SONIA ABADI
TRANSICIONES: EL MODELO TERAPÉUTICO DE D.W. WINNICOTT
© Sonia Abadi
Primera edición digital: julio de 2014
ISBN: 978-612-46467-7-5
© Cauces Editores SAC
Kenko 354, Surco.
Lima, Perú
www.cauceseditores.com
Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso escrito de la autora.
Introducción
PARTE I La teoría de la transicionalidad
CAPÍTULO 1 La ilusión
CAPÍTULO 2 El objeto transicional
CAPÍTULO 3 El espacio transicional
CAPÍTULO 4 El juego
CAPÍTULO 5 La transicionalidad y el mundo cultural
PARTE II Desarrollo emocional, adquisición de las capacidades, integración del self
CAPÍTULO 1 El ambiente facilitador
CAPÍTULO 2 Dependencia y capacidad para estar a solas
CAPÍTULO 3 Integración, personalización, relación con los objetos
CAPÍTULO 4 El desarrollo de la agresión
CAPÍTULO 5 La transición adolescente
PARTE III Los aportes de Winnicott a la psicopatología psicoanalítica
CAPÍTULO 1 La disociación esquizoide
CAPÍTULO 2 El falso self
CAPÍTULO 3 Una articulación entre la patología de la transicionalidad y el falso self
CAPÍTULO 4 La tendencia antisocial
CAPÍTULO 5 El miedo al derrumbe
CAPÍTULO 6 Algunas observaciones sobre las patologías por conflicto intrapsíquico
PARTE IV La teoría de la técnica
CAPÍTULO 1 Encuadre y regresión
CAPÍTULO 2 Transferencia y contratransferencia
CAPÍTULO 3 Del juego a la interpretación
CAPÍTULO 4 El proceso terapéutico
CAPÍTULO 5 El squiggle: la técnica del garabato
CAPÍTULO 6 Habitar el espacio de la salud, una tarea sin fin
Sobre la autora
«Lo importante no es acabar una obra, sino permitir que se entrevea en esta obra lo que hará posible que otros empiecen o produzcan en una fecha más o menos lejana».
—JOAN MIRÓ
Este no es un tratado sobre la obra de D. W. Winnicott, ni siquiera un libro de texto. Es apenas una invitación a transitar sus ideas de acuerdo a algunos itinerarios posibles.
Como esas guías de viaje que proponen al lector circuitos para recorrer a pie una ciudad, señalándole los puntos de interés, los que uno sabe que vale la pena conocer, dejando tiempos y espacios para que cada uno descubra y encuentre su propia ciudad, y pueda inventar su propio viaje.
Invitación a recorrer juntos las ideas de D. W. Winnicott, explorar, transitar, re-crear.
También, en un intento algo más ambicioso, el deseo de construirlo e integrarlo. No a partir de lo que podrían llamarse ejes de ideas, ni siquiera conceptos fundamentales; sino de una integración que como la del self del niño proviene de un sostén, abrazo, deseo de acoger y contener en sí las ideas, accediendo así a una comprensión global del clima intelectual del autor. Conocimiento empático por proximidad, identificación emocional, encuentro gozoso que nos permite aprehenderlo.
El estilo de D. W. Winnicott tiene características muy personales. Su método de transmitirnos sus ideas se basa en la integración de experiencias con las que sale al encuentro del otro, intentando encontrar resonancia en nuestras experiencias, intuiciones, conocimientos.
De este modo nos invita a acercarnos como personas totales. Por eso, cuando intentamos comprenderlo en forma puramente racional, nos irritan su ambigüedad, sus paradojas, y por momentos su abrumadora sencillez.
Y sin embargo, apenas aceptamos el desafío de participar en el juego de sus ideas, sin temor a perder nuestra rigurosidad científica, empezamos a reconocer como afín con nuestra experiencia clínica y personal, gran parte de lo que D. W. Winnicott nos relata.
Y la convicción llega. Esta idea, próxima a lo conocido, y distinta a la vez, adquiere esa cualidad esencial que suelen tener también las buenas interpretaciones: «Nunca lo había pensado. Pero debe de ser verdad».
Elijo intuitivamente un ordenamiento, creyendo descubrir ciertos ejes integradores en la visión del autor. Pero, para mi sorpresa, cualquiera sea el punto de comienzo, cualquiera el camino teórico, me encuentro con la necesidad de hablar de cosas que ya debiera haber explicado antes de llegar a ese punto.
Esto muestra precisamente la dinámica vital de la obra de D. W. Winnicott, y la riqueza y entrelazamiento de su pensamiento siempre abierto.
Arbitrariamente —porque no hay otro modo—, decidí ordenar de acuerdo a un agrupamiento provisorio las ideas que reflejan la vasta experiencia y variada creatividad de este autor. Estos límites que me impongo me resultan necesarios para poder sostener y explicar lo que quiero contar. Espero no perder la posibilidad de preservar lo que D. W. Winnicott llamó el «gesto espontáneo»: mi propia creatividad al transmitirles esto, conservando a la vez mi fidelidad a las ideas del autor.
Pero sé que en otro sentido esa integración es una ilusión, un juego creado por mi relación personal con las ideas del autor. Otros elegirán quizá otra forma de organizar las ideas, otra manera de desarrollarlas.
He dividido mi relato en cuatro partes que corresponden a diferentes perspectivas teóricas siempre en busca de un mismo objetivo: encontrar sentido a la clínica, comprender el padecimiento de cada uno.
• La transicionalidad: el espacio de encuentro entre el mundo externo y el mundo interno.
• La teoría del desarrollo emocional: algunas «capacidades» básicas. La integración, la capacidad para estar a solas. La agresión y la capacidad para la inquietud.
• La psicopatología en relación al fallo ambiental y las organizaciones defensivas de la personalidad. La disociación esquizoide, el falso self, la tendencia antisocial.
• La teoría de la técnica, otra mirada. Significado e importancia del sostenimiento. El proceso terapéutico. Una manera de entender el espacio de la salud.
Hace varios años que juego con D. W. Winnicott en el espacio transicional de su obra, este libro es un objeto creado y encontrado en ella.
A partir de la observación del uso de los primeros objetos en el bebé, D. W. Winnicott inició la construcción de una teoría que da cuenta del espacio intermedio entre el mundo interno y el externo. De allí surge una nueva mirada sobre la estructuración del psiquismo infantil y sobre la clínica, que se extiende también a la comprensión de los fenómenos culturales.
D. W. Winnicott descubre que los niños y los bebés utilizan algunos objetos de una manera particular. Si bien los objetos son reales y concretos, la relación que el niño establece con ellos está impregnada de subjetividad. Sin embargo, tampoco se puede decir que encuadren en la categoría de objetos internos.
Esta reflexión lo lleva a postular que la relación con las primeras posesiones se realiza en una zona intermedia entre la realidad psíquica y la realidad externa, zona que se encuentra entre el yo y el no–yo y que articula la presencia y la ausencia maternas. Denominará a esta tercer área, «espacio transicional».
A partir de allí se referirá a los objetos como «objetos transicionales» y a toda la experiencia que se despliega en ese espacio como «fenómenos transicionales».
El interés que presenta esta teorización es la posibilidad de detectar, comprender y explorar estos fenómenos en su origen, amplitud, o precariedad, enriqueciendo nuestra concepción del mundo interno y de las relaciones del individuo con la realidad.
Hasta ese momento el concepto de área intermedia no había tenido espacio propio dentro del psicoanálisis de niños y de adultos. La postulación de un área transicional permite registrar el pasaje de los estados subjetivos al reconocimiento de la exterioridad. La ilusión, la aptitud creadora y los matices de este pasaje pueden ser así observados en su surgimiento y vicisitudes. También los fallos y alteraciones de este espacio nos permitirán comprender y explicar ciertos trastornos psíquicos relacionados con la persistencia de estados narcisistas, la dificultad en la construcción de los límites del yo, o aun la concretización de los vínculos con la realidad.
Es a partir de esta concepción, que la crianza de los niños se podrá encarar favoreciendo la aparición y el despliegue de la transicionalidad.
Clínicamente, la posibilidad de detectar y explorar los fenómenos transicionales abre un vasto campo a la investigación del funcionamiento mental. Así, la función del análisis se ampliará hacia la creación y expansión de las experiencias transicionales, cuando éstas se hallan ausentes o empobrecidas.
La lectura de ciertos fenómenos culturales como el juego, el aprendizaje creador, el arte y la literatura serán interpretados desde la superposición de las áreas transicionales individuales, más allá del mundo interno de cada uno, pero también más allá de la realidad concreta y del hacer.
A su vez, el uso compulsivo de ciertos objetos, la inhibición de la originalidad individual, los prejuicios y arbitrariedades del pensamiento colectivo, podrán ser considerados como fracasos en la construcción de los fenómenos transicionales.
Dirá D. W. Winnicott: «Cuando se tiene a mano una teoría sobre los fenómenos transicionales es posible mirar con ojos nuevos muchos problemas antiguos».[1]
Resulta delicado transmitir el concepto de transicionalidad, ya que al hacerlo corremos el riesgo de perder la cualidad transicional del objeto teórico, al aprisionarlo en un esquema rígido y estereotipado.
Al propio D. W. Winnicott le preocupa esta dificultad. La publicación de su primer artículo sobre el tema dio lugar a una serie de aportes de otros autores cuyas hipótesis teóricas y observaciones clínicas confirmaban su descubrimiento. Sin embargo, en muchos casos se trató de extensiones y aplicaciones que desvirtuaban el modelo original. Recordemos que los fenómenos transicionales son universales y la conceptualización no se agota en una enumeración o clasificación de los primeros objetos usados por el bebé. Se trata en cambio de un modo de uso y de una actividad mental relacionada con la fantasía, que ocupa el espacio intermedio entre el mundo interno y el externo.
Los conceptos de espacio, objeto y fenómeno transicional, claves de la teoría de la organización del mundo interno y del reconocimiento del mundo externo, dan cuenta de la importancia que D. W. Winnicott otorga al campo de lo intersubjetivo en la configuración del sujeto humano. Esta mirada torna más fecundas tanto la perspectiva freudiana como la kleiniana.
Partiendo de los conceptos teóricos de Freud podríamos ubicar los fenómenos transicionales entre:
• El narcisismo y la relación de objeto.
• El principio del placer y el principio de realidad.
• El proceso primario y el proceso secundario.
• La realidad psíquica y la realidad externa.
• El yo y el no–yo.
Para D. W. Winnicott la creatividad humana, así como toda la experiencia cultural, tienen su punto de partida en la relación del bebé con la madre. Es esta relación la que determinará la amplitud y la calidad de las experiencias transicionales.
El espacio transicional se origina en la separación y unión del niño con la madre, y se va abriendo a nuevas experiencias. Este espacio intermedio entre lo subjetivo y lo objetivo permanece a lo largo de la vida. Los primeros objetos que ayudan a lograrlo desaparecen, pero su función se amplía abarcando otros aspectos de la relación del individuo consigo mismo, con los otros y la realidad.
A partir de la observación clínica, D. W. Winnicott destaca la importancia del ambiente como facilitador de la maduración. El rol materno de sostenimiento acompaña la integración del yo y permite el pasaje de la dependencia a la independencia. La experiencia de ilusión–desilusión llevará a la constitución del objeto transicional:
«Los fenómenos transicionales representan las primeras etapas del uso de la ilusión, sin la cual no tiene sentido para el ser humano la idea de una relación con un objeto que otros perciben como exterior a ese ser».[2]
En la alternancia entre ilusión y desilusión, el bebé crea un puente imaginario que le permite mantener la integridad del yo y la continuidad existencial, a la vez que la ilusión del reencuentro con la madre. La evoca a partir de las huellas de la percepción, de un modo cercano a lo alucinatorio, que representa el inicio de los procesos transicionales.
Estas experiencias son las precursoras de la capacidad para el uso de símbolos, y de la apertura hacia los fenómenos culturales.
[1] Winnicott, D. W. Realidad y juego. «Introducción». Gedisa, Barcelona, 1992. [REGRESAR]
[2] Winnicott, D. W: Realidad y juego. Cap. 1: «Objetos transicionales y fenómenos transicionales». Gedisa, Barcelona, 1992. [REGRESAR]
La transición de la dependencia a la independencia corresponde en Freud al pasaje del principio de placer al principio de realidad. D. W. Winnicott se pregunta cómo puede tolerar el niño, y luego el adulto, la brecha entre fantasía y realidad sin caer en el abismo de la desilusión. Hablará de la creación y persistencia de un área intermedia de experiencia de la que participan tanto el mundo interno como el externo. Llamará a esto ilusión. Ilusión de omnipotencia en el niño, es decir la idea de haber creado el objeto que encuentra.
El bebé no tiene aún capacidad de reconocer la realidad. Esta capacidad se adquiere gradualmente y es este pasaje el que le interesa a D. W. Winnicott. Aquí el concepto clave es el de ilusión. En la paradoja entre la capacidad para reconocer la realidad y la no aceptación de ésta, se despliega la ilusión como fenómeno que permite articular ambas experiencias de un modo original. Más adelante, en la vida adulta, la ilusión es la marca de la subjetividad, y la ilusión compartida es la que da origen a los fenómenos grupales y culturales.
La experiencia ilusoria sólo puede ser compartida partiendo de la capacidad de ilusión de cada individuo y en la superposición de las áreas transicionales. Sin embargo, el pensamiento delirante intenta imponer la propia subjetividad como si se tratara de una verdad universal, sin tener en cuenta la subjetividad del otro.
Si la madre se adapta suficientemente a las necesidades del bebé, se dan las condiciones para una breve experiencia de omnipotencia. Esta experiencia le permitirá al niño sobrellevar la realidad y, gradualmente, gracias al proceso de desilusión, reconocerla, investirla y tolerarla.
Cuando la adaptación es adecuada, se produce en el bebé la ilusión de que la realidad corresponde a su capacidad de crearla.
«... hay una superposición entre lo que la madre proporciona y lo que el bebé puede concebir al respecto».[1]
La omnipotencia de la primera infancia no es sólo la del pensamiento. El bebé cree que su poder se extiende a ciertos objetos, como la madre y otras personas cercanas, que responden casi mágicamente a sus necesidades, «apareciendo» cuando él las convoca. Más adelante pasará del control omnipotente al reconocimiento de que hay fenómenos que están fuera de su control.
Es la madre la que lleva a cabo una adaptación activa a las necesidades del bebé.
«Un niño no tiene la menor posibilidad de pasar del principio del placer al de realidad... si no existe una madre lo bastante buena».[2]
La desilusión gradual sólo es posible si se tuvo suficiente oportunidad para la ilusión.
En caso contrario el bebé se resiste a abandonar el pensamiento mágico y omnipotente, que se hipertrofia defensivamente para no aceptar la frustración, con la consiguiente pérdida de la capacidad de reconocer la realidad. Allí se instaura la omnipotencia como patología.
Para renunciar a la omnipotencia y afrontar la prueba de realidad, el bebé necesita que entre el adentro y el afuera se despliegue un área de experiencia en la cual elige objetos que serán los precursores del uso de símbolos.
El objeto transicional, primera posesión no–yo, es el modelo del objeto cultural. Es símbolo de unión que permite aceptar la separación, que será a la vez re-unión con la madre.
Sólo cuando existe confianza en el ambiente es posible el despliegue de la ilusión. Esto significa el registro de la ausencia materna y a la vez la expectativa de su regreso, sostenida en la vivencia interna de la presencia constante si no de la madre, al menos del entorno o los objetos que la representan.
La primera etapa es de dependencia absoluta: fusión con la madre, y experiencia omnipotente de completud desde el bebé, que no se siente separado de ella.
Este primer momento es indispensable para la supervivencia del individuo humano. Poco a poco, a medida que el bebé se va desarrollando, se produce la separación entre él y la madre. Esta ya no es capaz de aportar en forma continua y sin interrupción todo lo que su hijo necesita; por lo tanto el bebé comienza a registrar las ausencias y las frustraciones, y su vivencia de completud omnipotente es puesta en cuestión.
En esta dialéctica entre unión–separación, satisfacción–frustración, completud–incompletud, momentos de ir y venir entre un estado y el otro, se origina una brecha, un espacio que tendrá el importante efecto psíquico de instaurar el límite entre el yo y el no–yo.
Ese límite funda el mundo interno y, paralelamente, la capacidad de percibir y reconocer lo que está fuera de él como mundo externo. Poco a poco el niño pondrá en marcha mecanismos mentales que le permitan transitar el espacio entre él y la madre, y, en lo posible, recuperar la vivencia de unión, completud y satisfacción.
Desde un primer momento se pone en juego el deseo, la aspiración de reencontrarse con el objeto. Pero la primera forma de procesamiento de este deseo es muy simple y breve, ya que implica meramente recargar la huella de la representación del momento donde todo era completud. Este camino, el alucinatorio, tranquiliza rápidamente al niño, porque lo pone en contacto con una representación de algo que ya fue satisfactorio. Su corta duración lo hace poco eficaz para procesar la frustración, ya que la necesidad se hace presente nuevamente.
De allí en más recurrirá a mecanismos más complejos para obtener aquello que lo calme.
Los mecanismos mentales que el individuo pone en juego para elaborar la ausencia del objeto son variados y convergentes: por un lado el recurso a las satisfacciones autoeróticas, también el reconocimiento de que la frustración no es ilimitada; pero muy especialmente el inicio de la actividad mental que le permite recordar, fantasear, soñar e integrar el pasado, el presente y el futuro.
A partir de allí podrá unir representaciones entre sí, armando ideas con recuerdos de experiencias, y construirá una relación interna con el objeto que no está, que le permita tolerar la ausencia durante un tiempo cada vez mayor.
Más adelante instrumentará conductas y actitudes que lo ayuden a volver a encontrar la satisfacción a través de objetos sustitutivos, investidos por su capacidad de ilusión.
Si todo va bien, se instaura la elaboración simbólica tal como la plantea Freud.
En D. W. Winnicott esta elaboración se apoya en la apertura hacia los objetos transicionales, en un principio tan concretos como el chupete y el osito y, con el tiempo, tan abstractos como la amistad, la música, y otros modos en que el individuo recupera la experiencia de ilusión.
La tarea de aceptación de la realidad es una empresa que nunca concluye, y persiste a lo largo de toda la vida. El conflicto de relacionar la realidad psíquica con la realidad externa, y el riesgo de confundirlas, sólo se ve aliviado por la existencia y aceptación del área intermedia de ilusión, que siempre queda protegida de ataques y cuestionamientos. En el adulto es la continuación del área de ilusión del bebé y del juego del niño.
Es la madre la que inicia al bebé en el complejo problema de reconocer entre sus percepciones subjetivas y las objetivas, si bien sabemos que esta preocupación acompañará al sujeto en toda su vida, apareciendo en forma dramática en algunas situaciones extremas.
Los fenómenos transicionales se originan en esta experiencia de ilusión y son la primera forma de diversas manifestaciones de la vida cultural adulta: arte, religión, capacidad de imaginar, trabajo científico.
Lo original del planteo winnicottiano se halla en la idea de que sólo a partir de la creación de un espacio ambiguo entre el adentro y el afuera, y una investidura ilusoria del mundo, se hará posible y tolerable el reconocimiento de la realidad objetiva.
Una posibilidad es el replegamiento. La ausencia materna, vivida como pérdida del objeto único que suministraba todo, da origen a una fantasía en que tanto el reencuentro como el reemplazo parecen impensables. El duelo se instala para siempre. Toda la vida quedará marcada por una vivencia de pérdida irreparable y sin esperanza. El objeto es vivido como irrecuperable, la separación como un abismo.
Sin la ilusión, entonces, una alternativa será vivir refugiado en el mundo interno, en un estado de ensoñación y aislamiento, sin poder amar a los otros ni participar en la ilusión compartida que forma parte del amor, el arte, la relación con el mundo en general.
La otra posibilidad es el aferramiento patológico a un único objeto que sustituye a la madre. D. W. Winnicott la llama cronificación patológica del objeto transicional, o fetichización del objeto. No hay proceso simbólico. El cambio es de un objeto único a otro objeto único, no para elaborar la pérdida, sino para negarla.
Esta alternativa lleva a la concretización del vínculo con la realidad y los otros, condenando al hacer y al tener como únicas formas de relación con el afuera, volcados hacia la exterioridad y sin contacto con el mundo interno y la fantasía.
«Los esquizoides son personas tan poco satisfechas consigo mismas como los extravertidos que no logran ponerse en contacto con el soñar. Estos dos grupos de personas acuden a nosotros en busca de psicoterapia porque en un caso no quieren vivir con una irrevocable carencia de contacto con los hechos de la vida, y en el otro se sienten alienados en lo referente a los sueños».[3]
[1] Winnicott, D. W. Realidad y juego. Cap. 1: «Objetos transicionales y fenómenos transicionales». Gedisa, Barcelona, 1992. [REGRESAR]
[2] Winnicott, D. W. Realidad y juego. Cap. 1: «Objetos transicionales y fenómenos transicionales». Gedisa, Barcelona, 1992. [REGRESAR]
[3] Winnicott, D. W. Realidad y juego. Cap. 5: «La creatividad y sus orígenes». Gedisa, Barcelona, 1992. [REGRESAR]
D. W. Winnicott crea el término «objeto transicional» para definir el uso de ciertos objetos en el área intermedia entre lo subjetivo y lo objetivo. Su significado se ubica dinámicamente entre las satisfacciones autoeróticas y las relaciones objetales.