Edición digital
Coordinación LIJ
Ana Amelia Arenzana Galicia
Gerente de LIJ de Ediciones SM
Gestión digital
Cecilia Eugenia Espinosa Bonilla
Gerente de Servicios educativos digitales de Ediciones SM
Coordinación editorial
Olga Correa Inostroza
Coordinación digital
Valeria Moreno Medal
Optimización de contenidos digitales
Felipe G. Sierra Beamonte
Puma de la Noche / Pablo Escalante Gonzalbo
Ilustraciones y cubierta: Andrés Sánchez de Tagle
Primera edición digital, 2014.
D. R. © SM de Ediciones, S. A. de C. V., 2009
Magdalena 211, Colonia del Valle,
03100, México, D. F.
Tel.: (55) 1087 8400
www.ediciones-sm.com.mx
ISBN 978-607-24-1080-0
ISBN 978-968-779-176-0 de la colección El Barco de Vapor
Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana
Registro número 2830
Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informático, o la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
La marca El Barco de Vapor® es propiedad de la Fundación Santa María.
Para Camilo y Joaquín
Malinalco
LA VILLA estaba situada en un pequeño valle rodeado de montañas que a menudo tomaban la forma de torres o grandes columnas. Innumerables cuevas se ocultaban detrás de la vegetación que cubría a intervalos las montañas. Las yerbas que nacían a la entrada de aquellas cuevas se torcían en forma de espiral; así se supo que por allí andaba el viento arremolinado de los otros mundos.
Tal vez era la cercanía de las peñas misteriosas lo que en la villa, a lo largo de su historia, había congregado a grupos de magos venidos de los más remotos lugares. Estos magos conocían sorprendentes secretos del mundo y vivían de su saber, pero no todos se dedicaban a las mismas labores: algunos pasaban las horas en el palacio del señor de la villa divirtiéndolo con trucos un poco bobos, como hacer que saliera un ratón de una sandalia. Otros se dedicaban a curar de sus dolencias a vecinos y extraños; algunos más examinaban el curso de las estrellas o predecían el futuro.
También había magos que vivían alejados del centro de la villa, dedicados a incrementar sus poderes para intervenir en ocasiones importantes. La gente respetaba a estos hombres solitarios, y les temía. Se decía que sus poderes eran tan grandes que les permitían tomar la forma de cualquier animal y desplazarse de un sitio a otro con más rapidez que las nubes de un temporal.
Por regla general, los magos de palacio eran insidiosos y cobardes; así se habían vuelto a fuerza de desperdiciar su ciencia y sus poderes en pequeñeces y tonterías. Apoltronados en hamacas y cojines, pasaban las horas fumando largas cañas de tabaco y hablando mal de la gente. Su desgana se convertía en astucia cuando se trataba de perjudicar a alguno de los magos que vivían fuera de palacio, cuya libertad envidiaban.
Tan pronto como el sol terminó de ocultarse, los sacerdotes hicieron sonar flautas y trompetas desde lo alto de algunos cerros y desde el templo principal de la villa. Esta música desordenada recorrió las calles, se metió entre las huertas, pasó a los patios de las casas y acabó por mezclarse con el humo de las ofrendas.
Después de un rato cesó el ruido y la villa quedó en calma. En las calles sólo se escuchaba el rumor de los últimos caminantes de la jornada: un viejo que acarreaba un pesado bulto de leña, dos muchachos que regresaban tarde del campo con las azadas llenas de lodo. Cerca de su casa, una mujer forcejeaba con un guajolote mientras el animal hacía lo posible por liberarse del mecate que aprisionaba sus patas. Las familias comían, reunidas en los patios interiores o en alguna habitación.
En el silencio de la noche se escuchó el golpe seco de un bulto que cayó al piso. El mecapal del viejo se había roto, dejando caer la leña. Algunas ramas le arañaron el cuello y la espalda antes de desplomarse. El viejo se agachó, estiró las manos, recogió la leña, amarró nuevamente el bulto y se lo echó a la espalda. Siguió caminando hacia las afueras de la villa hasta llegar a su pequeña choza de adobe.
Yohualmiztli tenía todo el pelo blanco y unas arrugas firmes le cruzaban la frente y las mejillas, pero era fuerte y delgado y todavía podía moverse con agilidad. Se sentó en cuclillas sobre un petate en el centro de la choza, miró fijamente la lumbre mortecina de las brasas. Su respiración era agitada y difícil, no porque se hubiera fatigado con el acarreo de la leña, sino porque algo le preocupaba. Sentía un fuerte zumbido alrededor de la cabeza, como si lo rondara una abeja, y tenía una extraña visión: aparecía él corriendo entre canales y puentes para alejarse de una lluvia de lanzas. “Algo va a ocurrir”, pensaba, pero no acertaba a entender el mensaje. Se frotaba los ojos, pero la imagen no lo abandonaba, tampoco el zumbido.
El viejo mago trató de pensar en otra cosa. Se acercó a un rincón de la choza y observó el arco y las flechas. Hacía años que Yohualmiztli no disparaba una flecha. En sus mejores tiempos no se le escapaba una presa. Alguna vez, rastreando a un venado en el monte, disparó la flecha con tal efecto que el proyectil torció su rumbo al llegar a la cumbre y continuó persiguiendo al animal ladera abajo hasta encajársele en el lomo. Era como si las flechas de Yohualmiztli se ensañaran con sus víctimas. Pero eso era antes.
Yohualmiztli volvió a escuchar el zumbido de la abeja y regresó al petate. Intentó concentrarse una vez más. Cerró los ojos y recordó un día de caza: vio al venado sorprendido volver la cabeza a uno y otro lado con desconcierto, lo escuchó trotar por el monte quebrando algunas ramas, y luego vio su propio brazo que sacaba con agilidad una flecha de la aljaba y con el mismo movimiento tensaba el arco. La flecha cortaba el aire con un zumbido… Y otra vez, el zumbido de la abeja, pertinaz, desconcertante.
Colocó algunas pieles sobre el petate, cerró los ojos, vio una vez más la lluvia de lanzas y se quedó dormido.
Cuetzpalin, un joven aprendiz de mago, el primer amigo que tuvo Yohualmiztli cuando llegó a la villa procedente de tierra caliente, irrumpió en la choza poco después de que saliera el sol. Yohualmiztli todavía dormía, y el muchacho tuvo que levantar la voz para despertarlo.
El viejo abrió los ojos y sintió el aire fresco de la mañana; se levantó de un salto e intentó avivar el fuego con su soplido, pero las brasas se habían apagado durante la noche. Tomó la vara para hacer un nuevo fuego, y mientras la frotaba sobre una tablilla reseca, se dirigió a Cuetzpalin:
—¿Qué ocurre? ¿Qué haces aquí tan temprano?
—Alguien entró esta noche a una de las casas del barrio de los alfareros y mató a una muchacha. Luego corrió sobre las huertas de palacio destruyendo la verdura y las flores.
—Todo eso es lamentable, pero ¿cuál es el problema?
—Dicen que has sido tú.
Yohualmiztli entendió de golpe su preocupación y su visión de una lluvia de lanzas: entendió que estaba en apuros.
—En el camino de la casa de la muerta a las huertas encontraron huellas de puma —añadió Cuetzpalin—. Los magos de palacio se han apresurado a recordarle al consejo de jueces que tú eres nahual y que algunos caminantes nocturnos te han visto tomar la forma del puma.
—Pero eso no es suficiente para inculparme.
—El mago Tetzáhuitl ha mostrado una pieza de cristal con una pluma azul encerrada en su interior. Dice que la halló en las huertas y que te pertenece, que nadie tiene otra igual.
Yohualmiztli se llevó la mano al cuello y descubrió que su collar con la piedra de cristal había desaparecido.
—Yo sé que se trata de una trampa —dijo Cuetzpalin—, una intriga de los magos de palacio que siempre te han envidiado.
—Que tengas buen camino —alcanzó a decir Cuetzpalin, y vio a su viejo amigo alejarse por una vereda que pasaba entre milpas y luego se internaba en la arboleda.
Cuando se sintió protegido por los árboles, Yohualmiztli miró alrededor para escoger una ruta segura. Decidió rodear la villa por el norte y dirigirse a las montañas del oriente, accidentadas y llenas de sitios donde ocultarse y protegerse.
Trotó ligero, como en sus mejores días de cazador, sólo que esta vez era él quien volvía la cabeza a uno y otro lado como una fiera asustada. Dejó tras de sí el valle y se internó en el monte.