatos, zapatillas y pantuflas de la familia, por lo que uno, por el simple hecho de pasar por él, puede adivinar de qué familia se trata, cuántos son sus miembros, si adultos o niños, si deportistas o sedentarios paseantes de bazar. Porque en una casa tradicional iraní, siempre alfombrada, no se entra con los zapatos puestos. Aunque la puerta de la entrada al edificio, de hierro pintado y vidrio esmerilado, está cerrada siempre y necesita del interfono para ser abierta, el rellano y la escalera son un lugar común y, por tanto, es obligatorio el uso del chador. Cuando Mariam, la esposa, y la vecina de arriba salen al rellano a charlar, lo hacen siempre con el chador de florecitas puesto, el de estar por casa; para salir a la calle se ponen el de satén negro.
Todas las ventanas del piso son apaisadas y se abren en la parte más alta del muro, por lo que los de dentro solo vemos el cielo y los de las casas vecinas no ven lo que ocurre en el interior. Deduzco que se trata de una arquitectura pensada ex profeso para proteger la intimidad y esta es la razón por la cual, si me interesa ver qué pasa en la calle, tengo que subirme a una silla. Y a una silla me encaramé cuando, al día siguiente de llegar a Isfahán, extrañada por los sollozos que llegaban desde el exterior y que oía cuando estaba en la cocina, quise saber qué pasaba. En la casa de enfrente, al otro lado de la calle, detrás de una tapia profusamente engalanada con crespones negros adornados con versículos del Corán y en una habitación alfombrada rodeada de cojines y con la puerta abierta de par en par, un grupo de mujeres sentadas en el suelo cubiertas con chador negro lloraban. En medio de los sollozos una voz femenina recitaba. Mujeres llegaban a pie o en coche para unirse al llanto. En la puerta de la tapia un muchacho joven con vaqueros y deportivas las recibía sonriente y las hacía pasar a la habitación del otro lado del patio, la que yo veía desde la ventana. Así me encontraron Mariam y los niños cuando entraron en la cocina: de puntillas sobre la silla, agarrada a la repisa de la ventana, intentando sacar la cabeza lo más posible por ella. Todavía se ríen cuando recuerdan la escena. Como estamos en el mes de Moharram, me explicó Mariam, en la casa de enfrente celebran unas reuniones de duelo, solo de mujeres, que se prolongan durante semanas. A ellas acuden mujeres del barrio, conocidas o desconocidas, además de familiares y amistades. En el barrio se sabe cuando en una casa se organiza este tipo de reunión y la noticia corre de boca en boca.
El piso tiene una sala grande para recibir y una alfombra kashan de fondo rojo con medallón central la cubre por entero. El matrimonio decidió comprar una mesa y seis sillas el año pasado para que los niños se acostumbraran a comer en una mesa. En una casa decorada solo con alfombras y cojines, una mesa y seis sillas es algo que clama al cielo, un estorbo, como un grano en una piel lisa y fina, pero hay que comprender el sentido pedagógico de la compra, pues hay que acostumbrar a los chicos a comer en una mesa. En esta casa la educación de los hijos es primordial y a ellos dedican su tiempo y todo su esfuerzo tanto el padre, cuando sale del bazar, como la madre. El equipo de música está en este salón, pues cuando hay invitados muchas veces se acaba con música y bailando.
A un lado de la sala principal hay dos habitaciones, una que podría considerarse un anexo a la sala porque no tiene puerta que la separe de esta, que se usa como sala de estar familiar y es el lugar donde están el televisor, el vídeo y la consola-DVD. Este espacio alfombrado con una gran gabbeh y cojines se usa también como dormitorio del matrimonio, para lo cual se despliegan por la noche sendos colchones que tienen enrollados y guardados en un cuarto vestidor durante el día. La otra habitación está reservada a los niños. En ella campean el ordenador sobre una mesa, la librería y tres camas. Un colgador con muchas patas y muchos brazos sirve para colgar mochilas, abrigos y chaquetas y está siempre a rebosar.
Al otro lado del salón está la cocina, un gran espacio alfombrado con kilims, donde el samovar está permanentemente en funcionamiento. El primero que se levanta lo llena de agua, enciende el gas y pone las hojas de té en la tetera con un poco de agua. Mariam tiene lavavajillas, microondas, fogones, horno y una nevera enorme, así como un congelador llenos a rebosar, como si tuviéramos que hacer frente a una hecatombe nuclear para la que hay que estar aprovisionado. A pesar de que los fogones y el fregadero están –como en nuestras casas– a una altura adecuada para cocinar y fregar de pie, todo lo demás se hace en el suelo, sobre los kilims, así que a menudo nos encontramos Mariam y yo de conversación en el suelo de la cocina, limpiando verduras, con una taza de té al lado. Al cabo del día, ya sea en casa ya sea en el bazar, acabo bebiendo decenas de tés.
Al lado de la cocina una puerta de cristal esmerilado da acceso a un pequeño distribuidor donde se abren dos puertas, una que da al retrete y la otra al hamam. En el distribuidor dos pares de chanclas de plástico, unas blancas y otras grises, sirven para entrar ya sea al hamam, las blancas, ya sea al retrete, las grises. Son bien grandes, pues deben acomodarse a todos los pies de la casa. El retrete es de estilo turco o persa: una plataforma de loza a ras de suelo con un agujero y unos espacios ondulados a cada lado para colocar los pies. Una manguera con grifo de agua fría y caliente sirve para limpiarse, pues no es corriente el uso de papel higiénico, ni en esta casa ni en ningún hogar tradicional iraní. También hay en este espacio un lavabo con su espejo. El hamam es una habitación con un desagüe en el centro, una ducha en una esquina, la lavadora-secadora en otra y colgadores y tendederos.
En Teherán muchas casas tienen baño al estilo europeo e incluso dos baños, uno europeo y el otro persa, y a uno le ofrecen a escoger según sus preferencias, pero en las casas tradicionales de provincias solo hay el retrete persa. Como el papel no se usa de forma habitual, es conveniente acostumbrarse desde el principio a limpiarse con agua. En la residencia de estudiantes donde viví cuando iba a la universidad de Teherán hace ya muchos años, había baños europeos, y las casas que frecuentaba entonces a menudo disponían de doble baño. Después pasé años alojándome en hoteles de lujo de las grandes cadenas, hoteles que son iguales en todas las partes del mundo. Si viajaba por el país, procuraba llevar siempre un buen rollo de papel higiénico. Esta vez en Isfahán he decidido adoptar sus costumbres en todos los sentidos. Utilizo, pues, la manguera para limpiarme como hacen todos los iraníes y he aprendido enseguida a no mojarme los pies y a enfocar bien. Con la costumbre he visto que resulta de lo más higiénico y uno queda limpito y fresquito. Es costumbre usar la mano izquierda para limpiarse y la derecha para comer, y aunque los iraníes no son muy estrictos en esta cuestión es mejor hacer caso de esta regla. Y ¿qué hacer con el trasero mojado? Esta es la gran pregunta que por fin me atrevo a soltar a Mariam. «Pues, simplemente subirse las calzas», me contesta, y aquí es cuando uno entiende el porqué de la depilación total que tradicionalmente llevaban a cabo tanto hombres como mujeres. Me cuenta Mariam que su abuelo iba al hamam público y se depilaba con un producto que compraba en el bazar y que tenía un olor muy característico, mal olor dice ella, cuando se disolvía en agua, y que aún se vende. Me comenta también que su religión recomienda eliminar los pelos del cuerpo y que todavía hoy en medios tradicionales se mantiene esta costumbre.
—Es mucho más barato que la crema depilatoria que venden de importación en las perfumerías de Chahar Bagh, pero las jóvenes de hoy posiblemente no saben que existen los polvos que usaban sus abuelos o consideran que es algo retrógrado y sucio —comenta riendo, y decidimos comprar un poco de este producto en el bazar para que yo pueda probarlo.
Los viernes, día festivo semanal, es el que acostumbramos para dedicar a tomar un buen hamam, baño, lo cual no significa meterse en la bañera, pues no es costumbre y no las hay en las casas tradicionales iraníes, sino tomarse todo el tiempo para remojarse, exfoliarse con un guante de crin, depilarse, cortarse las uñas y disfrutar de un rato a solas en la sala de aguas de la casa. El viernes por la mañana, como todas las familias se están lavando, se acaba el agua en Isfahán y siempre hay quien se queda a medio enjabonar. «Pero no se debe salir con el pelo mojado —me comenta pícara Mariam— pues como es obligación religiosa el lavarse por completo después de practicar el sexo, el pelo mojado provoca bromas entre los hombres. Las mujeres no tenemos este problema, pues el chador lo esconde todo y podemos salir a pasear tan tranquilas», concluye encantada y divertida esta mujer que ya considero amiga mía.
Y hablando de pasear, mi familia isfahaní vive al este de la plaza Naqsh-e-Jahan, literalmente «imagen del mundo», hoy llamada plaza Emam, y a una media hora a pie del bazar. Lo tengo bien calculado porque acostumbro a ir andando a la cueva de Alí Babá y tanto si tomo Ahmad Abad como si voy por Felestin siempre tardo más o menos el mismo tiempo en llegar. Me basta andar unos pasos dentro del bazar para que mi olfato me agradezca ese viaje: olor a cuero cuando cruzo el rincón dedicado a la venta de zapatos, olor a miel cuando paso frente a la tienda de dulces, olor a saúco y a incienso, a paraísos perdidos, embriagadora mezcla de olores exóticos cuando, ya en la penumbra del callejón cubierto, me acerco a la tienda de las especias próxima a la cueva.
La cueva de Alí Babá está escondida detrás de la cortina que desciende de la ojiva abierta en la pared posterior de un amplio vestíbulo absolutamente alfombrado —suelo, paredes y techo—, que da a una calle marginal del bazar. Detrás de la cortina y subiendo unas pocas escaleras está el salón de los tesoros, con montones y montones de alfombras, todas perfectamente plegadas y ordenadas o extendidas unas encima de las otras. De las paredes cuelgan cual tapices las piezas más primorosas y perfectas junto a alforjas, arreos, kilims y sofrehs, y una colección de samovares bruñidos se alinea en una repisa hendida en la pared. En una esquina, unos poshtís turcomanos (grandes cojines espalderos) distribuidos sobre las alfombras a lo largo de las paredes dan lugar a un recinto recogido donde uno puede retirarse a tomar el té y a conversar. En el otro extremo de la cueva una mesa de despacho y una caja fuerte me recuerdan que no se trata de un palacio ni de un escondite secreto sino de un comercio donde se compra y se vende y los billetes vienen y van. Detrás de un biombo está el samovar siempre en marcha, y sobre él la tetera, unos vasitos de cristal con ribetes dorados, azúcar, shirinís (dulces) y un grifo. Abajo, los almacenes, los baños, la cocina, la sala del ordenador y el hayyat, un patio trasero escondido entre tapias, tras las que asoma la cúpula turquesa de la mezquita y sus dos esbeltos minaretes que destacan en un cielo azul intenso e impoluto. En el patio una morera estrena hojas de primavera y a su sombra los calurosos y ruidosos mediodías de Isfahán se tornan frescos y callados, solo el cercano trino de unos pájaros o el canto del muecín en sordina rompen el silencio y la arrullan a una en medio de un estado de ensimismamiento. Las hojas de la morera se recortan y bailan, oscuras, en la pared encalada de la tapia mientras Hasán, uno de los jóvenes que trabajan en la cueva, riega cuidadosamente los rosales de un pequeño parterre con una manguera verde que sale de un grifo. Hombre hecho y derecho, de pelo negro y barba cerrada y rigurosamente recortada, siempre bien vestido, culto y sensible, Hasán se encarga de los rosales del patio y de unos gladiolos que crecen al pie del árbol, con amor de jardinero.
La cueva de Alí Babá es un mundo de hombres. En un sillón orejero, el único mueble, aparte de la mesa y la silla del despacho que hay en la cueva, se sienta Hayí Babá, un hombre de barba blanca y pelo entrecano que va vestido con traje marrón, camisa blanca de cuello blando, calcetines blancos y sandalias y sostiene entre las manos un bastón con el que juega y se entretiene. Todos le llaman Hayí Babá por respeto, por su barba blanca y porque ya ha hecho su peregrinación a La Meca, que es obligatoria solo si se tienen los medios y la salud para llevarla a cabo. Es un hombre poco hablador pero muy observador, y aunque su presencia no se hace notar, sus ojos vigilantes no pierden detalle. Cuando se decide a hablar lo hace como un sabio, pues su escuela ha sido el bazar entero de Isfahán. Trabaja en él desde los diez años. Como no tiene hijos varones, se asoció a su sobrino Rezá cuando este llegó desde su ciudad en el norte de Irán para abrirse camino en el mundo de la alfombra. Entonces Hayí Babá ya tenía un almacén en el bazar y Rezá llegaba joven y vigoroso con muchas ganas de prosperar trabajando de sol a sol.
Se preguntarán ustedes qué hace una intrusa como yo en una cueva como la de Alí Babá, con tanto hombre y tan poca mujer a la vista. Pues bien, conocí a Rezá, el vendedor de alfombras, cuando hace algo más de año y medio mi marido y yo aterrizamos en su local gracias a un muchacho muy educado y encantador que se acercó a nosotros y nos descubrió el lugar. Debido a su magnífica situación, todos los mediodías acababa siendo lugar de reunión de viajeros, de todo tipo de viajeros, y eso me gustó. Por la tarde le daba el sol de lleno y no se podía respirar, pero después del crepúsculo volvía a parecerse a un club. A los que por allí trajinaban les gustaba hablar; vi que no hacían distinciones entre viajeros, que cuando descubrían a alguien cansado y sudado le ofrecían un taburete y un té, y el recién llegado se integraba en la charla. Allí conocimos a un venezolano de pelo entrecano que viajaba en bicicleta y contaba que, mientras circulaba solo y cansado por una carretera de Turquía, una mujer que conducía un coche destartalado le había parado para decirle que le haría de escolta por si necesitaba algo durante el viaje, y ahí estaban los dos tan felices. Un japonesillo todavía imberbe buscaba entre los sofrehs más minimalistas el que debía ser su bandera a partir de ahora. Un alemán venía emocionado a enseñar la alfombra que acababa de comprar en Teherán, una pieza antigua y pequeña que cabía en su attaché, y que estaba seguro era una auténtica pieza de museo. Los chicos que trabajaban allí, un grupo de jóvenes guapos y simpáticos que tanto buscaban clientes por el bazar como desplegaban y plegaban alfombras incansablemente, miraban, escuchaban, aprendían y callaban. Les bautizamos con el nombre de «Ali Baba’s team», el equipo de Alí Babá. El vendedor de alfombras, Rezá, un listo comerciante, un enérgico mashadí con ideas nuevas, era el alma del negocio. Todos los días pasábamos un ratito por la tienda a conversar, de la misma manera que nos sentábamos cada tarde a tomar un té en la chaijaneh que se encuentra en la azotea de la gran plaza Naqsh-e-Jahan, justo al lado de la puerta del bazar, para ver cómo se ponía el sol detrás de la cúpula de la gran mezquita. Era septiembre, había pocos turistas en Isfahán y la ciudad mostraba todos sus encantos, desde los parques hasta las mezquitas y palacios, pasando por esa plaza monumental, bautizada con el nombre de plaza Emam desde la Revolución, que mandó construir el shah Abbas, un safávida amante de las artes y del lujo. Isfahán, la bella... Pensé entonces que aquí me gustaría pasar un tiempo, para poder, sin prisas, hacer del día a día una costumbre, pasear por las mismas calles, entrar en las mismas tiendas una y otra vez, hasta que mi presencia no fuera extraña y llegara incluso a ser esperada. Me di cuenta de que vivir inmerso por una temporada en un lugar donde hay cientos, acaso miles de alfombras, debía de ser fascinante y no paré hasta que conseguí una invitación formal. En la cueva de Alí Babá me acogerían por una temporada, y aquí estoy, dispuesta a saborear otra faceta del Irán misterioso, la del bazar más tradicional.
—En los años cincuenta y sesenta del siglo XX —nos contaba en aquella primera visita Rezá, que está bien informado y recibe publicaciones periódicas en diferentes idiomas sobre el mundo y el comercio de las alfombras—, se producían en Irán cinco millones de metros cuadrados de alfombras anudadas a mano por un millón de trabajadores, y hoy en día Irán produce 7,6 millones de metros cuadrados y se calcula que más de dos millones de personas viven de esta industria que ocupa un lugar importantísimo en la economía del país. Aunque solo representa entre el 2,5 y el 4,5 por ciento del Producto Interior Bruto de Irán, la alfombra es la industria que aporta más divisas después del petróleo, pues un 80 por ciento de la producción se exporta.
Hayí Babá, que estaba observando, intervenía de vez en cuando, como si despertara de su ensimismamiento, y volvía después a adentrarse en su mundo interior tras darnos una lección. Estaba empeñado en que comprendiéramos que la alfombra no es solo un objeto sin historia que compramos en una tienda cualquiera del bazar, pues hay treinta y cinco ramas de actividad relacionadas con esta industria que da empleo y subsistencia a un amplio abanico de la fuerza de trabajo de Irán, especialmente a aquellos que viven en zonas deprimidas, y que la expansión de la producción de alfombras ha sido en muchos casos la única clave para solucionar un gran número de problemas políticos y económicos.
—Los productores de alfombras son, en general, gentes del campo que viven en pueblos, y en Irán hay unos veintiséis mil pueblos cuyos habitantes se dedican a ello, sobre todo mujeres —nos decía Hayí Babá.
Gran impulsor del arte de anudar fue el shah Abbas, según cuenta el anciano, al recordar la edad de oro de estas alfombras que se sitúa entre los siglos XVI y XVII. Él fue quien propició su paso desde las tiendas nómadas a los pueblos y ciudades cuando en la capital de su reino, Isfahán, fundó la real fábrica de alfombras y contrató a los mejores artesanos y artistas para que trabajaran en ella, y además puso funcionarios que se encargaban del control de calidad.
—En algunos cuadros del Renacimiento italiano aparece ya la figura del coleccionista de alfombras orientales —intervino el venezolano de la bicicleta, que resultó ser una enciclopedia ambulante. Y siguió contando que la exportación de esas joyas de la artesanía a Europa empezó en el siglo XV, y dos siglos más tarde no había palacio, mansión noble o castillo que no cubriese los suelos de sus más importantes salones con esos colores y geometrías únicas, resultado de años y años de paciente labor de miles de artesanos de todas las tierras comprendidas entre el Mediterráneo oriental y la China. Porque si el nombre genérico con el que conocemos a las alfombras orientales lleva el calificativo de persa, la verdad es que el arte de anudar y de teñir los hilos de lana, algodón y seda siempre fue patrimonio de las tribus nómadas de distintos países, a las que debemos agradecer la conservación y transmisión de la técnica, especialmente en las épocas de decaimiento de las grandes dinastías, cuando los artesanos afincados en las capitales imperiales perdían la protección de los monarcas y ya no llegaban pedidos de los grandes palacios. Los nómadas llevaron el arte de anudar al Cáucaso, a Turquía, a Afganistán y a muchas otras regiones asiáticas. Los árabes lo recogieron de ellos y lo extendieron por las tierras del islam. Las sucesivas oleadas invasoras, los flujos y reflujos de diversas culturas difundieron esta peculiar sabiduría artesana en muchos lugares. Solo los pueblos acostumbrados a cambiar permanentemente de tierra sin perder por ello su identidad supieron mantener una tradición cuyos orígenes se pueden situar con toda seguridad en fechas anteriores al siglo X antes de Jesucristo.
—La alfombra persa más antigua —intervenía Rezá— la encontró un profesor ruso llamado Rudenko en 1949 durante la excavación de una tumba en Siberia. Se conservó —decía— gracias a las bajísimas temperaturas, y se le calcula una edad superior a 2.400 años. Antes de este descubrimiento, la alfombra más famosa que se conservaba era la «Ardebili», que lleva una hermosa inscripción: «Al no tener un refugio tú eres mi umbral y mi única riqueza». Amal Masud Kashani, 946.
Aquellas palabras me hicieron comprender de una manera intuitiva y certera, como si de una revelación se tratase, el hondo valor de una alfombra: para un nómada, acostumbrado a vivir pisando tierras cada vez distintas, aquellos nudos milagrosos de lana eran el suelo de la casa que nunca tendría. Recostado en su alfombra, o utilizándola como mantel para sus humildes viandas, el nómada había aprendido a distinguir lo propio de lo ajeno: ese rectángulo de hilos tejidos era su mundo, y con eso bastaba.
Gracias a Rezá supimos que las más hermosas alfombras con flores, árboles, ruiseñores y ciervos provienen de Kerman, Qom y otras ciudades del desierto donde la naturaleza no es pródiga en árboles y ríos y sus habitantes compensaron la avaricia de la naturaleza dibujando en la alfombras todo aquello que no tenían. Así, afectos, recuerdos, sueños y quimeras, pasado y futuro, estaban encerrados entre unos hilos de lana capaces de zurcir un universo.
También contaba el vendedor de alfombras que hoy en día, cuando una familia iraní acude a solicitar un crédito bancario, puede dejar como garantía las alfombras que posee. El banco nacional dispone de unos expertos que las valoran y unos almacenes blindados donde se guardan protegidas con naftalina.
—Y no solo esto —decía—. Las alfombras son en Irán un valor de inversión reconocido y con muchas ventajas. Su precio nunca baja, su valor aumenta con el tiempo, no solo por la devaluación de moneda, sino también porque cualquier alfombra persa tiene mayor precio cuanto más pisada esté. Una alfombra que ha sido pisada durante veinte años y mantiene su textura y sus colores inamovibles, ofrece garantías suficientes de que va a durar, por descontado, más de trescientos años.