No eran hombres violentos pero sus vidas estaban llenas de violencia (Harry Crews)
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© de la presente edición:
Acuarela Libros y Machado Grupo de Distribución, S.L.
Título de la edición original:
A Childhood: The Biography Of A Place (1978)
Autor:
Harry Crews
Traducción:
Javier Lucini.
Gracias a Tomás Cobos y a Jesús Llorente, por su toque mágico
Prólogo:
David Bizarro
Ilustraciones:
Michael McCurdy
Propuesta gráfica:
Joaquín Secall
Maquetación:
Antonio Borrallo
Edición:
Acuarela Libros
acuarelalibros@gmail.com
acuarelalibros.blogspot.com
Machado Grupo de Distribución, S.L.
C/ Labradores, 5 - Urb. Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
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www.machadolibros.com
ISBN: 978-84-9114-138-9
«Sobrevivir ya es bastante triunfo.»
DAVID SHELLEY, en una conversación.
Mi primer recuerdo se remonta a una época diez años anterior a mi nacimiento, transcurre en un lugar en el que nunca he estado y tiene que ver con mi padre, a quien nunca llegué a conocer. Fue en 1925, en mitad de la noche, en la zona pantanosa de los Everglades, cuando mi padre despertó a su mejor amigo Cecil del sueño profundo en el que se hallaba sumido en el interior de una de las barracas situadas al sur de la draga flotante que se iba abriendo paso lentamente a dentelladas por la península de Florida desde Miami, en el Atlántico, hasta Naples, en el Golfo de México, amontonando tierra para la construcción de la carretera que acabaría conociéndose como el Camino Tamiami. La noche era oscura como solo puede llegar a serlo en una zona pantanosa y no acertaban a distinguirse el uno al otro dentro de la barraca. El rítmico golpeteo del motor de la draga puso el contrapunto a la voz temblorosa de mi padre cuando le informó a Cecil de lo que andaba mal.
Cuando al final Cecil se manifestó, dijo:
–Espero que estuviese bien, chico. De veras.
–¿Que estuviese bien qué?
–La india esa. Has pillao la gonorrea.
Pero papá ya lo sabía. En pocas cosas más había podido pensar desde el momento en que se le volvió imposible orinar a causa de aquel fuego que se iniciaba en su estómago y que sentía que le dejaba las entrañas en carne viva cada vez que tenía que cambiarle al agua al canario. Desde que amaneció hasta que oscureció había estado pensando en la chickee1 en la que se había tendido bajo un techo de hojas de palma, con enjambres de mosquitos comiéndole vivo, mientras cabalgaba a lomos de la chica semínola de cara plana cuyo nombre nunca llegó a saber y que gruñía como una puerca y olía como algo abatido a tiros en mitad del bosque.
En ningún momento la había deseado pero llevaban ya tres años metidos en aquel pantano. Trabajaban las veinticuatro horas del día y si no estaban dando el callo o durmiendo, se dedicaban más que nada a beber, a pelearse o a disparar a los cocodrilos. Así es que como no podía tener lo que deseaba trató de desear lo que sí podía tener, pero había sido una experiencia miserable, sobre todo por el modo en que ella gruñía y olía, así como por los mosquitos que se coagulaban en sus rostros con la densidad de un velo y aquellas gruesas moscas negras que pululaban por sus piernas.
–No estuvo tan bien –dijo papá.
–No –dijo Cecil–, no creo que eso haya estao nunca muy bien.
La gonorrea era una dolencia bastante grave en aquellos tiempos en que aún no contaban con penicilina y la cosa se había agravado aún más porque papá se negó a recibir tratamiento y ni siquiera se lo dijo a nadie hasta que el dolor le obligó.
–No sé qué hacer.
–Yo sí –dijo Cecil–. Vamos a salir de esta ciénaga y vamos a encontrarte un médico.
Cecil se sentía de alguna manera obligado a ayudarle no solo porque eran amigos desde la infancia, sino porque fue el primero en irse del condado de Bacon en busca de trabajo y en cuanto pudo le consiguió un puesto a su lado. Todo según dicta la vieja tradición sureña de: «Si consigues un trabajo, escribe». Y cuando Cecil escribió diciendo que en los Everglades había trabajo fijo y buena paga, Ray le siguió los pasos sin dudarlo.
Se metió en una de las cuadrillas de construcción de caminos y en menos de dos años consiguió hacerse con el puesto de operador de draga. Por entonces aún no había cumplido los veinte y fue todo un logro para un chaval sin educación que por primera vez en su vida se veía tan lejos de la granja. Pero la gonorrea empañó todo de un modo considerable.
Cecil le estaba esperando cuando salió de la consulta del médico en Arcadia, un pueblecito de Florida. Era el tercer médico que habían visitado y coincidió con el diagnóstico de los anteriores. No había vuelta de hoja.
–Dice que tengo que hacerlo.
–¡Dios! –dijo Cecil.
–No me queda otra.
–¿Y lo vas a hacer?
–¿Y si no qué? Los tres me han dicho que por lo menos me quite uno. Supongo que tendré que hacerlo si no hay más tutía.
–¡Dios!
Durante el largo trayecto de vuelta al pantano a bordo de la camioneta Modelo T de Cecil, bajo el resplandeciente calor de comienzos del verano, no se dirigieron la palabra. Papá solo dijo una cosa: «Si me lo quitan no podré tener hijos. Eso ha dicho el médico. Lo han dicho los tres».
Cecil no abrió la boca.
¿Lo que acabo de referir como un recuerdo sucedió de verdad? ¿Los dos hombres dijeron lo que acabo de escribir que dijeron y pensaron lo que he dicho que pensaron? A estas alturas ni lo sé ni me importa. Lo que sé de mi padre procede de las historias que me han ido contando a lo largo del tiempo, historias relatadas por mi madre, mi hermano –que era lo bastante mayor al morir mi padre como para atesorar recuerdos de primera mano– mis otros familiares y los hombres y mujeres que llegaron a conocerle en vida.
Es manifiestamente cierto que con diecisiete años se marchó a trabajar al Camino Tamiami y que se quedó allí hasta cumplir los veintitrés. Y es también verdad que contrajo la gonorrea y que a causa de esta perdió un testículo en el pueblecito de Arcadia. Regresó al condado de Bacon con dinero en el bolsillo y un reloj de oro con una inscripción en la parte posterior que decía: «Para Ray Crews. Constructor pionero del Camino Tamiami». A Cecil también le dieron uno igual, como a muchos de los hombres que estuvieron trabajando allí de principio a fin. Estos son los hechos, pero todo lo demás lo obtuve por boca de muchas más personas de las que podría siquiera nombrar. Y he convivido con todas esas historias sobre él durante tanto tiempo que para mí son ya tan reales como cualquier otra cosa que me haya podido suceder. Son reales porque yo creo que son reales. A mí, desde luego, no me quedó más alternativa. Me habría sido imposible pensar de otro modo.
Jean-Paul Sartre, en su autobiografía Las palabras, al escribir sobre la tendencia del hombre a asfixiar a sus hijos dijo que su padre le engendró y tuvo inmediatamente la decencia de morirse. Siempre he pensado que debido precisamente a que mi padre murió antes de que pudiese llegar a conocerle acabó transformán-dose en un recuerdo más formidable, en una influencia mayor y una presencia mucho más palpable de lo que hubiese sido de haberle conocido en vida. No es que tenga muy claro qué dice eso de mí, pero no me cabe duda que ha de decir bastante más acerca de mí que acerca de mi padre o de su muerte. También dice mucho de la gente y del lugar del que procedo. Nada se deja morir en una sociedad de gente que se dedica a narrar historias. Todo, tanto lo bueno como lo malo, se incorpora y se traspasa de una generación a la siguiente. Y quienes cargan con ello son los que acaban dándole forma y color.
De ser esto así, ¿es verídico todo lo que transmiten? Estoy convencido de que sí. Cualquiera que sea la violencia que se ejerza sobre la letra de la experiencia colectiva, el espíritu de esa experiencia permanece intacto y sigue siendo verídico. Es su noción de sí mismos, su comprensión de quiénes son. Y justo fue ese el motivo por el que empecé a escribir estas páginas, porque a decir verdad nunca he estado muy seguro de quién soy yo.
Siempre he cambiado de identidad con la misma facilidad con que otros mudan de ropa. Ni siquiera mi voz, con sus inflexiones y ritmos, parece pertenecerme del todo. En el curso de algunos trabajos periodísticos en los que he tenido que grabar largas entrevistas con políticos, estrellas de cine o camioneros, no he podido evitar que mi voz se volviese casi indistinguible de la voz de la persona con la que estaba hablando a la altura de la tercera o la cuarta cinta. Una especie de mimo natural que hay en mí se ocupa de apoderarse de cualquier tic verbal o gesto que se me ponga a tiro. Ese imitador que hay en mí nunca me ha agradado particularmente, en realidad me ha resultado bastante enojoso.
Pero lo que soy, sea eso lo que sea, tiene su origen allí, en el condado de Bacon, de donde me marché a los diecisiete años para unirme al Cuerpo de Marines y donde jamás volvería a residir. Aunque siempre he sabido que parte de mí nunca se fue ni podrá irse jamás del lugar en que nací y que lo más importante de mi vida tuvo lugar durante mis primeros seis años. La búsqueda de aquellos seis años me condujo en primer lugar, inevitablemente, a la corta vida y temprana muerte de mi padre. Por lo tanto, para lo que sigue a continuación, tuve que confiar no solo en mi propia memoria, sino también en la memoria de otra gente: la biografía de una infancia que, forzosamente, ha de ser la biografía de un lugar, de un estilo de vida que ha desaparecido para siempre de este mundo.
En un resoplante día de marzo de 1927, poco antes de su vigesimotercer cumpleaños, mi padre se puso en camino de vuelta a casa con su amigo Cecil a bordo de aquella camioneta Ford Modelo T. Pero ya llevaban seis años en los pantanos y no tenían ninguna prisa por llegar. Con una botella de whisky plantada entre ambos sobre la tabla del suelo del vehículo les llevó cerca de tres semanas recorrer los casi 800 kilómetros de la autopista asfaltada U.S. 1, de dos carriles, que iba por la costa de Florida, bordeando el océano, desde Miami, pasando por Fort Pierce y Daytona, hasta Jacksonville. Desde Jacksonville se desviaron hacia el río St. Marys que divide Florida de Georgia. El aire se volvió más denso con el aroma de la trementina y de los pinos cuando se dirigieron hacia el norte por Folkston y Waycross y, finalmente, por Alma, un pueblo de calles de tierra con una desmotadora de algodón, un alma-cén, dos tiendas de comestibles, una tienda de semillas y fertilizantes y un médico que, aparte de una caja registradora, tenía unos cuantos corrales para meter sus honorarios cuando adoptaban la forma de pollos, cabras y cerdos.
En su camino de vuelta a casa mi padre llevaba consigo una caja de zapatos con un montón de fotografías en las que salía él en compañía de cinco o seis colegas, botellas de whisky, pistolas, rifles, mapaches y cocodrilos sujetos con correas, todas ellas tomadas en el escabroso mar desenterrado de juncos y manglares en el que habían ido trazando el Camino Tamiami.
Mientras escribo estas líneas todavía conservo esas fotografías, ya amarillentas, en la misma caja de zapatos de cartón donde siempre han estado. Durante más de cuatro décadas, a medida que la vieja caja de zapatos se iba desgastando, más o menos cada año, trasladaba las fotografías a otra caja. Una vez las coloqué en un álbum de tapas de cuero duro pensando que era el mejor lugar para conservarlas. Pero a la semana las volví a sacar. El álbum no me convenció. No me gustaba verlas atrapadas entre aquellas páginas tan rígidas y protegidas. Nunca pensé en la causa de aquel desagrado pero ahora creo que fue porque una caja de cartón gastada y vulnerable reflejaba de un modo más apropiado mi frágil conexión con mi padre, a quien nunca llegué a conocer pero cuya presencia no solo nunca me ha abandonado sino que me ha perseguido siempre a una distancia muy corta aunque inasible, como una especie de vaga sombra apenas percibida.
Al mirarlas ahora creo que veo algo de lo que fue mi padre y algo de lo que he acabado siendo yo. Con su 1,88 de altura y un peso que rondaba los 77 kilos siempre fue un tipo más alto que yo. Todo en él (el modo en que posa, cada uno de sus gestos) sugiere un hombre de inagotable y exuberante energía, un hombre que está convencido hasta la médula de que cualquier cosa que merezca la pena hacerse ha de hacerse ya y hasta las últimas consecuencias. Es como esa pistola que anda siempre desenfundada; siempre dispuesto a empinar el codo y apurar la botella hasta las heces. Ya ha sufrido a lo largo de su corta vida los suficientes reveses, enfermedades y pérdidas como para haber acabado con él de haber sido menos hombre, pero la mayoría de las veces luce en su rostro una sonrisa de casi maníaca alegría, una sonrisa ensanchada en torno a una boca llena de dientes aflojados por la piorrea, una enfermedad que acabaría por llevarse los dos dientes frontales de su encía superior antes de morir al poco de nacer yo.
Fueron ascendiendo por la costa de Florida, deteniéndose aquí y allí, quedándose en algún lugar de Jacksonville durante cerca de una semana, bebiendo y armando jaleo de la mejor manera en que podían hacerlo unos jóvenes que habían estado trabajando a destajo y que ahora contaban con dinero en el bolsillo, sin dejar ni un segundo de parlotear, rememorando una y otra vez sus hazañas, dónde habían estado, hacia dónde se dirigían y lo que esperaban tanto para sí mismos como para sus familias, aun cuando mi padre tuviera la completa convicción de que nunca podría tener hijos.
–No es lo peor que te podría haber pasao –dijo Cecil–. No eres más que un semental medio castrao.
–Eso no es ni medio gracioso, Cecil.
–Eso mismo creo yo. Pero sigue sin ser lo peor que te podría haber pasao.
Estaban en el río St. Marys en una barca de remos alquilada, a la deriva, bebiendo, sin prestar la menor atención al movimiento de los corchos que oscilaban al extremo de sus sedales, sin preocu-parse de si pescaban algo o no después de haberse pasado seis años en un pantano donde abundaban tanto los peces como los mosquitos.
Mi padre añadió:
–Será lo peor hasta que ocurra algo aún peor.
Cecil le dedicó su pausada sonrisa ebria, una sonrisa rebosante al mismo tiempo de amor y cachondeo.
–Lo peor habría sío dejar que aquel viejales y su chico te zampasen vivo.
–Tendrían que haberlo hecho, por Dios.
–Oh, no les habría costao ná. Ya se habían merendao a un montón antes de darse cuenta de lo tiernito que estabas.
–Ya me lo supongo. Aunque espicharla no debe ser tan jodío. La gente cae muerta sin darse cuenta a toas horas y en toas partes.
Cecil dijo:
–Una cosa es caerse muerto. Y otra mu diferente que venga alguien y te parta la crisma.
No eran hombres violentos pero sus vidas estaban llenas de violencia. Cuando mi padre llegó a los Everglades empezó a trabajar en la cuadrilla encargada de allanar la ruta y, por tanto, durante días, a veces durante más de una semana, se hallaba lejos del campamento principal. Cuando estuvieron a punto de matarle en el tiempo que se pasó trabajando en aquella cuadrilla, Cecil también estuvo muy cerca de matar a un hombre. El capataz de mi padre era un viejo entrecano que siempre apestaba a tabaco de mascar, sudor y whisky y a quien todo el mundo en la constructora tenía por un hombre tan rabioso como un perro al que le hubiese picado una abeja en el culo. No tenías que caerle mal para que se cebara contigo, incluso podía llegar a lisiarte. Simplemente le gustaba hacer daño y mutilar a la gente y tenía un hijo que no podía negar ser hijo de su padre.
Como el mío solo tenía diecisiete años cuando llegó a los Everglades toda la furia del peculiar humor de aquel tipejo y su retoño cayó sobre sus espaldas, hasta el punto de que en cierta ocasión, al romperse un cable en lo que se pretendió hacer pasar por un accidente, casi le costó una pierna. Si solo se hubiese tratado de un rito de iniciación la cosa no habría pasado a mayores. Pero mi padre se vio bajo una lluvia constante de novatadas sanguinarias.
Cuando regresó al campamento encontró a Cecil junto al carro de la comida. Al acabar de comer mi padre le dijo:
–Estoy acojonao, Cecil. Ese viejo y su hijo me van a matar.
Cecil siguió enfrascado en sus frijoles.
–No va a matarte.
–Me temo que es lo que intenta.
Cecil bajó el plato y dijo:
–No, no va a hacerlo porque tú y yo vamos a arreglarlo ahora mismo.
Cecil medía algo más de dos metros y pesaba entre 113 y 125 kilos, dependiendo de la estación del año.
–Cecil, ese viejo no sabe la fuerza que tiene.
–Pues está a punto de averiguarlo. Tú mantén al hijo apartao. Yo me ocupo del viejo.
Encontraron al viejo y a su hijo en la draga y la pelea fue tan corta como brutal. Cerraron con llave la draga y cayeron al lodo. El viejo se hundió en el barro pero sin dejar de aferrarle la garganta a Cecil y habría acabado con su vida de no haber pensado Cecil en llevar un perno de acero de veinticinco centímetros en el bolsillo trasero de su peto que no dudó en utilizar para abrirle el cráneo. Pero incluso con la cabeza partida fueron necesarios dos hombres para desprenderle las manos del cuello.
Llevaron al viejo a un hospital de Miami y el hijo, a quien mi padre se las había arreglado para marcar superficialmente con un corte en la frente y otro que le recorría la espalda, se fue con él y no se volvió a saber más del asunto. Al menos por el momento. Pero poco menos de dos meses más tarde llegó al pantano la noticia de que el viejo y su chico regresaban.
–Yo y Luther volvemos pa arreglar las cosas. Vamos a ir merendándonos a los grandes de uno en uno y a los pequeños a puñaos.
Cecil respondió al mensaje en un trozo de hoja de un cuaderno a rayas: «Si tú y ese chaval venís a por mí y a por Ray, aseguraos antes de tener vuestros ataúdes fabricaos y bien a punto. Porque vais a necesitarlos en cuanto os saquemos de aquí a patás».
Por el motivo que fuese al viejo y a su chico no se les volvió a ver el pelo por el pantano. Las cosas se habían arreglado. Seguramente para satisfacción de ninguna de las partes, pero el caso es que se arreglaron. Y lo hicieron ellos mismos, sin necesidad de recurrir a la ley ni a los tribunales. Algo nada raro entre los de su especie.
Más arriba, en el condado de Jeff Davis, en los alrededores de donde yo nací y me crié, mataron al marido de cierta mujer y ella, embarazada de siete meses, fue la única testigo del homicidio. Cuando el sheriff intentó obtener el nombre del culpable ella se limitó a señalar su tripa hinchada y dijo: «Él sabe mu bien quién fue y cuando llegue el momento arreglará las cosas». Y eso fue lo único que declaró.
En el condado de Bacon el sheriff era el hombre encargado de mantener la paz pero si tenías un verdadero problema no acudías a él para solucionarlo. Lo solucionabas tú solito o de lo contrario se te acababa conociendo en todo el condado como un hombre indefenso e incapaz de hacer nada si no estaba el sheriff delante. Y si eso llegaba a pasar te convertías en el acto en víctima de la brutalidad y el salvajismo del vecindario hasta que dabas con tus huesos en la tumba. A menudo había hombres que mataban a otros hombres no porque hubiese existido alguna ofensa que mereciese la muerte, sino porque había habido una ofensa, punto. En el sur de Georgia no es raro matar a un hombre a causa de una discusión por la propiedad de unos perros de caza o los límites de un cercado.
Ese era el condado de Bacon al que por fin llegaron en la camioneta hacia mediados de marzo de 1927. Había muy pocos hacendados. La mayor parte de la gente cultivaba o bien a través de contratos de aparcería o bien arrendando la tierra. Al hacerlo por contrato de aparcería el propietario proporcionaba la tierra, el fertilizante, las semillas, las mulas, los arreos y los arados y, una vez llegada la cosecha, se quedaba con la mitad de la producción. Si arrendabas la tierra le pagabas al hacendado una cierta suma de dinero por el uso de esta y en paz. Lo único que se quedaba era el dinero. En cualquiera de los dos casos seguían siendo arrendatarios y la supervivencia era una crisis del día a día tan real como el raquitismo en los huesos de sus hijos o los gusanos que en ocasiones les salían en la tripa para anidar luego en sus gargantas y que había que extraer con la mano para que los niños no se ahogasen.
Por aquel entonces el condado era joven, se había creado en 1914 y su nombre procedía del senador Augustus Octavius Bacon, que había nacido en el condado de Bryan y había vivido la mayor parte de su vida en la ciudad de Macon. El condado de Bacon es tan llano como el mismo mapa en el que se traza y está cubierto de pinos, robles, dunas y algunos tupelos y laureles en las vegas próximas a los riachuelos. Los condados de Jeff Davis y de Appling quedan al norte, los de Pierce y Coffee al este, y el mayor condado del estado, Ware, confluye con su frontera meridional.
Había un sector del condado de Bacon famoso en todo Georgia por la destilación ilegal de alcohol, los perros de caza y toda suerte de violencia. Se llamaba Scuffletown 2, no porque fuese un pueblo, ni siquiera un cruce de caminos con una tienda, sino porque como decía todo el mundo: «Por allí siempre andan metidos en alguna refriega». A veces las refriegas eran serias; a veces no.
Alrededor de un mes antes de que mi padre condujese de vuelta al condado, Jay Scott se fue de la lengua más de la cuenta delante de un hombre llamado Junior Carter, alias «Ojo Chungo». Le habían puesto ese mote porque cuando era joven y estaba instalando una alambrada le salió rebotada una grapa tras un martillazo y se le incrustó en el ojo derecho. Recorrió tan campante a lomos de una mula todo el camino hasta Alma y el médico se la extrajo, pero se quedó tuerto. Aquel único e imperturbable ojo izquierdo te miraba desde entonces de un modo intenso, incluso demencial, y se decía que podía llegar a hechizarte.
Durante mucho tiempo había existido mala sangre entre Ojo Chungo y Jay Scott a propósito de cierto malentendido con unos verracos. Ojo Chungo estaba cortando leña para la estufa cuando se presentó Jay. El montón de leña estaba al otro lado del cercado que corría a lo largo de la carretera. Jay se detuvo en mitad de la carretera y se quedó mirándole durante un buen rato. Pero, al final, no le bastó solo con mirar.
–Será mejor que te andes con cuidao, viejo, no vaya a ser que salga volando una astilla y te reviente el único ojo que te queda.
Ojo Chungo siguió cortando, los impactos del hacha tan regulares como el tictac de un reloj. Ni siquiera se molestó en alzar la vista.
–Un astillazo en ese ojo y tendremos que llamarte Cara Chunga.
Ruby, la esposa de Ojo Chungo, vio todo el episodio desde el porche trasero de su casa. Jay distinguió a Ruby allí en el porche y elevó el tono de voz para que ella también lo escuchara:
–¿Por qué no le dices a tu señora que se venga? Me han contao que es ella quien se encarga de hacerte casi to el trabajo con el hacha.
Fue entonces cuando Ojo Chungo alzó la vista exhibiendo una vena enorme en la frente.
–Mientras estés ahí, en mitá de la carretera, puedes hablar to lo que quieras. Pero ni se te ocurra cruzar la valla y pisar mi tierra… Claro que no creo que tengas huevos, ¿verdá?
Jay cruzó la cuneta y no dudó en poner un pie en el alambre y una mano en el poste de la cerca para impulsarse y saltar al otro lado. Pero nunca llegaría a hacerlo. De ahí no pasó. Ojo Chungo, que había vuelto a ponerse a cortar sin perder el ritmo, desvió en el último momento la trayectoria del hacha y le atravesó la muñeca hasta dejar la hoja incrustada unos cinco centímetros en la parte superior del poste. Ruby dijo que se apostaba a que los gritos de Jay pudieron oírse en ocho kilómetros a la redonda. Y que pudo haber hasta quien llegase a pensar que, aún en fecha tan tardía, estaban degollando cerdos.
Jay se amarró el antebrazo con el cinturón y acto seguido se desvaneció en la cuneta. Cuando volvió en sí, Ojo Chungo estaba sentado sobre el montón de leña sosteniendo su mano sanguinolenta.
–Esta mano me pertenece ahora a mí, hijoputa. Porque resulta que me la he encontrao en mis tierras.
Jay volvió a desmayarse. Dos parientes de Ojo Chungo Carter fueron asesinados en la lucha por recuperar aquella mano. Jay quería darle un entierro cristiano. Nunca lograron recuperarla pero Ojo Chungo se fue un día a pescar y no regresó. Al final lo encontraron flotando en el río Little Satilla. Su cuerpo azulado y arrugado había logrado sacar a la superficie los casi veintitrés kilos de dientes de arado oxidados que le habían atado a los tobillos.
De esa parte del condado procedían mi padre y los suyos, de ese lugar que se conoce como las Bifurcaciones del Huracán, no lejos de Cartertown, que tampoco es que sea un pueblo propiamente dicho sino una parte del condado en la que casi todos los granjeros se apellidan Carter. Las Bifurcaciones del Huracán fue el lugar en el que surgieron los dos anchos riachuelos del Pantano del Gran Huracán que discurrían por todo el territorio, uno se llamaba Pequeño Huracán y el otro Gran Huracán. Hasta que no fui un hombre maduro no me enteré de que la palabra que utilizábamos era huracán porque todo el mundo la pronunciaba como «alacrán».
Así es que mi padre regresó a su tierra natal, donde vivían sus progenitores, Dan y Lilly, con su familia, una familia que, como todas las familias de aquel entonces, era bastante numerosa. Sus hermanos y hermanas eran Vera, D.W., Bertha, Leroy (lisiado de nacimiento), Melvin, Ora, Pascal y Audrey.
El abuelo de mi padre en su tiempo fue propietario de esclavos y un importante hacendado, pero su familia, como la mayor parte de las familias de aquella época y de aquel lugar, vivió tiempos funestos. Siguieron poseyendo la tierra en la que vivían pero tuvieron que luchar sin tregua a causa de la perpetua hipoteca impuesta por el banco. Contaban con un sitio en el que poder reposar la cabeza y, por lo general, con suficiente comida, pero cuando mi padre llegó a casa desde el pantano los granjeros andaban comentando que en el condado no había dinero en metálico ni para taparle los ojos a un muerto.
Mi padre se dispuso a hacer lo que tantos otros jóvenes habían hecho antes que él, esto es, sin llegar al punto de ponerse en evidencia, se comportó de un modo tan impróvido que no tardó en dilapidar la escasa fortuna que había conseguido reunir trabajando en Florida. Cecil se fue en su camioneta a vivir a las montañas del norte de Georgia, por lo que mi padre se compró una Ford Modelo T, un traje blanco de seda y un sombrero también blanco de ala ancha. A su madre le compró un piano. No sé cómo se las ingenió después de lo del coche y el piano pero, a juzgar por el número de fotografías que conservo de él en las que aparece con uno de aquellos trajes blancos, debió comprarse varios. En plena flor de su virilidad ofrecía un porte magnífico en las fotos y siempre salía posando con una señorita al lado, en ocasiones con varias.
Ahora levanto la tapa de la caja de zapatos y rebusco en su interior. La primera fotografía que me encuentro es de él, con el pie apoyado en el estribo de su Ford Modelo T junto a una joven con un gorro, el sol les da en el rostro, sonríen. Y mirarle la cara es como contemplarme en un espejo. Sus pómulos altos y lisos, y ese considerable puente de hueso que proyecta una sombra permanente sobre sus ojos. Hay alegría y una gran confianza en su pose, su brazo en torno a la chica, un gallito con la pelvis inclinada. Y junto a esa fotografía hay más: él sentado bajo un árbol en compañía de otra joven, esta de pelo corto y con un sombrerito sin ala que parece más bien una gorra; él apoyado en el guardabarros frontal de la camioneta, aún con ese inmaculado traje de seda blanco y junto a otra jovencita distinta; él posando entre dos muchachas endomingadas a la orilla del río, probablemente el Pequeño Huracán.
No hay duda de que en esa época le encantaba, como se suele decir en el condado de Bacon, disponer de ganado seco. A las solteras, o al menos a aquellas jovencitas que nunca habían tenido hijos, se las denominaba ganado seco en referencia al hecho de que las vacas no dan leche hasta que paren un ternero. Una manera muy poco halagüeña de referirse a las mujeres, Dios lo sabe, pero aquellos eran tiempos poco halagüeños.
También le daba fuerte a la botella, como tantos otros hombres de la familia. Bebía whisky, retozaba con ganado seco y se pasaba las noches en los bosques persiguiendo zorros, parloteando y rién-dose con sus amigos de un modo tan presumido como para hacer que siempre que fuese posible quedase inmortalizado en la cámara de alguien. Debió ser una buena época para él, la época en la que aún no tenía esposa ni hijos, ni todas las obligaciones que conllevan.
Debido a las historias que escuché, a su temeridad, a su tendencia a quedarse despierto toda la noche y a deambular por los bosques cuando quizá debiera haber estado ocupándose de otras cosas, así como a su indómita ingesta de whisky, a menudo me he preguntado si, de alguna manera que no pudo o no quiso expresar, sentía su temprana muerte acechando a la vuelta de cada esquina. Había sido un niño extremadamente enfermizo y el abuelo Dan Crews jamás pensó que llegaría a adulto. Cuando papá tenía tres años contrajo fiebre reumática y a causa de esta acabó desarrollando lo que entonces se denominaba un «corazón encharcado». Tras empeorar su insuficiencia valvular, por lo visto a causa de la fiebre, sus riñones dejaron de funcionar bien, debió hincharse por la retención de fluidos y se pasó la mayor parte de su infancia sentado en una silla o medio reclinado en la cama.
Los médicos de Baxley y Blackshear, e incluso de lugares tan apartados como Waycross (a unos cincuenta y seis kilómetros), fueron incapaces de ayudarle. El abuelo Dan, desesperado, pidió por correo unas píldoras que había visto anunciadas en el almanaque. El hermano de mi padre, el tío Melvin, me contó que cuando llegó la medicina resultó que las píldoras eran del tamaño de las que se les recetaban a los caballos. El abuelo Dan extrajo una, la miró y decidió que, con lo pequeño que era su hijo y lo enfermo que estaba, no podía administrarle aquellas monstruosidades. Así es que las puso en el travesaño de encima de la puerta y se olvidó de ellas. Pero mi padre, que por entonces solo tenía cinco años pero ya daba muestras de esa práctica testarudez que le acompañaría a lo largo de toda su breve existencia, empezó a tomarse las pastillas sin que nadie lo supiera. Ya fuese por las pastillas o por la gracia de Dios, lo cierto es que la hinchazón se fue reduciendo y en un mes ya pudo salir de nuevo al campo y trabajar un poco con la azada, y seguiría mejorando gradualmente a lo largo de las siguientes semanas.
Pero siempre conservó aquella suerte de murmullo instalado en el corazón. Mi madre dice que podía oír sus siseos y sus brincos cuando se acostaba con él al caer la noche, con la cabeza apoyada en su pecho, y al final fue ese corazón siseante y saltarín el que acabó con su vida. Eso y su predisposición a hacerse daño. Pare-cía que ya entonces había algo en él, y seguiría habiéndolo después, una especie de demonio, incluso de locura, que le llevaba a trabajar en exceso, a irse de juerga con la misma imprudencia y a mostrarse siempre más pendenciero de lo que le convenía.
Quizá fuese su convicción de que nunca podría tener hijos lo que le hirió por dentro, lo que le torturaba y le obligaba a comportarse de aquel modo. Tuvo que haber pensado en ello a menudo y debió causarle no poco sufrimiento. En aquel entonces la familia era algo importante, y no porque los hijos fuesen de utilidad en el campo para desgranar el maíz, escardar los campos de algodón, mantener húmedos los patatales, ayudar en la matanza del cerdo y todo lo demás. No. Era importante porque una familia numerosa era lo único que un hombre podía estar seguro de poder poseer. Ninguna otra cosa estaba garantizada. Si un hombre no tenía educación, o aun habiéndola recibido, la esperanza de llegar a depositar dinero en el banco y conservarlo, o de poseer un buen pedazo de tierra libre y despejada, resultaba tan remota que muy pocos se tomaban la molestia de albergarla. La madera en el condado era de poco valor y había muy pocas vegas ricas. La mayor parte del suelo era pobre y estaba lixiviado y además el fertilizante costaba un riñón. Pero un hombre no precisaba de buenas tierras ni de hileras de árboles madereros para tener hijos. Lo único que necesitaba era un par de pelotas y el deseo de tenerlos.
Y en ese mismo hecho, la importancia de la familia, radica lo que yo creo que es el punto podrido del centro de mi existencia o, dicho de otra manera, el punto podrido del centro de lo que mi vida hubiese podido llegar a ser si las circunstancias hubiesen sido distintas. Yo procedo de una gente que cree que el hogar es tan necesario y vital como el mismo latido de tu corazón. Es esa casa única en la que naciste, en la que viviste tu infancia y en la que te criaste hasta llegar a ser un joven adulto. Ese lugar es tu ancla en el mundo, junto con el recuerdo de tu familia en torno a la inmensa mesa de la cena cada noche y la convicción de que siempre estará ahí, aunque no sea más que en la memoria.
Es probable que algo así sea importante para cualquiera en cualquier parte del mundo, pero en el condado de Bacon (aunque nadie, que yo sepa, lo haya afirmado jamás) la gente entendía que si no tenías un hogar, muy pocas cosas serían tuyas, nada de este mundo llegaría a pertenecerte nunca. Desde que alcancé la madurez he vuelto a dirigir la mirada hacia aquella época en la que fui niño y he pensado en lo maravilloso que sin duda ha de ser pasar los primeros diez o quince años de tu vida en una misma casa (el hogar), moviéndote entre los mismos muebles, viendo en las sempiternas paredes familiares las mismas fotografías de la gente de tu propia sangre. Y aún más maravilloso poder regresar a ese mismo lugar de tu infancia y contemplarlo a través de los ojos de un adulto comparando todo lo que ves con los recuerdos lejanos de cómo fueron las cosas cuando fuiste un crío.
Pero como durante mi infancia estuvimos dando bandazos de un sitio a otro, no hay ni un solo lugar que pueda considerar mi hogar. El condado de Bacon es mi hogar y he tenido que conformarme con eso. Si me pongo a pensar en el lugar del que procedo pienso en todo el condado. Pienso en toda su gente y en sus costumbres, en toda su belleza y en toda su fealdad.
1 Término en lengua creek o mikasuki, hablada por los indios semínolas y miccosukkes que significa «casa». Son casas de plataforma construidas con palmeras y paja sobre palos (N. del T.).
2 Pueblo de refriegas (N. del T.).
Por haber sido tan inestable como el viento, siempre en tránsito, he perdido treinta y cinco años del rastro de mi familia paterna. Nada específico recuerdo de mis abuelos paternos y por esa parte de la familia mis tíos y tías fueron unos completos extraños hasta que me hice mayor. No fue culpa de ellos, tampoco mía. No fue culpa de nadie. Simplemente sucedió así.
Todo lo contrario sucede con los parientes por parte de mi madre. Mi tío Alton, su hermano, fue como un auténtico padre para mí. Ya ha muerto pero siempre conservaré un recuerdo vívido de él en mi corazón.
Me hallaba sentado en los escalones del porche delantero justo después de haber salido del Cuerpo de Marines en 1956, con vein-tiún años, mirándole fumar sus cigarrillos Prince Albert liados a mano, uno detrás de otro, y escupir entre sus pies hacia el jardín. Era tan reservado que bastaba que pronunciara una frase de diez palabras para que te diera la impresión de que llevaba hablando toda la tarde.
Fue quizá la amistad más íntima y antigua que tuvo mi padre. Y recuerdo estar sentado en aquellos escalones mirándole desde abajo, mientras se balanceaba en su mecedora y hablábamos de mi padre, cuando le dije que pensaba que lo peor que me había suce-dido en la vida fue su temprana muerte, y que por no haberle llegado a conocer tenía la certeza de que, de una u otra forma, me iba a pasar buscándole hasta el fin de mis días.
–¿Qué es lo que quieres saber? –me preguntó.
–No sé –dije yo–. Cualquier cosa. Todo.
–To no se pue saber –dijo–. Y cualquier cosa no te será de mucha ayuda.
–Pienso que lo mismo sí –dije–. Cualquier cosa me ayudará a verle mejor que ahora. Al menos podré hacerme una idea.
Me contempló fijamente durante unos segundos con sus penetrantes ojos grises desde la sombra que proyectaba el ala de aquel sombrero de fieltro negro que nunca se quitaba y dijo:
–Tú y yo vamos a darnos una vuelta.
Se encaminó hacia la camioneta que estaba aparcada en el camino al otro lado del jardín y le seguí. Como era de esperar, viniendo de él, en ningún momento me reveló a dónde íbamos ni yo me molesté en preguntarle. Para mí ya era más que suficiente poder dar una vuelta con él por las llanas carreteras de tierra, entre los muros de pinos negros, camino de Alma. Él vivía por aquel entonces a unos cinco kilómetros del río Little Satilla que separa el condado de Bacon del de Appling y muy cerca de dos granjas en las que viví de pequeño. Condujimos los diecinueve kilómetros que nos separaban de la carretera asfaltada que llevaba al pueblo y al poco de tomarla se detuvo en una pequeña tienda de comestibles cubierta de carteles de Pepsi Cola, cerveza de raíces, tabaco de mascar Redman y rapé, con dos surtidores de gasolina en la parte frontal, junto a varias camionetas aparcadas en un solar de arcilla roja.
Bajamos y entramos. Había unos hombres sentados al fondo de la tienda sobre barriles de clavos y sillas con respaldo de barrotes, o en cuclillas, aparentemente sin hacer nada aparte de fumar, mascar y pegar la hebra.
Uno de ellos se aproximó a donde nos habíamos detenido junto al mostrador.
–¿Cómo va eso, Alton? –dijo.
El tío Alton le respondió:
–To bien. ¿Tú también to bien, Joe?
–Mu bien, eso creo. ¿Qué se te ofrece?
–A ver si puedes darnos dos de esas Coca-Colas fresquitas.
El hombre sacó dos Coca-Colas de la mellada caja roja que tenía a sus espaldas y el tío Alton le pagó. Nos acercamos al lugar donde los demás hombres estaban charlando. Todos se dirigieron al tío Alton de ese modo parco y sencillo que tienen los hombres que se conocen de toda la vida.
Estuvieron hablando un rato del tiempo, sobre todo de la lluvia, y acerca de esas otras cosas de las que suelen hablar los hombres que viven de la tierra cuando se ven después de un tiempo, serios pero con ese tono resignado en la voz que te indica que son plenamente conscientes de que hablan para pasar el rato porque no tienen ningún control sobre las cosas de las que hablan: gorgojos en el algodón, gusanos barrenadores en el ganado, las cuotas del gobierno por el área dedicada al cultivo de tabaco, el precio desorbitado del fertilizante comercial.
No llevábamos allí mucho tiempo cuando el tío Alton dijo de pasada, como si se le acabase de ocurrir:
–Este es el chico de Ray Crews. Se llama Harry.
Los hombres se volvieron y me miraron durante un tiempo considerable y volvió a parecer que para ellos se trataba de la cosa más natural del mundo ponerse de repente a hablar de mi padre, que llevaba muerto más de veinte años. Entonces no lo sabía y seguí sin saberlo ni enterarme hasta mucho más tarde, pero lo que había hecho el tío Alton, a causa de lo que le había dicho en el porche, era llevarme en la camioneta a hablar con hombres que habían conocido personalmente a mi padre.
Es probable que aquellos hombres ya lo supieran, o quizá solo fue que mi padre les caía lo bastante bien como para que la sola mención de su nombre bastase para hacerles recordar historias y apreciaciones acerca de la gente que pertenecía a su familia. Sin darle mayor importancia empezaron a hablar sobre aquellos tiempos en que mi padre no era más que un crío, de la cantidad de críos que había en su familia y de cómo ahora las familias no eran tan numerosas como en aquel entonces, y de ahí pasaron a hablar de la hermana de mi abuela, la tía Belle, que tuvo catorce hijos que vivieron hasta alcanzar la edad adulta, para acabar rememorando la época en que aquel tipo del gobierno mató a Orin Bennett, uno de los muchachos de la tía Belle, en un alambique ilegal.
–Bueno –dijo uno de ellos–, la mayoría de la gente se piensa hoy que destilar licor ilegal era un trabajo fácil. Pero no lo era.
–Era un trabajo duro. Duro de verdá.
–La mayor parte de los hombres que conocí en aquellos tiempos –dijo el tío Alton– lo hacía porque no había otra cosa que hacer. Trabajaban en lo único que se podía. Y mucho me temo que los que lo siguen haciendo hoy lo hacen por la misma razón.