Título original: The Pumpkin Eater
Primera edición en digital en noviembre de 2015
Copyright © 1962 by the Estate of Penelope Mortimer
All rights reserved.
Copyright de la traducción © Magdalena Palmer, 2014
Copyright de la presente edición © Editorial Impedimenta, 2014
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La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.
Diseño de colección y coordinación editorial: Enrique Redel
ISBN: 978-84-16542-19-2
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Traducción del inglés a cargo de
Magdalena Palmer
Pedro Comecalabazas
tenía una mujer
que no podía retener.
En una calabaza la metió
y allí muy bien la conservó.
Para John
—Bien —dije—, lo intentaré. Intentaré sinceramente ser sincera con usted, aunque supongo que lo que más le interesa es cuando no soy sincera, no sé si me entiende.
El médico sonrió un poco.
—Cuando yo era niña, mi madre tenía un cajón para la lana. Era el último de una cómoda que había en el comedor y allí guardaba todos los restos de punto que tenía. Ya sabe, retales antiguos, jerséis que había tejido cuando yo tenía dos años. Algunos apenas medían unos centímetros. Pues bueno, el cajón estaba repleto de lana de todos los colores y, en las tardes de lluvia, mi madre siempre me hacía ordenarlo. Está clarísimo por qué le cuento esto. Ordenar el cajón era inútil; esa lana no servía para nada. Ni un cubreteteras se podía tejer con ella, a menos que se tuviese una paciencia infinita. Mi madre solo me obligaba a ordenarlo para darme algo que hacer, como los presos que cavan zanjas y luego las vuelven a llenar. Sabe a qué me refiero, ¿verdad?
—A usted le gustaría ser algo útil —dijo él con tristeza—, como un cubreteteras.
—No puede ser tan fácil.
—Oh, no. No es fácil, para nada. Pero se pueden hacer otras cosas con la lana.
—¿Como qué?
—Fundas para las bolsas de agua caliente —propuso el médico de inmediato.
—No usamos bolsas de agua caliente. Pueden hacerse pelotas, para los bebés. O muñequitos.
—¿Lo que intenta decirme es que ordenar la lana es una tarea inútil y probablemente imposible?
—Sí.
—Pero usted es un ser humano. Las consecuencias de su… desorden son más graves. La comparación, como ve, no es pertinente.
—Pues así es como me siento —dije yo.
—Cuando llora, ¿es así como se siente? ¿Inútil?
—Solo quiero abrir la boca y llorar. Quiero llorar, sin pensar en otra cosa.
—Pero no puede pasarse el resto de su vida llorando.
—No.
—No puede pasarse el resto de su vida preocupada.
—No.
—¿Qué le preocupa, señora Armitage?
—El polvo.
—¿Qué?
—El polvo, ya sabe. El polvo.
—Ah. —El médico escribió algo en una hoja grande de papel. Luego se recostó, unió las manos y dijo—: Cuéntemelo.
—Es muy fácil. Jake es rico. Gana unas cincuenta mil libras al año, supongo que a eso se le puede llamar ser rico. Pero en casa todo está lleno de polvo.
—Siga, por favor.
—En parte es por las obras, claro. No paran de derribar edificios a nuestro alrededor, así que algo de polvo es de esperar. Mi padre compró el arrendamiento de la casa cuando nos casamos, eso fue hace trece años.
—Llevan trece años casados —dijo el médico, que seguía tomando notas.
—Con Jake, sí. Quedaban trece años de usufructo cuando mi padre lo compró. Lo compró por mil quinientas libras y nosotros a cambio le pagamos un alquiler nominal, ya ve qué suerte tenemos. Pero bueno, yo intentaba explicarle lo del polvo.
—De modo que el contrato acaba este año.
—Supongo… Estamos construyendo una torre en el campo.
—¿Una torre?
—Sí.
—Quiere decir… ¿una casa?
—No. Una torre. Bueno, supongo que podría llamarse «casa», pero es una torre.
Él dejó el bolígrafo en la mesa con cuidado, con las dos manos, como si fuera algo muy frágil.
—¿Y dónde está esa… torre? —preguntó.
—En el campo.
—Eso ya lo sé, pero…
—Está en una colina. Valle abajo hay un granero donde yo vivía antes de casarme con Jake. Fue allí donde nos conocimos. Ahora podemos retomar lo del polvo porque…
—Por supuesto —dijo él, cogiendo de nuevo el bolígrafo.
Intenté pensar. Me quedé mirando su silueta recortada en los visillos de la ventana. Oí el tic-tac del reloj y el siseo de la chimenea de gas.
—He olvidado lo que iba a decir.
Él esperó. El reloj siguió con su tic-tac. Me puse a mirar el fuego.
—Jake no quiere más hijos —dije.
—¿Le gustan los niños, señora Armitage?
—¿Cómo cree usted que voy a contestar a esa pregunta?
—Puede que sea una pregunta que no le apetece contestar.
—Creí que iba a echarme en un diván y que usted no abriría la boca. Esto se parece cada vez más a la Inquisición. ¿Pretende hacerme sentir mal? Porque eso ya sé hacerlo yo sola.
—¿Cree que estaría mal que no le gustasen los niños?
—No sé. Sí… Sí, eso creo.
—¿Por qué?
—Porque los niños no hacen ningún daño a nadie.
—Directamente, quizá no. Pero indirectamente…
—A lo mejor es que usted no tiene hijos.
—Oh, sí. Tres. Dos chicos y una chica.
—¿Cuántos años tienen?
—Dieciséis, catorce y diez.
—¿Y le gustan?
—Casi siempre.
—Bien, pues lo mismo digo yo. Me gustan. Casi siempre.
—Pero usted tiene… —Echó un vistazo a su lista y se conformó con—: un número considerable de ellos. Parece disgustarle que su marido no quiera más. Eso no es típico de alguien a quien le gustan los niños casi siempre. Eso más bien suena a…
—¿Obsesión?
—Yo no usaría esa palabra. Convicción, quizá, sería la que más se acerca.
—Creí que iba a echarme en un diván y hablar de lo primero que se me ocurriese…
—No soy psicoanalista, señora Armitage. Solo quiero averiguar cómo debemos tratarla.
—¿Tratarme para qué?
—Todavía no lo sabemos, ¿verdad?
—¿Por querer más hijos? ¿Es por eso que Jake me ha enviado a que le vea? ¿Quiere que usted me convenza de que no tenga más hijos?
—No estoy aquí para convencerla de nada. Recuerde que ha venido por su propia voluntad.
—En ese caso, lo hago todo por mi propia voluntad. Llorar, preocuparme por el polvo… ¡Hasta tener hijos! Pero usted no me cree, ¿verdad?
—No estoy aquí para creerla, señora Armitage. Esa no es la cuestión.
—No para de decirme que no está aquí para esto ni para aquello. Entonces ¿para qué está aquí?
—Quizá —me dirigió otra de sus lánguidas sonrisas— para descubrir por qué me detesta tanto en este momento. No me refiero a mí, personalmente. Pero usted detesta algo, ¿verdad?… Además del polvo.
—¿Eso no nos pasa a todos?
—¿Qué fue lo primero que detestó usted? ¿Lo recuerda?
—No fue una cosa. Fue un hombre. El señor Simpkin…
—¿Sí?
—Y una chica que se llamaba… Ireen Douthwaite, cuando yo era una cría. Y una mujer llamada Philpot. No recuerdo…
—¿Y sus anteriores maridos?
—Oh, no. Ellos me gustaban.
—¿Y su actual marido…, Jake?
—¡No!
—Hábleme de Jake.
—¿Que le hable…?
—Sí. Adelante. Hábleme de Jake.
Sonaba como un desafío. Me eché a reír, extendí las manos y me las quedé mirando.
—Bien…, ¿qué… qué quiere saber?
—Lo que usted quiera contarme.
—Bueno, Jake… Es imposible hablar de Jake.
—Inténtelo.
Tomé aire. Sentí que podía abrir la boca y las palabras brotarían sin parar. Sentí que podía abrir mi corazón, descerrajarlo, destaparlo literalmente. Ahora saldría la verdad. Toda la verdad. Me fui quedando sin respiración. No dije nada. Él esperó.
—La casa en que vivimos —empecé—. La sala da al sur, tiene unas ventanas enormes, de guillotina, y basta que haga un poco de sol para que la sala se convierta en un invernadero, hace muchísimo calor. Y, claro, con el sol se ve más el polvo. Cuando la gente entra en la sala por primera vez, siempre dice que es una habitación preciosa, pero luego, pasado un rato, empieza a ver ciertas cosas. Casi siempre las mujeres, aunque también los hombres. Alguien escribió un artículo sobre Jake; dijo que él compraba libros, no yates. Bueno, la verdad es que no compra ni una cosa ni la otra. No compra nada. Lo que la gente nota son las quemaduras en la alfombra y las manchas de la pared. Jake bebe mucha cerveza de lata y ya sabe cómo salpica cuando se perfora la tapa. Y luego están los niños… Pues bien, nadie ha lavado esas paredes, a saber por qué, desde la última vez que las pintaron, hará unos dos años.
»Y es una habitación preciosa, desde luego. Me paso allí casi todo el tiempo; podría decirse que vivo allí. La conozco muy bien. Hay un cuadro a ese lado de la pared, ahí, justo al entrar, una cosa espantosa amarilla y verde, una de esas pinturas abstractas. Es de Jake. Aunque es el cuadro más horrendo del mundo, no nos deshacemos de él. También hay montones de revistas. Sencillamente no nos deshacemos de las cosas. Todavía guardamos en el trastero las bicicletas que nos trajimos del campo, y mira que han pasado años desde aquello. No sirven de nada. Y luego no tenemos sitio para poner las cosas nuevas.
»A lo que iba. Jake tiene un estudio en la planta baja; siempre solía escribir en ese estudio, en la época en que aún no se había mudado al despacho. Su despacho está en el barrio de St. James, ahora trabaja allí. Yo hace mucho que no voy. A Jake nunca le gustó trabajar en el estudio, se sentía solo. Siempre subía a hablar con alguien, con los niños, o conmigo, o con quienquiera que estuviese en casa. Se preparaba cosas para comer, siempre tenía hambre, le gustaba estar en la cocina. Jake es hijo único, claro. Los dos lo somos. Tenemos ocho dormitorios, pero solo un cuarto de baño. No sé qué más contarle…
Siguió un largo silencio. Pensé que a lo mejor él se había dormido. Esa chimenea de gas dormiría a cualquiera; debería poner un cazo con agua delante.
—¿Sigo?
—Por favor.
—¿No es ya la hora?
—Solo si usted quiere.
—Debería poner un recipiente con agua delante de esa chimenea, ¿sabe?
—¿Le parece demasiado calurosa?
—El problema es que la gente tira las cerillas en el recipiente y se quedan flotando allí durante días. Luego el agua se seca.
—Usted detesta… la suciedad, ¿verdad?
—Sí, es algo que detesto.
—Le asusta.
—Puede que me asuste, sí.
—¿Era… —Echó una ojeada a su papel—, era sucio el señor Simpkin?
—Sí. Para mí era repugnante. ¿Eso le sirve?
Se levantó y se apoyó en su mesa como un orador de sobremesa.
—Creo que estamos avanzando —dijo.
El padre de Jake dijo:
—Supongo que sabes lo que haces. ¿Y qué dicen los niños?
—Ellos… —empecé.
—No lo hemos consultado con ellos —intervino Jake—. Son niños, no tenemos que pedirles permiso, ¿verdad?
—Pues yo habría dicho que eso era lo más importante —dijo su padre. Mordisqueó delicadamente la punta de un palito de queso—. No comprendo por qué quieres casarte con Jake; la verdad es que no lo entiendo.
Sonrió mirándome, con el palito en alto, listo para darle el siguiente mordisco.
—Sé que somos muchísimos, pero…
—Oh, no es eso lo que me preocupa. Supongo que tus anteriores maridos contribuyen a la manutención y demás, ¿no?
—Un poco —mentí.
—Te las has apañado hasta ahora y por tu aspecto diría que seguirás apañándotelas. Pero ¿por qué Jake? Será un marido espantoso.
—Oye, un momento… —dijo Jake.
—Lo será, créeme. En algún momento te pondrás enferma, por ejemplo. No esperes el menor apoyo por su parte, aborrece la enfermedad. Además, no tiene dinero y es un vago redomado. Y por si fuera poco bebe demasiado—. El padre de Jake sonrió con dulzura a su hijo, como si lo estuviera felicitando.
—Cualquiera diría que me odia —dijo Jake.
—Tonterías, querido muchacho. Ella sabe que no es el caso. Sírvele un poco más de jerez pero no te tomes otro whisky, me tiene que durar hasta el martes. Y bien, ¿dónde vais a vivir, por ejemplo?
—Aún no lo sabemos…
—Bueno, eso es cosa vuestra, desde luego. Si yo estuviera bien instalado en una casa de campo con muebles…, porque doy por sentado que tienes muebles…, y con las comodidades de rigor, seguro que no la dejaría por Jake. No es nada de fiar, nunca lo ha sido. Y yo ni siquiera sabía que le gustaban los niños. ¿Te gustan los niños? —preguntó con indiferencia a Jake.
—Pues claro. Los niños me vuelven loco. Desde siempre.
—¿Ah, sí? Qué raro. Habría jurado que te parecían aburridísimos. ¿Conoces a muchos niños?
—¿Ves? Ya te lo había dicho. Es imposible hablar con él —dijo Jake.
—No te estarás bebiendo todo mi whisky, ¿verdad?
—Te compraré otra botella.
—¿Dónde? Hoy es jueves, cierran temprano.
—Iré al pub antes del almuerzo y te conseguiré otra botella. ¿Satisfecho?
—¿Ves lo que hace? —me preguntó el viejo—. Me saquea. La última vez que estuvo aquí se largó con mi maquinilla de afeitar…
—Por Dios, ¡pero si tienes seis!
—¡Necesito seis! Espero que me la hayas traído de vuelta.
—Pues no.
—¿Podrías enviármela, querida? Es una pequeña Gillette de las que se abren con rosca, creo que cuesta unos cinco chelines con once peniques.
—Veré si la encuentro por casa —le dije—. Y, si no, le compraremos otra, por supuesto.
—Eso sería todo un detalle. Es una maquinilla de lo más indispensable… para llegar a los rincones difíciles, ya sabes. Vamos, Jake; espabila, muchacho. Sírvele más jerez a tu prometida. Sus modales dejan mucho que desear, pero supongo que eso ya lo habrás notado.
—La verdad —dije yo, encogiendo los dedos de los pies y con voz algo chillona—, la verdad es que lo quiero.
—De eso estoy seguro, querida. Yo también lo quiero.
Nos sonreímos cálidamente.
—Eres una chica valiente —añadió.
—Oh, no. Es Jake el… valiente.
—Tonterías. Él simplemente ha aprovechado las oportunidades. Una esposa guapa que sabe cocinar, con la familia ya montada y muchos muebles. Esperará mucho de ti.
Tomé la mano de Jake.
—No me importa.
—Ha pasado demasiado tiempo solo. Mi esposa no pudo tener más hijos y lo malcriamos. No le gusta que manden sus camisas a la lavandería, ¿lo sabías?
—¡Por Dios! —dijo Jake—. Tengo veintinueve años. ¡Estoy aquí!
—También tiene mal genio. ¿Cuándo pensáis casaros?
—El mes que viene —murmuré—. Cuando esté lo de mi divorcio.
—Ah, tu divorcio. ¿Va bien?
—Creo que sí. Siento que Jake…
—Él es el codemandado, claro. «Toda experiencia es un arco por el que se vislumbra un mundo ignoto…» Reconozco, querido muchacho, que no te creía capaz… Bien, eso es todo, ¿verdad? No hace falta que sigamos hablando del asunto. ¿Vas a ir a por mi whisky?
—Espero que venga —le dije—. Quiero decir que nos gustaría que viniese a la boda, si le apetece.
—Oh, no creo. Gracias, querida, pero no lo creo. Detesto los trenes y si le digo a Williams que me lleve en coche hasta allí no podrá aparcar en ningún lado. Y luego está el problema del almuerzo de Williams. No, es demasiado engorroso. Pero tenéis la mayor de mis bendiciones, desde luego.
—En cuanto al regalo de boda, preferimos un cheque… —dijo Jake. Tenía la cara de un verde muy delicado y el labio superior contraído en una mueca petrificada.
—Un cheque —dijo el anciano. Se quedó inmóvil. Un rayo de sol se desplazó perezosamente por la habitación y se reflejó en las figuritas de plata y el vidrio tallado, iluminó sus punteras lustradas y resbaló por los sillones de piel. El padre de Jake cogió otro palito de queso y lo sopesó entre los dedos—. ¿Para qué queréis un cheque?
No pudimos responder a eso. El anciano esperó y luego mordió limpiamente el palito.
—Os daré un cheque. No por mucho, eso sí, porque soy un hombre pobre. Imagino que después del acontecimiento querréis celebrar una fiestecita, con unas cuantas botellas de champán y esas cosas. Os daré veinticinco libras con la condición expresa de que las gastéis en eso. ¿Comprendido?
—Pero no podemos… —empecé.
Por primera vez, me miró con severidad.
—Pensándolo mejor, contratad a alguien. Y mandadme la factura.
* * *
Mi padre dijo:
—Hay algunas cuestiones prácticas que me gustaría aclarar. Siéntese, Armitage. ¿Quiere que le líe un cigarrillo?
—No, gracias —dijo Jake.
Jake se hundió en un destartalado puf de cuero estampado con diamantes azules y rojos. Mi padre se volvió en su escritorio y ajustó la lámpara para que le iluminara exactamente encima de la cabeza.
—¿Nos sirves el té, querida? —dijo mi padre.
—¿Té? —pregunté a Jake. Acabábamos de tomar salchichas, puré de patatas y natillas de plátano para cenar.
—No. No, gracias.
—Hay vino de saúco en la despensa. Ve a buscar el vino de saúco, querida.
—No, gracias —dijo Jake—. De veras.
—Bien, entonces se declara abierta la sesión. —Volvió a girar la silla y sonrió a Jake de modo alentador—. No queremos entrar en las razones y los motivos de vuestro comportamiento. Los dos sois adultos y dueños de vuestras decisiones. Debo decir que el hecho de que un joven con toda su vida por delante cargue con un hatajo de críos y una esposa tan claramente irresponsable como esta hija mía me parece una locura. ¡Una absoluta locura! Lo único bueno del asunto es que, por una vez, ha elegido un hombre y no un… violinista o un escritorzuelo como los demás. Usted me gusta, Armitage. Creo que está loco, pero me gustaría ayudarle con su locura. ¿Eso le parece justo?
—Gracias. Muchas gracias —dijo Jake—. Muy justo.
—Si le doy un empujoncito, ¿cree que podrá salir adelante?
—Eso espero.
—También lo espero yo. Lo primero que debemos hacer es aligerar un poco la carga. Sugiero que enviemos a los niños mayores a un internado. Tengo información de un par de colegios, ¿le gustaría echar un vistazo?
Le tendió dos folletos a Jake, se recostó en la silla y empezó a golpear el extremo del escritorio con el lápiz.
—Solo están a unos kilómetros de distancia, los dos cerca del mar. No son Harrow ni Roedean, desde luego, pero les permitirán optar a becas en el futuro, si son lo bastante listos. ¿Qué opina?
—No —dije yo—, ni hablar. ¡No podemos mandarlos fuera, son demasiado jóvenes! ¡Ni tampoco nos lo podemos permitir, ni…!
—Cierra el pico, querida —dijo mi padre, con voz cortante—. Esto es asunto de Jake, no tuyo. Me haría cargo de un programa que cubriese su educación durante los próximos cinco años. Hasta que tuviesen… —Echó un vistazo al papel que había sobre la mesa— catorce, doce y once años, respectivamente. Para entonces ya sabremos si son capaces de llegar más lejos y Jake habrá tenido la oportunidad de establecerse. ¿Qué le parece? —preguntó a Jake.
—Me parece una idea excelente.
—¡No! —exclamé.
—Oye, sé razonable —dijo Jake—. Les encantará. Será bueno para ellos.
—¡Oh, no es verdad! ¡Lo odiarán! ¿Por qué no puedes darnos el dinero simplemente…?
—Porque esa no es la cuestión —zanjó mi padre—. No permitiré que ahogues a este muchacho con responsabilidades nada más empezar. Ya está haciéndose cargo de más de lo que puede abarcar y tendrá que trabajar como un negro para salir adelante. Yo no sé nada de ese… negocio del cine ni tampoco, para serte sincero, tengo demasiada fe en él. Pero no quiero que dentro de cinco años vuelvas arrastrándote a casa con seis criaturas más y con otro matrimonio destrozado entre manos. Lamento ser tan franco, pero es lo que hay. Ya es hora de que entres en razón, hija mía.
Nunca me había hablado así.
—Jake —dije—. ¿Jake…?
—Tu padre tiene razón —dijo Jake—. Facilitará mucho las cosas.
Y los dos se quedaron ahí, mirándome impasibles.
—¿Y las vacaciones? Porque tendrán vacaciones…
—Pueden venir aquí —siguió mi padre—. A tu madre le encanta tenerlos en casa, ya lo sabes.
—Quieres decir… que se irán. Para siempre. Es eso, ¿verdad? ¿Entonces por qué no los damos en adopción, o algo así? ¿Por qué no los regalamos?
Mi padre suspiró prolongadamente y volvió a su mesa.
—Será mejor que lo discutáis entre vosotros. La oferta sigue en pie, no digo más. Ahora…, siguiente punto. ¿Dónde vais a vivir?
—Tendrá que ser en el campo —dijo Jake.
—¿Y puede trabajar desde el campo?
—De momento, sí. Después quizá tenga que alquilar una habitación o…
—Eso no está bien. Un hombre necesita comidas regulares y que alguien se encargue de las cosas. No le veo sentido a que se complique la vida. Ya tiene bastante sin eso.
—No veo alternativa, señor. —El «señor» en cuestión era increíble. Ya diferente del hombre que yo siempre había conocido, de pronto mi padre se hacía cada vez más inmenso, amenazador y parecía dueño de un poder absoluto.
—Siempre hemos vivido en el campo —dije, pero nadie me escuchó.
—Resulta que un buen amigo mío es agente inmobiliario y tiene contactos en una firma de Londres. Parece que hay muchos proyectos urbanísticos en marcha. Es posible comprar arrendamientos por lo que les queda de vida a esas viejas casas a un precio razonable. Aquí tengo una, por ejemplo. Echadle un vistazo. Me dejará sin blanca, por descontado, pero prefiero que lo disfrutéis ahora, cuando lo necesitáis, a que tengáis que esperar a que me muera.
—No sé por qué iba usted a…
—De haber tenido un hijo —interrumpió mi padre—, habría sabido cómo criarlo. Sin problemas. Pero con esta chica fracasamos. No cabe duda, fracasamos. Ya es hora de que coja el timón de su vida con mano firme. Y me da que usted es el tipo con quien por fin lo conseguirá.
—¡Estoy aquí! —exclamé—. ¿Por qué no me hablas a mí?
Mi padre se inclinó y le dio unas palmaditas a Jake en el hombro.
—Buena suerte —le dijo—. Buena suerte, muchacho; la va a necesitar.
* * *
Después de la boda celebramos una fiesta. Los del servicio de comidas trajeron pequeños sándwiches de pollo, bizcocho de crema y champán. Todo el mundo estaba muy feliz. Mi madre lloró, como siempre, y mi padre le estrujó la mano a Jake, sin mediar palabra, como si mi marido estuviera a punto de partir para el espacio. Los niños, que mi madre había dejado ese día a cargo de la señora Norris, nos enviaron telegramas de felicitación. Dos semanas después, los tres mayores se marcharon a un internado.
Nos mudamos a la casa que mi padre había encontrado y los niños supervivientes de la depuración llegaron en tren. Llevaban muchísimo equipaje porque yo había insistido en que lo trajeran todo: ropa y palos, juguetes, cazos, malta, libros, diarios, herraduras, castañas, cintas y cuerdas, así como suficientes bicicletas pinchadas para llenar un cobertizo entero. Invadieron las escuelas locales, donde empezaron a ser conocidos colectivamente como los Armitage, de modo que, por comodidad y solidaridad, los que tenían libretas de ahorros en la Caja Postal o los que enviaban cupones para canjearlos por cucharillas de plata o los que participaban en concursos para ganar ponis se cambiaron el apellido; y a los que eran demasiado pequeños, sus compañeros se lo cambiaron por ellos, y de ese modo crecieron acostumbrados a ser los primeros de cualquier lista.
Solo los tres del internado continuaron aislados, distantes y crecieron con sus antiguos apellidos. Habían sido mis primeros hijos, y aunque siempre fueron sombríos y difíciles de contentar, me sentí desolada sin ellos. Hervía de rabia, pero era una rabia contenida. ¿Rabia contra quién, contra qué? Era lo mejor para el niño y para las niñas, bien encaminados, abrigados y arropados por Jesús y por el Certificado General de Estudios aunque practicasen deporte apenas sin ropa en el frío glacial. Era justo para Jake que se fueran. Despacio, poco a poco, casi imperceptiblemente, los dejé ir hasta que solo nuestros dedos se rozaron, luego extendimos las manos, y después no encontramos nada. Bajamos los brazos y nos dimos la espalda. Los niños más pequeños siempre tuvieron cariño a esos tres conservadores melancólicos que acabaron odiando a Jake con inflexible devoción. Con el tiempo, también a mí me incluyeron en su odio. Fueron, de hecho, mis primeros enemigos. Al inicio de cada trimestre, mi madre le enviaba diez chelines a cada uno, que sujetaba a las cartas con pequeños imperdibles dorados.
El hijo de Jake fue el primero que tuve en un hospital. Jake tenía treinta años y empezaba a preocuparse por su cabello. Estaba desvelado, se le notaba nervioso, sobreexcitado. Trabajaba en su primer guion completo y me dijo que un día construiría una torre de ladrillo y cristal con vistas al valle donde nos habíamos conocido y me la regalaría.
—No sé qué me pasa —dijo Philpot—. A veces me tiembla todo el cuerpo y a veces mi temperatura corporal no llega ni a los treinta y cinco grados. A veces lloro sin parar durante horas.
—¿Por qué no vas al médico?
—Me dirá que son las preocupaciones. Y no hay nada que hacer con las preocupaciones, ¿verdad?
—Bueno, no lo sé…
Yo estaba limpiando los armarios de la cocina, señal de inquietud. La chica —en realidad era una mujer de veinticuatro años apellidada Philpot— había dicho que seguro que podía ayudarme en algo. La había puesto a limpiar las tapas de las ollas con lana de acero. Lo hacía muy despacio; sentada en el borde del fregadero, acariciaba circularmente las tapas abolladas, como si fueran caras.
Saqué las nuevas tazas conmemorativas de la Coronación del estante, un puñado en cada mano, y las dejé en el suelo. Luego pedí a Philpot que se apartara para dejarme coger más agua caliente. Se subió a la nevera y la falda se le extendió por encima.
—Vaya, cuántas tazas. A Poppy también le dieron una. ¿No son divinas?
—Me parecen feísimas, y tenemos montones de cucharas.
—Sí, a Poppy también le dieron una cuchara.
Miró por la ventana del jardín, donde Poppy y algunos de mis hijos menores estaban sentados en cajas de cartón. Por lo que alcanzaba a ver, no estaban haciendo nada. Philpot suspiró sonoramente.
—Me pregunto si habrá otra Coronación. Si estaremos vivas para verla, quiero decir.
—Pues claro que sí. —Me pareció que estaba algo necesitada de confianza—. ¿Por qué? ¿Tanto te ha gustado esta?
—Sí, mucho. Una ceremonia preciosa. Dejé a Poppy en casa de mi tía —dijo Philpot. Recuperé restos de mantequilla de seis platitos, los pasé a un plato más grande y aparté a Philpot de la nevera. Se acomodó encima de los fogones, como un gran pato—. Y me lo pasé de fábula, aunque me quedé dormida todo el tiempo cuando lo pusieron en la tele. ¿Te voy pasando las tazas?
—No —dije—. No te preocupes.
—Bueno, todo acabó en desastre, claro. Siempre me pasa igual. ¡Las esposas de los demás son tan susceptibles! Y la verdad es que me gustan, eso es lo gracioso. Me gustan más que sus maridos. A veces me pregunto si soy normal. Me han dicho que soy frígida, pero no veo cómo la gente lo puede saber. A ver, en serio, ¿cómo lo pueden saber?