PEDRO SANTAMARÍA
Pàmies
A mi padre, ejemplo de valentía,
virtud y honestidad.
«On a peine à haïr ce qu’on a bien aimé, et le feu mal éteint est bientôt rallumé».
Pierre Corneille. Sertorius
«¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero, si niega, no renuncia: es también un hombre que dice sí, desde su primer movimiento. [… ] (rebelarse) significa, por ejemplo, “las cosas han durado demasiado”, “hasta aquí, bueno; más allá no”, “vais demasiado lejos” y también “hay un límite que no franquearéis”. En resumen, este “no” afirma la existencia de una frontera. Se halla la misma idea de límite en ese sentimiento del hombre en rebeldía de que el otro “exagera”, de que ex-tiende su derecho más allá de una frontera a partir de la cual otro derecho le planta cara y lo limita. En cierta manera, opone al orden que lo oprime una especie de derecho a no ser oprimido más allá de lo que puede admitir. Cal ar es dejar creer que no se juzga. Pero a partir del momento en que se habla, aun diciendo “no”, se desea y se juzga. El hombre en rebeldía, en el sentido etimológico, se vuelve. Ahora planta cara.
Opone lo que es preferible a lo que no lo es».
Albert Camus. El hombre rebelde
Jadeas. La herida del costado escuece, duele. «No es nada», te dices. «Un mero rasguño». Otro más. Palpas la herida. Viscosa. Te miras la mano. Roja. Y sigues jadeando. Estas cansado. Han sido muchas las batallas. Y esta es la última. Lo sabes. Podrías volver a los montes, podrías volver a intentarlo. Pero sería inútil.
Hace mucho que dejaste de creer. Pero, ¿qué es lo que te mantiene en pie? Es la inercia. Solo eso. La inercia.
Parece que nieva, pero es verano. Son copos sí, pero copos de ceniza gris que se adhieren a la cara. Ayer había esperanza. Hoy no. ¿La hubo alguna vez? Los flancos se han venido abajo. El centro ya no existe. El enemigo avanza. Todo es muerte, sudor, gritos, barro, mierda, caballos desbocados, hombres huyendo en todas direcciones, cuerpos sin vida tendidos en el suelo arropados por un charco de su propia sangre. Ahí yace tu causa arrastrada por el fango, moribunda. Sueltas el escudo, pesa demasiado. Te retiras el casco. Te limpias el sudor de la frente y cierras los ojos.
—¿Qué hacemos, señor? —dice una voz joven a tu lado.
Observas al muchacho. Es bisoño, como lo eras tú al alistarte. La pregunta resulta casi enternecedora. Hay fe en ella, la fe juvenil de que la derrota es imposible, de que siempre hay algo que puede hacerse, de que la muerte, la mutilación, la desesperanza, son cosas que les pasan siempre a otros. Y hay fe en los mayores, en la veteranía. Ese muchacho te ha visto luchar, es consciente de lo que eres capaz de hacer con un arma en la mano. Tú ni siquiera sabes su nombre, ni de dónde procede, ni si está enamorado. De pronto quieres saberlo todo de él, quieres tener a mano un buen vino y algo de queso. Y tiempo. Mucho tiempo.
—¿Señor? —repite el muchacho—. ¿Qué hacemos?
El enemigo avanza lenta y firmemente. Sus pisadas hacen temblar la tierra. Observas sus pendones, la pared infranqueable que muestran sus escudos. Tan solo cien pasos te separan de ellos.
—¡Conmigo! —gritas a los pocos leales que están cerca—. ¡Conmigo! —vuelves a aullar.
Acabas de sentenciar a muerte al centenar escaso de hombres que atienden a la llamada. Entre ellos al muchacho. Muchos otros siguen huyendo. Pero ya nada importa. O sí. Podrías haber ordenado que se dispersaran, que abandonasen aquella lucha inútil, que se rindiesen, pero eso te hubiera convertido en un traidor a lo que representas. No puedes dar esa orden. Debes mantenerte desafiante hasta el final por los que cayeron, por los que creyeron, por ti.
Pero hay esperanza más allá de la muerte. En el momento en que la espada enemiga te atraviese, en el momento en el que la vida te abandone, dejarás de ser un hombre y te convertirás en una idea. Una idea que flotará por el éter hasta que halle un alma fecunda en la que incrustarse, otro cuerpo en el que florecer y en el que revivir.
Has perdido. Ya eres, en verdad, un rebelde.
Roma Felix
La primera vez que vi a Quinto Sertorio yo contaba catorce años. Fue en uno de esos teatros provisionales de madera que, en aquel entonces, se montaban y desmontaban por la ciudad y donde se representaban tragedias y comedias griegas que no interesaban a nadie. A mí, menos aún. El teatro se encontraba prácticamente vacío. La obra, Prometeo encadenado, de Esquilo.
Recuerdo que estaba sentado en el banco de madera, a dos pasos del escenario, con los codos sobre las rodillas y los imberbes mofletes entre las manos; con la mirada perdida en las imperfecciones del suelo, resoplando de vez en cuando a modo de protesta y aguardando la inminente tortura que se cernía sobre mí: la de un puñado de idiotas gesticulando sobre una tarima de madera cuyo único propósito en el mundo era aburrirme durante una hora. A mi lado estaba Agatón, mi maestro ateniense, esclavo de mi padre desde hacía tan solo unos días. Por mucho que con el tiempo llegase a quererle como a un abuelo, entonces le despreciaba, por viejo y por griego. Delante del escenario, Agatón hablaba y hablaba sin que yo le prestase la menor atención. Su voz me resultaba irritante. Y es que, si algo aborrecía cuando tenía catorce años, era todo lo griego. Roma estaba infestada de esclavos y comerciantes helenos, producto de las guerras los primeros y de la demanda de baratijas orientales los segundos. Y los jóvenes, orgullosos e inconscientes como es propio de la edad, despreciábamos a aquellas gentes ruidosas que hablaban una jerga incomprensible, que tenían fama de ser retorcidos, tramposos, embusteros y maquinadores. Sin duda —nos dábamos la razón los unos a los otros—, cualquier plebeyo romano de la más baja cuna valía diez veces más que el más prominente de los griegos. Las razones eran variadas; el romano, por naturaleza, era fiel, valiente, directo, fuerte, testarudo, honrado. Más aún, si Roma había subyugado a Grecia, si había derrotado a los macedonios y a los sirios, era gracias a esas virtudes. Y si esas virtudes eran lo que había hecho grande a Roma seguía, lógicamente, que quienes no eran romanos carecían de ellas. Discutíamos también sobre nuestra «romanidad», sobre quién de nosotros era más romano, sobre cómo el tatarabuelo de mi amigo Sexto había sido un esclavo fenicio y cómo aquello significaba que era un poquito menos romano que los demás. Sexto solía enfadarse.
Todos, sin excepción, soñábamos con revivir las gestas de nuestros ancestros, con empuñar algún día la espada y teñirla de sangre y gloria.
Y teníamos nuestros héroes, por supuesto, tanto entre los vivos como entre los muertos. De aquellos que llevaban tiempo cubiertos por la tierra, el gran Escipión ocupaba un alto puesto en todas nuestras ensoñaciones. También Alejandro el Magno, aunque este último, por ser griego, nos resultaba algo menos carismático. Pero de entre los vivos había un hombre que, para nosotros, era ya una leyenda, la encarnación de lo romano y de todo cuanto queríamos ser: Quinto Sertorio. De él se decía que era un gran orador, que había estudiado leyes, que era un experto combatiente y un consumado jinete. Contaban hazañas extraordinarias: por ejemplo, que con diecisiete años y siendo tribuno en las legiones al mando del procónsul Servilio Cepión, había luchado en la batalla de Arausio —librada el año de mi nacimiento—. En aquella desastrosa batalla contra las tribus germanas, sucumbieron miles de romanos. Se dice que, de ciento veinte mil, solo sobrevivieron diez hombres. Uno de ellos fue Sertorio, quien, en situación desesperada, agotado después de un día entero de lucha, herido y perseguido por una jauría de bárbaros, se lanzó a las fuertes corrientes del Ródano con armadura y escudo y consiguió llegar a la otra orilla con toda su panoplia. También se hablaba sobre el tiempo que pasó entre aquellos mismos bárbaros años más tarde, haciéndose pasar por uno de ellos, aprendiendo su lengua, descubriendo sus intenciones. Gracias a él y a la información obtenida, Cayo Mario había sido capaz de derrotar a cimbrios y teutones en Aquae Sextiae. Más tarde Sertorio luchó en Vercellae. Y qué decir de su primer período en Hispania, como tribuno a las órdenes de Tito Didio; allí había sido condecorado con la corona gramínea, el más alto de los honores, pues había sido concedida en contadas ocasiones a lo largo de la historia de Roma a quienes habían salvado ejércitos enteros. Se contaba que, durante aquel período en Hispania, también había conseguido tomar una ciudad vistiendo a sus hombres al modo de los indígenas. Y se hablaba de su impecable servicio como legado en las guerras que en ese momento se libraban en Italia contra los antiguos aliados de Roma, y de cómo, en una reñida batalla, había perdido un ojo. Sí, Quinto Sertorio era entonces una leyenda que respiraba y andaba.
Siempre he afirmado que aquella tarde en el teatro cambió mi vida. Creo que no será difícil entender por qué. Absorto como estaba, rumiando mis desgracias y lamentando mi suerte, de pronto me di cuenta de que las charlas a mi alrededor iban muriendo y convirtiéndose en cuchicheos. Aún no había actores en el escenario y, de hecho, casi nunca las charlas se detenían cuando comenzaba una función, así que la razón de aquel súbito silencio no podía deberse a nada que estuviese sucediendo en el escenario, sino a algo que estaba ocurriendo a mis espaldas. Despegué las manos de los mofletes, volví la cabeza y, para mi sorpresa, ahí estaba él con tres acompañantes, buscando un lugar donde acomodarse. Cada uno de ellos traía un cojín consigo, señal inequívoca de que, cuando sus obligaciones militares lo permitían, disfrutaban de tales espectáculos. Vestían cómodamente, una simple túnica militar, y traían una bota de vino. Parecían satisfechos. De repente, él señaló con el dedo el espacio que había junto a nosotros, justo frente al escenario. Sus acompañantes asintieron. Fueron momentos extraños. Mis ojos se abrieron como los de una lechuza. A medida que los tres hombres descendían las improvisadas escaleras hacia nosotros, me sentí nervioso. Mi corazón comenzó a palpitar desbocado, se me secó la garganta. Empecé a temblar. Era él. Sertorio, el sabino, alto y corpulento, de pelo claro, con cierto aire de galo salvo por el hecho de que no lucía ni barba ni bigote, tuerto del ojo izquierdo y con una cicatriz en forma de rayo que decoraba su muslo derecho, impronta de una espada germana.
Agatón seguía hablando ajeno a todo. Sí recuerdo, no obstante, la última frase de aquella diarrea verbal que se había apoderado del viejo: «… y por eso Tales de Mileto consideraba que todo cuanto nos rodea proviene del agua. Sí, mi querido muchacho, todo». Y la recuerdo porque, en ese momento, el mismísimo Quinto Sertorio estaba ante mí preguntándome si me importaba que él y sus amigos ocupasen los asientos que había a mi izquierda. ¡A mí! ¡A un insignificante gusano! ¿Mi respuesta? Un bobalicón asentimiento. El sabino y sus acompañantes tomaron asiento y entonces Sertorio saludó a Agatón en griego, lo hizo sonriendo, asintiendo levemente, con respeto. Agatón devolvió el saludo en los mismos términos.
—¿Lo ves, Lucio? —dijo Sertorio dirigiéndose a uno de los suyos—. Aún hay esperanza para Roma.
—¿Qué quieres decir?
—Mira a este muchacho, Lucio, en la flor de la vida, fuerte, buen romano y con inquietudes. Este es el tipo de juventud que necesita la ciudad. No todo es blandir una espada.
Tras esa frase, me palmeó la espalda y rio complacido. Como si mi mera presencia allí le hubiese dado la razón ante sus compañeros de alguna discusión reciente. Entonces entraron en escena cuatro actores gesticulando, miraban pausadamente a derecha e izquierda, daban largas y lentas zancadas. Dos de ellos vestían de mujer y llevaban máscaras grotescas, a estos dos les seguía un hombre ataviado con un bulto que representaba una desproporcionada joroba. Al andar, el jorobado provocaba una cojera demasiado exagerada. Tras él, encadenado, un actor corpulento que parecía un cautivo y se lamentaba. Agatón acercó los labios a mi oreja y me cuchicheó al oído: «Aquellos vestidos de mujer representan la Fuerza y la Violencia, el jorobado es Hefesto, vuestro Vulcano, y el cautivo es Prometeo, el titán amigo de los mortales. Fue él quien les robó el fuego a los dioses para dárselo a los mortales, y por eso fue castigado por Zeus, vuestro Júpiter». Habló la Fuerza:
«Hemos llegado a esta remota región de la tierra, a este desierto sin seres humanos. Hefesto, debes cumplir las órdenes de tu padre y encadenar a estas rocas al bandido con grilletes irrompibles. Pues tu flor, el fulgor del fuego, útil a todas las artes tras robarlo se lo entregó a los mortales. Preciso es que por este delito pague su pena y aprenda a tolerar el poder absoluto de Zeus y poner fin a su tendencia de favorecer a los hombres» .
¿Es necesario decir que no pestañeé durante toda la representación? No moví un músculo. Al principio procuré parecer interesado. Quinto Sertorio había visto en mí algo que yo no era. Y, sin embargo, el mero hecho de que me creyese especial espoleó en mí las ganas de convertirme en lo que él había creído ver. No tardé en sentirme genuinamente interesado por la obra. Hablaban los personajes, Fuerza le insistía a Hefesto que clavase duramente a Prometeo a aquel suelo yermo, Hefesto, temeroso de Zeus pero entristecido, lo hacía, y Prometeo se lamentaba. Cantó el coro:
«Lo estoy viendo, Prometeo, y una niebla de lágrimas invade mis ojos al ver cómo tu cuerpo se marchita en esta roca por estas ultrajantes cadenas. Pues unos nuevos timoneles son dueños del Olimpo, y con nuevas leyes Zeus, a su antojo, ejerce el poder y los colosos de antes han desaparecido. […] Temerario eres tú y sin ceder en absoluto aun en medio de amargos infortunios, sino que, por el contrario, tienes una lengua excesivamente libre. Temo por tu suerte, y me pregunto hasta qué puerto has de arribar como para que veas el fin de estas penas. Pues el hijo de Crono posee un carácter inaccesible y un corazón inflexible» .
Y así, escena tras escena, se fue desarrollando la triste historia del Titán que por haber amado a los más débiles, por enfrentarse a los dioses, acabó condenado. Prometeo era un rebelde. Un idealista.
Finalizada la representación, el sabino estalló en aplausos. Yo le imité, por supuesto, así como sus compañeros. Algún otro asistente también aplaudió la obra, pero la mayoría ya había abandonado el teatro en busca de otros entretenimientos. La despedida fue fugaz.
—Es la mejor de Esquilo, ¿no te parece, muchacho?
—Sin duda, señor —Balbucí. Y rogué a los dioses para que Agatón no dijese algo inapropiado, algo como: «¿La segunda vez que vienes al teatro y ya conoces toda la obra de Esquilo?». El viejo no dijo nada. Quinto Sertorio asintió satisfecho.
—Hasta otra —dijo dirigiéndose a mí—. Hasta otra —repitió dirigiéndose a Agatón antes de desaparecer escaleras arriba.
Aquella tarde, al salir del teatro, empecé a ver a mi anciano maestro de otra forma, como si portase una extraña luz, como si fuese ese Prometeo al que los dioses habían encadenado por llevar la sabiduría a los hombres. Fue como si, de repente, alguien me hubiera retirado una venda de los ojos. Quería saber. Daba igual lo que fuera. Y, sobre todo, quería aprender de memoria la obra que acabábamos de ver. Aún hoy puedo recitar pasajes enteros sin pensar siquiera.
—¿Por qué decías que Tales de Mileto consideraba que todo proviene del agua? —le pregunté a mi maestro camino ya de casa, al tiempo que esquivaba un charco de inmundicia. El anciano pareció sorprenderse.
—Vaya, muchacho. ¡Por fin una pregunta! —dijo sonriendo—. Verás, Tales decía…
Los dioses son caprichosos y sus señales confusas. Prometeo encadenado era la obra de teatro predilecta de Quinto Sertorio. Años después me sorprendería comprobar cuán proféticas resultaron ser las palabras de Esquilo para su vida, esfuerzos y desgracias.
Días antes, mi padre, dueño de una lavandería y un endeble edificio de viviendas, llegaba a casa con Agatón. Acababa de comprarlo. Jamás podré agradecerle lo suficiente a aquel hombre bueno, honrado y trabajador que me hiciese tal regalo. Al principio, como es lógico, me horroricé solo de pensar que tendría que pasar mi valioso tiempo con aquel «saco de mierda reseca» —quede claro que esta expresión no fue de acuñación propia, fueron las primeras palabras de mi madre al verlo—. Pensé que era algún tipo de retorcido castigo por algo que había hecho.
Es cierto que no era raro que mi padre, también de nombre Cneo, al igual que mi abuelo, trajese de vez en cuando a algún pordiosero andrajoso a casa, le diese de comer y le entregase algunas monedas. El hombre solía decir que si todos pusiésemos un poco de nuestra parte, el mundo sería un lugar mejor. Esta forma de ser enervaba a mi madre. Ella veía las cosas de manera diferente. Ya se pagaban suficientes impuestos, decía, ¿y para qué? Precisamente, para ocuparse de esa gente. Ya se encargaba el Senado de repartir grano para todos esos malnacidos que no habían doblado la espalda en su vida y que, encima, de vez en cuando, alborotaban la ciudad con sus insensateces. «Trabajar —decía mi madre—. Eso es lo que tienen que hacer, para eso tienen dos manos». Mi padre solía pedirle que se calmase, y mi madre siempre acababa rompiendo alguna vasija como muestra de frustración.
Pero Agatón no era un mendigo que fuese a comer caliente una noche y al día siguiente fuese desaparecer de nuestras vidas. Mi padre había salido por la mañana con los ahorros de cinco años de trabajo y con la idea de comprar, al menos, tres o cuatro fornidos esclavos galos o germanos que pudiesen servir en las pesadas tareas de la lavandería. Y, sin embargo, acababa de comprar un esclavo griego, viejo y barbudo. Mi madre, como es lógico, montó en cólera. Y en aquel estallido vislumbré la luz de mi salvación. Eso sí, mi padre nunca perdía la calma.
—Cneo Placidio Mutio —rugió mi madre—. ¿Acaso has perdido el juicio? ¿Cómo va a ayudarme ese saco de mierda reseca? ¡Ni siquiera es capaz de levantar las sandalias del suelo! —se acercó al anciano y le tocó los brazos—. ¡Huesos, Cneo! ¡Has comprado un saco de huesos que no sirve ni para hacer caldo! —Agatón ni se inmutó—. Y podría morirse en cualquier momento. Míralo.
—Cálmate, mujer. No es para la lavandería.
—¡¿Ah, no?! ¡¿Y entonces para qué?!
—Es para el muchacho.
—¿Y cómo, en el nombre de Juno, puede serle de utilidad? ¡Haberle comprado un enano!
—Es para su educación. El tratante me dijo que había servido en casa de los Metelo. Es un sabio, Caria. Sempronio tiene ya muchos alumnos, enseña en las calles, rodeado de ruidos y distracciones, enseña poco y enseña mal.
—Pero es barato. Y bastante caro se me hace ya. Tu hijo no necesita saber más que a qué precio pagar la orina y cuánto cobrar.
—Cálmate, mujer. Piensa en los vecinos.
Mi madre cerró los ojos y respiró hondo. Adoptó su habitual gesto de resignación y prosiguió.
—Muy bien, Cneo. Pero mañana me gustaría que volvieses al mercado y comprases, si no tres o cuatro, al menos un par de esclavos que puedan echar una mano.
—Me temo que eso no va a ser posible.
—¿Qué?
—Verás, Agatón ha costado bastante dinero.
—¿Cuánto es bastante, Cneo?
—Bastante es… —mi padre dudó un instante— todo. —Por primera vez en su vida mi madre callaba, incrédula—. Y eso que el tratante me hizo una sustancial rebaja…
—¡Cneo Placidio Mutio! ¡¿Qué demonio se ha apoderado de ti?! ¡Devuélvelo!
—Imposible, Caria.
—¡Devuélvelo!
—No. No pienso hacerlo.
—¿Has visto mis manos, Cneo? ¿Las has visto? ¡Agrietadas, rotas, encallecidas!
—No voy a devolverlo, Caria.
—¡Mi padre tenía razón! ¡Quién me mandaría a mí casarme contigo! ¡Es un buen hombre, le decía yo, un buen hombre! ¡Y me ama! ¿Y sabes qué me decía él? ¿Lo sabes?
—Sí, Caria, lo sé.
—¡Que la bondad es prima de la estupidez y que la estupidez ahuyenta el dinero!
—Sí, Caria. Pero no lo voy a devolver. El muchacho necesita hacer acopio de cosas que nadie le pueda quitar. Te prometo que de aquí a un par de años tendrás tus esclavos. Así que cálmate, bebe un buen vaso de vino y vuelve a tus quehaceres.
A pesar de las turbulencias políticas que vivía la ciudad, he de admitir que fueron años felices, como lo son los de cualquier joven que tiene sus necesidades cubiertas y cree conocer, pero no conoce, el mundo. «La duda, querido muchacho, es la madre de la sabiduría. Solo los ignorantes tienen certezas», solía decir Agatón.
—¿Cómo va a ser eso? —protesté la primera vez que le oí decirlo. Así de absurda me pareció su afirmación.
Al griego le gustaba pasear. Decía que la mejor forma de aprender era andando, observando y charlando.
—Bueno, nadie puede estar seguro de nada porque nada es, todo deviene.
—No te entiendo.
—Todo está en constante cambio. Tú, por ejemplo. ¿Eres el mismo ahora que hace un año?
—No. He crecido.
—No me refería a eso, pero puede valer. ¿Y eres el mismo que ayer?
—Eso sí.
—Entonces ¿cuándo creciste? ¿Fue una noche hace un año sin darte cuenta?
—No, diría que ha sido poco a poco.
—¿Mes a mes? ¿Día a día? ¿Hora a hora?
—No lo sé.
—¿Dudas, muchacho?
—Claro.
—Bien. Ese es un buen comienzo. Ilustraré lo que quiero decirte con un ejemplo. Quiero que imagines lo siguiente. Un barco recién construido sale de puerto y viaja desde Ostia hasta Atenas. El barco es nuevo y le ponen un nombre. ¿Qué nombre quieres ponerle a nuestro barco?
—Roma.
—Muy bien. —El anciano sonrió ante mi nada imaginativa respuesta—. En su primer viaje sufre una tempestad y hay que cambiarle los mástiles. ¿Sigue siendo el mismo barco?
—Claro.
—En su segundo viaje encalla y hay que reparar gran parte del casco. ¿Sigue siendo el mismo barco?
—Sí —respondí dubitativo.
—Treinta viajes después el barco ha sufrido tal cantidad de reparaciones que nada queda de los materiales originales. La tripulación ha cambiado a lo largo de los años, tampoco es la original. Ni el capitán siquiera. Ni el propietario. Y, sin embargo, al ver el barco llegar a puerto, la gente lo reconoce inmediatamente como el Roma. Y la tripulación dice servir en el Roma. ¿Es el mismo barco, muchacho?
—No.
—Pero siguen llamándolo Roma. Y los cambios han tenido lugar poco a poco, a lo largo de los años.
—Sí, sí, es el mismo barco.
—Pero no queda nada del original.
—Entonces no lo es. —Dudé un momento—. Bueno, lo es, pero no lo es. —Esperé. Agatón callaba. Como si esa conversación hubiera acabado—. ¿Entonces? —insistí intrigado—. ¿Es o no es el mismo barco?
—Eso ya tienes que valorarlo tú, Cneo. Yo no puedo darte una respuesta, cada cual tiene la suya. Mi única labor es sembrar la duda.
A nuestros paseos diarios pronto se sumó Sexto. Mi padre y su padre eran buenos amigos, solían compartir charla y vino y, además, era un excelente carpintero. Sexto solía esperarnos en la puerta de atrás. Por allí se accedía a la lavandería y se atendía a la clientela. A mi madre le caía bien Sexto, aunque eso no supuso ningún impedimento a la hora de sugerirle a mi padre que debería cobrarle a su amigo por el uso que hacía su hijo del esclavo, del saco de mierda reseca. No se sorprendió cuando mi padre se negó en redondo. Y, por supuesto, volvió a montar en cólera.
Roma era una ciudad malhumorada. Agatón solía decir que aquel mal humor era debido a la falta de espacio entre personas, al ruido constante y a la suciedad. Creo que no me equivoco si digo que todos los días presenciábamos alguna pelea y que quien más quien menos vivía en un continuo estado de desconfianza con respecto al prójimo. Yo no conocía otra cosa, pues jamás había cruzado las murallas. Cuando por fin lo hice, unos años después, huyendo como un perro de una ciudad que se había vuelto loca, no encontré la paz de la que hablaba Agatón, sino, más bien, todo lo contrario: el absoluto desasosiego del pez que ha sido expulsado de su elemento por una feroz tormenta.
Si algo abundaba en Roma, eran los tullidos, los había de todas las edades. Ya he comentado que el año de mi nacimiento Roma se encontraba en guerra con un conglomerado de tribus germanas que amenazaban con irrumpir en la península Itálica. A estas las derrotó el entonces cónsul Cayo Mario con la inestimable ayuda de mi héroe, Quinto Sertorio. Años antes, Cayo Mario había derrotado también al pérfido rey de los númidas, de nombre Yugurta, y antes de eso el mismo Cayo Mario había luchado a las órdenes de Publio Cornelio Escipión Emiliano en la lejana y belicosa Hispania. La lista de guerras era interminable. Prácticamente se remontaban hasta la mismísima fundación de la ciudad. Y lo mejor es que, según siempre había dicho Sempronio, mi anterior maestro, todas habían sido guerras defensivas provocadas por malvados enemigos. Agatón no pudo evitar soltar una fugaz carcajada cuando se lo dije con pueril convicción.
—Por supuesto, muchacho. Por supuesto —me dijo el viejo.
Su respuesta me molestó profundamente. ¡Qué sabría de esto un griego!
—El enfado es el refugio de quien no tiene argumentos, Cneo. Si tienes argumentos que sustenten tu teoría, utilízalos. Convénceme.
—¡Claro que los tengo! ¡Sempronio siempre lo decía!
—¿Qué decía Sempronio?
—Que todas las guerras que luchó Roma fueron guerras defensivas.
—Así que Roma domina la mitad del mundo conocido porque no le han dejado otra opción. ¿Es eso?
—Sí. Bueno, no exactamente. Bueno, da igual, no quiero hablar de eso.
—Como desees. Me gustaría conocer un día a ese tal Sempronio. Debe de ser un hombre muy sabio.
Creo que ya he dicho que en aquellos días Roma llevaba tres años librando una cruenta guerra contra sus antiguos aliados itálicos. Aquellos demandaban convertirse en ciudadanos romanos de pleno derecho. Y yo, por supuesto, estaba indignado, al igual que la mayoría de los habitantes de la ciudad. Y no era para menos, si la ciudadanía se propagaba por Italia, ¿qué significaría ser romano? Cientos de itálicos inundarían la ciudad demandando su parte en las entregas gratuitas de trigo. Nos quitarían el trabajo. Nos quitarían a las mujeres. Ocuparían huecos en los espectáculos. Subiría el precio de las viviendas. Desbordarían los tribunales. Era indignante. Y no es que en tiempos pretéritos Roma hubiese guardado celosamente aquel bien etéreo tan preciado que era la ciudadanía, de hecho, había sido dispensado con generosidad hasta hacía no mucho. Pero las cosas habían cambiado. Solo después de someterme a las preguntas de Agatón, entendí precisamente qué había cambiado y por qué todo el mundo parecía tener la misma opinión que yo.
—Que todo el mundo piense lo mismo sobre algo significa dos cosas; la primera, que nadie está pensando; la segunda, que alguien piensa por todos. Lo más probable, querido muchacho, es que todo el mundo esté equivocado.
La guerra fue cruenta. Más que cualquier otra anterior, decían los viejos; fue como un combate a muerte entre antiguos compañeros de armas. Roma, acorralada, ahogada, exhausta, ganó la contienda de un modo en extremo paradójico: rindiéndose. El Senado, viendo peligrar su existencia, pero aparentando magnanimidad, hizo extensible la ciudadanía a todo aquel itálico que quisiera obtenerla. Miles de hombres de toda Italia acudieron a la llamada, y las armas que el día anterior habían blandido contra la ciudad acorralada se volvieron ahora en contra de aquellos que, después de tres años de contienda, lo único que querían ya era ver la ciudad del Tíber consumida en cenizas.
Acabada la guerra no hubo una avalancha de itálicos que anegasen la ciudad y, de hecho, en ese sentido, nadie apreció ningún cambio. Nadie nos quitó el trabajo, ni a las mujeres, y nadie ocupó nuestro lugar en los espectáculos. Donde sí hubo avalanchas, no obstante, fue en los tribunales. Aquellos itálicos que durante años habían sido expoliados por romanos poderosos ahora buscaban amparo en unas leyes que hasta hacía poco les habían sido inaccesibles por el hecho de no ser ciudadanos. Reclamaban sus tierras. Y muchos de ellos exigieron un lugar en la curia en virtud de su riqueza y su recién estrenada romanidad.
—Debes plantearte si las leyes están hechas para defender al débil del fuerte o para proteger al fuerte del débil —dijo Agatón.
Así que, de nuevo, estábamos en paz. O no. Porque recientemente había estallado otra guerra en Asia. El pérfido y ambicioso —eso se decía de él por las calles— rey Mitrídates del Ponto había invadido la provincia romana de Asia y había ordenado ejecutar a ochenta mil ciudadanos romanos, todos los que poblaban aquella lejana provincia.
Lucio Cornelio Sila, cónsul de la República, celebró la victoria sobre los itálicos con una entrada triunfal en la que fue coreado por miles de gargantas agradecidas. Durante días las calles fueron un hervidero de gentes felices y borrachas. En la lavandería no se daba abasto. Si habitualmente ya me veía obligado a echar una mano, ahora no tenía tiempo ni de comer. Incluso el viejo Agatón ayudaba en lo que podía, aunque, la verdad sea dicha, era un hombre bastante torpe para cualquier tarea que supusiese un mínimo de coordinación. Mi madre acabó prohibiéndole acercarse a las tinajas con orines más que para evacuar. Por las noches me desplomaba en el lecho, y a la mañana siguiente, con los ojos plagados de legañas grandes como lentejas, volvía a ponerme en marcha. En esos días no vi a mis padres descansar ni un momento. Cuando me acostaba aún les oía trajinar; cuando me levantaba, cuatro horas después, seguían trabajando. Durante dos semanas eché de menos mis charlas con el griego.
Acababa el año y, con él, debía iniciarse un nuevo período electoral. Cuál no sería mi sorpresa cuando supe que Quinto Sertorio se presentaba al cargo de tribuno de la plebe. Me lo contó Sexto una mañana, eufórico. Corrimos por toda la ciudad. En cada esquina había un senador haciendo campaña, alzando la voz, algunos parecían auténticos actores, muchos de los que escuchaban aplaudían, otros abucheaban. Preguntamos por Quinto Sertorio a unos y a otros y, por fin, logramos encontrarlo. Estaba subido a una desgastada mesa de madera, rodeado de gente que, cada vez que decía una frase, lo vitoreaba. Sexto y yo nos abrimos paso como pudimos para oírle hablar. Nos escurríamos entre la gente. A medida que avanzábamos el gentío se hacía más espeso, hasta que no pudimos ir más allá. Casi no le veíamos, pero su voz resonaba clara y limpia en el aire viciado de sudor.
—Dadme vuestra confianza, amigos. Elegidme. Y prometo establecer una ley que ponga un límite al precio del trigo.
—¡Sí! —coreaba la multitud.
—También prometo, ciudadanos de Roma, enjuiciar a todos aquellos senadores sospechosos de corrupción.
—¡Sí!
—Y proponer la entrega de tierras públicas a los más desfavorecidos. Así como un ambicioso programa de obra pública para que a ningún romano decente le falte el trabajo.
—¡Sí!
—Me conocéis bien, amigos míos, sabéis que mi sangre ha regado los campos de batalla por vosotros. Soy de los vuestros. ¡Basta ya de corruptelas y abusos!
—¡Sí! ¡Sertorio, tribuno! ¡Sertorio, tribuno!
Pude observar que quienes más gritaban eran, precisamente, aquellos tres hombres con quien le había visto en el teatro unos meses antes. Estaban cada uno en un lugar, posicionados estratégicamente para que sus gritos animaran a los demás. Sexto y yo también gritábamos su nombre. No habíamos entendido nada, pero eso era lo de menos. Era Quinto Sertorio y, sin duda, con él en el Senado, Roma sería un lugar mejor.
Corrí a casa todo lo rápido que pude. Estaba pletórico y pretendía convencer a mi padre para que su voto fuese a Quinto Sertorio. Entré como un torrente, feliz, entusiasmado con la idea de poder hacer algo para echar una mano a mi héroe. Abrí la puerta.
—¡Padre…! —Callé al instante.
Mi padre estaba sentado a la mesa con un hombre gordo, de triple papada, que vestía una rica túnica y llevaba los dedos ensartados en anillos de oro. Mi madre, con aire sumiso, les servía algo de vino. Le reconocí al instante. Era Próculo, dueño de una docena de lavanderías. El Gordo, pues así le llamábamos, esbozó una mueca de desagrado al probar el caldo.
—¡Por todos los dioses! ¡Qué asco de vino! —dijo el Gordo. Y escupió al suelo. No pareció reparar en mi presencia—. ¡Joder! ¡Sabe a menstruación de rata!
—Es el que tenemos, Próculo.
—Al menos dame algo que me ayude a pasarlo.
—Trae queso, Caria. —Mi madre obedeció al instante—. ¿De qué querías hablarme, Próculo?
—Vengo a comprarte la lavandería.
—Ya te he dicho que no varias veces.
—Se avecinan malos tiempos, Cneo Placidio. Muy malos. Harías bien en aceptar el dinero.
—Lo siento. Es el sustento de mi familia. Aunque me dieses por ella una cantidad razonable, que sé que no me vas a ofrecer, ¿qué haríamos cuando se acabase el dinero?
—Podrías comprar un buen trozo de tierra en algún sitio. El trigo vende bien.
—No sabemos nada de cultivar tierras.
Mi madre puso un plato con queso cortado a cuadrados delante del Gordo. Este, en vez de cogerlo trozo a trozo, aproximó su manaza y, con las cinco morcillas que tenía por dedos, agarró todo lo que pudo dispuesto a llenarse la boca. No esperó a tragar. Habló mientras masticaba.
—Eso se aprende rápido, Cneo. No seas imbécil.
—La lavandería supone un flujo continuo de dinero. En cambio las cosechas pueden perderse. ¿Cuántos campesinos arruinados llegan a Roma todos los años?
—¡Bah! Pero tú eres un tipo listo. Lo harías estupendamente.
—No insistas, Próculo. No voy a venderte mi lavandería. Si tan rentable te parece comprar tierras y cultivarlas, ¿por qué no pruebas suerte tú?
El Gordo se alzó de repente.
—¡Siempre me haces perder el tiempo, Placidio!
—Eres tú el que ha venido a mi casa.
—¡Bah! ¡Maldito imbécil!
Visiblemente enfadado y sin más charla, Próculo se arremangó las ropas y abandonó mi casa dando un portazo. Pero el Gordo no había acabado. Su voz atravesó la madera.
—¡Eres tonto, Placidio! ¡Muy tonto! ¡Y tu mujer es fea! ¡Y tu madre una puta!
Convencí a mi padre para que votase por Quinto Sertorio. Y la verdad es que no me costó mucho. Sencillamente, decía, le daba igual quién saliese elegido. Todos eran iguales para él. Nunca nadie hacía nada de lo que prometía. Pero el sabino era diferente, yo lo sabía.
A partir de ahí y espoleado por mi éxito, procuré convencer a todos mis amigos para que también hablasen con sus padres con el fin de obtener sus votos. A lo largo de los días, seguí a Sertorio, y le oí hablar varias veces en diferentes puntos de la ciudad hasta que, prácticamente, aprendí de memoria su discurso. Sé que me reconoció en una ocasión, porque, al verme, me hizo un guiño. Y yo, que ya sabía cuándo había que aplaudir y vitorear, lo hacía con todas mis fuerzas. En vista de la cantidad de gente que lo seguía y le aplaudía, era imposible que perdiera las elecciones. O eso pensaba yo. La noche antes de las votaciones no pude dormir. Acompañé a mi padre, temeroso de que olvidase el compromiso que había adquirido conmigo y con Sertorio. Y, cuando por fin votó, descansé. Luego más nervios hasta que, al final, se conocieron los resultados. Cuál no sería mi decepcionante sorpresa cuando supe que casi nadie había votado por el sabino. Pasé varios días abatido. Su derrota en los comicios, de alguna manera, fue también mi derrota.
Años más tarde supe que cualquier esfuerzo hubiera sido inútil. Sertorio, sencillamente, había sido una baja política, una incómoda pieza eliminada del tablero en una partida a muerte entre dos colosos que pronto haría temblar los cimientos mismos de la República y que sembrarían la semilla de su destrucción. Pero ¿qué sabíamos nosotros entonces?
La guerra que había estallado al otro lado del mar, en la lejana provincia de Asia, requería atención inmediata. Y quién mejor que el hábil cónsul saliente, el patricio Lucio Cornelio Sila, para tomar el mando de las tropas en calidad de procónsul. Él sabría guiarlas en una campaña probablemente complicada y seguramente muy lucrativa, pues las riquezas de oriente eran bien conocidas. Sila tenía experiencia. Había luchado con distinción en las guerras címbricas y en la guerra contra Yugurta, conocía la provincia de Asia y había guiado a las legiones en el último y victorioso año de guerra contra los aliados itálicos. Además, las tropas le amaban. Pero la política en Roma nunca era tan sencilla. Cayo Mario, ya casi un anciano, con cinco consulados a sus espaldas, quería esa guerra para sí. Obsesionado como estaba por su gloria personal, no iba a permitir que aquel patricio que había sido su subordinado obtuviese más reconocimiento que él. Y si Lucio Cornelio Sila tenía todo el apoyo del Senado, Cayo Mario lo tenía del pueblo. El viejo general victorioso y su antiguo subordinado comenzaron entonces a hacer girar los ponzoñosos engranajes de la política romana. Sila maniobró para que ningún partidario de Mario alcanzase el tribunado de la plebe, pues, de ser así, sabía que su mando para la guerra en Asia sería vetado antes incluso de que abandonase el edificio del Senado para hacerse cargo de las tropas. Y Sertorio era, a todas luces, un ferviente partidario del viejo Mario, además de su pariente.
Sila, con el Senado de su parte y los cargos de tribuno de la plebe ocupados por hombres moderados, dio la partida por ganada y abandonó Roma para hacerse cargo de las legiones.
Sin embargo, Cayo Mario, el viejo zorro, aún no había jugado su última baza. Todo el mundo sabe que, para que un burro se mueva, o se le ofrece una zanahoria o se le da un buen palo. Aunque siempre es más fácil si se dispone de ambas cosas. Por supuesto, como en las fábulas de Esopo, el zorro encontró a su burro. Uno de los tribunos, Publio Sulpicio Rufo, endeudado hasta las orejas, recibió una tentadora oferta: si legislaba a favor de retirarle el mando a Sila para entregárselo a Cayo Mario, este se encargaría de pagar sus deudas, como hacen los buenos padrinos. En caso contrario, existían muchas posibilidades de que Rufo sufriese un desafortunado accidente que le costara la vida: una sabrosa zanahoria y la amenaza de un buen palo.
El Senado, consciente de las intenciones del tribuno de la plebe, cerró las puertas para evitar que Rufo llevase a cabo su propuesta y un grupo de patricios intentó asesinarle. Rufo no solo se salvó, también movilizó a sus partidarios entre los plebeyos asegurando que el Senado atentaba contra los derechos del pueblo. Estos empezaron a causar disturbios, y a ellos se unieron muchos partidarios de Mario. La ciudad se sumió en el caos.
Jamás en mi corta vida había sentido tanto miedo. Al igual que muchos otros, nos encerramos en casa y bloqueamos las puertas con todo lo que teníamos a mano. Se oían las voces de hombres rabiosos recorrer las calles clamando venganza. Era como si todas las tensiones acumuladas en la ciudad malhumorada se hubieran desatado. Oíamos peleas, gritos desesperados, llamadas a la calma, acusaciones cruzadas. Luego llegaba el silencio. Y después volvíamos a oír a la gente correr. Los cascos de un caballo sobre el empedrado. Más gritos. Luego otra vez la calma. Recuerdo a mi madre gimoteando en una esquina. Y Agatón intentaba calmarme hablando del origen y la esencia de las cosas. Hubo momentos en los que consiguió distraerme. He vivido mucho, y puedo asegurar que no hay nada más terrorífico que una turba rabiosa. Poco o nada sabíamos sobre lo que estaba pasando. Solo el tiempo me daría respuestas.
En los disturbios hubo grandes destrozos y murió mucha gente, entre ellos el yerno del mismísimo Sila. El Senado, acorralado, aceptó conceder al viejo zorro el mando de las tropas que debían luchar en Asia y el mando supremo de la campaña contra Mitrídates del Ponto. Los tribunos y legados de Cayo Mario partieron de inmediato hacia Brundisium con la intención de reclamar el mando de las legiones para su general. Pero Sila, informado de lo que estaba ocurriendo en Roma, advirtió a sus veteranos de que Mario no solo pretendía sustituirle en la campaña, sino que también pensaba en licenciarles y reclutar a sus leales. Los legionarios protestaron indignados, no solo porque amaran a su general, pues los había llevado de victoria en victoria contra los itálicos, sino también porque, si eran licenciados, no podrían enriquecerse en la lucrativa campaña asiática que se avecinaba. Los emisarios de Mario fueron recibidos a pedradas y linchados. En respuesta, muchos amigos y partidarios de Sila fueron asesinados en las calles de la ciudad. Y, por primera vez en la historia de la República, un general romano ordenaba a sus tropas marchar contra la propia Roma. Era un sacrilegio y un peligroso precedente.
Contra las seis legiones de Sila, todo lo que Mario podía ofrecer era una turba airada. Así que, consciente de lo inútil que resultaría cualquier intento de defensa, Mario huyó a África al amparo de la noche. Una vez dueño de la ciudad, Sila ordenó la ejecución de Rufo y de sus más estrechos colaboradores. Sus cabezas, ensartadas en estacas, decoraron el foro hasta descomponerse.
Sila hizo lo posible por convencer a los romanos de que su única intención había sido la de restablecer el orden, que no había nada de personal en sus actos, que había sido por el bien de la República. Para probarlo, hizo que se convocaran elecciones. El pueblo decidió castigarle con sus votos. Los candidatos al consulado más cercanos a Sila fueron rechazados en las votaciones y, en su lugar, los comicios dieron como vencedores a hombres que, precisamente, hacían gala de ser sus adversarios: Lucio Cornelio Cinna y Cneo Octavio. Sila aceptó el resultado de las votaciones, no sin antes hacer jurar a Cinna y a Octavio que respetarían su mando en la nueva guerra. Así lo hicieron, y el usurpador partió con sus legiones a la guerra de Asia, a enfrentarse con Mitrídates.
En pocos días todo volvió a la malhumorada normalidad. Y en la lavandería volvimos a tener muchísimo trabajo. Yo cumplía entonces los quince años. Las charlas un tanto etéreas que hasta entonces había tenido con Agatón, destinadas a fomentar mi duda y a destrozar todo prejuicio, pasaron a algo más concreto.
—Solo existe una ciencia que puede darnos respuestas sin error: las matemáticas.
—Pero siempre has dicho que la certeza es imposible…
—Y lo es. Al menos, en todo lo que concierne al alma. Pero las matemáticas son el lenguaje de los dioses. Son la verdad y la belleza supremas. Y, como toda verdad, son frías e incontestables. Nadie, en ningún lugar del mundo, salvo un necio, podrá decirte jamás que uno y uno sumen más o menos que dos. Aunque nadie haya visto jamás un uno o un dos paseando por la calle. A través de las matemáticas dejamos atrás el mundo incierto y voluble de los sentidos para adentrarnos en un universo abstracto de certezas en el que no hay límite alguno. El gran Aristocles, del que ya te he hablado alguna vez, tenía un cartel a la entrada de la Academia, en Atenas. ¿Sabes lo que decía ese cartel?
—No.
—«No entre aquí quien no sepa geometría». Ahora que ya no tienes certeza alguna, conviene acudir a la base de todo. Coge tu tablilla y dibuja un cuadrado.
—¿Cómo acabaste siendo esclavo, Agatón? —No es que no estuviese prestando atención, pero, hasta ese momento, jamás me lo había planteado—. ¿Fuiste libre alguna vez?
—Digamos que la esclavitud y la libertad son simples estados mentales. Ni el hombre libre es totalmente libre ni el esclavo es totalmente esclavo.
—No me has contestado, Agatón. ¿Cómo acabaste siendo esclavo?
—Me vendí a mí mismo.
—¿Qué? ¿Quién haría tal cosa? —Me entró la risa. No lo pude evitar. Un hombre sabio acudiendo a un mercado de esclavos para venderse. La idea me resultó retorcida y extremadamente cómica.
—Es una historia larga, pero creo que podré resumirla. En Atenas yo tenía un gran amigo llamado Hermócrates. Él se dedicó al comercio y yo a cultivar la filosofía. Hermócrates tenía una adorable familia; tres hijas a las que enseñé los rudimentos del saber, y una preciosa esposa. Por razones que no vienen al caso, mi amigo acabó endeudándose y no pudo pagar sus deudas. Los acreedores le quitaron todo lo que tenía, vendieron sus bienes en subasta y, al no haber suficiente para cubrir la deuda, él y su familia fueron apresados para ser vendidos como esclavos. Acudí al mercado el mismo día y me puse a la venta. Con el dinero que cobré por mi libertad pagué las deudas de mi amigo. Y ahora, muchacho, dibuja un cuadrado.
¿Quién no ha sentido el aguijonazo del amor a los quince años? Si con aquella edad toda muchacha se me antojaba apetecible, había una en particular que sobresalía entre todas. Se llamaba Pescennia, pero nosotros la llamábamos Venus. Su padre era carnicero y veterano de las legiones de Lucio Cornelio Sila. Todos le teníamos miedo, siempre cubierto de sangre, siempre malhumorado, con el cuerpo plagado de cicatrices. Pescennia tenía nuestra edad y solía pasar por delante de la lavandería todas las mañanas cargando con un cántaro de camino a la fuente. Tenía la mirada melancólica, una cara preciosa, los ojos negros como el plumaje de un cuervo y unos pechos gigantes que rebotaban cuando aceleraba el paso. El cuerpo femenino era para mí un misterio, y la razón por la que al verla se me erizara el vello, y lo que no era el vello también. Su madre era cliente habitual de la lavandería, y cuando venía a recoger la ropa, Pescennia la acompañaba para ayudarla. Yo, como es natural, me quedaba embobado contemplándola. Y por las noches me masturbaba pensando en ella, como todos mis amigos. Cuántas veces pensé en dirigirle la palabra y cuántas veces sentí que sería incapaz de hacerlo… El día que me decidí a intentarlo fue el último que madre e hija pasaron por allí. Mientras mi madre hablaba con la suya y le entregaba la ropa, hice acopio de valor y hablé.
—Hola, Pescennia. —Noté cierto temblor en la garganta y la inmediata necesidad de salir corriendo en dirección opuesta. Pero mantuve la posición como un valiente legionario. Sus ojos me taladraron. No dijo nada. Tenía que pensar rápido—. ¿Sabías que la suma de los tres ángulos internos de cualquier triángulo siempre suman ciento ochenta grados? —Nada más decir eso, me dio la sensación de que la tierra misma se abría bajo mis pies.
—¿Y tú sabías que los griegos dan por el culo a sus alumnos, imbécil?
Retrocedí acobardado y horrorizado. Ella ni se inmutó. Simplemente volvió a adoptar su expresión melancólica. En un instante la mismísima Venus se había convertido en la terrible Gorgona. Pero no fue esa la razón de que madre e hija no volviesen a pisar la lavandería.
—Lo siento, Caria, de verdad que lo siento —decía la madre de Pescennia—, pero mi marido dice que no piensa seguir dando dinero a ningún partidario de Mario. Además, Próculo ofrece lo mismo por mucho menos.
—¿Pero quién es aquí partidario de Mario? ¿Y, de todos modos, qué importa eso? —decía mi madre, temerosa de perder un buen cliente.
—Todo el mundo sabe que tu hijo estuvo haciendo campaña por Quinto Sertorio las elecciones pasadas.
—Son cosas de chiquillos, mujer.
—Sea como sea, Próculo…
—¿Y cuánto te cobra él? Yo lo haré por la misma cantidad y sabes que lo haré mejor. ¿Cuándo has tenido alguna queja?
—Jamás, Caria. Y créeme que lo lamento. Pero no insistas. Mi marido ya ha tomado la decisión.