Chicas cerdas machistas
Ariel Levy
CONTENIDO
Introducción
Cultura procaz
El futuro que nunca llegó
Chicas cerdas y machistas
De womyn a bois
Cerdas en entrenamiento
La compra de sexo
EPÍLOGO
Agradecimientos
Introducción
Me fijé en eso por primera vez hace algunos años. Prendía la televisión y encontraba strippers con los pezones cubiertos con adhesivos que explicaban la mejor manera de hacerle un baile privado al hombre para que tuviera un orgasmo. Cambiaba el canal y encontraba chicas en uniformes apretados, que rebotaban sobre trampolines. Britney Spears cada vez se volvía más popular, andaba más desvestida y su cuerpo ondulante terminó por convertirse en algo tan familiar para mí, que sentí como si alguna vez hubiéramos salido juntas.
La nueva versión de la película Charlie’s Angels, que es el típico espectáculo del zangoloteo, quedó de número 1 en 2000 al producir 125 millones de dólares en salas de cine de todo Estados Unidos, con lo cual reforzó el interés de hombres y mujeres, por igual, en la lucha de las piernas largas contra el crimen. Sus estrellas, que hablaban sobre “mujeres fuertes” y “empoderamiento”, vestían estilos que alternaban entre la pornografía suave, una geisha de una sala de masajes, dominatrices, Heidis tirolesas con corsés de los Alpes (la segunda parte de la película, que salió en el verano de 2003, en la cual la peligrosa misión de los Ángeles requería que hicieran striptease, se ganó otros 100 millones de dólares solo en Estados Unidos). En mi propia industria, en las revistas, un nuevo género medio pornográfico llamado Lad Mag, que incluía títulos como Maxim, FHM (For Him Magazine) y Stuff, llegaba al mercado y se convertía en un gran éxito por entregar lo mismo que Playboy había logrado solo ocasionalmente: celebridades engrasadas, cubiertas por retazos de tela que se restregaban contra el suelo.
Esto no terminaba ni siquiera cuando apagaba la radio o el televisor, o cuando cerraba las revistas. Caminaba por la calle y veía adolescentes, mujeres jóvenes y la ocasional cincuentona salvaje, que usaban jeans con el corte de la cadera tan bajo que exponían lo que llegó a conocerse como escote de trasero, con tops miniatura que mostraban implantes en los senos y piercings en el ombligo. Algunas veces, como si el mensaje de la pinta fuera demasiado sutil, las camisetas estaban adornadas con el conejo de Playboy o decían porn star sobre el pecho.
Las cosas extrañas también permeaban mi círculo social. A algunas chicas que yo conocía, les gustaba ir a clubes nocturnos (a ver bailarinas eróticas). Era sexy y divertido, explicaban; era liberador y era un acto de rebeldía. Mi mejor amiga de la universidad, quien solía asistir a marchas contra la violación y la violencia sexual en el campus, se había dejado cautivar por las estrellas del porno. Solía indicarme quiénes eran cuando las veía en videos musicales y veía las entrevistas (en las que salían con el pecho al descubierto) que les hacían en el programa Howard Stern. En lo que a mí respecta, no iba a clubes nocturnos, ni compraba camisetas de la revista Hustler, pero había comenzado a mostrar señales de impacto de todas formas. Me había graduado de Wesleyan University hacía pocos años, un lugar del que, fácilmente, podían expulsarte por decir “niña” en lugar de “mujer”, pero en algún momento del camino había comenzado a decir “nenas”. Y, como la mayoría de nenas que conocía, había comenzado a usar tanga.
¿Qué sucedía? Mi madre, una masajista de shiatsu que desde hacía veinticuatro años asistía a reuniones semanales de grupos de sensibilización sobre temas femeninos, no usaba maquillaje. Mi padre, a quien conoció durante los años sesenta, cuando era una estudiante radical en Wisconsin University, era un consultor para Planned Parenthood (organización que provee servicios de salud a niños y salud reproductiva y de maternidad), la National Abortion Rights Action League (Naral), organización defensora del derecho a abortar y la National Organization for Women (now) (Organización Nacional para la Mujer). Hacía apenas treinta años (lo que yo llevaba de vida), nuestras madres “quemaban sus sostenes” y protestaban frente a las instalaciones de Playboy y, repentinamente, nosotras nos poníamos implantes y usábamos el logo de Playboy como el supuesto símbolo de nuestra liberación. ¿Cómo había cambiado tanto nuestra cultura en tan corto tiempo?
Lo que era casi más sorprendente que el mismo cambio eran las respuestas que recibí cuando comencé a entrevistar a los hombres y, muy a menudo, a las mujeres que editaban revistas como Maxim y programas como The Man Show y Girls Gone Wild. Esta nueva cultura procaz no marcaba la muerte del feminismo, me decían; era evidencia de que el proyecto feminista ya había sido alcanzado. Nos habíamos ganado el derecho de ver la Playboy; estábamos suficientemente empoderadas para hacernos el depilado brasilero del bikini. La mujer había llegado tan lejos, aprendí, que ya no debía preocuparse por ser tratada como un objeto o por la misoginia. Si los cerdos machistas eran hombres que trataban a las mujeres como pedazos de carne, nosotras los superaríamos y seríamos las cerdas machistas: mujeres que convierten a otras mujeres, y a sí mismas, en objetos sexuales.
Cuando le pregunté al público femenino y a las lectoras qué provecho le sacaban a esta cultura procaz, oí cosas similares al empoderamiento de la minifalda, de las strippers feministas y cosas por el estilo. Pero también escuché algo diferente: las mujeres querían ser una más entre los tipos; esperaban ser tan experimentadas como un hombre. Ir a los clubes nocturnos y hablar sobre porno era una forma de mostrarse a sí mismas, y a los hombres que estaban a su alrededor, que no eran “mujercitas remilgadas” o “niñas súper femeninas”. Además, me dijeron, era por divertirse, no era nada que se tomaran en serio, y yo, al referirme a esta bacanal como algo problemático, parecía anticuada y nada sofisticada.
Traté de adecuarme al programa, pero no logré que tal esperpento tuviera sentido en mi cabeza. ¿Cómo podría ser bueno que todos los estereotipos de la sexualidad femenina, -que el feminismo se ha esforzado por borrar-, ahora sean buenos para la mujer? ¿Cómo podrían empoderar los esfuerzos por lucir como Pamela Anderson? Y ¿cómo es que imitar a una stripper o a una estrella porno —mujeres cuyo trabajo es, en primera instancia, imitar la excitación— nos volvería sexualmente liberadas?
A pesar del creciente poder del cristianismo evangélico y la política de derecha de los Estados Unidos, esta tendencia solo ha crecido de forma más extrema y penetrante durante los años que han pasado desde que me fijé en eso la primera vez. Esta versión chabacana, putesca y que parece un cómic de la sexualidad femenina se ha vuelto tan omnipresente que ya no parece algo particular. Lo que alguna vez entendimos como una forma de expresión sexual ahora lo vemos como sexualidad. Como se lo dijo la exestrella del porno, Tracy Lords, a un reportero pocos días antes de que sus memorias se volvieran parte de la lista de best sellers en 2003: “Cuando yo estaba en el porno, era algo que se hacía en un callejón oscuro. Ahora está en todas partes1”. Los espectáculos de mujeres desnudas se han movido de las sórdidas calles laterales al centro de la escena, donde todo el mundo, hombres y mujeres, puede verlos a plena luz del día. En las palabras de Hugh Hefner: “Playboy y revistas similares están siendo recibidas y admitidas de forma curiosa por jóvenes mujeres en un mundo postfeminista2”.
Pero solo porque seamos post, no significa, de manera automática, que seamos feministas. Existe una suposición generalizada según la cual, simplemente porque las mujeres de mi generación tuvieron la buena fortuna de vivir en un mundo tocado por el movimiento feminista, cada cosa que hacemos viene impregnada de intenciones feministas. Así no funciona. “Procaz” y “liberada” no son sinónimos. Vale la pena preguntarnos si este mundo impúdico de tetas y buenas piernas que hemos resucitado refleja lo lejos que hemos llegado, o cuánto nos falta por recorrer.
1 Frank Rich, “Finally, Porn Does Prime Time”, New York Times, 27 de julio de 2003.
2 Jennifer Harper, “Buy Playboy for the Articles—Really”, Washington Times, 3 de octubre de 2002.