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Créditos

Título original: Mondo scritto e mondo non scritto

Edición en formato digital: noviembre de 2012

© 2002 by The Estate of Italo Calvino

All rights reserved

Del epílogo de Mario Barenghi,

© Arnoldo Mondadori Editore, S.p.A., Milán 2002

© De la traducción, Ángel Sánchez-Gijón, 2006

© Ediciones Siruela, S. A., 2006, 2012

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-15723-58-5

Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.

www.siruela.com

Índice

Mundo escrito y mundo no escrito

Leer, escribir, traducir

Los buenos propósitos (1952)

Personajes y nombres (1952)

La mala suerte de la novela italiana (1953)

La suerte de la novela (1956)

Cuestiones sobre el realismo (1957)

Respuestas a 9 preguntas sobre la novela (1959)

Correspondencia con Angelo Guglielmi a propósito de El desafío al laberinto (1963)

De la traducción (1963)

Carta de un escritor «menor» (1968)

Literatura sentada (1970)

Una nueva colección: «Centopagine» de Einaudi (1971)

Robos con arte (conversación con Tullio Pericoli) (1980)

La mejor manera de leer un texto es traducirlo (1982)

Literatura y poder (a propósito de un ensayo de Alberto AsorRosa) (1983)

Los últimos fuegos (1983)

Gian Carlo Ferretti, El best-seller a la italiana (1983)

Mundo escrito y mundo no escrito (1983)

El libro, los libros (1984)

¿Por qué escribe usted? (1984)

De lo fantástico

Los caballeros del Grial (1981)

Cuentos fantásticos del XIX (1983)

Siete frascos de lágrimas (1984)

Lo fantástico en la literatura italiana (1984)

Nocturno italiano (1984)

Ciencia, historia, antropología

El bosque genealógico (1976)

Los modelos cosmológicos (1976)

Moctezuma y Cortés (1976)

Caníbales y reyes, de Marvin Harris (1980)

Carlo Ginzburg, Espías: raíces de un paradigma indiciario (1980)

Ilya Prigogine e Isabelle Stengers, La nueva alianza (1980)

Arnold van Gennep, Los ritos de paso (1981)

Largo viaje al centro del cerebro, de Renato y Rosellina Balbi (1981)

Perturbar el universo, de Freeman Dyson (1981)

Giovanni Godoli, El sol. Historia de una estrella (1982)

Estudios sobre el amor, de Ortega y Gasset (1982)

La mirada distante, de Claude Lévi-Strauss (1983)

El hereje Galileo, de Pietro Redondi (1983)

Hado antiguo y hado moderno, de Giorgio de Santillana (1985)

Epílogo: La forma de los deseos. La idea de literatura de Calvino

Mario Barenghi

Notas

Créditos

Notas

1 L'Unitá, 12 de agosto de 1952.

2 Epoca, 27 de septiembre de 1952, pág. 3 (respuesta a una encuesta titulada Si confessano i nostri letterati: noi scritori come battezzieri facciamo cosi).

3 «Inédito. Respuesta a una entrevista radiofónica de la RAI, en 1953, creo, que nunca fue emitida. La opinión que entonces expresé sobre Manzoni tuve tiempo de cambiarla». (N. del A.) Publicado por primera vez en Saggi 1945-1985, págs. 1507-1511. Texto mecanografiado de tres páginas con algunas correcciones autógrafas, conservado en una carpeta titulada Sul romanzo. En el folio que contiene la nota transcrita, arriba a la derecha, la apostilla «ver en qué año tuvo lugar la emisión radiofónica: ¿1953? ¿1951?».

4 Ulisse, X, vol. IV, 24-25, otoño-invierno de 1956-1957, págs. 948-950.

5 Tempo presente, II, 1957, 11, págs. 881-882 (respuesta a una encuesta de Franco Matacotta).

6 Nuovi Argomenti, 38-39, mayo-agosto de 1959, págs. 6-12. También respondieron a la encuesta Bassani, Cassola, Montale, Morante, Moravia, Paslini, Piovene, Solmi y Zolla.

7 I. C. y Angelo Guglielmi, «Corrispondenza con poscritto a proposito della Sfida al labirinto», II Menabo 6, 1963, págs. 268-271.

8 Paragone letteratura, XIV, 168, diciembre de 1963, págs. 112-118.

9 Carta a Guido Fink, de 24 de junio de 1968, publicada en Paragone letteratura, XXXIV, 428, octubre de 1985, págs. 7-9.

10 Respuesta a la encuesta de Guido Ceronetti en «Letteratura a sedere», II Caffe, XVII, 3, octubre (diciembre) de 1970, págs. 133-134.

11 Folio de presentación de la colección adjunto a los cuatro primeros títulos.

12 Edición de Mario Barenghi.

13 I. C. y Tullio Pericoli, Furti ad arte, conversación mantenida con motivo de la exposición de Tullio Pericoli Robar a Klee, Milán, Edizioni della Gallería Il Milione, 1980, 16 págs. no numeradas.

14 Ponencia presentada en un congreso sobre la traducción (Roma, 4 de junio de 1982), Boletín de Información (reseña cuatrimestral de la Comisión Nacional Italiana de la Unesco), XXXII (Nueva serie), 3, septiembre-diciembre de 1985, págs. 59-63.

15 «Il poeta e Machiavelli», La Repubblica, 13 de enero de 1983.

16 La Repubblica, 9-10 de octubre de 1983.

17 «La cola de Minos» (La Repubblica), 10 de marzo de 1983. La alusión a Fortini se refiere a una crítica demoledora de Si una noche de invierno un viajero y El nombre de la rosa de Umberto Eco publicada poco antes en el Corriere della Sera («Novelas a mano y novelas a máquina», 27 de febrero de 1983), y más tarde recogida en el volumen L'ospite ingrato Iy II, Marietti, Casale Monferrato, 1985.

18 Conferencia pronunciada en la New York University, dentro de las «James Lecture» del Institute for the Humanities, el 30 de marzo de 1983: «The Written and the Unwritten world», The New York Review of Books, 12 de mayo de 1983, págs. 38-39, y posteriormente en Letteratura Internazionale II, 4-5, primavera-verano de 1985, págs. 16-18.

19 Conferencia pronunciada en la Feria del Libro de Buenos Aires y publicada en Nuovi quaderni italiani, 10, Buenos Aires, Istituto Italiano di Cultura, 1984, págs. 11-21.

20 «Io o detto che...», La Repubblica, 31 de marzo-1 de abril de 1985. Nueva redacción de la respuesta a la encuesta de Libération «Pourquoi écrivez-vous? 400 écrivains répondent», número fuera de serie, [22] marzo de 1985, pág. 83.

21 «Una scodella chiamata Graal», La Repubblica, 31 de mayo-1 de junio de 1981.

22 Introducción a Racconti fantastici dell'Ottocento, Milán, Oscar Mondadori, 1983, 2 vols., I, págs. 5-14.

23 La Repubblica, 25 de enero de 1984.

24 «La literatura fantástica y las letras italianas», en Literatura fantástica, Siruela, Madrid 1985, págs. 39-55 (conferencia pronunciada en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en septiembre de 1984. Se omite un fragmento textualmente recogido en la introducción a Cuentos fantásticos del XIX, págs. 141-151).

25 «Benvenuti fantasmi», La Repubblica , 30-31 de diciembre de 1984.

26 Corriere della Sera, 16 de julio de 1976 (precedido por Gli dei indios cheparlano della pietra, y posteriormente Palomar).

27 «Ultime notizie sul tempo. Collezionista d'universi», Corriere della Sera, 23 de enero de 1976.

28 «Montezuma e Cortés», en C. A. Burland, Montezuma signore degli Aztechi, Turín, Einaudi, 1976, págs. XIII-XXII (publicado anteriormente en Corriere della Sera, 14 y 21 de abril de 1974).

29 «Onore ai cannibali», La Repubblica, 8 de enero de 1980.

30 «L'orecchio, il cacciatore, il pettegolo», La Repubblica, 20-21 de enero de 1980.

31 «No, non saremo solí», La Repubblica, 3 de mayo de 1980.

32 «Noi portatori di chiavi», La Repubblica, 28 de julio de 1981.

33 «Che testa!», L'Espresso, 11 de octubre de 1981.

34 «I distributori dell'universo», La Repubblica, 27-28 de diciembre de 1981.

35«Noi alunni del Sole», La Repubblica, 15 de mayo de 1982.

36 «Se amore non e desiderio», La Repubblica, 13-14 de junio de 1982.

37 «Sotto gli occhi di Lévi-Strauss», La Repubblica, 15 de julio de 1983.

38 «Forse e meglio parlare del sole», La Repubblica, 13 de octubre de 1983.

39 «Il cielo sono io», La Repubblica, 10 de julio de 1985.

40 Ponencia presentada en el congreso internacional Future Perfect. Calvino and the Reinvention of Literature, New York University, 12-13 de abril de 1999. Las citas que aparecen en el texto de forma abreviada, con sigla y número de página, corresponden a las siguientes ediciones de Calvino: la presente traducción al castellano, MEMNE = Mondo scritto e mondo non scritto (Mundo escrito y mundo no escrito); PYA = Punto y aparte. Ensayos sobre literatura y sociedad, trad. de Gabriela Sánchez Ferlosio, Tusquets, Barcelona 1995; RR1 = Romanzi e racconti, Claudio Milanini, Mario Barenghi y Bruno Falcetto (eds.), prólogo de Jean Starobinski, vol. I, Milán, Mondadori, 1991; RR2 = Romanzi e racconti, vol. II, 1992; RR3 = Romanzi e racconti. Racconti sparsi e altri scritti d'invenzione, vol. III, 1994; S = Saggi 1945-1985, Mario Barenghi (ed.), Milán, Mondadori, 1995; SNIV = Si una noche de invierno un viajero, trad. de Esther Benítez, Siruela, Madrid 1998; SPPM = Seis propuestas para el próximo milenio, trads. de Aurora Bernárdez y César Palma, Siruela, Madrid 1998.

* * *

I «En el manuscrito, la alusión a Leopardi como "novelista", que me fue sugerida por mi amigo Giulio Bollati, se desarrollaba en un párrafo que más tarde eliminé para no adelantar el tema de un ensayo que Bollati tenía intención de escribir. Entonces, ¿qué padre de la novela italiana habría sido necesario? ¿Un tipo agitado y espadachín como Alfieri o Foscolo? ¿O uno de esos tipos que derrochan vitalidad plebeya como Porta o Belli? ¿O un gran creador de caracteres como Rossini o Verdi? Seguramente ninguno de ellos. Para mí, el padre ideal de nuestra novela habría sido alguien que pareciera más lejano que ningún otro de los recursos de ese género: Giacomo Leopardi. En efecto, en Leopardi se conservaban vivos los grandes componentes de la novela moderna, los que le faltaban a Manzoni: la tensión de la aventura (ese islandés que va solo por las selvas de África y esa noche entre los cadáveres en el estudio de Federico Ruysch y esa otra de la toldilla de Colón), la asidua investigación psicológica introspectiva, la necesidad de dar nombres y rostros de personajes a sus sentimientos y pensamientos y a los de su siglo. Y, además, la lengua: el camino que él abrió fue el de los máximos efectos al mínimo precio, que siempre fue el gran secreto de la prosa narrativa. Pero, sobre todo, a Leopardi le toca encerrar en el espacio de un lugar conocido, de un pueblo y de un ambiente el sentido del mundo. Y aquí su semilla no tardó en dar fruto: a las voces, a los rumores, etc.». (N. del A.)

II A. Boito, Poesie e racconti, Oscar Mondadori, Milán, 1981, y G. Finzi, Racconti neri della scapigliatura, Milán, Oscar Mondadori, 1980.

III Siguiendo los pasos del calviniano «Mundo escrito y mundo no escrito» discurre el brillante ensayo del año 1992 «¿Ha muerto la novela?», del escritor mexicano Carlos Fuentes (cfr. Geografía de la novela, Alfaguara, Madrid, 1993).

IV Estas palabras pueden leerse en el ensayo «AHumble Remostrance», incluido en Memories and Portraits (1905). Quien tenga a mano la edición Swanston (Works, Chatto & Windus, Londres, 1911) las encontrará en el volumen IX, pág. 154; sin embargo, yo las descubrí leyendo L'isola del romanzo, la antología de ensayos de R. L. S. editada por Guido Almansi, Palermo, Sellerio, 1987, pág. 48.

V Cfr. Marco Belpoliti, L'occhio di Calvino, Turín, Einaudi, 1996, págs. 85. De Belpoliti, véase también la reciente Settanta (Turín, Einaudi, 2001), que, reconstruyendo algunos puntos cruciales del debate cultural de aquella década, aborda desde múltiples puntos de vista los problemas más acuciantes del escritor ligur.

VI Sobre «Desde lo opaco» –texto disponible, además de en RR3, en el volumen póstumo El camino de San Giovanni (Tusquets, Barcelona 1991)– me permito citar una intervención mía: «Per non contrabbandare elegie. Aspetto dell'autobiografismo calviniano», en Italo Calvino. Le défi au labyrinthe, Actes de la Journée d'études de Caen, le 8 mars 1987, publiés sous la direction de Paolo Grassi e Silvia Frabrizio-Costa, Caen, Presses Universitaires de Caen, 1998, págs. 15-43.

VII  Cfr. Guido Bonsaver, Il mondo scritto. Forme e ideologia nella narrativa di Italo Calvino, Turín, Tirrenia, 1995, págs. 269-270.

VIII  Martin McLaughlin, Italo Calvino, Edimburgo, Edimburgh University Press, 1998, pág.162.

IX Cfr. Diario, a. VII, núm. 9, febrero de 1991. De opinión contraria es Asor Rosa, que, subrayando la dimensión trágica latente en la obra de Calvino, lo coloca junto a escritores «apocalípticos», Fortini y Pasolini: «...Quedaría definitivamente corregida la imagen de Calvino como escritor "tranquilo", no só lo fuera de la crisis sino flotando serena y agnósticamente sobre la crisis: su elaboración estilística, agotadora, incesante, basada en un sentido de la responsabilidad altísimo, es precisamente un "modo" de respuesta a la crisis, no menos dramático, si queremos, que el de los otros dos escritores y poetas» (Alberto Asor Rosa, Stile Calvino, Turín, Einaudi, 2001, pág. 141). Sobre lo contradictorio y problemático de la concepción calviniana insiste también la interpretación de Vittorio Spinazzola: cfr. L'io diviso di Italo Calvino, en L'offerta letteraria. Narratori italiani del secondo Novecento, Nápoles, Morano, 1990.

X Cfr. Trattato sull'origine dei romanzi, Ruggero Campagnoli e Yves Hersant (eds.), Einaudi, Turín 1977, pág. 66. El Traitéde l'origine des romans es de 1670.

Epílogo:

La forma de los deseos

La idea de literatura de Calvino40

Mario Barenghi

Desire is a wonderful telescope.

R. L. S.

Siempre que Calvino se empeña en definir la literatura, se detiene en sus límites. Esto podría parecer obvio: cada definición requiere que se marquen unos límites; definir significa (etimológicamente) establecer confines. Sin embargo, Calvino parece atribuir una especial importancia a tales confines. Dicho de modo algo rudo, en una primera y general aproximación, se diría que para Calvino la definición de literatura es esencialmente una cuestión de frontera, o, mejor dicho, en plural, de fronteras.

El hecho es que Calvino tiene una idea no totalizadora de la literatura. Para él, la literatura no implica la totalidad de la realidad y de la experiencia. Aunque es autónoma (en el sentido de que tiene reglas propias), no es autosuficiente ni encerrada en sí misma. Puede interesar también al conjunto del saber: al menos desde mediados de los años sesenta, Calvino cultiva una noción epistemológica de la literatura como «mapa del mundo y de lo cognoscible» (cfr. «Dos entrevistas sobre ciencia y literatura», PYA 206-213, S 233). Pero la epistemología, precisamente porque reflexiona sobre principios y métodos del conocimiento, implica la remisión a un momento posterior (o precedente), a la dimensión concreta del saber.

Para Calvino, la literatura se plantea como algo intrínsecamente parcial, que adquiere sentido sólo en la medida en que es consciente de su propia parcialidad; algo que tiene significado y valor porque no deja de enfrentarse con lo que no es. Las cosas que la literatura puede enseñar son pocas, pero insustituibles, según el ensayo fundamental de 1955 «La espina dorsal» (no por casualidad elegido por Calvino para abrir Punto y aparte). Insustituibles, sí, pero pocas. Lo demás debe aprenderse en otro lugar, «en la ciencia, en la historia, en la vida» (PYA 24, S 22). En pocas palabras, la literatura no debe perder de vista –ni por un momento– sus propios confines. Desde este punto de vista, es absolutamente ejemplar el título de la conferencia que Calvino pronunció aquí mismo, en la New York University, hace dieciséis años: «Mundo escrito y mundo no escrito» / «The written and the unwritten world» (James Lecture, 30 de marzo de 1983). El punto central de esta intervención es la relación entre lenguaje y realidad; y la misión asignada a la literatura es la de contribuir a una incesante renovación de esa relación. ¿De qué manera? La respuesta que Calvino da no aspira a ser un principio absoluto: estamos en el plano de los manifiestos poéticos más que en el de las valoraciones estéticas generales. Lo que sí está claro es que lo que se resalta, sea en negativo, sea en positivo, es la frontera entre ambos mundos. Es la dificultad de recuperar el umbral del mundo no escrito en una época en la que la percepción de la realidad se ve colonizada (desfigurada, ofuscada, ocultada) por las palabras; es la necesidad (el propósito) de huir de lo ya dicho y de lo ya sabido, de escribir lo que todavía no se sabe, para hacer posible que el mundo no escrito se exprese a través de la escritura (S 1875). Por lo tanto, el campo de acción de la literatura es el mundo por escribir: precisamente, la frontera. La literatura debe proyectarse más allá de lo ya conocido, de lo ya adquiridoIII. Por otra parte, ya el alter ego de Calvino en Si una noche de invierno un viajero, el escritor Silas Flannery, anotaba en su diario:

[...] yo no creo que la totalidad sea contenible en el lenguaje; mi problema es lo que queda fuera, lo no-escrito, lo no-escribible. (SNIV 192)

Pero la conferencia de 1983 contiene otro elemento valioso para nosotros. La escritura, dice Calvino –como la acción del relato, podríamos añadir nosotros–, se pone en marcha a partir de la carencia:

[...] en mi experiencia, el impulso de escribir siempre está relacionado con la ausencia de algo que se querría conocer y poseer, algo que se nos escapa. Y como conozco bien este tipo de impulso me parece que también lo reconozco en los grandes escritores cuyas voces parecen llegarnos desde lo alto de una experiencia absoluta; lo que nos transmiten es la idea de su aproximación a la experiencia, más que el sentido de la experiencia ya conseguida; su secreto es saber conservar intacta la fuerza del deseo. (MEMNE, pág. 114)

Conservar intacta la fuerza del deseo. En este punto, se podría recordar la importancia crucial que Calvino atribuye a los comienzos y, en el plano textual, a los incipit, que culmina (sin por ello agotarse) en la estructura de Si una noche de invierno un viajero. Pero ya que se trata de una cuestión que nos es familiar a todos me limitaré a citar un fragmento no tan conocido, tomado de los borradores de las Norton Lectures: un fragmento de la lección inédita (publicada sólo diez años después de la muerte del autor) titulada «Del cominciare e del finire» («El arte de empezar y el arte de acabar»). Aquí Calvino define el principio de un texto –precisamente como paso del mundo de las cosas al mundo de las palabras, del mundo vivido o vivible al verbal; en definitiva, del mundo no escrito al mundo escrito– como «el lugar literario por excelencia»:

El principio es el lugar literario por excelencia porque el mundo de fuera es continuo por definición, no tiene límites visibles. Estudiar las zonas fronterizas de la obra literaria es observar los modos en que la labor literaria comporta reflexiones que van más allá de la literatura, pero que sólo la literatura puede expresar. (SPPM 126)

«Deseo» no parece ser un concepto especialmente apropiado para Calvino. Es más, a primera vista recuerda formas de pensamiento y planteamientos intelectuales muy alejados de él –basta con pensar en Lacan–. Y, en cualquier caso, «deseo» es una palabra que hay que tratar con precaución, con pinzas, como suele decirse. Por ejemplo, con las pinzas de una memorable definición de Robert Louis Stevenson: «El deseo es un magnífico telescopio»IV.

En esa especie de enciclopedia del imaginario calviniano que son Las ciudades invisibles, el impulso hacia la felicidad es –por así decirlo– el elemento generador del libro. Basta con leer las primeras páginas, recogidas bajo el epígrafe «Las ciudades y la memoria»: memoria, sí, pero siempre en función de la felicidad soñada o perdida (o inventada o añorada). E inmediatamente después de «Las ciudades y la memoria» figura el título «La ciudades y el deseo».

Entre paréntesis, se podría reflexionar acerca de los títulos excluidos, bien basándonos en materiales autógrafos (apuntes previos, planes de trabajo), bien remontándonos a algunas alusiones diseminadas por el texto. En concreto, el índice del volumen no registra ni las ciudades felices ni las ciudades infelices, ni las ciudades justas ni las ciudades injustas: categorías que, sin embargo, Marco Polo evoca en lugares cruciales del libro. Por otra parte, la génesis de Las ciudades invisibles se entrelaza con la de los trabajos sobre Fourier, y la ambición de la felicidad –la reivindicación del derecho a la felicidad, la legitimación de los deseos, la coincidencia de felicidad y justicia– es el resorte de cualquier utopía.

Como es sabido, una tensión utópica impregna gran parte de la obra de Calvino, no sólo en aquellos años. A este respecto, merece al menos una mención el último cuento de la primera serie de Las cosmicómicas, «La espiral». Evocando sus recuerdos de molusco primigenio, Qfwfq explica cómo un deseo precedió y, en consecuencia, generó tanto el impulso para actuar como la posibilidad de ver el resultado de tal acción: a partir de una «desazón» inicial –indefinida, inconsciente– es de donde nacen, por orden, la voluntad de hacer algo, la secreción calcárea, la forma de la concha, el aparato visual que percibirá la imagen. Muy notable, entre paréntesis, es el juicio de Calvino acerca de este cuento en una entrevista de diciembre de 1965: «Lo considero la meta de lo que quería hacer con Las cosmicómicas, pero también un punto de partida, porque es desde allí desde donde tengo que reemprender mi trabajo» (RR2 1344).

Así pues, la «fuerza del deseo» se convierte en el deseo de la forma: o, mejor, en deseo de forma. Y exactamente, en una especie de círculo virtuoso (más exactamente, de virtuosa espiral), Las ciudades invisibles recogen el paso siguiente: no sólo la fuerza del deseo sino la forma de los deseos. Tal es el privilegio de Zenobia, la segunda de las ciudades sutiles, de la que es inútil preguntarse si «hay que catalogarla entre las ciudades felices o entre las infelices». En un mundo donde normalmente las ciudades, con el paso de los años, acaban borrando los deseos o siendo borradas, Zenobia logra conservar en el tiempo la forma de los deseos: es más, logra dar a los deseos una forma propia. Así, cuando a un habitante de Zenobia se le pide que describa la ciudad feliz, no hace otra cosa que combinar y variar con la imaginación los elementos constitutivos de Zenobia.

A la conferencia de 1983 se le podrían añadir fácilmente otros ensayos e intervenciones que tratan la cuestión de los límites. La discusión sobre la naturaleza del discurso literario gira siempre alrededor de una antinomia. El objetivo está en una relación de discontinuidad y oposición. Por ejemplo, en «¿Para quién se escribe?» (subtítulo: «La estantería hipotética»), de 1967, la cuestión es la relación no entre escritura y realidad (como en «Mundo escrito y mundo no escrito») sino entre la literatura y los libros no literarios:

La labor de un escritor es más importante cuanto más improbable sea la estantería ideal en que quisiera situarse, con libros que todavía no están acostumbrados a estar colocados junto a otros y cuya proximidad podría producir descargas eléctricas, cortocircuitos [...], una situación literaria empieza a ser interesante cuando se escriben novelas para personas que no son únicamente lectores de novelas, cuando se escribe literatura pensando en una estantería que no contenga solamente libros de literatura. (PYA 181-182, S 200)

En un ensayo de 1969 dedicado a Anatomy of Criticism, de Northrop Frye (título a propósito: «La literatura como proyección del deseo»), Calvino habla de otra frontera diferente: la que hay entre los libros canónicos y los libros no canónicos, es decir, entre el centro y la periferia de una biblioteca.

Mi biblioteca ideal es aquella que gravita hacia el exterior, hacia los libros «apócrifos», en el sentido etimológico de la palabra, es decir, hacia los libros «escondidos». La literatura es la búsqueda del libro escondido en un lugar lejano, que cambia el valor de los libros conocidos; es la querencia hacia el nuevo texto apócrifo que encontrar o inventar. (PYA 226, S 251)

Creo que no hace falta recordar que Calvino dedica el último epígrafe de Las ciudades invisibles a la categoría de lo escondido. «Escondidas» son las ciudades que conservan al menos una potencialidad positiva, en oposición a la gran cantidad de ciudades continuas. Y la insistencia en los límites, en los confines, en el «afuera», no deja de interesar al sujeto que escribe. Al respecto, se podrían citar muchas páginas de ensayos; pero tal vez las más elocuentes sean aquellas en las que Silas Flannery lamenta no poder desaparecer, reduciéndose a ser una pluma que escribe:

¡Qué bien escribiría si no existiera! ¡Si entre la hoja en blanco y la ebullición de palabras e historias que toman forma y se desvanecen sin que nadie las escriba no se metiera en medio ese incómodo diafragma que es mi persona! (SNIV 183)

Con Si una noche de invierno un viajero, Calvino realiza el propósito de ofrecerse como narrador «anónimo, múltiple y colectivo»V. Y, sin embargo, aún en los años setenta, o sea durante la gestación de Si una noche de invierno..., Calvino trabaja en múltiples proyectos autobiográficos. Es como decir: una vez que se «ha salido» virtualmente de uno mismo, también es posible hablar de ello. Estamos ante una especie de poética del extrañamiento –un extrañamiento programático pero inconcluso, móvil, abierto a los cambios repentinos de itinerario–. Es el ponerse siempre «del lado de fuera» formulado en el ensayo «La mirada del arqueólogo» (PYA 292): exige ante todo la capacidad de salir –de sí mismo, de la noción corriente de la realidad, de los presuntos conocimientos.

Pero ¿por qué motivo el horizonte mental de Calvino está dominado por los confines, por los límites? Aunque se puedan aducir múltiples razones distintas, en mi opinión las principales son dos: una espacial (o geográfica) y una histórica. La razón espacial está determinada por la identidad ligur de Calvino, sobre la cual, con razón, se ha insistido mucho en los últimos años. Es difícil subestimar la importancia de textos como «El camino de San Giovanni» (1962) y, sobre todo, «Desde lo opaco» (1971). «Desde lo opaco», auténtico tour de force de inteligencia visual y perspicacia analítica, reconstruye las coordenadas mentales originarias del autor –por así decirlo, las formas a priori de su concepción del mundo– tal como fueron determinadas por las características del paisaje en el que creció, la Riviera ligur de Poniente, una región costera densamente poblada pero limitada por el mar y un abrupto interior. En la refinada abstracción topológica de «Desde lo opaco», el escenario de la Riviera aparece marcado por un predominio de las líneas sobre las superficies y de las superficies sobre los volúmenes, hasta la virtual reducción del espacio a dos únicas dimensiones. Un paisaje hecho de lindes, bancales, cimas, contrapuestos a la remota uniformidad del horizonte marino: es decir, recorridos, contornos, perspectivas, más que áreas, extensiones, volúmenes, y, por lo tanto, exclusiones y separaciones, más que acumulaciones o unificaciones. El interés de Calvino por la antinomia entre lo continuo y lo discreto se origina en esta oposición primaria entre la extensión inmensa y extraña del mar y la familiaridad con las líneas quebradas, los perfiles accidentados, la aspereza de la tierra habitadaVI.

En cuanto a la razón histórica, consiste obviamente en el hecho de que Calvino madura durante los años de la Segunda Guerra Mundial, con la experiencia de la guerra partisana. De la participación en aquellos acontecimientos, Calvino extrae la idea de que también el tiempo es algo sustancialmente discontinuo. En la realidad hay hechos que marcan con claridad un antes y un después; y hay que tomar decisiones irrevocables, que condicionan la formación de una identidad individual. (Se podría añadir, entre paréntesis, que la generación a la que yo pertenezco –la de los baby-boomers que cumplieron veinte años en los setenta–, a nivel colectivo no tuvo de ninguna manera una experiencia semejante: más bien vivió la experiencia contraria.)

Más allá de las consideraciones políticas, la experiencia partisana es para Calvino el descubrimiento de cuánto valor pueden tener las carencias. Su identidad se enriquece en el momento mismo en que renuncia a una parte relevante de lo que hasta entonces había sido su vida. La privación se convierte en recurso. Por poner una metáfora vegetal, se trata de una especie de poda, y esto pasará de la experiencia biográfica a un principio estético: el principio de la selección, de la estilización reductiva. En la época de las Norton Lectures (1985), Calvino insistirá en la imagen de la levedad: y dice que su operación consistió, la mayor parte de las veces, en un aligeramiento, en una reducción de peso (de las cuestiones, de las estructuras narrativas, del lenguaje). Pero junto a ésta quizá se podría colocar otra imagen: Calvino tiene fundamentalmente una idea agronómica de la literatura. Para que la planta crezca es necesario quitar, desbrozar: podar, de hecho. Volver a diseñar los perfiles, renovar las lindes.

No creo que haya que insistir en este aspecto; bastará con poner un ejemplo claro. Todos los personajes de Calvino, no sólo los héroes de su trilogía caballeresca, son el resultado de una mutilación estratégica. Al fin y al cabo, ¿qué es Palomar sino una figura humana reducida a los órganos de la vista y el pensamiento? En lugar de partir por la mitad a su personaje, Calvino lo reduce al aparato ocular y neurológico (del mismo modo, Marco Polo habla de ciudades hechas sólo de instalaciones hidráulicas). ¿Qué es Qfwfq sino un ser humano descontextualizado, ajeno a cualquier determinación de tiempo y espacio? En vez de relegar a su protagonista a los árboles, Calvino lo somete a una dislocación hiperbólicamente ubicua. Y podríamos continuar citando tanto proyectos interrumpidos –como el fragmento La decapitazione dei capi (1969)– como proyectos en marcha y ya, en gran parte, realizados (los cuentos sobre los cinco sentidos): con la sospecha de que, después de habernos narrado nuestros antepasados, Calvino se haya puesto a describir a nuestros descendientes.

Una visión del mundo «discreta», hecha de límites y confines. El aligeramiento como sistema operativo: la poética de la estilización del extrañamiento, de la reducción calculada. Selección y alejamiento: reducción y enfoque. La obra de Calvino obedece a una norma constitutiva que podríamos definir, en términos retóricos (o metarretóricos), como el desarrollo irónico de una sinécdoque. Un desarrollo que podrá tener forma de percursio (un expedito discurrir a la conclusión), de interpretatio (una ordenada, ramificada deducción de consecuencias) o de correctivo (una obstinada dilación analítica o definitoria). No siempre la rapidez se corresponde con la exactitud: depende de las circunstancias, de los tiempos; así, en distintas épocas, la dominante visual en Calvino puede identificarse con la puntería del cazador o con la mirada del arqueólogo (al envejecer, el explorador se convierte en cartógrafo, en coleccionista). Y del «deseo» intentará valorar, cada vez, la «fuerza» o las «formas»: el impulso dinámico que arrastra en la narración las energías latentes en la historia o la abstracción mental que se cierne sobre el caos viscoso del presente (el laberinto, el mar de la objetividad, la prisión del castillo de If). Pero lo que cuenta es conservar la capacidad de «desear»: el sentido de la carencia como estímulo, la limitación entendida como impulso creador.

Por lo tanto, no sólo una renuncia casi previa a la totalidad sino una concepción de la limitación, de la parcialidad, como un dato objetivo y, al mismo tiempo, como un método de trabajo, una estrategia compositiva. Y aquí se podría aventurar alguna consideración más general. Muchos estudiosos han hablado, a propósito de Calvino, de clasicismo o de clásico; es más, precisamente de una convergencia entre lo clásico y lo experimentalVII. Esta valoración me parece correcta, pero querría precisarla. Clásica o clasicista es la actitud de fondo de Calvino: la opción –precoz y jamás revisada– por procedimientos formales de tipo selectivo, reductivo; y la orientación (cada vez más clara con el paso de los años) a transformar los límites en sistemas operativos. O, más exactamente, en reglas. En absoluto clásico, por el contrario, y experimental en el sentido más riguroso del término, es el carácter de tales reglas. A las que no corresponde ningún dato ontológico o natural: se trata, simplemente, de opciones convencionales, axiomáticas, a menudo ostentosamente caprichosas y arbitrarias. Al respecto nos ayuda la noción de contrainte, en la que se funda la actividad del grupo parisino del Oulipo (L'Ouvroir de littérature potentielle), en el que Calvino participa, invitado por Queneau, en 1972. La contrainte es, justamente, una regla que el autor se impone de forma espontánea, al margen de toda presunción de verosimilitud, para verificar qué consecuencias produce, qué mecanismos provoca. Por lo tanto, es justo hablar de la concurrencia en Calvino de clasicismo y experimentalismo; quizá se podría hablar incluso de una especie de clasicismo oulipien.

De hecho, el modo en que Calvino concibe la parcialidad –como una condición de la existencia y una elección formal, exenta de implicaciones sentimentales– no tiene absolutamente nada de «romántico». Ninguna nostalgia del todo, ninguna Sehnsucht. Antes al contrario, una adhesión denodada a un dato, una premisa, un determinado axioma de donde extraer una serie de deducciones. No es que falte en Calvino una referencia a lo infinito –lo «cósmico» es una dimensión que entra pronto en la narrativa calviniana y que se intensifica en el último período, en consonancia con un «(hiper)realismo minimalista y fenomenológico»VIII–; pero Calvino no propone jamás una visión emotiva del infinito. Sigue siendo válida la perentoria premisa que leemos en «La espina dorsal»: «No nos interesa una relación afectiva con la realidad» (PYA 24, S 22).

Creo que, en general, tengo ante mí una audiencia de aficionados a Calvino: es decir, de lectores y estudiosos que, amando su narrativa, tienden a compartir también sus reflexiones teóricas y sus enunciados programáticos. No obstante, es útil ponerse frente a quien tiene opiniones y gustos diferentes. Así pues, me remitiré a un ensayo de uno de los más autorizados críticos italianos actualmente en activo, Alfonso Berardinelli: Calvino moralista, ovvero come restare sani dopo la fine del mondo, publicado en una elegante aunque poco difundida revistaIX en 1991. En esta intervención, Berardinelli dice algunas cosas inexactas, algunas cosas bastante agudas y pertinentes, otras francamente infundadas e inaceptables; pero, sobre todo, más allá de las afirmaciones particulares, cambia el significado de algunos puntos clave de la crítica calviniana –juicios tanto más consolidados en cuanto que han sido legitimados por los análisis autocríticos del propio escritor.

Así, la insistencia en el límite, la adhesión a perspectivas parciales, las contraintes, en definitiva, todos los procedimientos de selección, reducción, distanciamiento y enfoque que la obra de Calvino pone en práctica, se revisten de una sospecha o, mejor, de una objeción de fondo. Calvino, sostiene Berardinelli, peca por exceso de prudencia y de cálculo. Si desconfía del yo y esconde y disimula su propia personalidad, es porque tiene miedo a exponerse. Si cambia a menudo de estilo o registro o modo de escribir, es porque nunca quiere exponerse del todo, quiere asegurarse una salida. Su amor por la levedad y la claridad racional nace del deseo inconfesado de evitar el drama: son astutos recursos que aspiran a excluir el drama de la representación literaria. En una palabra, si Calvino mantiene bien diferenciadas literatura y realidad es para defenderse de la realidad misma –y no para comprenderla mejor, como querría hacernos creer–. Hace tiempo, a propósito de El barón rampante, Cesare Cases habló de «pathos de la distancia»: pues bien, Berardinelli corrige esta fórmula crítica insinuando que el pathos de la distancia puede transformarse en «comodidad de la distancia». No la distancia de la mirada que escruta, de la razón que indaga, sino, más banalmente, la distancia de seguridad de quien no quiere correr riesgos. Buena para el que viaja en automóvil, no para el que escribe relatos (o no necesariamente).

¿Cómo rebatir estos argumentos? Antes que nada, una premisa. La que Berardinelli describe es, a mi entender, una imagen de Calvino deformada pero no estrambótica. Objetivamente, es posible leer a Calvino de ese modo. Presumo que muchos lo hacen. ¿Aquellos que, por lo demás, han leído y quizá lean a Manzoni como a un hombre tranquilo y moderado, complacido en su propia y sensata sabiduría? Es el destino de los grandes autores: su misma grandeza, su misma fama (en jerga mediática se diría: su sobreexposición) los hace candidatos al malentendido; así, si se lee a Calvino de un determinado modo, es posible hacer de él un hábil y seductor calculador que finge hablar del mundo pero que, en realidad, juega con las imágenes y las palabras, se divierte con ello y, mientras tanto, esconde astutamente, abstrayéndola y haciendo de ella un problema, una actitud de evasión y de renuncia. Pero esta interpretación no me parece correcta e intentaré explicar por qué.

Una de las múltiples razones por las que la literatura no es autosuficiente –no está replegada sobre sí, pagada de sí misma– es que necesita de la cooperación del lector. Ningún escritor contemporáneo ha reflexionado tanto y tan provechosamente sobre el papel del lector como Calvino. Ahora bien, el lector en que Calvino piensa es un lector activo, responsable e idealmente superior al propio escritor (tal vez, parafraseando un conocido pasaje de la poética aristotélica, se podrían clasificar las obras literarias según el rango del lector implícito, que el escritor puede suponer mejor que él, peor o igual a él). Son memorables las palabras del ya citado ensayo «¿Para quién se escribe?»:

[...] la literatura debe presuponer un público más culto, más culto incluso que el escritor. Que dicho público exista o no carece de importancia. El escritor habla a un lector que sabe más que él mismo, fingiendo saber más de lo que sabe para hablarle a alguien que sabe todavía más. La literatura tiene que jugar al alza, apostar por el encarecimiento, doblar la apuesta. (PYA 184, S 202)

En rigor, podríamos considerar también esta afirmación –y, en definitiva, toda la reflexión de Calvino sobre el acto de la lectura y la función del lector– como una ficción en el sentido más negativo de la palabra, como un cliché. Pero aparte del hecho de que cuando Calvino decía estas cosas la cuestión estaba muy lejos de ser planteada en los debates de la crítica, porque estábamos en los albores de los estudios sobre la recepción, haciendo esto reduciríamos a Calvino al nivel de un escritor insignificante (opinión que Berardinelli no comparte): un escritor que, en el próximo milenio, no sería tomado en cuenta ni siquiera para denigrarlo. La cuestión es que somos nosotros los que hemos de escoger; decidir qué uso haríamos de lo que leemos (y no hay cosa buena, apuntaba Huet hace tres siglos, de la que no se pueda hacer un mal uso)X. Por lo tanto, nos corresponde a nosotros tomar en serio o no esta llamada a la responsabilidad –o corresponsabilidad– del lector. Y Calvino era plenamente consciente de ello. Reflexionando sobre la narrativa como proceso combinatorio, el ensayo central de Punto y aparte («Cibernética y fantasmas», 1967) plantea el dilema con total lucidez:

El juego puede funcionar como reto para comprender el mundo o como disuasión de comprenderlo; la literatura puede trabajar tanto en un sentido crítico como en el sentido de confirmar las cosas tal como están y como las sabemos. La frontera no está claramente delimitada; en este punto es la actitud del lector la que resulta decisiva, pues es a éste a quien le corresponde hacer que la literatura despliegue su fuerza crítica, cosa que puede suceder independientemente de la intención del autor (PYA 202, S 224).

Estoy a punto de concluir. Calvino, sobre todo en los últimos años de su vida, no veía con optimismo el mundo que le rodeaba. Basta con leer la introducción de Punto y aparte (la sociedad como «grieta, gangrena, colapso o, como mucho, vivir al día») o Mundo escrito y mundo no escrito, con sus amargas constataciones sobre la peste que ha afectado al lenguaje, justo cuando cualquier realidad parece dicha antes de que se verifique. Cuando releo a Calvino, tengo la sensación de que incluso si la realidad de la que habla es caos, laberinto, entropía, catástrofe, el modo en que establece el diálogo con el lector no es nunca caótico, ni laberíntico, ni entrópico, ni catastrófico. Y puesto que la realidad está hecha también de diálogos –de comunicaciones, de vínculos, de relaciones interpersonales, por usar una expresión un poco afectada–, leer a Calvino significa para mí (y espero que no sólo para mí) sentirme, frente a este mundo no escrito tan insensato, tan enmarañado y enigmático, tan difícil de interpretar, algo menos inerme.

Mundo escrito y mundo no escrito

Leer, escribir, traducir

Los buenos propósitos1

(1952)

El Buen Lector espera las vacaciones con impaciencia. Para las semanas que pasará en una solitaria localidad marítima o montañosa, ha reservado cierto número de lecturas de las que más le gustan y saborea por anticipado el placer de las siestas a la sombra, el crujir de las páginas, el abandonarse a la fascinación de otros mundos a través de las tupidas líneas de los capítulos.

En cuanto se acercan la vacaciones, el Buen Lector se da una vuelta por las librerías, hojea, olfatea, se lo piensa, vuelve al día siguiente y compra; en su casa saca de las estanterías volúmenes aún intactos y los alinea entre los sujetalibros de su escritorio.

Es la época en que el alpinista sueña con la montaña que pronto escalará, y también el Buen Lector elige su montaña para dejarse la piel en ella. Por poner un ejemplo, se trata de uno de los grandes novelistas del siglo XIX, del que nunca podrá decirse que se haya leído todo, o cuya mole siempre impuso un poco de respeto al Buen Lector, o cuyas lecturas hechas en épocas y edades dispares dejaron unos recuerdos demasiado confusos. Este verano, por fin, el Buen Lector está decidido a leer de verdad a este autor; quizá no pueda leerlo todo durante las vacaciones, pero en esas semanas atesorará una base inicial de lecturas fundamentales, y después, durante el resto del año, podrá colmar fácilmente y sin prisa sus lagunas. Entonces buscará las obras que pretenda leer en sus versiones originales, si se trata de una lengua que conozca, o si no, en la mejor traducción; prefiere los gruesos volúmenes de las ediciones de obras completas pero no desdeña los libros de bolsillo, más apropiados para leer en la playa, bajo los árboles o en el autocar. Añade algún buen ensayo o quizá un buen epistolario: tendrá compañía asegurada durante las vacaciones. Podrá granizar todo el tiempo. Los compañeros de viaje podrán resultar odiosos, los mosquitos podrán no darle tregua y la comida ser incomestible: las vacaciones no habrán sido en vano y el Buen Lector regresará enriquecido de un nuevo mundo fantástico.

Se entiende que esto no es más que el plato principal, luego habrá que pensar en la guarnición. Están las últimas novedades editoriales de las que el Buen Lector quiere ponerse al día, así como las nuevas publicaciones en su ramo profesional, y para leerlas es imprescindible aprovechar esos días; y también hay que elegir algún libro de características distintas a todos los demás ya escogidos para variar y tener la posibilidad de frecuentes interrupciones, pausas y cambios de registro. Ahora, el Buen Lector tiene ante sí un plan detalladísimo de lecturas para todas las ocasiones, horas del día y estados de ánimo. Si encuentra una casa de vacaciones, quizá una casa antigua llena de recuerdos de la infancia, ¿puede haber algo más bonito que colocar un libro en cada habitación, uno en el porche, otro en la mesilla de noche, otro en la hamaca?

Es la víspera de la partida. Los libros escogidos son tantos que para transportarlos necesitaría un baúl. Comienza la labor de limpieza: «En cualquier caso éste no lo iba a leer, éste es demasiado pesado, éste no es urgente», y la montaña de libros se desmorona, se reduce a la mitad, a un tercio. De este modo, el Buen Lector se encuentra con una selección de lecturas esenciales que darán lustre a sus vacaciones. Después de hacer las maletas, todavía se quedan fuera algunos volúmenes. El programa acaba reducido a una pocas lecturas pero todas sustanciosas: estas vacaciones serán una etapa importante en la evolución espiritual del Buen Lector.

Los días empiezan a pasar deprisa. El Buen Lector se halla en excelente forma para hacer deporte y acumula energías a fin de alcanzar la condición física ideal para leer. Pero después de comer le entra tanto sueño que se queda dormido toda la tarde. Hay que hacer algo y para ello es de gran ayuda la compañía, que este año es insólitamente agradable. El Buen Lector hace muchas amistades y se pasa mañana y tarde en barca, de excursión, y al anochecer se va de juerga hasta muy tarde. Por supuesto, para leer se requiere soledad: el Buen Lector medita un plan para escabullirse. Alimentar su inclinación por una joven rubia puede ser el mejor camino. Pero con la joven rubia se pasa la mañana jugando al tenis, la tarde jugando a la canasta y la noche bailando. En los momentos de descanso, ella no se calla nunca.

Las vacaciones han terminado. El Buen Lector vuelve a colocar los libros intactos en la maleta, piensa en el otoño, en el invierno, en los rápidos y cortos cuartos de hora que dedicará a la lectura antes de dormirse, antes de salir corriendo a la oficina, en el tranvía, en la sala de espera del dentista...

Personajes y nombres2

(1952)

Yo creo que los nombres de los personajes son muy importantes. Cuando, al escribir, debo introducir un personaje nuevo y tengo ya clarísimo en la cabeza cómo será ese personaje, a veces me pongo a buscar más de media hora y hasta que no he encontrado un nombre, el único nombre de ese personaje, no puedo seguir adelante.

Se podría hacer una historia de la literatura (o al menos del gusto literario) considerando tan sólo el nombre de los personajes. Limitándonos a los escritores italianos de hoy, podemos distinguir dos tendencias principales. La de los nombres que menos cuentan, que no constituyen una barrera entre el personaje y el lector, nombres de pila comunes e intercambiables, casi como números que distinguen un personaje de otro; y la que tiende hacia nombres que, aun no significando nada directamente, tienen un poder evocador, son una especie de definición fonética de sus correspondientes personajes y una vez adheridos a éstos ya no se los puede separar, se convierten en una sola cosa. Pueden clasificar fácilmente a nuestros grandes escritores contemporáneos en una u otra categoría o en un sistema intermedio. Por mi parte, en mi modesta opinión, soy partidario de la segunda tendencia: sé muy bien que continuamente se corre el riesgo de caer en la afectación, en el mal gusto, en lo mecánicamente grotesco, pero los nombres son un factor como cualquier otro de eso que se suele llamar «estilo» de la narración, y deben adaptarse a ese estilo y juzgarse por el resultado del conjunto.

Se puede objetar: pero los nombres de la gente son casuales, así que también, para ser realistas, los nombres de los personajes deben ser casuales. Por el contrario, yo creo que los nombres anodinos son abstractos: en la realidad siempre se encuentra una sutil, intangible y, a veces, contradictoria relación entre el nombre y la persona, de manera que uno siempre es lo que es más el nombre que lleva, nombre que sin él no significaría nada pero que ligado a él adquiere un significado especial, y es esa relación la que el escritor debe conseguir suscitar en sus personajes.

La mala suerte de la novela italiana3

(1953)

Los novios