© Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá, Instituto de Estudios Urbanos - IEU
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© Editorial Planeta Colombiana S. A. Negocios Corporativos Calle 73 No 7-60. Bogotá
© Fabio Zambrano Pantoja
© Imagen de la portada: Plaza de mercado, Bogotá. 2014. Image Bank
Primera edición, 2015 ISBN 978-958-775-202-1 (papel)
ISBN 978-958-775-203-8 (digital)
ISBN 978-958-775-204-5 (IPD)
Colección Ciudades, Estados y Política
Instituto de Estudios Urbanos - IEU
Diseño de la Colección
Inti Guevara. Diseñadora gráfica
Julián Eduardo Santos. Editor
Diagramación
Haidy García Rojas - Magdalena Forero
Edición
Editorial Universidad Nacional de Colombia
Editorial Planeta Colombiana S. A.
Bogotá, D. C., Colombia, 2015
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Zambrano Pantoja, Fabio Roberto, 1951-
Alimentos para la ciudad: historia de la agricultura colombiana / Fabio Roberto Zambrano Pantoja. -- Primera edición -- Bogotá: Universidad Nacional de Colombia (Sede Bogotá). Instituto de Estudios Urbanos - IEU, 2015.
260 páginas: ilustraciones - (Colección Ciudades, Estados y Política)
Incluye referencias bibliográficas
ISBN: 978-958-775-202-1 (papel) -- ISBN: 978-958-775-204-5 (IPD) -- ISBN: 978-958-775-203-8 (digital)
1. Agricultura - Historia - Colombia 2. Tecnología agrícola 3. Industria porcina 4.
Cultivos comerciales 5. Innovaciones agrícolas I. Título II. Serie
CDD-21 338.19861 / 2015
El libro que estamos ofreciendo a los lectores tiene varias deudas. En primer lugar con la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC), puesto que la investigación que ahora estamos presentando fue el insumo para el libro La agricultura en Colombia publicado en 2009 por este gremio. Por una parte, los diálogos realizados durante el 2007 y 2008 con Rafael Mejía, presidente de la SAC, fueron de gran ayuda para lograr una mejor comprensión del sector agrícola. Igualmente, el secretario general de este gremio, Ricardo Sánchez, aportó de manera sustancial a la realización de este proyecto, pues la lectura que efectuó a los borradores, sus comentarios y correcciones fueron definitivos para alcanzar la culminación de la investigación. Por su intermedio, logramos acceso a los gremios asociados a la SAC, ellos facilitaron información de primera mano, además de las entrevistas con sus directivos, quienes proporcionaron sus experiencias y apreciaciones sobre diversos cultivos. El borrador de este trabajo se benefició de la lectura que Roberto Junguito y Juan Manuel Ospina hicieron, de ahí resultaron varias observaciones que ayudaron a precisar varios temas. Las correcciones que Amalfi Cerpa realizó al texto final ayudaron a limpiar muletillas y repeticiones.
Por último, y no menos importante, el acercamiento al tema de la historia de la agricultura se inició en las aulas universitarias, donde tuve la fortuna de tener como profesor a Jesús Antonio Bejarano, quien fue director de mi tesis de pregrado, que trató, precisamente, de la agricultura a comienzos del siglo XX. Igualmente, Salomón Kalmanovitz me presentó la literatura costumbrista como fuente para la historia agraria, cuyas lecturas sigo apreciando. De la amistad de Jorge Villegas y de nuestras continuas conversaciones logré aprendizajes sobre este tema, en años lejanos en la Universidad de Antioquia. Asimismo, en el Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep) tuve la suerte de contar con las reflexiones de Fernán González sobre el siglo XIX.
A todos ellos van nuestros agradecimientos.
Fabio Zambrano Pantoja
Profesor Titular
Universidad Nacional de Colombia
Noviembre de 2014
Hace cinco siglos, con el arranque de la dominación española, se inició el intercambio colombino, considerado como una de las transformaciones más revolucionarias que se ha realizado en la naturaleza y que produjo una de las mayores modificaciones en ella, esta vez como resultado de la acción humana. La biota fue transportada por todo el globo por decisión deliberada de los colonizadores y, con ello, se puso fin a la tendencia divergente de la evolución que hasta entonces tenía el planeta. Desde entonces, se crearon varios procesos de trasmisiones ecológicas, en buena parte producto de las necesidades de reproducir las pautas culturales alimenticias de las personas que se desplazaban por las nuevas rutas creadas a partir de 1492. Ninguna de las transferencias de biotas que hasta entonces se había sucedido llegó a los niveles que alcanzó la revolución ecológica que se inició con los viajes de Cristóbal Colón.
El control que Europa impuso en estos intercambios le otorgó grandes poderes gracias, entre otras razones, al aumento de la producción de alimentos resultante del incremento de la oferta de especies que comenzaron a explotar en las nuevas fronteras agrícolas. Tan pronto arribaron a las islas del Caribe, los europeos comenzaron a transformar el paisaje con la introducción de la caña de azúcar. Algunas décadas más tarde, una vez iniciada la conquista de tierra firme, grandes extensiones de tierras comenzaron a ser utilizadas para la agricultura y la ganadería.
De manera casi simultánea, se iba conquistando y se sembraban las especies introducidas para asegurar así la dieta alimenticia europea. Se inició la construcción de un paisaje europeo, con la implantación de granos como el trigo y la cebada y de animales de cría, en especial de vacunos, porcinos y caballares. Se empezó a ordenar la tierra conquistada y, con ello, a la población que la habitaba en función de la explotación de los recursos, el sostenimiento de la población dominante asentada en las nacientes ciudades y villas y el saqueo de las riquezas para su acumulación en España.
En este intercambio, que resultó profundamente desigual, Europa disponía, gracias a su integración terrestre con Asia, de un mayor acervo de especies de fauna y flora, frente a la oferta americana, continente que había estado aislado la mayor parte de su historia. Europa conquista e impone su dieta alimenticia y sus necesidades de intercambio de alimentos, dieta que se convierte en la de mayor validez cultural, frente a la cultura gastronómica nativa, relegada a un segundo plano, cuando no al olvido. La historia de este proceso de imperialismo gastronómico iría a determinar el desarrollo de la agricultura colombiana hasta nuestros días, puesto que, donde había mayor factibilidad de establecer la nueva Europa, era en los altiplanos, lugar donde se podía cultivar el trigo, la cebada, y practicar la cría de ovejas y carneros, además de ser los territorios de mayores densidades demográficas. La recreación de una nueva España fue más factible en los altiplanos donde las ofertas ambientales facilitaron la cultura de la metrópoli.
En un primer momento, desde los inicios de la conquista de tierra firme, al despuntar el siglo XVI, la estrategia que los españoles emplearon para la producción de los alimentos se limitó al uso extensivo de la abundante mano de obra indígena y a la anexión constante de nuevas tierras a la explotación agrícola. Sin embargo, este sistema tenía sus limitaciones como se constató en la centuria siguiente. En efecto, la crisis demográfica del siglo XVII fue una de las causas que llevó a la Nueva Granada a la profunda decadencia de la que empezó a salir al comenzar la siguiente centuria. No obstante, la agricultura siguió anclada en las prácticas productivas que se aplicaban en el siglo XVI.
Al finalizar el siglo XVIII Pedro Fermín de Vargas opinaba que la decadencia en que se encontraba el campo neogranadino demandaba profundas transformaciones. Para salir de la postración en que se encontraba era necesario, en su opinión, impulsar innovaciones agrícolas y difundir nuevos conocimientos y nuevas formas asociativas.
Las reflexiones de Vargas dan inicio a la búsqueda de transformaciones tecnológicas y a la introducción de las sociabilidades modernas, acciones que él encontraba como las vías para salir de la agobiante situación en que se hallaba. Este diagnóstico señala la senda que van a recorrer los reformadores de la agricultura en el siglo XIX.
Desde las propuestas de este pensador ilustrado hasta el presente hay dos siglos de esfuerzos por modernizar la agricultura y, por supuesto, son múltiples las transformaciones que ha tenido esta historia, con aciertos y desaciertos en las decisiones que se han tomado. Quizá el mayor desacierto fue el de no asumirnos como país tropical y soñar con la condición de ser un país de clima frío, que en el fondo es una herencia colonial; sin embargo, en las últimas décadas esto se ha venido corrigiendo.
El desarrollo del espíritu asociativo ha sido una de las condiciones esenciales en este tránsito de la aplicación de innovaciones en la producción de alimentos y materias primas que Colombia ha demandado en su crecimiento. Las asociaciones de los agricultores fueron fundamentales para la socialización de los nuevos conocimientos y la defensa de sus intereses. La fundación de la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC) hace cerca de siglo y medio constituye el momento de inicio del desarrollo de la asociación de los agricultores.
Los avances agrícolas han sido notorios. Por ejemplo, la sociedad colombiana de comienzos del siglo XIX era mayoritariamente rural. Buena parte del trabajo se destinaba al cultivo de productos agrícolas, la mayoría de los cuales eran consumidos por los mismos agricultores, debido a la baja productividad. El conjunto de los colombianos dependía de los alimentos que se podían cosechar en las inmediaciones de sus lugares de residencia, y por lo tanto, vivían bajo la amenaza de las malas cosechas. Además, eran pocos los habitantes que podían disponer de una dieta alimenticia variada. La gran mayoría debía consumir alimentos cosechados en el entorno, con la dificultad de que pocos productos se podían conservar.
Los umbrales entre lo rural y lo urbano eran bastante tenues, puesto que casi sin excepción, los citadinos tenían una relación directa con el mundo rural. Por ejemplo, la vida de los conventos y monasterios dependía de las rentas provenientes de sus propiedades rurales, así como la naciente burguesía alternaba los negocios urbanos con inversiones rurales. Este es el caso de los fundadores de la SAC, todos ellos personajes de pensamiento moderno y hombres de estado, como por ejemplo Salvador Camacho, considerado el padre de la sociología en Colombia, o Juan de Dios Carrasquilla, formado como médico en París. Eran hombres públicos de vida urbana y, al mismo tiempo, personas con una fuerte relación con el campo.
Asimismo, entre los promotores del cultivo del café encontramos a Manuel Murillo Toro, uno de los padres del liberalismo radical y presidente entre 1864-1866 y 1876-1878, caracterizado como uno de los impulsores de la modernidad política. Esta trayectoria es similar a la experiencia de Rafael Uribe Uribe, quien también fue cafetero y político. Así, era extraño encontrar un hombre público que, por más moderno y urbano que fuera, no tuviese alguna relación con el campo, sea como propietario o como inversionista en los nuevos cultivos de exportación. En Colombia esta relación no se ha perdido del todo, pues seguimos encontrando a personajes públicos con fuertes raigambres rurales.
Hasta las primeras décadas del siglo XX, las ciudades pequeñas e intermedias se encontraban rodeadas de cultivos de pan coger y era normal que sus habitantes tuvieran huertas en el patio de las casas. La relación con el mundo rural no se interrumpía, en especial porque el abasto de alimentos a la ciudad lo hacía directamente el campesino, encargado de llevar las vituallas hasta la plaza de mercado, donde interactuaba con el consumidor urbano, a quien no solamente le proporcionaba alimentos sino también noticias del campo cercano y de las razones de los precios de los alimentos.
Las proximidades de estos dos mundos daba un tono diferente a la vida, y los olores y sabores del laboreo de la tierra formaban parte de la memoria sensorial de todos los habitantes, independientemente de sus condiciones de clase. Los vallados y las tapias de los solares y huertos vecinos a los extramuros urbanos guardaban los tesoros de los frutales que alegraban las mesas y variaban las dietas, gracias además a la pequeña huerta de pan coger familiar. Todo esto se trastocó con el crecimiento urbano. La dislocación entre el campo y la ciudad se vuelve profunda. De una manera irreversible el mundo rural se convierte en algo distante, cuya percepción llega por medio de los medios de comunicación.
Antes de esta dislocación, las decisiones sobre cuándo sembrar dependían de las noticias de la parroquia y de la fuerza de la costumbre. Hoy son los precios de los commodities reportados en 17 las bolsas de valores de los centros de poder mundial, los que arrojan la información sobre los cultivos. Antes se cultivaban los productos que el uso tradicional dictaba, sin preocupaciones por introducir mayores modificaciones y con la seguridad de que en el mercado se encontraba algún consumidor. El contraste con el presente es total, puesto que el consumidor contemporáneo posee una variada información sobre las cualidades de los alimentos, de sus propiedades alimenticias y sus funciones con respecto a sus necesidades específicas. El cultivador se ve enfrentado con un mercado más complejo, cruzado por múltiples variables, donde la toma de decisiones deja de ser parroquial y se convierte en parte de dinámicas globales.
En el camino de la modernización que ha recorrido Colombia, con un tránsito lento durante el siglo XIX y en aceleración constante en el XX, la agricultura ha respondido a las exigencias que las transformaciones le han impuesto. Así, la acelerada urbanización del siglo XX encontró una adecuada oferta de alimentos, así como de materias primas que la industria nacional ha demandado. Además, el aporte de la agricultura a la balanza de pagos internacional ha sido sustancial y sin este sostén difícilmente se puede entender la inserción de Colombia a la economía mundial.
Sin embargo, el puesto de la agricultura en la economía colombiana no siempre ha recibido un trato adecuado. La industrialización, que se inició con paso firme desde las primeras décadas del siglo XX, bajo el modelo de sustitución de importaciones implicó una relación con la agricultura definida por el principio de que lo que era bueno para la industria debía ser bueno para el país y, por lo tanto, la razón de ser de la agricultura era la de soportar la modernización industrial con la oferta de materias primas baratas.
En esta historia bicentenaria de modernización agrícola se operó bajo un principio, el de que se podía subsistir con algunas plantas y unas pocas especies animales, en especial aquellas que satisfacían la dieta alimenticia heredada de España. Esto llevó a construir una idea de que el proceso civilizatorio debía ser el que se daba en las tierras altas, donde era más factible recrear el paisaje rural europeo. Hoy se ha comprendido que nuestra fortaleza agrícola se halla más en las tierras bajas tropicales, así como también se ha logrado una mejor comprensión de los ecosistemas y de las fragilidades de los mismos.
Varias singularidades han acompañado nuestra historia agraria. Una de ellas fue la ausencia de la plantación en las llanuras del Caribe colombiano. Esta carencia influyó en el hecho de que en esta región tampoco se desarrollara la agricultura de exportación; al contrario, esta se vivió en los valles interandinos y las vertientes cordilleranas del interior. La consecuencia de esta situación dejó su impronta en la historia económica colombiana, puesto que la agricultura que se modernizó fue la de los interiores y no la que se practicaba en la fachada marítima caribeña. Esto tuvo como consecuencia que las innovaciones agrícolas estuvieran jalonadas por los mercados urbanos más que por los internacionales. Así, fueron los ritmos de la urbanización los que marcaron la pauta del crecimiento agrícola, y, por supuesto, viceversa. La reciprocidad de estos dos procesos definió nuestra historia agraria. No es gratuito que la SAC haya sido fundada por bogotanos y los precursores del cultivo del café hayan sido santandereanos, cundinamarqueses y antioqueños.
La herencia colonial
Las sociedades sedentarias se establecieron en los altiplanos andinos. Allí fueron creados y desarrollados diversos sistemas agrícolas gracias al empleo de una arquitectura territorial bastante particular. En razón de la disposición meridiana de la cordillera Andina la organización de este espacio no facilitó los intercambios entre las diferentes sociedades que la poblaron debido, entre otras razones, a que las montañas no ofrecían continuidades espaciales, sino que presentaban grandes discontinuidades a lo largo de ellas. Así, entonces, se produjo el desarrollo de sociedades que tendieron a estar incomunicadas.
Es por ello que desde la antropología se ha propuesto la imagen del mundo andino como el de un inmenso archipiélago de sociedades que habitan espacios con muy poca o ninguna comunicación entre sí, de sociedades con experiencias fraccionadas. Los intercambios se presentaron a partir del uso de las complementariedades ecológicas en las verticalidades de la arquitectura territorial andina, más que entre las sociedades del norte y del sur de la cordillera, situación derivada, en buena parte, de las discontinuidades cordilleranas. Es sorprendente, aunque comprensible desde esta mirada, por ejemplo, que las sociedades muiscas del norte de los Andes no hayan conocido los avances logrados por los incas del sur, que la domesticación de animales y plantas no se transmitiera entre las diferentes etnias, y que permitiera las economías de escala entre otros.
La figura del archipiélago permite comprender el uso de los territorios andinos por parte de los pobladores prehispánicos. El primer uso se corresponde con el empleo de las verticalidades, resultante del esfuerzo por controlar y explotar el máximo de la oferta ecológica que ofrece la vertiente andina para aprovechar los diversos recursos que proveen las diferentes altitudes. Otro uso es el horizontal, resultante de los sistemas de redistribución, es decir, de la circulación de los bienes entre la comunidad. El mayor o menor éxito de las sociedades andinas radicó en la capacidad de resolver estas estructuras de los archipiélagos cordilleranos{1}.
Por ejemplo, en el altiplano pastuso, los datos etnohistóricos muestran que los cacicazgos que explotaron la microverticalidad de las vertientes andinas privilegiaron el poblamiento de las tierras frías, por encima de los 2.600 msnm. Los pobladores de las etnias quillacingas y pastos emplearon estos territorios como lugar de habitación de manera preferente y en las tierras altas construyeron sus aldeas. Esta situación les permitió explotar las diversas ecologías que ofrecían las montañas, desde las tierras frías y altas, lugar de habitación y de cultivo de tubérculos, hasta las tierras más bajas, campos de cultivo de maíz.
El cacicazgo de Tusa, ubicado en el altiplano pastuso, tenía el asentamiento principal ubicado sobre los 2.800 msnm y la distancia entre la zona dedicada al cultivo de tubérculos y aquella destinada al cultivo de maíz se cubría fácilmente en un día de camino. Este parece ser el caso de la mayoría de los cacicazgos del norte del Ecuador, como también de los quillacingas que habitaban tierras altas y controlaban algunos valles calientes donde cosechaban algodón, coca, yuca y maíz{2}.
Se ha documentado que, para estos territorios, el acceso a tierras adecuadas para el cultivo de tubérculos no generó mayores conflictos entre los pobladores, mientras que el control de las tierras aptas para el cultivo del maíz, ubicadas en las tierras bajas de las vertientes, fue una causa importante en la diferenciación social del poder. Esta situación sugiere que los altiplanos servían de lugar de vivienda y que no había mucha competencia por estos lugares. Sucedía lo contrario, sin embargo, con los nichos ecológicos ubicados en las vertientes de donde se obtenía buena parte de los recursos alimenticios. Es decir, más que el control de las aldeas, era el control de las vertientes el que aseguraba la subsistencia de estos pueblos.
En virtud de la explotación de estas verticalidades, la franja comprendida entre los 2.600 y 2.800 msnm fue la más poblada en el norte del Ecuador y el sur de Colombia{3}. Esta particularidad de ser un lugar de altas densidades poblacionales va a ser una característica de este territorio. El habitar en las tierras altas, además de permitir el cultivo de tubérculos, ofrecía el resguardo de las enfermedades tropicales de las tierras bajas, una de las causas del reducido número de población de estas tierras. Gracias al sistema agrícola desarrollado por estas sociedades andinas, se ha estimado que, durante el último periodo prehispánico, el territorio de Pasto contemporáneo tenía una densidad poblacional similar a la del territorio muisca, considerada como una de la más elevadas entre las sociedades andinas.
Esta agricultura andina está íntimamente relacionada con el cultivo de la papa. Se trata de una de las historias más extraordinarias del mundo: proveniente de los altiplanos andinos, donde crecía silvestre hasta que fue domesticada en los alrededores del lago Titicaca, hace unos siete mil años, pronto inició un camino de difusión hasta convertirse en uno de los alimentos más importantes para la humanidad. Cuando los españoles invadieron la región ya se conocían ciento cincuenta variedades cultivadas de papas, resultado del esfuerzo indígena por lograr su adaptación a los diferentes ecosistemas montañosos. La tolerancia a las altitudes extremas y un valor nutritivo incomparable hizo que su cultivo se extendiera con rapidez por los Andes. Además de otros tubérculos, el maíz complementaba la agricultura andina.
En las tierras bajas se desarrollaron otros sistemas agrícolas, en las riberas de los ríos se empleaban los playones cuando las aguas bajaban, como se hacía en los ríos de la costa Caribe, el Atrato y el Magdalena, donde se sembraba regando las semillas al voleo en las arenas abonadas por el cieno dejado por las crecientes. Otro sistema empleado fue el de la quema de los montes con el fin de destruir la maleza y producir ceniza que servía de abono.
Entre las técnicas más importantes hechas por los nativos en la agricultura fue la de quitar el veneno de la yuca brava. Esta mejora, introducida por los indios caribes, fue de vital importancia para producir el cazabe, base de la alimentación en el trópico, la cual estaba acompañada, además, del cultivo del maíz.
Estas agriculturas se hacían en una relación directa con las ofertas ambientales. Allí donde estas eran grandes se lograron altas densidades poblacionales, y donde se encontraban dispersas, los poblamientos resultaron tenues y predominaron las sociedades nómadas. El desarrollo de estos sistemas agrícolas fue fundamental para el establecimiento de la sociedad hispánica, puesto que allí donde se encontraron altas densidades poblacionales se pudieron establecer, de manera exitosa, el Estado español y su sistema urbano.
Los cambios en la producción y abasto de alimentos que se sucedieron en Europa van a moldear el camino de nuestra historia agraria, al igual que la del resto del mundo. Los avances en la agricultura europea, tanto en el conocimiento como en las herramientas allá desarrolladas, marcarán la pauta de la evolución de nuestra agricultura. Para mejor comprensión de esta idea, hay que tener presente que el continente europeo se benefició de las sucesivas revoluciones agrícolas producidas durante 11 mil años allí y en Asia, gracias a la facilidad de la difusión de los adelantos en la domesticación de animales y plantas.
La expansión de los cultivos del Creciente Fértil (valles fluviales del Medio Oriente) por Europa se realizó a un promedio de un kilómetro por año; gracias a esto, en este continente, la producción de alimentos procedía de un mismo lote de plantas, facilitada por ecologías similares dispuestas en la misma latitud. De esa forma, plantas y animales fueron adaptados a rasgos climáticos relacionados con la latitud; y así, lo que se domesticaba en Asia o Medio Oriente, fácilmente se trasplantaba a Europa.
No sucedía lo mismo en América, donde las civilizaciones precolombinas no compartieron todas sus domesticaciones, tal como ocurrió con los camélidos andinos del Perú, animales de carga no conocidos por fuera del territorio inca y con muchas plantas que fueron domesticadas simultáneamente por diversas civilizaciones. Eurasia llevaba siglos de ser una superficie unificada en la que había un intercambio de saberes y descubrimientos, mientras que nuestro continente se caracterizaba por la incomunicación{4}. De esta manera, al momento de iniciar la conquista de América, Europa se encontraba a la cabeza de los avances y en capacidad de liderar el desarrollo económico. La conquista española estuvo acompañada de la imposición de sus animales y plantas, ya domesticados durante miles de años.
La historia agraria europea experimenta un cambio sustancial a partir de los siglos XVIII y XIX, periodo conocido como la era de las revoluciones. Cambios políticos y económicos se sucedieron rápidamente durante esta época. Sin embargo, al contrario de lo que se publicitaba comúnmente a finales del siglo XVIII, las transformaciones ocurridas en la producción de alimentos y materias primas fueron mucho más lentas de lo que los mismos dirigentes agrarios afirmaban en sus publicaciones. A pesar de que hubo una amplia difusión de los enormes logros que los grandes agricultores estaban consiguiendo, calificándolos de cambios revolucionarios, en cierta medida, en el fondo, lo que existió fue un esfuerzo por emular lo que estaba pasando en la industria, sector que en 1781 inició una profunda revolución. El sector agrícola careció de la rapidez de los avances que presentaba el sector industrial.
Donde se consiguió un mayor desarrollo agrario fue en aquellos países en donde la industria usaba materias primas agrícolas, como sucedía en Inglaterra, país encargado de publicar y difundir por el mundo los adelantos agrarios europeos. Además, la densidad demográfica de algunos países europeos dio lugar al florecimiento de la horticultura y la floricultura: allí donde había un hábitat más denso, surgieron empresas cuya razón de ser fue suministrar productos hortenses a los burgueses. La horticultura surgió y se desarrolló, por tanto, debido a la existencia de las ciudades europeas. La fruticultura, por el contrario, progresó, en mayor medida, gracias a la iniciativa campesina.
En Europa paulatinamente se fue extendiendo la agricultura intensiva, como resultado de la urbanización que acompañó a la revolución industrial. A partir de este fenómeno, se propició la desaparición de la técnica del barbecho; lograr este cambio demandó una mayor cantidad de capital{5}. Para esto, el cultivo de la papa fue de gran importancia, pues rompió con la monotonía de los campos sembrados con cultivos de cereales. Por las reproducciones gráficas y descripciones de los libros de plantas de comienzos del siglo XVIII, se ha encontrado que el tubérculo que se conocía en Europa procedía de variedades que crecían en las proximidades de Bogotá{6}.
En contra de lo que se decía en las publicaciones de la época, la agricultura inglesa no alcanzó un notable incremento en la producción que se debiera a una profunda «revolución agraria», similar a la industrial. En consecuencia, la agricultura de ese país se podía considerar un gran ejemplo, al contrario de lo que creían los innovadores neogranadinos. En la primera mitad del siglo XIX era reducida la mecanización, con excepción de la trilladora, primer adelanto técnico que se utilizó en la cosecha de cereales. La aplicación de la tecnología de las máquinas de vapor en la producción de alimentos era nula, así como la utilización de los nuevos conocimientos desarrollados en la química y la biología.
Con excepción de los nuevos medios de transporte, los cuales sí van a producir transformaciones fundamentales en la producción agrícola, en la agricultura no se hizo un uso sustancial de los resultados de la revolución industrial, al menos, no de manera inmediata. Para lograr incrementar la producción de alimentos de modo que se satisficiera la demanda proveniente del proceso de urbanización inglés del siglo XIX, se vincularon nuevas tierras, se aplicaron mejor los métodos tradicionales y se adoptaron algunas innovaciones de sentido común. La racionalidad económica del terrateniente se limitaba a vincular su tierra al mercado{7}.
Una excepción a esta falta de innovación agrícola fue el caso de Jethro Tull, quien en 1701 inventó una máquina sembradora que permitía arar y sembrar extensas áreas; esta máquina repartía, además, las semillas con regularidad, lo que facilitaba un mejor aprovechamiento del suelo y un crecimiento y maduración más homogéneo de los sembradíos. A pesar de los beneficios que ofrecía, este invento no tuvo una amplia difusión y solamente comenzó a popularizarse cuando Tull lo publicitó en 1731, a través del libro . Más que el mecanismo que inventó, a este abogado, graduado en Oxford y granjero de profesión, se le debe el inicio de una nueva sensibilidad hacia la tierra: proponía, por ejemplo, pulverizar suelo para que el aire y la humedad la renovaran al llegar a las raíces de las plantas, pues consideraba la tierra como algo vivo.
En general, fue mayor la publicidad de los grandes adelantos ingleses que lo que realmente estaba sucediendo. Sin embargo, es indiscutible que la producción de alimentos aumentó, por supuesto, más en el siglo XIX que en el anterior. En efecto, desde mediados del siglo XIX, lentamente, pero de manera constante, la revolución industrial ofreció nuevas y mejores herramientas; arados, segadoras, cosechadoras y trilladoras experimentaron cambios en el diseño y en los materiales. Una transformación bastante importante que se dio fue el que estas máquinas dejaran de ser producidas artesanalmente para pasar a ser construidas en serie en las fábricas. Así, gracias a la masificación y la consiguiente reducción de los precios, las faenas agrícolas se vuelven más productivas; pero, como su adopción exigía mayor capital, la innovación se limitó a las grandes empresas agrícolas. Por consiguiente, habría que esperar varias décadas para que tales cambios permearan a todo el campo europeo.
Otra innovación la constituyó el desarrollo y la aplicación de los abonos. Con la extensión de la red ferroviaria, la oferta de abonos se incrementó. Como consecuencia, la especialización local de productos agrícolas se hizo posible, ya que se pudo ofrecer abonos a un mayor porcentaje de agricultores y estos pudieron transportar alimentos perecederos desde grandes distancias. Por último, gracias a la revolución de los transportes, un tercer grupo de cambios agrarios se derivó de la importación de alimentos de la periferia europea{8}.
Mientras la producción de alimentos inició una lenta pero constante evolución, el abasto de estos presentó modificaciones sustanciales, que se desarrollaron de manera más rápida. Hasta mediados del siglo XIX, las tiendas de alimentos vendían artículos por los que podían pagar altos precios. La principal forma de oferta de alimentos provenía de los productores similares, campesinos que con sus carretas llegaban a los mercados urbanos. Dichas tiendas fueron sustituidas por otras abastecidas, de manera regular, por comerciantes mayoristas. Cabe señalar que esta transformación en la comercialización de alimentos fue rápidamente asimilada en nuestro país, dado que no conllevaba exigencias tecnológicas en la producción.
Además de las anteriores, una transformación importante se produjo en el manejo de los alimentos. Buena parte de los de consumo cotidiano, como las frutas, las verduras, el pescado y la carne, solamente podían conservarse por muy poco tiempo, condición que afectaba más a los pobres, quienes se limitaban al consumo de alimentos de fácil conservación: cereales, bulbos y tubérculos, además de queso y carne salada. Precisamente, el consumo de azúcar era alto debido a su fácil conservación{9}. Estas dificultades se derivaban de la falta de equipamientos para la cocción y conservación de los alimentos.
En Inglaterra, por ejemplo, la clase obrera vivía en casas que a menudo carecían de cocina para cada vivienda. Hasta la adopción generalizada de la cocina a gas, al finalizar el siglo XIX, no fue posible transformar la dieta alimenticia de la mayoría de la población europea. Por otro lado al finalizar esa centuria, ya se dejaban sentir los efectos de la Revolución industrial (iniciada en 1781). Gracias a la Revolución cambia esta situación, pues se incrementan la construcción de carreteras y ferrocarriles, la apertura de almacenes con sistemas frigoríficos y la instalación de cocinas a gas, todo lo cual propició una modificación radical en la dieta alimenticia.
La transformación de los canales de distribución fue un resultado directo de los cambios tecnológicos y de la urbanización generalizada. En efecto, el crecimiento acelerado de las ciudades europeas y, luego, de las norteamericanas, va a convertirse en un factor de transformación de las relaciones entre el campo y la ciudad. El surgimiento del intermediario, entre el agricultor y el consumidor urbano, fue una condición necesaria para el surgimiento de los almacenes de alimentos y la aparición de los supermercados; además, el comerciante de alimentos, quien desempeñaría la intermediación, agregó a su tradicional distribución de ultramarinos, como café, té, chocolate, azúcar, especias y sal, productos perecederos con los cuales podría surtir a las grandes ciudades y que, así como podían almacenarse por periodos largos, también se podían comercializar en gran escala.
El nuevo sistema de almacenes trajo grandes ventajas para el consumidor, porque -a diferencia del mercado en lugares abiertos, como las plazas, que eran semanales- las tiendas de alimentos se abrían todos los días; asimismo, la iluminación a gas permitió extender el horario de atención al público, los lugares de expendio pudieron especializarse y empezaron a difundirse por los pueblos{10}. Este nuevo comercio transformó radicalmente el paisaje urbano, al suprimir la presencia de los campesinos con sus carretas, quienes hasta entonces aprovisionaban los mercados en espacios abiertos. La tienda de comestibles se convirtió en un nuevo componente del amoblamiento urbano.
Los primeros grandes almacenes abrieron sus puertas en París en 1850. En un primer momento, esta forma de comercio solamente era rentable en las grandes ciudades, razón por la cual el formato de tiendas fue más fácil de desarrollar. La expansión del gran almacén en la segunda mitad de esa centuria fue bastante lenta, pero trazó el camino a seguir en el siglo XX para todo el mundo.
Estas transformaciones en la producción y distribución de los alimentos posibilitaron el crecimiento de la población urbana, y, a su vez, este proceso de urbanización hizo posible la revolución agraria. Se trató de un proceso recíproco. Gracias a este, la población pudo lograr una mejora sustancial de su dieta, apartarse de los rigores del hambre, consolidar la urbanización generalizada y emprender una nueva revolución industrial{11}.
Como señalamos, los primeros cambios se limitaron al desarrollo agrario en las áreas situadas cercanas a los centros industriales, que utilizaban materias primas agrarias, y a los grandes centros de consumo, así como en zonas bien conectadas con las vías fluviales. La verdadera revolución agraria ocurrió cuando se empezó a aplicar, de manera generalizada, la motorización; esta permitiría una amplia mecanización del campo, que estuvo acompañada del uso de fertilizantes sintéticos, la selección de semillas y la especialización{12}. Todo esto acontece a partir de las últimas décadas del siglo XIX y continúa hasta el presente.
Entre otros cambios, la conquista española estuvo acompañada de la implantación de la dieta alimenticia europea. Los conquistadores importaron su cultura alimenticia y la impusieron como parte de la dominación, cosa que implicó la introducción de nuevos cultivos. Así, como señala el cronista Rodríguez Freyle, «el trigo, la cebada y semillas de hortalizas, que todo se dio bien en estas tierras; con que se comenzó a fertilizar la tierra con estas legumbres, porque en ello no había otro grano sino el maíz, turmas, arracachas, chuguas, hibias, cubios y otras raíces y fríjoles, sin que tuviesen otras semillas de sustento» fueron impuestos sin importar que los granos europeos tuvieran un menor rendimiento en calorías por unidad de trabajo y área de cultivo que el maíz, los fríjoles y los tubérculos americanos{13}.
En el contexto de la conquista existía la necesidad cultural de crear donde fuera posible una «nueva Europa». Esto se hizo con mayor facilidad en las tierras altas, esto es en nuestros altiplanos andinos, que eran entornos geográficos que se parecían en algo a Europa y donde se podía trasplantar la biota de ese continente{14}, representada en los animales y las plantas básicas de la dieta alimenticia importada. Nace el imperio del pan y de la carne, al tiempo que se desprecia la papa y demás tubérculos nativos, productos que en los primeros siglos de la dominación española continuaron siendo la base de la alimentación indígena{15}.
La comida del conquistador se convirtió en un elemento de diferenciación social con la población dominada. La desigualdad social se transfirió al comedor, donde la carne se constituyó en la fuente principal de la dieta española. Todo esto se expresó, por supuesto, en la producción de alimentos. Al menos, durante el primer siglo de la dominación española, los europeos se negaron a ingerir alimentos nativos, con argumentos como que el consumo de la papa producía «estupidez».
Para la recreación de la dieta española, se implantaron transformaciones definitivas en la jornada de trabajo de las poblaciones sometidas, así como en el uso de la tierra, una de las cuales fue su ampliación para el pastoreo de ganado mayor y menor. La extinción de la mayoría de la población nativa, producto de la conquista, dejó grandes extensiones baldías que fueron ocupadas por la ganadería, cuya presencia marcaba la europeización de la tierra. El ganado fue el vector diseminador de gérmenes, que junto con los ya trasmitidos por los españoles produjeron grandes epidemias en la población indígena{16}. La ganadería extensiva fue la forma predominante del uso de la tierra y ocupó los mejores suelos. Se dio así satisfacción a las condiciones necesarias para la producción de proteína animal, básica en la nueva dieta imperante.
La amplia oferta de tierras y la disponibilidad de una subyugada población indígena se constituyeron en limitaciones para el desarrollo tecnológico de la producción de alimentos. Así, por ejemplo, el uso de tracción animal fue muy limitado, incluso en las haciendas de españoles, puesto que solamente algunos bueyes se usaban para arar la tierra, en altiplanicies como Pasto, Popayán y la Sabana de Santafé de Bogotá. Es decir, la utilización de este medio se dio principalmente en las cercanías de los grandes centros poblados, donde se hallaban los mercados más densos, ubicados en los altiplanos, como el de centro oriente (Santafé de Bogotá y Tunja, además de Pamplona), en Pasto y Popayán, lo mismo que en algunas ciudades mineras y los puertos fluviales y marítimos.
Sin embargo, la presión de los mercados sobre la producción de la hacienda no era lo suficientemente fuerte como para exigir una mayor especialización, por lo que el uso de parte de la tierra en lotes de pan coger, como equivalente salarial, aparecía como el mejor sistema de producción, al menos para los intereses del hacendado. De hecho, la utilización de la tierra de las haciendas era muy limitada y la mayor parte de ellas se dejaba sin civilizar; la que se cultivaba se hacía con largos barbechos o estaba sembrada con pastos naturales.
No solamente en esos altiplanos había un mayor desarrollo agrario. Efectivamente, la división del trabajo en las provincias que formaban el actual Santander era mayor que en el resto del territorio del virreinato: había una especialización incipiente de la artesanía y agricultura, aunque todavía se combinaban ambas actividades, y por lo tanto la producción y la circulación mercantiles superaban la de las economías regionales, dominadas por la hacienda. Allí, el trabajo excedente de los campesinos se expresaba en forma de servicios, puesto que la porción salarial abonada en metálico era limitada; además, la especialización de la producción estaba completamente ausente y los productores cultivaban parte apreciable para sus necesidades, por lo que la hacienda abastecía sus requerimientos con sus propios recursos. En este escenario, la productividad del trabajo ha debido ser pequeña y por ende el sobreproducto era proporcional a ella.
Estas precariedades se reflejaban en la baja tecnificación de la producción agraria. Así por ejemplo, una hacienda ganadera, Mazamorras, ubicada en el Cauca, en 1771, poseía 1.692 cabezas de ganado vacuno, 538 yeguas y 146 caballos y como herramientas tenía solo cuatro hierros de marcar, cuatro palas, cuatro hachas, dos aguinches y unas pocas herramientas de carpintería. En cambio, Puracé, que era una hacienda de pan coger o trapichera, en 1731, tenía además de un molino, 35 palas, 19 hachas y 39 aguinches y Novita, de la misma clase de haciendas, en 1797, tenía cuatro arados, 22 palas, 16 hachas, una barra, 11 barretones y 33 aguinches.
Debido a esta pobreza tecnológica, Pedro Fermín de Vargas observaba en 1790:
Todo se halla atrasado y el estado actual del Reino dista poco del que hallaron los conquistadores en sus primeras invasiones. Una inmensa extensión del territorio desierta, sin cultivo y cubierta de bosques espesísimos [...] presenta en las mismas costas la imagen del descuido, de la ignorancia y de la ociosidad más reprensible.{17}
Poco extendido estaba el arado y donde se utilizaba era de madera; los de hierro solo se empezaron a difundir en la segunda mitad del siglo XIX. Tampoco se utilizaba el abono, solo «tal cual cuidado en no perder el estiércol de ovejas en aquellas heredades donde las hay»{18}.
A finales del siglo XVIII, los borbones intentaron introducir reformas para superar el atraso de sus posesiones de ultramar, y algunas transformaciones se alcanzaron. Vale precisar que, en la Nueva Granada, los pocos cambios que se presentaron en la producción agrícola, a raíz de las reformas borbónicas, se dieron en la costa Caribe. En el resto de la Nueva Granada, los efectos de estas reformas se limitaron a la apropiación de tierras y la explotación de la fuerza de trabajo, pues en estas regiones no se podía participar de las exportaciones agrícolas por las dificultades en el transporte.
A pesar de las ventajas comparativas de la costa Caribe para convertirse en el escenario de las transformaciones agrarias, en razón a su mejor localización para exportar, en 1793 solamente el 12 % de las exportaciones eran agropecuarias, guarismo lo poco que se aprovecharon estas ventajas. Precisamente, Antonio de Narváez y la Torre observaba acerca de la provincia de Santa Marta que
no puede haber comercio sin agricultura que dé frutos y materias, principalmente aquí donde no hay artes, ni fábricas que las benefician[...] para facilitarles las ventajas del comercio, fomento y protección, es preciso que todo se creé enteramente[...], porque no hay en toda ella [nada], a excepción de alguna hacienda y labranza en la Jurisdicción de Ocaña de [la] que se sacan un corto número de frutos, y del Valle, algún ganado para la de Cartagena y muy poco para la de Maracaibo{19},