MOISÉS LEMLIJ
Notas y variaciones sobre temas freudianos
© Moisés Lemlij
Primera edición digital: setiembre de 2014
ISBN: 978-612-42500-2-6
© Cauces Editores SAC
Kenko 354, Surco.
Lima, Perú
cauceseditores.com
Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso escrito del autor.
Créditos
Prólogo
EL PORVENIR DE UNA ILUSIÓN
Un ex jesuita y un judío agnóstico conversan sobre religión tomando un café
Los judíos y la izquierda
New York, New York, 1909
Ilusión, desilusión y delusión. Guerra y fe en los Andes
UNA NEUROSIS DEMONÍACA EN EL SIGLO XVII
Cuando el demonio está de visita
MOISÉS Y LA RELIGIÓN MONOTEÍSTA
Freud y el paradigma monoteísta
EL MALESTAR EN LA CULTURA
El malestar en la (periferia) de la civilización
Ser psicoanalista en un país violento
La locura de las naciones
Violencia y reconciliación
Antisemitismo
EL POETA Y LA FANTASÍA
El poeta y la fantasía. Una perspectiva parroquial
El creador y la soledad
TÓTEM Y TABÚ
Pachacútec y el incesto dinástico
Del psicoanálisis al mito
LA INTERPRETACIÓN DE LOS SUEÑOS
La interpretación de los sueños
EL CHISTE Y SU RELACIÓN CON EL INCONSCIENTE
Los chistes de Freud
COLOFÓN
Para entender el psicoanálisis. Creo. Apuntes para una epistemología profana
Psico ¿análisis?
Presento a la benevolencia del lector una variopinta recopilación de trabajos escritos a lo largo de 14 años. Aunque el tiempo no ha pasado en vano y algunas de mis ideas han seguido una evolución poco previsible o apenas insinuada en los más antiguos, he preferido ser fiel a un pasado que a veces me traiciona y, salvo enmiendas menores, darlos nuevamente a la prensa tal como fueron publicados originalmente.
Si bien son de explícita inspiración psicoanalítica, no se trata de textos clínicos. Son más bien tributarios de las múltiples y fecundas incursiones freudianas en un territorio que de manera general podría ubicarse en el área «sociedad y civilización», pese a que irónicamente algunos se ocupan específicamente de la barbarie. Un territorio para cuya exploración el psicoanálisis ha trazado un conjunto de rutas, por momentos claramente señalizadas con una serie de hitos y en otros laberínticas o truncas, que de tanto en tanto se entrecruzan con aquellas tradicionalmente transitadas por disciplinas vecinas como las ciencias sociales, las humanidades y las artes.
Antes que organizar los textos de modo cronológico, he optado arbitrariamente por hacerlo temáticamente, sirviéndome de los títulos de los escritos de Freud en los que puede encontrarse sus antecedentes directos o indirectos, y he agregado como colofón dos trabajos que intentan explicar la especificidad y el campo del psicoanálisis, como guía para el lector.
Algunos fueron preparados a pedido de un editor, como es el caso de «Un ex jesuita y un judío agnóstico conversan sobre religión tomando un café», escrito al alimón con Eduardo Montagne, a solicitud de Samuel Stein; y «El poeta y la fantasía. Una perspectiva parroquial», a propuesta de Ethel S. Person.
Otros fueron escritos para revistas psicoanalíticas extranjeras, como «El malestar en la (periferia) de la civilización», elaborado con Max Hernández para la Revue Français de Psychanalyse; «Freud y el paradigma monoteísta», para Ide, revista de la Sociedad Brasileña de Psicoanálisis de Sao Paulo; «Ser psicoanalista en un país violento» y «Cuando el demonio está de visita», para Psicoanálisis Internacional, revista de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Los más breves son artículos de corte periodístico, aparecidos en la revista Ideele o en el suplemento Dominical del diario El Comercio.
Por último, «Pachacútec y el incesto dinástico» y «Del psicoanálisis al mito», son fruto del esfuerzo emprendido conjuntamente con Max Hernández, Luis Millones, Alberto Péndola y María Rostworowski de aplicar herramientas interpretativas del psicoanálisis y las ciencias sociales a documentos históricos, que nos animó a fundar el Seminario Interdisciplinario de Estudios Andinos (SIDEA) hace ya más de dos décadas.
Además de las personas mencionadas hasta aquí, todas las cuales contribuyeron de una u otra manera a que publicara por primera vez los trabajos reunidos en este libro, especialmente Max Hernández y Eduardo Montagne, con quienes tuve el privilegio y el placer de escribir dos de ellos, quisiera expresar mi reconocimiento a mis amigos César Calvo, ya fallecido, Imelda Vega-Centeno y Lucho Millones, cuyos aportes fueron sumamente valiosos para rastrear las fronteras entre la realidad y la ficción en la creación artística; a Ernesto de la Jara, Alonso Cueto, Jorge Paredes y Gabriel Valle, quienes me animaron a escribir para el público no especializado; a Giuliana Falco, que me ayudó a editar mis primeros textos; a Pedro Cavassa, por su apoyo para que este y muchos otros libros de SIDEA salgan a la luz; y a Dana Cáceres, interlocutora imprescindible. También a mi hermana Amalia, por el hermoso cuadro que ilustra la portada; y a mi hijo Alec, que la diseñó y me ayudó en la recopilación de mis trabajos.
Dos psicoanalistas, Eduardo Montagne y Moisés Lemlij, se reúnen para tomar un café y hablar sobre sus experiencias y actitudes hacia la religión. Ambos prepararon una pequeña reseña personal que emplearon para iniciar la conversación.
Soy psicoanalista, miembro asociado de la Sociedad Peruana de Psicoanálisis. La religión ha sido un tema presente en mi vida desde mis más lejanos recuerdos infantiles. La sombra del hermano de mi madre, nombrado durante mis años infantiles Arzobispo de Lima y luego cardenal, determinó de manera profunda y permanente el clima de religiosidad que prevalecía en mi casa. El colegio de los jesuitas de Lima en el que cursé mis estudios escolares no hizo más que reforzar esta temprana y fuerte influencia familiar. A los 16 años, una vez concluida la secundaria, tomé la decisión de responder al «llamado de Dios».
En aquel momento estaba muy lejos de intuir siquiera que podía haber una relación directa entre esta prematura decisión y las experiencias vividas durante mi infancia y adolescencia. Estaba «capturado» por el discurso religioso que atribuía la vocación religiosa a la voluntad de Dios. Solo muchos años más tarde pude darme cuenta de que una decisión que marcó de modo tan determinante el rumbo de mi vida, fue referida a algo externo, la voluntad misteriosa Dios, y no a lo que albergaba dentro de mí como deseo o proyecto personal. En aquella época no se me hubiera ocurrido afirmar que quería ser sacerdote porque ese era mi deseo, ni sospechaba que éste podía estar influido por condicionamientos culturales, familiares, históricos, y menos aún, por mis temores, miedos, inhibiciones o conveniencias personales. Solo cuando estuve muy adentrado en mi proceso analítico pude descubrir un conjunto muy complejo de motivaciones personales y trazas de los grandes ideales, prohibiciones, temores e inhibiciones con las que emergí a la vida juvenil a los 16 años de edad.
Pienso que atribuir a Dios lo que en realidad es expresión de un deseo propio tiene la ventaja fundamental de otorgar al proyecto personal un carácter de seguridad, permanencia y solidez del que suelen carecer las decisiones que se toman en base al propio deseo porque siempre estarán sometidas a la duda, al devenir, al cambio, a la incertidumbre de si son acertadas o erradas. Si la decisión es atribuida a Dios, cobra una fuerza casi sobrehumana, a la vez que una certeza incuestionable, que en mi caso fue reforzada por el discurso religioso de la época. «Si Dios te llama —solían decirme quienes me orientaban— no hay duda posible y lo único que cabe es aceptar su llamado y seguirlo». Además, la idea de haber sido digno de ser mirado por Dios y favorecido con una vocación que me recordaba los grandes llamados de la Biblia, complacía mi narcisismo adolescente.
La sensación de seguridad que transmite la religión resulta tremendamente importante en una etapa de la vida como la adolescencia, en la que si bien se abren muchas posibilidades y alternativas, éstas se mezclan con una dosis grande de incertidumbres e inseguridades. Yo elegí un camino que me brindaba seguridad y que, por otro lado, me permitía recibir el aplauso y reconocimiento de mis maestros, de mi familia y de algunos amigos, quienes percibían en ese tipo de opción cierto halo de grandeza de ánimo y de generosidad heroica, convirtiéndome en objeto de admiración en un ambiente culturalmente religioso que valoraba mucho este tipo de gestos.
Inicié mi formación en La Compañía de Jesús a los 17 años de edad. Fueron largos años de estudio, reflexión, meditación y muy poco contacto con el mundo externo. Este aislamiento, que entonces me parecía normal, hoy lo considero contradictorio. Resulta un tanto incoherente, por ejemplo, estudiar filosofía en un clima de enclaustramiento físico y mental, como si fuera posible desarrollar una actividad del pensamiento exclusivamente entre quienes comparten las mismas tesis filosóficas y consideran cualquier corriente distinta como «opositora» o «adversaria».
En esta medida, mi certidumbre interior pasaba por la exclusión de lo diverso, de lo distinto, característica no solo de la religión sino de cualquier militancia. Hice mi formación religiosa en las décadas de 1960 y 1970, época muy marcada por las militancias políticas, ideológicas… por el Muro de Berlín. No fui ajeno al clima cultural de ese entonces. Realicé una suerte de militancia religiosa que requería un compromiso con una verdad muy profunda que me daba mucha seguridad personal. Para mí no habían verdades distintas o complementarias, había una verdad que tenía el privilegio de conocer y la responsabilidad de difundir. Mi militancia, como todas, me impermeabiliza a los cuestionamientos que venían de afuera. Fue así como a lo largo de mi juventud me refugié en algo que podría asemejarse al Titanic, cuya aparente solidez me permitía navegar en aguas turbulentas sin tener la sensación de peligro.
¿Qué fue lo que me llevó a comenzar mi análisis y mi primera formación en psicoterapia 11 años después de ejercer el sacerdocio y 21 años después de mi ingreso al seminario jesuita? Mi motivación explícita, es decir, la que yo exponía, era el interés creciente por entender mejor los muchos problemas que me contaban las personas que acudían a mí en busca de ayuda anímica y psicológica. Siempre había tenido mucho interés por la consejería, la escucha y el contacto personal con personas adultas, jóvenes, matrimonios y familias, pero también la sensación de que habían aspectos psicológicos y emocionales que no comprendía.
Sin embargo, en el curso de mi proceso analítico tuve que admitir —no sin esfuerzo— que había buscado ayuda simplemente porque yo la necesitaba, porque era una demanda que surgía de mi interior, que sentía muy profundamente y que difícilmente podía formular con todas sus letras: «Quiero hacer un proceso analítico serio y profundo porque estoy necesitado de él». Esta claridad para formular mis deseos me era bastante ajena en virtud de un mecanismo que encubría mis propias verdades o necesidades internas con un ropaje que los vinculaba al trabajo, a hacer el bien a los demás, a la ayuda, a la mayor capacitación. Me era mucho más fácil decir «quiero hacer mi formación psicoanalítica para ayudar a los demás y comprender los problemas ajenos». En todo caso, encubierto o no, hoy sé que el deseo de encontrar otras perspectivas para mi vida estuvo presente durante muchos años y que siempre había sido postergado para más adelante.
Durante mi formación como jesuita estudié en Lima, Madrid, México y Roma. Sin embargo, el grupo de estudios psicoanalíticos fue el primero en el que compartí un quehacer académico, intelectual, con un grupo tan heterogéneo de hombres y mujeres de distintas edades y procedencias, en el que el tema religioso no era para nada explícito ni muchísimo menos el motivo de la convocatoria. Significó para mí una confrontación con lo diverso, con lo nuevo, con la necesidad de dar cuenta de mi propia realidad y con el hecho de que esta realidad, la de ser jesuita y la de ser religioso, no tenía que ser admitida como algo obvio ni ser necesariamente aceptado, y que en todo caso era objeto de curiosidad y de preguntas.
¿Cómo viví mi experiencia religiosa dentro del proceso psicoanalítico? Llegué al análisis con la imagen de un Dios que juzga en base a dos categorías, «bueno» o «malo», que establece qué hay que hacer o evitar, siempre en función a altos ideales, a la culpa y a la amenaza de castigo. Un Dios superyoico que ejerce desde esa posición su fuerza y su poder. La escucha atenta y respetuosa, la neutralidad analítica, la posibilidad de expresarme sin restricciones, de decir lo que se me ocurría en mis asociaciones libres sin ser juzgado ni criticado, fue algo totalmente novedoso para mí.
El proceso analítico me fue llevando a una experiencia distinta de Dios, que comenzó a dejar de ser una imagen superyoica y pasó muy lentamente a ser un Dios mucho más interno, personal, pulsional, cercano al mundo de los deseos, de las fantasía, de la libertad; un Dios que constreñía mucho menos y que, por el contrario, daba muchas más posibilidades de ser, de pensar, de imaginar, de crear y de amar, así como autonomía para tomar decisiones personales y la responsabilidad de correr riesgos y asumir sus consecuencias. En resumen, y desde el punto de vista del creyente, pasé de ser un niño ante un Dios Padre a ser un adulto cuyo padre le permite la distancia que requiere para su autonomía.
Creo que en mi análisis entendí la trascendencia de Dios; aprendí a relacionarme con una imagen divina que se ubica más allá de mi vida, de mis decisiones personales, de mis errores, de mis culpas o de mis aciertos, y que me permite habitar el hogar de los humanos sin tener dentro un huésped intruso y absorbente. Todo eso supuso una experiencia creciente de libertad, de autonomía y de realización personal que dio paso a la aparición de mis propios planes y deseos, no solamente del momento sino también aquellos que estaban latentes desde mucho tiempo atrás pero que de alguna manera habían sido reprimidos o postergados por la presencia de un Dios que en mi experiencia anterior había resultado agobiante.
Como es de suponer, esto significó también una dosis de conflicto, de dolor y de incertidumbre, que generalmente acompaña a toda transformación importante. La imagen de un Dios trascendente, que deja vivir, que está más cerca al polo pulsional que al polo superyoico de la personalidad, entró en conflicto con el tipo de relaciones institucionalizadas con Dios, propias de las iglesias en general, que había establecido anteriormente. El fuerte sentido de pertenencia a mi institución religiosa se fue resquebrajando al ir confrontándolo con aspectos que no podía compatibilizar con lo que iba descubriendo en mí mismo. Todo eso supuso un dolor muy grande porque a través de los años había creado vínculos de profunda calidad humana, de amistad, de compañerismo, de cercanía y de solidaridad con muchos de mis colegas jesuitas.
Mi primera reacción fue la de negar la diferencia y el conflicto y sostener la creencia de que en mi caso era posible mantener simultáneamente mi condición de jesuita y la de psicoanalista, y de que las dificultades que encontraba podrían solucionarse después de terminar mi proceso analítico, como si siempre fuese posible llegar a una síntesis. La síntesis nunca llegó y en mi caso era solo una utopía, porque lo que era conveniente, saludable y creativo para mí desde la perspectiva analítica, era reprobable, sospechoso o inconveniente desde la perspectiva eclesiástica, y viceversa. No se trataba de dos líneas paralelas sino de líneas divergentes. Sentía que si avanzaba en las dos direcciones me alejaría cada vez más de mí mismo.
Inevitablemente, llegó al momento en que tuve que decidir por uno de los dos caminos. Resolví seguir el que significaba para mí la vida, la realización personal, la plenitud humana y afectiva. La nueva imagen que tenía de Dios ya no me exigía sacrificar esos objetivos. Por el contrario, me impulsaba a buscarlos. Me retiré de la institución jesuítica y del ejercicio del sacerdocio luego de tramitar las licencias y los permisos requeridos, y comencé a vivir mi vida en forma autónoma. Tiempo después contraje matrimonio. Hoy considero que vivo una vida plena, personal y profesionalmente integrada. Ya no postergo para el futuro mi realización personal.
¿Qué queda entonces de mi fe y de mi actitud creyente? ¿El proceso analítico lleva necesariamente a abandonar la experiencia religiosa? Yo diría que el Titanic en el que navegaba tan cómodamente naufragó. El mundo de la institución eclesiástica había sido para mí el barco más grande, seguro y hermoso del mundo, que nadie —ni Dios mismo— podía hundir. Pero ese Titanic personal chocó contra el iceberg del mundo no eclesiástico, genéricamente, con lo distinto, con lo diverso... y se hundió. Todo lo que había relacionado hasta entonces con la fe dentro del marco de la institución eclesiástica, naufragó. Había estado demasiado extasiado en la contemplación de la seguridad, la belleza y el aplomo del Titanic para darme cuenta de la posibilidad de que podía chocar con el iceberg que supone la confrontación con los aspectos desafiantes de la alteridad.
¿Se hundió también mi fe con el hundimiento de mi Titanic personal? ¿Se fue a pique la fe que profesaba y que de alguna manera también constituía parte de mi identidad? Si la respuesta es negativa, ¿en qué consiste una fe vivida ya no desde la imponente majestuosidad del Titanic sino desde la modestísima inestabilidad de una frágil barquita?
Cuando algún amigo me pregunta si todavía soy creyente, le respondo que sí, pero añado rápidamente: «a mi manera». Es decir, después de haber pasado una intensa crisis personal que fue inevitable y además —sostengo— muy saludable, después de que las certezas se me vinieron abajo y de que encontré maneras distintas de afirmarme y de afirmar mi propia identidad creyente, con menos pretensión, sin respaldo institucional, sin «militancia» ni apariencia de solidez.
Pienso que la actitud creyente no es incompatible con la experiencia analítica. Creo más bien que la experiencia analítica puede conducir a una apertura trascendente, precisamente porque lo pone a uno en contacto con aquello que está más allá de las apariencias, de lo manifiesto, de la conciencia, en general, de todo. El inconsciente es lo radicalmente distinto y eso parece estar más cercano al «absolutamente Otro» con que la teología designa a Dios.
Soy psicoanalista, miembro titular de la Sociedad Peruana de Psicoanálisis y miembro asociado de la Sociedad Psicoanalítica Británica. Mis padres huyeron de Europa Oriental y llegaron al Perú a mediados de la década de 1930. Una particularidad los diferenciaba de la pequeña comunidad judía de Lima: eran de izquierda, más precisamente stalinistas y lo fueron hasta el fin de sus vidas. A algunos podría parecerles paradójico que eran también tradicionalistas. No a ellos, que entendían que el hecho de ser judíos definía su identidad nacional y cultural y no tenía nada que ver con la religión, a la que consideraban «el opio del pueblo» y parte de un sistema político, al que combatían. Pensaban que los no creyentes eran intelectualmente superiores y mostraban una profunda animadversión hacia lo religioso. En el ambiente en que crecí, los dogmas políticos tomaron el lugar de los religiosos.
A pesar del temor a irritar profundamente a mi padre, me escabullía los días de fiesta para visitar a un viejo tío que me premiaba con una propina si iba a la sinagoga. Sin embargo, estaba claro para mí que las ceremonias a las que asistía con curiosidad eran rituales no muy distintos de los de quienes adhieren a doctrinas políticas. Una vez en la universidad, me fui alejando paulatinamente de los dogmas políticos de mi familia. Cuando entré a estudiar medicina y luego psicoanálisis, me sentí plenamente identificado con las concepciones freudianas tanto acerca de la religión como de las ideologías en general, las cuales desarrolla principalmente en El porvenir de una ilusión y El malestar en la cultura.
Durante mi análisis, pasé por una profunda crisis existencial. Pese a su intensidad, no podría decir que tuviera una connotación religiosa. El cuestionamiento sobre la trascendencia era teórico y no llegó a tocarme personalmente. Sin embargo, nunca me he considerado una persona poco sensible. Tanto de joven como de adulto tuve que afrontar la muerte de familiares y amigos, mi experiencia fue la de pérdida y de profundo dolor por ella. No fue hasta que tuve otro tipo de experiencias con la muerte, como analista de pacientes que se enfrentaban a su impostergable proximidad, que me sentí íntimamente conmovido. Sentí que el conocimiento antelado de la muerte del otro con quien hablaba me comunicaba con «algo». No puedo decir que sea ahora un creyente, pero sí que pienso y siento distinto luego de estas experiencias.
La primera fue la que tuve con un paciente de 22 años, quien se había logrado salvar de una sobredosis masiva de paracetamol que había ingerido para acabar con su vida. No había soportado pasar de ser un excelente alumno en el colegio a tener repetidos fracasos en una universidad de renombre y ser uno más del montón. Prefería enfrentarse con la muerte que con el dolor y la humillación de que sus padres se enterasen de su pobre rendimiento.
Pese a que recomendé su hospitalización debido a la alta probabilidad de que intentara suicidarse nuevamente dado el cuadro de depresión severa que sufría, él y sus padres insistieron en que se le diera de alta. Firmaron un formulario donde quedaba consignado que se retiraba del hospital contrariando la prescripción médica. Un mes después, me llamaron para reconocer un cadáver que había sido varado por el río. Era él.
Hubo algo que pude hacer por este joven y que tal vez habría cambiado el curso de los acontecimientos: solicitar al juez una orden de hospitalización obligatoria, lo cual implicaba un engorroso procedimiento. Hasta ahora no sé si no lo hice por flojera, por un error de juicio o porque las cosas son como son. Pero el rostro del muchacho cuando estaba vivo y el de su cadáver me vienen a la cabeza con más frecuencia de la que quisiera.
El segundo caso es el de un paciente homosexual con quien tenía ocasionales entrevistas de seguimiento luego de acabado su análisis. Un día vino con el resultado positivo de su examen de HIV y me dijo: «Mire, todos nos vamos a morir, incluso usted y yo. Esto solamente significa que a mí me va a pasar un poco antes». Junto con la pena que sentí, me embargó el asombro por su reacción. ¿Se trataba de una negación masiva o es que sentía una suerte de alivio puesto que el anuncio de su muerte empezaba a saldar una recóndita deuda con alguno de sus fantasmas del pasado?
La tercera experiencia la viví con un antiguo paciente que dos años después de terminado su análisis me llamó desde la clínica donde había sido operado de cáncer. Quería que lo ayudara a encontrar fuerzas para luchar por su vida. Durante las entrevistas que tuvimos me conmoví profundamente cuando comenzó a reconocer lo ineludible de su muerte, a aceptarla y a trabajar para quedar en paz consigo mismo. Un día me contó un sueño en el que me había visto presentar ante un auditorio un trabajo sobre las sesiones que había tenido con él antes de su muerte. Su relato me produjo la impresión de que buscaba una forma de prolongar su vida, de ver lo que ocurriría cuando ya no estuviera. Al final de esta sesión, que sería la última, me dijo al despedirse: «Te agradezco todo lo que he aprendido de ti, lástima que no tenga tiempo para usarlo». Murió dos semanas después.
Por alguna razón, acompañar a estos hombres a morir y haberme compenetrado con ellos ha ocasionado que sigan presentes —y, por lo tanto, vivos— en mi mente y que tenga una extrañísima comunicación con ellos. No es que crea en el más allá. El vínculo que establecí con estos pacientes fue de fusión. Como yo-participante y no meramente como observador, compartí con ellos los sentimientos que acompañaban a sus remembranzas acerca de momentos importantes de su vida, su nostalgia antelada por los seres queridos a quienes ya no verían, su desilusión por no haber hecho algunas cosas y su rabia porque ya no las podrían hacer, su infinita tristeza, la manera en que valoraban y disfrutaban de momentos cotidianos y simples, que ahora encontraban hermosos y significativos, sus temores, su cinismo, su impotencia, su desgarro interior, sus suposiciones acerca de lo que pasaría luego de su muerte, su serenidad y resignación, en fin, todas las ideas y sentimientos que les provocaba estar cerca a la muerte. Tuve entonces —y todavía tengo— oportunidad de experimentar una sensación muy particular de estar en contacto con lo trascendente y que describiría de manera muy similar a la experiencia religiosa de ser uno con el todo, cuyas raíces Freud remonta al sentimiento oceánico de fusión del bebé con su madre propio del narcisismo primario.
ML: La primera idea que me viene a la mente después de este intercambio de relatos personales es que es posible establecer una diferencia entre el vínculo con lo trascendente (no necesariamente con un dios) y los rituales con que cada concepción religiosa particular lo simbolizan. En algunos casos, el énfasis en el aspecto ritual es tal que el vínculo con lo trascendente parece perderse. Tú viviste la experiencia religiosa desde la cuna. Yo diría que con el transcurso de los años y luego de profundas transformaciones personales, fuiste desechando la parte ritual, la parafernalia que rodeaba tu fe, y te quedaste con lo que para ti es lo esencial y trascendental. Esto me recuerda a Pound cuando hacía que sus alumnos escribieran un poema y después les pedía recortarlo hasta que quedara solo el sentido final, la esencia.
Yo, en cambio, nunca tuve una formación religiosa. Tal vez mi experiencia en relación a la política podría considerarse equivalente en lo que concierne a los rituales y la idealización, pero no significó para mí un contacto con lo trascendente. Sí lo ha sido el dolor «no personal» de mis experiencias como analista de pacientes con una demanda que podría ser expresada como: «interpreta mi mortal enfermedad, cúrame con tu interpretación divina», que me confrontó con una espantosa sensación de impotencia. No me bastaba seguir las recomendaciones técnicas y «acompañarlos» en su trance hacia la muerte. Hubiera querido tener el poder de decirles: «Te doy un par de años de mi vida» lo cual supondría, por supuesto, la gratificación narcisista de poder realizar este acto de supremo desprendimiento.
Sé que muchos médicos tienen ese sentimiento, pero estoy convencido de que la experiencia del binomio paciente-analista es diferente pues la intensidad del vínculo es mayor en tanto se inscribe en un nivel simbólico. El analista puede terminar por fusionarse con el paciente de tal manera —como me pasó a mí— que yo diría que se trasciende lo puramente proyectivo, lo que denominamos «identificación proyectiva» o «fusión de representaciones».
Es esta experiencia la que me habría conducido hacia una religiosidad «incipiente». No es que yo afirme o quiera que evolucione en esa dirección, pero sí sé que me ha puesto en contacto con algo que no conocía, que trasciende los límites de mí mismo, de mi propia existencia, y que, sin embargo, está muy dentro de mí. Ni siquiera el amor —no solo hacia mi pareja, sino también hacia mis hijos y mis padres— me acercó a esa curiosa ventana que me ha permitido asomarme a este otro nivel de experiencia.
EM: Lo que dices me sugiere una idea interesante respecto a nuestras distintas aproximaciones a las creencias religiosas. Creo que es verdad lo que dices, que en mi caso tuve que descartar muchas cosas para poder quedarme con lo que resulta para mí «auténtico» o, por lo menos, para intentarlo. Tú no has necesitado deshacerte de nada porque no traías ninguna experiencia inicial, familiar, al respecto. Más bien has puesto «algo» en estas experiencias que me has contado sobre la muerte de alguno de tus pacientes, que las ha vuelto tan peculiares y significativas.
Esto me hace pensar en la imagen de la pintura y de la escultura a la que recurre Freud para describir la terapia analítica. En relación a una experiencia creyente, ¿qué es lo que conduce más directamente al encuentro con lo auténtico? ¿Desmontar un andamiaje que podría ser considerado «artificial», no «auténtico», o, como en tu caso, poner sobre un lienzo en blanco rasgos extraídos de la propia experiencia y de los cuales se tiene la certidumbre de que corresponden a lo que uno ha sentido y percibido, a lo auténtico respecto a uno mismo?
ML: Creo que es una buena metáfora. Te digo más, siempre he tenido la necesidad de tratar a mis pacientes religiosos con mucho cuidado. Entre ellos, un cura y un rabino que reafirmaron sus respectivas creencias a lo largo de sus procesos analíticos. Recuerdo también a una monja que tuvo una crisis depresiva cuando cambiaron el hábito de su Orden. Se sentía desprotegida y amenazada, tuvo un conflicto institucional. Después de su análisis regresó a su trabajo de misionera, que realizaba magníficamente. No tuvo nunca ninguna duda en cuanto a su fe y su vocación. No hice sino seguir la técnica, permitiendo que encontrara su propia vía.
Sin embargo, un paciente que se sabe próximo a la muerte puede provocar un cambio profundísimo en el self o esencia del analista, no solo porque está en juego lo estructural-representacional sino también la esencia misma del ser del paciente. Lo sobrecogedor es que no se trata de una metáfora, sino literalmente de dejar de existir.
En mi caso podría decir que mis agujeros negros, algunos trozos de mi self, empezaron a llenarse con su ausencia. Ausencia que ya sentía cuando todavía no habían muerto. No es que me pusiera a llorar, pero sí me hicieron experimentar un dolor muy profundo, como si perdiera algo muy íntimo. Es un dolor distinto al que provoca la muerte de un amigo, de alguien que se ha querido, o cualquier otro. No hay duda de que tú o yo hemos sufrido en los momentos terribles de crisis. Pero el espacio abierto en mi mente por el desgarro que me ocasionaron estos pacientes ha quedado poblado por sus presencias, que ahora siento como parte mía. Ellos siguen existiendo en mi mente, y comprobarlo me conmueve y es lo que yo identifico como mi vínculo con lo trascendente.
EM: ¿Dirías entonces que, en alguien como tú, que no tiene una representación religiosa ni la ha tenido nunca, existe sin embargo una suerte de núcleo del cual puede brotar un tipo personal, único e intransferible —y posiblemente indescriptible— de experiencia trascendente? Te lo digo porque decías que en tu análisis personal nunca surgió el tema de lo trascendente, la fe o lo religioso.
ML: Nunca, nunca…
EM: Ese nunca, ¿qué quiere decir exactamente? ¿No surgió porque no existió, porque fue una parte tuya reprimida que sencillamente no había encontrado hasta entonces el momento de emerger? He leído un texto de un autor alemán que afirma que Freud no hizo sino reprimir su fe, la cual se abrió caminos desde el inconsciente, a través de rodeos y contra su voluntad explícita, hacia su vida y hacia su doctrina. Es decir, habría la posibilidad de que exista una fe reprimida o encapsulada. ¿Qué piensas de eso?
ML: Suponiendo que no hubiera tenido esos pacientes, te habría dicho que se trata de algo reprimido o de algo inexistente. Ahora creo que hay algo que tiene que ser tocado para que aparezca. En mi caso, tuvo que ser la suma de lo vivido con cada uno de estos tres pacientes. Con el primero tuve una sensación que quedó dando vueltas. Hacían falta las otras dos experiencias para que comenzara a cuajar. Tuve que escribir sobre ellos, aún brevemente, para terminar de tenerlo relativamente claro.
Pero para mí queda abierta la pregunta de si es algo que el ser humano tiene y reprime, o si es algo que solamente se puede experimentar a raíz de una constelación de acontecimientos, es decir, que está más allá de uno mismo. Me pregunto también si haber experimentado este tipo particular de dolor con mis pacientes, si haber tenido esta experiencia que he vinculado con lo trascendente, me ha enriquecido. No es que haya tenido una experiencia mística que me lleve a escribir versos como Santa Teresa o el evangelio como San Juan, aunque quién no quisiera escribir tan bien como ellos. Repito, la mía no es una experiencia mística, es una experiencia trascendente.
Definitivamente lo que yo he experimentado es pobrísimo respecto a tu experiencia personal, que es única. Debe haber muchos analistas, sobre todo en América Latina y en algunos países europeos, a quienes lo mío les sonaría familiar: no tener un pasado religioso, tener algún tipo de actividad política. Tal vez no en los Estados Unidos. En cambio, lo tuyo es algo que estoy seguro fascina en todo el mundo.
EM: Fascina como pueden fascinar los fuegos artificiales, pero yo encuentro que lo tuyo es muy sugerente, desde el punto de vista de la formulación de un postulado trascendente, para describirlo de la manera más aséptica posible. Lo mío supuso desmontar un andamiaje complejísimo de representaciones religiosas, dejar de lado lo ritual y palabras aprendidas, casi impuestas. Lo tuyo es el intento de verbalizar con tus propias palabras, con la modestia y el encanto que ello supone, algo que es y se mantiene así como auténticamente tuyo.
Me parece que como experiencia postula una cierta apertura a lo trascendente que es lo nuevo, lo distinto, que puedes llamar como mejor te parezca, sin tener que asimilarlo a lo que otros creen, a una teología, o que acompañarlo de lo que tú llamas la parafernalia religiosa. No estoy muy seguro de que muchos analistas se animen a reflexionar sobre estas experiencias que colindan con lo religioso. Es más fácil decir un No rotundo en sus diversas variantes: «no soy creyente», «soy ateo» o «soy agnóstico», que decir: «no soy religioso pero hay algo que me hace pensar en ello» e intentar poner en palabras lo que se siente, con toda la provisionalidad del caso.
Mi experiencia personal me lleva a buscar la aguja en el pajar; es decir, lo auténtico en medio de tantísimas representaciones que poblaron mi mente y que ahora no tienen más vigencia. Sin embargo, sí creo que hay una aguja en el pajar y no dejo de intentar encontrarla.
Publicado originalmente en inglés en Beyond Belief. Psychotherapy and Religion, Stein, Samuel M. (ed), Londres, Karnac Books, 1999.
En uno de nuestros ocasionales paseos, caminaba en silencio con mi madre, cuando de pronto me dijo: «Jamás imaginé que pudiera odiar tanto a alguien como a Gorbachov». Me detuve sorprendido. Prosiguió: «¿Sabes lo que ha hecho ese hombre? Ha destruido el socialismo, el sueño por el cual tanto luchamos. Es terrible. Pero no te preocupes, la URSS y el socialismo van a volver. Claro, no en mi tiempo y seguramente tampoco en el tuyo. ¡Pero tus hijos de todas maneras lo van a ver!». Luego me miró a los ojos y añadió medio en broma: «No puedo entender cómo he podido tener un hijo tan reaccionario como tú». Se rió, me dio un abrazo y un beso, y continuamos nuestro paseo. A los pocos días su salud se deterioró y pocas semanas después falleció. Tenía 86 años.
Nunca me he tenido por reaccionario y no dudo en definirme como un «progresista escéptico» que se ubica en algún lugar fluctuante entre el centro y la izquierda. Pero esta última conversación política con mi madre ha quedado fijada en mi memoria junto con sus viejas historias de pasiones políticas y anécdotas de Europa del Este, de donde escapó a mediados de la década de 1930 para venir al Perú, dejando atrás a familiares y amigos que acabaron muriendo en los campos de concentración durante el Holocausto. No habló de la guerra durante muchos años. Simplemente le retiraba el saludo a todo judío que tuviera un Volkswagen o un Mercedes Benz.
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La relación de los judíos de Europa del Este con la izquierda data de la segunda mitad del siglo XIX. Las leyes antisemitas del régimen zarista los había obligado a vivir en provincias periféricas y restringido sus derechos laborales y su acceso a la educación. Confinados en pequeños pueblos (Shtetls), trabajaban como artesanos, vendedores ambulantes o desempeñaban tareas domésticas y otras menores, ocupaciones que apenas les permitían sobrevivir. Las duras condiciones económicas, las limitaciones de desplazamiento, educación y trabajo, y los escasos vínculos con la población circundante, determinaron que alrededor de 7 millones de judíos de Europa del Este, la mayoría de los cuales hablaba el yiddish, viviera su pobreza en una situación de encierro cultural.
No es de extrañar que estas circunstancias dieron lugar a una fuerte corriente migratoria —principalmente hacia los Estados Unidos—, pero también que muchos formaran o se unieran a movimientos libertarios y revolucionarios. Al carácter multinacional de los territorios del imperio donde residían se sumaron otros dos factores claves para el surgimiento del socialismo judío: una vasta clase trabajadora oprimida y una «intelligentsia» aculturada pero no necesariamente asimilada, influida tanto por el socialismo ruso como por el nacionalismo judío. En la década de 1870 aparecen las primeras ideas y organizaciones socialistas judías que intentan conciliar los principios generales del socialismo con las necesidades particulares de la comunidad judía.
Otros judíos de esta región se adhieren a la lucha revolucionaria más amplia contra la opresión política y económica. Así, entre 1870 y 1880, hay quienes se unen al Narodnichestvo, movimiento populista ruso enraizado en la larga tradición de revueltas campesinas que buscaba instaurar un socialismo agrario. Un grupo terrorista derivado de este movimiento asesinó al zar Alejandro II en 1881. Uno de sus miembros era una judía, Gesia Gelfman, lo cual dio lugar a una nueva ola antisemita de sangrientos pogroms. A principios del siglo XX, los judíos que eran solo el 5% de la población rusa, constituían el 50% de los miembros de los partidos revolucionarios.
Un complejo proceso de sincretismo entre distintas raíces e ideologías dio lugar a tres grandes tendencias que distinguen entre sí a los judíos de izquierda:
1) Los internacionalistas que propugnaban la asimilación. Para ellos las diferencias nacionales quedaban subsumidas en la lucha de clases. Creían que los judíos se beneficiarían tanto como otros pueblos sometidos del derrocamiento del régimen opresor.
Dentro de esta tendencia se ubican diversos grupos. Entre ellos, la «intelligentsia» judía que a mediados del siglo XIX cuestiona los valores tradicionales, se interesa por las ideas constitucionalistas de Occidente y simpatiza con el movimiento decembrista que preconizaba ideas socialistas rusas con un fuerte tinte jacobino. También quienes se alinearon con Marx en la primera internacional contra Bakunin y defendían principios más bien socialdemócratas.
Fueron judíos los primeros en llevar el marxismo de Occidente a Rusia, entre los que destaca Aksel´rod, considerado fuera de Rusia como un teórico tan importante como Plekhanov. También Aron Liberman, quien intenta establecer en 1880 una sección judía en el marco del movimiento socialista internacional («No somos judíos; somos socialistas que hablamos yiddish»). Los apellidos judíos abundan entre los fundadores de grupos marxistas socialdemócratas. Piénsese en Martov, líder de los mencheviques, quien regresó a Rusia luego de desempeñar un importante papel en la formación del movimiento socialista judío en Vilna (el Bund). Influyó sobre Lenin e inclusive se puso de su lado en contra del Bund, al que condenaba por nacionalista.
Por último, están los bolcheviques, sin duda los más notables: León Trotsky (Bronstein) y Rosa Luxemburgo. Entre los lugartenientes de Lenin estuvieron también Zinovyev (fundador de la Cheka, antecedente de la KGB), Kamener y Schwartzman. Cuando los bolcheviques tomaron el poder había 5 judíos entre los 21 miembros del Comité Central, así como muchísimos más en niveles inferiores de la maquinaria partidaria, especialmente en la Cheka.
La historia de quienes optaron por esta línea es conocida. En la década de 1920 Stalin triunfa sobre Trotsky en la pugna por el poder, empieza la persecución a los judíos y luego la eliminación final con las grandes purgas de 1937 y 1938. A la postre, la gran revolución internacional bolchevique resultó ser un movimiento más bien nacionalista e imbuido de la tradición antisemita de la Rusia de los zares.
2) La visión socialista y nacionalista del Bund (Unión General de Trabajadores Judíos de Polonia, Rusia y Lituania). Aunque en sus orígenes tenía un programa marxista revolucionario, a partir de principios del siglo XX empezó a insistir en la necesidad de una síntesis entre el socialismo internacional y el nacionalismo. Sus miembros sentían que pertenecían a la tierra en la que habían nacido y vivido por generaciones, pero demandaban autonomía nacional y cultural para los judíos y propugnaban el yiddish como idioma nacional. Era «aquí» (doikayt) donde debían luchar por el socialismo, lo cual, por cierto, les abrió muchos frentes, tanto del lado de los internacionalistas como de los sionistas, a quienes consideraban como un movimiento utópico liderado por fuerzas reaccionarias.
El Bund fue fundado en Vilna, en 1887, con el objetivo de luchar por la liberación de los judíos de Europa del Este dentro del marco de la lucha revolucionaria general de los trabajadores de la región. A principios del siglo XX tenía unos 35 mil miembros en Rusia, pero su alianza con otros grupos revolucionarios terminó con el triunfo de los bolcheviques. En la década de 1920 fue finalmente eliminado junto con todos los demás partidos políticos rusos. El Bund prosiguió su lucha en Polonia, donde vivían más de 3 millones de judíos, esto es, el 10% de la población polaca.
A diferencia de la URSS, en Polonia el pluralismo político era tolerado, especialmente hasta 1935 cuando muere Pilsudsky. La población judía estaba dividida en diversos grupos que participaban en las elecciones nacionales: tradicionalistas, asimilacionistas, la izquierda internacionalista y el socialismo nacionalista yiddishista del Bund. Estos grupos establecían de tiempo en tiempo alianzas entre sí pero también estaban en constante conflicto. El Bund polaco fue la organización política más fuerte de la comunidad judía de Europa del Este y logró notables éxitos electorales.
Luego de la invasión alemana, todos los grupos judíos polacos acabaron en los mismos campos de concentración. El Bund y sus dirigentes desempeñaron un papel central en el levantamiento del ghetto de Varsovia. Terminada la guerra, en 1949 fue obligado a disolverse. Actualmente quedan vestigios del Bund en algunos países.
3) La izquierda sionista, aquellos que creían que la lucha social solo podía darse al interior de un territorio propio. Junto con otros grupos sionistas (iniciados por Hertzl), propugnaron la migración a Palestina luego de la Declaración Balfour que propició la creación de un hogar nacional judío.
Uno de los núcleos fundamentales de la izquierda sionista fue el Hashomer Hatzair («Joven Guardia»), al que perteneció mi madre. Estaba constituido por jóvenes de clase media semi asimilados, que se organizaron inicialmente en grupos no políticos de autodefensa con un toque romántico, paramilitar y scout. Posteriormente establecerían vínculos con el nacionalismo sionista y socialista no yiddish, lo cual facilitó la adopción del hebreo como idioma del sionismo. Serios e idealistas, moldearon una identidad común que cristalizaría en el kibbutz. Sus principales líderes fueron Meir Yaari y David Horovitz. Los grupos sionistas de orientación más proletaria organizaron una central sindical (Histadrut), así como partidos obreros de distintas tendencias (Mapai, Mapam), de los cuales surgieron líderes que dirigieron los destinos de Palestina y luego de Israel, como Ben-Gurion, Dayan, Rabin y Barak.
Para terminar, una nota sobre los Estados Unidos. Con la incorporación de los inmigrantes judíos de habla yiddish al trabajo industrial urbano estadounidense bajo condiciones difíciles de explotación y miseria, aparece un liderazgo socialista-sindical que intenta organizar a los trabajadores con miras a mejorar su situación. Publican el periódico radical Forward, que a principios del siglo XX tenía un tiraje de 60 mil ejemplares. Entre los sindicatos más importantes estaban la Asociación de Trabajadores de Confección de América y la Asociación de Mujeres Trabajadoras en Confección, a la cual pertenecía una tía abuela mía, Clara Lemlich, quien dirigió la huelga de 1909.
Posteriormente los judíos de izquierda se sumaron a las luchas por el sufragio femenino y contra el racismo, y apoyaron a Roosevelt para la presidencia en su lucha contra los nazis. Terminada la segunda guerra mundial, el macartismo y la guerra fría redujeron la actividad de los movimientos de izquierda a proporciones mínimas.
Los hijos, nietos y bisnietos de los sindicalistas que llegaron en masa a los Estados Unidos en las primeras décadas del siglo XX, tienen en general una posición más bien liberal y votan por el Partido Demócrata. Arthur Miller y Bob Dylan son un ejemplo de ello.
Publicado en Ideele, N°. 140, septiembre del 2001.