Edición en formato digital: octubre de 2015
En cubierta: El pólipo deforme vagaba por las riberas,
cual suerte de cíclope sonriente y horrible, de Odilon Redon (1883),
y La quimera, de Gustave Moreau (1862)
Título original:
Die schrecklichen Kinder der Neuzeit.
Über das anti-genealogische Experiment der Moderne
Colección dirigida por Ignacio Gómez de Liaño
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Suhrkamp Verlag Berlin, 2014
All rights reserved by and controlled through Suhrkamp Verlag Berlin
© De la traducción, Isidoro Reguera
© Ediciones Siruela, S. A., 2015
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-16465-79-8
Conversión a formato digital: María Belloso
Advertencia preliminar
Sobre herencia, pecado y modernidad
Capítulo 1
El flujo permanente
Sobre una ocurrencia de madame de Pompadour
Capítulo 2
Existencia en el hiato o El triángulo moderno de preguntas
De Maistre – Chernishevski – Nietzsche
Capítulo 3
Ese exceso intranquilizante de realidad
Observaciones previas al proceso de civilización
tras la ruptura
Capítulo 4
Leçons d’histoire
Siete episodios de la historia de la deriva al abismo: de 1793 a 1944-1971
París, 22 de enero de 1793, hacia las ocho de la tarde
París, 2 de diciembre de 1804
Zúrich, 5 de febrero de 1916
Ekaterimburgo, la noche del 16 al 17 de julio de 1918
Moscú, 13 de marzo de 1938
Poznan, 4 de octubre de 1943
Bretton Wodds, 22 de julio de 1944 /Washington, 15 de agosto de 1971
Capítulo 5
El super-ello: De la materia de la que son las sucesiones
I. EN EL COPY-SHOP DE LA EVOLUCIÓN
II. EL ESPÍRITU DE LOS PATRIARCAS Y LA CADENA DE TRANSMISIÓN
III. ENGENDRAMIENTOS DE MONSTRUOS EN EL HIATO: QUIMERAS Y DISCÍPULOS DE FILÓSOFOS
IV. EL BASTARDO DE DIOS: LA CESURA-JESÚS
Capítulo 6
La gran liberación
I. ECCE HOMO NOVUS
II. NACIMIENTOS IRREGULARES
III. LOS HIJOS DEL ABISMO
La mística como rebelión antigenealógica
IV. LOS BASTARDOS GLORIOSOS DESFILAN
V. DISCRIMINACIÓN CREATIVA: LEGALES E ILEGALES
Un tríptico
VI. NI UNA PALABRA MÁS SOBRE ASCENDENCIA
Voiture – Sade – Jefferson – Emerson – Stirner – Marx – Deleuze/Guattari
Panorama
En el delta
Notas
I grow, I prosper.
Now, gods, stand up for bastards!
WILLIAM SHAKESPEARE, El rey Lear, I, 2
El ser humano es el animal al que hay que explicar su situación. Si levanta la cabeza y mira sobre el borde de lo obvio, lo agobia la desazón por lo abierto. La desazón es la respuesta adecuada al superávit de lo inexplicable sobre lo explorado.
Pronto se manifiesta así una desazón en las preguntas por el origen, finalidad y significado de la situación humana. Los filósofos griegos mitificaron esa desazón como «asombro» (thaumazein), suponiendo que ese sentimiento era intelectualmente estimulante y existencialmente elevado siempre. Los románticos siguieron a los filósofos. Elevaron el fenómeno a la categoría de arcano. Quisieron reconocer en él la fuente de la poesía, como si el asombro fuera la reacción de la cotidianidad ante el misterio. Descartes fue el primero que desmitificó el asombro presentando el estonnement como la primera y más desagradable entre las «pasiones del alma». Que no puede ser nunca más que mala1.
En cualquier caso, nunca pudo liberarse al sentimiento cotidiano del desagradable carácter de la situación. No conoces los inicios, los finales son oscuros, en alguna parte entremedias has sido abandonado. Estar en el mundo significa estar en lo oscuro. Lo mejor es mantenerse en la apariencia de que uno sabe orientarse en ese entorno cercano que desde hace algún tiempo se llama el «mundo de la vida». Si renuncias a preguntar más estás provisionalmente seguro.
Al principio no fue la palabra, sino la desazón que busca palabras. En el mito recayó la tarea de mostrar caminos de salida de la oscuridad primera. De aquello de lo que no se podía guardar silencio hubo que contar cosas. Contar o narrar significa hacer como si se hubiera estado presente en el comienzo. A los narradores les gusta simular que con sólidos recipientes atados a largas cuerdas son capaces de extraer de los pozos del pasado. A menudo la afirmación de poseer una fuerza narrativa superior fue acompañada por la sugestión de que se ha recibido de círculos del más allá, normalmente bien informados, informaciones privilegiadas sobre las circunstancias más próximas al final.
Por el éxito del cristianismo, en la esfera de la civilización occidental se impuso la interpretación que hace la Biblia de la desazón del ser-en-el-mundo. Interpretación que mediante un corto relato transmite una lección evidente, aunque sombría: si no pocas veces nos sentimos sorprendidos por el diagnóstico de nuestra existencia es por un motivo comprensible. Somos seres expulsados, casi desde el principio. Todos nosotros hemos cambiado una patria por un exilio. Si estamos en el mundo es porque no fuimos dignos de permanecer en un lugar mejor.
A la luz del más poderoso mito de Occidente, en los seres posadánicos ha dejado sus huellas un castigo de carácter inexpiable, irreversible, y ha sido así generación tras generación. Ese mito trata del destierro permanente que de la situación paradisiaca nos ha desplazado a la confusión de hoy. La situación del ser humano es una consecuencia del pecado.
El mito no suprime la desazón, la hace soportable en tanto que la explica. La regla fundamental de la dinámica del mito reza: cualquier historia es mejor que ninguna historia. También un mito oscuro aclara la situación en tanto que proporciona a la desazón un marco. A menudo impide incluso que aparezca la desazón, por cuanto la explicación se anticipa al sentimiento.
Sin embargo, a causa de efectos colaterales paradójicos, en la explicación de la desazón puede aparecer en el ser-en-el-mundo el efecto de que lo difícilmente soportable vuelva en forma acrecentada: a saber, cuando la situación no clara aparece aún mucho peor, debido a las explicaciones del mito, que el desconcierto originario para cuya superación se creó el relato.
Para un incremento así de la desazón a causa de su explicación, la historia de las ideas de la vieja Europa no ofrece un ejemplo más poderoso que la interpretación del relato bíblico de la expulsión de los primeros padres humanos del paraíso hecha por Aurelius Augustinus (354-430)2. A causa de su intervención, la desazón se convirtió en desconcierto. La confusión primera se volvió perplejidad. El obispo de Hipona había recorrido el camino del mito al logos con esa congruencia que permite vislumbrar la semejanza esencial entre teología y extremismo. Congruencia que hace estremecer aún hoy, cuando uno se da el trabajo de reconstruir, una vez más, el proceso a partir de las actas. Supuso el paso de un cuento de hadas sobre el origen, lleno de referencias simbólicas y armónicos arquetipos, a una doctrina catastrófica de énfasis masoquista primario.
La elevación de la vaga desazón a una debacle metafísica dio lugar a la doctrina del peccatum originale, un terminus technicus teológico que desde el siglo XIII se reproduce en alemán por el concepto, perfectamente adecuado desde el punto de vista del contenido, de Erbsünde 3. Esa doctrina resultó de la tajante racionalización del relato bíblico de la expulsión de nuestros primeros padres del paraíso, que —con Orígenes y el Seudo-Dionisio— llevaron a cabo los lógicos-de-Dios más pretenciosos del primer milenio después de Cristo. Por regla general, el judaísmo, al que pertenecían los derechos de autor de la fábula de la expulsión, se conformó con motivar lo mejor que pudo la estancia de los seres humanos en un mundo subóptimo, pasando de generación en generación esa historia, que era rumor común en la época posbabilónica, junto con el menaje restante de tradiciones edificantes y amonestadoras. Los receptores judíos de esa fábula pudieron apuntarse el beneficio psíquico de la explicación mítica, dado que ahora ya podían saber al menos a qué atenerse. En su situación, así explicada, se las arreglaron con el animoso realismo propio desde antiguo de su tradición sapiencial.
Agustín, por el contrario, con su extremada doctrina del pecado provocó un ensombrecimiento del que el mundo occidental solo va recuperándose dubitativamente hasta el día de hoy. No quiso contentarse con tomar nota humildemente del extraparadisiaco status quo del ser humano. Se empeñó en motivar más profundamente el caso, elevándolo a un drama de distanciamiento entre el ser humano y Dios, en el que el papel del malvado tercero que ríe recayó en Satán, el narcisista cabecilla de los ángeles rebeldes. El obispo norteafricano, exmaniqueo y platónico, que había abjurado de la sabiduría mundana, se convirtió en algo más que en la diva de la teología: cantar un aria sin poner sus propias notas en ella no entraba siquiera en su consideración. Al histérico de Hipona, predestinado a altas tareas eclesiásticas por sus dotes para crear sentimientos de culpa, le pareció conveniente desprender el proceso crítico del pasado mítico para reactualizarlo en la vida de cada individuo.
Podría considerarse en principio la maniobra como un asunto de plausibilidad posterior: la idea de la justicia de Dios adquiere fácilmente una luz cuestionable si los descendientes de Adán, sin excepción, tienen que expiar un único pecado cometido en tiempo inmemorial por un antepasado, de perfil débil además, sin tener culpa alguna por sí mismos. Si ya en su formulación sencilla el mito había traído consigo el riesgo de que la razón corriente pudiera cuestionar la proporcionalidad entre falta y pena —pues la muerte, la necesidad y la enfermedad, males no conocidos ninguno de ellos en el paraíso, han de considerarse, según afirmación del apóstol Pablo, como justas consecuencias del pecado de los primeros padres—, con mayor razón entonces, respecto a los descendientes lejanos, puede plantearse la cuestión de por qué también ellos, milenios post eventum, han de seguir pagando aún por la falta de los antecesores.
Merece la pena echar una mirada a las respuestas agustinianas, y a su elaboración por parte de la teología del milenio posterior, aunque solo sea para tener de ese modo una perspectiva de la fabricación de la psique de la vieja Europa y de algunos de sus complejos determinantes.
La doctrina clásica del pecado original puede desglosarse en una parte lógica y en una moral y sexualmente patológica. No sería fácil decir cuál de las dos es más insólita para la argumentación y el sentimiento modernos. El aspecto lógico de la doctrina del peccatum originale impone a los interesados contemporáneos la tarea de retrotraerse al punto de vista de la filosofía originaria antigua y de su elaboración medieval. Según ella, todo lo originado estaría «de algún modo» contenido en el «origen» (arché, principium) y representaría solo su «desarrollo» temporal y fenoménico. Todos los seres humanos que viven posteriormente estarían, pues, copresentes «en la semilla de Adán», porque según esa lógica, fuera de servicio ya entretanto, incluso la secuencia más lejana vendría incluida ya en el primer comienzo. No hay nada nuevo en el mundo, solo el desarrollo de sustancias preformadas. Si Adán, el hombre originario, corrompió su sustancia, intacta en la creación, por el primer pecado, la corrupción se transmite a los descendientes, ya que estos están coincluidos «en él». No solo la sustancia originariamente sana ha de ser divisible y sin embargo estar presente entera en cada una de sus partes. Para la corrupción de la sustancia vale la ley de la presencia del origen en el miembro subordinado de modo parecido a como vale la del poder originario en el efecto secundario. Todo descendiente de Adán es por ello co-corrupto «en Adán».
Si la razón contemporánea ya tiene algunas dificultades con la extravagante teoría de conjuntos del pensamiento del origen, es la parte moral y sexualmente patológica del dogma del pecado original la que la desconcierta violentamente. En ella la doctrina se vuelve psicológicamente invasiva y moralmente importuna. Pretende suministrar una fenomenología del pecado que consigue mostrar cómo el primer comportamiento equivocado se reactualiza espontáneamente en cada uno de los hijos de Adán. El supuesto del peccatum originale se considera cumplido cuando la falta hereditaria del antecesor se repite en la falta propia del nacido más tarde. El proceso del pecado original no puede llevarse a cabo solo como asunción pasiva de una vieja carga, por más que el peso de la pasividad sea suficientemente grande en la condición extraparadisiaca del ser humano. Hay que mostrar, además, cómo se lleva a cabo la reavivación del pecado en el individuo, de modo que pueda atribuírsele también como acción individual. El descendiente no está dispuesto al pecado solo como heredero de la tara adanita; se hace pecador por propia intensidad.
Solo esta componenda teológico-moral protege la justicia de Dios frente al reproche de que respondiera al paso en falso de Adán con una sobrerreacción. Los descendientes tienen que cometer por sí mismos de nuevo el pecado original para merecer su condenación, o más exactamente: su condena a la condenación. Y lo cometen infaliblemente porque vienen a la vida con la tara de tener que pecar. Eso es lo que significa la astuta e impertinente expresión de Agustín de non posso non peccare como última verdad de la conditio humana natural tras la caída. La corrupción antecede al ser humano. El hombre es el ser vivo que no puede no pecar, mientras la gracia no muestre a unos pocos un camino de retorno a la integridad. Para Agustín está fuera de duda que son pocos los que se han de contar entre los elegidos. Efectivamente, en la corte de Dios solo quedan libres las plazas de los ángeles rebeldes. En el más allá no hay ni necesidad ni interés en un contingente mayor que ese de candidatos a la salvación. Para un universalismo sentimental no existe en la vera religio desde el primer instante espacio alguno, cosa que también dirán siempre al respecto apóstoles posteriores, universalistamente hiperventilados, y sus apéndices filosóficos. El cristianismo auténtico, tal como fue codificado desde Pablo hasta Agustín, sigue siendo, como estricta religión de la predestinación y la gracia, un asunto de los menos, exceptuando algunos gestos verbales erráticos «hacia todos» y pro multis 4. Su escritura sagrada, bien entendida, es más bien un libro para nadie que para todos.
El punto de apoyo para su doctrina de la inherente transmisión hereditaria del pecado lo encuentra Agustín en el proceso de generación: igual que la vida bisexuada como tal, el pecado es una enfermedad sexualmente transmisible. Más aún: el modo de la transmisión, el acto sexual, incluye la repetición del primer pecado, porque no se lleva a cabo sin superbia, es decir, sin una arrogante autopreferencia de la criatura frente a su creador. El punto álgido sexual es la huella de la soberbia demoniaca, en tanto la criatura se aparta de su origen para colocarse ella en primer lugar5. Si los seres humanos se hubieran mantenido capaces de reproducirse sin gozar de su alboroto sensual, habrían quedado más cerca de la bienaventuranza. Pero en el estado posterior al lapso tienen la espina del placer autorreferente clavada en su carne. En tanto que lleva a cabo el giro hacia la preeminencia del yo, la voluptuosidad sensual se hace indigna de la eternidad.
En contextos modernos el argumento agustiniano se arroparía con la tesis de que el placer por el placer hace valer la disposición «narcisista» de la psique: esta tesis, sin embargo, por volver a la dicción religiosa y metafísica, no es compatible con la ordenación de la criatura en las jerarquías cósmicas. La tendencia a la perversión es inherente a los mortales a causa de su orientación primaria a la libido. En el estado de corrupción el ser humano está condenado a la autopreferencia. La voluntad de arbitrariedad está demasiado anclada en el interior del descendiente de Adán como para que por propia decisión pudiera erradicarla. El orden del amor está radicalmente tergiversado en él. Él instrumentaliza lo absoluto y diviniza los instrumentos. Además está condenado a ocultar ante sí mismo su propia condición: la perversión tiene como compañera inseparable la insinceridad. La historia de la autopreferencia, que es a la vez mauvaise foi semiconsciente, conduce a la «lejanía de Dios», a la rebelión, caída, desorientación, pecado, perversión y a como suenen, por lo demás, los grandes títulos del yerro humano. Esa historia solo llegaría a un final si al ser humano se le mostraba cómo había de arreglárselas si quería volver a ceder al creador su precedencia. Esto podía efectuarlo exclusivamente mediante la escucha del Evangelio. Solo esto reconduciría al posse non pecare de los verdaderos creyentes y al non posse peccare de los transfigurados6.
Con ello, al menos, el pecado original se hizo reversible para algunos. La reconstrucción agustiniana de la historia humana tras la caída deja claro hasta qué punto el cristianismo surgió del esfuerzo por compensar la sobrerreacción originaria de Dios ante la falta de Adán mediante una acción redentora que devolvía al ser humano una pequeña oportunidad de salvación sin que el Dios que se había sobrepasado en su ira tuviera que quedar en evidencia. Los escritos de Agustín están atravesados por la sintonía con el clima del sobrecastigo: para el estricto obispo de Hipona no puede haber miseria humana alguna de la que en último término el ser humano no sea culpable por sí mismo.
Pertenece a los dudosos méritos de Agustín el hecho de que, debido a sus estímulos, la civilización occidental consiguiera desarrollar una idea de la transmisibilidad hereditaria de la culpa, pecado y corrupción, que, aunque de lejos, podría asimilarse al concepto indio de karma. En tanto que Agustín puso cabeza abajo todas las intuiciones espontáneas de la razón moral cotidiana, concibió también una forma de pecaminosidad que a través de los hechos de la reproducción pasaba inmediatamente a todos los descendientes de Adán; a excepción solo del Salvador, concebido virginalmente. Con ayuda de su concepción del pecado original, el melancólico obispo fue capaz de construir un continuum de historia terrena plenamente encajado bajo el signo de una insurrección de los individuos frente a Dios, a la vez que innata renovada siempre espontáneamente. La civitas terrena no es más que un largo défilé de rebeliones, arrogancias y delitos, al que escoltan, solo insuficientemente, los esfuerzos de algunos honrados gobernantes y jueces en pro de la iustitia terrena. La rebelión es la esencia del ser humano: el ser humano se hace como Dios en tanto que utiliza frente a Dios su propio privilegio de poder decir no. Cuando Albert Camus publicó en el año 1951 su gran ensayo El hombre rebelde apenas tenía algo más que ofrecer que una paráfrasis de las doctrinas de su compatriota Agustín, enriquecida con ejemplos actuales.
Se puede afirmar de la profunda-maliciosa construcción de la primera falta humana y de su ineludible transmisión por el acto de la procreación que desde el punto de vista psicohistórico ha arrojado sobre la evolución de Occidente una sombra cuya disipación mediante su esclarecimiento filosófico, teológico, psicológico, sociológico y literario no puede considerarse aún cerrada ni siquiera hoy. Hoy, igual que antes, pueden percibirse aún en el archipiélago del cristianismo las improntas del masoquismo metafísico de procedencia agustiniana, así como de su carga de fobocracia política y enemistosidad existencial hacia el cuerpo7: dos males radicales, a los que se juntan inquietismo, pánico a la predestinación, culpabilismo, inhibición neurótico sexual y culto a la desdicha. Y no es un diagnóstico ligero si se considera que con sus más de dos mil millones de creyentes nominales el cristianismo representa por ahora el poder religioso más grande en número, además del más intenso teológicamente, del mundo, por más que los oscuros asuntos hereditarios se hayan recodificado hoy día casi por doquier en los discretos dialectos de empatía, trabajo social y solidaridad.
También para el ensombrecimiento con el paso del tiempo de la historia de la expulsión del paraíso por la invención agustiniana del pecado original hereditario vale la ley fundamental mitodinámica que rige en el campo de la desazón primaria: cualquier relato es mejor que ningún relato. Pero ningún relato oscuro puede sustraerse a los efectos de la Ilustración, que sitúa las viejas historias bajo nuevas luces. Mientras más sombría resulte la redacción de una vieja historia, con tanta mayor fuerza se manifiesta después la necesidad de esclarecer el relato mediante un re-relato.
Esta observación puede ilustrarse con las vicisitudes de la doctrina del pecado original en la época moderna. Ya Rousseau proporcionó una reescritura laica de la doctrina al interpretar la expulsión del paraíso de la ausencia de propiedad como el acto fundacional de la sociedad burguesa: en lugar del pecado original aparece la primera reacción del sentido de propiedad privada; con la frase: Ceci est à moi!, «esto es mío», comienza la historia de la sociedad burguesa, que representa para Rousseau una única secuencia de enajenaciones y artificialidades. Aunque Rousseau considere la propiedad también como el origen de numerosos males civilizatorios, no niega la inevitabilidad de esa invención. Como tras él haría Bismarck8, Rousseau había comprendido que toda legitimidad descansa en último término en una ilegitimidad prescrita. Con su reinterpretación de la catástrofe originaria da el paso que delinea las posturas futuras de los modernos con respecto a la cuestión del primer mal: desteologiza el mal y transpone la fuente de la corrupción al campo de lo social.
Immanuel Kant, el admirador de Rousseau, desliga plenamente la historia del pecado original del contexto religioso y la coloca en una perspectiva histórico-civilizatoria: fundamenta, a su parecer, el honor que representa para el género humano el hecho de haber sido arrojado del paraíso, dado que solo así pudo llegar al camino de la razón y del progreso9. Al perder los primeros padres su comodidad, sus descendientes se convirtieron en agentes de la moralidad y de un esfuerzo siempre emprendedor. La existencia burguesa comienza donde acaba la pereza paradisiaca.
En Friedrich Schiller se encuentra finalmente la total transvaloración de la historia de la expulsión: hace comenzar directamente el proceso de la libertad humana con el pecado original, sí, lo celebra incluso como «el acontecimiento más feliz y más grande de la historia humana», que abre el camino de la acción propia. Muy lejos de fundamentar una culpa hereditaria, la desobediencia originaria bajo el árbol del conocimiento proporciona la primera prueba del despertar de las fuerzas racionales. Con un paraíso perezoso, indigno de ella, a la espalda, la humanidad mira desde antiguo hacia delante, a un paraíso mejor, activo, reflexivo: el acceso a él lo consigue esforzadamente por sí misma mediante el uso de su capacidad de conocimiento y de su libertad10.
También Johann Gottlieb Fichte impulsó paradójicamente la secularización del pecado original por su doctrina de la auto-posición del yo en la «acción-hecho»11: esa doctrina produjo el ambiguo resultado según el cual la yoidad finita, en tanto se genera a sí misma actualmente, comete, por decirlo así, bajo instrucciones filosóficas, el «pecado original trascendental»12, pero por la conciencia subsiguiente de la vida absoluta subsana el daño necesariamente ocasionado: el yo finito concienciado se tacha a sí mismo y vuelve a colocarse en lo absoluto.
Finalmente, cuando Friedrich Nietzsche, hacia el final del siglo XIX, formula la tesis de que al ateísmo del futuro le pertenecerá necesariamente también una especie de «segunda inocencia», no solo habla en favor de la liberación de la humanidad del sentimiento dominante hasta entonces de «tener deudas con su comienzo, con su causa prima»13. También se quita de en medio, esta vez sin polémica y sin citar el nombre del autor, las construcciones agustinianas, sobre las que hace notar en tranquilo tono diagnóstico que por haberse elevado hasta un Dios máximo habían de crear a la vez un máximo de culpabilidad humana.
En lugar del pecado original hereditario, en los seres humanos modernos aparece el descubrimiento bifronte de la herencia real como carga y oportunidad. Cuando el mundo moderno se hace realmente moderno adopta la forma de un experimento sobre la admisión de ambivalencias. Cuando hay que soportar grandes cargas no pueden faltar ventajas correspondientes. La mayor de las nuevas ventajas consistirá en que el acento de la vida tras la muerte puede ser trasladado a la existencia anterior. Es de lamentar hasta qué punto ese cambio de acento, que en sus inicios fue no menos cuestionable que la titánica lucha platónica entre el partido de las ideas y el partido de la materia, palidece hoy en la trivialidad posmetafísica. Se ha constatado suficientes veces, la mayoría de ellas tras las huellas de Nietzsche, que la modernidad se basa en gran medida en el afecto antiplatónico: quien siente modernamente está de acuerdo, sin muchas cavilaciones, en la exigencia de que la vida en la inmanencia había de concebirse lo suficientemente rica como para recoger en su propio contorno, todavía no medido ni con mucho, lo que antes se colocaba en la trascendencia. La exhortación a permanecer fieles a la tierra está sobre la entrada de las mil y una noches del goce moderno de la vida y de los mil plateaux de trabajo diurno creador.
Con menos frecuencia se ha tomado nota de cómo la modernidad ofreció también un escenario favorable al afecto antiagustiniano. Por mucho que el viejo Adán tuviera los defectos que se quisiera, y cometiera delitos tan malvados que resultaran irremediables, los defectos y delitos no serían, sin embargo, en ningún caso, efluvios de una carga anterior relativa al pecado original, sino resultados de la existencia en medios subprivilegiados, o bien iniciativas de una voluntad individual mala, no retrotraíble, que utiliza pretextos y aprovecha oportunidades. Si hay algo de lo que los modernos se ríen espontáneamente es, ante todo, junto con la idea de que el Sol gire alrededor de la Tierra, de la doctrina de que toda vida humana esté marcada por el pecado original.
Pero al mismo tiempo que la idea del pecado original cae primero en la irrisibilidad, y después en la indiferencia, el pensamiento antropológico y político de los modernos se dirige, en toda su amplitud, a los fenómenos del ser-herencia y del tener-herencia como tal. El siglo XIX descubre la herencia desde todas las perspectivas, sobre todo en su tendencia gravosa, y solo en raras ocasiones como impulso ascendente. Emancipado del pecado original, el ser humano se entiende como el ser implicado en historias hereditarias: es el animal que a causa de la selección sexual ha heredado disposiciones que por ahora le definen como físicamente incorregible; entre ellas, a veces, graves enfermedades hereditarias, que ya no pueden reinterpretarse, como en la Antigüedad, como signos sagrados. Es el animal que hereda una situación de clase de la que no puede liberarse fácilmente, a no ser por rebelión política o subversión cultural. Es el animal que hereda condicionamientos simbólicos —más tarde llamados, con un golpe lingúístico astuto, «socialización»— que determinan casi irreversiblemente su pertenencia cultural y su repertorio nervioso-central, a no ser que los corrija él mismo lo bastante pronto mediante evasiones autodidactas de las estrecheces heredadas. Es, por añadidura, el animal que nolens volens se ve encapsulado en una novela familiar de tintes más o menos neuróticos, novela a la que solo gracias a un giro terapéutico podría añadirse un capítulo emancipado. Cuando Mefistófeles dice: «¡Ay de ti, que eres un nieto!», y el cónsul Jean Buddenbrook enfatiza: «somos [...] como los eslabones de una cadena», ambos se mueven en la misma matriz. Hablan de la obligación de asumir cargas hereditarias, sin que para su motivación sea necesario, o esté siquiera permitido, recurrir al pecado original.
Más bien habría que pensar que la herencia como tal aparece ahora como una tara, contra la que los modernos se rebelan en cuanto consiguen descubrir un punto de resistencia. Cada vez recusan más a menudo los viejos condicionamientos que los oprimen: ya se trate de la esclavización por determinaciones biológicas, ya de improntas de clase, escuela, cultura y familia. Que tales «esclavizaciones» por lo recibido puedan ser a la vez condiciones positivas de vida concreta, lograda, determinada, es algo que no gusta reconocer a los agentes de la ruptura. Por lo demás, a este conjunto de fatalidades se añaden en la economía de crédito moderna los acreedores, que insisten en el reintegro de préstamos con tanta obstinación como en otro tiempo las Furias en ejecutar una maldición.
Dondequiera que resurge el interés por la desheredación y el nuevo comienzo estamos siempre en el suelo de la modernidad auténtica. Dinamita, utopía, cese del trabajo, derecho de familia, manipulación genética, drogas y pop proporcionan los explosivos para hacer estallar la masa hereditaria de lo que se dice dado.
La secularización del pecado original es verdad que ha neutralizado la ponzoña metafísica que, destilada en la cocina de brujas del agustinismo, fue difundida en el «poniente» (Occidente) durante milenio y medio. Pero la eliminación de la carga hereditaria a priori abrió la mirada, a la vez, a numerosas formas de herencias ambivalentes en el ámbito secular. Por hablar con mayor cuidado: colocó en nuevas vías la conciencia de las dificultades del ser-herencia, del ser-descendiente y del ser-deudor. Un asalto masivo a posiciones de «vida sin condiciones previas» garantiza a las modernizaciones su clientela. En este punto puede palparse la entente cordiale entre el liberalismo y el socialismo. Los aparentemente irreconciliables contrincantes son los mejores amigos cuando se trata de oscurecer las premisas familiares, genealógicas y fundadas en filiaciones exitosas.
Las ciencias actuales de la cultura se van haciendo conscientes, titubeando, de que conceptos aparentemente pensados hasta el final como generación, filiación y herencia todavía no han sido penetrados con la seriedad que la enorme profundidad del asunto requiere. Para contribuir a la superación de esa carencia, con las consideraciones que siguen se emprende una nueva descripción no-teológica de perplejidades humanas respecto a la herencia. Nueva descripción en la que desempeñan un papel clarificador conceptos como filiación, transmisión, bastardía, hiato, intervalo genealógico, falta de suelo, asimetría, liberación, desheredación y modernización genealógica.
Las observaciones que siguen no dan motivo alguno para una restauración del «pecado hereditario». Pero quieren contribuir a un renovado examen de los efectos de corrupción que desde antiguo anidan en los procesos de generación, y esto con mayor persistencia de la que ha querido nunca tomar nota la conciencia prosaica: esporádicamente desde la Antigüedad clásica, con más fuerza con la llegada de la época moderna e inflacionistamente en las circunstancias que siguieron a las «revoluciones» técnicas, políticas y jurídicas de los siglos XVIII y XIX.
La teoría de la cultura de nuestros días asume así el reto de reformular los contenidos objetivos, religiosamente codificados, de las observaciones agustinianas en expresiones laicas, sea jurídica, clínica, científico-culturalmente o en conceptos teórico-mediáticos. Ella permite plantearse la cuestión de cómo las cargas apuntadas por Agustín, que se basan en la conditio humana, podrían reconstruirse de modo que se encuentren las intuiciones antiguas y las nuevas.
La teoría de la cultura parte siempre para ello de la regla fundamental de la traducción empática. En lugar del peccatum originale aparecen desde el punto de vista dinámico-civilizatorio errores de copia en la regrabación de programas culturales en los soportes subsiguientes. En lugar de hablar de «pecados de los padres», hablamos de las imagined communities del trauma y del encadenamiento neurótico de los descendientes por los complejos de los antecesores. En lugar de la rebelión contra el creador tratamos del intervalo nocivo entre las generaciones. Para el intervalo generacional y sus implicaciones culturales-morales está en este libro la figura emblemática de los «hijos terribles». Que hijos de ese tipo remitan implicite a padres análogos no es una réplica barata ni una imputación esotérica.
Pero ¿la ciencia social actual se ha dado cuenta alguna vez del défilé14 en el que «los hijos terribles de la época moderna» marchan desde los días de la Alta Edad Media hacia los siglos venideros? ¿Alguno de los autores que se han manifestado en los últimos decenios sobre fenómenos, la mayoría de las veces metódicamente tergiversados, como globalización, mundialización, modernización, hibridamiento, descolonización, criollización, méttisage, etc., ha considerado que el continente de la modernidad que ha llevado la voz cantante hasta mediados del siglo XX, la protuberante Europa Occidental de los siglos poscolombinos, ha desasosegado el globo con sus paradigmáticas mercancías de exportación: el sistema monetario, la navegación de altura, las ciencias naturales, la ingeniería, el arte contemporáneo, el Estado nacional, los medios de masas y la ideología unisex? ¿Se ha contemplado el hecho según el cual Europa —después sobrepasada por su filial cultural americana— transmitió a prácticamente todos los demás conjuntos étnicos, digamos «culturas», de la tierra su herencia más paradójica y menos analizada: el fatuo mensaje de la superfluidad de una herencia? ¿Se ha tenido en cuenta cómo Europa, junto con su compañero americano, en nombre de la joven, voluble y agresiva diosa «Libertad», expandió hasta las regiones más alejadas del planeta su experimento más arriesgado: su apuesta por que la inseguridad de origen —llámese desheredación, bastardía o identidad híbrida— ya no sea una tara en la búsqueda de competencia futura, sino más bien una opción con sentido, una carencia fructífera, un estímulo lleno de oportunidades, sí, incluso una cualificación casi imprescindible?
Dado que al pensamiento contemporáneo ya no le está abierto el acceso al concepto de pecado original hereditario, ni literalmente ni en exégesis compatibles con los tiempos de hoy, los procesos entre generaciones, que contribuyen a la irrupción de elementos corruptores en la transmisión de patrimonios hereditarios genéticos y simbólicos, han de observarse con mayor atención de lo que hasta ahora pareció conveniente y fue habitual.
A la comprensión de la modernidad pertenece, como sabemos ahora, una hermenéutica secular de la corrupción. Ha llegado el momento de reclamar el concepto «corrupción» para la antropología histórica e impugnar su monopolización por politólogos, juristas, inspectores de Hacienda y teóricos del desarrollo. Corrupción no es solo aquello que les sucede a los servidores del Estado cuando no son capaces de resistirse al encanto de un segundo sueldo, o lo que a los gobernantes les inspira la idea de que derecho y ley sean nada más que otros nombres para sus caprichos. Hay que demostrar por qué el ser humano, hoy como desde antiguo, existe como el animal corruptible (sin que haya por qué exorbitar esencialistamente la corrupción). Asimismo hay que exponer cómo puede liberarse de la corrupción. Una ética contemporánea ha de poder explicar cómo son corregibles corrupciones mediante cambios y recuperaciones.
Uno de los pensadores morales más sugestivos, al lado de Kierkegaard y antes de Nietzsche, del siglo XIX, el filósofo de la historia francés Pierre-Simon Ballanche (1776-1847), injustamente olvidado, estableció los fundamentos de una ética histórica realista en su obra sobre la «palingenesia social», es decir, sobre el renacimiento del espíritu capaz de aprendizaje y arrepentimiento en su andadura a través de las generaciones. Se trata de la revolución permanente de los excesos culpables y de su corrección por el curso de las cosas: progreso por pruebas (épreuves) es la única divisa creíble en tiempos de turbulencia evolutiva15. En su curso «la humanidad» se forma como comunidad co-inmune16 de seres históricos, que recuerdan sus faltas, errores y delitos y conservan esos recuerdos en autodefiniciones críticas.
La superación de la corrupción sería la contrapartida laica del arrepentimiento, con el que en la tradición cristiana comienza la rehabilitación del ser humano. Superar la corrupción es el momento culminante del aprendizaje. Un aprendiz de verdad no solo amontona informaciones, entiende que el aprendizaje auténtico tiene algo de conversión.
Si en la teoría de la cultura hubiera un correspondiente a lo que en la estructura de un altar católico representa lo más sagrado no podría ser otro que este concepto, el más despreciado de la actualidad: «aprender». En los siglos venideros habría que preservarlo como una presencia numinosa en un tabernáculo. Solo en días muy concretos podría descubrirse durante algunos momentos. ¿No está justificada la sospecha de que el aprender sea el dios desconocido, del que en su tiempo, en una observación de oscuridad visionaria, se dijo que solo él podía salvarnos?