Créditos
Título original: Il sentiero dei nidi di ragno
Edición en formato digital: octubre de 2012
© 2002 by The Estate of Italo Calvino
All rights reserved
© De la traducción, Aurora Bernárdez, 2010
© Ediciones Siruela, S. A., 2010, 2012
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
28010 Madrid
Diseño de cubierta: Siruela
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ISBN: 978-84-15723-27-1
Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.
www.siruela.com
Índice
Nota preliminar
Italo Calvino
El sendero de los nidos de araña
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Notas de la traductora
Créditos
12
Pin está sentado en la cresta de la montaña, solo: a sus pies las rocas con su vello de arbustos descienden a pico y en el fondo de los barrancos corren ríos negros. Nubes largas suben por las vertientes y borran los pueblos dispersos y los árboles. Ha ocurrido algo irremediable: como cuando le robó la pistola al marinero, como cuando abandonó a los hombres de la taberna, como cuando escapó de la prisión. Ya no podrá volver con los hombres del destacamento, nunca más podrá combatir con ellos.
Es triste ser como él, un niño en el mundo de los grandes, siempre un niño, tratado por los grandes como algo divertido y fastidioso, y no poder hacer uso de esas cosas misteriosas y excitantes de ellos, armas y mujeres, no poder participar nunca de sus juegos. Pero un día Pin llegará a ser grande y podrá ser malo con todos, vengarse de los que no han sido buenos con él: Pin quisiera ser grande ahora mismo, o mejor, no grande, pero admirado o temido aun siendo como es, ser un niño y al mismo tiempo jefe de los grandes en alguna empresa maravillosa.
Así que ahora Pin se marchará, lejos de estos lugares ventosos y desconocidos, a su reino, el zanjón, a su lugar mágico donde hacen nido las arañas. Allí está enterrada su pistola, de nombre misterioso: pe-treinta y ocho; Pin será partisano por cuenta propia, con su pistola, sin que nadie le retuerza los brazos hasta quebrárselos casi, sin que nadie lo mande a enterrar los halcones para revolcarse entre los rododendros, el macho con la hembra. Pin hará cosas maravillosas, siempre solo, matará a un oficial, a un capitán: al capitán de su hermana perra y delatora. Entonces todos los hombres lo respetarán y querrán tenerlo al lado en la batalla: tal vez le enseñen a manejar la ametralladora. Y Giglia ya no dirá «Cántanos algo, Pin» para poder refregarse con su amante, no tendrá más amantes, Giglia, y un día le dejará tocar el pecho a él, Pin, ese pecho rosa y caliente bajo la camisa de hombre.
Pin avanza por los senderos que bajan del paso de la Medialuna, a grandes trancos: tiene por delante un largo camino. Pero entretanto se da cuenta de que el entusiasmo de sus propósitos es falso, voluntario; se da cuenta de que sabe con certeza que sus fantasías nunca se realizarán y que seguirá vagabundeando, como un chico pobre y perdido.
Pin anda todo el día. Encuentra lugares donde se podrían jugar juegos magníficos: piedras blancas para saltar por ellas y árboles retorcidos para treparse; ve ardillas en la copa de los pinos, culebras que se aplastan entre las zarzas, todos buenos blancos para arrojar piedras; pero Pin no tiene ganas de jugar y sigue caminando de prisa, con una tristeza que le nubla la garganta.
Se detiene a pedir de comer en una casa. Hay dos viejecitos, marido y mujer, solos, solos, dueños de cabras. Los dos viejos acogen a Pin y le dan castañas y leche, y le hablan de sus hijos, todos prisioneros, lejos, después se acercan al fuego para rezar el rosario y quieren que Pin también lo haga.
Pero Pin no está acostumbrado a tratar con gente buena y se siente incómodo, y mucho menos está acostumbrado a rezar el rosario, de modo que mientras los dos viejos rumian sus oraciones, con los ojos cerrados, él baja de su silla muy despacio y escapa.
Esa noche duerme en un pajar donde se hace un hueco y por la mañana reanuda la marcha por lugares más peligrosos, infestados de alemanes. Pero Pin sabe que a veces es cómodo ser un niño, y que aunque dijera que es un partisano nadie le creería.
En cierto momento una barrera le corta el camino. Los alemanes lo observan de lejos, desde debajo de sus cascos. Pin se acerca con descaro.
–La oveja –dice–, ¿no habéis visto mi oveja?
–Was? –Los alemanes no entienden.
–Una oveja. O-v-e-ja. Beee... beee...
Los alemanes ríen: han comprendido. Con esas greñas y así de mal vestido, podría ser un pequeño pastor.
–He perdido una oveja –lloriquea–, pasó por aquí, seguro. ¿Dónde está? –Y pasa entre ellos y se aleja llamando–: Beee... Beee...
También de ésta se ha salvado.
El mar que ayer era un turbio fondo de nubes en las márgenes del cielo, forma una franja cada vez más oscura y ahora es un gran grito azul del otro lado de una balaustrada de colinas y de casas.
Pin ha llegado a su torrente. Es una noche con pocas ranas; renacuajos negros hacen vibrar el agua de las pozas. El sendero de los nidos de araña sube desde ese lugar, más allá del cañaveral. Es un lugar mágico, que sólo Pin conoce. Allí podrá operar extraños encantamientos, convertirse en un rey, en un dios. Sube por el sendero, con el corazón en la boca. Aquí están los nidos, pero la tierra está removida toda, se diría que ha pasado una mano arrancando los pastos, moviendo las piedras, destruyendo las cuevas, rompiendo el revoque de hojas masticadas: ¡fue Piel! Piel conocía el lugar: ¡ha estado allí con sus labios babosos temblando de ira, ha cavado la tierra con las uñas, ha metido palitos en las galerías, ha matado todas las arañas, una por una, para buscar la pistola pe-treinta y ocho! ¿Pero la encontró? Pin no reconoce el lugar: las piedras que él había puesto no están, la hierba ha sido arrancada a tirones. Debía de estar aquí, todavía se ve el hueco que él cavó, pero ahora está lleno de tierra y fragmentos de toba.
Pin llora con la cabeza entre las manos. Ya nadie le devolverá su pistola. Piel ha muerto y no la tenía en su arsenal, quién sabe dónde la metió, a quién se la dio. Era lo último que le quedaba en el mundo: ¿qué hará Pin ahora? A la banda no puede volver: les ha hecho demasiadas maldades a todos, al Zurdo, a Giglia, al Duque, a Zena el Largo apodado Gorra-de-Madera. En la taberna hubo una redada y todos han sido deportados o muertos. Sólo queda Mishel el Francés, en la brigada negra, pero Pin no quiere terminar como Piel, subir por una larga escalera a la espera de un disparo. Está solo en la Tierra, Pin.
La Negra del Carrugio Lungo se está probando una nueva bata azul cuando oye llamar. Se queda escuchando: en los tiempos que corren tiene miedo de abrir a desconocidos cuando está en su vieja casa del carrugio. Siguen llamando.
–¿Quién es?
–Abre, Rina, soy tu hermano, Pin.
La Negra abre y su hermano entra, cubierto de extrañas ropas, con una mata de pelo que le baja hasta los hombros, sucio, andrajoso, los zapatos destrozados, las mejillas cubiertas de una pasta de polvo y lágrimas.
–¡Pin! ¿De dónde vienes? ¿Dónde has estado todo este tiempo?
Pin se acerca casi sin mirarla, habla con voz ronca:
–No empieces a fastidiarme. Estuve donde me dio la gana. ¿Tienes algo de comer?
La Negra se hace la maternal:
–Espera que te preparo algo. Siéntate. Qué cansado has de estar, pobre Pin. Tienes suerte de encontrarme en casa. No estoy casi nunca. Ahora vivo en el hotel.
Pin ha empezado a masticar pan y un chocolate alemán con avellanas.
–Te tratan bien, veo.
–¡Pin, cuánta mala sangre me he hecho por ti! ¿Qué has hecho todo este tiempo? ¿Has andado de vagabundo, de rebelde?
–¿Y tú? –pregunta Pin.
La Negra unta con mermelada alemana de malta unas rebanadas de pan y se las pasa.
–¿Y ahora, Pin, qué quieres hacer?
–No lo sé. Déjame comer.
–Oye, Pin, tendrías que empezar a sentar cabeza. Oye, en el lugar donde trabajo necesitan chicos listos como tú y los tratan bien. No hay que trabajar: nada más que dar vueltas mañana y noche para ver qué hace la gente.
–Dime, Rina, ¿tienes algún arma?
–¿Yo?
–Sí, tú.
–Bueno, tengo una pistola. La tengo porque en estos tiempos nunca se sabe. Me la regaló uno de la brigada negra.
Pin alza los ojos y traga el último bocado:
–¿Me la muestras, Rina?
Rina se levanta:
–¿Qué mánía es ésa de las pistolas? ¿No te basta haber robado la de Frick? Ésta se parece mucho a la de Frick. Aquí está, mírala. Pobre Frick, lo mandaron al Atlántico.
Pin mira fascinado la pistola: ¡es una P.38, su P.38!
–¿Quién te la ha dado?
–Ya te lo dije: un miliciano de la brigada negra, un rubiales. Estaba muy resfriado. Llevaría encima, no exagero, siete pistolas diferentes. ¿Qué haces con tantas?, le pregunté. Regálame una. Pero no quería, ni aunque se lo pidiera de rodillas. Tenía la manía de las pistolas. Terminó por regalarme ésta porque era la más estropeada. Pero funciona igual. ¿Qué me das, le dije, un cañón? Él me dijo: Así queda en familia. Quién sabe qué quiso decir.
Pin ni siquiera escucha: da vueltas y vueltas a su pistola entre las manos. Alza los ojos hasta su hermana apretando la pistola contra el pecho como si fuera una muñeca:
–¡Oye, Rina –dice ronco–, esta pistola es mía!
La Negra lo mira con maldad:
–¿Qué bicho te ha picado? ¿Qué, te has vuelto un rebelde?
Pin vuelca una silla al suelo:
–¡Macaca! –grita con todas sus fuerzas–. ¡Perra! ¡Delatora!
Se mete la pistola en el bolsillo y sale dando un portazo.
Afuera ya es de noche. El callejón está desierto, como cuando llegó. Las cortinas metálicas de las tiendas están cerradas. Han construido refugios contra las paredes con tablas y sacos de tierra.
Pin se encamina hacia el torrente. Le parece haber retrocedido a la noche en que robó la pistola. Ahora tiene la pistola, pero todo es igual: está solo en el mundo, cada vez más solo. Como aquella noche, una sola pregunta llena el corazón de Pin: ¿qué voy a hacer?
Pin camina llorando por las veredas que bordean las acequias. Primero llora en silencio, después estalla en sollozos. No hay nadie que se le acerque. ¿Nadie? Una gran sombra humana se perfila en un recodo.
–¡Primo!
–¡Pin!
Éstos son lugares mágicos donde siempre se cumple un encantamiento. Y también la pistola es mágica, es como una varita mágica. Y el Primo es un gran mago, con su metralleta y el gorrito de lana, que ahora le pasa la mano por el pelo preguntándole:
–¿Qué haces por aquí, Pin?
–Vine a buscar mi pistola. Mira. Una pistola marinera alemana.
El Primo la mira de cerca.
–Magnífica. Una P.38. Cuídala bien.
–¿Y tú qué haces aquí, Primo?
El Primo suspira, con su aire eternamente pesaroso, como si siempre estuviera castigado.
–Voy a hacer una visita –dice.
–Éstos son mis lugares –dice Pin–. Lugares mágicos. Aquí hacen nido las arañas.
–¿Las arañas hacen nido, Pin? –pregunta el Primo.
–Éste es el único lugar del mundo donde hacen nido las arañas –explica Pin–. Yo soy el único que lo sabe. Después vino ese fascista de Piel y lo destruyó todo. ¿Quieres que te muestre?
–Déjame ver, Pin. Nidos de araña, vaya, vaya.
Pin lo lleva de la mano, esa gran mano suave y caliente como pan.
–Ahí están, ves, aquí estaban todas las puertas de los túneles. Ese fascista cabrón lo rompió todo. Aquí queda uno entero, ¿ves?
El Primo se acuclilla a su lado y aguza la vista en la oscuridad.
–Anda. La puertecita que se abre y se cierra. Y detrás el túnel. ¿Llega hondo?
–Muy hondo –explica Pin–. Con hierba masticada todo alrededor. La araña está en el fondo.
–Encendamos una cerilla –dice el Primo.
Y los dos agachados y juntos miran a ver qué efecto hace la luz del fósforo en la desembocadura del túnel.
–Venga, echa dentro la cerilla –dice Pin–, a ver si sale la araña.
–¿Por qué, pobre bicho? –pregunta el Primo–. ¿No ves cuántos daños han sufrido ya?
–Dime, Primo ¿crees que volverán a hacer sus nidos?
–Si las dejamos en paz creo que sí –dice el Primo.
–¿Volveremos otra vez para ver?
–Sí, Pin, pasaremos por aquí todos los meses a echar un vistazo.
Es magnífico haber encontrado al Primo, que se interesa por los nidos de araña.
–Oye, Pin.
–¿Qué quieres, Primo?
–Tengo que decirte una cosa, sabes, Pin. Sé que tú estas cosas las entiendes. Mira: hace meses y meses que no toco a una mujer... Tú sabes lo que son estas cosas, Pin. Oye, me han dicho que tu hermana...
Pin vuelve a sonreír burlón; es amigo de los grandes, él entiende esas cosas y está orgulloso de hacer este favor a los amigos cuando le da la gana:
–Joder, Primo. Llegas en el momento justo. Te muestro la calle: ¿conoces el Carrugio Lungo? Bueno, la puerta después del deshollinador, en el entresuelo. Puedes ir tranquilo, en la calle no encontrarás a nadie. Con ella ten un poco de cuidado. No le digas quién eres, ni que te mando yo. Dile que trabajas en la Todt, que estás aquí de paso. Ah, Primo, y después hablas pestes de las mujeres. Anda, mi hermana es una morenaza que le gusta a muchos.
El Primo esboza una sonrisa con su gran cara desconsolada.
–Gracias, Pin. Eres un amigo. Voy y vuelvo.
–Joder, Primo, ¿llevas la metralleta?
El Primo se pasa un dedo por los bigotes.
–Sabes, no me animo a andar desarmado.
A Pin le da risa ver cómo estas cosas ponen incómodo al Primo.
–Coge mi pistola. Toma. Y déjame la metralleta que monto la guardia.
El Primo deja la metralleta, se guarda la pistola en el bolsillo, se quita el gorrito de lana y lo mete también en el bolsillo. Ahora trata de alisarse el pelo con los dedos mojados de saliva.
–Te pones guapo, Primo, quieres causar buena impresión. Date prisa si quieres encontrarla en casa.
–Hasta luego, Pin –dice el Primo y se aleja.
Pin se ha quedado solo en la oscuridad, junto a los nidos de araña y con la metralleta al lado, en el suelo. Pero ya no está desesperado. Ha encontrado al Primo, y el Primo es el gran amigo tan buscado, el que se interesa por los nidos de araña. Pero el Primo es como todos los mayores, con esa misteriosa necesidad de mujeres, y ahora va a casa de su hermana y se abrazan en la cama deshecha. Pensándolo bien, mucho mejor habría sido que al Primo no se le hubiese ocurrido esa idea, y que se hubieran quedado mirando juntos los nidos un rato más, y que después el Primo hubiera soltado uno de sus discursos contra las mujeres, que Pin entendía muy bien y aprobaba. En cambio el Primo es como todos los grandes, no hay nada que hacer, Pin entiende bien estas cosas.
Disparos, allá, en la ciudad vieja. ¿Quién será? Tal vez patrullas de ronda. Los disparos, al oírlos así, de noche, siempre dan miedo. Claro, ha sido una imprudencia que por una mujer el Primo haya ido solo a esos lugares de fascistas. Ahora Pin tiene miedo de que caiga en manos de una patrulla, que encuentre la casa de su hermana llena de alemanes y que lo apresen. Pero en el fondo le estaría bien empleado, a Pin le gustaría: ¿qué placer puede haber en andar con esa rana peluda que es su hermana?
Pero si al Primo lo apresaran, Pin se quedaría solo con esa metralleta que no sabe manejar. Pin espera que el Primo no haya caído preso, lo espera con todas sus fuerzas, pero no porque el Primo sea el Gran Amigo, ya no lo es, es un hombre como todos los demás, el Primo, sino porque es la última persona que le queda en el mundo.
Pero tiene todavía que esperar mucho antes de poder empezar a pensar si debe preocuparse. Una sombra se acerca, es él.
–¿Cómo has hecho tan rápido, Primo, has terminado?
El Primo sacude la cabeza con su aire desconsolado:
–Sabes, me dio asco y me marché sin hacer nada.
–Joder, Primo, te dio asco!
Pin está contentísimo. Es de veras el Gran Amigo, el Primo.
El Primo vuelve a colgarse la metralleta al hombro y le devuelve a Pin la pistola. Ahora van por el campo y Pin pone su mano en la mano suave y tranquila del Primo, esa gran mano de pan.
La oscuridad está punteada de pequeños resplandores: hay grandes vuelos de luciérnagas alrededor de los setos.
–Todas iguales, las mujeres, Primo... –dice Pin.
–Eh, sí... –consiente el Primo–. Pero no siempre ha sido así: mi madre...
–¿Tú te acuerdas de tu mamá? –pregunta Pin.
–Sí, murió cuando yo tenía apenas quince años –dice el Primo.
–¿Era buena?
–Sí –contesta el Primo–, era buena.
La mía también era buena –dice Pin.
–Está lleno de luciérnagas –dice el Primo.
–Cuando uno las mira de cerca –dice Pin–, las luciérnagas también son bichos asquerosos, rojizos.
–Sí –dice el Primo–, pero vistas así son bonitas.
Y siguen andando, el hombrón y el niño, en la noche, entre las luciérnagas, tomados de la mano.
El sendero de los nidos de araña
Nota preliminar
Esta novela es la primera que escribí, casi puedo decir lo primero que escribí, si se exceptúan unos pocos cuentos. ¿Qué impresión me hace retomarla hoy? Más que como obra mía la leo como un libro nacido anónimamente del clima general de una época, de una tensión moral, de un gusto literario que era aquel en el que, terminada la segunda guerra mundial, se reconocía nuestra generación.
La explosión literaria de aquellos años en Italia fue, antes que un hecho de arte, un hecho fisiológico, existencial, colectivo. Habíamos vivido la guerra y los más jóvenes –que habíamos tenido tiempo de participar en la resistencia– no nos sentíamos aplastados, vencidos, «quemados» por ella, sino vencedores, impulsados por la carga propulsora de la batalla apenas concluida, depositarios exclusivos de un patrimonio hereditario. No era optimismo fácil, sin embargo, ni euforia gratuita; todo lo contrario: nos sentíamos depositarios de un sentido de la vida como de algo que puede volver a empezar desde cero, un desbarajuste general de la problemática, y también una capacidad nuestra de vivir el desgarramiento y la confusión, pero le poníamos el acento de una alegría arrogante. Muchas cosas nacieron de aquel clima, incluso el tono de mis primeros cuentos y de mi primera novela.
Hoy nos impresiona sobre todo esto: la voz anónima de la época, más fuerte que nuestras inflexiones individuales todavía inseguras. El haber salido de una experiencia –guerra, guerra civil– que no había perdonado a nadie establecía una inmediatez de comunicación entre el escritor y su público: nos encontrábamos cara a cara, cargados por igual de historias que contar; todos habíamos tenido la nuestra, todos habíamos vivido vidas irregulares, dramáticas, de aventuras, nos arrebatábamos la palabra de la boca. Al principio, la renacida libertad de hablar fue para la gente furia de contar: en los trenes que volvían a circular, atestados de pasajeros y paquetes de harina y bidones de aceite, cada uno contaba a los desconocidos las vicisitudes que había atravesado, y lo mismo cada parroquiano en la mesa de las «cantinas populares», cada mujer en las colas de las tiendas; la grisalla de la vida cotidiana parecía algo de otros tiempos; nos movíamos en un multicolor universo de historia.
Quien comenzaba entonces a escribir se encontraba, pues, tratando la misma materia que el narrador oral anónimo: a las historias que habíamos vivido personalmente o de las que habíamos sido espectadores, se añadían las que nos habían llegado ya como relatos, con una voz, una cadencia, una expresión mímica. Durante la guerra partisana las historias se transformaban apenas vividas y se transfiguraban en historias contadas por las noches en torno al fuego, iban adquiriendo un estilo, un lenguaje, un humor como de bravata, una búsqueda de efectos angustiosos o truculentos. Algunos de mis cuentos, algunas páginas de esta novela tienen en su origen esa tradición oral recién nacida en los hechos, en el lenguaje.
Y sin embargo, entonces el secreto de la manera de escribir no residía solamente en esa universalidad elemental de los contenidos, no estaba allí el resorte (tal vez el haber empezado este prefacio evocando un estado de ánimo colectivo, me hace olvidar que estoy hablando de un libro, cosa escrita, palabras alineadas en la página blanca); por el contrario, nunca estuvo tan claro que las historias que se contaban eran materia bruta: la carga explosiva de libertad que animaba al joven escritor no estaba tanto en su voluntad de documentar o informar, como en la de expresar. ¿Expresar qué? Expresarnos a nosotros mismos, expresar el sabor áspero de la vida que habíamos conocido poco antes, tantas cosas que creíamos saber o ser, y que tal vez sabíamos y éramos realmente en aquel momento. Personajes, paisajes, rumores políticos, expresiones jergales, palabrotas, lirismos, armas y abrazos no eran sino colores de la paleta, notas del pentagrama; sabíamos demasiado bien que lo que contaba era la música y no el libreto, jamás se vieron formalistas más empecinados que los englobadores que éramos, jamás líricos tan efusivos como los objetivistas que pasábamos por ser.
Para nosotros, los que empezábamos a partir de allí, el «neorrealismo» fue eso, y de sus cualidades y defectos es este libro un catálogo representativo, nacido como fue de aquella acerba voluntad de hacer literatura que era propio de la «escuela». Porque quien recuerde hoy el «neorrealismo» sobre todo como una contaminación o una coartación brusca de la literatura en nombre de razones extraliterarias, desplaza los términos de la cuestión: en realidad los elementos extraliterarios eran en ese caso tan macizos e indiscutibles que parecían un dato natural; todo el problema nos parecía de poética: cómo transformar en obra literaria ese mundo que era para nosotros el mundo.
El «neorrealismo» no fue una escuela. (Procuremos decir las cosas con exactitud.) Fue un conjunto de voces, en gran parte periféricas, un descubrimiento múltiple de las diversas Italias, también –o especialmente– de las Italias hasta entonces más inéditas para la literatura. Sin la variedad de Italias desconocidas la una de la otra –o que se suponían desconocidas–, sin la variedad de dialectos y jergas capaces de hacer fermentar la masa de la lengua literaria, no habría habido «neorrealismo». Pero no fue campesino en el sentido del verismo regional del ochocientos. La caracterización local quería dar sabor de verdad a una representación en la que debía reconocerse todo el vasto mundo: como la provincia norteamericana en aquellos escritores de los años treinta de quienes tantos críticos nos reprochan ser discípulos directos o indirectos. Por eso el lenguaje, el estilo, el ritmo, tenían tanta importancia para nosotros; por eso nuestro realismo debía ser lo más distante posible del naturalismo. Nos habíamos trazado una línea, es decir, una especie de triángulo: El tedio, Conversación en Sicilia, Allá en tu aldea, de donde partiríamos, cada uno sobre la base del propio léxico local y del propio paisaje. (Sigo hablando en plural, como si aludiera a un movimiento organizado y consciente, aun en este momento en que explico que era exactamente lo contrario. Qué fácil es, al hablar de literatura, incluso en mitad de la disquisición más seria, más fundada en los hechos, ponerse a contar inadvertidamente historias... Por eso siempre me fastidian las disquisiciones sobre literatura, tanto las ajenas como las mías.)
Mi paisaje era algo celosamente mío (a partir de aquí podría empezar mi prefacio: reduciendo al mínimo el rótulo de «autobiografía de una generación literaria»; entrando a hablar de inmediato de aquello que me concierne directamente, tal vez pueda evitar lo genérico, la aproximación...), un paisaje que nadie había descrito jamás de verdad. (Salvo Montale –aunque fuese de la otra Riviera–, Montale a quien me parecía posible leer casi siempre en clave de memoria local, en cuanto a imágenes y a léxico se refiere.) Yo era de la Riviera di Ponente; del paisaje de mi ciudad –San Remo– borraba polémicamente todo el litoral turístico –paseo marítimo con palmeras, casino, hoteles, villas– casi avergonzándome de él; empezaba por las callejas de la Ciudad Vieja, me apartaba de los geométricos campos de claveles, prefería las fasce, los bancales de viñas y olivos con sus viejos muros de piedra en seco, me internaba por los caminos en herradura hasta las cimas yermas, allí donde empezaban los bosques de pinos, después los castaños, y así pasaba del mar –siempre visto desde arriba, una franja entre dos bastidores de verde– a los valles tortuosos de los Prealpes ligures.
Tenía un paisaje. Pero para poder representarlo era preciso que se volviera secundario con respecto a otra cosa: a gentes, a historias. La Resistencia representó la fusión entre paisaje y gentes. La novela que de otra manera no hubiera conseguido escribir jamás, aquí está. El escenario cotidiano de toda mi vida se había vuelto enteramente extraordinario y novelesco: una sola historia se desovillaba desde los oscuros soportales de la Ciudad Vieja hasta los bosques, en lo alto; era un perseguirse y esconderse de hombres armados; incluso lograba representar las villas, ahora que las había visto requisadas y transformadas en cuerpos de guardia y prisiones; también los campos de claveles, desde que se habían convertido en descampados, peligrosos de atravesar, evocadores de ráfagas de metralleta desgranándose en el aire. De esta posibilidad de situar historias humanas en los paisajes fue cómo el «neorrealismo»...
En esta novela (será mejor que retome el hilo; es todavía prematuro reiterar la apología del «neorrealismo»; corresponde más a nuestro estado de ánimo, aun hoy, analizar los motivos de separación) los signos de la época literaria se confunden con los de la juventud del autor. La exasperación de los temas de la violencia y el sexo termina por parecer ingenua (hoy que el paladar del lector está acostumbrado a engullir alimentos mucho más fuertes), y voluntaria (que estos fueron motivos exteriores y provisionales para el autor, lo prueba la continuación de su obra).
E igualmente ingenua y voluntaria puede parecer la manía de injertar la discusión ideológica en el relato, en un relato como éste, impostado en una clave totalmente distinta: de representación inmediata, objetiva, en cuanto al lenguaje y a las imágenes. Para satisfacer la necesidad del injerto ideológico, recurrí al expediente de concentrar las reflexiones teóricas en un capítulo que se separa del tono de los otros, el IX, el de las reflexiones del comisario Kim, casi un prefacio insertado en mitad de la novela. Expediente que todos mis primerísimos lectores criticaron, aconsejándome que suprimiera limpiamente el capítulo; yo, aun comprendiendo que perjudicaba al libro (en aquel tiempo la unidad estilística era uno de los pocos criterios seguros; todavía no se celebraban las mezclas de estilos y de lenguajes diversos que triunfan hoy), me mantuve firme: el libro había nacido así, con su lado compuesto y espurio.
El otro gran tema futuro de discusión crítica, el de lengua-dialecto, también está presente en su fase ingenua: dialecto agrumado en manchas de color (mientras que en las narraciones que escribiré después trataré de absorberlo todo en la lengua, como un plasma vital pero oculto); escritura desigual que unas veces se vuelve casi preciosa, otras corre espontáneamente, atenta sólo a la expresión inmediata: un repertorio documental (modos de decir populares, canciones) que llega casi al folklore...
Y además (continúo con el elenco de los signos de la edad, mía y general; un prólogo escrito sólo tiene sentido si es crítico), el modo de representar a la persona humana: rasgos exasperados y grotescos, muecas torcidas, oscuros dramas visceral-colectivos. La cita con el expresionismo a la que no había acudido la cultura literaria y figurativa italiana en la primera posguerra, tuvo su gran momento en la segunda. Tal vez el verdadero nombre de aquella etapa italiana, más que «neorrealismo» debería ser «neoexpresionismo».
Las deformaciones de la lente expresionista se proyectan en este libro en los rostros de quienes habían sido mis queridos compañeros. Me empeñaba en presentarlos contrahechos, irreconocibles, «negativos», porque sólo en la «negatividad» encontraba un sentido poético. Y al mismo tiempo sentía remordimientos hacia la realidad –tanto más abigarrada, cálida e indefinible–, hacia las personas verdaderas que yo sabía tanto más ricas humanamente, tanto mejores, remordimiento que arrastré durante años...
Uomini e nogap1