A UCH y por el ajedrez
A mis padres, por todo lo demás
Muy serio para ser un juego;
muy trivial para ser una ciencia.
Flaubert, respecto al ajedrez.
Diccionario de los lugares comunes.
1
OCURRIÓ a mediados de los años ochenta. Yo tenía treinta y siete años, un empleo de medio tiempo como profesor en la universidad nacional y otro como columnista en un periódico. Tenía, además, un hijo de quince años que era una verdadera lata, un perro labrador sin cerebro y una colección completa de libros de ciencia ficción. Pero eso no es lo importante. Lo importante es lo que pasó después. Porque a partir de aquel momento en el que Ulises se enfrentó a Ninski en aquella solitaria mesa del café del aeropuerto, todo en mi vida cambió.
Sí. Ya han pasado veinte años. Pero yo podría todavía decirles con exactitud a qué olía el ambiente, de qué color eran las sillas del café, cuántas personas sostenían la respiración ante cada jugada…
Veinte años. Y el momento sigue detenido en mi cabeza como si hubiera sido ayer.
Porque todos tenemos momentos como ese. Todos hemos pensado en algún instante de nuestras vidas que la felicidad no puede ser mayor que la que sentimos en ese momento, y procuramos atesorar en la memoria cada detalle que lo dibuja, para poder evocarlo después y sentir, aunque sea de un modo figurado, toda la alegría del instante original. Así, no es difícil ver personas riendo de la nada mientras viajan en autobús o caminan por la calle; seguramente estarán recordando aquel primer beso o aquel gol que marcaron para dar el triunfo a sus equipos. En mi caso, si me ven sonreír a solas, se tratará, sin lugar a dudas, de aquel momento en el café del aeropuerto. Ni más ni menos.
Pero, bueno…, comencemos por el principio. Y antes que nada, las presentaciones.
Mi nombre es Salomón Narváez, aunque no han de sorprenderse si escuchan a alguien, en un lugar público, llamarme por cierto apodo que me gané hace más de treinta años: Caballo Loco. La explicación de tal mote ya vendrá después. Por el momento dejémoslo en que soy, sin más, Salomón Narváez. Y, como les decía, mi relato ocurre a mediados de los años ochenta, cuando la música de Michael Jackson inundaba el ambiente y Madonna imponía la moda en el vestir. Eran los años en que la inflación empezaba a disparar los precios y nada tenía el mismo valor que el mes anterior; eran los años en que la gente esperaba con ansias el segundo mundial de fútbol que se realizaría en México. Eran años de crisis, como han sido en nuestro país desde que tengo memoria.
Pero no ha de ser eso lo que nos ocupe.
Ni tampoco mi perro labrador que, dicho sea de paso, era incapaz de distinguir entre un espejo y un cristal (pasaba horas ladrándose a sí mismo) ni entre un tercer piso y una planta baja (terminó sus días brincando por una ventana en pos de una pelota que jamás alcanzó).
En realidad, todo comenzó a raíz de la primera carta que recibí gracias a mi columna del periódico. La carta de un tal Ulises Bernal.
Como ya dije, además de la cátedra que impartía en la universidad, era columnista en un periódico de circulación nacional: tenía a mi cargo una columna que se llamaba “Enroque”. Y, como podrán adivinar, en ella sólo se trataban temas referentes al ajedrez.
Sí. Por si no lo he dicho, siempre fui un gran amante del juego ciencia. Pero que eso no sea motivo de una huida en desbandada. No se espanten; no pienso aburrirlos con esa terminología que parece parte de una religión misteriosa y elevada; mucho menos pienso mencionar anécdotas de grandes partidas mundiales o de los grandes maestros. De lo que trataba mi columna –lo cual quizá les parecería más que aburrido–, no es de lo que trata este relato. Y aunque así se los parezca mientras vayan leyendo, esta historia tampoco versa sobre el ajedrez, sino sobre otras cosas mucho más importantes. Pero eso ya se irá viendo.
Con todo, a pesar de que mi esposa se pasaba la mitad del año en el extranjero y la otra mitad sumida en sus investigaciones como bióloga, a pesar de que mi hijo Alan fuera tan guapo que esto le impidiera tomarse nada en serio, ni la escuela ni su vida personal ni nada, y a pesar del súbito suicidio de nuestro perro labrador, yo me consideraba un hombre afortunado. Feliz y afortunado. De alguna manera, mi vida seguía un orden y yo no tenía preocupación alguna. Incluso mi columna sobre ajedrez era un motivo más para sentirme feliz: la escribía sin que nadie la aprobara o reprobara. Era completamente libre de poner en ella lo que me viniera en gana y si nadie la leía, era cosa que tampoco me importaba. Finalmente, a mí me pagaban de todos modos.
Pero déjenme contarles algo respecto a mi columna. En ella ofrecía consejos, sugerencias y cualquier tipo de armas, viejas o nuevas, sutiles o atrevidas, para poder ganar al ajedrez. Era un escaparate de consulta en el que los amantes del juego buscaban mejorar su desempeño. ¿Que si era una columna especializada? Pues sí, lo era. No era para cualquier iniciado. No servía a quienes apenas estaban aprendiendo a mover las piezas. Se discutían asuntos como las variaciones de la defensa siciliana o el hipermodernismo aplicado. ¿Que si yo era un experto? Pues sí, lo era. Tal vez lo siga siendo. Competí por el campeonato nacional a finales de los años sesenta y llegué a tener una puntuación de 1990. Pero, bueno…, esa es otra historia. Muy vieja, además.
Al final de mi columna siempre analizaba una partida. Exponía un problema y ofrecía un premio al que mandara la solución. Un problema típico era mostrar un tablero, con cierta disposición de las piezas, y una leyenda que dijera: “Juegan las blancas y matan en 3”. Había que resolver el partido mostrando el modo exacto en que debían jugar las blancas para lograr el jaque mate en tres jugadas. Pero he aquí que nadie reclamaba nunca el premio. Es decir, nunca recibí la solución. Por eso pensaba que nadie –nadie absolutamente– leía mi columna. (Y muy probablemente así fuera puesto que una vez inserté, dentro de la explicación de una partida, el famoso canto infantil de “tengo una muñeca vestida de azul” y nadie se quejó de ello, ni siquiera el editor del periódico.)
Pensarán ustedes que escribía la columna más para mi propia satisfacción que para la de mis supuestos lectores. Y es cierto. O lo era. Hasta el día en que llegó la primera carta de Ulises Bernal.
Debido a un terrible enfado que mi hijo Alan me hizo pasar, escribí la columna a vuelapluma y a regañadientes. (El angelito había sido encontrado conduciendo el auto de uno de sus amigos mayores en sentido contrario. Sacarlo de la delegación y argumentar en contra de los policías era algo con lo que antes no me había enfrentado. Hasta entonces sólo habían sido regaños del director de la escuela o de los papás de sus múltiples novias. Mi hijo se estaba especializando, lo cual era preocupante. Y aunque me juró mil veces que “ya me devolvería el favor cuando pudiera”, pagar varios miles para que lo liberaran me hizo pasar un coraje marca diablo. Y, por eso, entregué mal la columna.)
Copié un problema de uno de mis libros de ajedrez y cometí la torpeza de escribir “matan en 6” cuando en el libro decía claramente “matan en 3”. Entonces me enteré de que la columna sí era leída. Recibí, a la semana, tres cartas. Dos eran de conocidos míos de los viejos tiempos en que yo aún competía. Resolvían el problema impecablemente; me mandaban saludar y decían que me podía quedar con el regalo. (El premio solía ser un ajedrez magnético que no valía ni la pena irlo a recoger.)
La tercera carta fue la que me cambió la vida.
Firmaba Ulises Bernal García. Y decía, con una letra bastante descuidada: “Está mal. Matan en dos”. Luego, seguía el orden de la partida, con la misma letra de rasgos poco comprensibles “cxd7 - e4 - e2 mate”. Ni siquiera había utilizado pluma; había escrito con un lápiz de punta roma. Tampoco era una hoja blanca tamaño carta; era una hoja de cuaderno de cuadro chico, arrancada del espiral.
Recuerdo que estaba mirando a través de la misma ventana en la que nuestro labrador había sido visto por última vez cuando recibí la tercera carta. No le quise dar mucha importancia al asunto. Pensé que el pobre lector se habría equivocado. Pero algo en mi interior me decía que, al menos, debía corroborarlo. Así que fui a mi biblioteca, busqué el libro del problema y lo abrí sobre mi escritorio. Aún recuerdo el flujo de electricidad que me recorrió la espina.
Era cierto. El problema tenía dos soluciones. Y de ambas, la más eficiente, la mejor, la que se nos había escapado a todos, incluso al autor del libro, era la que proponía Ulises Bernal.
2
PERO ahí no paró la cosa.
Decidí que lo mejor era dar una variante a los problemas. Propondría la situación y el aficionado debería decirme en cuántos movimientos mataba. Funcionó. A las dos semanas llegó la siguiente carta, solitaria, de Ulises Bernal. Ya ni siquiera mis antiguos conocidos se habían dignado escribirme (o, peor aún, no habían podido con el problema).
Los tres problemas que escogí, Ulises los resolvió con toda exactitud. En la hoja que me mandaba, con los mismos rasgos de descuido de la primera, se notaba que escribía la solución casi sin interés, puesto que algunas hojas traían otro tipo de anotaciones al calce o a veces escribía la respuesta con pluma roja o con un color de madera. Empecé a preguntarme: “este Ulises… ¿no será una especie de genio?”.
Por eso busqué nuevas y más difíciles interrogantes. Comencé a poner trampas en mis problemas. Modifiqué los ejemplos que venían en los libros para asegurarme de que el tal Ulises no estuviera copiando las respuestas de los mismos. Primero llegó una carta, de uno de mis ex compañeros, en donde se quejaba por el nuevo cariz que le estaba dando a los problemas. “Ya te estás volviendo más loco, Caballo Loco” fue lo que me dijo. Pero a mí no me importó, porque el truco estaba funcionando.
En el primer problema con trampa quité deliberadamente una torre que ayudaba a producir el mate según el diagrama original. A la pregunta: “¿En cuántas jugadas matan las blancas?”, Ulises respondió, como al acaso: “Matan en 8”. En el libro decía que mataban en tres pero, claro, contando con la torre que yo había borrado. Seguí el esquema de Ulises y funcionaba. Las blancas mataban en ocho. No obstante, Ulises daba una explicación, hasta con faltas de ortografía, en la parte de abajo de su hoja: “No se puede desir con exactitud, porque las negras pueden seguir también estos otros cuatro caminos…” a lo que seguía la ilustración, con todo detalle, de los otros posibles esquemas.
Hubo otros tres problemas con truco. Ulises los resolvió todos. Luego, cambié a otro tipo de cuestiones, que no fueran sólo referentes al ataque. Ulises las respondió también. Y recibí una nueva misiva en donde me llamaban “Caballo Chiflado” y otras cosas peores que no puedo reproducir aquí. Al menos, mi columna sí se leía, pero ahora me preocupaba otra cosa: conocer a Ulises Bernal.
Desde luego, el primer paso fue preguntar en la redacción del periódico si Ulises se había presentado a reclamar sus premios. Y la respuesta fue previsible.
—Tu mugre ajedrecito no lo quiere nadie, Caballo –fue lo que me dijo el editor.
Y tenía razón. Pero yo tenía la esperanza de que el sumo interés que demostraba Ulises en contestar los problemas no fuera sólo por deporte sino también por granjearse un regalo. El caso es que sólo me quedaba una opción: acudir a la dirección que venía como remitente en todas sus cartas.
Así que un buen día, antes de pensar en algún nuevo problema con el cual medir al tal Ulises, decidí hacerle una visita. Saliendo de la facultad, después de haber dado mi clase de Teoría Socioeconómica de México, abordé mi viejo Rambler setenta de color blanco y me apresté a conocer al enigmático genio del ajedrez. No puedo negar que cierto nerviosismo me recorrió el cuerpo durante el trayecto. Las manos me sudaban y no podía dejar de pensar en que, seguramente, se trataba de algún eminente catedrático emigrado de un país extranjero puesto que, de otra manera, yo habría escuchado antes de él.
Y es que, si alguien se sabía los nombres de los ajedrecistas mexicanos del momento, era yo. Conocía sus nombres y sus puntajes. Que si para algo me servía la columna al menos era para eso, puesto que la Federación me mandaba los datos sin que yo se los pidiera. Publicaba las fechas de los torneos, los lugares y, claro, los vencedores. Y el nombre de Ulises Bernal, la verdad, no me sonaba para nada.
Conduje desde Ciudad Universitaria hacia el centro de la ciudad. Conocía medianamente las calles porque mis padres se habían criado en los alrededores del primer cuadro de la ciudad. Mi destino era la colonia Roma.
Entré por Insurgentes a Álvaro Obregón y, de ahí, a la calle de Tabasco, de donde, según el remitente, habían surgido todas y cada una de las cartas de Ulises Bernal. No me costó trabajo encontrar estacionamiento. Las manos me seguían sudando.
Dejé el coche aparcado en la esquina con Mérida y caminé hacia el número indicado. Había grandes árboles en la banqueta, que ofrecían un ambiente oscuro, fresco y acogedor. No había gente a la vista y casi no transitaban autos por ahí. Caminé, pues, hasta dar con la casa. Y recuerdo que, en cuanto la tuve frente a mí, pensé: “Tiene que ser un catedrático o un diplomático extranjero”.
La casa, de dos pisos, tenía un estilo porfiriano soberbio, de principios de siglo. En lo alto de unas anchas escaleras, un par de columnas blancas flanqueaba la entrada, protegida por una verja alta y de hierro forjado. Dentro, una fuente fuera de funcionamiento, un jardín cubierto de plantas, una cochera sin auto. Era una pequeña mansión. Y su dueño tendría que ser una persona sensible y de buen gusto. Con todo, hasta no reparar en ella con detenimiento, saltaba a la vista el descuido en el que se encontraba el inmueble en general. El jardín mostraba meses sin arreglo; las ventanas se veían opacas; el musgo crecía en la cochera; la fuente era depósito de un espeso líquido verdoso.
¿Cuál era mi plan? Ni yo lo sabía. Sólo sabía que debía conocer al único hombre en la ciudad que leía mi columna con verdadero interés. Esperaba que la plática nos llevara a un sitio que ni yo mismo acababa de discernir. Tal vez sólo estaba buscando un buen amigo con quien compartir afinidades ajedrecísticas.
Toqué el timbre. Y aunque las manos ya no me sudaban, sí busqué en mi cabeza algún tipo de presentación adecuada. Desde luego llevaba, en una de las bolsas de mi saco sport café a cuadros, un pequeño ajedrez magnético.
No acudió nadie a la primera. Fue hasta la segunda vez que llamé que alguien se asomó por una ventana. El vidrio sucio no me permitió ver el rostro, sólo pude advertir que llevaba anteojos. “Igual que yo; buena señal”, pensé. Hice un gesto de saludo con la mano y esperé.
Entonces, apareció por la puerta un muchacho delgado, de piel blanca y cabello castaño oscuro. Llevaba puesto un uniforme verde de escuela secundaria del gobierno y anteojos de armazón grueso, los cuales ya estaban rotos y pegados con diurex en una de las bisagras. Sus ojos eran pequeños pero vivaces. A lo mucho tendría unos catorce años; no era mayor que Alan, de eso estaba seguro. Desde la reja, esforcé la voz, pues él no se aproximó, se quedó en lo alto de las escaleras.
—Hola. ¿Está tu papá?
—No. ¿Quién lo busca?
—Salomón, el Caballo Loco, Narváez –dije. Tenía que mencionar mi alias puesto que a veces lo usaba en la columna.
—Ah. No está –dijo el muchacho. Noté que abrió grandes los ojos en cuanto escuchó mi nombre.
—¿Y cómo a qué hora llegará?
—Es que ya no vive aquí. Aquí nada más vivimos mi mamá y yo.
Entonces fue cuando me di cuenta. Y no sé por qué, pero un extraño júbilo me invadió por completo.
—Estoy buscando a Ulises Bernal García –dije, mostrando el ajedrez magnético.
—Soy yo.
3
BAJÓ. Me abrió la puerta y me permitió entrar.
—¿Tú eres el que responde a todos mis problemas acertadamente?
Ulises me miró con desgano; llevaba un libro en una mano. De cerca era aún más pequeño de lo que yo creía. Le sacaba una cabeza y media completa, y eso que yo no soy muy alto.
—Sí. Creo.
—¿Cuántos años tienes?
—Catorce. ¿Me trajo mi ajedrez?
—Eh… sí –dije torpemente. Ya hasta lo había olvidado. Le extendí el ajedrez y él lo tomó. Una sonrisa se dibujó en su rostro.
—Está padre. Gracias.
—De nada.
Me dieron ganas de que estuvieran presentes todos los que habían desdeñado antes el obsequio, incluyendo al editor.
—¿Qué lees? –pregunté, tratando de hacerle la charla, puesto que era claro que ya no iba a tener que enfrentarme a ninguna eminencia con posgrado en el extranjero.
—Nada –dijo, cubriendo el libro y, seguramente, esperando que me marchara igual que como había llegado. El pobre no sabía que ya estaba maquinando un nuevo plan. Un plan para sacarme una espinita clavada en el cuerpo desde hacía más de diez años.
—¿Puedo pasar? –pregunté.
Él me miró con el mismo fastidio que cuando abrió la puerta. Se hubiera dicho que le daba lo mismo tenerme ahí parado en la reja de entrada o dentro de la casa, viendo la televisión echado sobre una de las camas.
—¿Para? –contraatacó.
—Para… eh… para que platiquemos. ¿No quieres?
—No sé.
—Me gustaría que jugáramos una partida. ¿Te parece?
Se encogió de hombros. Pude ver el libro: era algo con título en francés.
—Bueno, pero tengo que acabar mi tarea antes.
Subió las escaleras y entró a la casa, sin siquiera esperar a que yo lo siguiera. Tuve que entrar con el bochorno a cuestas; y la vergüenza de tener que presentarme yo solo a quien estuviera con él en la casa.
De cualquier modo, una vez dentro, me sentí un poco más cómodo. La estancia estaba iluminada por un tragaluz central de vidrio verdiazul que concedía al lugar un toque entre místico y mágico. Había adornos de gusto oriental por doquier. Y una vasta biblioteca. Ulises ya se encontraba iluminando un mapa de ríos de la República Mexicana, arrodillado al lado de una mesa de centro. En derredor, varios sillones mullidos y confortables. Tuve que invitarme a sentar en uno de ellos.
—Eh… sería bueno que le avisaras a tu mamá que estoy aquí, para que no se asuste si viene.
—No está mi mamá –dijo, sin abandonar su labor–. Llega bien tarde del trabajo.
Así que me quedé a vigilar el arduo colorear de Ulises en silencio, porque ni un solo murmullo se escuchaba, ni siquiera el de los ruidos de la calle. Pude aprovechar para estudiar al enigmático muchacho. Le estaba quedando tan sucia su tarea que comencé a sospechar. “Aquí hay trampa”, pensé. “Es imposible que sea éste el que resuelve los problemas. Alguien le ayuda.” No obstante, no pude evitar sentir simpatía por él. A leguas se notaba que él mismo se componía los anteojos a cada rato. Ni siquiera tenía la raya del peinado derecha. Comenzó a morderse los pellejitos de las orillas de las uñas.
Al fondo de la estancia había un piano de media cola. Brillaba, pero no era nuevo pues las patas se veían gastadas de la mitad para abajo.
—¿Tocas el piano? –pregunté por matar el inquietante silencio.
—Eh… no –dijo.
—¿Sabes francés?
—No. ¿Por qué?
Le mostré con los ojos el libro que llevaba en las manos cuando fue a abrirme y que ahora descansaba a un lado de sus cuadernos y útiles. Les fleurs du mal, decía el título.
—No. Estaba viendo los dibujitos –contestó.
—Ah.
Y fue hasta que no terminó con el mapa, con unas ecuaciones de primer grado y con el resumen de la guerra de Independencia, que pudimos jugar esa partida. Pero claro, yo ya estaba como si me hubieran noqueado, pues el ambiente acogedor, en combinación con el silencio y la semioscuridad, me habían rendido. Y además, roncaba, estoy seguro. Aunque él no hizo nada por despertarme. Hasta que terminó.
—Oiga… señor Narváez… –dijo, mientras me sacudía.
—¿Eeeeehhh? –dije yo, sobresaltado, al volver en mí.
—¿Quiere que juguemos?
—Eh… claro.
Quería que jugáramos en su ajedrez nuevo, pero yo me opuse. La verdad es que el mentado ajedrecito era una mugre bastante mal hecha y las piezas solían salirse de sitio a cada rato (que si lo sabría yo que compré treinta en un bazar de descuento para poder ofrecerlos como regalo). Por eso le pedí que usáramos un tablero suyo y, sin decir nada, subió a su habitación. No tardó en regresar con uno de piezas de plástico y tablero de cartón que me hizo volver a mi teoría. “Aquí hay trampa”, pensé de nuevo.
Seguro de que le daría una tremenda paliza, dispuse las piezas en el tablero con gran pereza. Ya no me sentía con ánimos de jugar después del sueño. Era imposible que siquiera me diera batalla. Pero una vez que acomodé los trebejos y le pregunté si quería salir con las blancas, una cosquillita se me instaló en la nuca. Y es que ustedes deben saber que, a partir de aquella mala experiencia de los años sesenta, dejé para siempre el juego. No había poder humano que me hiciera volver a sentarme frente a un tablero dispuesto. Es cierto que acudía a los clubes y a los cafés con cierta asiduidad, pero de eso a que me animara a jugar, había mucho trecho. Llámenle trauma, bloqueo o lo que sea, el caso es que, después de más de diez años de no jugar, me sentí un poco aterrorizado. Tal vez sería posible que Ulises me ganara; y no porque fuera muy bueno, sino porque yo estuviese muy oxidado y no pudiera con el juego.
No obstante, Ulises escogió las negras. Así que abrí el juego. Saqué mi peón de dama, para no convocar malos espíritus, y me sentí un poco más tranquilo. Incluso encendí un cigarro, previa autorización del muchacho. Muy tranquilo.
Pero no me duró el gusto. Tantas partidas analizadas, tantos años de estar estudiando a los grandes, tantos torneos disputados y ganados en mi juventud. Debo decirlo con honestidad: el apaleado fui yo. Después de una sesión de veintisiete jugadas, tuve que inclinar mi rey. Ulises no estaba ni siquiera emocionado; había jugado como si leyera una tira cómica.
—Es increíble –dije.
—¿Qué es increíble? –cuestionó.
—Esto. ¿Sabes que hace más de diez años competí por el campeonato nacional?
—¿Y?
—¿Cómo “y”, chamaco? Pregunta donde quieras. El Caballo Loco Narváez está considerado como una autoridad ajedrecística. Y tú lo acabas de derrotar sin siquiera sudar una gota.
Se levantó, fue a su mochila, tirada a un lado de nosotros, y sacó un pascual de naranja en tetrapak. Le encajó un popote y comenzó a sorber.
—Usted no debe ser tan bueno, entonces –dijo.
Me dolió. Claro que me dolió. Pero también estaba seguro de una cosa: no había jugado mal. Había tratado de prever sus respuestas; me había enrocado en el momento justo; nunca perdí mi reina; ni siquiera había dejado el centro del tablero completamente bajo su control. No, no había jugado mal. Tal vez yo no era tan bueno, es cierto; pero tampoco era tan malo como para que me venciera un escuincle. O no, al menos, cualquier escuincle.
—Soy lo suficientemente bueno como para decir que tú tienes un don.
—¿Un don?
—Sí. Juegas naturalmente, sin nada de teoría. En tu cabeza no existe un solo archivo de las grandes escuelas internacionales. No conoces una sola estrategia rusa; una sola defensa europea; jamás has estudiado una partida de Fischer o de Lasker. Y, no obstante, juegas y ganas. Eres un jugador nato de ajedrez.
—Mi papá me enseñó cuando tenía cuatro años. ¿Quiere un gansito?
Yo estaba abrumado. Ulises fue a la cocina y sacó del congelador dos pastelitos de chocolate. Abrió los dos. Me ofreció uno. Le hinqué el diente con fruición. Mi cabeza daba vueltas. Todavía no eran ni las seis de la tarde y yo ya estaba conquistando, en mi ávida imaginación, las grandes cumbres del ajedrez mundial.
—Quiero que me permitas impulsarte –dije, con brillo en los ojos.
—¿Impulsarme?
—Sí. Quiero ser tu coach. Quiero que me dejes promoverte en torneos. Estoy seguro de que puedes llegar muy, muy lejos.
Me miró largamente. Terminó su pastelito. Se empujó las gafas con el dedo índice.
—No. No estoy interesado.