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Literatura
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A los lectores

Esta colección está dirigida a aquellos lectores curiosos y atrevidos que anhelen encontrar una historia hermosa, un drama que revele algo de nosotros mismos o una percepción más aguda del misterio del hombre y del universo. Quien abre un libro espera que se le descubra algo más sobre el mundo y sobre su posición en él. De otro modo sería incompren­sible que siguiésemos acercándonos a los libros, cuando la lectura es uno de los gestos del hombre más gratuitos e innecesarios. Como decía Flannery O’Connor, una buena pieza literaria lo es porque tras su lectura notamos que nos ha sucedido algo.

La colección Literatura de Ediciones Encuentro ofrece obras que permitan sentir con mayor urgencia el anhelo de un significado y la experiencia de la belleza. Textos en los que la razón se abre y el afecto se conmueve. Piezas teatrales, poemas, narraciones y ensayos en los que andar por otros mundos, abrazar otras vidas, espiar la hermosura de las cosas, y participar en la experiencia dramática que despierta un hecho escandaloso en la historia, el de Dios hecho hombre.

Guadalupe Arbona Abascal
Directora de la colección Literatura

CONSEJO EDITORIAL DE LA COLECCIÓN
«LITERATURA»
DE EDICIONES ENCUENTRO

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Directora

Guadalupe Arbona Abascal
Profesora de Literatura Española,
Universidad Complutense de Madrid

Consejo Editorial

María Dolores de Asís Garrote
Catedrática de Literatura Universal,
Universidad Complutense de Madrid y San Pablo CEU

María del Carmen Bobes Naves
Catedrática de Teoría de la Literatura,
Universidad de Oviedo

Sergio Cristaldi
Professore di Letteratura Italiana,
Università di Catania

Henry (Hank) T. Edmondson III,
Professor of Liberal Arts and Sciences
Georgia College & State University

José Jiménez Lozano,
escritor

Jon Juaristi
Catedrático de Literatura Española,
Universidad de Alcalá de Henares

José Antonio Millán-Alba
Catedrático de Literatura Francesa,
Universidad Complutense de Madrid

Álvaro de la Rica Aranguren
Profesor de Teoría Literaria y Literatura Comparada

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Ivo Andrić

La casa aislada
y otros relatos

Prólogo de Mira Milosevic
Traducción de Juan Cristóbal Díaz Beltrán

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Título original
Kuća na osami i druge priče

© The Ivo Andrić Foundation

© 2015
Ediciones Encuentro, S. A., Madrid

ISBN epub: 978-84-9055-658-0

Diseño de la cubierta:
o3, s.l. —www.o3com.com

Este libro ha recibido el apoyo económico del Ministerio de Cultura de la República de Serbia para su traducción y publicación.

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PRÓLOGO
Ivo Andrić o cómo escapar del destino
MIRA MILOSEVIC

«Todos los personajes que han dejado huella en nuestra historia cultural llevan un visible sello fatalista del destino balcánico, la herencia pesada de una vida en la que todo se mueve más despacio, se consigue más difícilmente y se paga más caro que en otras partes del mundo; un contexto en que todo esfuerzo cultural, pionero y aislado está desde el mismo comienzo abrumado y entorpecido, y frecuente y fácilmente se pierde como agua en la arena de un desierto heredado y lleno de caos e indiferencia. En este contexto, naturalmente, los personajes se fracturan y se consumen mucho más rápido», afirmaba Ivo Andrić en su tesis doctoral sobre «El desarrollo de la vida espiritual en Bosnia bajo la influencia del gobierno otomano», presentada en la Facultad de Filosofía de Graz (Austria) en 19241. Desde entonces, el destino balcánico fue el tema principal de la obra literaria de Andrić, que había arrancado tímidamente en 1910, a la edad de dieciocho años, con la publicación de un poema, «U sumrak» («En el crepúsculo») y que en 1961 sería reconocida universalmente con el Premio Nobel de Literatura, único que hasta ahora tiene en su haber la lengua serbo-croata.

El concepto de destino balcánico comprende una serie de características específicas de la vida en los Balcanes que Andrić ha descrito con maestría y brillantez en numerosos libros de cuentos (entre los que destacan especialmente El Viaje de Alija Djerzelez (1920); El lugar maldito (1954); Omer-Pasha Latas (1977) y La casa aislada); en novelas históricas como Un Puente sobre el Drina (1945) o Crónica de Travnik (1945); y en dos ensayos dedicados a sus maestros : a Vuk Stefanovic Karadzic (recopilador de poesía épica y padre del alfabeto serbio) y a Petar Petrovic Njegos (príncipe-obispo y poeta montenegrino que fue uno de los primeros en escribir en el nuevo grafolecto normalizado por Karadzic), publicados respectivamente en 1950 y 1951. «Yo he aprendido la lengua de los poemas épicos con Vuk y Njegos», afirmó Andrić en una memorable ocasión. El destino balcánico implica el atraso y la miseria de la región balcánica bajo el yugo otomano y, en consecuencia, la imposibilidad de formar parte del mundo occidental, cuya tradición era para Andrić un valor cultural completamente opuesto a la otomana. Tal destino balcánico lo sobrellevan personas que viven entre estas dos culturas incompatibles, sin pertenecer a ninguna de ellas pero sintiendo su pugna en la propia carne: «Esto no ha sido sólo un conflicto entre dos religiones, o entre dos naciones o razas: ha sido un choque entre Este y Oeste, y el destino ha querido que esta lucha se desarrolle en nuestro territorio dividiendo nuestra identidad nacional como una pared ensangrentada», aseguraría en su tesis doctoral2.

Para comprender y describir este destino transformándolo en narración literaria, Andrić empleó documentos históricos de los archivos diplomáticos y correspondencia privada de los embajadores y cónsules, aunque, según una explicación más precisa de su estilo expuesta con motivo de la publicación de su novela Crónica de Travnik, « como toda obra de éste género, esta novela es fruto de amplias lecturas, durante muchos años, acerca de la época que más me ha interesado, pero, sobre todo, es fruto de la contemplación y del pensamiento».

Los cuentos de La casa aislada pertenecen a dicha tradición literaria y son resultado del proceso creativo aludido. Fue publicada por primera vez como una recopilación de once cuentos, en 1976, un año después de la muerte de Andrić. La edición de 1986 que ahora nos ofrece en español Ediciones Encuentro, apareció ampliada con cuentos hasta entonces publicados en revistas o periódicos. Como todas las obras de Andrić, esta colección no sólo ofrece al lector relatos sobre personajes inventados o históricos como Ali-Pasha (Rizvanbegovic Stocevic), del que escribió ya en su tesis doctoral, sino algo mucho más difícil de contar. La belleza de la narrativa del premio Nobel yugoslavo destaca por su capacidad de convertir los documentos históricos en ficción, por inspirarse en la épica serbia pero, sobre todo, por recrear una atmósfera y un contexto donde la vulnerabilidad humana, la tragedia o la infelicidad de los personajes parecen consecuencia «lógica y natural» de su ambiente. Sus personajes aparecen así abrumados por una Historia que siempre domina y dibuja sus destinos. Tanto en los cuentos como en las novelas, el proceso narrativo sigue las pautas del género, en una línea verista muy cercana a la gran narrativa histórica eslava, desde León Tolstoi a Milos Crnjanski, que fue contemporáneo de Andrić.

Así y todo, La casa aislada se distingue de otras obras de Andrić por ser la única que apela a un narrador en primera persona: un hombre que vive él mismo aislado y a quien visitan diferentes personajes (¿o fantasmas?) y le cuentan su vida o la vida de otros. En tal sentido, este libro póstumo podría considerarse como un epítome de toda la obra de Andrić, tanto por contar historias de diferentes periodos históricos y de personajes de diversa condición social, como por la tesis, expresada mediante el recurso a la metáfora de la casa aislada, de que la tarea del escritor es solitaria y consiste en escuchar a nuestros fantasmas, como ya lo había insinuado en varios aforismos de su libro Znakovi pored puta [«Señales en el camino»].

Nada respecto a esta casa es casual: ni su arquitectura, ni su ubicación, ni su aislamiento. La arquitectura de la casa es una mezcla de dos culturas: en su interior, la estructura arquitectónica es otomana; en su exterior, shvabska (término peyorativo para «alemán» o «austriaco»). Así, la casa refleja la historia de Bosnia que, desde 1463, fue dominada por los turcos, y desde 1878 por el Imperio austro-húngaro, al que fue cedida en el Congreso de Berlín «para su ocupación y administración». Entre el siglo XV y el XVII, Bosnia sufrió un intenso proceso de islamización, a través del cual la mayoría de los terratenientes eslavos se convirtieron para conservar sus propiedades y disfrutar de los privilegios fiscales de los musulmanes. Pese a que el gobierno austriaco abordó la modernización política, económica y cultural, en 1910, cuando Andrić publicó su primer poema, después de más de treinta años de gobierno habsbúrgico, un 91,1% de los agas y beyes (terratenientes) bosnios seguía siendo musulmanes que respetaban la sharia islámica, mientras los raya (campesinos) eran cristianos ortodoxos o católicos en un 95,4%, lo que delataba la vigencia del sistema feudal, con la división religiosa y los privilegios que implicaba. La servidumbre no desaparecería de Bosnia hasta 1919.

La casa aislada está situada en Alifakovac y es muy agradable vivir en ella. El narrador no nos dice más sobre la casa. Pero sabemos que Alifakovac es un barrio del casco antiguo de Sarajevo, en la orilla del río Miljacka, un barrio conocido sobre todo por su cementerio, que data del siglo XV y en el que están enterrados muchos bosnios, pero también extranjeros a quienes la muerte sorprendió en Sarajevo. Alifakovac es un barrio cosmopolita, no por los que viven en él, sino por los que están enterrados en su cementerio. De ahí la variedad de los protagonistas de los cuentos: un turco, dos franceses, un austriaco, varios conversos al Islam, judíos, cristianos.

La soledad del habitante de la casa se ve alterada por las visitas de diferentes personajes: Banvalpasha es un aristócrata francés convertido al Islam; Ali-pashá, un renegado serbio (Rizvanbegovic Stocevic), conocido históricamente por su empeño en modernizar Bosnia recurriendo a medidas despóticas. El narrador implícito introduce este personaje con ironía: «mientras era un famoso visir no me visitaba, pero ahora cuando es un esclavo y un condenado, se para ante mi ventana y me habla». El barón Dorn es un austriaco que miente compulsivamente. Otros son personajes anónimos que sufren por desgracias amorosas, como el Geómetra o el hombre del Circo, o consumidos por el alcohol, como Jacob, un amigo de juventud del narrador.

Todos los cuentos del libro aluden de un modo u otro al destino balcánico. Acaso los más impresionantes sean los titulados Esclava, Amores y Zuja, de la primera edición, a mi juicio los más trágicos. Tratan de mujeres anónimas que representan los arquetipos femeninos de la Bosnia otomana: Amores narra la historia de una prostituta francesa maltratada por el hombre a quien ama; Zuja es una niña bosnia que sufre abusos sexuales y Jagoda de Esclava (su nombre significa «fresa»), aun siendo vendida en un mercado de esclavos de Herzeg Novi, es la única que elige su destino. Todos los de su pueblo fueron asesinados y todas las casas saqueadas. A ella no le mataron porque es una muchacha de 19 años con una belleza poco común. En el mercado comparece en una jaula a la vista de todos. Mientras su dueño regatea con un posible comprador que se niega pagar por ella 21 ducados, Jagoda se suicida usando su propia fuerza, apretando su cabeza entre dos rejas, sin que nadie se aperciba de ello.

De la edición ampliada cabe destacar, en el centenario de la Gran Guerra, el cuento Éxtasis y caída de Toma Galus. El relato describe el ambiente de Trieste un día antes del estallido de la contienda. Toma Galus, un joven bosnio, llega en un barco llamado Helgoland desde el Mar Rojo. Se siente eufórico tras haber viajado lejos, a Adén, por un asunto de herencias, y vuelve ignorante de los últimos acontecimientos históricos europeos. Pero Toma Galus, aunque ha viajado muy lejos de su Bosnia natal, aunque está en Trieste y no en los Balcanes, es un personaje más de Andrić, incapaz de resistir la fuerza centrípeta de la Historia, que terminará arrastrándole a la cárcel, acusado de ser un nacionalista serbio. Antes del final sólo hay una frase en la que puede hallarse un indicio de su destino. Mientras pasea, Toma siente «como si todo el mundo estuviera colocado en una pendiente, siempre en peligro de hundirse en el caos». Como si los Balcanes de la época fueran «todo el mundo», podríamos decir.

T.S. Eliot afirmó que la tradición no se puede heredar. Si uno la necesita, tiene que ganarla con gran esfuerzo. Ivo Andrić es un ejemplo de ello. Fue capaz, como ningún otro escritor yugoslavo, de transformar en literatura universal lo mejor de la tradición épica de los Balcanes, de su historia violenta y trágica. Su tentativa de unir dos mundos que chocaban entre sí —de ahí su obsesión con los puentes— no desaparecerá de la memoria europea como agua embebida en la arena. En esto, Ivo Andrić ha eludido el temible destino balcánico.

NOTAS

1 Ivo Andrić, Razvoj duhovnog zivota u Bosni za vreme turske vladavine, Prosveta, Beograd, 1997, p. 126.

2 Ib., p. 136.

ESTA EDICIÓN

El contenido de La casa aislada y otros relatos rescata los dos apartados fundamentales del tomo XIV de la Obras completas de Ivo Andrić (edición de 1981), al margen de la tercera parte que completa aquel volumen, «Prosa incompleta», que no incluimos aquí.

La primera de las dos secciones, pues, de que consta el libro es propiamente La casa aislada, conjunto de once relatos precedidos de un prólogo del autor que fue publicado de manera póstuma (1976). En cierto modo, podemos considerar este conjunto de relatos como el testamento narrativo del autor nacido en Travnik. Se trata de una obra póstuma, y también de una obra de narrativa breve, cuentística, género del que el autor yugoslavo se había alejado en sus quince últimos años de vida, durante los cuales no publicó ningún otro libro dedicado a esta forma.

Por su parte, Otros relatos es una colección de veintisiete narraciones breves muy distantes entre sí por la cronología, el asunto y los elementos expresivos que las conforman. Van desde 1914 a 1975, y abarcan todo el arco evolutivo en la obra narrativa de Andrić. Tienen en común no haber sido editadas previamente durante la vida del autor en ninguna obra de conjunto. Temáticamente, los relatos del ciclo carcelario («Éxtasis y caída de Tomas Galus», «Tentación en la celda 38», «En la celda número 115», «Sol», «En la parte soleada») y los relatos adscritos a la representación diplomática bosnia en Dubrovnik («La hora del crepúsculo», «Dos anotaciones del secretario bosnio Dražeslav», «Encuentro», «Tormenta de nieve en Dubrovnik») —que remiten inequívocamente a episodios autobiográficos del propio Andrić en ambos casos—, se alternan con otro buen número de relatos escritos ocasionalmente sin evidente conexión entre sí. La práctica totalidad de todos ellos fue publicada en revistas y diarios con una distancia cronológica de 61 años desde el primero al último. Se ha respetado el orden aparecido originalmente en las Obras completas de 1981, que sigue básicamente el orden cronológico de publicación de los relatos.

J.C.D.

La casa aislada

INTRODUCCIÓN

Es una casa de dos plantas en la empinada Alifakovac, justo antes de su extremo superior, algo alejada de las demás. En la planta baja, que es cálida en invierno y fresca en verano, hay un pasillo amplio, una cocina espaciosa y dos pequeños cuartos oscuros en la parte trasera. En la planta alta hay tres cuartos grandes. Uno de ellos, el que da a la fachada frontal, con vistas al valle sarajevita, tiene un extenso balcón. Por construcción y tamaño, se asemeja a las divanhanas bosnias1, aunque no está hecho de madera clara natural como aquéllas, sino que está pintado de verde oscuro, y la baranda no es de balaústres de madera circulares, sino de tablas planas recortadas como en los balcones de las casas alpinas. Todo ello fue construido en los años noventa —exactamente en 1887— cuando los locales comenzaron también a construir las casas «siguiendo un plan», con el aspecto y la disposición al modo austriaco, y en cuya realización se quedaron a mitad de camino. Diez años antes, ese edificio habría sido construido completamente al modo turco, como la mayor parte de las casas de Alifakovac, en vez de al «germano», como están construidas en las calles de la llanura en torno al río Miljacka. Y entonces, el amplio pasillo en la entrada de la planta baja se hubiera llamado «ahar», y el balcón de la planta alta «divanhana», y todo ello no tendría este aspecto de construcción híbrida en la que la elevación del deseo y los planos van en una dirección, por el camino de algo nuevo y desconocido, y las manos, ojos y todo el interior de las personas tiran en otra, hacia lo viejo y acostumbrado. La naturaleza y disposición del mobiliario, el color de las paredes, las arañas vienesas de cristal y latón, los hornos bosnios de barro con «cazuelitas» y las alfombras persas locales en las habitaciones hablan igualmente de esa dualidad. Tanto por dentro como por fuera se lee claramente el choque de dos épocas y la mezcla azarosa de estilos diversos, confluyendo todo ello en una atmósfera de calidez hogareña. Se ve que a los moradores de esta casa no les preocupa demasiado el aspecto externo de las cosas ni sus denominaciones, pero, por ello mismo, pueden tomar todo aquello que estas cosas pueden ofrecerles de vida modesta, plácida y cómoda a aquéllos para quienes la vida es más importante que lo que pueda ser imaginado, dicho o escrito sobre ella. Aquí los objetos y los edificios en su primordial anonimato y perfecta sencillez sirven simplemente a gente naturalmente modesta y felizmente anónima en sus modestas y escasas necesidades. Aquí domina esa paz que continuamente deseamos y raramente logramos en la vida, y de la que incluso tan a menudo, sin necesidad real y a costa propia, huimos.

Se puede vivir y trabajar muy bien en estas casas sarajevitas. En ésta de la que hablamos ahora pasé un verano entero hace algunos años. Éstos son los recuerdos de esa casa y ese tiempo. Dicho de manera más exacta, sólo algunos de esos recuerdos: aquéllos de los que puedo hablar y puedo decir algo.

Es la luminosa mañana de un día estival. Hace un buen rato que ha amanecido y me he bañado y desayunado, pero aún estoy lleno, desde los dedos de los pies hasta la coronilla, como de cierta bruma, de sueños nocturnos amorfos y anónimos. Éstos me han inundado tras haber devorado mis entrañas y haber bebido toda la sangre que contengo.

En este momento la gente acude a su trabajo por todas partes de la ciudad. Comienza la jornada laboral para todos, incluso para mí. Sólo que, mientras que ellos se sientan ante una tarea determinada, con una finalidad más o menos determinada, yo observo distraídamente las imágenes y objetos en torno a mí como ajenos y nuevos y, cuando se manifiesta un estado de inconsciencia, me mantengo a la espera de que el trabajo comience en mi interior. Con una ingenua estratagema (¿a quién pretendo engañar y para qué?) busco el hilo de mi relato interrumpido ayer, esforzándome en aparentar ser un hombre que no busca nada, aguzo el oído para comprobar si surge en mí su voz, listo para convertirme por completo en un relato, en un fragmento de relato, en una escena o un personaje suyo. Y menos que eso: en un instante de una escena, en un único pensamiento o movimiento de ese personaje. En esa búsqueda doy vueltas en torno a mi objetivo, indiferente y cándido en apariencia, como un cazador que le vuelve la espalda al ave a la que persigue, sin perderla en realidad un solo segundo de vista...

He de trabajar así, esto se ha convertido en mi segunda naturaleza. Pues, en el instante en que se muestra en mí un atisbo de conciencia diurna y cuando reconozco mi propia intención y llamo a mi objetivo por su nombre, entonces sé lo que va a pasar. Más fina que la neblina más tenue, toda esta atmósfera de sueño anónimo se disolverá, y yo me encontraré en la conocida estancia, tal como soy en «el carné de identidad» o en la lista de inquilinos de mi casa, un hombre con sus convencionales «datos personales», sin nada que ver con los personajes o las escenas del relato sobre el que reflexionaba hace un momento, lejos de aquel hilo interrumpido que, ocultándolo hasta de mí mismo, buscaba ansioso y excitado. Y entonces, entonces —¡esto lo sé bien!— mi día recién empezado se tornará gris repentinamente y ante mí se abrirá, en vez de mi relato y mi trabajo, la insoportable trivialidad de una vida que porta mi nombre, sin ser mía, y un páramo mortal de tiempo que apaga súbitamente toda la alegría de la vida y nos mata despacio.

Por eso me encuentro tan vanidosa y ridículamente circunspecto, tan infinitamente paciente, y puedo aguantar tanto sin respirar ni moverme, oculto bajo la cúpula de esta mañana como en el fondo de un océano de luz.

Pero ocurre que mi día comienza de forma diferente, que no acecho ni me mantengo a la espera de mis relatos, sino que ellos lo hacen conmigo, y muchos a la vez, además. Medio adormilado, sin siquiera haber abierto los ojos, como las franjas amarillas y coloradas en la persiana bajada de mi ventana, los hilos interrumpidos de los relatos ya comenzados hacen guiños en mí. Se ofrecen, me despiertan y me desconciertan. Y después, al prepararme y sentarme para el trabajo, no cesan de merodear los personajes de los relatos y fragmentos de sus conversaciones, pensamientos y acciones, con una multitud de detalles claramente determinados. Ahora he de protegerme y esconderme de ellos, tomando el mayor número posible de detalles y lanzándolos como puedo al papel ya listo.

NOTAS

1 Las divanhanas son estancias abiertas y espaciosas en las antiguas casas bosnias construidas al modo turco que se encontraban en la planta superior y que servían para recibir visitas, conversar, servir el té, etc. (Todas las notas, salvo que se explicite lo contrario, son del traductor).

BONVAL PACHÁ

La más vociferante y vehemente de mis visitas parece que es el panzudo y descarado Bonval Pachá (en realidad Claude-Alexandre, comte de Bonneval, con alcurnia de la nobleza francesa más elevada).

Es un vigoroso cincuentón, pendenciero, derrochador, sibarita y vividor, con la franqueza y confianza en sí mismo de un señor feudal francés y la agudeza de un aventurero y de un hijo pródigo que estima que un hombre vale en tanto en cuanto puede abrirse camino por el mundo y hacerse imponer a la gente. Caballero sin par, insolente en el juego, temible en el duelo. Cuando fue inhabilitado por el ejército francés, desertó pasándose a los enemigos de su rey y entrando al servicio de la corte vienesa. Allí, al mando del príncipe Eugenio de Saboya, destacó en igual medida tanto por sus capacidades como por su vida disipada y su índole levantisca. Pasó largos años en el ejército imperial, alcanzando los rangos más elevados, dado que era un maestro de la profesión militar y dominaba las habilidades bélicas. Era audaz y valiente, pero al final acabó cosechando las iras de todos, incluyendo las del príncipe Eugenio y el propio emperador. Finalmente, indignado y huyendo del castigo, abandonó el ejército austriaco, pasando a Venecia, desde donde escapó a Turquía. Tenía la intención de ir a Constantinopla para ofrecerle al sultán sus servicios, conocimiento y experiencia en la lucha contra la corte vienesa para vengarse de este modo de la humillación sufrida, pero las desconfiadas autoridades turcas no le dejaron ir más allá de Sarajevo. Ahí, con su séquito y su servicio, tomó en alquiler una casa grande en Kovači como vivienda provisional. Esa estancia en Sarajevo se prolongó inesperadamente. Pasaron los meses, pasó un año entero y ya se encontraba el segundo en marcha. Con tal de hacer más breve el tiempo de su estancia y combatir el aburrimiento, el inquieto e industrioso francés, que poseía diversos y amplios conocimientos técnicos, examinaba minas abandonadas alrededor de Sarajevo y por Bosnia central. Y en esa tarea se mostraba lleno de seguridad y confianza en sí mismo, como hombre que siente la materia de una forma especial, que asume con facilidad el contacto con las fuerzas telúricas, y que posee el don de olfatear las riquezas que se esconden bajo tierra. Buscaba, se decía, oro, y encontró carbón mineral. Hombre abierto y generoso, incluso en este ambiente de desconfianza y cerrazón, se movía con libertad y se relacionaba fácilmente con gente de toda creencia y condición.

En ese tiempo, la diplomacia austriaca hacía todo lo posible para obstaculizar y acabar con su general desertor antes de que se dieran las condiciones para que alcanzara Constantinopla y desarrollara desde allí su actividad en contra de Viena. El embajador francés en Estambul tenía además sus motivos para no alegrarse en absoluto por la llegada del aristócrata, renegado y aventurero francés a Estambul. Por ello mismo ni siquiera respondió a sus numerosas misivas. En Sarajevo, los agentes austriacos trataron incluso de envenenarlo. Pero Bonneval se hizo amigo de los jefes de los jenízaros sarajevitas, quienes lo tomaron bajo su protección y le ayudaron en todo. Entonces los austriacos consiguieron obtener su orden de extradición de la Sublime Puerta. Ante el peligro de ser entregado cautivo a la administración austriaca, donde le esperaba una muerte segura, Bonneval, siguiendo el consejo de sus amigos sarajevitas, se pasó al islam. Como hombre de talante filosófico y escéptico, ese cambio de fe no le resultó particularmente problemático, y con ello pudo simultáneamente frustrar todos los planes de sus enemigos. Como musulmán, no podía ser ya extraditado a ningún estado cristiano. Y cuando, tras la revuelta jenízara, cambió el régimen en Constantinopla y surgió la posibilidad de un conflicto armado contra Austria, los propios turcos llamaron a Bonneval a la capital, donde le fue confiado el cargo de instructor de artillería.

Bonneval, Ahmet Pachá, pasó diecisiete años en Constantinopla, con todas las peripecias, caídas y ascensos que toda función dentro de los altos cargos turcos obligatoriamente conlleva. Vivió, al igual que hasta entonces, alegre y pródigamente, libremente y a su manera, uniéndose o enfrentándose, sin planes ni cálculos, con turcos o cristianos, sin someterse a nada ni nadie, sirviendo únicamente a su deseo de vengarse de Austria. Ejerció con juicio su tarea como pachá turco, pero al mismo tiempo mantuvo correspondencia con reputadas personalidades de Francia, como Voltaire, entre otros. Hasta el último suspiro organizó banquetes en los que bailaba y cantaba canciones militares desvergonzadas. Y llegó incluso al punto de morir con el sentimiento de pesar porque sus cenizas no se mezclarían «con las cenizas de sus antepasados». Mientras agonizaba, predicadores musulmanes y sacerdotes católicos de Pera se disputaban su alma, preocupados unos y otros por su salvación eterna, algo de lo que jamás se había preocupado él mismo. Los predicadores musulmanes se salieron con la suya. Fue enterrado según el rito islámico, en el cementerio más hermoso de Constantinopla.

Pero este Bonneval que, gritando bajo mis ventanas y golpeando mi puerta, quiere entrar en mi relato no es en ningún momento aquél de la época de Constantinopla, sino éste, tal como era cuando, primero prófugo y luego renegado, vivió casi dos años en Sarajevo, esperando la autorización para partir camino a Constantinopla. Si con suerte evito su visita no respondiendo a sus llamadas, a ciencia cierta sé que volverá y tendré que verlo de todas maneras.

De complexión achaparrada, dotado de una cabeza de dimensiones desproporcionadas, habla mucho y fuerte, se ríe con frecuencia, se mueve nerviosamente como si caminara por adoquines al rojo vivo, mas también libre y desvergonzadamente, en todo lugar y ocasión, como si siempre se encontrara en su propia salsa. Y siempre forma un torbellino en torno a sí mismo. Jamás está solo. Además de sus dos guardaespaldas, en todo momento se halla a su lado alguien del servicio o algún amigo.

Porta un elegante traje de corte occidental, aunque de colores demasiado chillones, y además de ello, siempre algún atuendo o arma que le añade un toque de fantasía a su aspecto, un abrigo de piel, un gorro de piel, un penacho o una medalla. Su rostro es un verdadero portento. Sobre el imponente cráneo una pesada peluca que a menudo se mueve y bajo la cual a veces puede discernirse un pelo aún plenamente negro, corto y liso. La nariz es protuberante y respingona. Las orejas son enormes y extraordinariamente móviles, siempre rojas, más rojas que la propia cara, evidentemente muy sensibles no sólo a todo murmullo y sonido, sino a todo lo que ocurre alrededor de ellas. Unos ojos azules extrañamente rasgados y claros al modo de los de un recién nacido iluminan su rostro como dos luminarias inmóviles e indiferentes. En ese rostro no dejan de sucederse muecas contradictorias: lo mismo se muestra alegre y satisfecho que socarronamente burlón, lo mismo altanero y arrogante que mortalmente peligroso. Por encima de esos ojos casi que no existen cejas, mientras que su bigote castaño, afilado y atusado en los extremos está bastante espaciado en su mitad, como si un lado huyera del otro. Su boca tiene una amplia hendidura y unos labios sensualmente carnosos, tras los cuales fulguran continuamente unos fuertes dientes blancos. El mentón es antinaturalmente largo, caricaturesca y estridentemente protuberante. Cuando se muestra ante uno, parece como si alguien invisible, tras la esquina, en chanza insolente, mostrara inesperadamente una máscara grotesca pegada a un palo, con la intención de sorprender, asustar y provocar risa. El propio hecho de que un hombre tenga el valor para tener dicho aspecto y pasear semejante cara por el mundo confiado y orgulloso, sin el menor retraimiento o disculpa, ha de llenar a todo el mundo de sorpresa y admiración. Pero cuando pasas quince minutos de charla con este hombre, olvidas por completo la primera impresión y encuentras que ese rostro es gracioso, interesante, atractivo y hasta indolente. Y se hace de pronto claro cómo es posible que este botarate, pendenciero y calavera haya sido querido por tantas mujeres de toda Europa y que su compañía haya sido requerida por las personas de mayor calidad, con quienes ha mantenido correspondencia y amistad.

Los comerciantes de Sarajevo y «la gente de orden» retroceden ante este conflictivo y procaz extranjero, pero entre los ociosos hijos del bey y numerosos jenízaros insatisfechos, posee una gran cantidad de amigos y admiradores que le son realmente leales y que no pueden librarse de la impresión que sobre ellos ejerce este grotesco pero nunca ridículo aventurero y vividor.

Él vive en constante estado de asalto, todo lo fía a su demente mas perspicaz mollera; lleva su filosofía en la sangre. Sus fines mudan inopinadamente, pero él avanza hacia ellos siempre con idénticos ímpetu y arrogancia. Cautiva a la gente, a menudo da un rodeo, o más frecuentemente incluso, arrambla con las leyes, ejecuta sus apetencias y realiza sus ocurrencias, sin concebir ni un solo segundo la más mínima duda de ser lo que es, ni pensar en justificarse por su carácter excepcional, sino que mira con insolencia y sorna a la gente normal de orden y ley, como si hubiera sido creado para existir con el único fin de sobrecoger y desconcertar a la concurrencia que le rodea.

Capaz de amar y odiar apasionada y profundamente, toda su vida tuvo facilidad para relacionarse y aún más para entrar en conflicto con la gente. En múltiples ocasiones se vio envuelto en situaciones engorrosas, pero jamás se vio superado por éstas. Dadivoso y desprendido hasta la insensatez en todo y para con todos, era igual de hábil e implacable cuando requería hacerse con dinero y que éste llegara a él. Vivía en un constante estado de euforia de particular naturaleza que extendía en torno a él en un amplio círculo. Contagiaba con su sonrisa incluso a aquellos cuya lengua desconocía y no podían entenderlo, pero con su soberana ira podía golpear y abatir en aciagas ocasiones con la misma fuerza que el fuego de la artillería real. Era incluso capaz de sentir desprecio hacia la casta a la que pertenecía sin por ello dejar de servirse de los privilegios y prejuicios propios de ella. No conocía la compasión (¡mucho menos para consigo mismo!) ni la envidia, la pena o la pusilanimidad. Era insaciable en el amor carnal, incapaz jamás de detenerse y deseando siempre un único cuerpo femenino anónimo. Para nada tenía aspecto de galán seductor, pero alguien tan feo e irascible era capaz de hacerse próximo y de instalarse bajo la piel de las mujeres, y sin duda en la memoria de numerosas féminas vivía como cruel mas cariñoso recuerdo, por un no sé qué generoso y cálido que sus beligerantes amores fugaces dejaban a su paso. Tenía una fuerza física que desafiaba intrépida a su edad. (La gente que estuvo a su servicio mientras vivió en Sarajevo contaba maravillas de esa fuerza). Comía y bebía desaforadamente, pero podía mantenerse durante semanas a base de pan y agua. En la larga serie de guerras y batallas en las que participó (¡tenía apenas trece años cuando comenzó a servir en la marina francesa como cadete!) resultó herido en diversas ocasiones. Una de sus heridas más graves y célebres procede de la última guerra austro-turca. Un fusil pesado turco que disparaba dos proyectiles unidos por una cadenita lo alcanzó de lleno desgarrándole el vientre. Se pensó que no se salvaría, pero un médico militar flamenco realizó una auténtica proeza de destreza quirúrgica con él. Cerró, según se dice, la amplia herida con una capa de plata, cosiendo todo con tal habilidad que Bonneval fue capaz posteriormente de caminar y montar a caballo, de salir de caza y batirse con la espada como el joven más sano. (Dado que Bonneval tenía la costumbre de «estallar de ira» con frecuencia, su flemático doctor afirmaba con orgullo que el señor conde podía estallar por cualquier sitio que no fuera aquél donde le había cosido y restañado).

¡Contando con que esto no sea una de los cientos de anécdotas inventadas que afluían en torno a él!

Así era el «francés colérico», tal como lo llamaban en Sarajevo, impetuoso, un poco ridículo, muy incómodo, pero pese a ello, un hombre atrayente. Y así como era, desconcertaba y excitaba la tranquila y próspera ciudad de Sarajevo durante los casi dos años de estancia que pasó en ella. Y tras ello, el recuerdo suyo permaneció un largo tiempo. En ese recuerdo, él vivía engrandecido y embellecido, incluso cuando de todo su ímpetu furioso no existía más que un puñado de polvo en un antiguo mausoleo de Constantinopla. Y por eso también ahora golpea en mi puerta y quiere entrar saltándose el orden, según el derecho de su preferencia bonnevalviana, que él estima eterno, ubicuo e inviolable. Pero a mí no me gustan las personas tan directas y arrogantes, y lo hago esperar. Aunque a veces tengamos que dejar pasar a los vivos, a los difuntos no tenemos por qué. Además, no espera solo, sino en buena compañía. Hay otro pachá junto a él. Sé que el engreído conde Bonneval bajo ningún supuesto cedería una pizca del derecho de preferencia con el que vino al mundo y que mantuvo intacto a lo largo de su alocada y extraordinaria vida, aunque a mí me resulta difícil hacerme el sordo incluso ante esta llamada, pese a que no sea nada apremiante sino totalmente imperceptible.

ALI PACHÁ

Bajo mis ventanas, por la frescura matinal, pasa de vez en cuando montando a caballo el antiguo visir de Mostar, Ali Pachá Rizvanbegović Stočević, acompañado de su escolta.

Por el número de cascos y su martilleo reconozco cuándo cabalga como visir y señor de la Herzegovina, y cuándo como cautivo derrotado. Cuando pasa como visir y potentado, sólo se hace notar superficialmente, sin detenerse jamás, y cuando cabalga como preso y convicto, se para un poco bajo mi ventana e intercambia conmigo unas cuantas palabras convencionales en voz baja. Tanto en el primer como en el segundo caso tengo claro que con estas visitas tan frecuentes me quiere llamar discretamente la atención para que le abra las puertas de mi relato y le conceda en él el lugar que le pertenece.

Nació en 1783 como hijo del capitán de Stolac, Zulfikar Rizvanbegović, que tuvo seis hijos. Tras haber contrariado a su algo estricto y vehemente padre, se marchó siendo joven a Turquía, donde pasó varios años, y no volvió a Stolac hasta después de la muerte de su padre, con un estimable patrimonio en dinero efectivo, además. ¿Dónde estuvo? ¿Cómo lo logró? Muchos se hicieron estas mismas preguntas, pero jamás nadie pudo averiguarlo. Aliaga, como aún por entonces lo llamaban, fue una de esas personas de las que puede saberse sólo aquello que ellas quieren que se sepa.

Poco después de su retorno, comenzó una larga batalla sin tregua con su hermano y otros habitantes de Odžakovići por ser el primer hombre de Herzegovina. La pelea fue especialmente prolongada y dura con su hermano Mehmed, llamado Hadžun, «el carnicero de Hutovski». Finalmente acabó matándolo en la fortaleza de Stolac, tras una auténtica guerra de pequeñas dimensiones en la que el pueblo ayudó a Aliaga contra el odioso Hadžun. Entonces se quedó solo en la arena.

En las grandes revueltas de los señores feudales bosnios contra el sultán —en torno al año 1830— Rizvanbegović siempre se mantuvo decididamente del lado del sultán. Cuando se quebró el movimiento de los aristócratas bosnios, Herzegovina se separó administrativamente de Bosnia, y Rizvanbegović, capitán de Stolac, fue nombrado primer visir de Mostar. Fue un premio a su lealtad hacia el sultán y el fruto de los esfuerzos de muchos años del pachá Ali. Desde entonces gobernaría Herzegovina de la manera que anunció cuando llegó al poder: «Desde hoy ya no es preciso que nadie vaya al emperador de Estambul. ¡Aquí está vuestra Estambul: Mostar; y aquí vuestro emperador de Mostar!»

Era uno de aquellos pequeños sultanes que lograron hacerse con el poder, durante un periodo más corto o más largo, en las distintas provincias turcas durante la primera mitad del siglo XIX, cuando el poder central comenzaba a perder hasta las últimas fuerzas. Gobernó «su» país como un auténtico tirano severo y astuto, pero también como un buen administrador. Extendió las tierras de regadío, impulsó las plantaciones y la construcción. Erigió palacios, para sí mismo y los suyos principalmente, por supuesto, edificó mezquitas y monasterios de derviches; introdujo el cultivo de arroz, olivo y mora en Herzegovina, y la cría de gusanos de seda; trató incluso de sembrar café. Percibió el avanzado desarrollo del capital austriaco, y fue el primero en aliarse a él, comenzando a vender concesiones para la exportación de madera a empresas austriacas. Durante esa época luchó y se reconcilió con la vecina Montenegro y, lo que es más importante, embaucaba y engañaba a los visires de Constantinopla y a los pachás de Travnik. Sobornaba a quien hiciera falta, dando cuanto hiciera falta. Siempre estaba del lado del sultán, en sus palabras y a favor de las reformas, pero en la práctica, en su bajalato, se mantenía contrario a ellas. Se enriqueció, se hizo autoritario y engordó, y obtuvo un buen número de vástagos de sus cuatro mujeres. Así gobernó prácticamente veinte años «con severidad y equidad», en su opinión, y con arbitrariedad y crueldad según la mayoría de sus súbditos. Como muchos de esos pequeños autócratas a lo largo del Imperio turco, realmente deseaba que el mayor número de personas disfrutara de la mayor felicidad posible en su bajalato, pero a costa de que él mismo decretara la magnitud de ese número y el cariz de esa felicidad. Parecía que así gobernaría hasta su muerte y que dejaría a sus herederos la tierra y el poder. Pero al final de su vida, el viejo hechicero acabó enredándose en sus propias ilusiones y triquiñuelas. Y cuando, en 1850, fue enviado a Bosnia Omer Pachá para desmantelar la resistencia de los señores feudales e introducir el cuerpo de tropa regular imperial, trató de oponerse a ello con su tantas veces probada astucia. Pero esta vez nada le sirvió a su propósito, ni la mentira ni el soborno ni la dilación. El septuagenario visir mostarí, con la potestad recortada y el vigor reducido, fue burlado por el más joven, astuto y cínico mushir imperial Omer Pachá Latas. Éste lo derrotó total e inesperadamente, le desposeyó del honor de visir, le confiscó todos sus bienes y ordenó que fuera prendido, alzado a un burro y conducido, como el peor de los villanos, por toda Bosnia y Herzegovina, para que la gente «viera en quién había confiado», tras lo cual fue desterrado a Asia. Y así se hizo. Pero cuando Ali Pachá se encontraba en el pueblo de Dobrinje en medio de su amargo viaje, en las cercanías de Banja Luka, fue asesinado por sorpresa, mientras dormía. Se decía que a uno de los soldados que lo escoltaban se le disparó accidentalmente el fusil. Fue enterrado en un hermoso mausoleo níveo junto a la mezquita Ferhadija de Banja Luka. Su familia fue trasladada a Constantinopla. Allí, algunos de sus hijos se convirtieron en funcionarios y líderes otomanos.

Tal fue el sino de Galib Ali Pachá Rizvanbegović Stočević; éste es suficientemente conocido por la historia, y aquí está apenas breve e incompletamente recreado. Pero el motivo por el que Ali Pachá quiere entrar en el relato ahora y por el que incluso se detiene a charlar conmigo para nada son los tumultuosos años de su ascenso, ni siquiera las décadas de su feliz gobierno, ni tampoco es su propia muerte terrible, pues ha acabado dándose cuenta de que antes o después todos acaban muriendo por causa de su mayor pasión. Lo que le preocupa, dice, es únicamente aquellos quince días que pasó cautivo en decenas de pueblos y ciudades herzegovinos y bosnios rodeado de la guardia de Omer Pachá. En esos días, en ese tránsito, albergó en su interior una certidumbre: qué es lo que queda del hombre que pierde de pronto todo y de este modo, despojado de todo, se mantiene sobre sus propios pies, solo y desnudo, contra todas las fuerzas del mundo en torno a sí, indefenso e invencible.

Ali Pachá fue avisado a tiempo de que Omer sería enviado a Bosnia como comandante militar con especiales atribuciones. Sabía quién y cómo era ese hombre, y tomó todas las medidas que, según su percepción y experiencia hasta el momento, le parecieron pertinentes para protegerse de esa calamidad. En los veinte años en los que había gobernado la Herzegovina todo le había salido de cara hasta entonces, por lo tanto no había motivo para que éste no volviera a ser el caso.

El anticuado tirano y seguro de sí mismo señor de la Herzegovina tenía una excesiva confianza en su probada experiencia de tantos años y en su clarividencia, sin haber siquiera parado mientes en la posibilidad de hallar la ocasión en que sus innumerables ardides ya proverbiales podían mostrarse obsoletos, e incluso peligrosos para él mismo, ni en la posibilidad de que pudiera presentarse un hombre tal que supiera adivinar sus intenciones y al que no pudiera igualar en pericia.

Cuando le llegó la invitación del serasker2 para que acudiera a Sarajevo y presenciara la lectura del fermán3 imperial, Ali Pachá no parecía sorprendido. Sólo lo encolerizó el tono seco y severo de la invitación, pero en seguida volvió a sus cabales y entendió que de nada valía la pena soliviantarse y sentirse ofendido. Consultó el asunto de la invitación con la almohada, y al día siguiente, sereno y determinado, tomó la decisión de no acudir a Sarajevo en persona, sino de enviar a su hijo Hafiz, que ya portaba el título de pachá, acompañado del obispo mostarí Josif.

Según los cálculos del viejo artero, eso sería suficiente. El hijo mayor y más sano sería muestra viva y garantía plena de su fidelidad y buena intención para, como hasta entonces, servirle al sultán en toda circunstancia y ocasión. Por su parte, el obispo ortodoxo mostraría con su presencia que Ali Pachá entendía correctamente los planes de reforma del sultán. La tarea de ambos era la de convencer al serasker de la lealtad de Ali Pachá en el mejor modo posible y trasladarle su pesar por no poder acudir en persona debido a la vejez y la enfermedad. Le dio a cada uno sus breves y claras instrucciones por separado. Semblaba satisfecho con su decisión.

Sus emisarios partieron al momento, provistos no sólo de instrucciones, sino también de los necesarios obsequios y autorizaciones para que pusieran a la vista los regalos nuevos y mayores. Pero fueron más rápidos los de allí que los de acá.

Omer Pachá los recibió de una manera atípica. Fueron recibidos en la garita de guardia del alojamiento provisional del serasker con un asombro hábilmente escenificado, como visitantes desconocidos e inesperados. Allí se les dijo de una forma no demasiado amable que sus nombres no se encontraban en la lista de los líderes invitados. Tras una prolongada espera les fue dicho que se presentaran a la mañana siguiente temprano, y que a lo largo del día seguramente lograrían audiencia con el serasker.

Se presentaron sobre las siete de la mañana, listos para la espera, pero el oficial de guardia les recriminó por llegar tarde y los hizo pasar directamente a las dependencias. Pero las sorpresas de verdad estaban aún por llegar. En una amplia antesala se dieron de bruces con un grupo de altos oficiales en formación, que se encaminaban hacia la salida, y entre los cuales reconocieron en seguida al serasker.

Sin introducción alguna los invitó a sentarse en la misma antesala, hablándoles con cierta amabilidad distraída, como si se tratase de un encuentro privado casual. Él mismo se mantuvo de pie, erguido como una vela y apoyando ambas manos sobre la empuñadura de su sable. Cuatro de los altos oficiales estaban situados a su espalda en apostura de silencioso respeto. Los dos emisarios permanecieron un rato callados inducidos por la confusión, hasta que el pachá los observó con su mirada de halcón. Y cuando Hafiz Pachá, con las mejillas encendidas, dio comienzo al estudiado sermón de su misión, en seguida fue interrumpido por él.

Dijo que los invitados distinguidos de este país eran siempre bienvenidos, pero que ante el legado imperial todo el mundo debía presentarse del modo que es, y no como no era ni podía ser. Según parece, se trataba de un malentendido secundario, y él no deseaba ni toleraba malentendidos. Se trataba de cosas tan importantes e intereses estatales de tal magnitud que no era momento para interesarse por la salud o la enfermedad, sino únicamente por la vida y la muerte. Ali Pachá, como viejo y leal funcionario, lo sabía muy bien. Le deseaba una pronta recuperación (¡cuanto antes mejor!) y poder verlo allí pronto, para poder acabar con él y los restantes líderes aquello que era preciso. A ellos les deseó un feliz viaje.

La audiencia había concluido.

El serasker se inclinó con liviandad juvenil ante el obispo y salió, y tras él sus oficiales, haciendo sonar discretamente sus sables y espuelas.