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Nataniel Aguirre

Juan de la Rosa.
Memorias del último soldado
de la Independencia

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-673-6.

ISBN ebook: 978-84-9007-371-1.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

La obra 9

Por todo prólogo 11

Capítulo I. Primeros recuerdos de mi infancia 13

Capítulo II. Rosita enferma. Un nuevo amigo 21

Capítulo III. Lo que yo vi del alzamiento 31

Capítulo IV. Comienzo a columbrar lo que era aquello 37

Capítulo V. De como mi ángel se volvió al cielo 47

Capítulo VI. Márquez y Altamira 55

Capítulo VII. La batalla de Aroma según Alejo 64

Capítulo VIII. Mi cautiverio. Noticias de Castelli 78

Capítulo IX. De qué modo dejamos de rezar una tarde el santo rosario, y de la única vez que estuvo amable doña Teresa 88

Capítulo X. Mi destierro 98

Capítulo XI. El ejército de Cochabamba. Amiraya 113

Capítulo XII. Cierto, admirable y bien sabido suceso 126

Capítulo XIII. Arze y Rivero 137

Capítulo XIV. Las armas y el tesoro de la patria 145

Capítulo XV. Un inventario. Mi visita a la abuela 154

Capítulo XVI. La entrada del gobernador del Gran Paititi 162

Capítulo XVII. Comparezco ante el tremendo tribunal del padre Arredondo y soy declarado hereje filosofante 171

Capítulo XVIII. Tirón de atrás. Quirquiave y el Quehuiñal 181

Capítulo XIX. ¡Ay, de los alzados! ¡Ay, de los chapetones! 192

Capítulo XX. El alzamiento de las mujeres 207

Capítulo XXI. La gran fazaña del Conde de Huaqui 221

Capítulo XXII. El lobo, la zorra y el papagayo 231

Capítulo XXIII. De la edificante piedad con que el Conde de Huaqui celebró la fiesta del Corpus, después de su victoria de «la elevada montaña de San Sebastián» 238

Capítulo XXIV. El legado de Fray Justo 250

Capítulo XXV. Una familia criolla en los buenos tiempos del Rey Nuestro Señor 254

I 254

II 255

III 256

IV 258

V 260

VI 261

Capítulo XXVI. Donde ha de verse que una beata murmuradora puede ser bien parecida y tener un excelente corazón 265

Capítulo XXVII. De como fui y llegué a donde quería 269

Libros a la carta 277

Brevísima presentación

La vida

Nataniel Aguirre nació el 10 de octubre de 1843 en Cochabamba (Bolivia) y murió el 11 de septiembre de 1888 en Montevideo (Uruguay).

Es considerado uno de los escritores principales de su país. Su narrativa se inscribió en la novelística de finales del siglo XIX como una excepción al relato colonial, al memorialismo y a la reconstrucción histórica que predominaron hasta entonces. Su obra sirvió así de puente entre el ya caduco romanticismo y el incipiente realismo.

Miembro de la llamada Generación de 1880, entre sus obras cabe destacar Represalia del Héroe, Biografía de Francisco Burdett O’Connor, Bolivia en la Guerra del Pacífico y la novela que lo hizo famoso, Juan de la Rosa. También escribió teatro y poesía.

Desempeñó importes cargos públicos: diputado, prefecto de Cochabamba y ministro de Estado.

La obra

Juan de la Rosa. Memorias del último soldado de la Independencia, de Nataniel Aguirre, se publicó en 1885 en Cochabamba, Bolivia. Es una novela que narra hechos esenciales de la historia nacional boliviana, en tiempos del primer levantamiento por la independencia en Cochabamba. Los sucesos son contados por uno de los rebeldes bolivianos sobreviviente, Juan de la Rosa que, en su vejez reconstruye su vida en Cochabamba, los episodios históricos entre 1809 y 1811, la muerte de su madre, la represión española, la resistencia, victorias y derrotas en la guerra de independencia.

El autor recrea la cotidianidad de Cochabamba, a finales del siglo XIX, desde la ficción. El personaje recuerda el proceso histórico y los ideales que dieron lugar a la república boliviana; pero también pone en voz de la «memoria» los espacios familiares, los detalles personales y la tensión entre la vida pública y privada.

Algunos investigadores, como el boliviano Gustavo V. García, sostienen que la obra no pertenece a Nataniel Aguirre. Según García, Aguirre habría editado la novela —cuyo verdadero autor sería el coronel Juan de la Rosa o Juan Altamirano Calatayud— y ayudado a corregirla.

El problema está que en la primera edición, de 1885, no hay ninguna referencia a Aguirre: la novela, titulada Cochabamba. Memorias del último soldado de la Independencia, está firmada por Juan de la Rosa, que es el personaje principal: Juanito, seguido del nombre de su madre Rosita.

Por todo prólogo

Caracato, 14 de noviembre de 1884

Señor don N... N...

Cochabamba

Muy señor mío y mi dueño:

No tengo el honor de conocer a U., ni creo que U. sepa que yo existo en este mundo. Pero me han dicho que U. es corresponsal de la «Sociedad 14 de Septiembre», y esto me basta para suplicarle que se digne poner en manos del actual presidente de dicha sociedad los adjuntos manuscritos.

Le diré, también, lo que me ha animado por fin a dar este paso.

Celebrando hace un momento, en mi mesa rodeada por varios amigos, el triunfo de Aroma, del que siempre me acuerdo en cada aniversario, un añejo vino de mis cepas se me subió a la cabeza, y quise abrazar a Merceditas, mi adorada mitad.

Ella se encolerizó, y me dijo:

—¡Espantoso vestiglo! ¡última carroña de los tiempos de la Independencia!

—No tanto —le respondí—; habrá otros como yo.

—¡No, señor! —gritó más enojada; nadie es tan malo como tú para vivir tanto tiempo.

—¿Y tú, alma mía?...

—¡Cállate, cochero borracho! Yo hablo de los hombres... no soy tan impolítica como tú para echar en cara su edad a las señoras. Tú mismo me has contado que según leíste en El Heraldo, tu compañero don Nicolás Monje murió hace ya dos años en Cochabamba.

Esto me puso serio; me hizo reflexionar, y me vine aquí, a mi cuarto, para escribir esta carta.

—Con el título que me ha dado mi mujer —me he dicho—, puedo ya pedir a la juventud de mi querido país que recoja alguna enseñanza provechosa de la historia de mi propia vida.

Creo, además, que ha de haber en ella detalles interesantes, un reflejo de antiguas costumbres, otras cosillas, en fin, de que no se ocupan los graves historiadores.

Y... Dios guarde a U. muchos años, como a _____

Su atento servidor _____

Q.B.S.M.

J. de la R.

Capítulo I. Primeros recuerdos de mi infancia

Rosita, la Linda Encajera, cuya memoria conservan todavía1 algunos ancianos de la villa de Oropesa,2 que admiraron su peregrina hermosura, la bondad de su carácter y las primorosas labores de sus manos, fue el ángel tutelar de mi dichosa infancia. Su cariño, su ternura y solicitud maternales eran sin límites para conmigo, y yo le daba siempre con gozo y verdadero orgullo el dulce nombre de madre. Pero ella me llamó solamente «el niño», menos dos o tres veces en las que la palabra «hijo» se le escapó, como un grito irresistible de la naturaleza, que parecía desgarrar de un modo muy cruel sus entrañas.

Vivíamos solos en un cuarto o tienda del confín del Barrio de los Ricos, hoy de Sucre, sin más puertas que la que daba a la calle y otra pequeña, de una sola mano, en el rincón de la izquierda de la entrada. Una tarima, que era nuestro estrado y servía de noche para hacer la cama; una larga mesa sobre la que Rosita planchaba ropa fina de lino, albas y paños de altar; una grande arca ennegrecida por el tiempo; dos silletas de brazos con asiento y espaldar de cuero labrado; un banquito muy bajo y un brasero de hierro, componían lo principal del mueblaje de la habitación. Las paredes, pintadas de tierra amarilla, estaban decoradas de estampas groseramente iluminadas, entre las que resaltaba una pintura original, obra de no muy torpe como atrevida mano, que representaba la muerte de Atahualpa. En la pared fronteriza a la puerta, como en sitio de preferencia, había además un cuadro al óleo, de la Divina Pastora sentada, con manto azul, entre dos cándidas ovejas, con el niño Jesús en las rodillas. La puertecita de la izquierda conducía a un pequeño patio enteramente cerrado por elevadas tapias, y en el que un sotechado servía de despensa y de cocina.

Rosita —no creo que me engañen mis recuerdos, ni que mi ternura le preste ahora en mi imaginación encantos que no tenía—, era una joven criolla tan bella como una perfecta andaluza, con larga, abundante y rizada cabellera; ojos rasgados, brillantes como luceros; facciones muy regulares, menos la nariz un tanto arremangada; boca de flor de granado; dientes blanquísimos, menudos, apretados, como solo pueden tenerlos las mujeres indias de cuya sangre debían correr algunas gotas en sus venas; manos y pies de hada; talle airoso y gentil que, sin el recato que observaba en todos sus movimientos y la hacía presentarse un poco encogida, le hubiera envidiado la mujer más presumida, esbelta y salerosa de la Península. Su voz, que tomaba fácilmente todas las inflexiones de la pasión, era de ordinario dulce y armoniosa como un arrullo. Había recibido, en fin, la educación más esmerada que podía alcanzarse en aquel tiempo.

Vestía uniformemente basquiña de merino azul hasta cerca del tobillo; jubón blanco de tela sencilla de algodón, muy bordado, con anchas mangas que dejaban ver los brazos hasta el codo; mantilla de color más oscuro, con franjas de pana negra, prendida con grueso alfiler de plata Sus hermosos cabellos, recogidos en dos trenzas, volvían a unirse a media espalda, anudados por una cinta de lana de vicuña con bonitas de colores. Por todo adorno llevaba grandes aretes de oro en sus delicadas y diminutas orejas y un anillo de marfil encasquillado, en el dedo meñique de la mano izquierda. Sus pies calzados de medias listadas del mismo color predilecto del vestido, se ocultaban en zapatitos de cuero embarnizado, con tacones encarnados. Me parece que la veo y la oigo, ahora mismo con embeleso, como acostumbraba al despertarme de mi tranquilo sueño. Limpia, aseada, después de haberlo ordenado todo en nuestra habitación, está sentada a la puerta, en su banquito, con la almohadilla de encajes por delante; pero sus ágiles dedos se entorpecen poco a poco hasta abandonar lánguidamente los palillos y se cruzan sobre una de sus rodillas; sus bellos ojos buscan no sé qué en la parte de cielo que se descubre más allá de los techos de un feo caserón del otro lado de la calle; canta a media voz para interrumpir mi sueño, en la lengua más tierna y expresiva del mundo, el yaraví de la despedida del Inca Manco, tristísimo lamento dirigido al padre Sol, de lo alto de las montañas del último refugio, demandando la muerte para no ver la eterna esclavitud de su raza; gotas del llanto que fluye sin sentirlo, ruedan una tras otra por sus pálidas mejillas...

Pocas personas, se acercaban a nuestra humilde morada, y eran muy contadas las que en ella penetraban. Criados de familias acomodadas y mandaderos de los conventos daban desde la puerta algún recado, dejaban allí mismo las labores que traían, o recibían las que habían sido ya hechas. Algunas veces un caballero anciano de aspecto venerable, envuelto en ancha capa de paño de San Fernando, con el sombrero calado hasta los ojos y apoyado en un bastón de grueso puño y largo regatón de oro, llegaba a la hora del crepúsculo, y llamando a Rosita con bondadoso acento, le entregaba un bolsillo o un paquetito, que ella recibía besándole la mano, aun cuando él tratase de impedirlo, despidiéndose al momento.

Solo una tarde calurosa del mes de octubre, en que parecía muy cansado de largo ejercicio, se dignó aceptar una silla, que nos apresuramos a colocar al fresco en la acera, extendiendo a sus pies una manta de lana. Estuvo hablando mucho tiempo con Rosita de la miseria que había sufrirlo el país hacía dos años, en el de 1804, y la oyó hablar después en voz baja sin interrumpirla más que con algunas preguntas. Cuando ella concluyó me puso entre sus rodillas; me dejó admirar su bastón a mi gusto, mientras él acariciaba mis cabellos, y murmuró dos o tres veces:

—Es una infamia..., ¡pobre Juanito!

La noche había cerrado muy oscura encapotándose el cielo de nubes, cuando pensó en retirarse, y Rosita se empeñó y obtuvo de él que le acompañásemos hasta su casa.

—Su merced se apoyará en mi hombro, y el niño irá alumbrando por delante —le dijo, mandándome enseguida que encendiera un farolillo de papel.

Tomamos así una desierta calle que cruzaba más arriba la nuestra, y caminamos gran trecho a la izquierda, entre cercas y tapiales de huertas y sembrados, hasta llegar a una puerta muy espaciosa, abierta en un largo paredón, tras de una acequia, en cuyo puente esperaba un criado negro de gigantesca estatura.

Detúvose allí el caballero, y dándome una palmadita en la mejilla, dijo a mi madre:

—Hazle un buen mameluco y cómprale un muñeco para la Fiesta de Todos los Santos; pero a condición de que aprenda la cartilla.

—Señor —contestó ella—, el mameluco se hará y también el muñeco, que nadie ha de hacerlo mejor que yo. En cuanto a recomendarle la cartilla, vuestra merced ignora todavía que el niño sabe ya leer casi de corrido, en un libro muy gracioso que le ha regalado su buen maestro Fray Justo del Santísimo Sacramento.

—¡Oiga! —repuso el noble anciano—, ¿conque este perillán promete ser un hombre de provecho? Bien, hija mía; id con Dios, y no olvidéis que esta puerta nunca estará cerrada para vosotros.

Y dichas estas palabras se entró por la puerta bendita precedido por el criado que, entre tanto, había corrido a proveerse de una luz.

—¿Quién es? ¿por qué nos quiere así, y no huyes tú de él, madre, como de otros caballeros? —pregunté entonces a Rosita que, tomándome de la mano, procuraba ya volverse a pasos precipitados.

—Es —me contestó—, el padre de los desgraciados, el señor gobernador —y me dijo enseguida su nombre venerado hoy mismo a pesar del odio a la dominación española.

Era don Francisco de Viedma, que quiso fundar al morir, en aquella quinta, un asilo para los huérfanos.

El padre agustino Fray Justo, mi oficioso maestro de lectura, venía dos o tres veces por semana, con la capucha calada, los brazos cruzados sobre el pecho, ocultas las manos en las mangas del hábito, con pasos ligeros y silenciosos, como un fantasma; y se dejaba caer en la silla dispuesta siempre al lado de la mesa para recibirle.

Era el hombre más extraordinario que he conocido en mi vida, y fue por mucho tiempo un enigma impenetrable para mi inculto y grosero entendimiento. Alto, seco, amarillo, con ojos como ascuas, muy movibles en sus órbitas, a primera vista daba miedo. Mirándolo con más espacio, sus nobles facciones muy regulares, su abultada y espaciosa frente coronada de canas prematuras, infundían respeto. Cuando se le oía hablar, cuando se podía penetrar algo de sus ideas y sentimientos, incomprensibles en aquella época para espíritus vulgares, se llegaba a amarle con veneración. Habitualmente melancólico y distraído, sabía mostrarse jovial con los humildes y tenía momentos de expansión, en los que reía a carcajadas como el tonto que se considera más dichoso en este valle de lágrimas.

Desplomado ya en su silla, extendía su larga y huesosa mano a Rosita, que se acercaba a estrecharla entre las suyas y a besársela (cuando él no lo estorbaba, lo que era raro) con cariño fraternal y sumisión religiosa. Hablaba después en voz baja con ella; se enderezaba; la capucha se le caía a las espaldas, y gritaba alegremente:

—¡Juanito, el Quijote! Vamos a reír, muchacho, de las aventuras del caballero de la Triste Figura y de su escudero el gran gobernador de la Ínsula Barataria.

Hojeaba el libro que yo le presentaba, y decía cosas cuyo sentido no podía explicarme, como, por ejemplo:

—¡Oh, la aventura maravillosa y sin par de los batanes! ¿Será esto lo que nos pasa con tantas cosas que se forja nuestra imaginación y tenemos por verdaderas en las espesas tinieblas, en el misterio que nos rodean? Y esta ínsula Barataria tan monótona y sumisa que llega a tener un buen gobernador por burla ¿no se diría que es imagen de todo un mundo secuestrado en provecho de lejanos señores?...

Su descarnado dedo señalaba una tras otra las palabras que yo leía en alta voz, deteniéndose en aquellas que tardaba en descifrar o no pronunciaba correctamente. Satisfecho de la lección, algunas veces, repetía las palabras que oí a don Francisco de Viedma:

—Será un hombre de provecho.

Pero se interrumpía al punto con una sonora carcajada, y continuaba:

—¿Qué ha de ser, Dios mío? ¿qué puede ser aquí? ¿Cura? ¿fraile? Sí, tú serás cura, Juanito; y harás bailar a los indios tambaleándose en las procesiones. Habrá misas cantadas, alferazgos, entierros y casamientos; engordarás hasta llegar quién sabe a canónigo; tu pobre madre dejará a lo menos de encorvarse ante la almohadilla y el brasero, y... ¡vivirá!

Quedábase enseguida meditabundo, distraído, mirando sin ver los ladrillos del pavimento o las negras vigas de la techumbre; mientras que Rosita, estremecida antes más de una vez al oír sus discursos, absorta ahora igualmente en sus pensamientos, fingía ocuparse tan solo de su labor, o de endulzar para él una bebida refrigerante de naranja o piña, que de antemano estaba dispuesta en un pequeño cántaro de olorosa arcilla; y mientras que yo continuaba la lectura, sin que ninguno de los dos celebrase entonces la inmortal novela de Cervantes.

La voz de Rosita, o simplemente el ruido de sus pasos, cuando se acercaba a ofrecerle la bebida, en ancho vaso de cristal adornado de flores, ejercía sobre el Padre una fascinación irresistible. Volvía como de un penoso sueño, iluminándose su amarillo semblante de inefable sonrisa; y procuraba al momento disipar cualquiera impresión dolorosa o desagradable que pudiera dejarnos al partir. Hablaba a Rosita de sus labores; de una misteriosa alcancía que yo la vi una vez ocultar cuidadosamente en el fondo del arca; me hacía barcos y globos de papel, o, plegando un pedazo de éste de una manera ingeniosa, sacaba de un solo tijeretazo una cruz y todos los instrumentos de la pasión del Salvador.

Un día quiso evocar recuerdos de un tiempo que debió ser mejor sin duda; pero obtuvo un resultado enteramente contrario del que se proponía.

—¿Sabes, Juanito —comenzó a decir—, que tu madre ha sido mi hermana? —Y dirigiéndose a ella, prosiguió—: ¿no recuerdas que tú aprendiste a leer más pronto que este rapazuelo?

—¿Y cómo pudiera yo haberlo olvidado? Sabes tú..., Vuestra Paternidad no ignora —balbuceó mi madre—, que en aquel tiempo pude haber creído en la felicidad que solo se encuentra en el cielo.

Y callaron entre ambos, no sin que llegase a mi oído un suspiro lastimero de Fray Justo.

Muchos años después comprendí el inmenso dolor que debieron sufrir entre ambos. Un día oí en Lima, al admirable poeta Olmedo, citar en conversación una sentencia que decía encontrarse en un verso del Infierno de Dante: «no hay mayor tormento que acordarse del tiempo feliz en la miseria», y el recuerdo de aquella escena, que me conmovió de niño, oprimió mi corazón bajo la casaca de oficial de Granaderos a Caballo, de Buenos Aires.

Otro amigo fiel, más asiduo, que nos visitaba todos los días, en las horas que le permitía su trabajo, era el maestro cerrajero y herrador Alejo, pariente yo no sé en qué grado de mi madre. Cobrizo, de más que mediana estatura, fornido, de cabeza al parecer pequeña enclavada en un cuello de toro; ancho de pechos y un tanto cargado de espaldas, con manos y pies descomunales, parecía la personificación de la fuerza, y la tenía realmente proverbial en la villa. Pero su semblante, de ordinario tranquilo, sus ojos de ingenuo y franco mirar, revelaban un alma naturalmente bondadosa, a no ser que los animase la cólera, en cuyo caso tomaban una expresión bestial, espantosa.

Su traje semejante al de la generalidad de los mestizos, estaba mejor cuidado y era de telas menos groseras. Usaba sombrero de copa redonda y anchas alas, chaqueta de pana enteramente abierta, mostrando la camisa de tocuyo del país nunca abrochada al cuello, como si éste no lo consintiese; calzón de cordellate, sujeto por faja de lana colorada con largos flecos; gruesos zapatos de los llamados rusos, que parecían incomodarle siempre. Hablaba castellano sin estropearlo demasiado; pero prefería el quichua siempre que lo hablase también su interlocutor o fuese éste alguno de sus iguales. Llamaba «la niña» a Rosita y la adoraba como a una santa. Su condescendencia conmigo llegaba a irritar en ocasiones hasta a esa santa, a mi cariñosa madre. Muchas veces le dijo a ella:

—¡Qué hermosa eres, niña mía! Si quisieras hacerte retratar harían un cuadro como el de tu Divina Pastora.

Y hablando de mí agregaba:

—Déjale en paz. ¡Que corra por los campos de Dios! ¡que brinque y grite y se suba a los árboles! Yo no sé cómo tú misma no le acompañas en sus juegos, cuando yo más viejo que tú, le enseño travesuras y las hago con él.

Si oía cantar a Rosita, se quedaba estático, abriendo la boca, como acostumbran todas las gentes sencillas cuando concentran su atención en alguna cosa. Mil veces se hizo repetir los versos de la despedida del Inca, o de algún fragmento del Ollantay sin conseguir nunca retenerlos por completo en la memoria. Confesaba humildemente su torpeza. No se obstinaba en sostener sus juicios u opiniones, cuando alguna persona querida los refutaba con calma y dulzura, y comprendiese o no los razonamientos contrarios, parecía quedarse convencido, diciendo: «bueno..., ¡ahí está!». Todo esto no quiere decir, empero, que dejase de tener, si así convenía a sus intereses, la astucia y socarronería que suelen distinguir en alto grado hasta a los indígenas embrutecidos.

Mi madre que no quería que yo saliese, ni me ocupaba en ningún mandado, me permitía a veces pasearme con él. Una tarde me llevó a los toros del Patrono San Sebastián. Terminado el espectáculo, que entonces me divirtió y que después me ha parecido grotesco y repugnante por demás, subimos la suave pendiente del cerrito que se eleva sobre la plaza de aquel nombre. Me compró un cartucho de confites en las tolderías de refrescos que allí se ponían, y me condujo después algunos pasos más arriba, donde me señaló una planta espinosa, diciéndome estas palabras misteriosas:

—Allí pusieron su brazo derecho. La abuela lo vio sobre un palo y se quedó desmayada. Lo quería mucho; por eso me hizo poner su nombre.

Pero, al ver el asombro con que yo lo miraba, creyó que hacía alguna torpeza, y tomándome de la mano, para alejarse precipitadamente conmigo, añadió:

—No le cuentes esto que te he dicho a la niña Rosita, ni me preguntes ya nada, porque solo he querido asustarte.

Algunas infelices mujeres vestidas de tosca bayeta del país, descalzas, desgreñadas, venían, por último, a ayudar a Rosita en alguna labor sencilla o el cuidado de la casa, y nunca salían de ésta sin bendecir a «la niña», que era, decían, tan bella y buena como la santa limeña cuyo nombre llevaba. Solo recuerdo yo el de una de ellas: María Francisca. Más tarde comprendí que, pobres como éramos, viviendo del trabajo diario de mi madre, enseñados a leer por oficioso maestro, podíamos considerarnos, respecto a las comodidades materiales y al cultivo de la inteligencia, mil veces más afortunados que la gran masa del pueblo, compuesta de indios y mestizos. Los únicos felices a su manera, debieron ser los españoles y algunos criollos, que se contentaban con vegetar en la indolencia, durante «los buenos tiempos del rey nuestro señor».


1 Comencé a escribir estas memorias en 1848. (N. del A.)

2 Antiguo nombre de la ciudad de Cochabamba. (N. del A.)

Capítulo II. Rosita enferma. Un nuevo amigo

En el memorable año de 1810, undécimo según entiendo de mi edad, Rosita estaba más pálida y triste que nunca. Sentía yo arder sus labios y sus manos cuando me acariciaba; sus ojos despedían más luz; tosía con frecuencia. Advertí que deseaba entregarse con mas ahínco al trabajo, y que, obligada por momentos a buscar reposo en el lecho, sufría moralmente mayor tormento que el de su enfermedad. Otra observación, que no podía escapárseme, conociendo sus costumbres, me alarmó sobre todo demasiado. Ella, tan cuidadosa siempre del aseo de su persona y del orden y arreglo de su casa, permitía algún desaliño en su traje y esperaba que María Francisca viniese a barrer cuando pudiese la habitación y hasta le dejaba preparar nuestra frugal comida. Lo único que no descuidó nunca —¡bendita madre mía!— fue la persona de su hijo, a quien trataba de engañar con dulces sonrisas.

Don Francisco de Viedma, que hubiera sido más que antes nuestra providencia, había muerto, sin poder ni él mismo vencer la repugnancia que el pueblo sentía por los españoles llamados chapetones, pero llorado por los muchos desgraciados a quienes socorría. Nuestros leales amigos Fray Justo y Alejo parecían querer abandonarnos poco a poco. Venían con menos frecuencia; estaban entre ambos muy preocupados desde el año anterior, de algo que yo no me explicaba. Cuando se encontraban juntos en nuestra casa, cambiaban palabras misteriosas; se reían unas veces frotándose las manos, y se ponían otras mustios y abatidos, notándose en éstas aquel trocarse espantoso del semblante de Alejo.

Un día oí decir al Padre Justo enajenado:

—Ahora sí que va de veras. Lo del 25 de mayo estaba bueno; pero don Pedro Domingo Murillo sabe mejor dónde nos aprieta el zapato. ¡Bendito Dios! ¡he visto por fin, aunque de lejos, a un hombre!

Otro día vino enteramente abatido, al punto de que ni siquiera extendió la mano a Rosita, ni oyó las afectuosas palabras con que, sorprendida, quiso arrancarle de su dolorosa postración. No sabía yo qué hacer con el libro en la mano, cuando, como si hubiera cometido una falta, me dijo severamente:

—¡Quítate de ahí!... no se puede ya leer eso.

Y levantándose enseguida, como impelido por un resorte, sacó de la manga un papel manuscrito, y agregó:

—Esto, nada más que esto hay que leer y aprenderlo de memoria, muchacho; porque sino perderás mi cariño.

Tomé temblando el papel (que ahora mismo tengo ante mis ojos) y leí con mucha dificultad, corregido y auxiliado a cada instante por mi maestro, lo que felizmente puedo copiar enseguida.

Nuestra Señora de La Paz, 5 de febrero de 1810.

«Hermano mío: Te he ido refiriendo puntualmente nuestros desastres y sufrimientos desde Chacaltaya. Prepárate a oír ahora lo que nuestros tiranos se obstinaban en llamar con aparente desprecio y mal encubierta zozobra, “la conclusión del alboroto del 16 de julio”.

»En la mañana del 29 de enero nos encaminamos, por orden de la autoridad, a la cárcel pública donde estaban encerrados los presos, para darles los últimos auxilios espirituales y acompañarlos hasta el pie de las infamantes horcas, en que, según decía la sentencia, “debían ser colgados por castigo de sus nefandos crímenes y para escarmiento de rebeldes”. Me tocó a mí oír la última confesión de don Pedro Domingo Murillo. ¡Qué hombre, Dios mío! ¡qué alma aquella tan superior a las del vulgo de sus contemporáneos! ¿De dónde ha podido recoger tanta luz en esta noche de espesas tinieblas en que hemos vivido? No te diré, no puedo decirte de qué modo me ha deslumbrado con los resplandores sublimes que despedía entonces para extinguirse en el abismo de la eternidad. Hubo momento en que yo parecía más bien el penitente y él mi confesor. Purificándose mi propia fe con sus palabras, vaciló... ¡vaciló, hermano, hasta que él mismo la sostuvo y la dejó más radiante3 en mi conciencia!

»A medio día salimos al lugar del suplicio entre dos compactas filas de soldados, seguidos por toda la tropa armada en columnas. Los sentenciados iban visiblemente conmovidos, pero conservaban un aire de nobleza y dignidad que imponía respeto a los más furiosos enemigos. Si alguno hubiera cedido a la flaqueza, habría bastado el ejemplo de su jefe para devolverle el ánimo y hasta infundirle el orgullo de morir a su lado. Caminaba éste sereno con la frente erguida sobre la multitud, como si en vez de ir al patíbulo, fuese más bien a dictar desde un tablado la famosa resolución con que se erigió la Junta Tuitiva.

»Cuando llegamos al pie de la horca y quise prodigarle todavía los consuelos de la religión, me dijo con admirable tranquilidad y con dulzura: “basta, Padre; me encuentro bien preparado para responder de mi vida a la justicia eterna, y solo me resta ahora cumplir un deber de mi elevada misión”. Enderezándose enseguida, creciendo más de un codo (así me pareció a mí por lo menos en la admiración que me inspiraba) gritó con voz vibrante estas palabras, oídas por todos y grabadas por siempre en mi memoria:¡Compatriotas! la hoguera que he encendido, no la apagarán nunca los tiranos. ¡Viva la libertad!

»El sacrificio de los nueve mártires se consumó inmediatamente.

»No concluiré sin referirte un espantoso incidente, que da idea del despecho y rabia de nuestros enemigos. Cuando levantaban en alto a don Juan Antonio Figueroa con las manos amarradas a las espaldas, la cuerda se rompió, y este noble español que abrazara entusiasmado nuestra causa, cayó pesadamente de pechos y de cara al suelo. Un grito inmenso de horror y de compasión se elevó de la multitud, clamando: ¡misericordia! Pero un oficial se abrió paso por entre las filas de soldados y comunicó a los que presidían el sacrificio una orden increíble, ejecutada al punto. ¡El verdugo, armado de un cuchillo, degolló sobre las piedras a la víctima!

»Todo esto te causará un dolor infinito como a mí, o más que a mí, pues conozco la exaltación de tus ideas y la exquisita sensibilidad de tu ser. ¡Llora, hermano mío! Pero no pierdas la fe ni la esperanza. Las causas redentoras de la humanidad necesitan pasar por estas tremendas pruebas providenciales. Creo habértelo advertido otra vez con las palabras de Tertuliano: sanguis martirum semen christianorum!»

El papel no tenía más, firma que un signo extraño, probablemente convencional.

—Tiene razón —exclamó Fray Justo, recorriendo a grandes pasos la estancia—; ¡la hoguera de Murillo abrasará todo el continente! Este fuego sagrado ha de purificar la pestilencia de este aire viciado y...

Una tosecita, a la que yo estaba acostumbrando, y un gemido lastimero, que oía por primera vez, llamaron nuestra atención al sitio que ocupaba mi madre. La vimos sentada en su banquito, oprimiéndose el pecho con una mano, mientras que con la otra tenía en la boca un blanco paño, que aquel día deshilaba en parte, para adornarlo después con caprichosos calados.

Verla Fray Justo, notar una mancha de sangre en el paño, dar una especie de rugido, correr hacia ella, levantarla en sus brazos y conducirla a la tarima, donde la depositó enseguida, fue cosa de un instante, que más he tardado sin duda en referir.

—¡Te he dicho que no trabajes, que no te mates, mujer! —gritó con cólera, y arrojó a la calle el banquito, la almohadilla y el mismo paño, cosas todas que María Francisca se fue a recoger azorada.

—Pero si no estoy tan mal —contestó mi madre sonriendo dulcemente como tenía por costumbre—, ¿y qué sería de nosotros?

Esta sencilla observación, no terminada siquiera, pareció anonadar a mi maestro, quien inclinó la cabeza sobre el pecho; pero no tardó en levantarla con aire de triunfo, preguntando:

—¿Y la alcancía? ¿no me has confesado tú misma que estaba casi completamente llena?

—Eso es imposible —contestó mi madre—; ese dinero es para mandarle a estudiar en la universidad de San Francisco Javier y...

En este punto no pude yo contenerme. Corrí llorando a rodear con mis brazos el cuello de la heroica madre que por mí se moría en silencio, e inundé su angélico rostro de besos y de lágrimas.

Fray Justo proseguía entre tanto, diciendo:

—Te lo mando, te lo ordeno. Como tu hermano, como sacerdote que soy, no puedo consentir en esa especie de suicidio, que procuraría impedir también con todas sus fuerzas, cualquier hombre de corazón.

—Y yo te lo ruego —agregué por mi parte—; sí, te lo ruego, madre, con estas lágrimas que tú no querrás que siga derramando tu pobre Juanito!

Rosita —ved cuán santo y querido me será este nombre, cuando se lo doy ahora mismo, en tal ocasión, tan indistintamente del de madre—, no tuvo más recurso que ceder. La alcancía fue solemnemente extraída del fondo del arca, y, rota por las manos febriles de Fray Justo, dejó escapar su contenido sobre la mesa. No era mucho, aunque había, entre las monedas de plata, algunas muy pequeñas de oro.

Desde aquel día la enferma condenada al descanso por nuestro cariño, se vio rodeada de todos los cuidados que el arte de la medicina podía ofrecerle en aquel tiempo, en el que eran sus sacerdotes los empíricos del hospital de San Salvador, y fue asistida no solo con solicitud, sino con mimo por nuestros buenos amigos y las mujeres a quienes favorecía. Yo no me movía un momento de su lado. Fue entonces cuando en íntimos, dulcísimos coloquios, que yo comparo a los arrullos de una tórtola en su nido, me reveló los tesoros que encerraba su alma, un espíritu celeste descendido no sé por qué a una de las regiones más sombrías de la tierra, donde sentía a pesar de su amor y ternura por mí, la nostalgia de su mansión primitiva. Pero nunca, jamás quiso revelarme nada de mi origen, ni de qué modo se vio reducida a buscar nuestro sustento con el trabajo de sus manos.

Al cabo de un mes decía estar tan mejorada y parecía tan guapa y animosa, que le permitimos volver a ocuparse moderadamente de sus labores. Pero, habiendo yo contado a Fray Justo con alegría el haberla visto ponerse por las tardes más hermosa, con vivo carmín en las mejillas, repitió perentoriamente su orden anterior, y, con más ciencia según parece que el Padre Aragonés, famoso médico de entonces, quien se regía por la colección de recetas del admirable doctor Mandouti,4 recetó leche de vaca recientemente ordeñada por las mañanas, un paseo moderado, en el Sol, a medio día; una larga lectura, que yo debía hacerle por las tardes, del olvidado Don Quijote, y otra lectura corta, de noche, que haría ella misma en lugar de sus largos rezos y oraciones, de una sola página de un pequeño libro, que él trajo y que era la Imitación de Cristo.

Oyéndolo el tío Alejo, se presentó al día siguiente en nuestra puerta con una hermosa vaca negra.

—Aquí está —nos dijo con aire de triunfo—; yo la he traído y es negra, aunque no lo significó su Paternidad; porque yo sé que así debe ser.

Hizo que María Francisca llenase de la espumosa leche el vaso adornado de flores; se lo ofreció éste a mi madre, y se llevó riendo la vaca para seguir trayéndola por muchos días todas las mañanas. Por mi parte, cumplí también, de mil amores lo que me correspondía: leí en alta voz capítulos enteros: los comenté a mi modo, haciendo reír a la enferma; y las cosas fueron tan bien, que al cabo de veinte días la creímos enteramente sana, y estaba alegre, juguetona como yo mismo.

Tranquilo y contento, al recorrer la villa y sus alrededores en los paseos obligatorios de mi madre, comencé a conocer de vista a muchas personas notables, y advertí cosas extrañas que pasaban en la villa y que excitaron mi curiosidad.

Un clérigo joven todavía, don Juan Bautista Oquendo, llamó particularmente desde un principio mi atención. Debía estar dotado de maravillosa actividad, porque se le encontraba en todas pares y a cada momento. Visitaba diariamente las casas de muchos criollos acomodados; se acercaba a todas las pulperías y a los puestos de la recova; detenía en la calle a las personas más humildes; tenía algún chiste, alguna palabra afectuosa para introducirse con raro tacto del corazón humano, según he comprendido después, y concluía por hacer a todos la siguiente recomendación, que un día dirigió a mi madre, saludándola con el nombre de monjita:

—Ruega, hija mía, por nuestro bondadoso rey don Fernando VII; enséñale a este perillán, a este pícaro (aquí me dio una palmadita) el amor, la sumisión, el respeto... ¡qué estoy diciendo! la veneración que debemos tenerle todos sus vasallos de estos dominios, todos los hombres de la cristiandad. El excomulgado Napoleón y los franceses herejes, impíos lo han despojado de su trono, lo tienen preso, lo martirizan, lastiman cruelmente su corazón paternal queriendo hacernos esclavos del demonio.

Sus sermones en quechua, en esta lengua tan insinuante y persuasiva, que él hablaba con rara perfección (pues ya se había adulterado mucho y tendía a convertirse en dialecto semi-castellano como es hoy) atraían inmensa concurrencia de pueblo a las iglesias; y cuando predicaba en castellano, los españoles y los criollos admiraban su elocuencia, su celo religioso, su fidelidad al monarca, aunque, a decir verdad, no gustaba ya mucho a los primeros que se tocara con frecuencia este último punto, que decían ser muy delicado.

En el mismo empeño de avivar el sentimiento de fidelidad «al rey legítimo nuestro señor natural», estaban infatigables otros caballeros criollos y unos cuantos mestizos, entre los que nadie igualaba, empero, el entusiasmo, el fervor y la abnegación de Alejo.

Venía ahora el tío muy alegre y gritaba desde la puerta:

—¡Viva el rey Fernando, el Bien Amado!

Decía a mi madre:

—Niña Rosita, si no gritas: ¡viva el rey!, así como yo respirando todo el aire de este cuarto, no podrás sanarte nunca de la tos para hacernos más felices de lo que nos espera.

Dirigiéndose a mí, y después de levantarme sobre su cabeza de un solo pie, lo que me producía un vértigo agradable, continuaba:

—¡Vamos, muchacho! ¡viva el rey! porque si no, te tiro al suelo, o vas volando al otro lado de aquella casa, como un pajarito.

Y brincaba al mismo tiempo de un modo que me parecía que me iba a estrellar la cabeza contra las vigas del techo hasta que yo gritaba cien veces: ¡viva el rey! No dejaba en paz ni a la pobre María Francisca, ni a ninguna de las mujeres medio idiotizadas de que he hablado, las que lo miraban con asombro y decían que, si no estaba loco, se había vuelto criatura.

Hacía extremos increíbles en su fervor realista. El día de Viernes Santo salió de penitente, desnudo hasta medio cuerpo, con pesadísima y enorme cruz, corona de espinas de algarrobo y cuerda o cabestro de cerda al pescuezo, flagelándose de tal modo que parecía tener hechas una llaga viva las espaldas, sin perder ocasión de clamar que lo hacía en castigo de sus propias culpas y para ofrecer a Dios ese ligero sacrificio por el amado rey, a quien martirizaban más que a él mismo los hijos de Satanás. Edificó a la multitud que lloraba a gritos al verle y oírle, y todos le prometieron que estaban dispuestos a morir a su lado, para que los condujese a las puertas del paraíso. Pero al día siguiente vino a vernos tan sano y bueno, y rió de tal modo, que tengo para mí que el muy bellaco hizo su disciplina de algodón trenzado y la empapó en sangre de carnero, lo mismo que la corona de espinas cuidadosamente despuntadas.

Un día —debió ser por el mes de julio, pues los campos estaban casi enteramente deshojados de las abundantes cosechas de ese hermoso granero alto-peruano—, fui espectador, también, de una curiosísima escena, al acompañar a mi madre en uno de sus paseos diarios por las barrancas del Rocha fronterizas a Calacala. En medio de un campo de cebada no acabado de visitar por la hoz de los colonos del señor Gangas, cuya quinta estaba muy inmediata, vimos a caballeros respetables como don Francisco del Rivero, don Bartolomé Guzmán, don Juan Bautista Oquendo y otros cuyos nombres solo supe después, jugando al parecer al escondite; pues tendidos los unos en el suelo y puestos otros en cuclillas, para acechar éstos no sé a quién, se hacían señas de guardar silencio unas veces y se reían otras, tapándose al punto la boca con las manos. Cuando notaron nuestra presencia, salió de entre ellos caminando a gatas, con gran asombro mío, Fray Justo en persona.

—No digáis a nadie que nos habéis visto y alejaos al momento —nos dijo—, y volvió a esconderse como había salido.

Tres días después supimos que el señor gobernador don José González de Prada había remitido presos, a Oruro, a don Francisco del Rivero, don Estevan Arze y don Melchor Guzmán Quitón. Nuestros amigos dejaron de venir y nos olvidaron todavía por muchos días. En cambio, nada preferible por cierto, adquirí una nueva amistad, que disgustó mucho a mi madre, y voy a decir de qué modo.

La calle en que vivíamos, casi siembre desierta por aquel lado, no estaba empedrada; por lo cual la esquina, una cuadra más abajo, servía de punto de reunión a los muchachos ociosos y mal entretenidos del barrio, que eran casi todos, para jugar a la palama. Este juego, cuyo nombre debe derivarse del palamallo usado en la Península, consiste en poner sobre una raya trazada en el suelo una piedra larga parada de punta, para irla derribando, de una distancia convencional, con otras piedras planas lo más pesado posibles, que se arrojan con la palma de la mano. Cada caída de la piedra es un punto; si ninguno de los jugadores la derriba, gana el punto aquel cuya piedra está más próxima a la raya. Los puntos son, en fin, doce, y suelen doblarse a veinticuatro, o convenir más, según la destreza de los jugadores.

Entre los dichos había uno blanco y rubio, llamado El Overo, según acostumbra llamar la gente mestiza a los de ese pelaje. Era el más diestro, gritón y travieso de todos; armaba mil pendencias de las que salía siempre vencedor en igualdad de condiciones, y de las que escapaba con una ligereza admirable, cuando el enemigo contaba con superioridad de fuerzas. Puesto en salvo, en este último caso, hacía desde alguna esquina las señas más irritantes a sus perseguidores, como, por ejemplo, la que consiste en ponerse el dedo pulgar en las narices y agitar los otros con la mano enteramente abierta.

Le fui simpático, o como él decía, «le caí en gracia». Varias veces anduvo rondando por la calle; me llamaba de lejos para jugar conmigo; se desesperaba por hacerme partícipe o víctima de sus diabluras. Una mañana en que mi madre salió a misa, dejándome solo contra su costumbre, aprovechó la deseada ocasión y se me entró en casa, «como el rey por la puerta».

—No seas tonto, don Santito —me dijo—; ven a divertirte como todos; déjate de tu librote... ¿para qué sirve la lectura? Yo no sé para qué me la enseñó mi padre con otras cosas enteramente inútiles.

Con pasmosa volubilidad y huroneándolo todo, sin esperar respuesta, siguió ensartando mil cosas distintas, imposibles de retener en la memoria, hasta que hubo abierto la puerta que daba al patiecito y exclamó.

—¡Qué lindo! ¡viva el rey! Ya no tenemos necesidad de salir de tu madriguera.

Armó allí la palama con piedras arrancadas del hogar de la cocina, me hizo jugar un momento, y me fue enseñando uno tras otros mil juegos diferentes, propios o impropios de nuestra edad. Tenía para el efecto trompos, pelotas, perinolas y una sucia y mugrienta baraja en los bolsillos. Cansados entre ambos, me dijo:

—Vamos a descansar en el cuarto.

Volvimos allí; pero su descanso consistió en desconcertarlo y moverlo todo, sin perdonar ni las estampas, ni el cuadro de la Divina Pastora. De repente al mirar detrás de éste, lanzó un grito; lo separó más de la pared y, señalando un nicho, en el que había un paquetito, me preguntó:

—¿Qué es esto?

—No lo sé; nunca lo he visto —le contesté.

—Pues... vamos a verlo —replicó.

Y sin esperar más deshizo el paquete, en el que solo había un cabo de cuerda de esparto como de una vara de largo, de un color indefinible como de grasa y hollín, extraño objeto que él miró con asombro y me pasó enseguida.

En este momento llegó mi madre y me dijo muy enojada:

—¿Quién se ha atrevido a revolver todo esto? ¿quién es este muchacho?

Yo no sabía mentir; caí de rodillas; le conté todo lo que había pasado. Mi nuevo amigo dio entonces un brinco hasta la calle, volvió la cabeza y gritó, antes de acabar de escaparse:

—¡Compadre Carrasco!

Y estas palabras impresionaron mucho a mi madre.


3 «Radiente», en la edición de 1909. (N. del E.)

4 He aquí un ejemplo de ellas: «Escupir sangre. Estiércol de ratones en polvo, cuanto quepa en un real de plata en media taza de zumo de llantén, con azúcar; beberlo en ayunas y a la noche.» (N. del E.)