portadilla_texto

ORLANDO ARAÚJO FONTALVO
(editor)

Julio Premat
Fabio Rodríguez Amaya
Ramón Illán Bacca
Hélène Pouliquen
Orlando Mejía Rivera
Orlando Araújo Fontalvo
Jacques Joset
Mar Estela Ortega González-Rubio
Mercedes Ortega González-Rubio
Juan Moreno Blanco
Rafael Gutiérrez Girardot
Guillermo Tedio
José Manuel Camacho Delgado


portadilla

cover
Contaportada

 

El legado de Macondo : antología de textos críticos sobre Gabriel García Márquez / editor, Orlando Araújo Fontalvo ; Julio Premat … [et al.]. — Barranquilla, Col. : Editorial Universidad del Norte, 2015.

250 p. : il. ; 24 cm.

Incluye referencias bibliográficas en cada capítulo.

ISBN 978-958-741-585-8 (impreso); ISBN 978-958-741-586-5 (PDF);

ISBN 978-958-741-587-2 (ePub);

1. García Márquez. Gabriel—Crítica e interpretación. 2. Literatura colombiana—Siglo XX—Historia y crítica. I. Araújo Fontalvo, Orlando. II. Premat, Julio. III. Rodríguez Amaya, Fabio. IV. Pouliquen, Hélène. V. Mejía Rivera, Orlando. V.Joset, Jacques. VI. Ortega González-Rubio, Mar Estela. VII. Ortega González-Rubio, Mercedes. VIII. Moreno Blanco, Juan. IX. Gutiérrez Girardot, Girardot. X. Tedio, Guillermo. XI. Camacho Delgado, José Manual. XII. Tít.

(Co863.44 L496 23 ed.) (CO-BrUNB)


 logo_legal

www.uninorte.edu.co

Km 5, vía a Puerto Colombia

A.A. 1569, Barranquilla (Colombia)

 

© 2015, Editorial Universidad del Norte

Julio Premat, Fabio Rodríguez Amaya, Ramón Illán Bacca, Hélène Pouliquen, Orlando Mejía Rivera, Orlando Araújo Fontalvo, Jacques Joset, Mar Estela Ortega González-Rubio, Mercedes Ortega González-Rubio, Juan Moreno Blanco, Rafael Gutiérrez Girardot, Guillermo Tedio, José Manuel Camacho Delgado.

Coordinación editorial

Zoila Sotomayor O.

Diseño de portada

Joaquín Camargo

Diseño y diagramación

Álvaro Carrillo Barraza

Corrección de textos

María Guerrero

Homologación digital

Munir Kharfan de los Reyes

Hecho en Colombia

Versión ePub
Epígrafe Ltda.
http://www.epigrafe.com

Made in Colombia

 

© Reservados todos los derechos. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio reprográfico, fónico o informático, así como su transmisión por cualquier medio mecánico o electrónico, fotocopias, microfilm, offset, mimeográfico u otros sin autorización previa y escrita de los titulares del copyright. La violación de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

VOLVER PARA CONTARLA
INFANCIA DE ESCRITOR, ORÍGENES DE ESCRITURA

 

JULIO PREMAT

El genio es la infancia recuperada a voluntad.
Charles Baudelaire

La diferencia entre los recuerdos falsos y los verdaderos
es la misma que para las joyas, son siempre las falsas
las que lucen más reales.
Salvador Dalí

Una modalidad posible para evaluar la obra de un gran escritor, canonizado y recorrido por múltiples protocolos interpretativos, es la capacidad que esta tendría de desplazar o reinventar temáticas y representaciones del mundo que, aunque estuviesen ya presentes en la literatura anterior, cambian con ella de sentido. Es el caso de Proust sobre la percepción y la memoria, de Kafka sobre lo inacabado o lo absurdo, o el de Borges sobre la tradición, la biblioteca o el saber. Y es el caso, claro está, de García Márquez, no solo por el tan llevado y traído realismo mágico, sino por la intensidad y la exuberancia con las que pudo poner en escena una escritura del origen. El origen que, a partir de una autobiografía fabulada, combina con inédita intensidad lo personal y lo colectivo, lo imaginario y lo histórico, lo cotidiano y lo mítico. Voy a partir de esta constatación empezando por una lectura de lo originario en Vivir para contarla para despejar, luego, ciertos territorios conceptuales e imaginarios de orden general.

La escritura a la que aludo, escritura de lo fundacional, lo arcaico, lo genético, alcanza su punto culminante en Cien años de soledad, aunque ya está presente en los relatos de juventud, marca el resto de su producción, y reaparece en tanto que cierre y reescritura, en Vivir para contarla, su autobiografía publicada en el 2002. Se trata de una atiborrada y heterocrónica escritura de lo inaugural que integra entonces un marco espacio-temporal hecho con tópicos imaginarios de lo primitivo, incluye la historia personal, el origen familiar, la construcción de una casa, la fundación de un pueblo, los albores y causas de la situación colombiana, la invención de un país y de América, recuperando mitos grecorromanos y bíblicos sobre el Génesis, el paraíso, la isla de la utopía.

Vivir para contarla ocupa un lugar peculiar al respecto, ya que se focaliza en la emergencia y la afirmación de una identidad de autor (el origen de la escritura, la construcción de un sujeto específico), pasando en particular por ese terreno privilegiado para significar el origen que es la infancia y la historia familiar. De hecho, el libro presenta dos relatos de lo mismo, es decir, las circunstancias que le permitieron a Gabo transformarse en García Márquez; en esto, el libro sigue la dinámica clásica de las autobiografías, la de retomar retrospectivamente las peripecias que explican la personalidad actual del que narra su vida: una perspectiva posterior que construye, en el pasado, una cadena causal y/o explica la preexistencia de una identidad diferente. Ambos relatos responden a la pregunta de cómo un sujeto se vuelve otro, una figura pública, la de un autor exitoso. Misma pregunta, pero respuestas que difieren: en el primer relato la escritura es un don, un estado, una situación en alguna medida predeterminada que sólo espera las condiciones favorables para desarrollarse, como veremos; el segundo relato, que ocupa en realidad la mayor parte del libro, pone en escena un aprendizaje, es decir, un proceso progresivo, histórico y documentado.

El primer relato de la autobiografía, de tonalidad literaria, narra el regreso del joven García Márquez a Aracataca junto con su madre para vender la casa familiar. En contrapunto a este episodio, cronológico, emerge progresivamente otra línea, la de un movimiento regresivo hacia el pasado, retomando historias (la de la casa y, partir de ella, la de la familia, la del pueblo), las circunstancias del nacimiento de Gabriel y una serie de experiencias de la primera infancia: puestas así en escena y en perspectiva, la filiación y la niñez son fundamentales. El conjunto —relato del viaje, emergencia de otro tiempo, desplazamiento en la memoria— está enmarcado por una afirmación de identidad de escritor, afirmación hecha en contra la voluntad paterna transmitida por repetidas intervenciones de la madre. Se trata de un episodio de autodefinición, de paso de un “hacer” (escribir) a un “ser” (ser escritor), de una actividad a una esencia, ante la mirada social y familiar. El viaje es el desencadenante de una obra pero, ante todo, es el punto de origen de un escritor. Volver es empezar una obra y, simétricamente, transformar a un hombre.

El segundo relato, inmediatamente posterior, vuelve atrás para seguir, después de la primera infancia y del viaje, los meandros de una autobiografía, convencional y previsible, que expone precisiones verosímiles (fechas, peripecias, nombres). A partir del fin del período infantil, se narran episodios de formación, es decir, la educación, las lecturas, las influencias, el encuentro de iniciadores, las experiencias juveniles, los tanteos iniciales de un escritor de cara a la biblioteca universal, todo lo cual se sitúa, como vemos, en una lógica diferente, si no opuesta, a la del primer relato: a la determinación infantil de una creación literaria surgida mágicamente en un otrora impreciso se la prolonga con un proceso documentado de tipo histórico y progresivo.

Dos explicaciones del devenir escritor y del surgimiento de una obra: una en los hechos, en los textos, en la relación con el campo literario, en el trabajo periodístico y ante la peculiar situación política de Colombia. La otra en el redescubrimiento e invención del pasado intemporal de la infancia, de la magia del origen y del movimiento en sí de volver a ellos y poder repartir, entreviendo la inmensidad de la pérdida y el valor generativo, fértil, de la nostalgia. Se exponen así una concepción, un funcionamiento y una serie de valores de la infancia.

LA REVELACIÓN DE LO CONOCIDO

Detengámonos en el primer relato, que ocupa el lugar central y que retoma explícitamente la obra anterior. Porque si el relato histórico busca recordar, ordenar, nombrar y evocar peripecias del pasado para salvarlas del olvido, el viaje a Aracataca abre el libro, contradiciendo así una cronología progresiva (la historia de esa vida empieza a los 25 años), pero también se instaura, rápidamente, como una repetición, una reescritura, una incorporación de la ficción en la autobiografía. Esas páginas son la historia fabulosa de la infancia de un escritor, no la de la infancia de un hombre, aunque a veces los biógrafos de García Márquez, reflejando involuntariamente sus ficciones, la hayan transformado en historia fidedigna. Leemos en el epígrafe del libro una declaración de principios: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Por lo tanto, la vida es una narración, ajena a la verdad comprobable; la vida es la obra, o sea las construcciones a las que la vida dio lugar en las ficciones. Escribir la autobiografía es volver a lo ya escrito. La obra determina la biografía, y no al revés, en una mezcla inextricable de la vida y la obra de raigambre romántica: Antoine Compagnon (1983), forjando un neologismo expresivo, la llama la “vidobra”. Una historia que se focaliza en la infancia, y más específicamente en la filiación y en los primeros años, hasta que la muerte del abuelo y el abandono de la casa irrumpan como una herida irrestañable, una pérdida productiva, un parteaguas que inmoviliza esos años en el terreno inalcanzable de la niñez legendaria. Una historia que se interrumpe cuando el tiempo, con almanaques, acontecimientos ordenados, recuerdos documentados, se pone en marcha.

Así es cómo, en el primer capítulo, el viaje hacia Aracataca da lugar a un relato de orígenes y circunstancias del nacimiento (al final del capítulo uno), relato que retoma páginas muy conocidas, verdaderos mitemas de la obra: el crimen cometido por el abuelo como punto de partida —según Dasso Saldívar (1997, p. 29) el hecho debe considerarse, por las múltiples consecuencias que tendrá, como el comienzo de la biografía de García Márquez—, la figura del coronel liberal, los amores contrariados de los padres, la llegada de la compañía bananera, la masacre de los obreros, las plagas, la decadencia, la proliferación de genealogías. Y, en las primeras cuarenta páginas del segundo, leemos un repertorio o catálogo de recuerdos del niño Gabriel que acumula detalles, imágenes, dichos, miedos, retratos de personajes, anécdotas familiares, etc., etc., es decir, todo el material que supuestamente dio lugar, después, a la escritura (aunque, repito, el recuerdo es posterior a la ficción, por lo que retorna teñido por lo imaginario: se recuerda tanto lo sucedido como lo ya escrito, definitivamente confundidos).

Por lo tanto, las primeras páginas corroboran la interpretación autobiográfica de la obra, siempre alegada por García Márquez: decenas de anécdotas e inclusive de frases o expresiones de Cien años de soledad y otros relatos se repiten, esta vez, en el marco de un pacto autobiográfico marcado, como ya se sabe, si no por la verdad, al menos por la intención de sinceridad. Y no sólo se corrobora esa interpretación sino que se reafirma el carácter excepcional de la realidad colombiana o americana. Hasta tal punto la superposición de textos y de realidades es así que el erudito y minucioso Gerald Martin (2014, pp. 67-68) se olvida de tomar la requerida distancia con respecto a los relatos y testimonios oídos y, casi por descuido, afirma que el primer párroco de Aracataca, Pedro Espejo, “fue quien inició la construcción de la parroquia, que llevó más de veinte años. Fue él también el célebre cura que un día levitó durante una misa”. En una frase, el exégeta de la vida de García Márquez permite entrever el proyecto de Vivir para contarla.

Algunos aspectos del relato así brevemente presentado merecen comentarios más detallados, por lo pronto sobre el valor de revelación, bastante enigmático, que se le atribuye al episodio.

En las primeras páginas de Vivir para contarla, refiriéndose al viaje que está por comenzar, García Márquez escribe:

Ni mi madre ni yo, por supuesto, hubiéramos podido imaginar siquiera que aquel cándido paseo de sólo dos días iba a ser tan determinante para mí, que la más larga y diligente de las vidas no me alcanzaría para acabar de contarlo. Ahora, con más de setenta y cinco años bien medidos, sé que fue la decisión más importante de cuantas tuve que tomar en mi carrera de escritor. Es decir: en toda mi vida.

Hasta la adolescencia, la memoria tiene más interés en el futuro que en el pasado, así que mis recuerdos del pueblo no estaban todavía idealizados por la nostalgia. Lo recordaba como era: un lugar bueno para vivir, donde se conocía todo el mundo, a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. (p. 11)

En estas líneas, algunos de los principales valores de lo que será narrado están resumidos. Ante todo, un cambio en la memoria, que pasa de los recuerdos del pueblo “como era” a recuerdos inventados, a una idealización por la nostalgia, en relación con el paso a la edad adulta. El cambio tiene que ver con una concepción del tiempo y con una irrupción de la melancolía y la ensoñación. Lo dicho parece un eco de lo que escribe al respecto Gastón Bachelard, en Poética de la ensoñación (1998, pp. 94-95):

La adolescencia, fiebre del tiempo en la vida humana. Los recuerdos son demasiado claros para que los sueños sean grandes. Y el soñador bien sabe que hay que ir más allá del tiempo de las fiebres para encontrar el tiempo tranquilo, el tiempo de una niñez feliz en su propia substancia. Qué cambio en la vida cuando se cae bajo el reino del tiempo que se gasta, el tiempo en el que la substancia del ser tiene lágrimas.

Ese paso de la fiebre del acontecer, característica de la primera juventud, a una conciencia del tiempo y a la evocación de su reino devastador, es el gran acontecimiento del viaje a Aracataca. Poco a poco, la nostalgia anunciada (la de la ensoñación) va a ir emergiendo: “Acodado en la barandilla, tratando de adivinar el perfil de la sierra, me sorprendió de pronto el primer zarpazo de la nostalgia” (p. 19). El valor atribuido a la experiencia del viaje es explícito: en vez de despejar un recuerdo engañoso y darle realidad al pueblo tal cual era, al contrario, este suscita la añoranza, es decir que se desdibuja la realidad del pueblo y el contenido del recuerdo para reemplazarlo por una imagen afectiva, imaginaria, que rechaza lo sabido y lo percibido, una imagen a ojos vista equivalente de la imagen escrita, tal cual puede comprobarse con la cita de Cien años de soledad utilizada (y de, nada menos, su primera página: las “piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”).

Se trata entonces de una revelación que no tiene que ver con la realidad sino con el sujeto, y más específicamente con el sujeto creador ante el tiempo. Se dramatiza así, en la dinámica misma del traslado en el espacio, el “querer ser escritor”, a través de la sacralización de una experiencia determinante, que contiene en los pliegues imaginarios y memoriales, no un relato, sino una obra entera (la “más larga y diligente de las vidas” no alcanza para narrar todo lo que esta contiene). Aceptar volver con la madre a Aracataca, decisión aparentemente nimia, es equivalente a optar por un destino de autor: la decisión “más importante” de toda su vida. Por lo tanto, no es sorprendente que, después del relato del noviazgo de los padres, su propio nacimiento funcione como un primer desenlace de lo recordado. Porque el primer capítulo termina con ese otro origen: el nacimiento de Gabriel. De esta manera, el nacimiento biográfico está incluido en una serie legendaria de revelación de un pasado imaginado y de voluntad de escritura. Como colofón al episodio, al volver a Barranquilla, García Márquez le dice a un amigo que el viaje “es lo más grande que [le] ha sucedido en la vida” (p. 124) y comienza una etapa de escritura febril de La hojarasca.

Estas afirmaciones contradicen algunos datos biográficos: la escritura febril que prolonga la visita a Aracataca no es más que una continuación de la redacción de su primera novela, iniciada antes. Y él mismo recuerda que ya había utilizado, en el momento del viaje, el nombre Macondo en varios textos, lo que tiende a matizar la idea de una “revelación” o de fundación. Ahora bien, el reemplazo de Aracataca por un nombre surgido del mismo ámbito pero sin un referente preciso, es un gesto fuerte: la distancia entre el pueblo real y el espacio literario había sido así afirmada (tal como lo hicieron, antes y después, Faulkner, Rulfo, Onetti, Saer, Bolaño y algunos más). En el gesto de bautizar lo real con otro nombre está en sí el hecho de desplazar lo conocido y lo vivido a la órbita de lo imaginario y lo ficticio: está, ya, el proyecto. O sea, ya estaba antes de este viaje.

En una verdadera revisión de su posición íntima ante la familia, esta revelación determinante se lleva a cabo en consonancia, confrontación o complicidad con las figuras paternas y maternas. Como dijimos, desde el comienzo del viaje la madre expresa la voluntad del padre contradictoria con el proyecto de escritor de Gabo. En un diálogo mediado por la mujer, se enfrentan el padre y el hijo, lo que es un episodio recurrente en las biografías de autores, según el tópico que supone que escribir es enfrentar al padre y afirmar una palabra y una personalidad autofundadas. El enfrentamiento se resuelve al final del episodio, al final del viaje y al final entonces de este primer relato, con una respuesta terminante y definitiva por parte del hijo. De regreso de Aracataca, García Márquez responde a la enésima solicitación materna con una afirmación lapidaria; efectivamente, cuando por sexta vez la madre pregunta: “Entonces, ¿qué le digo a tu papá?” la respuesta es, “con el corazón en la mano”: “Dígale que lo quiero mucho y que gracias a él voy a ser escritor —y me anticipé sin compasión a cualquier alternativa—: Nada más que escritor” (p. 123). Anacrónicamente, el viaje, la evocación del origen y de la infancia (es decir, de hecho, la obra creada luego de este episodio) le permiten al joven García Márquez encontrar, no sólo lo que va a escribir, sino también las palabras para situarse ante el padre.

En este sentido es interesante notar que, frente a la figura paterna opositora, aparecen iniciadores o colaboradores, muy diferentes pero asociados en esa función. Por lo pronto Faulkner, leído con fervor en la lancha, modelo para una identificación heroica del joven escritor y prueba de que es posible llegar a ocupar un lugar de autor comparable (que de hecho, y salvando las diferencias, García Márquez llegó a ocupar): “mientras releía Luz de agosto, de William Faulkner” (p. 13), “tratando de salir a flote de las arenas movedizas del condado de Yoknapatawpha” (“arenas movedizas” tan parecidas, ¿no?, a la Ciénaga que atraviesan en ese momento) (p. 15). Y también pasa la obra de Onetti (“el infierno tan temido”) (p. 16), un gran “faulkneriano” de la literatura latinoamericana. Otra figura favorable es la de un amigo de la madre, que esta solicita buscando, siempre de manera mediada, hacerle decir lo que diría el padre, pero que, al contrario, apoya al hijo. El diálogo es el siguiente: “Imagínese compadre —dijo—, quiere ser escritor. Al doctor le resplandecieron los ojos en el rostro. ¡Qué maravilla, comadre! —dijo—. Es un regalo del cielo” (p. 40).

Por otro lado, y en contrapunto a la confrontación con el padre, hay que subrayar que el viaje se lleva a cabo con la madre, dentro de una lógica, omnipresente también en la obra, de dominio de lo femenino: la casa, el pueblo primordial, la figura de Úrsula, la constancia y la fuerza de las mujeres, las materias primigenias remiten a esa esfera: Macondo, sobre todo en Cien años de soledad, es un mundo originario. Ahora bien, es con ella, con la madre “real”, con la que se realiza el viaje, lo que tiene un valor ambiguo de, a la vez, recuperación y pérdida. Esa madre ausente de la primera infancia vuelve, con él como testigo, y se va de nuevo. Es por mandato y deseo materno que García Márquez regresa, lo que refuerza el papel de la mujer en tanto que vector hacia la escritura, en un funcionamiento de complicidad que se opone al rigor paterno. Es la ocasión de probar el “poder matriarcal” (p. 14) de la madre, en contra de la voluntad del padre. Y, por supuesto, es significativo que el final de la redacción de Vivir para contarla sea mencionado en el primer capítulo, subrayando su mágica coincidencia con la muerte de la madre (en vez de evocar el hecho cronológicamente): “Murió de muerte natural el 9 de junio de 2002 a las ocho y media de la noche, cuando ya estábamos preparándonos para celebrar su primer siglo de vida, y el mismo día y casi a la misma hora en que puse el punto final de estas memorias” (p. 58).

El episodio se prolonga en el segundo capítulo, con una narración de anécdotas y percepciones infantiles, muchas veces presentes en las ficciones, narración que esboza un retrato de lo que cabe denominar un “niño escritor”, es decir, la de un ser situado en los inicios del tiempo y del sentido, dotado ya de todas las características del futuro García Márquez. O sea que la identidad de escritor es independiente de la escritura, es una esencia, en este caso determinada por la historia familiar y el entorno espacial, ambos idealizados como vimos. La mirada retrospectiva de la autobiografía es aquí fuerte: los recuerdos son anuncios, predeterminaciones, prácticas precursoras de la creación, que convierten a la biografía en un relato coherente, a la vida en una trayectoria única y narrable y a las causas de lo que sucede en algo inteligible. En la personalidad infantil que se describe todo apunta al escritor, en particular en su vertiente fantasiosa o fabuladora. Así nos cuenta que tenía “recuerdos intrauterinos y sueños premonitorios” (p. 81), o subraya su capacidad de narrar incorporando la imaginación (él recuerda que a los cuatro años era pálido y ensimismado, y sólo hablaba para “contar disparates, pero mis relatos eran en gran parte episodios simples de la vida diaria, que yo hacía más atractivos con detalles fantásticos para que los adultos me hicieran caso”) (pp. 103-104). Las mentiras y excesos entonces no eran, en su caso, “infamias de niño”, sino técnicas rudimentarias de narrador en ciernes para hacer la realidad “más divertida y comprensible” (p. 104). Fantasías, exageraciones, incorporación de lo mágico, atractivo por una recepción positiva y divertida: el narrador de Cien años de soledad está en ciernes en este retrato, en el que no falta una distancia irónica. Estas características, a su manera literarias y siempre determinantes fijan los grandes rasgos y las mínimas anécdotas de la obra; y están estrechamente vinculadas con el entorno, en particular la casa, la presencia de muchas mujeres y la figura tutelar del abuelo.

Por lo tanto, esa casa, esa familia, ese pueblo, explican una identidad de escritor y muestran, a partir de la vuelta que lleva a cabo con su madre, la capacidad de perdurar, inclusive en los miedos nocturnos y la melancolía del desamparo, perduración que es la de un espacio paralelo, imaginario y fértil, al que se puede recurrir para escribir (o al que se puede volver en el momento de escribir).

ORÍGENES, INFANCIAS, ESCRITURAS

En líneas generales la autobiografía de García Márquez se corresponde con las convenciones del género y no contradice sus postulados básicos, a menudo puestos en duda en otros textos modernos; estos postulados suponen que la vida es un todo orientado que se resume en la expresión unitaria de una intención o de un proyecto; que la vida es un todo ordenado que sigue un orden cronológico, percibido como análogo a un orden lógico y que ese orden está organizado a partir de una perspectiva ulterior de carácter teleológico (Bourdieu, 1994). Sin embargo, desde otras perspectivas el recorrido propuesto va más allá. Vivir para contarla narra un mito de origen, que supera la evocación de un puñado de anécdotas infantiles o de fábulas familiares que aparecen en la obra posterior. De lo que se trata es de una instrumentalización radical de la idea del tiempo, del espacio y de las creencias originarias.

Comentar los valores, las puestas en escena y las consecuencias de la dimensión ontológica y del repertorio temático de lo inaugural y lo fundacional en el escritor nos llevaría, por supuesto, demasiado lejos. Prefiero, a partir de lo dicho, ampliar conceptualmente un aspecto, la infancia, gracias a lecturas teóricas de orden general. Porque en todo origen está la infancia, dispuesta a desplegarse y a ampliarse a los relatos primero sobre América, a los tópicos sobre éxodos y fundaciones, a los mitos griegos o bíblicos. La infancia, tierra aparte en el mapa de nuestra comprensión del sujeto, permite, en su curiosa manera de reflejar deformando, de darle cabida con un realismo aparente a lo imposible. El viaje a Aracataca viene a justificar, con un relato (en el sentido de organización cronológica y causal de acontecimientos), la función atribuida a un espacio-tiempo peculiar en la génesis de la obra y en la instauración de un sujeto en tanto que escritor. Ese espacio-tiempo es esencialmente mítico, no por las contradicciones entre el relato documentado y este relato que lo hace existir, sino por las características que se le atribuyen: espacio aparte, tiempo fundacional determinante, tiempo perdido y recuperable gracias a la nostalgia, lugar ontológicamente distinto al del resto de la vida pero intensamente operativo. Dispositivo de creación y mecanismo de un combate triunfante contra la melancolía, una melancolía a la que en el idiolecto de la obra se denomina, si no me equivoco, la soledad.

En lo que precede se percibe una puesta en escena de valores culturales e imaginarios, si no inconscientes, de la infancia que circulan en nuestra cultura. Al respecto recordemos ante todo que los niños no escriben, los niños no definen su mundo; la infancia es una creación de adultos que ven, en esa etapa diferente de la vida humana, una otredad a la vez radical y familiar, una manera de explicar el sujeto. Como todo origen, la infancia está vista desde el después, es una construcción y funciona como un horizonte de sentidos cifrados pero determinantes. Mundo de utopía, esfera del inicio, promesa del futuro, la infancia es un pasado visto en el presente que permite soñar un porvenir distinto.

En esta perspectiva, la infancia es, en el discurso y en las representaciones, una proyección de adultos que mantienen una parte de niñez cristalizada en creencias particulares (la infancia podría definirse así: un sistema de creencias) o en explicaciones mágicas del propio origen, del “no estar”, ese misterio del lugar del que se viene (o sea, mitos sobre concepción y filiación)(Laplanche & Pontalis, 1998). La infancia, también, presupone una doble temporalidad: por un lado discontinuidad o ruptura (es una etapa alejada, perdida, con concepciones cronológicas difusas), por el otro permanencia (vengo de allí, mi tiempo empezó allí). Remontando ese tiempo, el niño es una ficción del adulto que pretende que su infancia está acabada, una ficción que perdura en cada uno de nosotros, tanto del lado de lo pulsional y lo conflictivo como en lo imaginario. La cura psicoanalítica consiste a menudo, recuerda Pontalis, en hacer hablar y hablarle al niño que dormita en cualquier adulto, ese niño que fue, que continua siendo y que no deja de aparecer a lo largo de toda una vida (1997, p. 8). En otra tonalidad, pero en una orientación similar, Bachelard presupone que una infancia potencial vive en nosotros, esa infancia que con sus ensoñaciones permite, así, revivir sus posibilidades. Se sueña no con lo que fue, sino con lo que pudo haber sido, se sueña en el límite de la historia y de la leyenda. Se sueña al recordar. Se recuerda al soñar (1998, pp. 86-87).

La niñez en tanto que un espacio tiempo singular y en tanto que permanencia soñada: estas ideas son estructurales en la obra de García Márquez. También otro valor, consubstancial con ellas, es que la permanencia y la excepcionalidad presuponen, paradójicamente, la ausencia. Porque la infancia es el vector para aludir a una pérdida imprecisa (pérdida de lo que no fue), que se manifiesta en la distancia inherentes al recuerdo y a la nostalgia. Recordar es recuperar, pero en otro lugar, sin poder borrar el abismo entre el yo adulto y el yo niño. La pérdida de la que se trata, inherente a la infancia, es en buena medida fantasmática: se trataría de una relación diferente con el mundo, un placer y unas emociones más fuertes, más verdaderos, la presencia de personas desaparecidas pero apenas conocidas, la posibilidad de vivir en el imaginario pleno, la restauración de un narcisismo dominante, la esperanza de una pulsión que quiere suponer que, todavía, todo es posible (piénsese por ejemplo en las obsesiones incestuosas de los Buendía). Es el “ya lo sé, pero sin embargo”, que caracteriza la creencia según el psicoanálisis (Mannoni, 1969). La infancia, esa parte del sujeto que sobrevive al paso del tiempo cronológico, es el resto de un tiempo subjetivo o afectivo que no logra acomodarse bajo la rígida tiranía del almanaque; es eso de cada uno a lo que le cuesta encontrar espacios en los cuales expresarse e identificarse. Por lo tanto, los relatos de infancia, relatos de adultos a veces para los niños y a veces no, invitan a una lectura regresiva. De la ejemplaridad que pudo caracterizarlos en la literatura clásica pasamos, ahora, a un juego de proyecciones: el escritor sería aquél que logra construir un niño ideal para dirigirse al niño en sus lectores, para poder instaurar el tan anhelado “como si” que transforma, lúdicamente, la realidad adulta en otras eventualidades.

Esta escritura posterior, tan evocadora, no es arbitraria, sino que retoma resabios de una experiencia del mundo vivida en la niñez. Al respecto, Jean Piaget intenta comprender cómo los niños se representan lo real y cómo explican lo que los rodea, todo lo cual no es ajeno, claro está, a la puesta en escena de universos y puntos de vista infantiles en la literatura. Por lo pronto, cabe evocar al carácter autocentrado, egocéntrico del niño, que lo lleva a borrar la frontera entre lo interno y lo externo o, mejor dicho, a introducir al yo en los juicios, ilusiones, percepciones, que son por lo tanto subjetivos: la objetividad, para existir, impone tomar en cuenta la posición del sujeto. Por lo tanto, el niño sería realista, en el sentido en que ignora la existencia del yo, adhiriendo a su propia perspectiva como si fuese inmediatamente objetiva y absoluta, pasando por alto la interioridad del pensamiento a partir de una posición antropocéntrica. Se entiende entonces que los niños proyecten, a causa de la indiferenciación entre el sujeto y el mundo exterior, las características del yo, de los estados de ánimo o de las ideas, a las cosas que lo rodean. Este egocentrismo es a la vez lógico y ontológico: el niño fabrica su verdad y su realidad. No conoce la resistencia de las cosas ni la dificultad de las demostraciones. Puede afirmar sin pruebas y dar órdenes sin limitaciones. Los lazos lógicos están así marcados por esta constatación: se confunden causas psicológicas y físicas: las representaciones de la realidad, de las palabras y de los sueños tienden a superponerse y a mezclarse (Piaget, 2003).

Ese pensamiento singular, activo en muchas páginas de García Márquez, es un modo de aproximarse a la literatura. Porque en una orientación similar a Piaget, pero más cerca de lo artístico, Agamben, en Infancia e historia (2011), postula que el niño pertenecería, a su manera, a la naturaleza y no a la cultura. Pensar como un niño es pensar antes, antes de la edad de la razón. La infancia es el lugar que precede el lenguaje y el conocimiento,instrumentalizando una mirada diferente sobre la realidad, es decir, otro conocimiento y por lo tanto otro lenguaje. Es, por lo tanto, el lugar privilegiado para la iniciación del escritor en su versión legendaria. Agamben agrega que la infancia, como la literatura o el juego, tiende a rechazar la escisión entre tiempo cronológico y tiempo estático (entre tiempo del mundo y tiempo del sujeto, tiempo biológico y tiempo subjetivo), reintegrando, en las vivencias y en la experiencia, esta doble cara del tiempo. De allí la importancia, por ejemplo, de los relatos de infancia en lo fantástico o en lo maravilloso, relatos que intentan recuperar representaciones del mundo y funcionamientos lógicos de la niñez. De allí, también, el valor de la creencia y del valor interpretativo atribuido a la literatura, en tanto que universo en alguna medida afín al pensamiento infantil. El niño es un receptáculo de proyecciones sociales, culturales, ideológicas, gracias a las cuales se intenta comprender y justificar el mundo de los adultos, desde otro lugar, lo que lo pone en relación con la utilización del arte y de la imaginación como instrumentos de conocimiento. Prolongando esta idea, recordemos que Marthe Robert (1972) da como origen de todas las ficciones una expansión de la novela familiar infantil. Partiendo de la novela familiar definida por Freud y la construcción de fantasías genealógicas que compensan los deseos frustrados y las prohibiciones ineludibles, ella identifica en la producción narrativa dos tipos de visiones infantiles: la del niño hallado, capaz de transmitir como verdaderos todos los sueños y quimeras en una visión maravillosa del mundo, y la del bastardo realista, que negocia con los imperativos de la realidad para lograr una proyección fantasmática a la vez velada y eficaz bajo la apariencia de lo verosímil. Cervantes, Gulliver, Swift, formarían parte de la primera categoría junto con, de más está decirlo, García Márquez.

Ante la desaparición social del relato derivado de lo vivido, la infancia sería legendariamente el tiempo de la experiencia, en contrapunto al tiempo del pensamiento. La imaginación era otrora un vector de conocimiento: la imaginación (algo soñado, una visión) se consideraba equivalente de la experiencia. En ese sentido se puede considerar que la infancia es el tiempo de la experiencia por definición, ya que la única experiencia posible hoy es la experiencia llevada a cabo antes de la constitución del sujeto por el lenguaje (Agamben, 2011). Esto explicaría que la infancia sea un espacio de proyecciones míticas y legendarias alrededor de otra relación posible con el mundo y por ende de otras posibilidades narrativas. Más allá del sujeto racional encontramos al niño, cuyas representaciones no estarían alejadas del inconsciente freudiano o del flujo de consciencia en la literatura. La infancia vista en tanto que otredad y espejo, espejo de lo otro en donde uno se reconoce sabiendo que no es uno: un sujeto que hay que inventar para que sea verdad.

La infancia, terreno que permite todas las novedades, ámbito de reglas establecidas que se pueden transgredir, la infancia, en tanto que mundo específico de creencias, imaginario y explicaciones alternativas de lo existente, la infancia, en donde no sólo se puede tematizar la creación, sino exponer los mecanismos elementales de la ficción: la mentira, la imitación, el ensueño, el juego, la lectura. La infancia sería, entonces, el equivalente de la literatura.

La literatura es la infancia: según la lectura que nos propone el comienzo de Vivir para contarla, el axioma parece confirmarse. Pero si la literatura es la infancia la equivalencia eventual no se reduce a lo que podemos calificar de una metafísica de la niñez, sino que la infancia también ha sido leída como un laboratorio de escritura, es decir, como un espacio de definición de estilos, códigos de representación, invención de formas. Es sabido que en los relatos autobiográficos los episodios infantiles exigen menos verosimilitud y veracidad que el resto: el relato imaginario y la improbabilidad de los recuerdos (inventados, soñados) forma parte del género y de su pacto de lectura; se transcribe una percepción peculiar y un sujeto prelógico, más que una verdad histórica (y de todos modos estos episodios están marcados por afirmaciones sobre la dificultad del recuerdo y la incertidumbre que caracteriza lo que será narrado). Al respecto, Philippe Lejeune constata que los relatos autobiográficos de infancia no han entrado en la “era del recelo”, con contadas excepciones. Una de las razones es que los recuerdos de los que se trata, aunque discontinuos e inciertos, son a menudo intensos, y la intensidad parece asegurarles veracidad. Por lo tanto, el régimen habitual del recuerdo de infancia es el lirismo y su territorio es el de la fe. Por definición es difícil acceder a las vivencias infantiles; por lo tanto, esa búsqueda iniciática, aumenta el valor de lo que se recupera (2003, p. 36).

Esta posición diferente explica que la infancia sea un terreno experimental, idóneo para retomar la fenomenología de la sensación, la inocencia descriptiva y una reconfiguración de la creación estética. La crisis de la capacidad expresiva de la novela en el siglo XX lleva a veces a refugiarse en la infancia, escapándose de la representación naturalista de inspiración científica para continuar refiriéndose a la realidad a través de lo irracional y de una relación específica con el lenguaje. En particular, la escritura de la infancia es inseparable del desarrollo de las restricciones de focalización (como la practicada por Henry James), la polifonía, el solipsismo (Proust) y ante todo el monólogo interior que confunde lo externo y lo interno, la materia y el pensamiento, el flujo de sensaciones, las construcciones abstractas de la afabulación y el movimiento proyectivo de la imaginación temporal (piénsese en la primera parte de El sonido y la furia de Faulkner o en “Macario” de Rulfo). La escritura de la infancia permite también desplazar los límites del lenguaje, instituyendo un relato poético sobre mundos autónomos que pone lo real de lado y funciona alrededor de metáforas objetivadas y de asociaciones totémicas. Por último, el carácter originario, explicativo y fundador de la infancia, representa la génesis de la consciencia y al mismo tiempo la génesis del mundo, metaforizando a la creación, a sus posibilidades y sus dificultades. Reescribir el origen es reinventar la forma novelesca, aunque más no sea en el gesto de atribuir a ese otro inalcanzable que es el niño la dificultad de acceder a la comprensión del mundo (Schaffner, 2005).

Sería tedioso retomar y desarrollar las afirmaciones generales que preceden en relación con el ejemplo de García Márquez y, desde ya, con la escritura de su novela más importante, Cien años de soledad. La concepción de la infancia que se deduce de las lecturas arriba resumidas podría, en todo caso, enriquecer el análisis del “realismo” de esa novela y explicar parte de su apasionada recepción. Así, la infancia se convierte, de la mano de García Márquez, en un mito de origen, pero también en un epítome de la creación literaria: sueños, deseos, materialización de imposibles. De la literatura, en el sentido que le da Juan José Saer: crear falsos recuerdos para memorias verdaderas (2000). Esto no sería ajeno, quizás, al hecho de que tantos lectores y grupos sociales se identifiquen con sus textos y que Cien años de soledad pueda considerarse como lo que Pierre Nora denomina un “lugar de memoria”, espacio de construcción de identidades proyectivas (1984).

Hipótesis arriesgada, por supuesto. Contentémonos con afirmar que, leída desde Vivir para contarla, la infancia es un laboratorio estético. Porque el relato del regreso a Aracataca y sus derivaciones, encontramos no sólo un repertorio temático, una novela familiar, una prefiguración de una identidad de escritor, sino que el episodio, tan diferente del resto del libro, también muestra la emergencia de una modalidad, una estructura, la de un tono y un estilo, la de una perspectiva sobre lo narrado, un tipo de relación con la realidad; vale decir, lo que sería un ars narrandi; el episodio inaugural de la autobiografía narra el origen e ilustra, en su textualidad misma, el resultado de ese origen, es decir, una poética, un estilo, una relación con el mundo. La escritura, aquí está dos veces condicionada por su origen: en tanto que causa legendaria y que práctica concreta. Este aspecto es particularmente visible porque el resto del libro está redactado en un tono de autor cronista (con contadas excepciones, como el fulgurante episodio del asesinato de Gaitán). En cambio, el inicio es una prolongación de la obra de ficción, en términos estilísticos y metaliterarios, si no metafísicos como vimos. El tipo de distancia que se instala en Vivir para contarla (se vuelve para contar, anulando la mirada adulta), la adhesión ferviente en lo que se narra, la recuperación de sintagmas, giros, modos de expresarse oídos entonces, son la marca de una escritura. La vuelta es un mecanismo de creación.

INVENTAR EL PASADO

Vivir para contarla es en alguna medida el testamento literario de García Márquez, o en todo caso es el momento de volver a una carrera de escritor, más que al recorrido de una vida. La puesta en escena de ese viaje espacial hacia un lugar que ya no es el mismo y ese desplazamiento temporal hacia un pasado que, aunque inexistente, regresa con la doble dimensión de lo irremediablemente perdido y lo infinitamente narrable, ese viaje, acompañado e inclusive suscitado por la figura materna, asociada a un espacio inhallable y a un tiempo añorado, ese viaje hacia una esfera de realidad que sólo puede existir en la fantasía, en el relato, en la mirada atónita y crédula de un niño que sigue siendo niño a pesar de ser adulto, todo esto puede verse, entonces, como una representación mítica de los orígenes de la escritura. Representación en el sentido inmediato, material: la literatura es ese lugar que está y no está en la realidad, a la que se vuelve mentalmente para a la vez revivirlo y volverlo a perder; la literatura es esa mirada de un joven escritor que descubre, como Marcel en el último tomo de En busca del tiempo perdido, que lo que hay para narrar no es una historia ajena ni un tema inventado, sino el recorrido en pos de una memoria personal incierta. Bajo la sombra adversa del padre pero con la compañía de un escritor admirado cuya obra sirve, no de modelo, sino de ejemplo de transformación de un espacio real, quizás irrelevante, en un fabuloso mundo narrativo: así, en su mito de origen, García Márquez convierte lo enigmático (el surgimiento de una novela de incomparable éxito y de inmenso atractivo), convierte eso que no se explica, en una serie inteligible de acontecimientos. El mito de origen de García Márquez, repetidamente narrado en textos anteriores, se vuelve visible, cobra una formulación acabada y sintética en Vivir para contarla.

En todo caso, el ejemplo de Vivir para contarla, por la utilización de la infancia y del origen según los valores que intentamos resumir, nos invita a establecer otras analogías y a delimitar una serie heterogénea de otros relatos autobiográficos de la niñez. Dos ejemplos. Neruda y Confieso que he vivido (1974), en donde el regreso elegíaco al bosque austral chileno y al Temuco de la infancia permite, reescribiendo libros anteriores como el Canto general, atribuirle un origen mítico a la palabra poética, asociándola con la tierra, con la naturaleza y con un don nato para la expresión lírica, todo lo cual funciona como una repetición y como una sacralización: se refuerza así la estatua del escritor hugoniano que Neruda quiso ser. O, inclusive, y salvando las diferencias, recuerda el caso de los episodios del comienzo de Antes que anochezca de Reinaldo Arenas (1994), situados en una casa primitiva rodeada por una naturaleza tan mágica como improbable. Se trata de un espacio perdido antes de los diez años en el que se repiten episodios de varias novelas y en el que la mezcla de erotismo transgresivo, creencias sobrenaturales, amenazas mortuorias y exuberancia forma también una especie de lugar de origen —origen de ficciones y de estéticas— que cierra los sentidos de la obra. Un cierre particularmente explícito, ya que se expone cierto tipo de intencionalidad justo antes del suicidio del autor.

Funcionamientos similares pero no sentidos comparables. Vivir para contarlaamplifica, en alguna medida, una visión recurrente de García Márquez sobre su obra y en particular sobre Cien años de soledad, en la medida en que se reafirma la dimensión autobiográfica, digamos referencial, del libro. También retoma la creencia en lo narrado, la posibilidad de evocar con la fuerza de la nostalgia un tiempo perdido al que se adhiere, la naturalidad del cruce entre verosimilitud y magia. Porque a partir de Volver para contarla, el hallazgo de ese cruce puede explicarse: la evocación, tan vehemente, va más allá de la añoranza, porque logra pasar por alto las trampas de la queja melancólica para presuponer una realidad de lo soñado, una materialidad de lo imposible, una posesión imaginaria de lo inexistente. Un verdadero desplazamiento, también discursivo e imaginario, hacia el pueblo primigenio de la utopía literaria.

De cara a una carrera de escritor, y al final de su vida, García Márquez reanuda, una última vez y gracias a un nuevo relato de infancia, el gesto de apropiación de un pasado que no fue, que pudo haber sido, que se sueña como real. Es decir que al actualizar la vivencia infantil de pérdida, de creencia, de magia, muestra, hasta el final, que no renuncia a evocar y volver verosímil ese mundo fantasmático, repitiendo que lo perdido tuvo cierto tipo de existencia, todo lo cual es una manera privada y quizás anacrónica de defender la enigmática fuerza de transmisión que tiene la literatura. En lo que se refiere a la melancolía, puede recordarse, para terminar, que la queja ante la pérdida de algo que nunca se poseyó o que nunca sucedió o un objeto inventado, ese lamento inexplicable del melancólico es una manera, retrospectiva, de poseer a un imposible (Agamben, 1995). Así puede entenderse esta nueva y vehemente declaración sobre la verdad de lo imaginario; se trata de defender, con uñas y dientes y contra vientos y mareas, la realidad del deseo, el valor y la trascendencia de la ficción, la realidad de una pérdida fabulada. Es lo que hace García Márquez; hasta la última palabra repite: “ya les había dicho que todo era cierto”.

BIBLIOGRAFÍA

AGAMBEN, G. (1995). Estancias. Madrid: Pre-textos.

AGAMBEN, G. (2011). Infancia e historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

ARENAS, R. (1994). Antes que anochezca. Madrid: Tusquets.

BACHELARD, G. (1998). Poética de la ensoñación. México: FCE.

BOURDIEU, P. (1994). “L’illusion biographique” in Raisons pratiques. Sur la théorie de l’action (pp. 81-90). París: Seuil.

COMPAGNON, A. (1983). La Troisième République des Lettres. París: Seuil.

GARCÍA MÁRQUEZ, G. (2002). Vivir para contarla. Barcelona: Mondadori.

LAPLANCHE, J. & Pontalis, J.B. (1998). Fantasme originaire, fantasmes des origines, origines du fantasme. París: Hachette.

LEJEUNE, P. (2003). Les brouillons de soi. París: Seuil.

MANNONI, O. (1969). Clef pour l'imaginaire. París: Seuil.

MARTIN, G. (2014). Gabriel García Márquez. Una vida. Madrid: Debate.

NERUDA, P. (1974). Confieso que he vivido. Memorias. Barcelona: Seix Barral.

NORA, P. (1984). Les lieux de mémoire, tomo 1. París: Gallimard.

PIAGET, J. (2003). La représentation du monde chez l'enfant. París: PUF.

PONTALIS, J. B. (1997). Ce temps qui ne passe pas. París: Gallimard.

ROBERT, M. (1972). Roman des origines, origines du roman. París: Grasset.

SAER, J. J. (2000). El arte de narrar. Buenos Aires: Seix Barral.

SALDÍVAR, D. (1997). Viaje a la semilla. Madrid: Alfaguara.

SCHAFFNER, A. (Ed.), (2005). L'Ere du récit d'enfance. Arras: Presses Université d'Artois.