MAX HERNÁNDEZ
Memoria del bien perdido
© Max Hernández
Primera edición digital: noviembre de 2014
ISBN: 978-612-42500-8-8
© Cauces Editores SAC
Kenko 354, Surco.
Lima, Perú
contacto@cauceseditores.com
Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso escrito del autor.
Créditos
Carlos Iván Degregori
Moisés Lemlij
Agradecimientos
Introducción
I. En el umbral de dos mundos
II. Los primeros años
III. Un recuerdo de infancia: Historia y vivencia
IV. La adolescencia
V. El largo viaje
VI. Dos nombres y un destino
VII. El capitán Garcilaso
VIII. Los Diálogos de amor: Escena primaria. Traducción y traslación
IX. El oficio de escribir
X. La escritura y el poder
XI. Novela familiar, mito individual y utopía del nuevo mundo
XII. Una identidad en conflicto: Territorio de mezclas
XIII. Una identidad en conflicto: ¿síntoma o síntesis?
XIV. Rincones de soledad y pobreza
Bibliografía
A la memoria de Fernando Saba
Jamás tanto cariño doloroso,
jamás tan cerca arremetió lo lejos…
César Vallejo
Donde olvido y memoria son tan sólo
los reflejos de lo áspero y amado...
Luis Hernández
Nuestra partida de nacimiento como país tiene lugar y fecha establecidos: Cajamarca, noviembre de 1532. Ese día “se desplegó también la escena primordial de nuestra nación”, bañada por desgracia en sangre y muerte, excepcionalmente violenta y turbadora.
Pocos países como el Perú tienen una escena primordial tan precisa ya la vez tan confusa. Desnuda y velada al mismo tiempo. Minuciosamente descrita por cronistas y, tal vez por eso mismo, envuelta en mitos y malentendidos que se acumulan a través de generaciones.
Por eso, como señala Cotler, la necesidad de regresar una y otra vez a ese principio para tratar de explicar problemas actuales. Por eso la sensación de país inacabado, a medio hacer, de nación en construcción, promesa y posibilidad, que atraviesa el pensamiento crítico desde González Prada, Mariátegui, Basadre. Por eso todos quienes tengan “prendas en ambas naciones” acabarán de leer este libro con un nudo en la garganta porque, como Garcilaso, quisimos en algún momento estar allí. Unos para defender al Inca y evitar esa derrota inexplicable. Otros para gozar en vivo del triunfo/penetración inicial. Otros para tratar de tender puentes y evitar la catástrofe, como Garcilaso. Tal vez la evolución de nuestro punto de vista marque la maduración de nuestra identidad.
Garcilaso dominó el caballo, “que tanto temor sembró”, y el castellano, desde el primer momento instrumento de dominación. En el siglo XX ese es el camino de muchos de los peruanos más grandes. Vallejo, otro mestizo exilado, con la guerra de España como telón de fondo llevó la lengua castellana más allá de sus límites. Mariátegui hizo lo mismo con el marxismo y Gustavo Gutiérrez con la Teología cristiana, buscando nuestra especificidad, nuestro derecho a “narrar la historia de otra manera” para decirle al mundo: “así se dice en el Perú”, sin añadir “me excuso”.
Max Hernández se propone tarea de similar desmesura. Psicoanalista peruano de primera generación, domina un nuevo lenguaje, europeo y judeo-cristiano por excelencia, para ponerlo al servicio del descubrimiento de territorios todavía ignotos dentro de nosotros mismos. Nos lleva de la mano a lo largo de la construcción gradual de la identidad del Inca Garcilaso, que a su vez parece el recorrido del autor en busca de consolidar su propia identidad cuatro siglos más tarde. Y a través de esa búsqueda plasmada en este texto, arrastra a todos los lectores a similar aventura.
Mientras un grupo de mestizos provincianos, que a Flores Galindo le recordaban a los del primer motín mestizo de 1567, desataban en 1980 una violencia sin límites y producían un desborde tanático inédito en nuestra historia contemporánea Max Hernández se sumergía en la trayectoria vital del Inca Garcilaso buscando las claves que nos permitieran revertir la violencia inscrita en nuestra historia e “imaginar un proyecto de vida en común”.
Por eso, en tiempos de intolerancia y exclusiones, esta es una obra profundamente humanista. A las puertas del s. XXI, en un difícil contexto de globalización y trasnacionalización, es un clásico peruanista. Lo que en generaciones anteriores fue logro de historiadores, literatos o sociólogos, hoy lo es de un psicoanalista. La coyuntura de crisis tan profunda que vive el país, posibilita estas “reflexiones desde el límite”, desde allí donde la mera razón no es suficiente para entender tan dolorosos acontecimientos.
Hace cuatro siglos, el Inca Garcilaso trató de ser “mediador de un diálogo imposible, pero obligatorio, pues sin tal diálogo... no podía sobrevivir”. No pudo “suturar el desgarro” producido por la conquista, pero logró “crear un espacio potencial en el que se pueda efectuar una síntesis”.
Cuenta Max Hernández que un momento clave en el itinerario del Inca Garcilaso fue la traducción de Los diálogos de amor de León Hebreo. Cuatro siglos después, ese diálogo sigue siendo elusivo pero indispensable. Hoy los mestizos ya no son unos cuantos sino prácticamente todos; a la problemática del mestizaje se superpone el reclamo por ciudadanía; la migración es la experiencia de la mayoría de peruanos. Por todo esto, a pesar de que la patria habita “rincones de soledad y pobreza”, o tal vez por eso mismo, podría ser que estemos en mejores condiciones que hace cuatro siglos para “construir una patria, recuperar un pasado, delinear una utopía” que implique una “apertura tolerante a lo universal”.
Desde la sociología, Habermas diría que sólo la “acción comunicativa” nos permitiría lograrlo. Entonces podríamos alcanzar la tranquilidad que nos permita llamamos peruanos a boca llena y honrarnos con dicho nombre, o decir al menos del Perú padre/madre patria, lo que Vallejo decía de sí mismo: “te odio con ternura”.
En esta tarea, el libro de Max Hernández, erudito pero ameno, placentero y doloroso, será de gran ayuda.
Carlos Iván Degregori
Conocí a Max a principios del año académico de 1955, en el patio de ciencias de la Casona de San Marcos. Poco después, un grupo de estudiantes inquietos nos reuníamos en la casa de don Max y doña Rosita, quienes se conviritieron en los padres de todos nosotros. Aun cuando se trataba de un conjunto bastante heterogéneo en cuanto a procedencia e ideología, pudimos encontrar en la amistad y en la diferencia la fuerza que nos cohesionó primero en la actividad política contra la dictadura de Odría —ya en sus estertores— y luego en la lucha por la reforma universitaria y los cambios en la Facultad de Medicina. Max terminó siendo Presidente de la Federación Universitaria de San Marcos y de la Federación de Estudiantes del Perú.
Quizás fue nuestro tránsito por la Facultad de Letras lo que influyó en nuestra elección por la psiquiatría. Estudiamos juntos primero con el Dr. Seguín y luego en el Instituto de Psiquiatría de la Universidad de Londres. Al terminar, Max empezó su entrenamiento psicoanalítico y yo regresé a Lima. Nos cruzamos cuando él retornaba al Perú y yo decidí viajar a Londres para formarme como analista.
Nos reencontramos en el Perú para embarcamos nuevamente en una doble aventura. La consolidación de la Sociedad Peruana de Psicoanálisis y la fundación —junto con María Rostworowski, Luis Millones y Alberto Péndola— del Seminario Interdisciplinario de Estudios Andinos (SIDEA). Actualmente seguimos trabajando juntos en ambas instituciones.
Soy, pues, testigo privilegiado de la brillante y fructífera trayectoria de Max. Sé de su profundo conocimiento sobre la naturaleza de los hombres, de su gran amor por la historia, de su pasión por la literatura y de su intuición política. Sé también de su habilidad para desentrañar aquello que se nos presenta oscuro e inasible, de la lucidez y claridad de sus elaboraciones teóricas y de su inagotable capacidad de trabajo.
Este libro sobre el Inca Garcilaso donde Max reflexiona sobre una época, una nación, una raza y un hombre, es el fruto de una ardua labor creativa fecundada por su amistad con Fernando Saba. Pocos libros como éste se habrán escrito y reescrito con tanta persistencia y prolijidad. Pocos libros como éste nos permiten acercamos a tantas dimensiones de nuestra propia identidad. Pocos libros como éste contribuirán tanto a trazar la ruta que nos conduce hacia nuestra integración. Pocos libros como éste nos dejan al cerrarlos la sensación de habernos restituido un bien perdido.
Moisés Lemlij
Podrían ser interminables. Debo empezar agradeciendo a Richard M. Morse, pues fue quien, aparte de estímulo y consejo, me dio acceso a una beca en el Wilson Center del Smithsonian Institution en Washington D. C. Allí pude tener un “rincón de soledad” sin angustias de pobreza. También, a mis colegas del Seminario Interdisciplinario de Estudios Andinos. Con ellos pude conversar este proyecto cuando era apenas un vago esbozo. Por ese entonces el intercambio que mantuve con la Association of Hispanic Psychiatrists Simón Bolívar fue invalorable.
Ricardo Oré, en Lima y en Madrid me proporcionó su permanente estímulo. He discutido aspectos de este libro en la Sociedad Peruana de Psicoanálisis, en la Asociación para el Estudio Interdisciplinario de la Familia de Lima y en el Instituto de Estudios Peruanos. También en las asociaciones de psicoanalistas de Buenos Aires, Córdoba (Argentina), Porto Alegre, Río de Janeiro, Sao Paulo (Brasil), Santiago (Chile), Topeka (Kansas); en las Universidades de Chile, de Arnherst y Johns Hopkins; y en la V Convención de peruanos residentes en los Estados Unidos.
Recuerdo el entusiasmo inicial de José Arana. Las conversaciones con Philip Pomper, Sabine Mac Cormack, Sarah Castro-Klarén y Ashis Nandy. La confianza de Fermín del Pino. Quiero mencionar especialmente a María Antonia Garcés quien fue generosa con su tiempo y su amistad y puntual en sus críticas; a Susana Reisz de Rivarola que depuso el rigor de su erudición ante la simpatía por el trabajo que se estaba realizando; a Luis Alberto Sánchez por sus amables apremios.
Claudia Bonavia no se arredró ante los resultados de un quehacer artesanal, tradujo borradores ilegibles, cuidó del texto y cotejó las transcripciones con un cariño enorme. Pilar Ortiz de Zevallos, amén de las sugerencias que me hizo, organizó pacientemente la bibliografía. En cuanto a mis hijos, Nania, además de su apoyo permanente tuvo siempre una gran tolerancia con “ese Garcilaso”; Max y Rafael mantuvieron el buen humor. Luz María Garrido Lecca me ayudó “más allá de la palabra”.
Max Hernández
El propósito explícito de este libro es dar cuenta de una indagación psicoanalítica acerca de la vida y la obra del Inca Garcilaso de la Vega. La elección del tema no fue consecuencia del azar. Su elaboración constituyó una permanente exigencia de autoanálisis. No obstante, el asunto deja ver las huellas del asedio de preocupaciones actuales y llega a tener el aire de una reflexión sobre los avatares de lo subjetivo en una patria tan marcada a fuego por el siglo XVI. El trabajo de escritura facilitó la continuación de un proceso que tuvo su inicio en Londres en la década del sesenta. La formación psicoanalítica se vertebra en tomo a un análisis personal. Se trata de un intento de enfrentar aspectos censurados. La experiencia supone un retorno a los orígenes y presupuso una partida. Discurrir entre el hospital Maudsley, sede del Instituto de Psiquiatría de la Universidad, el Instituto de Psicoanálisis y la Clínica Tavistock permite aprender a convivir pacíficamente con psiquiatras que investigan el sustrato orgánico y proponen diseños experimentales, con positivistas y existencialistas, con terapeutas de grupo y de familia, con psicoanalistas independientes, freudianos y kleinianos. También por aquellos años los peruanos de París eran portadores de nuevas: de mayo del 68 y del Perú de Velasco. Fue un período de aprendizaje y de transformaciones.
Después, el regreso. Volver cambiado a un país cambiado. En los setenta coexistían esperanzas y angustias. La presencia popular y andina en la capital se había dado vertiginosamente. La urbe limeña, que había estado de espaldas a la realidad nacional, reflejaba con más exactitud el conjunto del país. El rostro de Lima mostraba las huellas de profundas modificaciones. Por doquier se percibían los efectos de un extraño modo de ingresar a la modernidad. Nunca fueron tan nítidos los efectos del desarrollo “desigual y combinado” de nuestra sociedad. Nunca tan evidente nuestra situación periférica. Los sectores sociales más vinculados al centro capitalista y desarrollado, al occidente moderno, estaban sacudidos y sentían temor. El pueblo seguía, como siempre, al margen de la política. El gobierno militar intentaba reformas desde arriba y a la vez se deslizaba, más y más, por la pendiente autoritaria. Los intelectuales volvían a sentirse fascinados por aquello que, a partir de entonces, comenzaron a llamar con insistencia la utopía andina. Un decreto hizo al quechua idioma oficial. Pronto, la erosión producida por la indiferencia transformó el gesto, no por autoritario menos simbólico, en ademán banal.
Ese era el contexto que rodeaba el trabajo analítico de los primeros momentos. El diván registraba temores sociales agudamente sentidos. El oído psicoanalítico percibía modos de reacción que indicaban la presencia activa de sedimentos conflictivos depositados en nuestra psique colectiva por más de cuatro siglos de una historia de enfrentamientos y desencuentros, violencias y marginaciones. Al poco tiempo, la docencia: un curso de introducción al pensamiento psicoanalítico en la Universidad de San Marcos. El contacto con los estudiantes, la recepción polémica y cálida de las ideas freudianas, las resistencias y las expectativas, teñidas de un radicalismo ultraizquierdista, constituyeron un espacio de cuestionamiento y un campo de experimentación pedagógica especialísimos. Todo ello coincidía con los momentos iniciales de la Sociedad Peruana de Psicoanálisis.
No resultaba fácil procesar los efectos de los cambios ni conceptualizar adecuadamente la nueva situación. Se sentía la urgencia de conocer las ciencias sociales. Sin apelar a la historia cualquier intento de comprender el contexto resultaba deficiente. Fue por ese entonces que un psiquiatra muy cercano al psicoanálisis —a él dedico este libro— llevó a Enrique Pupo-Walker, un profesor y crítico literario cubano que vivía entre los Estados Unidos y España a dictar una conferencia en la Sociedad Peruana de Psicoterapia. Su entusiasmo por el Inca Garcilaso resultó siendo contagioso. Algunas lecturas, muchas discusiones y la supervisión de los aspectos psicoanalíticos en una tesis doctoral sobre la identidad del Inca Garcilaso fueron definiendo un mayor interés de mi parte.
El impacto de los factores sociales en el quehacer cotidiano era innegable. Su elaboración conceptual proponía mil y un problemas. La indagación psicoanalítica sobre el Inca Garcilaso parecía prometer algunas claves interesantes. Pronto aparecieron las dificultades. Cada vez era más aguda la conciencia de un cúmulo de carencias. La utilización de los instrumentos psicoanalíticos para la comprensión de un personaje ubicado en su perspectiva histórica abría un abanico de cuestiones previas: ¿Cómo entender las estructuras mentales que estaban en la base del pensamiento andino? ¿Cómo acceder a una mínima comprensión de un siglo tan complicado como el XVI? ¿De qué modo comprender los efectos de la conquista: la contienda ideológica entre el mundo andino y el hispano, los mecanismos de poder involucrados en la dominación de la población aborigen, los procesos de mestizaje y de sincretismo cultural? ¿Cómo establecer las relaciones entre los fenómenos psicológicos y culturales y los acontecimientos estrictamente sociales, económicos, políticos y militares que los circundaban?
Por otra parte, las nociones de yo, self y sujeto, problemáticas en sí mismas y desarrolladas de modo muchas veces impreciso según las diferentes escuelas psicoanalíticas, habían surgido no solamente en función de necesidades teóricas propias de la conceptualización del quehacer clínico y de la reflexión metapsicológica. Fueron puestas en circulación a partir de la crisis de la categoría de “sujeto” a la cual el propio psicoanálisis había contribuido en no pequeña escala. En el caso de un hombre del siglo XVI, nacido en el nuevo continente, la noción de sujeto, fundada en la indivisa unidad cartesiana y atribuida a los individuos, resultaba inaplicable: aquella ruptura con lo comunitario a partir de la cual emergió lo individual, que asociamos con los inicios de la modernidad, no se había producido aún.
Una cultura milenaria y aislada sufrió los efectos de la irrupción violenta de occidente. Desgarro de lo autóctono e inserción en un proyecto universalista. Ocurrió algo sustantivo que sólo ahora se hace evidente: el trauma fundante de la nación peruana, la conquista española del Tawantinsuyu, no pudo ser asimilado históricamente. Esto no se refiere al hecho situado en la coyuntura específica. Alude, más bien, al evento originario y originante que permanece suspendido en un tiempo y espacio míticos y ejerce su influjo desde ese topos atemporal. La duración de la vida de Garcilaso se extiende a lo largo del período situado entre el impacto primero de la conquista y la vertiginosa implantación de las bases del sistema colonial. Cubre la transición que va del conquistador Pizarro al virrey Toledo, que es el tiempo que duró la resistencia Inca en Vilcabamba. Se instala en el instante, situado entre el mito y la historia, en el que se produjeron las contradicciones, superposiciones, síntesis y yuxtaposiciones de las que está hecho el Perú de hoy. Es el momento en el que fue sellándose el destino de los fragmentos de los sistemas de creencias pertenecientes a los grandes complejos ideológicos que entraron en colisión.
Todo pareció ocurrir en un santiamén. La repentina presencia de los conquistadores. El evangelio y la muerte. La cruz y la espada. La letra y los mastines de guerra. El súbito desconcierto de los naturales. La ambición desatada de la hueste perulera. La profunda quiebra histórica del proyecto autóctono fue registrada, sin duda, en los mundos íntimos de los hombres andinos. La desmesura grandiosa, en la voluntad de los conquistadores. Los valores propios de la cosmovisión cristiana de la época —llena de culpas y preocupaciones por la salvación individual— eran propuestos como apósitos para cubrir la superficie de las profundas grietas abiertas en las psiques por el remezón desestructurante que sufrían el hombre y la familia andinos, desarraigados de la tierra y excluidos del ayllu. También la religión servía para racionalizar y encubrir más de una ambición española. Con todo, no debemos olvidar que ofrecía consuelo a los unos y permitía el arrepentimiento de los otros. En la dimensión individual, Garcilaso parecía convocar las posibilidades de una reflexión psicoanalítica acerca del impacto de los momentos fundantes de nuestra historia sobre una vida, por ello mismo, ejemplar.
Había nacido en el Cusco cuarentisiete años después del primer viaje de Colón y ocho después del desembarco definitivo de Pizarro. Recibió en el bautismo el nombre de Gómez Suárez de Figueroa. Su padre fue Sebastián Garcilaso de la Vega Vargas, conquistador español de claro linaje y su madre, Chimpu Ocllo, nieta y sobrina de dos emperadores del Tawantinsuyu. Ni el capitán extremeño hablaba la lengua de los Incas ni la ñusta imperial, el español. El nombre impuesto en el bautismo tenía ilustres resonancias hispánicas pero no era el de su padre. Mamó la lengua de los Incas de los pechos de su madre. Al poco tiempo aprendió a leer y escribir el español con su ayo y tutor Juan de Alcobaza. Pasó su infancia y adolescencia en el Cusco. La resistencia incaica declinaba, la rebeldía de los conquistadores del Perú frente a las Leyes Nuevas agitaba la tierra que tuvo por nombre oficial Nueva Castilla. La Corona se afirmó. Cambiaron las cosas. Era niño aún cuando su padre dejó a su madre para casarse con una dama española. Mozo, mantuvo contacto, por mediación de sus parientes maternos, con la cultura andina. A través de su padre se relacionó con los conquistadores y encomenderos. Gómez no había cumplido los veinte años cuando el capitán Sebastián Garcilaso de la Vega murió. Con la herencia, de acuerdo a la voluntad paterna, el joven mestizo viajó a España. Se embarcó en el puerto del Callao. Llegó a Portugal y pasó a Sevilla. Pronto se dirigió a Madrid para buscar el reconocimiento de los servicios que su padre prestara a la Corona y de los derechos patrimoniales de su madre. El Real Consejo de Indias desestimó sus pretensiones. Rechazado y desconocido, se alejó de la corte. Se instaló en la villa andaluza de Montilla. Cambió su nombre por Gómez Suárez de la Vega y, en menos de una semana por Garcilaso de la Vega. Al llegar a la mayoría de edad —los 25 años— se llamaba como su padre. Peleó en la guerra de las Alpujarras contra los moriscos de Andalucía. Era el año de 1570. Así obtuvo sus despachos y conductas de Don Juan de Austria y del Rey Felipe. El hombre frisaba en los treinta y podía firmar, orgulloso, capitán Garcilaso de la Vega. Permaneció en Montilla criando caballos. Luego, se dio tiempo para estudiar. Se hizo de una excelente biblioteca y comenzó a frecuentar a sacerdotes, estudiosos, humanistas y anticuarios. En esas circunstancias, transcurrida más de la mitad de su vida, se puso a traducir los Dialoghi d’Amore de León Hebreo. El capitán de las Alpujarras asumía el derecho de poner en la portada de su traducción “Garcilaso Inca de la Vega, de la gran ciudad del Cusco, cabeza de los reinos y provincias del Perú” [las cursivas son nuestras]. Había nacido un escritor. El paso siguiente fue el de organizar los datos que había obtenido dialogando con un soldado veterano de las expediciones de Pizarro y de Hernando de Soto. A partir de ellos redactó La Florida del Inca. Compuso luego los Comentarios reales de los Incas, cuya segunda parte fue publicada después de su muerte.
Los acontecimientos que constituyeron la biografía de Garcilaso adquieren, o dan la impresión de adquirir, un distinto sentido a partir del momento en que escribe y publica la traducción de los Diálogos de Amor. Los hechos de su vida se instituyen en señales que apuntan a una nueva dirección. El deseo de enseñorearse intelectualmente de su pasado individual y de sus tradiciones culturales se abre paso y converge con una búsqueda de sentido y de propósito. Es como si los datos concretos de su vida calzaran los parámetros que la crítica biográfica moderna trata de establecer, es decir, considerar “‘la vida’ o más bien su reconstrucción, precisamente como un texto más; a su vez, un texto al mismo nivel que los otros textos literarios” (Jameson 1955: 340). Su nacimiento tuvo lugar en medio del fragor de la conquista, su vida transcurrió entre las contradicciones propias del mestizaje y su escritura se tensó por el tironeamiento del doble marco de referencia: quechua y español. Su ascendencia mixta, su pertenencia a los sistemas de parentesco incaico e hispano, su intenso compromiso con las tradiciones andina y europea, su doble educación, constituían el privilegio —o tal vez la obligación— de su sangre mestiza. Nunca se llegó a sentir “un hidalgo completo, ni español ni indio, ni vecino ni forastero”, como Porras (1955: XX) ha apuntado con tanta exactitud. Sufrió pacientemente la condición de marginal. Estuvo en los bordes del campo social que la Corona española definía para el Nuevo Mundo y en el centro emocional de las experiencias vitales que definirían su pertenencia a la nueva realidad social que se estaba gestando. Instalado en sus “rincones de soledad y pobreza” se puso a escribir tal vez transido de urgencia de restaurar la identidad de su alma escindida y seguramente movido por anhelos de reconciliación.
Mestizo, bastardo, expatriado, Garcilaso vivió su edad adulta en medio de una sociedad obsesionada por la “pureza de sangre”. Su peripecia vital constituyó una pugna agónica por ser reconocido en pie de igualdad por la sociedad española.[1] Para ello sufrió, observó, recordó y escribió. No acuñó el término mestizo pero le dio aliento y sustancia. Se puede decir que asumió la representación de las posibilidades intelectuales de la América hispana e indígena. Signado por la fatalidad de sus circunstancias fue un traductor nato. Logró adueñarse de su destino: conquistó la escritura de quienes habían llegado a la tierra en que nació como extranjeros, para a través de ella, dar al mundo entero una visión del Tawantinsuyu cercana al corazón de los Incas y una historia de la conquista que reivindicaba para los aventureros españoles el lugar que las razones de estado les habían arrebatado. Al anudar ambas herencias propuso, también, una utopía para aquel Nuevo Mundo del que se sintió representante.
Se ha discutido, y mucho, el problema del valor historiográfico de la obra del Inca. Robertson en el siglo XVIII, Prescott y Menéndez y Pelayo en el siglo XIX, pusieron en entredicho la confiabilidad de la obra en términos históricos. Entre nosotros, González de la Rosa lo acusó, además, de plagiario. Se ha dicho que como testigo de los hechos fue parcial y que los complicados datos sobre los que intentó su comprensión histórica resultaron, a la postre deformados por su síntesis. Riva Agüero, Luis Alberto Sánchez, Miró Quesada y Durand han defendido el valor de un ejercicio histórico sostenido en tan complejo trance como aquél que le toco vivir al autor mestizo. Rostworowski, Wachtel, Flores Galindo y Burga han subrayado las diferencias entre la manera de historiar de Garcilaso y el modo andino de recordar y de evocar. Zamora y Mac Cormack han constatado que la trama del texto histórico del Inca se organiza de acuerdo a lo mejor de la historiografía renacentista. No tengo los conocimientos para opinar al respecto. Hay en su obra una verdad profunda que no se basa en la semejanza del relato con la realidad verificable. En este sentido, vale la pena recordar las palabras de Arnold Toynbee: “En el rol de vínculo entre dos culturas dramáticamente diferentes, Garcilaso es un documento en sí mismo: uno de esos documentos humanos que pueden ser más iluminantes que cualquier registro inanimado, sea que éste tenga la forma de hileras de nudos amarrados a lo largo de cuerdas o de hileras de letras trazadas sobre papeles” (Toynbee 1966: xii).
Las informaciones que recogió sobre el mundo andino, sus testimonios de primera mano, sus vivencias personales, su conocimiento del idioma, su inmersión en las costumbres de los incas y la lectura “comento y glosa” de los textos que leyó sobre el Perú afirman su calidad de observador-participante de su cultura. Pero Garcilaso fue más allá. Logró verter en la estructura canónica e imperial de la lengua española los símbolos con los cuales se identificaba la sociedad incaica. No fue pues solamente un observador-participante, fue un portador de símbolos. No está demás recordar la afirmación de Benveniste en el sentido de que el símbolo sujeta el enlace viviente que une hombre, lengua y cultura.
Pero, en tanto que historiador y observador-participante, estamos hablando apenas de la conciencia que Garcilaso tuvo de su historia y su cultura. Es menester ir más allá. Freud se situó en la línea de los científicos que cuestionan la ilusión narcisista de la humanidad. La teoría de la evolución de Darwin remeció nuestra soberbia y cuestionó el que nos creyésemos los reyes de la creación. La revolución teórica de Copérnico nos arrancó del centro ilusorio del universo. El descubrimiento freudiano, al poner en evidencia los efectos de lo inconsciente sobre el yo consciente, produjo un no menos radical descentramiento y una no menos severa ofensa a nuestro amor propio. Tal fue el precio del acceso a una nueva verdad. El método analítico nos permite ir más allá de la superficie de la conciencia histórica y cultural del Inca.
La tarea de articular estas tres perspectivas es compleja. Como hemos visto, el Inca ha sido cuestionado como historiador y acusado de haber ingresado con sesgo excesivo a la observación-participante. Si queremos utilizar la aproximación psicoanalítica contamos apenas con sus textos y algunos datos de su vida. Debemos, por tanto, basar nuestro trabajo en una lectura. En el acto de leer su discurso —incluido el de su vida— estaremos atentos a los trazos que inscribe entre líneas nuestro propio inconsciente. Desde una perspectiva distinta, Octavio Paz ha escrito que entre el autor y la obra, se interpone el lector. Este accede a la obra cuando ésta se desprende del autor. La obra “tiene una vida distinta a la del autor: la que le otorgan sus lectores sucesivos” (Paz 1982: 14). Este intento de lectura analítica trata de captar la estructura matriz que ordena y distribuye el texto del Inca. En este sentido el lector analítico no quiere interponerse entre la obra y el autor. Por momentos se identifica transitoriamente con el autor para leer desde esta posición la obra. Por momentos se distancia para apreciar mejor al autor. La empresa dista de ser fácil y sus conclusiones no dejan de ser cuestionables. En la medida en que somos autores de nuestro propio discurso —incluido el de nuestra vida— solemos ser historiadores falaces. En tanto que partícipes de nuestra cultura, somos prisioneros de las constricciones que nos impone la sociedad en la que nos ha tocado vivir. En cuanto sujetos que nos cuestionamos, nuestra reflexión no pasa de ser un reflejo ¿Cómo acercamos a la verdad?
El acto analítico deja sus trazos en el texto estudiado. Las circunstancias históricas dejaron sus huellas en el Inca. El derrotero de esta dilucidación las tiene en cuenta. Seguirlas nos ha de llevar hacia esos aspectos de su biografía que es menester comprender en su contexto. Escudriñar los pasos dados nos permite objetivar nuestros trazos. Tratamos así de desprender la verdad de este hombre de sus adjetivaciones circunstanciales. Estamos hablando ahora de los silencios en los que resonó el eco de su impecable soledad. El primer movimiento, que va tras sus huellas, es el de la psicohistoria. El segundo, que vuelve sobre nuestros pasos, es el de la interrogación psicoanalítica stricto sensu. Ambos nos son imprescindibles.
Los capítulos de este libro muestran el contrapunto de ambos movimientos. Además, cada uno de ellos sugiere el modo de explorar la pertinencia de algunos conceptos psicoanalíticos para articular las dimensiones —psicológica, histórica, social y cultural— que definen el espacio por el que discurrió la vida cuya clave intentamos aprehender. Tales conceptos establecen intermediaciones entre aspectos que parecen, a veces, propios de la crítica literaria, de la economía o de la psicología social. Se propone, en suma, una sintaxis que posibilite la restitución del texto del Inca al contexto dentro del cual se instituye su significación. Es en este espacio situado entre lenguaje y mundo, por un lado, y entre lenguaje y mundo interno, por otro, que la psicohistoria y el psicoanálisis pretenden situar su indagación y tender una relación intertextual.
Tal vez el descubrimiento más radicalmente original de la búsqueda freudiana haya sido el de la existencia de una verdad, constitutiva y soslayada, de cada sujeto. Esta verdad se halla soterrada, excluida, negada. Su investigación a través del diálogo psicoanalítico excede los marcos de una investigación puramente objetiva. En alguna medida se ejerce incluso al margen del método científico, para interpelarlo. Lacan ha llevado esta interrogación hasta el final; lo que está en juego —nos dice— “es la realización de la verdad del sujeto, una dimensión específica del psicoanálisis y cuya especificidad debe ser separada aun de la noción de realidad” (Lacan 1975: 29). Conviene, sin embargo, no olvidar que toda verdad es “criatura del pensamiento dialéctico” y es obtenida —Cassirer lo plantea con claridad meridiana— en la constante cooperación de los sujetos en una interrogación y réplica recíprocas. Es decir, no es un objeto empírico; debemos entenderla como el producto de un acto social (Cassirer 1985).
El psicoanálisis se ha constituido como momento y parte de tal acto social y ha devenido en un conjunto articulado de conceptos teóricos, técnicos y clínicos. El pensamiento psicoanalítico se ha desplegado siguiendo una pluralidad de direcciones. Los hallazgos derivados de este desarrollo comparecen, múltiples, en la encrucijada presente. Las convergencias parecen ser tantas cuantas las divergencias y es pertinente preguntarse —como lo ha hecho Robert Wallerstein— si se trata de uno o de muchos psicoanálisis (Wallerstein 1988: 5-21). Este trabajo discurre sobre diversos ejes. Estos, no se entre cruzan arbitrariamente. Si se recurre en diversos momentos a diversas líneas teóricas es porque se piensa que ellas son las que mejor dan cuenta de aspectos específicos del objeto de este estudio. En otras palabras, han ido configurando una síntesis a partir de dicho objeto.
Al acceder a la compleja urdimbre de inscripciones, representaciones y fuerzas inconscientes que se expresan en el contenido manifiesto de los sueños y en los síntomas, Freud definió el concepto de sobredeterrninación. Este, se constituyó en un concepto clave que excedía los términos —más bien mecánicos— de la multicausalidad. Los efectos de la sobredeterminación de los procesos psíquicos son radicalmente contrarios a todo intento de establecer un texto cerrado. Este estallido de la noción de causalidad quedó recortado por el descubrimiento de la centralidad de la sexualidad para el sujeto humano. Se terminó por instituir una suerte de primacía determinante de lo sexual.[2] En cierta medida los desarrollos posteriores a Freud se han dispersado a lo largo de un continuum entre ambos extremos. Algunas de las perspectivas desde las que se ha pensado este trabajo han sido propuestas por sus autores para iluminar algunos aspectos de la vida psíquica y otras han sido planteadas por sus fundadores como alternativas para disputar el lugar de la primacía determinante que ha tenido la sexualidad. Se ha apelado a ellos para poner en relieve algunos aspectos sobredeterminados. Esto quiere decir que el uso que se les da supone una pluralidad de sentidos, implica circuitos de reenvíos simbólicos y se aleja de toda pretensión de acceder a una primacía determinante o a una literalidad última.
Esta revaloración de la sobredeterminación da cabida a diversas perspectivas psicoanalíticas. La vida y la obra de Garcilaso aparecen como una imagen multidimensional que puede ser vista de varios ángulos y sentida de modos diversos. Quienes adhieren de modo estricto a una determinada escuela sostienen que los conceptos se deforman cuando salen de su matriz originaria específica. Algo de esto es cierto. Pero también nos tropezamos con un problema que es necesario superar de una vez y por todas. Ocurre —no solamente en el psicoanálisis— que cuando las líneas teóricas son conocidas solamente por sus epónimos, uno se ha deslizado, sin percibirlo, hacia el terreno de las sectas, de los predios privilegiados, del pensamiento con nombre propio. La perspectiva es otra. Se trata de captar que los esfuerzos mejor logrados hechos por quienes han contribuido al desarrollo del psicoanálisis, se orientan hacia la construcción de un proyecto común. Es cierto que la integración de concepciones diversas, no siempre compatibles entre sí, presupone una clara diferenciación de las mismas. Sólo entonces será posible pensar en términos de un modelo multiaxial. Con todas las dificultades teóricas y epistemológicas que entraña, se trata de una apuesta capital. Para hacerla, es preciso renunciar, de antemano, a todo enfoque totalizante, esencialista y dogmático; ubicar los elementos que se juegan en la relación y acceder a la lógica de su articulación.
La Viena de fin del siglo XIX, sacudida por los temores de su desintegración política y social fue el terreno fértil en el que se produjo una de las rupturas conceptuales más creativas del pensamiento. Se cortaron las ataduras con el pasado y se tuvo una relación más libre con la historia (Schorske 1981). El presente de la comunidad psicoanalítica internacional, ahora que nos aproximamos al fin de este siglo, apunta, en medio de sus tensiones conflictivas, hacia una elaboración significativa de sus contradicciones. Entretanto, en el Perú contemporáneo siguen activos los efectos traumáticos de la conquista. Como en un presente atemporal, las conmociones a la vez desestructurantes y fundantes del siglo XVI siguen sacudiendo y desgarrando la sociedad peruana. Pero hay un sesgo novedoso, por vez primera —apuntaba Matos Mar en 1984— “problemas soterrados desde la conquista en los sótanos de la conciencia nacional, no pueden dejar de ser planteados” (Matos Mar 1984: 103). Viejas deudas, herencias no asumidas, tareas inmensas por realizar, cuentas pendientes se congregan con urgencia indetenible. El Inca Garcilaso parece situarse en esa atemporalidad contemporánea y esta indagación psicoanalítica consiste en un proyecto de estudiarlo desde la modernidad.
Los datos autobiográficos que nos dejó, la composición de sus textos, las tradiciones que vehiculizó, sus silencios, los documentos que han permitido reconstruir los pasajes menos conocidos de su vida —es decir su obra y la de los historiadores y críticos que han dedicado sus esfuerzos al estudio del Inca—[3] hacen posible esta aproximación.
Entre el autor y la obra, entre la vida y el texto, el psicoanálisis postula una relación a la vez que necesaria, conflictiva. Los elementos biográficos e históricos se insertan en el espesor mismo del conflicto que constituye el nexo de mediación: las articulaciones se engarzan, precisamente, en este punto de ruptura. Tal es la síntesis disyuntiva que constela las posiciones que definen la estructura de la subjetividad en relación.
Este modo de entender permite alguna penetración en el “discurso de la vida” de Garcilaso. Su proceso vital muestra las fricciones de los elementos disímiles que tuvo que acomodar. Su obra se tensa por la fuerza de su temprana crianza quechua y por su educación europea. Historia y ficción, traducción y creación existen como expresión de la conflictiva ambivalente y dolorosa de su individualidad mestiza.[4] En sus conflictos resonaban los ecos de los conflictos que agitaban a su patria. La historiografía moderna se ha enriquecido con los aportes del psicoanálisis que delínean nuevas agencias que permiten una mejor comprensión del conflicto (Pomper 1985). Este hombre y su mundo, nacidos al unísono, se hallaban urgidos de una explicación. El Inca Garcilaso iba a escribir, en su madurez, la conflictiva historia de su mundo, que en cierto modo era su propia historia. Como ha señalado con insistencia Brenner (1982), la vida psíquica es tanto una formación de compromiso cuanto una amalgama de todos los componentes del conflicto. En el caso del Inca Garcilaso, esto parece ser evidente a lo largo de su vida entera.
Pero el psicoanálisis en tanto que teoría crítica, pone en cuestión los fundamentos mismos que sostienen la relación entre sujeto y discurso. Ello subvierte, también, la relación del lector con el texto. Esta exégesis intenta mantener el equilibrio sobre la cuerda tensa de una difícil lectura. La labor interpretativa supone una necesaria implicación de quien la efectúa. A ella corresponde una no menos necesaria elaboración de las complicaciones inevitables del intérprete en el texto y del lector en el drama del Inca. A las dificultades propias de la organización de los aspectos narrativos de la biografía de Garcilaso se añaden aquellas, tal vez menos discernibles, que se enredan en los hilos con los que la empatía, la simpatía y la antipatía anudan la relación del biógrafo con su personaje. En “estricta obediencia” al método psicoanalítico, estas dificultades surgen de la relación dialéctica entre la transferencia y la contra transferencia. Sólo que en este caso ambas se establecen a partir del analista con respecto al autor y a su obra.
Puesto que los libros de Garcilaso aparecen como metáfora y secuela del difícil trance histórico que le correspondió vivir, ha sido posible restituir su experiencia al contexto que le dio sentido y su proyecto al ámbito cultural en el que se produjo. El Inca sintió el conflicto histórico en carne propia, como parte esencial de una identidad a cuyos fundamentos y conocimiento contribuyó con su escritura. Para comprender el complejo diseño de su vida interior ha sido indispensable adentrarse en las estructuras inconscientes que subyacen a su experiencia subjetiva, establecer nexos de sentido y articular los aspectos contradictorios de su existencia. Pero existe otra dimensión problemática. Este libro ha sido escrito aquí y ahora, cuando el despliegue del proceso histórico que se inició con la conquista española se ve bajo la luz de la crisis presente. Adquiere, por ello, un inquietante —y cito una frase de Freud— “hedor a actualidad”. He intentado asumir las incertidumbres propias del momento y alejarme de la fascinación que la tentación de omnisciencia ejerce sobre el pensamiento, especialmente en los momentos de inestabilidad. Parafraseando a Laclau, lo que ofrezco al lector acerca del Inca Garcilaso “no será el despliegue majestuoso de una identidad, sino la respuesta a una crisis” (Laclau y Mouffe 1987).
Lima, 1990
[1] Tomando en cuenta lo señalado repetidas veces por Porras, Miró Quesada y Durand, tal vez la palabra bastardo no defina con exactitud al Inca. Puede significar tanto el hijo ilegítimo como el hijo adulterino, lo cual implica condición deshonrosa. El Inca fue hijo natural reconocido. Sin embargo, como se irá viendo, la condición de hijo natural lo afectó profundamente. Lo afirmamos porque, entre otras cosas, esto se muestra en su ambivalencia ante la palabra bastardo. [REGRESAR]
[2] El carácter sui géneris que tiene este concepto, que desborda lo sexual genital, no afecta lo que se está planteando. [REGRESAR]
[3] La obra del Inca contiene numerosos pasajes autobiográficos. J. T. Polo (1906) hizo el primer intento de hilvanados y precisar algunas fechas. Desde entonces las investigaciones han sido extensas. Citamos especialmente las de J. de la Riva Agüero (1962), J. de la Torre y del Cerro (1935), A. Miró Quesada (1945, 1948, 1971), R. Porras (1955), y J. Durand (1949). Además de las extensas y documentadas biografías de A. Miró Quesada (1945, 1971) y de J. G. Varner (1968) tenemos las de L. A. Sánchez, L. E. Valcárcel y C. D. Valcárcel publicadas todas en 1939. [REGRESAR]
[4] Existen importantes contribuciones que han puesto especial relieve en estos aspectos. Además de los trabajos ya citados de Riva Agüero, Miró Quesada y Sánchez tenemos los de A. Escobar (1965), J. B. Avalle-Arce (1970), E. Pupo-Walker (1982a, 1982b), J. Ortega (1978), S. Jákfalvi-Leiva (1984), C. Delgado Díaz del Olmo (1985, 1989), R. González Echevarría (1988), M. Zamora (1988). Es interesante en este sentido la nota editorial de César Pacheco Vélez en la publicación de los Comentarios de la biblioteca Clásicos del Perú. [REGRESAR]