MOISÉS LEMLIJ
Entendiendo los mitos
© Moisés Lemlij
Primera edición digital: setiembre de 2014
ISBN: 978-612-42500-0-2
© Cauces Editores SAC
Kenko 354, Surco.
Lima, Perú
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Créditos
Del psicoanálisis al mito por Moisés Lemlij
¿Qué es el mito para un antropólogo? por Luis Millones
¿Qué es el mito para el historiador? por Luis Miguel Glave
¿Qué es el mito para un filósofo? por Fidel Tubino
El mito para el psicoanalista por Fabio Herrmann
La historia en los mitos. Freud y el paradigma monoteísta por Moisés Lemlij
El sacrificio, mito central de la civilización occidental por Guy Rosolato
Aproximación psicoantropológica a los mitos andinos por Max Hernández, Moisés Lemlij, Luis Millones, Alberto Péndola y María Rostworowski
Culpa, real e imaginaria. Castigo y reparación tal como se presentan en el mito de Edipo y en el mito de Orestes por Lars Sjögren
El mito de Edipo: su compleja inscripción en el psicoanálisis por Patrick Mahony
Una visión psicoanalítica de la prostitución: La dama de las camelias por Estela V. Welldon
El mito de Don Juan por Juliet Mitchell
El mito de Orfeo tal como se refleja en problemas de ambivalencia y reparación en la situación edípica por Adam Limentani
Complejo de edipo. Contenido manifiesto y contenido latente por Cecilia G. Millonschik de Sinay
In Vienna Veritas? por Riccardo Steiner
Drácula: acerca de la reconsideración de lo siniestro y la mitología literaria por Susana Dupetit
El vampiro por Luis Rodríguez de la Sierra
La historia como mito: la articulación del pasado en el presente por Ana María Andrade de Azevedo y Lucila Mattos Porto Pato
Moisés Lemlij
Una vieja historia cuenta que cuando le preguntaron a un psicoanalista ¿por qué los de su profesión siempre responden a una pregunta con otra?, respondió: “¿Y a usted, qué le parece?”. Si hay algo que espero se logre con el psicoanálisis es aumentar el número de preguntas.
Esto en parte se debe a la naturaleza misma del psicoanálisis. ¿Cuál es el tema-objeto del psicoanálisis? Las opiniones varían desde aquellos que lo consideran un estudio contemplativo del tiempo y la existencia y la llave del conocimiento del fenómeno humano, hasta quienes opinan que es una seudociencia que se confunde con la astrología.
Desde siempre, los hombres han querido explicar los fenómenos de la naturaleza, de la mente y del alma. Dice Berlin que la historia del intento de sistematizar el pensamiento humano enseña que las respuestas a las diversas preguntas pueden ser colocadas en dos canastas: la empírica y la formal. La empírica para las respuestas que dependen de datos nacidos de la observación; la formal para respuestas que dependen de la pura especulación. Naturalmente esta es una sobresimplificación pero puede servir de punto de partida ya que si bien es fácil responder qué es un perro, o cuál es la raíz cuadrada de 4, no es tan fácil responder qué es el tiempo, o qué es un número o, menos aun, cuál es el propósito del ser humano. Estas últimas preguntas no pueden responderse siguiendo una técnica clara. Algunas son respuestas de valores, de símbolos, de artistas. Pero no pueden ser respondidas solo por observación o por cálculo deductivo-inductivo. No es fácil saber por dónde se debe empezar a buscar. Muchos piensan con sospecha o desprecio de este tipo de problemas y entonces intentan reformularlos de manera empírica o formal, elaboran métodos, cuyos resultados pueden ser demostrables, y logran hacerlos entendibles y accesibles. Así, actualmente aun en física se plantean ideas que eran filosofía. Pero por mucho que pedazos de la filosofía se transformen en ciencia, el tamaño de lo que queda por descubrir no disminuye, nuestros mitos contemporáneos no son menos que los de Grecia, Roma o el Ande.
En esta búsqueda, el psicoanálisis ha realizado un aporte singular. Tiene la virtud de la no satisfacción. Nuestra disciplina nos enseña que no importa cuánto hayamos respondido, siempre quedarán interrogantes. Estos vacíos pueden irse incrementando, pero estas preguntas no deben ser motivo de más angustia que la necesaria, de manera que sirva de motor para seguir preguntando. El psicoanálisis, nos dice Foucault, ocupa una posición de privilegio en el conocimiento, —y perdón por la arrogancia—, no por haber establecido sus fundamentos mejor que otras ramas del conocimiento humano por haber logrado el viejo anhelo de transformarse en verdaderamente científica sino porque de entre las ramas del conocimiento investigando al hombre, el psicoanálisis tiene además de una experiencia y la formulación de conceptos, el perpetuo principio de insatisfacción, de cuestionar, de criticar todo aquello que parece ya establecido. Y, agrega Foucault que mientras la mayoría de las ciencias caminan con su espalda al inconsciente esperando develamientos tangenciales, el psicoanálisis busca la iluminación de lo implícito, entender lo que esta allí y sin embargo escondido, los espacios en blanco en el texto visible, la.combinación de interpretar el sentido y entender la intención de ocultar, la resistencia a comprender. Las ciencias humanas que intentan permanecer en el espacio representable son distintas en que el psicoanálisis intenta saltar por encima de la representación. Para quienes el conocimiento esta situado en lo representable, esto no puede ser sino mitología. Hablamos de una existencia a la vez real e imposible en la intimidad de la locura y del mito. Es por ello paradójicamente que no puede quedarse como pura especulación o como una teoría general del hombre, debe estar ligada a una práctica que en nuestro caso es lo clínico, y que está en la liberación del deseo que se obtiene en la muy particular relación entre dos individuos —y es por eso que se necesita de todas las ciencias. Entonces, si la duda es nuestra virtud y si bien todas las disciplinas tienen su propia manera de ver, entender y preguntarse; el psicoanálisis en su propio estilo pregunta a los otros que piensan, y espera, repregunta como para que no haya completa satisfacción en la respuesta.
Freud en sus inicios se preguntó quién era, de dónde venía y que le podía pasar. Recordemos que el momento crucial en Edipo Rey de Sófocles se produce cuando Edipo insiste en saber quien es él. Al descubrirlo llega su ruina. En un instante echó a perder su linaje, su poder temporal, su esposa y su futuro. El propósito del destino fue causarle un sufrimiento mental inacabable. Sófocles quizá sugiere con ello que no es necesariamente sabio conocerse a sí mismo como antes lo sugiriera el Templo de Delfos. Pero como en Edipo, que sabia que sus preguntas podían destruirlo —o dejarlo ciego—, en Freud la curiosidad también venció al temor. De allí que a pesar del riesgo siguiera preguntando. Como Edipo, Freud intentó resolver los mitos de la naturaleza humana, rompiendo los jeroglíficos del inconsciente, descifrándolos con la receta de sus textos, y la teoría, técnica y práctica psicoterapéutica.
El mito es un enigma que se quiere resolver juntando los pedazos para lograr la resurrección a través del entendimiento. El riesgo es que, como en Osiris, uno de los trozos se pierda para siempre —y recuérdese que el que nunca se encontró fue el falo—. Fue allí cuando Freud creyó descubrir, en lo que él llamó el complejo de edipo, la clave, no solo de la neurosis sino del desarrollo de la cultura. A partir de la necesidad de legislar sobre la prohibición en el parricidio y el incesto empieza el romance y la fascinación de los psicoanalistas por los mitos.
En el intercambio con otras disciplinas, la inquietud por las preguntas que los otros plantean nos permite continuar interrogándonos, continuar buscando. El mito está entre la comprensión del ser individual y la comprensión del ser social y de su historia. Se trata de un espacio de tránsito, en donde la clave de lo social está en la historia personal y la clave de lo personal en la transmisión del mito social. En cada mito que uno va desarrollando personalmente está una cierta clave de la historia universal. ¿Qué es lo que quieren los que estudian los mitos? Devolver los ojos a Edipo y encontrarle el falo perdido a Osiris, recuperar la vara de Manco Capac y el mallqui de Atahualpa, para entender y entenderse.
Ocurre que por allí escuché que cada ser humano necesita de una gran pasión, o de varias pasiones pequeñas; que todo ser humano es una gran pasión hecha de diversas pasiones pequeñas.
Empezare intentando explorar el por que de mi pasión por los mitos, y lo haré ciertamente desde mi particular e inevitable distorsión psicoanalítica. Mi nombre es el nombre de un libro de Freud, justo el último que escribió sobre mitos: Moisés. Además soy un judío entrenado en entender los sentimientos, pasiones y neurosis de los humanos a través de los prismas del Edipo y de los mitos griegos y que me he descubierto fanático de los mitos andinos. Les daré, entonces, la visión de un Moisés sobre la visión de Freud sobre la visión de Moisés. A quienes ya la conocen les pido que me excusen por fatigarlos.
Para Freud, Moisés debe ser comprendido —en cuanto fundador de la tradición y la religión mosaica— a partir del faraón Amenophis IV (Akenaton) que introduce una religión monoteísta, la religión de Atón, y que al final fracasa en su afán de imponerla y sus seguidores son derrotados con un retorno a las viejas creencias y a los antiguos dioses.
Cierto discípulo del faraón, un egipcio llamado Tutmosis —nombre que contiene la palabra mose que significa niño—, transfiere las prédicas de Amenophis a un grupo de esclavos semitas iniciándolos en el culto egipcio de la circuncisión y convirtiéndolos al monoteísmo. Los agradecidos creyentes, a manera de retribución, terminaron por dar muerte a Tutmosis, quien cumplió así el tradicional destino de los líderes de buena voluntad.
Freud asume que en un momento dado algunos grupos semitas que adoraban al dios volcánico Jahvé se juntaron con los fieles —ya ex esclavos de Egipto— y que en las mentes de ambos grupos, al pasar de las generaciones, algún sacerdote de aquel dios volcánico se llegó a entremezclar con el original egipcio de tal modo que se fusionaron los dioses, como si siempre hubiera sido así. Empero tal amnesia era aparente, porque la norma y la religión creadas a partir de ella tuvieron el carácter inequívoco de la expiación y la culpa por el asesinato primordial. Demás está decir que esta interpretación fue escandalosamente recusada por historiadores y antropólogos, pese a lo cual permanece como una señal invicta y formidable: nos muestra que es desde la fantasía y el romance que Freud le dio un origen distinto a este mismo pedazo de historia. Debemos conservarlo como referencia. Lo central del planteamiento de Freud se organiza alrededor de la postulación de un evento necesario psicológicamente, más que en torno a la noción de un evento acaecido. Se trataría de estimar la posibilidad de que la teoría propuesta por Freud contenga los elementos constitutivos de una explicación genérica y atemporal de las estructuras sociopsicológicas que subyacen a ciertos fenómenos históricos recurrentes.
¿De dónde sacó eso Freud? El tenía un concepto de la horda primitiva, expuesto claramente en Tótem y tabú, donde incorpora los elementos antropológicos que podían dotar de consistencia histórica a la noción de Edipo. Tampoco aconsejaría que dicho concepto sea tomado como verdad histórica, aunque si como necesidad psicológica. Freud diseña, al igual que Darwin, la figura clásica de la horda jefaturada por un macho déspota. Los integrantes-hermanos de la horda, enfrentados a la dificultad de un acceso justo a las mujeres, no ven otra salida que unificar sus debilidades para oponerlas a la fuerza del acaparador. Entonces lo matan, se lo comen, y a la hora del reparto pelean entre ellos con lo que acaban nuevamente sin salida. Deciden finalmente prohibirse lo que tanto anhelaban como única manera de vivir, si no en paz armoniosa, al menos en concordia tolerante. En otras palabras: terminan por obedecer al jefe-padre que, aun después de muerto, los obliga al arrepentimiento. De allí nacen los dos principios fundamentales de ese momento de esa humanidad; la exogamia prohíbe el incesto, y la prohibición del incesto prohíbe el parricidio. En el plano social y colectivo, las prohibiciones que emanan de la voluntad paterna se transforman, mediante el pacto de los hermanos, en instituciones sociales: se trata de la instauración de la ley. En el plano individual, las prohibiciones se interiorizan en el propio registro de cada sujeto —y se constituyen en su norma moral.
¿Y de dónde saco esto Freud? Podríamos decir que de su práctica clínica. Como si se lo fueran dictando sus pacientes, él descubre y confirma lo antedicho; y otra vez la incomprensión de las críticas, y otra vez el escándalo. Recordemos que Freud intentó extraer de su práctica terapéutica una teoría que luego, a manera de los paradigmas científicos de Kuhn, estaría a la caza de objetos. Mas, por favor, con todas las licencias poéticas y psicoanalíticas del caso, e incluso sin ninguna: los niños tienden a inclinarse afectivamente hacia el progenitor del sexo opuesto al suyo, con la misma intensidad que los hace rehuir y hasta repeler al de su propio sexo. Esta realidad, que de alguna forma calca el mito de edipo, tampoco necesita licencia ni aprobación de nadie. Sencillamente, es. Y al ser así, se crea una cadena que yo he ido desenvolviendo un poco al revés: el descubrimiento clínico de Freud, el mito de Edipo que el adecúa a sus investigaciones y hallazgos clínicos, el salto a la antropología en Tótem y tabú, y finalmente su instante de creación mítica en Moisés y la religión monoteísta.
Otto Rank completó todo esto de modo fascinante al referirse a las adversidades por las que tienen que atravesar los héroes fundadores hasta descubrir su verdadero origen y reclamar su patrimonio. Advirtió que habían normas similares en los mitos clásicos como, por ejemplo, Edipo, Moisés o Cristo. En todos ellos hay una profecía advirtiendo que va a nacer alguien que se convertirá en un riesgo para el padre o su representante ya sea el rey Herodes, el Faraón o Layo. Para cumplir los requisitos de su sobrevivencia, este padre, o rey, manda matar o desterrar a este niño quien, luego de ser rescatado y adoptado, ya convertido en joven, regresa y de alguna forma se convierte en un redentor del pueblo o en dador de leyes. Cuando digo todo esto me refiero al universo que Freud avizoró e inauguró, y por si no bastara, a ese universo de intuiciones geniales que le abrió otro de investigaciones que parecieran no conocer término. Porque a la par que acertó en sus predicciones acerca del complejo de Edipo —dijo que si algo iba a sobrevivir, sin duda alguna, de todo el psicoanálisis, serían sus ideas sobre dicho complejo—, nos dejó un legado problemático que es el facilismo interpretativo. De allí en adelante los psicoanalistas, y no únicamente los psicoanalistas, se empecinaron en transformar todo mito posible —y todo lo posible en general— en una versión del edipo. Esta suerte de oficio impertinente y erróneo ha suscitado —con justicia, creo yo— muchas veces el desdén y más veces la burla de parte de las disciplinas aledañas al psicoanálisis, disciplinas que desde sus olímpicas y míticas alturas contemplaban con más desdén y burla a quienes —según ellos no eran lo suficientemente iluminados como para entender.
Fanatismos y cegueras edípicas aparte, estamos en condiciones de afirmar que ninguna disciplina es capaz, por sí sola, de acertar con respuestas ni en su más exclusivo ámbito de trabajo. Cada una, si busca serlo a cabalidad, tiene que desarrollarse a lo largo de una interrelación puntual y equitativa con aquellas que le son vecinas y, hasta podría decirse, con todas las existentes. Si bien una parte del pensamiento de cada disciplina tiene que dirigirse a la comprensión de las normas que la hacen posible dentro de ella misma, y si bien otra parte deberá dedicarse a la invención o al descubrimiento permanente de otros sentidos y otras comprensiones y otras normas capaces de regirlos, otra parte de la energía de cada disciplina deberá ser empleada en contrastarla con las artes y ciencias de otras entidades parecidas. De insistirse en una autosuficiencia que en la práctica no es ni siquiera inútil, todo lo que va a haber es una esterilidad producto de un incesto que no dará lugar a ninguna creación, ni una sola creación verdadera sino trescientas versiones del mito de Edipo cada vez que alguien quiera estudiar cualquier mito o abordar cualquier cosa. No creo equivocarme, por eso, cuando creo que cada rama de estudio posee una capacidad bidimensional de visión, o si se quiere una capacidad bidimensional de visionar, que es cierta dentro de su manera singularísima de ver, de verla y de verse; pero si a lo que se aspira es a la olografía tridimensional —no sé si más completa pero sí mucho más entretenida—, es imperativo intercambiar nuestras opiniones, discutir y pelearnos si es preciso, lastimarnos la vanidad ocasionalmente, ofendernos a veces con elogios, pasar por alto todo lo que pueda impedir que sigamos trabajando, y trabajar juntos.
Nosotros —en SIDEA— hemos hecho un esfuerzo en ese sentido. Lo intentamos y creo que logramos aprender, es decir, enseñarnos a aprender, y, por sobre todo, logramos aprehender la importancia del trabajo multidisciplinario.
Algo así dice el Pirké-Avot: “¿Quién es el hombre más sabio?”, dice. “El hombre mas sabio es aquel que esta dispuesto a aprender de cualquiera que le pueda enseñar”.
De cualquiera que nos pueda, y nos quiera, enseñar.
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Luis Millones
El mito llega a los antropólogos a través de su experiencia etnográfica. Los oídos del investigador son alertados por una nueva versión de orígenes, destino y reglas de comportamiento humano, que es distinta a su educación sobre el mundo clásico y a su formación cristiana. Generalmente se trata de un texto oral, elaborado por sociedades que manejaron formas de comunicación y perpetuación del pensamiento, muy diferentes a la europea. Como no conocemos sus técnicas de elaboración y conservación, sólo vemos el producto final. No sabemos si fue compuesto antes del contacto o hace unos días, la fecha del texto que recibimos sólo podrá ser postulada luego de un cuidadoso análisis. Pero su ubicación en el tiempo no es el problema más importante. De hecho, es lo que menos preocupa a la gente que nos lo entrega y que vive inmersa en él. Hay que remarcar esto, las comunidades que visitan los antropólogos no sólo narran los mitos, creen en ellos. Le son importantes porque le ofrecen la posibilidad de expresar su reflexión sobre problemas que rebasan el universo cotidiano, sin divorciarse de él. Quien participa de una cultura tradicional tiene la convicción, a veces vergonzosa, a veces altiva, a veces no manifiesta, de que su pueblo o su región, tuvo y tiene una manera de ser propia, diferente a la de sus vecinos y a la que le ofrece el estado nacional. Esta identidad comunal o regional empieza a ser reconocida cuando el pueblo en cuestión narra lo que considera ser su “historia”; que casi siempre es también la del género humano y la naturaleza, al menos en esa parte del mundo.
Pero los mitos no son sólo de origen. Expresan también la meditación colectiva sobre la condición social presente. En este sentido, el relato tiende a reordenar la sociedad en favor de una situación paradigmática donde las injusticias de este mundo puedan ser corregidas. Los mitos de este género suelen tener un hálito mesiánico, lo que revela la mirada del pasado ideal, donde no existía ni la discriminación ni la miseria. También revela una espera ansiosa del gesto divino que cambiará el universo, redimiendo a sus fieles. Esta actitud hace posible la multitud de profetas que surgieron y reaparecen a lo largo de su historia. Al mismo tiempo, transpira una justificada desconfianza del poder central, de quien esperan imposiciones y olvido.
Dos son los ámbitos por los que discurre el mito: espacio y tiempo. En la sociedad andina, que nos servirá de ejemplo, el concepto de espacio se objetiva en el ámbito en que transcurre la vida de la comunidad, con el que sostiene una relación de mutua interdependencia. Los hombres han hecho del paisaje otro ser viviente cuya existencia se identifica a través de comportamientos que le son adjudicados (ama, odia, premia, castiga, etc.), y que se reafirma cuando se descubre que ciertos accidentes físicos o restos arqueológicos (elevaciones, lagunas, piedras de gran tamaño, cementerios, cuevas, etc.) corresponden a centro nerviosos o lugares de comunicación con los seres que allí se asientan. Esta humanización (o sacralización) del ambiente se hace explícita cuando acaece una muerte. Los difuntos se integran a la tierra, ya sea que se les entierre o, como se hizo antiguamente, se les coloque en elevaciones o en cuevas. Hay que entender que la muerte carece del sentido terminal con que se le conoce en Occidente. En lugar de desaparecer, los humanos acceden a otra dimensión de la realidad que comparten con las deidades andinas, cuya existencia, si bien diferente, no está desligada de la nuestra. El espacio entonces, no sólo es conocido por nuestro transitar o por su explotación agrícola o ganadera. Es también nuestro porque allí están nuestros padres y abuelos, como testigos de una alianza imposible de romper. Este espacio es lo que entendemos como Madre Tierra, no se trata, pues, de ninguna abstracción, corresponde al ámbito querido y conocido, al que se pide permiso para sembrar, cazar o viajar. Y con el que hay que cumplir con obligaciones concretas (“pagos”) para suplicar sus beneficios o para adivinar sus designios (consultas a los “pongos” o especialistas en lo sagrado).
Los mitos andinos presuponen esta relación hombre-espacio. Hombres y animales —muchas veces, la comunidad entera— nacen generalmente de una laguna de altura, y los puquios o manantiales son los lugares donde brota el ganado o aquellos carneros, llamas o toros que se convierten en los mejores reproductores.
No es una relación fácil, implica peligro. Un hombre puede dejar su instrumento musical al lado de un puquio, para que éste suene melodiosamente, pero arriesgará su vida o su sanidad sino sigue un ritual simple, pero rigurosamente prescrito. Todo esto nos llegará en un relato directo, intemporal y lleno de referencias locales, donde las piedras, surcos y canales o acequias tienen nombres propios. Siglos atrás los Incas crearon sus mitos oficiales, que mostraban la soberbia de su poder político. Lo que permitía que dos hermanos y esposos, Manco Capac y Mama Ocllo, saliendo del Titicaca, pudieran fundar el Tahuantinsuyo en el Cusco. O bien que Tupac Yupanqui regañase a Pariacaca, la deidad de los Yauyos en la Sierra Central del Perú. Los espacios del mito estatal transpiraban el poder de los amautas incaicos, que desde la capital podían hacer temblar a los jefes étnicos de cualquier rincón de su estado. Pero, desde 1532, los relatos míticos se volvieron a acomodar en el ámbito de la comunidad que los elaboraba, y en donde tenía lugar todo su ciclo vital: desde el origen, allá en illo tempore, hasta nuestros días. Hacerlo no debió ser difícil, antes de los Incas, o de cualquier otro estado transregional, la vida comunal elaboró su reflexión enmarcándola en el medio conocido. Incluso, con la presencia cusqueña, los mitos locales no murieron, se retiraron probablemente a la vida familiar o a un calendario menos visible que el oficial. Destruido el Tahuantinsuyo, las guacas (deidades) volvieron a imponer su ritmo y su espacio.
El concepto “tiempo” siguió una historia paralela. Las sociedades precolombinas de desarrollo primario, organizaron su visión del mundo a partir del ritmo de las estaciones de caza, pesca y horticultura. De esta manera se hacía prevalecer el tiempo de la naturaleza consagrándolo como orientador de las actividades. Es así como la recolección y cosecha se vincularon a la fertilidad, y la caza descubrió su analogía con la guerra. Instintos y humores fluyeron y se encendieron de acuerdo a una cadencia a la que también se adscribían animales y plantas. Las altas culturas, en cambio, dieron varios pasos adelante, reteniendo aquella prístina cercanía al origen como ideal purificador al que se podía acceder por los ritos. Pero tomaron conciencia de otro transcurrir que se contabilizaba en función del desarrollo estatal y bajo la presión de nobles y sacerdotes. Se respetó aquel tiempo, que hoy llamamos mítico, en las ceremonias, pero desarrolló el más febril, para medir tierras, servidores y tributos.
España trajo también diversas maneras de concebir el transcurso de la vida. Los conquistadores y encomenderos arrastraron consigo la herencia agustiniana que iniciaba la ruptura del tiempo medieval. No se puede decir lo mismo de la reflexión llevada a cabo al interior de los numerosos conventos de América, donde el ideal buscado era la comunión con la divinidad. Es decir, un nivel de misticismo que trascendiendo la circunstancia humana, elevase las almas a esa unión intemporal con Dios. Las meditaciones y éxtasis podían durar años o segundos de acuerdo a la percepción de participantes u observadores. La hagiografía da cuenta de los frecuentes raptos místicos de los bienaventurados que poblaban los conventos, o beatos y beatas que acudían cotidianamente a las iglesias. Para ellos el tiempo profano de burócratas, soldados y comerciantes constituía el ámbito pecaminoso que querían evitar; para los otros, ese modelo de vida no se ajustaba a su circunstancia. Pero todos asumían como suya la ideología sostenida por la iglesia católica, donde la vida de los santos y la historia sagrada eran el paradigma deseado.
Los mitos poscoloniales combinan en su estructura esta compleja percepción de tiempos, que les llegó a través de los ancestros indígenas o a partir de la evangelización cristiana. No es raro que las ansiedades y esperas, ahondadas por la explotación europea compusieran discursos míticos donde los personajes cristianos son protagonistas de reivindicaciones indígenas. O que el estallido social llevase como bandera “volver al tiempo del Inca”, pero se respetase a determinada orden religiosa. Esta recurrente interpretación andina no ha concluido. Pareciera que aun en tiempos modernos, el recuerdo del único estado eficaz, se afirma como modelo engrandecido por la distancia de cuatro siglos. Planteado así, el pasado ideal de las comunidades andinas contemporáneas tiene la extraña configuración de estar recortado en el espacio y alargado en el tiempo. Todos están prestos a recordar el antiquísimo origen de sus gentes, pero los límites de esta prolongada historia mueren en las fronteras con la comunidad vecina. Sólo de tarde en tarde, algún líder unifica más de un territorio con etnias distintas, aunque la disidencia parece primar sobre los intereses comunes. Está latente, sin embargo, la imagen del Inca, cuyo regreso está formulado en forma de mito mesiánico. ¿Será él capaz de organizar espacios y tiempos, ahora en confusión?
El acercamiento a estos problemas, pone al investigador andino en la encrucijada de juzgar su propio pensamiento, y bordear el estrecho desfiladero de estudiarse a sí mismo. Difícilmente se puede hablar de mitos con la distancia del que sabe conscientemente que sólo son objetos de estudio. Aún más, descartada la observación perfectamente neutra o desapasionada, los actores y situaciones tienen tal cercanía, que la tentación inmediata es la de incorporarse al tiempo y espacio de las acciones en estudio. O dicho de otra manera, sólo la frialdad del gabinete, posterior a la investigación de campo, nos permite tener la posibilidad de análisis. Esta cercanía, no siempre deseada pero irremediable, tiene la ventaja de proyectar en el escrito resonancias propias, imposibles en quien no pertenece a esta cultura. Los mitos andinos no son entonces iguales a los griegos o a los bantúes, si quien los estudia es un antropólogo andino. A despecho del aparato teórico o metodológico que lo acompaña, tiene la posibilidad de caminar por el límite mismo en que demonios, dioses y hombres transitan, y donde los tiempos profano y sagrado se entrecruzan.
Luis Miguel Glave
Responder una pregunta tan amplia puede conducir a resultados equívocos, debido a que existen diversas respuestas posibles, igualmente válidas y sugerentes. Por ello, valiéndonos de un recurso propio al método del oficio de historiar, expondremos un caso concreto como un intento de acercarnos a la respuesta.
En la historia andina, los pueblos han recurrido al uso de imágenes míticas para enfrentarse a su situación de subordinados. Estas imágenes son construcciones abstractas que tienen distintos niveles de relación con la realidad que se quiere explicar; sin embargo, en algunos casos, se trata de verdaderas reformulaciones o interpretaciones de la historia vivida por un pueblo. Apoyándose en la memoria oral y en la documentación conservada en el campo por las autoridades campesinas, algunas colectividades reinterpretan su historia en función de explicar su existencia y construir su identidad de una situación determinada. Un caso de este tipo es el que se presentó en la década de 1920 en unas comunidades campesinas del sur del departamento del Cusco, en la provincia de Espinar.
La comunidad campesina de Antaycama era una federación de ayllos y parcialidades que mantenía una antigua integridad étnica cuando fue reconocida oficialmente durante el gobierno de Augusto B. Leguía. Logró su inscripción en el Registro Oficial de Comunidades en 1928. Es interesante notar que, mientras otras comunidades presentaron títulos antiguos, generalmente coloniales, provenientes de las distintas visitas de tierras —particularmente de la de mediados siglo XVII hecha por Domingo de Cabrera Lartaún—, los campesinos de Antaycama registran, tanto en el expediente de la dependencia estatal correspondiente, como en sus papeles colectivos, y en la memoria oral, una extensa historia, absolutamente original, que escapa a los patrones usuales de títulos coloniales que se pueden encontrar.
Las supuestas titulaciones coloniales que los campesinos presentaban no eran exactas ni mucho menos auténticas. Algunas eran verdaderas invenciones sobre un patrón conocido: en unos casos, de un título auténtico se obtenía otro de acuerdo a las tradiciones; en otros, de tantas transcripciones y pleitos continuos, se alteraban los títulos originales, etc. El caso de Antaycama fue la más clara expresión de estas alteraciones. El documento fue presentado en conjunto por las comunidades que se hicieron reconocer en el distrito de Pichigua, aunque Antaycama pertenecía administrativa y políticamente a Yauri. Estos campesinos provenían de una misma matriz cultural, ubicada en lo que desde el siglo XVI se llamó Pichigua, pero estaban emplazados de manera discontinua en el espacio, en territorios de los indios de Yauri. El documento no registraba, de manera usual, la necesaria identificación colectiva: no figuraba el nombre que la entidad tenía para ser presentada ante el Estado ni mencionaba una sola vez el nombre de la comunidad. El escrito que comentamos es una interpretación sincrética de la historia en la que se justifica la posesión comunal de las tierras y se identifica a todo el pueblo de los antiguos canas en su proceso de constitución como comunidades a través del tiempo. El documento guarda algunas de las formas de los expedientes coloniales pero carece de sintaxis resultando incomprensibles algunos fragmentos. Pareciera haber sido, alguna vez la traducción de una narración quechua al castellano en la forma documental colonial. Adolece de tantas imperfecciones que a veces se pierde la lógica, debido probablemente a las sucesivas transcripciones.
El documento inicia su recorrido por la historia en 1601, cuando los principales y capitanes de los Canas: Ignacio Villa, Juan Huahuamozo, Martín Ayerbe, Nicolás Álvarez y José Rodríguez hacen un pedido de revisita. Según el registro histórico, efectivamente, Pedro de Colindres, corregidor de la provincia, realizó una revisita en 1603. Los principales eran jefes de Alccasana, Chañi y Collana lo que nos hace suponer que los jefes canas de principios del siglo XVII pertenecían a estos ayllos que habrían formado una unidad, junto con los de Anta y Cama reducidos en Yauri.
Los canas se declaraban encomendados de Carlos Inca, lo que ya entonces no era cierto pues Melchor Carlos, su sucesor y heredero, había permutado sus bienes por un título y rentas en España. Con ello la encomienda pasó a la Corona, siendo administrada por la Caja Real de Cusco. Este documento junta épocas y recuerda la vinculación de este pueblo a uno de los descendientes del Inca. La relación que hace entre el personaje y el Inca se prolonga hasta Tupac Arnaru quien había mandado a Carlos Inca a liberar todo un “departamento del Perú” y repartir las tierras. A ellos, las canas de esos ayllos de Pichigua, los habría puesto “en el castillo mismo de Canamarca” —restos incas y preincas ubicados en las cercanías de Yauri en territorios de una nueva comunidad campesina lindante con Antaycama, donde hoy se celebra la fiesta folklórica de toda la provincia. Luego, introducen la figura de F. Domingo Cabrera, quien a mediados del siglo XVII fuera el visitador más importante en cuanto a exactitud de los títulos. Todo en un mismo tiempo mítico. Cabrera habría dado nombre o puesto bajo la advocación de distintas divinidades a los pueblos: Santiago para Langui y Layo, María Asunción y Corpus para Checa, La “beata” Santa Lucía para Pichigua, Belén para Yauri y San Juan para Coporaque. Así, el Santo Domingo Cabrera “bautizó” en el documento a cada una de las cabeceras canas de la altura. Sin embargo, este bautizo cristiano llevado a cabo por Cabrera, en su mítica dimensión de protector santo y español, está antecedido por la tradición autóctona que es inmediatamente invocada. El documento dice:
“...que fueron nombrados en el año de mil quinientos treinticinco por pueblos visitados por todos indios tierra para sus dominios según por Manco Capac que sembró las campañas por todo el circundo y orbe, año veintidós del siglo, para su dominio y de sus indios y salvajes y forman pueblos en los puntos del mundo donde hay caídas las campañas. Es costa del Inca Manco Capac, para el dominio de los salvajes, no de ninguno de los españoles, véase en la Corte de la gran Ciudad del Cusco, Cabeza del Perú”.
Aparentemente, los Capitanes de la Mita y principales, tradicionales figuras de los antiguos curacas y mallkus, señores principales de las etnias, no pedían una revisita, como pudieron haberlo hecho según un documento que celosamente guardó alguna autoridad campesina, sino el amparo en la posesión de las tierras que Carlos Inca, Cabrera Lartaún, la advocación o bautizo cristiano y la eminente posesión de tipo “ancestral” y autóctona les otorgaba por derecho. Por si no hubiese quedado claro el párrafo referido a Manco Capac, los capitanes canas reafirmaron que “poseemos esas tierras con la orden de su archivo del nuestro Rey antepasado Tupac Amaru”.
En su sincretismo, pasan del amparo en la historia autóctona con personajes como Tupac Amaru o Manco Capac, a la reinvindicación del apoyo del estado colonial y sus personajes. Carlos Inca aparece como su Regente, vinculado al mundo o universo nativo, pero también habría sido un supuesto Juez Visitador, en compañía de otro Juez, nada menos que Francisco de Toledo, lo que retrotrae la historia hasta las primeras reducciones coloniales. El documento reproduce la escena cumbre de la posesión:
“...don Ignacio Villa, Juan Huahuamozo, Martín Ayerbe, Nicolás Álvarez y José Rodríguez capitanes del pueblo de Pichigua y en medio de ellos don Francisco de Toledo Juez Visitador salieron del pueblo de Pichigua a horas ocho de la mañana al punto del castillo Grande Kanamarca y en una música de caja y clarín dio posesión en Mollocahua...”
Luego, el documento recorre los linderos de una gran provincia que habría sido la circunscripción de estas reducciones, con Toledo descansando en algunos lugares y dando gracias en puntos sagrados o fundamentales del espacio pensado por los campesinos, como los arcos de los Pueblos. Finalmente, amparados en el servicio de Potosí, donde los Capitanes llevaban la mita, y en la “faena para elevar la plaza de la ciudad del Cusco”, habrían conseguido impedir las pretensiones de los caciques de los pueblos de Checa, Langui y Coporaque. Cabe mencionar aquí que las contradicciones entre los curacazgos canas se habían manifestado desde la reducción toledana, quedando en la memoria colectiva. Toledo habría amparado a los indios de Hatuncana, lo que por otros documentos de nuestra investigación, sabemos no ocurrió, pues las contradicciones continuaron; pero lo interesante es el mecanismo por el cual se apela al recuerdo de los servicios colectivos con los que se selló un pacto colonial entre las jefaturas étnicas y el Estado. Ello no se olvidó y se conservaba todavía en la memoria colectiva a principios del siglo XX.
En este punto es en el único en el que se alude a los ayllos Anta y Cama. Los capitanes de Pichigua, a los que estaban sujetos los ayllos en cuestión, tenían conflictos, además de con Checa, Langui y Coporaque, con los caciques de Yauri. El territorio en litigio eran las tierras ocupadas por los indios que devinieron en los antas de Yauri. En ellas estaban la fortaleza de Mollocahua y el castillo de Canamarca. El territorio por donde pasaba el río Salado de Huancani, se denominaba Antaymarca, nombre de una de las parcialidades de la antigua jefatura Hatuncana reducida en Pichigua, encomienda de Carlos Inca. En el documento que obra el papel de títulos, se suceden las diligencias de linderos con cada uno de los pueblos y parece tenerse el recuerdo de la primera década del siglo XVII como el momento en que se dirimieron. En algunos casos, la transcripción usa términos coloquiales campesinos, alejados del lenguaje procesal. Así, los indios de Langui eran “muy abusivos”. Luego, cuando trata el caso de los territorios de lo que luego sería Antaycama, regresa el documento al tenor de la súplica india y sus argumentos:
“Ante el señor don Carlos Inca Gran mariscal de su Majestad ilustrada nos exponemos en reclamo de nuestras tierras, pastos, moyas, huaycos y quebradas, con todo posesión y provisión nos dio y dijo nuestro Vice Virrey Francisco de Toledo, él considerado de todos los agravios y crímenes entre nosotros, sobre esta tierra nos ha favorecido de todos estos juicios en la región entera del país del Perú, del cual hacemos demostración para que los gocemos en las dichas tierras y pastos...”
Una vez demostrada la legítima posesión, derecho amparado en el pacto de servidos al Estado y en una mezcla de luchas, abusos aceptados y leyes, los interlocutores de Pichigua, los capitanes reiteradamente invocados, presentan sus amparos ante cada uno de sus grupos vecinos. Luego de ello pasan a defender una forma de manejo de las posesiones que sería la amparada por esta visión ideológica de la historia. Esa forma era la comunitaria. La redacción pasa entonces a la forma de una prédica oral o consejo sabio. El hablante habría sido Alonso Maldonado de Torres, el Oidor que hizo la primera composición y venta de tierras en la última década del siglo XVI, pero el texto nos traslada a una conversación casi paternal de alguien que está explicando cuál debiera ser la forma justa de utilizar estas posesiones ganadas por el sacrificio colectivo de la historia de su pueblo. Así, dice el texto en su parte más coloquial y normativa:
“...y por el señor Oidor Juez Visitador General se hizo su mando que las justicias guarden y cumplan poseyendo y viviendo en todo general comunitarios terrenos, ayllos y parcialidades y para los beneficios de todos los indios de la región de nuestro país del Perú, estos provechos dejados y jurando desir verdad para que nunca desamparen a cualquier otro, así cuando muerto y cuando desfallecido por motivos de sus necesidades, lo amparen de posesión y provisiones y agricultura y cuyos remedios garantizan sus derechos correspondientes. Eso no a cuenta del terreno común sino en forma de devolución. Este arreglo común se practica y arregla, manda fe de unión indígenas a los indios e indios aumentados que no tienen terrenos para que formen cabañas y estancias en los terrenos sobrantes, con los respectivos testimonios de este título y no hay otro título para contradicciones algunas, este me ha dejado; en caso de perderse, pidan y busquen el archivo o caja de libros hasta que encuentren, en la gran ciudad del Cusco, cabeza del Perú y otros a Lima donde han dejado también de este departamento, sino en todos los departamentos de la región del Perú y Chile, del nuestro país, así manda y mande los dichos indios cuando se desamparen y vendan o troquen a otro y dejen testimonios a sus herederos, serán penados y castigados severamente con mil pesos de multa en oro al provecho de la cámara...”
Lo que en un inicio parecía un texto documental colonial se convierte en otro discurso, que se ubica en un tiempo posterior, mezclando los momentos de la historia a la manera andina. La posesión es colectiva, no se puede enajenar, es un mandato que se ampare a los que no tiene pastos. La práctica de reciprocidad [“en forma de devolución”] y de restitución de las posesiones al común es el título o norma y no hay otro. Debe ser conservado por el común y en caso se perdiera, se debía buscar en donde fuera, en Cusco, en Lima, en Chile, en donde fuere de la gran región “del país del Perú”. La enajenación o la violación de la norma se sancionaba en una curiosa alusión a la práctica procesal colonial, con nada menos que mil pesos de oro, para la Cámara de Su Majestad (!) como diría la más dura sanción colonial. En líneas posteriores, dice el hablante colectivo que los tratos entre los indios debían ser “sin contradecir, sin chocar, sin hacer guerra y sin pelear”, para cuyo remedio se ponía esa multa de los mil pesos. Un llamado a la unidad del “nosotros” indio que se ha ido abriendo paso en esta interpretación indigenista de la historia del Perú. Por si quedaran dudas respecto a esta visión moral india del devenir histórico del país, el documento continúa diciendo:
“...la inquietud de nuestro Perú y país se domina con la fuerza derrotando a los españoles por los indios, sobre la muerte de nuestro Rey Tupac Amaru, así publica y circula el referido bando [la orden moral comunitaria que estamos comentando, N. M.] discursando que las justicias guarden y cumplan su previo ordenado por el señor Virrey [!I y no molesten. Se bailen contra ellos comunitarios libres ayllus desde el fin de las calles de los pueblos en todo general nuestro país”.
Poco a poco en el discurso, sin dejar de hacer referencia al Virrey y a formas coloniales, se ha entrado en la historia republicana y es el país el que ampara la propiedad colectiva. Son los indios los que han dominado o deben dominar la inquietud del país, derrotando a los españoles sobre la muerte de Tupac Amaru. Es entonces que el texto se traslada al ritual, al taypi andino del pueblo donde se danza, desde los confines de los pueblos por todo el país. Recién aparecen las presiones de los “otros”, desde los límites de los pueblos y desde el Estado en las punas, por las tierras comunales. Pide entonces el hablante colectivo, en el escenario de su ritual, que se les detenga a “todos sin salvación de ninguna clase” porque así se manda y ampara. En caso contrario, aluden a un “juicio militar” y a una provisión de “la patria poderosa”. Termina la parte de la transcripción fechada en la ciudad del Cusco el 9 de octubre de 1608 años (!!!).
Luego el personaje que sigue la defensa del pueblo es el Alférez Nicolás Álvarez, de quien, salvo el apellido vinculado a Yauri, no tenemos otra noticia. En Álvarez se vuelve a practicar el mismo sincretismo. Aparentemente está haciendo las diligencias de la época de Cabrera Lartaun a mediados del siglo XVII y se ampara en el cumplimiento de la mita de Potosí y la faena de la plaza del Cusco, pero de inmediato obedece órdenes de Tupac Amaru y es miembro de la “Infantería de Ayacucho”. Nuevamente especifica otros límites y deslinda con los conflictivos vecinos de principios del sigloXVII. Nuevamente se confunden los tiempos y el Visitador Maldonado de Torres aparece junto a Cabrera Lartaun. En la ceremonia de posesión, se recurre a la sacralización, entregando los visitadores dos diademas con advocaciones diferentes a dos jefes de todo el Pueblo, uno Álvarez y el otro Rodríguez. Una obra pía parece formarse con trabajo comunal y recursos señalados al culto y agradecimiento del propio fraile Cabrera Lartaun. El texto se vuelve nuevamente ilegible y se cruza con el ritual, apareciendo el chacco o barro blanco en una fiesta a favor de Cabrera y en la consagración de las tierras que serían para los principales y para el culto. Entonces descubrimos a dónde apuntaba la narración: al bautizo que habría hecho Cabrera Lartaun de los pueblos. Chañi y Collana con la Virgen de la Purificación, Cahuaya con San Pedro, Mamanoca con el Santísimo Sacramento del Altar, Alcasana con la Virgen Concebida y Chillque a la Circuncisión del Señor. No figuran Anta y Cama que dependían de uno de estos ayllos de Pichigua, probablemente Alcansana. Con ese bautizo termina el ceremonial en mandato de Maldonado de Torres para que no se vendan terrenos comunitarios y cuando mueran los comunarios se dejen las tierras para el común, pues los indios no pueden saber el valor de “la tierra santa” [pachamama diría el narrador de donde se tomó el testimonio].
Quedaba escrita la historia de las “comunidades de Pichigua” a cuyo interés se hizo la transcripción que fue entregada y guardada por el Patronato de la Raza Indígena en Cusco y sirvió para el reconocimiento de las comunidades de Alcansana, Chañi, Cahuaya, Collana y la gran comunidad de Antaycama.
Cualquier lector del documento que presentaron los comunarios del antiguo territorio de Hatuncana descubrirá de inmediato el contenido figurativo del discurso. Ello no obstante, las autoridades del Patronato de la Raza en Cusco y las del Ministerio ante el que se presentaron para su “reconocimiento”, aceptaron estos papeles como títulos. Cuando alguien revise los padrones de comunidades en el Perú, en la columna que señala si tienen titulación y de qué tipo, en las comunidades de Pichigua y la de Antaycama se leerá: “presentaron título colonial”.
La redacción del documento recoge un largo proceso de elaboración del imaginario colectivo del grupo, pero obedeció directamente a una situación de tensión y violencia. Junto con el proceso de reconocimiento oficial de las comunidades indígenas por el Estado central, un contexto generalizado de violencia rural se había desatado. En la provincia de Espinar, donde se encontraban estas comunidades, la violencia alcanzó cotas muy altas de expresión. En algunas parcialidades de Antaycama, los enfrentamientos con los llamados “mistis” o mestizos, los poderosos locales, llamados también gamonales, fueron de una violencia ritualizada e ideologizada por ambas partes. Fruto de ello fue la muerte de campesinos, entre ellos líderes de los comuneros. Acogerse al reconocimiento, defender su institucionalidad en uso de la legalidad conferida por el Estado fue otra forma de resistencia, a la que los campesinos llegaron con su propia versión de la historia. Frente a los cambios que en la historia peruana se operaban y que se manifestaban acompañados de violencia en las localidades rurales, los campesinos debían defender su identidad de grupo. En ese contexto presentaron el documento que ahora analizamos.
Pero la historia no se detuvo ahí y luego, otras formas de violencia y corrosión, también internas al grupo, han cambiado las condiciones de vida de estas personas y alterado sus identidades y su capacidad de enfrentamiento colectivo a la subordinación interna que ha seguido siendo neocolonial. Esto se manifiesta todavía hoy. Por eso, he unido al mito de la historia de los canas un propio mito personal: que el historiador puede contribuir a descubrir los caminos recorridos, las sendas perdidas, los derroteros que nos faltan. Por eso buscamos viejos papeles y leemos en ellos nuestro presente y nuestras formas peruanas y andinas de interpretar, justificar y anhelar el mundo.
[1] Este trabajo forma parte de un estudio sobre la etnohistoria de la antigua nación de los canas que será próximamente publicado en Lima. Toda la información documental y bibliográfica figurará en la versión completa de la historia de estos campesinos peruanos. [REGRESAR]
Fidel Tubino