Es el latido del corazón
este pulso de sangre
que es un bajo efervescente,
un ritmo potente, potente
golpeando contra el muro
que oprime la sangre negra
(Linton Kwesi Johnson)
La conversación sobre este libro
continúa en acuarelalibros.blogspot.com
Para Diana, George y Elissa
LLOYD BRADLEY
BASS CULTURE
LA HISTORIA DEL REGGAE
Prólogo y traducción de Tomás González Cobos
Introducción de Prince Buster
Licencia Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 2.5 España
Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente la obra, siempre que se reconozcan los créditos de la misma de la manera especificada por el autor o licenciador. No se puede utilizar esta obra con fines comerciales. No se puede alterar, transformar o generar una obra derivada a partir de ésta. En cualquier uso o distribución de la obra se deberán establecer claramente los términos de esta licencia. Se podrá prescindir de cualquiera de estas condiciones siempre que se obtenga el permiso expreso del titular de los derechos de autor.
© de la presente edición:
2014 Acuarela Libros y Machado Grupo de Distribución, S.L.
Título de la edición original:
Bass Culture – When Reggae Was King
Autor:
Lloyd Bradley
Traducción:
Tomás González Cobos, con la colaboración de Jonathan Gleave,
Javier Lucini, Iván Martín y Carlos Ruano
Prólogo:
Tomás González Cobos
Introducción:
Prince Buster
Propuesta gráfica:
Joaquín Secall
Maquetación:
Antonio Borrallo
Edición:
Acuarela Libros
acuarelalibros@gmail.com
acuarelalibros.blogspot.com
Machado Grupo de Distribución, S.L.
C/ Labradores, 5 - Urb. Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
machadolibros@machadolibros.com
www.machadolibros.com
ISBN: 978-84-9114-136-5
Una cultura supersónica, Tomás González Cobos
Introducción, Prince Buster
Bass Culture: La historia del reggae
Primera parte First Session
1. Boogie in my Bones
2. Music Is My Occupation
3. We Are Rolling
4. Message from the King
5. Train to Skaville
6. Strange Country
7. What a World
Segunda parte Simmer Down
8. Soul Style
9. Dance Crasher
10. Mix It Up
11. You Can Get It If You Really Want
Tercera parte Studio Kinda Cloudy
12. Pressure Drop
13. Wake the Town, Tell the People
14. Dubwise Situation
15. Dreadlocks in Moonlight
16. Ah Fi We Dis
17. Trench Town Rock
18. Warrior Charge
19. Sipple Out Deh
Cuarta parte Fist to Fist Days Gone
20. Ring the Alarm
21. Kid’s Play
22. Johnny Dollar
23. Healing of a Nation
Lecturas recomendadas
Agradecimientos
Glosario
Listado de portadas
reggae 1. m. Música de origen jamaicano, caracterizada por un ritmo sencillo y repetitivo.
Esta es la sucinta pero reveladora definición que encontré en el diccionario de la Real Academia Española. Me pregunto si los redactores se plantearon añadirle al término «ritmo» los calificativos de «primitivo», «salvaje» o, en un intento por aunar todos estos elementos, «ritmo de negros». Vamos, que es una música tan fácil que la pueden tocar hasta unos negros fumetas en el Caribe. No obstante, enseguida me surgió la duda de si, como aficionado al reggae en España, no estaría asumiendo el papel de víctima incomprendida, así que rápidamente busqué en la página web del diccionario normativo las definiciones para otros géneros musicales. Y estos son algunos de los ejemplos que encontré:
rock 1. m. Género musical de ritmo muy marcado, derivado de una mezcla de diversos estilos del folclore estadounidense, y popularizado desde la década de 1950.
jazz 1. m. Género de música derivado de ritmos y melodías afronorteamericanos.
pop 1. adj. Se dice de un cierto tipo de música ligera y popular derivado de estilos musicales negros y de la música folclórica británica.
rap 1. m. Estilo musical de origen afroamericano en que, con un ritmo sincopado, la letra, de carácter provocador, es más recitada que cantada.
punk 3. m. Movimiento musical aparecido en Inglaterra a fines de la década de 1970, que surge con carácter de protesta juvenil y cuyos seguidores adoptan atuendos y comportamientos no convencionales.
blues 1. m. Forma musical del folclore de la población de origen africano de los Estados Unidos de América.
Tango, salsa, samba… No se molesten, ya se lo digo yo: en ningún caso aparece esa ocurrencia de introducir un juicio de valor (creo que los dos casos que, remotamente, pudieran catalogarse como tales, «música ligera» para el pop y «de carácter provocador» para el rap, tienen un tono mucho más descriptivo que enjuiciador, más allá de que estemos de acuerdo en la elección de los adjetivos). ¿No hubiera sido más neutro hablar, como en el caso del rap, de una «música de origen jamaicano que fusionó sonidos tradicionales africanos y géneros estadounidenses contemporáneos en los años tal y cual» o algo por el estilo?
Nada más lejos de mi intención que ensañarme con la Academia, bastante tienen con lo suyo. Al fin y al cabo, quizá lo que están expresando no es sino la distancia que existe entre el público español y la música afrocaribeña, ya que, a diferencia de países como el Reino Unido, hasta hace muy poco no hemos tenido la suerte de contar con una inmigración que diversifique nuestras aficiones musicales. Por ello no resulta extraño que, para un blanco europeo procedente de una tradición tan poco salpicada por los aromas del continente negro, la música jamaicana llegue envuelta en misterio1.
Como muchos españoles, mi primer contacto con el reggae fue Bob Marley (en mi caso en los años ochenta). No voy a detenerme aquí a cantar las maravillas del señor Nesta, ni a explayarme en el profundo impacto que me produjeron joyas como Sun Is Shining y su curiosa mezcla de rebeldía y fraternidad. A lo que voy es que, pese a lo valioso del hallazgo, no me empujó a una zambullida general en el mar musical jamaicano. No por culpa de Marley, sino porque, como cuenta muy bien Lloyd Bradley en Bass Culture: La historia del reggae, aquellas canciones me llegaban a través de los canales de la industria del pop rock, desvinculadas de su contexto inicial. Y ahí, a las puertas de aquel enigma, me quedé durante muchos años. Es cierto, y esto es algo de lo que no he sido plenamente consciente hasta mucho después, que el beat jamaicano me estaba tentando, de reojo, a través de grupos como Kortatu, los Clash, los Specials… Es decir, música muy excitante por su ocasional aliño jamaicano, pero que no exigía un viaje a territorios completamente desconocidos y que, de hecho, muchos miniadolescentes escuchábamos sin saber que el origen del ska estaba en Jamaica a finales de los cincuenta (y no en el ska revival británico de finales de los setenta) y que los bajos profundos de tantos grupos punk y new wave habían tomado mucho prestado de una pequeña isla al otro lado del Atlántico.
Mi verdadero viaje sonoro hacia Jamaica comenzó en los noventa con un cedé que me pasó mi hermano Pablo y que, muy a la jamaicana, no tenía más indicación que el misterioso nombre de «King Tubby» escrito con rotulador de punta gorda. ¿Se trataba de música contemporánea? ¿Era un músico, un grupo? Aquel sonido, en el que apenas había partes vocales, era dub, lo que por no detener el relato llamaremos por ahora «reggae cubista». Recuerdo que fue asomarme, meter la cabeza, y mi cuerpo se precipitó, ya sin remedio, en el interior de aquella niebla de cadencias hipnóticas. Creía percibir en aquella música una alegría desbordante y también una tremenda tristeza. Una alegría de bailar, de estar vivo, pero al mismo tiempo un sentimiento de pérdida y nostalgia, de algo irrecuperable. Era, claro, el sonido de África, pero con una envoltura llena de extrañeza; me hablaba de fragmentación, de desplazamiento. En aquel puñado de temas se hallaban ya muchas de las ideas que me parecen centrales en la música jamaicana: el lamento por la separación forzosa de África y el horror de la esclavitud, junto con el ingenio incontenible y el coraje de una comunidad de «exiliados forzosos» que trataban de forjarse una identidad en su nuevo hogar.
Soy consciente de que todo esto suena a reflexión cerebral a posteriori, lo contrario de la sensibilidad musical jamaicana, para la que el reggae es, ante todo, un beat. Por eso, les invito ahora a que dejen de leer este prólogo, se embarquen con Lloyd Bradley y, acompañados de una buena selección musical jamaicana, viajen al Caribe –empezando a finales de los cincuenta, un día caluroso como otro cualquiera– y se dejen seducir por los ritmos que retumban en las páginas de Bass Culture: La historia del reggae. Pero si antes prefieren meter un par de prendas en el equipaje y unas cuantas pistas –lo esencial, no se preocupen–, quédense un rato conmigo. Aun así, lo dicho, no pierdan de vista el ritmo: aquí hemos venido a bailar.
Una cosa buena de la música:
cuando te golpea, no sientes dolor.
(Trench Town Rock, Bob Marley & the Wailers)
Todo el mundo sabe que no hay mal que no cure (o alivie, al menos) una buena juerga con mucho baile de por medio. ¿Qué fiesta sería necesaria para superar cientos de años de esclavitud, opresión y humillación? Imaginen, en la medida de lo posible, que desde la más tierna infancia les han inculcado el odio a su piel, que durante generaciones les han contado que la suya es una cultura de bárbaros o, incluso, que ni siquiera es cultura. Imaginen que en su sangre hierve la furia de generaciones de esclavos despojados de todo y que la única propiedad que se trajeron sus antepasados de África, de donde salieron con lo puesto, son precisamente esas formas culturales despreciadas (y temidas) por los blancos: prácticas (leyendas, danzas, cánticos, música de tambores) entre las que se encuentran las tradiciones neoafricanas de magia negra en Jamaica –el denominado obeah – y la pocomania, un culto afroprotestante que incita la exaltación espiritual a través de la música y la danza. Con estos elementos, no vamos mal encaminados si intuimos que esa farra bailonga de la que hablábamos constituye también un gigantesco exorcismo, un ritual de autoestima que celebra la identidad propia y purga el male-ficio sufrido.
Ahora que tenemos un poco más claro que lo que buscamos es una especie de parranda-aquelarre colectivo, nos falta un sitio donde ponerlo en práctica, un altar. Y aquí es donde entran en escena los sound systems, una invención de los negros pobres de Kingston que, desde los años cincuenta2, retoma esa larga herencia de música y baile, regocijo espiritual y trance comunitario, y la sublima en la forma cultural por excelencia de los guetos jamaicanos. Un pequeño inciso (perdónenme los entendidos): el término sound system se refiere, en sentido estricto, a un equipo de música con una potencia brutal de amplificación y al grupo de personas a cargo del mismo; el espacio físico en el que se instala y emite su música un sound system –generalmente un terreno vallado al aire libre (lo que contribuye a que el sonido viaje mucho más allá del recinto)– es el dancehall, que podría traducirse como «local de baile» o «pista de baile». En este prólogo, al hablar de sound systems nos referimos al concepto amplio del mismo, es decir, el lugar de encuentro y baile.
Danza tradicional jamaicana.
Podríamos describir los sound systems –el núcleo en torno al que gra-vita toda la historia de la música moderna jamaicana– como «discotecas móviles», pero el término se queda muy corto. El sound system era, como dice Bradley, «el latido de la comunidad (…) una animada agencia de contactos, un desfile de moda, un punto de intercambio de información, un lugar donde verificar el estatus callejero, un foro político, un centro de comercio (…) el periódico del gueto». Los sound systems constituían una plaza, un espacio de reunión y celebración de la comunidad, un rito colectivo a través del baile y el poder sanador del sonido.
Como en otras culturas donde ha prevalecido la transmisión oral, en Jamaica la música está profundamente enraizada en el tejido social, es una fuerza viva, orgánica, un espejo que recoge la voz de la comunidad y pertenece por ello al pueblo. La función del sound system es heredera directa de ese hilo oral y de las tradiciones populares que mencionábamos antes, que no solo configuraban una identidad sino que con frecuencia asumían una labor contestataria. En la época de la esclavitud, el baile (en ocasiones mezclado con rituales religiosos) jugaba un papel importante para mantener los valores culturales, establecía un terreno en el que los esclavos compartían una experiencia comunitaria plena de significado que les permitía sobrevivir a las miserias de la esclavitud y al mismo tiempo fomentaba formas cotidianas de resistencia, «como la burla, la ridiculización y en general la evasión del trabajo»3. Los bailes de los esclavos «eran momentos de gran terror para los amos, quienes, al fin y al cabo, eran minoría. Durante las festividades, los dueños de las plantaciones tenían aún más temor a que estas celebraciones llevaran a rebeliones y, de hecho, muchas lo hacían».
Como continuador de esta tradición, el sound system no es un lugar de recepción pasiva de la música. Es, claro está, un sitio para bailar (Winston Blake, un pionero en el mundo de los sound systems, lo expresa bien clarito: «Si has venido al baile y no sabes bailar, ¿qué haces aquí? Si no sabes bailar, eres un espectador»)4, pero también un escenario y un megáfono para dramatizar las fuerzas amenazadoras, expresar opiniones y compartir las pasiones, tanto las más elevadas como las más bajas. No perdamos de vista que el título de este libro, Bass Culture, cuyo significado literal es «Cultura de bajos» o «Cultura de graves» –por la importancia de estos sonidos en el mundo del reggae–, puede pronunciarse también como Base Culture, que viene a significar «cultura abyecta», «cultura vulgar», «cultura lumpen» y, por lo tanto, «cultura del vulgo», «cultura del pueblo llano», «cultura popular». Estos calificativos se comprenderán mejor si se tiene en cuenta que el reggae –al igual que sus predecesores, el ska y el rocksteady, y sus descendientes (el dancehall y derivados; no confundir con los espacios de baile, que reciben el mismo nombre)– procede de los guetos de Kingston y, por lo tanto, era despreciado por las clases alta y media de Jamaica, que se avergonzaban de unas expresiones artísticas tan «primitivas», es decir, tan «negras» (¿será esto a lo que se refiere la Academia cuando habla del ritmo «sencillo» del reggae?). Por ello, la música ofrecía una identidad a los desarrapados del gueto, un símbolo de orgullo negro, una forma cultural en la que reconocerse y participar. Música del pueblo para el pueblo y, además, en el más amplio sentido posible, ya que a los bailes acudían jóvenes, adultos, niños y ancianos. Como dice Norman Stolzoff, el sound system «ha sido un importante medio para que el pueblo negro cree un universo social alternativo de representación, producción y política».
Para resumir la enjundia de los sound systems, podemos decir que en ellos se articuló un canal de comunicación comunitaria en la que sus partícipes se reconocían e intercambiaban información mediante los pasos de baile, la vibración del ritmo, las miradas, los gestos, las intuiciones, las pasiones, los gritos. Más que compartir una opinión concreta sobre el mundo, se trataba de un afecto en común, un sentimiento.
Es el latido del corazón
este pulso de sangre
que es un bajo efervescente
un ritmo potente, potente
golpeando contra el muro
que oprime la sangre negra.
(Bass Culture, Linton Kwesi Johnson)
Ahora que tenemos levantado el altar para el exorcismo, vamos a poner la música. No se echen a temblar, no voy a darles la fórmula mágica para crear una poción reggae (ya quisiera), solo quiero dedicar unas líneas a dos elementos de Jamaica que me entusiasman: la obsesión por el ritmo y la creación colectiva.
Empecemos dándole caña al garito. Y cuando hablamos de subir el volumen en el contexto de los sound systems, estamos hablando de una auténtica burrada de vatios, muros de altavoces con especial énfasis en las frecuencias bajas. Hablar de la cultura jamaicana es hablar de una cultura sónica, de ahí lo acertado del título del libro, Bass Culture: una cultura de bajos. No solo por la preponderancia del instrumento de cuatro cuerdas en el reggae, sino también por la irradiación de graves en un sound system, que atraviesan el cuerpo y te quitan la tontería. El bajo adquiere dimensiones atronadoras y conecta con el alma de África a través de un ritmo insistente, hipnótico (al final va a tener razón la Academia con lo de «repetitivo»). Ese «atravesar» los cuerpos del sonido es una experiencia literal, como me comentaba una amiga que observó cómo su copa, tras medio segundo encima del bafle de un sound system londinense, pegaba dos alegres botes antes de caer al suelo. De ahí que el pincha Jah Vego diga en el libro que, mientras el hombre blanco está acostumbrado a menear la cabeza en el baile, el pueblo jamaicano danza desde su cintura y sus caderas, desde las entrañas. Se trata, por ello, de un baile mucho más visceral, menos cerebral que en las tradiciones occidentales blancas.
No extraña que los punks, en su búsqueda de sonidos contundentes, desafiantes y contraculturales, se enamoraran de las líneas de bajo y, en general, de los ritmos del reggae. Los patrones rítmicos, heredados en gran parte de las percusiones africanas, lo alejan de las tradiciones europeas y se convierten, por ello, en un rasgo de identidad para la población negra. No sin motivo, los dueños de las plantaciones a menudo prohibían los instrumentos de percusión durante la esclavitud: «Un espasmo de pánico recorría el espinazo de los blancos cuando oían el sonido reverberante de los tambores»5. Creo que si, en lugar de tambores, el sonido que llegaba a los tiernos oídos de los rostros pálidos hubiera sido el terrorífico bajo amplificado de Dub The Right Way, de King Tubby & Soul Syndicate (o Declaration of Dub, de King Tubby, o King Tubby the Dub Ruler, etc.), el terror habría sido idéntico. Como si un león rugiera en la espesura.
El otro aspecto que quería comentar sobre la identidad musical del reggae, las formas de creación, también conecta con África, en este caso por el fuerte componente coral. El concepto de la autoría de la música en Jamaica es mucho más borroso que en Occidente y no solo porque hasta 1993 no contaban con una ley de derechos de autor. Para entenderlo, hay que recordar que el núcleo de la experiencia musical jamaicana ha sido siempre el sound system y no el artista sobre el escenario o el mp3 que descargamos en nuestro reproductor (es cierto que también existen las discotecas en Occidente, pero, aparte de muchas otras diferencias que no vienen al caso, su papel en la creación y consumo musicales no es central). Este papel medular de los sound systems significaba que el público de la sesión siempre tenía la primera y la última palabra.
Durante mucho tiempo, el público ignoraba quiénes eran los cantantes o músicos de las canciones que sonaban. Para evitar que la competencia consiguiera el mismo material, los dueños de los sound systems borraban la etiqueta de los singles –suyos o no– que sonaban en los platos; de esta forma, las canciones se mantenían en el anonimato y se convertían en propiedad del sound system (que rápidamente les proporcionaba un nuevo título) y de sus seguidores. El público jamaicano siempre ha sido, además, un participante activo en la música, bailando, dando palmas, abucheando, cantando y proporcionando gritos de ánimo; por su parte, el pincha (denominado selector) reaccionaba rápidamente a los cambios de humor del público, mientras que el deejay (en Jamaica, el tipo que está al cargo del micrófono, el maestro de ceremonias encargado de animar la sesión, lo que en Estados Unidos se llamaría después MC)6 actuaba como antena humana, recogiendo las conversaciones y comportamientos que observaba a su alrededor para incorporarlos a su despliegue de rimas, juegos de palabras y cháchara rítmica.
Pero rebobinemos. Volvamos a aquel cedé de King Tubby que tan fraternal-mente cayó en mis manos. Algo que me chocaba era la dificultad para establecer quién era el autor de aquellos sonidos, quién había creado aquella música. King Tubby no era músico. Ni siquiera productor7. Era ingeniero. El artesano de la mesa de mezclas –uno de los personajes más oscuros en la cadena de montaje de la música– convertido en artista.
Sin embargo, aunque en muchos discos se le acreditara como «artista» del invento y nadie se quejara de ello –convertía en oro ultrasónico todo lo que tocaba con su varita mágica–, nos equivocamos si le damos al rey Tubby el título de «creador» único de esa música, ignorando el ambiente de creación colectiva que había a su alrededor. En torno al organismo vivo que eran los sound systems encontramos una larga cadena de montaje: un cantante que llegaba al estudio con una tonadilla y una letra a medio acabar y que, a veces, era el mismo que ponía la voz; un arreglista que estructuraba la canción y decidía, hasta cierto punto, qué tenía que tocar cada cual; unos músicos que tocaban los instrumentos, materializando la música según su formación e intuición; un productor que dirigía la sesión con aportaciones que iban desde la mera financiación hasta la más absoluta dictadura creativa; un ingeniero que, además de mezclar los cortes a la manera tradicional, podía engendrar versiones alternativas a discreción, con la mente puesta en su utilización en el sound system; un selector (recuerden, el tipo a los platos) que decidía qué pinchar en el sound system y que, si lo deseaba, añadía efectos sobre la marcha; un deejay/DJ (lo repito para que no lo confundan con el pincha o deejay/DJ occidental: en Jamaica era el tipo que presentaba el material y «rapeaba» a diestro y siniestro sobre las partes instrumentales) que añadía su contribución en directo de manera, en gran medida, improvisada; y el público del sound system, del que emanaba (como parte de la herencia cultural popular) y al que se dirigía toda la música. Esta lista se puede multiplicar además varias veces si pensamos en la multitud de versiones a las que se someten muchas canciones en Jamaica y que, por lo tanto, añaden nuevas capas de intérpretes, productores, ingenieros, deejays…
Como aún intuyo a lectores y lectoras torciendo el gesto, voy a contarlo de otra manera. Quizá no debería haber hablado antes de «creación» musical, porque algunos me dirán: «Vale: músicos, compositores, cantantes, productores… Lo que quieras, pero el disco no lo han hecho ni el del micro, ni el pincha, ni, menos aún, el público». Supongamos que esto es verdad (y, en mi opinión, es mucho suponer, pero lean el libro y opinen). De lo que aquí hablamos es de un desplazamiento: el meollo de la historia no está en el dichoso disco, en una mercancía, está en el baile comunal, en la ceremonia del sound system. Para explicar el concepto de colectividad al que me refiero, Christopher Small acuñó el sustantivo «musicar», en contraposición a «sonar». Musicar [musicking] consiste en el «ensamblaje de todas las cosas, actividades y personas –tanto en la escucha como en la producción– que conforman un evento musical».
La naturaleza y el significado fundamentales de la música no subyacen en un objeto, ni en las obras musicales, sino en la acción, en lo que la gente hace. Solo comprendiendo lo que la gente hace al participar en un acontecimiento musical podremos entender su naturaleza y la función que realiza en la vida humana. (…) Musicar es participar, en cualquier función, en un evento musical, ya sea interpretando [es decir, cantando, tocando un instrumento], escuchando, ensayando o practicando, proporcionando material para el evento (lo que se llama componer) o bailando. A veces se puede extender el significado a las personas que venden las entradas en la taquilla o los que cargan con el piano y la batería, o los que preparan los instrumentos y hacen pruebas de sonido o los encargados de la limpieza que trabajan cuando todo el mundo se ha ido. También ellos contribuyen a la naturaleza del acontecimiento musical8.
Como dice uno de los entrevistados por Bradley, en Jamaica no escuchan la música, la «sienten», en un formato que difumina la división tradicional entre actividad y pasividad en la música, entre artistas y público, y fomenta una cultura libre en estado puro. Esto no quiere decir que no haya habido grandes estafas a los artífices (compositores, cantantes, músicos, etc.), ni que falten personajes que sobresalgan por su enorme talento creador. La lista de ejemplos de atraco a mano armada e individualidades deslumbrantes sería, seguramente, casi tan larga como la de los personajes mencionados en este libro. Como prueba, aquí van dos genios del universo jamaicano (las estafas ya se las cuenta Bradley): el productor e ingeniero Lee Scratch Perry, al que llaman el «Salvador Dalí del reggae», sacaba sonidos de las piedras y si al entrechocar dos rocas no salía el sonido que buscaba, probaba con otras dos; el ingeniero Errol Thompson, con el fin de añadir un toque especial a sus remezclas, llevaba un micrófono al baño para grabar el sonido de la cisterna (nunca se ha podido aclarar si antes del experimento se desahogaba en la taza del váter para darle un carácter más orgánico al asunto).
¿No somos los hijos de esclavos? Sí, lo somos.
¿No somos los hijos que huyen de las plantaciones? Sí, lo somos.
¿No somos los hijos de Israel?
Nos arrancaron de África.
Nos trajeron aquí, a Babilonia.
Ahora somos como un león que ruge.
(Sons Of Slaves, Junior Delgado)
Ya tenemos el aquelarre bien montado, con la vibración ancestral de los bajos caldeando el ambiente y la comunidad congregada en torno al altavoz para darlo todo en la pista. Decíamos antes que el sound system y, por extensión, el reggae, eran la voz del pueblo, veamos entonces qué dice esa comunidad.
Uno de los temas que abordaban las letras de la música jamaicana (ya fueran cantantes al uso o deejays armados con un micro) ya lo ha avanzado antes Bradley al describir los sound systems como el «periódico del gueto». Mientras los gobernantes se esforzaban por invisibilizar a los sufridos habitantes de los arrabales y ocultar que, tras la independencia (1962), las penosas condiciones en las que se encontraba gran parte de la población eran las mismas de siempre, el reggae aireaba los trapos sucios sin ningún tipo de reparo. Las letras sobre la realidad social y la contestación a las políticas de las autoridades no temían la frecuente censura en las radios del país, ya que en el sound system no había autoridad que pudiera tapar los bafles.
Un ejemplo clásico de canción-reportaje prohibida por el Gobierno es Everything Crash (Ethiopians), que trata de las huelgas, revueltas y represión policial de finales de los sesenta y llega a la conclusión de que «todo se va al carajo» (traducción libre de Everything Crash). Otro auténtico rompepistas fue 007 Shanty Town, de Toots & the Maytals, que llegó al número uno de ventas describiendo los disturbios provocados por el intento del Gobierno de arrasar una ciudad de chabolas: dem a loot, dem a shoot, dem a wail, a shanty town [Ellos saquean, ellos disparan, ellos lloran, una ciudad de chabolas]. Y lo curioso es que cualquiera que haya oído estas dos canciones estará conmigo en que las crudas realidades descritas no vienen envueltas en oscura rabia y negatividad, sino que lo que apetece es echarse a bailar con una sonrisa de oreja a oreja: la alegría vital que les decía al principio.
A esta labor de intrépidos reporteros de los letristas de reggae9 le podemos sumar la de «historiadores del gueto». En una cultura de influjo africano tan fuerte y, por lo tanto, tan oral como la jamaicana, la música juega un papel central como transmisor de la memoria colectiva. El reggae en general y, sobre todo, el roots – el estilo preponderante de la segunda mitad de los setenta, muy influido por el orgullo negro de los rastas, sobre los que hablaré en breve– promovían un despertar de la conciencia que volvía la mirada al origen en África y reconstruía el pasado sin temor a hurgar en las heridas de la esclavitud. Porque se trataba de recontar su historia sin tapujos, pero desde el punto de vista propio, con un prisma negro, trazando un mapa alternativo al relato tergiversado y manipulado de las potencias europeas. «La mitad de la historia nunca se ha contado», decía Bob Marley en Get Up, Stand Up.
Pensemos que los pocos negros afortunados que, en el siglo XIX, comenzaron a acceder a la educación en Jamaica aprendían la historia de grandísimos héroes de la nación negra como Cristóbal Colón, sir Francis Drake (el pirata Francisco Draque en España) o Henry Morgan (otro malandrín británico tan blanco como la tiza), junto con otras lecciones muy necesarias que ponían de relieve la barbarie incivilizada de los salvajes negros del África. Ante este panorama, a los alumnos de piel oscura no les quedaba otra alternativa que avergonzarse de sus orígenes. Los buenos negritos y negritas tenían que detestar sus rostros, su color y la tosca cultura de sus antepasados.
Para narrar la historia desde una óptica nueva que abandonara esos cursos acelerados de auto-odio negro, el pueblo jamaicano tiró de los canales de transmisión oral que se conservaban: las leyendas, los proverbios y las canciones, que, acompañadas de los tambores y las danzas que conectaban con el continente materno, invocaban los espíritus ancestrales y reavivaban las memorias colectivas. Permítanme que le ceda de nuevo la palabra a Norman Stolzoff: «La centralidad de estas representaciones rituales da fe del hecho de que tanto la memoria histórica como la sensibilidad artística han desempeñado un papel importante para los afroamericanos a la hora de mantener, elaborar y crear sus visiones del mundo, sus identidades y sus formas de vida en la Diáspora».
En esta reinterpretación negra de la historia, el reggae –sobre todo el reggae conscious o consciente de los setenta– da la vuelta a la tortilla y ahora son los africanos los «civilizados», los que fueron arrancados de una cultura superior por las fuerzas del mal. En Declaration of Rights, los Abyssinians proclaman: Took us away from civilization / Brought us to slave in these big plantations / Fussing and fighting, among ourselves / Nothing to achieve this way, it’s worse than hell [Nos apartaron de la civilización / Nos trajeron para trabajar como esclavos en estas grandes plantaciones / Luchando entre nosotros / Así no conseguiremos nada, es peor que el infierno]. Pero que nadie piense que se trata de una lectura estéril del pasado, muy al contrario, ya que se establece una conversación con los tiempos pretéritos desde el presente, tejiendo una identidad sin ruptura que mira hacia atrás para discernir el camino futuro. Peter Tosh lo ilustra perfectamente en 400 years (Bob Marley & the Wailers), que, como dice el título, recuerda los siglos de exilio forzoso en Jamaica: 400 years / And it’s the same philosophy / Look, how long / And the people they still can’t see / Why do they fight against the poor youth of today? / Come on, let’s make a move: / I can see time has come… The youth is gonna be strong / So, won’t you come with me / I’ll take you to a land of liberty / Where we can live a good, good life / And be free [400 años / Y es la misma filosofía / Mira cuánto tiempo / Y la gente aún no es capaz de ver / ¿Por qué luchan contra los jóvenes pobres de hoy? / Vamos, tenemos que movernos / Veo que ha llegado la hora… La juventud va a ser fuerte / Así que ven conmigo / Te llevaré a una tierra de libertad / Donde vivir una vida buena / Y libre]. Es, al fin y al cabo, la misma conclusión inconformista que presentan los Abyssinians en el estribillo de la canción recién mencionada: Get up and fight for your rights, my brothers / Get up and fight for your rights, my sisters [Levantaos y luchad, hermanos / Levantaos y luchad, hermanas].
Ojo, que no solo de dolor y lucha viven el hombre y la mujer, pues aunque pareciera que todo se fuera al carajo, como decían entre risas los Ethiopians, siempre había un hueco bien grande para el amor (el tema número uno en la letrística jamaicana, desde el anhelo romántico hasta la lascivia), la alegría y el desenfreno. Levantémonos y luchemos, sí, pero no te olvides de bailar: We were caught in the jungle / By the hands of a man / We’re out of the jungle / We’re going to Broadway / When we reach out of the jungle / We’re going to jump and shout / Come on girl, come on boy / Jump in the line, everybody gonna be alright [Nos atraparon en la jungla / Caímos en manos de un hombre / Salimos de la jungla / Vamos a Broadway / Cuando salgamos de la jungla / Vamos a saltar y a gritar / Vamos, chica, vamos, chico / Saltad en la fila, todo va a ir bien]10.
Desde África viene el hombre del Congo
Con salmos y canciones y voces
Venimos con nuestra cultura
A iluminar el mundo.
(Congoman, The Congos)
Como adivino que se habrán pasado los últimos tres minutos pegando botes y alucinando con el desparrame de Toots & the Maytals en Broadway Jungle, el tema con cuya letra he cerrado el apartado anterior, y tendrán las ideas fresquitas tras tan jubiloso intervalo, vamos a continuar con el tema de la lucha y la conciencia histórica de la mano del movimiento rasta, un grupo muy influyente en la evolución de la música jamaicana pese a su carácter minoritario (según la mayoría de estimaciones, nunca ha superado el 5 por ciento). Pero quizá haya que desmontar antes algunos tópicos.
Como dijo un buen amigo, «los clichés impiden que el mundo nos afecte»11. Nada como un buen estereotipo, martilleado día y noche, para desmontar la potencia de un movimiento revolucionario. Todo el mundo sabe que el credo rasta «es una religión de pirados fumetas que no se lavan el pelo y creen que un tiranuelo canijo de África es su Dios». ¿O no? El sistema opresor, lo que los rastas denominan «Babilonia» (una imagen sacada de la Biblia), se empleó en cuerpo y alma para desactivar el desafío rasta y convertirlo, junto con la música reggae, en un reclamo turístico de primer orden. Las sucesivas estrategias utilizadas por el Gobierno jamaicano contra los rastas fueron muy variadas (represión, desacreditación, invisibilización, censura, ridiculización, captación, aprobación de concesiones mínimas), pero al final la estrategia más distorsionante –conscientemente o no– ha sido el desarrollo de clichés, que han contribuido al intento de que la música «se convierta en una herramienta de marketing y los rastafaris no sean una “contracultura violenta” sino un símbolo de la nueva herencia cultural jamaicana»12.
¿Cuál es la esencia del credo rasta, entonces, más allá de los estereotipos? Lloyd Bradley lo cuenta muy bien en el cuarto capítulo del libro, pero me gustaría adelantar algunas de las ideas que, personalmente, más me interesan. Aviso, antes de entrar en materia, que el ideario rasta es muy flexible y personal, sin dogmas ni líderes, de manera que cada rasta tiene su propia visión al respecto. La idea central del imaginario rasta es, en mi humilde opinión, el orgullo negro. El movimiento rasta es el Black Power de Jamaica. Es el pueblo negro que, tras siglos de vejación, se levanta y afirma: «Hasta aquí hemos llegado. Basta de avergonzarnos de nuestra piel. Somos negros, dilo bien alto. Soy negro y estoy orgulloso». Se trata de un ejercicio de autoestima, de la construcción de una nueva identidad que da voz a la comunidad pobre y negra, desafía al sistema babilónico (es decir, occidental) y ofrece además una forma de vida alternativa.
Como otros grupos contestatarios, los rastas descubrieron la potencia de los mitos y los símbolos en su esfuerzo por despertar la conciencia colectiva. Y ahí es donde encaja, por ejemplo, la «religiosidad» rasta. Lo pongo entre comillas porque me gusta más hablar de «espiritualidad» rasta y, de hecho, muchos seguidores del movimiento rechazan que se trate de una religión, hablando en su lugar de una forma de vida o, en todo caso, un credo en el sentido amplio de la palabra13. Pero como la «religión» es una de las etiquetas más poderosas con las que se ventilan de un plumazo las ideas rastas («otra religión de idiotas»), me parece interesante reflexionar sobre ese aspecto de Rastafari.
Los rastas, para empezar, agarran las Sagradas Escrituras y las ponen del revés, añadiendo en el proceso una buena dosis de mitos africanos. Dios (al que llaman Jah) no es blanco; es negro, africano. De hecho, Dios está dentro de cada ser humano (lo que se llama «inmanentismo»), no es un tipo que me está vigilando para ver si soy un negrito bueno. No hay jerarquías eclesiásticas, ya que todos los seres humanos son iguales. El paraíso está en África, es decir, el cielo no es ultraterrenal sino terrenal y, en todo caso, ultramarítimo. Nosotros, el pueblo negro, somos el pueblo elegido, ya que somos una de las tribus perdidas de Israel (aquí tienen la explicación al «somos los hijos de Israel» de la letra del señor Delgado que cité antes). Etc. etc. Ante este contexto, resulta más fácil intuir por qué los rastas consideraron que Haile Selassie I –coronado emperador de Etiopía en 1930, único rey negro de una nación independiente en un continente colonizado de arriba abajo por los europeos– era para muchos la reencarnación de Jah (de nuevo, la explicación completa la desarrolla Bradley). Se trataba, sobre todo, de una desviación del punto de mira, un desplazamiento de la atención: ahora no miramos al rey Jorge V de Inglaterra, sino a un poderoso león africano14.
No creo que destripe mucho el relato de Bradley si digo que no solo los ritos religiosos de origen africano, sino las mismas iglesias cristianas de la población negra, fueron desde sus inicios centros de agitación y rebelión y no de escapismo. El movimiento rasta es una herencia de estas tradiciones, una mezcla curiosa de política y de espiritualidad. En el tema Lead Us Jah [Guíanos, Jah], de Barry Brown, encontramos esa fusión de símbolos bíblicos y realidades políticas contemporáneas (en este caso, el enfrentamiento de los independentistas angoleños contra el ejército portugués): Remember in Egypt, we were in bondage / Pharaoh and his people would not let us go Lord, oh no / Jah sent His Son to free black people, oh yes / Freedom out of bondage / Like way down in Angola / Fighting with Jah by our side / Equal rights, that’s what we must get Lord, I’m telling you / Equal rights, that’s what we must get Lord, I’m telling you / That’s what we all been fighting for [Recordad, en Egipto éramos esclavos / El Faraón y su gente no nos dejaban marchar, Señor, oh no / Jah envió a Su Hijo para liberar al pueblo negro, sí / Para liberarlo de la esclavitud / Como en Angola, luchando con Jah de nuestro lado / Igualdad de derechos, eso es lo que tenemos que conseguir, Señor, os lo digo / Lo que debemos conseguir es igualdad de derechos / Es por lo que hemos estado luchando]. Por si alguien no acaba de verlo claro, aquí está de nuevo Get Up, Stand Up, de Bob Marley & the Wailers, también en traducción libre: Most people think / Great god will come from the skies / Take away everything / And make everybody feel high / But if you know what life is worth / You will look for yours on earth / And now you see the light / You stand up for your rights. / Get up, stand up! / Stand up for your rights! [La mayoría piensa / Que un gran dios vendrá de los cielos / Liberará todo / Y hará que todos se sientan eufóricos / Pero si conoces el valor de la vida / Te ocuparás de la tuya en la tierra / Y cuando veas la luz / Te levantarás y defenderás tus derechos / ¡Levántate, ponte en pie! / ¡Defiende tus derechos!].
Un aspecto rasta que encaja como anillo al dedo en mis divagaciones sobre el reggae y el carácter exorcizante de los sound systems es la idea de chant down Babylon, es decir, derribar Babilonia a base de cánticos, de conjuros, con el poder de la palabra y, por supuesto, la música. Este intento de movilizar las fuerzas del Bien para derrotar el Mal explica que muchos rastas –pese a la reticencia de algunos a participar en una industria tan babilónica– entendieran la música reggae como una herramienta política liberadora y, por otra parte, que crearan un lenguaje o, para ser más exactos, un vocabulario propio. Al fin y al cabo, el inglés era la lengua de los blancos opresores, por lo que, de igual manera que el cristianismo tenía que purificarse, el idioma de la Pérfida Albión debía someterse a una limpieza profunda para que quedara bien negro. Entre los hallazgos léxicos de este lenguaje de resistencia que más me asombran mencionaría: shitstem, es decir el «sistema de mierda» [shit + system]; politricks, un término que define la política electoral como «poli-trucos»; overstanding sustituye a understanding, ya que la «comprensión» nos eleva, nos lleva por encima [over] y no hacia abajo [under]; downpression sustituye a oppression, porque el opresor te mantiene abajo [down] y no arriba [up, pronunciado op en Jamaica]; I and I [yo y yo] es el término para expresar la primera persona del plural («nosotros»), aludiendo al concepto rasta de la unidad de todos los seres humanos y la presencia divina en todos ellos… El poder atribuido a las palabras es evidente en el nombre que le dan algunos a este lenguaje: wordsound [palabrasonido], un término derivado del concepto rasta word, sound and power [palabra, sonido y poder], legado directo de las tradiciones africanas que sostienen que las palabras tienen el poder de curar o matar y por ello no deben utilizarse a la ligera. A mí, por todo ello, me pasa lo mismo que a los Kortatu, que cantaban: siempre me ha interesado esa jerga que emplean los rastas / hablan de batallas que no puedes encontrar en los mapas15.
Se puede rastrear el poder que los rastas atribuyen a las palabras en muchas letras de reggae, pero voy a citar una por la que tengo una especial debilidad: Chase the Devil, de Max Romeo, que no por casualidad fue producida (y, en gran medida, pergeñada) por el gran chamán Lee Scratch Perry. En el siguiente fragmento de la letra, donde dice «Satán», el emperador del mal, lean «Babilonia», el núcleo del mal: Lucifer son of the morning / I’m gonna chase you out of earth! / I’m gonna put on a iron shirt, and chase satan out of earth / I’m gonna send him to outa space, to find another race [Lucifer, hijo de la mañana / Voy a echarte de la tierra / Me voy a poner una camisa de hierro y voy a echar a Satán de la tierra / Voy a mandarle al espacio exterior, para que encuentre otra raza].
La magia del lenguaje y su potencia para hacer que un pueblo recupere la autoestima se observa también en los apodos de músicos, cantantes, productores e ingenieros, principalmente entre los rastas, pero no exclusivamente. El desfile de miembros de la realeza y la nobleza, leones y leonas (correcto: el monarca de la selva), altos cargos de las fuerzas armadas y, en general, egos a punto de reventar las costuras, es interminable: King Tubby, King Jammy, King Kong, King Stitt, Prince Far I, Princess Sharifa, Royals, Prince Jazzbo, Prince Buster, Prince Allah, Duke Reid, Sir Coxsone Dodd, Lady G, Lord Creator, Sir Lord Comic, Lady Saw, Jah Lion, Lioness, Mad Lion, General Levy, General Echo, Big Youth, Big Joe, Big Mountain, Massive Dread, Top Cat… Every nigger is a star, que decían Boris Gardiner y Big Youth. Cierto: cada negro es una estrella.
Hay otros símbolos poderosos del despertar de la conciencia rasta, como el león (un animal raramente visto fuera de un zoo en Jamaica) y la marihuana (en el capítulo cuarto de Bradley encontrarán el porqué de la hierba sagrada), pero quería destacar uno que conecta con la contracultura estadounidense de los sesenta: las rastas. Al igual que los hippies, los rastas se dejaron crecer el pelo como desafío: modelaron su cabellera a imagen y semejanza de los mau mau, los guerreros anticolonialistas keniatas que tan malos ratos hicieron pasar a los británicos (echad un vistazo a la foto). El pelo rasta es una imagen inconfundible de negritud, un puño en alto cuyo significado comprendió rápidamente la policía jamaicana: con el fin de humillarles y debilitar su orgullo, era una práctica habitual rapar a los muchos rastas que pasaban la noche entre rejas. Quizá no estaría de más añadir «Dalila» (la castradora capilar de Sansón) como sinónimo de «Babilonia» en el vocabulario rasta.
Las rastas dieron además una de las creaciones lingüísticas más representativas del movimiento, el término dread. Abreviatura de dreadlocks [rizos rastas], dread significa también «terror» en inglés, el respeto o temor de Dios, por una parte, y también el sentimiento que provocaba la visión de dicho pelo largo y trenzado entre las autoridades. Ahora no es el negro el que debe esconderse para escapar a los latigazos, sino el opresor, al que le llega su San Martín, como dice Linval Thompson en Dreader than Dread: You gonna try to run an’ there will be nowhere to run to / You gonna try to hide an’ there will be nowhere to hide / The thunder will be rolling / The brimstone will be falling / The lightning will be flashing / And the fire will be gashing [Vas a intentar correr y no habrá dónde correr / Vas a intentar esconderte y no habrá dónde esconderse / El trueno retumbará / Caerá el azufre / El relámpago resplandecerá / Y el fuego cortará].
Guerreros mau mau.
Como vemos, aunque también es cierto que en gran medida los rastas canalizaron el resentimiento y la desposesión en un credo de amor y fraternidad, reducir su carácter indómito a la imagen beatífica de un rasta sonriente que canta una dulce canción playera distorsiona mucho la foto real. La amenaza revolucionaria que suponía el ejemplo rasta para el sistema queda patente si repasamos la historia de deportaciones, encarcelamientos, palizas, internamientos en psiquiátricos y desalojos de campamentos que sufrieron los seguidores del movimiento. Recordemos que, como cuenta Bradley, las madres jamaicanas de clase media o alta cantaban algo así a los niños antes de dormir: «Duérmete niño, duérmete ya, que viene el rasta y te comerá».
A fin de cuentas, los rastas de los sesenta y setenta, los que más influyeron en el reggae, eran hijos de su tiempo, hermanos de las luchas negras en Estados Unidos y, al igual que en el caso del vecino norteamericano, no descartaban el uso de la fuerza para lograr la «emancipación de la esclavitud mental»16. Como dicen Wayne Chen y Kevin O’Brien Chang «el movimiento rasta no era un movimiento aislado de su lugar, tiempo e historia. Era más bien un aspecto integral de una matriz continua de nacionalismo negro, religión popular y resistencia campesina a la economía jamaicana de las plantaciones»17.
Vamos a cantar todos la misma canción.
(The Same Song, Israel Vibration)
Nunca he podido comprobar si es cierta la leyenda según la cual Stairway to Heaven, de Led Zeppelin, contiene un mensaje satánico si se reproduce hacia atrás. Pero tres años antes de que los británicos grabaran su legendario tema, el hechicero negro Lee Scratch Perry produjo el single Honey Love, de Burt Walters (un tipo algo inestable mentalmente al que al parecer Perry se encontró andando descalzo por las calles de Kingston), y en la cara B metió la misma canción, pero con la particularidad de que la pista vocal corre al revés y el tema recibe el adecuado título de Evol Yenoh. Cuando me enteré (no hace mucho), casi lloro de la emoción, porque esa era precisamente la extraña sensación que me embargaba años antes al escuchar aquel cedé de King Tubby: me parecía que los ritmos estaban al revés, algo a lo que sin duda contribuía el off-beat o contratiempo típico del reggae. Pero, mientras que en el caso de Evol Yenoh el resultado se queda en una rareza con la que echarse unas risas, la música de Tubby me sumergía en un mar placentero de ritmos hipnóticos y me transformaba en un astronauta rodeado de estrellas titilantes y meteoritos de gomaespuma.
). Se trataba de un estilo en el que se iban al garete la necesidad de un estribillo, la centralidad de la voz y la melodía, y entraban en juego otros valores. El dub venía a ser al reggae (o al pop) lo queLas Meninasde Picasso aLas Meninasde Velázquez.