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1 Según palabras de José Bello (1904-2008) a El País el 8 de mayo de 2004.


2 Das, Suranjan, La Grande Tuerie et les affres de la partition, pág. 111, Calcutta 1905-1971. Ed. Autrement


3 “Gente de bien”, la élite cultural bengalí.


4 Ver la foto de Gardner en The White Mogols, William Dalrymple, Flamingo, Londres 2003.


5 Pepe Isbert, actor de cine entrañable y muy popular en España en las décadas de 1950 y 1960.


6 Roy, Tathagata, The Calcutta Metro. Calcutta, The Living City, Vol II, pág. 157, Oxford UP New Delhi 1990.


7 Ray, Manas, The Bauls of Birbhum. Firma KLM Private, LTD. Calcutta, 1994.


8 Dimock, Eduard C., The Place of the Hidden Moon: Erotic Mysticism in the Vaisnava-Sahajiya cult of Bengal, Chicago U. P 1966, p. 250.


9 Sumit Sarkar: L’entrée dans le siècle: la première révolte. En Jean Luc Racine (ed.), Calcuta 1905-1971: Au coeur des créations et des révoltes du siècle, Paris, Autrement, 1997, p. 31.


10 Alberto Elena: La invención del subdesarrollo: Calcuta al filo del año 2000. Utopía, Revista de estudios sobre desarrollo nº 1, año 1999.


11 Alberto Elena, ibid.


12 Joan Mascaró Fornés (1897-1987), mallorquín, licenciado en inglés, sánscrito y pali por la Universidad de Cambridge, ejerció la docencia en la Universidad Autónoma de Barcelona durante la República. Tradujo directamente del sánscrito al catalán el canto Xº del Bhagavad Gita. Se exilió a Inglaterra. En 1938 se publicó su traducción de los Upanishads, elogiada por Rabindranth Tagore, pero fue la edición de 1962, con una introducción escrita por él, la que le dio fama. Fue profesor en Cambridge. Llegó a ser un habitual de los medios de comunicación y fue durante una entrevista en televisión, cuando conoció a los Beatles que, influenciados por Mascaró, iniciaron su interés por la mística oriental. En 1973 se publicó su traducción del pali al inglés del Dhammapada.


13 Women & Law in India, Oxford U.P. New Delhi 2004, pág. 133.


14 Consejo comunitario.


15 El País, jueves 8 de abril de 2002 “India sacude la industria mundial con sus servicios de desarrollo”, Joan Carles Ambrojo.


16 Sukumar Mitra y Amita Prasad en Calcutta: The Living City, pág. 111.


17 Gurcharan Das, India Unbound, Penguin India, New Delhi 2002, pág. 183.


18 S. Mitra y A. Prasad, Calcutta: The Living City, pág. 111.


19 Naxalitas viene de Naxalbari, lugar de Bengala Occidental donde tuvo lugar una revuelta campesina que se extendió entre los estudiantes de Calcuta.


20 At Home in India, Salman Khurshid, Sangam Books, New Delhi 1987.


21 La G.T. et les affres de la partition, Suranjan Das, Calcuta 1905-1971, Autrement, Paris 1990.


22 Según un estudio realizado entre 1994 y 1996 por el Women’s Research and Action Group (WRAG), de Mumbai.


23 Zamindar: Campesinos cobradores de impuestos, elevados a clase de grandes terratenientes por los británicos en el siglo XIX. Perdieron sus privilegios con la independencia.


24 Festival multitudinario que tiene lugar en la India cada doce años.


25 Subhas Chandra Bose, conocido con el sobrenombre de Netaji, es uno de los héroes del nacionalismo indio. Fue alcalde de Calcuta y formó un ejército que luchó en Birmania al lado del Eje y contra los aliados en la Segunda Guerra Mundial. Es uno de los personajes más venerados en Bengala Occidental.


26 A Muslim Voice in Modern Bengali Literature: Mir Mosharraf Hosain, Clinton B. Seely, en Understanding the Bengal Muslims, págs. 113-138.


27 Aunque el hindi y el urdu hablados, como hemos explicado anteriormente, varian solamente en un porcentaje de palabras, sánscritas el primero y persas o árabes el segundo, el alfabeto con que se escriben es diferente. El urdu se escribe con alfabeto perso-árabe.


Mapa de Calcuta

Calcuta

1

¡Esto es Calcuta!


1


Supieron que era él en cuanto lo vieron. Y la voz corrió por el barrio como un reguero de pólvora encendido.

El taxi que nos traía desde Dum Dum, el aeropuerto de Calcuta, había parado frente al hotel Fairlawn, en Sudder Street. Y aunque Andrés no se dio cuenta, en cuanto puso el pie en tierra todos parecieron reconocerle y saber quien era. Él estaba seguro de que el tiempo habría cambiado tanto su aspecto que le permitiría entrar en el barrio de incógnito y, además, pensaba que después de diez años también sus gentes habrían cambiado, no serían siquiera las que había conocido, en un país donde todo parece precario, donde la vida misma pende de un hilo. Sacó con cachaza su cuerpo largo y delgado del caparazón del Ambassador negro y amarillo que nos había acercado a la ciudad, y lo desplegó lentamente hasta quedar erguido como un palo. Miró al cielo, apenas rasgado por las primeras luces del amanecer, y vio una hilera de cuervos que lo observaban impasibles desde lo alto de un cable de teléfonos; al bajar la vista vio una perra sarnosa rodeada de perrillos que intentaban enredarse entre sus piernas. “¡Esto es Calcuta!” dijo, y una sonrisa de muchacho travieso apareció medio escondida entre su barba gris y su enorme bigote. Vestía un traje de gabardina de algodón verde oliva y se tocaba con un turbante pequeño, blanco, perfectamente enrollado y prieto, que, recuperando sin esfuerzo aparente su antigua habilidad, se había colocado en cuanto el avión despegó de Londres rumbo a la capital de Bengala Occidental.

¿Esto era Calcuta?

Se puso a caminar por Sudder Street lleno de excitación. Empezaba a reconocer los lugares, la entrada verde del famoso y pintoresco Hotel Fairlawn, situado al fondo de un frondoso y abigarrado jardín; la acera de enfrente, llena de mujeres y niños con sus toldos de plástico y sus fogones en marcha; la fachada del albergue del Ejército de Salvación, donde todavía alquilaban a buen precio unas habitaciones humildes y limpias; la lassi shop en la que tantas veces había tomado deliciosos lassis y batidos de mango en otros tiempos mientras conversaba con su dueño, Akbar Hussein... Pero seguía estando tan seguro de su incógnito que se sorprendió al verse a su vez reconocido: el hombre que estaba sentado en el tenderete de la esquina donde acostumbraba a comprar tabaco le saludó con una sonrisa franca, como si ayer le hubiera vendido el último paquete de bidis. Y también Ibrahim, el conductor del rickshaw, vestido como todos los de su oficio con un lungui a cuadros atado a la cintura; nada más ver a Andrés echó a correr hacia él y cuando llegó a su lado le tendió la mano para saludarlo al estilo europeo como solían hacer desde que uno era un golfillo de la calle y el otro un joven artista extranjero; una vez oficiado el saludo le cogió la bolsa, la cargó en el rickshaw y se fueron andando los dos por una calle estrecha conversando ya con la familiaridad de dos viejos conocidos.

Aunque era evidente que Andrés se había olvidado absolutamente de mí desde que bajó del taxi, para cuando terminé de pagar y me quise dar cuenta, él y su acompañante no eran más que dos pequeñas figuras a punto de desaparecer al final de la calle. Eché a correr en su persecución dando traspiés y sorteando los obstáculos que frenaban mi avance mientras arrastraba la maleta por la calzada. Los perros me seguían, unos niños me tendían la mano pidiendo una rupia y el conductor de un taxi, un sij con un turbante turquesa, me ofrecía sus servicios al tiempo que un hombre cargado de periódicos estaba empeñado en venderme el Telegraph y el Asian Times. Pero tuve que desembarazarme de todos ellos sin demasiados miramientos porque lo último que quería era quedarme sola en medio de semejante algarabía y en un lugar para mí totalmente desconocido. Al fin y al cabo veníamos juntos desde Barcelona y, por más que ahora no lo pareciese, en cierto modo éramos una especie de compañeros de viaje.

Cuando los alcancé acababan de despedirse frente al Time Star Hotel. Ibrahim dio media vuelta con su rickshaw para regresar a Sudder Street y apostarse en el lugar donde solía esperar a sus clientes. Según me había contado el propio Andrés, ese era el hotel en el que se alojaba años atrás cuando recalaba en Calcuta. En principio, y hasta que yo dispusiese de mi propio acomodo, habíamos acordado que yo también buscaría una habitación allí. Entramos casi al mismo tiempo y, por lo que pude ver, él fue recibido como quien vuelve a casa. Incluso, según me dijo ya con la llave en la mano, sin pedirlo siquiera acababan de darle la misma habitación del primer piso que había ocupado con Nilufar después de la boda. Estaba visiblemente emocionado por la sensibilidad de aquellos hombres de pocas palabras. Pero estaba también visiblemente distante, ensimismado, absorto, como si a medida que se iba adentrando en Calcuta, y esta se adentraba en él, la fusión o superposición de presente y pasado estuviesen conformando una realidad demasiado compleja (¿dolorosa?) para ser aceptada y mucho menos aún compartida. Es decir, que de pronto tuve muy claro que en esa especie de viaje interior en el que Andrés se iba sumiendo yo era más un problema que una compañía, y que lo mejor para todos era que me quitase de en medio, al menos hasta mañana. Por eso, pese al cansancio y al peso creciente de la maleta que arrastraba, decidí despedirme de él (creo que con cierto alivio por parte de ambos) y desandar el callejón donde se encuentra el Time Star Hotel, volver a entrar en Sudder Street y pasar esa primera noche en el Fairlawn Hotel, un hotel con encanto como ahora se dice, del cual había oído hablar mucho y leído más. Mañana, me decía mientras sorteaba de nuevo a los mismos niños, perros, taxistas y vendedores de poco antes, tendré tiempo y ánimos de sobra para localizar la casa que ya tenía apalabrada.

Gracias a Samuel, un amigo francés, había conseguido ponerme de acuerdo desde Barcelona, via Internet, con una mujer de Calcuta que me alquilaría el apartamento de su hermana residente entonces en Inglaterra. Calcuta es una ciudad enorme y caótica y la dirección de la casa de Paro-di, mi futura casera, no figuraba en ninguno de los mapas que pude consultar. Por suerte Samuel me mandó poco antes de salir un correo electrónico informándome de que la casa estaba a cincuenta metros del Menoka Cinema; de paso, y para futuras informaciones, añadía que las referencias más eficaces a la hora de buscar una dirección en cualquier ciudad de la India son los cines, pues todo el mundo sabe dónde están, especialmente los taxistas.

El Fairlawn es probablemente el hotel más caro de Sudder Street, donde casi cada edificio acoge una pensión o un hotelito. Un arco que se abre en un muro paralelo a la calle da entrada a un jardín, cuyos árboles cubren casi por completo el cielo y dan cobijo en un ambiente recogido y agradable al que quiere huir del ajetreo y del ruido de la calle mientras toma, fresquita, una cerveza de medio litro elaborada en la India. Todo es verde en el Fairlawn, desde el jardín a las paredes del edificio de dos plantas que se alza al fondo, antiguo y con carácter, y regentado por una familia inglesa desde hace varias generaciones. La escalera que da acceso a la planta superior está jalonada de fotografías de la familia y de personajes famosos que se han alojado allí; su decoración entre elegante y kitsch, hace que en Calcuta este sea el hotel de culto para un tipo especial de viajero con posibles. Una vez instalada en la habitación, y cuando me disponía a realizar las sencillas operaciones que lleva a cabo todo viajero experimentado para hacer algo más habitable el entorno (poner a mano el cepillo de dientes, girar de espaldas un grabado de fealdad particularmente ofensiva, echar un chal de gasa sobre la pantalla de una lámpara que proyecta una luz descarnada, o lo que haga falta) de pronto se me vino encima todo el cansancio acumulado después de muchas horas de viaje en un avión de la British Airways que, por si fuera poco, salió de Londres con seis horas de retraso. Así que decidí tenderme en la cama y olvidarme de Andrés y de su búsqueda de Nilufar, o de lo que ocurriría una vez que diera con ella, porque esa era la segunda parte del problema y no dejaba de tener su aquel. ¿Cómo reaccionaría al ver aparecer de pronto en Calcuta a ese marido al que ella había abandonado hacía más de quince años dejando atrás, además, a los dos hijos que les nacieron durante su convivencia en Barcelona?

No, me dije con toda firmeza. Ahora, no. Sin embargo, y probablemente debido al cansancio provocado por la excitación del viaje y el cambio horario, no conseguía dormirme. Y aunque mantenía los ojos tenazmente cerrados, sentía demasiado despiertos la mente y los sentidos. Y puesto que no lograba dominarlos y que me dejaran descansar, no pude por menos que preguntarme, una vez más, qué estaba haciendo yo en Calcuta en compañía de un tipo como Andrés, tan peculiar como la propia aventura en la que, cada cual a su manera, ambos estábamos embarcados.

Recordaba a Andrés preparando su bolsa de viaje con un esmero impropio de quien está siendo apremiado por una persona que tiene esperando un taxi en la calle y esgrime impaciente los billetes para un avión cuya hora de salida está peligrosamente cercana. Como quien tiene por delante todo el tiempo del mundo, iba colocando su ropa en el fondo mientras decía “no necesito llevar mucha cosa para mí porque en Calcuta me compraré algún lungui". Y según hablaba metía en la bolsa un shalvar kurta, el pantalón bombacho con camisa de largos faldones que, por su aspecto, todavía conservaba de entonces. "Me vestiré como lo hacía cuando era Nur Islam, el marido de Nilufar”, insistía mientras iba añadiendo unas latas de atún y de sardinas, "porque a ella le gustan mucho", y también un litro de aceite de oliva. Después les tocó el turno a unas bolsitas repletas de colonias y perfumes, cosméticos, jabones, laca de uñas y lápices de labios, "todo para ella", decía, porque también le gustaban mucho ese tipo de cosas; encima, a fin de que no se arrugara mucho, dispuso un pequeño vestido de flores nuevo de mi sobrina Diana a la que siempre le había ido pequeño y que yo le había dado hacía unos días, y una muñeca Barbie (negra). Deduje que lo último era para la hija que Nilufar había tenido hacía nueve o diez años, una vez separada de Andrés y ya de regreso a India, y cuya tez (a juzgar por el color de la muñeca) debía de ser tan oscura como la de su madre. En el departamento lateral de cremallera puso los papeles, un álbum con las fotos de los hijos de ambos (una niña y un niño que ahora tendrían unos veinte años y que ella no había vuelto a ver desde que abandonó Barcelona); un pasaporte antiguo de Nilufar, el certificado de matrimonio y el documento que acreditaba su conversión al Islam, trámite previo a la boda, y en el que figuraba su nombre de musulmán: Nur Islam, la luz del Islam. "Bueno", dijo con su cachaza habitual mientras se metía por los bolsillos varios cuadernos y un puñado de plumas para dibujar. "¿ya estás lista?".

Antes de que empezara nuestra amistad solamente lo había visto en una ocasión. Fue en la librería Antropos de Barcelona, con motivo de la presentación de algún libro subversivo o underground (que ya no recuerdo) y a la que debimos asistir un buen número de amigos y conocidos. Serían los años setenta, principios de los setenta, en cualquier caso antes de que Franco se pusiera enfermo y empezara su agonía. Eran tiempos, para nosotros, de estudios compartidos con jolgorios, filosofadas, quimeras e ideales, en medio de humos cannabíticos y efluvios lisérgicos. Renegábamos de todo lo que nos habían enseñado y queríamos ensayar una nueva sociedad en la que la relación entre las personas fuera mejor y, ya puestos, pretendíamos borrar ingenuamente de un plumazo todo lo que la Humanidad en un proceso de miles de años había decidido que era lo más conveniente. Aquel día Andrés iba elegantemente vestido al estilo barroco oriental y tanto su planta como sus ropas y sus maneras eran la admiración de todos los que nos montábamos como podíamos unas indumentarias discretitas dentro de la estética del momento. Iba acompañado de su hermana y del novio de esta, un filipino riquísimo, decían, que estudiaba en nuestra ciudad. Los tres parecían aristócratas de las “mil y una noches”. Andrés era entonces un alumno brillante de Bellas Artes y, según tengo entendido, salió de allí con un título avalado por unas notas excelentes. Con ese bagaje empezó su carrera de artista. El resto lo puso su futuro cuñado, que lo introdujo en lo más opulento de la sociedad filipina. Entre Barcelona (donde pintaba sus obras) y Manila (donde las vendía con extraordinario provecho) había muchísimos kilómetros de lugares exóticos que Andrés recorría por tierra cada vez que iba o venía, sin prisas, deteniéndose aquí y allá, empapándose de otros paisajes y de otras vidas. Siempre elegante como un personaje salido de los exóticos cuadros de Fortuny o Delacroix.

No supe más de él hasta casi una década después, cuando apareció un buen día en mi casa en calidad de amigo de mi marido. Nuestro piso era pequeño pero tenía las puertas abiertas para los amigos y los amigos de los amigos e incluso para los que se hacían pasar por amigos y se habían enterado en el metro o en la calle de que había una fiesta. En esta ocasión celebrábamos la fiesta de cumpleaños de Toni, mi marido. Andrés llegó cuando la casa, es decir, la cocina, las zonas comunes, las habitaciones y hasta el cuarto de baño estaban hasta los topes y parecía que ya apenas quedase sitio para la música y las palabras que se atropellaban unas a otras. Iba acompañado por una joven de tez oscura que vestía un sari azul tornasolado. Y que era hermosísima. Su trenza gruesa y negra le llegaba a la cintura y en sus muñecas tintineaban decenas de pulseras de colores. Intercambié unas palabras con Andrés entre empujones y ruido y solo recibí como respuesta, cuando me dirigí a ella, una sonrisa tímida de animalillo desorientado; pero vi enseguida que era una sonrisa brillante, blanquísima, como si la luz entrara en su cara y la reflejara por doquier. Cuando Andrés pronunció su nombre, Nilufar, creí recordar que en persa significa “nenúfar” e inmediatamente pensé que había acertado quien le puso ese nombre. Por desgracia, y en medio del lío en que nos encontrábamos, fue imposible plantearle algunas de las preguntas que me venían a la mente, la más obvia de las cuales era, justamente, su nombre: ¿por qué una mujer que venía de Bengala tenía un nombre persa? Paralelamente no podía dejar de preguntarme a mi misma si el persa iba a regresar a mi vida a través de esa mujer cuando yo había regresado de Irán dando por finalizada esa etapa vital. Durante mis viajes de aquellos años nunca llegué a la India y mi conocimiento del subcontinente era mínimo. Pero no la curiosidad. Ni el propósito (más bien deseo) de conocer algún día ese país cuya presencia, por lejana que fuera, se repetía año tras año cuando regresaban nuestros amigos de Goa, donde pasaban largas temporadas y contaban sus extrañas aventuras, o bien a través de libros que descubríamos en librerías de Paris o Londres y nos pasábamos como si de tesoros se tratara.

Cuando se extinguió su sonrisa el rostro de Nilufar volvió a ser el de una niña muy oscura, casi negra, y ya solo brillaban su sari tornasolado y sus abalorios. Durante la noche pasé varias veces por el recibidor y siempre los vi allí, callados y circunspectos, de espaldas a una pared blanca y como formando parte de un extraño decorado mientras los invitados entraban y salían con toda naturalidad acentuando su aspecto de decorado. El domingo siguiente vinieron a casa a pasar el día con nosotros. Nuestros hijos eran muy pequeños y el suyo (la niña aún tardaría en nacer) era todavía un bebé. Ese día empezamos a conocernos. Mientras tomábamos el aperitivo Andrés y yo hablamos de viajes y de los lugares que ambos conocíamos mientras Nilufar, que no nos entendía, se entretenía jugando con su bebé. Según pude comprobar durante la comida, ella y su marido se hablaban en un idioma particular que con el tiempo habían inventado, mitad bengalí y mitad inglés. Después del almuerzo pasamos de la mesa al sofá para seguir conversando entre café y café. Sobre la mesa quedó un “brazo de gitano” de considerables dimensiones y prácticamente intacto porque después de un plato de pasta y unas albóndigas con sepia, parecía que a nadie le habían quedado fuerzas suficientes para atacar el postre. Pero no mucho después vi que Nilufar regresaba a la mesa y que, tras tomar asiento de nuevo, arrastraba hacia sí la fuente con el enorme pastel al tiempo que con aire absorto empuñaba una cuchara sopera. Empezó a comerse el postre cucharada a cucharada, inmersa en el sabor del caramelo y la nata, perdida en un mundo muy dulce; pero no me daba la sensación de que sintiera placer. Comía deprisa, como si tuviera miedo de que alguien fuera a quitárselo antes de poder terminarlo. El resto del mundo no existía para ella. Andrés debió caer en la cuenta de que yo la miraba con asombro y dijo sin darle mayor importancia: "La conocí en la calle y procede de una familia muy pobre de Calcuta". Y añadió, como si ello contribuyera a redondear la explicación de su conducta: "En realidad es analfabeta".

Un sari rosa de tela liviana le envolvía el cuerpo, un brillantito lanzaba destellos desde la aleta de su nariz y el pelo repeinado y trenzado devolvía reflejos azul marino. Comió sin interrupción hasta que terminó con el dulce. Yo pensé que se iba a poner enferma. Pero no fue así.

Durante los años anteriores a ese reencuentro yo había leído ocasionalmente las colaboraciones de Andrés en El Vibora, la revista underground de comics que se editaba en un pueblo cercano a Barcelona llamado La Floresta y en el que entonces se cocían muchas cosas. En sus historietas, las de Andrés, aparecían casi exclusivamente estrafalarios personajes de la India inmersos en su abigarrado mundo. Hindúes y musulmanes se distinguían por su indumentaria y por lo que decían. Había tuertos, cojos, contrahechos, listillos, rufianes, tontos, también había mulás, sadhus, comerciantes, campesinos, terroristas, sijs y mujeres, muchas mujeres, siempre atareadas trasegando cacharros, cocinando, yendo a por agua, cargando niños, habitualmente garbosas con sus saris estampados y sus pendientes y pulseras. A veces parecían gitanas andaluzas vestidas de faralaes con sus chavos en la frente y sus flores en el pelo. Las viñetas, a plumilla y siempre en blanco y negro, eran un reflejo fidedigno de la vida social de la India, sobre todo de ciertos barrios de Calcuta y de los pueblos arroceros cercanos a esa ciudad.

Con Andrés no solo me unía la vida viajera, haber recorrido los mismos lugares en Irán y Afganistán y haber conocido gentes parecidas, sino también el mundo de la historieta. Entre mis idas y venidas de aquellos países seguía de cerca el trabajo de los amigos de “El rollo enmascarado”, un grupo de jóvenes aficionados a las viñetas que había empezado a publicar una revista underground con este nombre y al que pertenecieron Nazario, los hermanos Farriol, Pepichek y Miguel “el jefe”, Mariscal y Montesol. Me dejaba caer por su piso de la calle Comercio y allí estaban todos en sus respectivas mesas de dibujo, iluminados con luces de flexo y rodeados de plumas y lápices, en medio de un desorden total. El día que desmontaron el piso me quedé con una mesa que a juzgar por el tamaño y por el agujero para el tintero debía de ser un pupitre de escuela primaria, y un par de viejas sillas a juego. Y nos seguimos viendo cuando, unos en Ibiza y otros en la Plaza de San José Oriol, en el barrio viejo de Barcelona, estaban empezando a desmelenarse mientras esperaban a que cayera la breva de la Transición. Publicaban en El Víbora y en Rock Comix. El cómic americano empezaba a tener seguidores en nuestro país y El Víbora fue de los primeros en publicar a Crump y a Gilbert Shelton con sus fantásticos Freak Brothers. Shelton, ya famoso y casi un mito entre los aficionados a la historieta, había dejado su casa de San Francisco para instalarse durante un tiempo con su mujer en La Floresta, donde José María Berenguer, el editor de la revista, se había hecho construir una casa con forma de cúpula y de ahí el nombre de su editorial: Ediciones La Cúpula. Por allí pasaban todos los que eran y los que querían ser en el mundo del cómic. Entre ellos, Andrés Vieyra Makintosh, bien que este lo hiciera de forma algo peculiar porque seguía viajando por Oriente, generalmente embarcado en una u otra aventura. Andrés mandaba sus historietas y Berenguer se las publicaba y le giraba el dinero correspondiente donde hiciera falta. Todos los meses llegaban puntualmente los dibujos y todos los meses le eran enviados los dineros allí donde estuviese. Y un día, de pronto, Andrés Vieyra Makintosh reapareció en compañía de una muchacha india y un bebé. Según dijo, ella se llamaba Nilufar, se habían casado en Calcuta y pensaban instalarse en Barcelona.

Pero no tardó en descubrir que no había sido una decisión afortunada. Los dineros ganados con las historietas, y que tanto cundían en Calcuta, en Barcelona no daban ni con mucho para mantener a una familia. Además, y debido a las responsabilidades familiares y a la necesidad de producir más dibujos, se vio obligado a interrumpir aquellas visitas a Manila donde tan buenos y ricos clientes le proporcionaba su cuñado. Durante los siguientes dos o tres años nos visitaban de vez en cuando y siempre que eso ocurría Andrés intentaba vendernos algún dibujo. Sus visitas eran caóticas. Anunciaban su llegada por la mañana y los cuatro (porque para entonces ya eran cuatro, contando a la niña recién nacida) se presentaban cuando ya estábamos acostando a nuestros niños y lo único que nos apetecía era desconectar de todo, pero fundamentalmente desconectar del universo infantil. Tras el nacimiento de su hija, Nilufar había cambiado el sari tornasolado por unos vaqueros y una camiseta y le gustaba aislarse del mundo con la ayuda de unos walkmans. La existencia de ambos en Barcelona era tan desalentadora para él –que solo deseaba seguir inmerso en su mundo de colores– como para ella, obligada a llevar una clase de vida que no era ni por asomo la que había imaginado cuando decidió abandonar Calcuta.

Un día alguien nos dijo que habían dejado a los niños en Barcelona con los abuelos y que estaban en la India. Al parecer, el padre de Nilufar estaba gravemente enfermo y ella quería verlo y, llegado el caso, despedirse de él. Así que decidieron viajar los dos a Calcuta, y una vez allí, Andrés creyó conveniente irse hasta Manila para visitar a sus antiguos clientes y tratar de venderles nuevos dibujos.

Fue lo más parecido a que se los hubiese tragado la tierra. No volvimos a saber nada más de ellos y la pintoresca imagen de ambos se fue difuminando en nuestra memoria hasta quedar prácticamente olvidada.

Andrés regresó varios años después a Barcelona, solo. Como su amistad con nosotros tampoco era lo que podríamos llamar muy estrecha, o profunda, tardó bastante en establecer contacto de nuevo, y cuando lo hizo explicó de forma tan vaga e imprecisa la ausencia de Nilufar que yo, ahora mismo, ni siquiera la recuerdo."Ella está bien", vino a decir. "Son cosas que pasan".

Los abuelos siguieron ocupándose de criar a los nietos como si nada hubiese cambiado tras el solitario regreso del padre. El cual, por su parte, vivía en un pisito del barrio viejo de Barcelona llevando una vida de artista bohemio. Pero reanudó la costumbre de visitarnos de vez en cuando y su presencia era siempre bien recibida, pues a pesar de su aspecto excéntrico es persona discreta y de pocas palabras, aparte de que sus ocurrencias, a veces geniales, nos proporcionaban momentos muy gratos. En una ocasión fuimos a visitar a los abuelos y estos nos devolvieron la visita algún tiempo después. Los hijos de Andrés estaban creciendo, igual que los nuestros, y en contra de lo que cabría esperar, dadas las circunstancias, las veces que nos vimos también pasamos ratos muy agradables con ellos. Pero nadie, nunca, nombraba a Nilufar. Ni siquiera sus hijos.

Fue más o menos por aquellas fechas cuando Andrés empezó a tener problemas psiquiátricos serios. Esos problemas venían de lejos, y él mismo los había comentado con creciente preocupación más de una vez, pero ahora se le habían agravado hasta el punto de que los médicos le daban una incapacidad del 50 por ciento. El diagnóstico aseguraba también que una medicación adecuada le permitía llevar una vida independiente y pacífica si bien no eficiente, y aunque vete a saber qué podría querer decir eso en términos prácticos, lo cierto era que dibujaba poco, cada vez menos. Los últimos cuadros realizados con ganas los hizo a raíz del asesinato de Indira Gandhi: por las calles de sus cartulinas atestadas de coches, autobuses, rickshaws y mezquitas corrían centenares de sijs airados y blandiendo puñales mientras turbas de moribundos, mendigos, vacas, perros y cuervos eran testigos mudos de lo que estaba ocurriendo. Siempre he pensado que Andrés Vieyra Makintosh es un gran artista y que durante treinta años sus dibujos han sido una crónica extraordinaria de la vida diaria en la India, Nepal y Filipinas, pero pienso también que una existencia sin ilusión en Barcelona, marcada además por los estragos irreversibles de la enfermedad, fueron apagando la llama que había dentro de él. La guerra de Afganistán pareció despertarle viejos recuerdos y se puso a dibujar afganos con kalashnikov, apuntes sencillos que si bien conservaban su sello personal poco tenían que ver con aquellos barrocos dibujos a plumilla de otros tiempos. Mientras tanto, sus visitas a nuestra casa se hicieron más frecuentes y a medida que aumentaba la confianza entre nosotros empezó a hablar con progresiva franqueza de la India y de Nilufar. Seguía pensando en ella sin cesar y según íbamos escuchándolo descubríamos que su soledad se sustentaba en la memoria de la que fuera su mujer y madre de sus hijos, siempre inmersa en el paisaje bengalí, un fondo tropical de árboles frondosos y de arrozales que él consideraba su paraíso perdido. Nos decía que alguna vez hablaban por teléfono desde un locutorio de Barcelona a un locutorio de Calcuta, cosa que le obligaba a efectuar dos llamadas: una para pedir que avisaran a Nilufar y una segunda para hablar con ella.

Tras incontables trámites y gestiones llevados a cabo por la asistenta social del barrio no solo le concedieron una pequeña pensión por discapacidad fundamentada en su largo tratamiento psiquiátrico sino que se la pagaron con efecto retroactivo, por lo que de pronto se encontró siendo beneficiario de una considerable suma de dinero. Y lo primero que hizo fue llamar a Nilufar para decirle que iría a verla. Por desgracia, antes incluso de que llegara a comprar el billete, un amigo, más bien un crápula compañero de barra y de cervezas, le pidió prestado ese dinero. Durante una semana. Eso fue lo acordado. Pero el crápula y el dinero se esfumaron al instante y con ellos se esfumó la única posibilidad que tenía de volver a la India y recuperar, quizá, a su mujer.

Nunca le oímos quejarse. Asumió esa pequeña catástrofe como una fatalidad, o como un eslabón más en la cadena de grandes y pequeñas catástrofes que conformaban su vida. De hecho, según le conocías a él también conocías mejor a los personajes que poblaban sus abigarradas historietas. Nunca un grito, ni un lamento o un lloro. Eran personajes estáticos. De ojos negros e inmensos, agrandados aún más por las líneas negras que los perfilaban como para mirar de frente, sin una queja, a la fatalidad que los prefiguraba confiriéndoles el hieratismo de quien ya ha vivido eso mismo una infinidad de veces. Él y sus personajes. Otra vez. La desgracia. La vida.

Por nuestra parte, tampoco le preguntamos nunca qué había pasado de verdad entre ellos porque era evidente que se trataba de una historia triste, dolorosa y, por encima de todo, muy complicada. Sin embargo, y según hablaba con él, cada vez se me iba haciendo más presente aquella mujer india tan joven y tan hermosa cuya imagen comiendo un “brazo de gitano” todavía me inquietaba y conmovía. Una imagen a la que se iban añadiendo otras más recientes y aún más conmovedoras, pues qué otro sentimiento cabe al imaginarla junto a una cabina situada en algún rincón de una apartada calle de Calcuta aguardando a que suene el teléfono. Y tales imágenes, inevitablemente, suscitaban preguntas que yo era incapaz de resolver porque me costaba incluso llegar a formularlas con claridad, más que nada porque me faltaban datos elementales acerca del marco físico en el que insertarlas. ¿Cómo sería esa calle de Calcuta en la que ella hablaba por teléfono con Andrés? Y ya puestos, ¿cómo eran el barrio y la gente que ahora conformaban su vida? ¿Por qué no había regresado? ¿Cómo pudo dejar a sus hijos en Barcelona? No lograba imaginar cómo había podido sobrevivir en la India una mujer casada y que después de haber efectuado una boda allí vista como de gran fortuna (piensa, un marido extranjero, y por ende rico, que se la lleva a un país considerado fabuloso por el imaginario social) regresa años después sola, sin su marido y sus hijos. Recordaba las palabras de Andrés ("La saqué de la calle", "es analfabeta") y se me aparecía de nuevo su imagen de animalillo acorralado cuando, en aquella fiesta en mi casa, me saludó por primera vez. No podía olvidar que ella pertenecía a un entorno musulmán, minoría entre hindúes, en el que un fracaso matrimonial se considera un estigma y es por lo tanto causa de rechazo social. A pesar de lo cual, ese animalillo acorralado y excluido de una comunidad, en un medio hostil, no solo había logrado sobrevivir sino que, por lo que Andrés decía, incluso se había reproducido de nuevo.

Andrés nunca se había vuelto a casar ni tenido otra compañera. Y aunque apenas nada de todo ello salía al exterior, durante todos esos años de separación la imagen de su mujer no había dejado de dar vueltas en su mente cada vez más perturbada. En casa de los abuelos el nombre de Nilufar era tabú y nunca se hablaba de ella, hasta el extremo de que sus hijos, ahora ya crecidos, la habían olvidado. Extraña situación, pensaba yo cuando, cada vez con menor convicción, Andrés hablaba de ir a verla. Sin embargo, puesta a ser reflexiva y sincera, en el fondo me admiraba tanto la capacidad de supervivencia de Nilufar como la del propio Andrés, un hombre cuya incapacidad para moverse con eficacia en este mundo nuestro te obligaba a preguntarte cómo se las había arreglado hasta ahora para no ser tragado por alguno de los muchos sumideros (asilo, manicomio, secta, terapia de grupo, acupuntura, granjas para la recuperación de adictos, llámalo como quieras) que la sociedad tiene dispuestos para deshacerse de sus detritus. Porque, encima, era un enfermo al que su perturbación incluso le había ido despojando paulatinamente de su habilidad para comunicarse con el mundo por medio de una humilde plumilla.

En el curso de nuestras conversaciones en las tardes de los domingos contó cómo había conocido a Nilufar cuando era todavía una niña, cómo acabó casándose con ella al cabo de unos años y los tiempos de felicidad que siguieron a la boda. Vivían a caballo entre Calcuta, en invierno, y Katmandú, cuando el calor se hacía insoportable en la capital de Bengala Occidental, con ocasionales estancias en Manila para vender sus dibujos. Yo entendí, a raíz de sus conversaciones telefónicas, que Nilufar vivía ahora con otro hombre y que había tenido con él una niña que ahora contaba nueve o diez años. En realidad la historia de su separación era muy similar a la de tantas parejas mixtas, que además de afrontar las dificultades que habitualmente se les plantean a las parejas jóvenes para salir adelante deben resolver problemas con los que probablemente no contaban cuando decidieron unirse, antes que nada la diferencia de culturas, pero sobre todo el rechazo social del país de acogida: uno de los dos, el desplazado, acaba siendo un elemento extraño y sin raíces, y la fuerza del extrañamiento acaba resultando más fuerte que el amor más grande.

En aquella época yo acababa de publicar La cueva de Alí Babá, mi segundo libro sobre Irán. Antes había escrito otro contando mis experiencias en Afganistán y los tres, cada uno a su modo, estaban recibiendo una acogida razonablemente esperanzadora (cosa que siempre estimula de cara al siguiente intento). Nunca llegué a la India, sin embargo, durante mis estancias en ambos países siempre di por hecho que la India era la continuación natural de mi interés por aquella zona del mundo, y quien se haya movido el tiempo suficiente por ella sabrá de qué hablo. No la ves. Nadie te habla de ella. Pero al otro lado de la North West Frontier que decían los ingleses del Imperio, o sea al otro lado del Jayber, la India irradia una suerte de halo que acaba convirtiéndose en una fascinación no demasiado lejana de la obsesión. Le pasó a Alejandro, que aún tenía por conquistar la otra mitad del mundo y fue rendido por los fabulosos relatos que llegaron a sus oídos. Les pasó a los emperadores mongoles, que incluso renegaron de su pasado estepario y se reinventaron a sí mismos en sueños tan delirantemente bellos como el Taj Mahal, el Fuerte Rojo o la ciudad abandonada de Fatehpur Sikri. Y les ha pasado a centenares de miles de viajeros, ilustres o anónimos, que luego han dejado testimonio escrito de una experiencia que al principio solo parece un viaje iniciático y acaba demostrando ser un destino. O una fatalidad.

Y cuando me ocurrió a mi no llegué a planteármelo siquiera porque estaba demasiado ocupada en sacar adelante otros proyectos (probablemente un libro, acabar de encarrilar a mis hijos, echar una mano en esto o aquello, qué más da). Pero ahora sé que los dos viajes que por aquel entonces hice a Delhi iban más allá del mero deseo de visitar a unos amigos. Y por la misma razón también sé ahora que mis conversaciones con Andrés estaban dictadas por un interés sincero y sin el menor asomo de doblez. Pero tanto en ambas visitas a mis amigos de Delhi como durante las tardes de domingo en compañía de Andrés era consciente de que se estaba despertando en mi la vieja atracción por la India. Como si dijéramos, que una vez solventadas las cuestiones pendientes con Irán y Afganistán, estuviese sintiendo la imperiosa necesidad de reanudar el camino, y apelo de nuevo al viajero que hay en el fondo de todos para hacerme entender: no hay una ley escrita ni se trata de un imperativo interior o exterior, pero así como el ave migratoria sabe con toda certeza cuándo ha llegado el momento de emprender el vuelo también el viajero, quizá sin tanta alharaca, sabe llegada la hora de volver al camino.

En mi caso, desde luego, no hubo la menor alharaca ni despliegue de heroísmo. Más bien lo contrario. Tantas veces habíamos sido testigos de los preparativos de Andrés para ir a ver a Nilufar que ya no le creíamos ni le hacíamos caso, pues a partir de un momento determinado vimos muy claro que ese viaje se había convertido en el clásico sueño al que se aferra el iluso para no caer definitivamente en la impotencia, el desánimo y el fracaso más absolutos. Hasta que un domingo, mientras escuchábamos a Andrés trazar por enésima vez sus planes de viaje, dije de pronto:

"¿Qué te parece si te acompaño?"

Fue curioso porque, antes incluso de completar la frase, ambos supimos con toda certeza que nos habíamos convertido en causa y efecto mutuos, en cazador y cazado, o en esa curiosa simbiosis formada por el ciego robusto y atlético que carga sobre sus hombros al tullido dotado de una vista de lince. Puesto que desde ese mismo instante yo formaba parte de la aventura, Andrés no podía permitirse a sí mismo volver a fallar. Y puesto que yo sabía que él iba a hacer lo imposible para no fracasar, cómo podría decirle ahora que no, que todo era una broma, que en qué cabeza cabe que una mujer como yo se iba a embarcar en una aventura tan peculiar y encima en compañía de un hombre tan peculiar como él. Imposible. Estaba echada la suerte. Calcuta. Ahora sí. Y de incógnito, porque ya nadie me conocerá allí. Ya lo verás.

Miré a mi alrededor y vi a mis hijos veinteañeros y a mi marido, que participan con ilusión de mi vida viajera, con gestos de aprobación.

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La noche de los cuchillos vivientes


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La decisión de viajar a Calcuta con Andrés pudo parecer –incluso para mí misma– una decisión impulsiva, o un gesto instintivo y no premeditado. Pero qué va. Por lo general pocas veces trabajo centrada en una sola cosa porque, tomando como referencia un horizonte relativamente cercano, lo normal es que tenga en perspectiva algún curso o ciclo de conferencias, artículos y reseñas de encargo, actos de presentación e incluso viajes para promocionar uno de mis libros, todo lo cual me exige invertir bastante tiempo en la documentación y preparación de cada uno de tales compromisos. A lo que suelen unirse la propia curiosidad y el azar, unas veces porque ha aparecido en las librerías algún texto de lectura inexcusable, otras porque de pronto cae en mis manos un libro que llevaba años buscando, o porque alguien me habla de uno de esos relatos de viaje tan absolutamente fundamentales que hasta te da vergüenza no haberlo leído todavía y crees necesario dejar todo lo que estabas haciendo y reparar en el acto tamaño fallo en tu formación. Es decir, que el material acumulado en la mesa de trabajo, los libros que van atestando la mesita de noche o los periódicos y revistas que se amontonan en esa sección que da fatiga solo de ver y que recibe el nombre genérico de "Cosas a leer cuando tenga un momento", raras veces corresponden a un solo tema ni transmiten la idea de que detrás de todo ello hay una mente sistemática, coherente y tenaz. Más bien lo contrario: un caos.

Y sin embargo, una vez aceptado que Calcuta pasaba a tener prioridad absoluta, después de comentado con Toni que –por tener un trabajo convencional– no podía añadirse a la expedición pero que aseguraba que iría en cuanto pudiera, resultó que casi todos los libros de preparación, lectura obligada y consulta no solo estaban perfectamente a mano sino que tenía ya gran cantidad de notas acumuladas en diversos cuadernos y carpetas, aparte de tener perfectamente registrada toda la bibliografía que podría necesitar más adelante. O sea, que nada de un impulso instintivo y no premeditado. Servir de pretexto para que el pobre Andrés se decidiese a poner un poco de orden en el desbarajuste que era su vida fue, a qué darle más vueltas, la excusa perfecta que yo necesitaba para dejarlo todo y llevar a cabo de una vez ese viaje que tantos años llevaba sabiendo que haría.

Fueron varios meses de lectura sistemática y, esta vez sí, tenaz, sobre historia, religión, cultura y costumbres de la India, pero especialmente centrada en Bengala occidental y su capital, Calcuta. Volví a leer a Mircea Eliade, volví a renegar de él cuando hablaba, mintiendo, de sus amores con Maitreyi, la joven hija de su profesor que le había acogido en su casa en Calcuta y lo había adoptado como si fuera su hijo. Releí la respuesta de Maitreyi Devi, la misma mujer ya con sesenta años, casada, que responde serena y dignamente a tanta mezquindad. Leí el clásico sobre Calcuta del británico Moorhouse, escrito en los años setenta, unas veces farragoso pero otras divertido y lleno de anécdotas, siempre, sin embargo, conservando una actitud muy británica del que está por encima de todo. Tuve la excusa para retomar el libro “India” del cascarrabias V. S. Naipaul, y para volver a lo que escribía Octavio Paz después de haber sido embajador de México en la India.