A Vicente, por haber sido capaz de transmitirme una milésima parte de su gran sabiduría. A Manuel, por enseñarme a vagar hasta las profundidades de mi ser. A mi madre, hermana y tía Maribel, por su apoyo y amor incondicional. A mis sobrinos, por ayudarme cada día a simplificar la vida. A Víctor, por su apoyo, motivación y bondad. A Raúl, por su gusto, delicadeza y sencillez y porque sin él no hubiera sido posible hacer este libro. Muchísimas gracias, Raúl, porque estos favores no tienen precio. A Ana, por el tiempo y el cariño dedicado.
A Pili, Fany, Soraya y Clara, por incentivarme a seguir escribiendo. A Natalia, Yolanda, Begoña, Nuria, Silvia, José Miguel y el resto de primos, por confiar en mí y en mis sueños. A toda mi familia, por el amor y cariño recibido. A Vanessa, Mariola, Irlanda, Natalia y Nuria, por su comprensión, lucha, compañía y, sobre todo, por sus risas. A Laura, Sara, Guaci, Rocío y todos los voluntarios de la fundación Vicente Ferrer por compartir conmigo los buenos y malos momentos de nuestra experiencia india. A Sharmela y Muthia, por sus lecciones de humildad.
A India, el país que me enseñó que TODO ES POSIBLE.
A todos los que se han ido cruzando en mi camino y de los que he conseguido sacar todo su optimismo.
A aquellos que me han enseñado a levantarme después de una caída y tomar fuerzas para seguir adelante.
A la vida, por ser lo que es.
Y a todos los que hayáis tenido este libro en vuestras manos, dejándome compartir el amor que hay en él.
Este libro se reimprimió
en diciembre de 2011
Título original: Lo que aprendí de un vagabundo
Primera edición: octubre 2011
Segunda reimpresión: diciembre 2011
© 2011, Marta Sarramián
© 2011, Raúl Barrio (Ilustración cubierta)
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright.
Printed in Spain. Impreso en España.
Diseño y maquetación: Raúl Barrio
Ilustración de la cubierta: Raúl Barrio
Impreso en Logoprint, S.A.
Logroño (La Rioja) España
Encuadernado en Encuadernaciones Industriales Cuervo, S.L.
Viana (Navarra) España
ISBN: 978-84-615-4041-9
DEPÓSITO LEGAL: LR-307-2011
www.martasarramian.com
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PRÓLOGO
Lo primero que vino a mi mente cuando comenzó a rondarme la idea de escribir un libro sobre India fue su título. Recuerdo, exactamente, el momento preciso en que cayó en mis pensamientos.
Estaba tumbada boca abajo, completamente relajada mientras me daban un masaje ayurvédico corporal. Llovía torrencialmente en Hampi (India), las gotas de agua caían sobre la uralita del techo, olía a incienso y aceite de coco. Me sentía bien entre las manos de aquella mujer que recorría mi cuerpo. Mi mente estaba en blanco cuando, de pronto, por mis pensamientos voló aquella frase como un ángel anunciador que viene y va. Desperté de mi letargo y me dije a mí misma: Lo que aprendí de un vagabundo, ¿por qué no? Y, aunque me habían dicho que lo último que se decide cuando se escribe un libro es su título, presentí que aquel libro no iba a seguir el proceso normal puesto que iba a dejar a un lado la cabeza para dar rienda suelta al corazón.
Empecé a escribir un día cualquiera de enero con el único propósito de relatar una historia para mis amigos y para mí misma. Hasta ese preciso momento de mi vida había aprendido, digerido y disfrutado tanto que quería compartirlo con la gente a la que quiero y por pensar y soñar más, repartirlo al mundo. Quería escribir, pero sobre todo, deseaba transmitir todo lo que me habían enseñado y que en cierto modo, yo ya sabía. Aquí queda reflejada parte de los conocimientos y sabiduría que me han trasladado aquellos que me han marcado.
Siempre supe que alguna vez en mi vida escribiría un libro y aquí está. “Lo que aprendí de un vagabundo” es mi primer bebé y lejos de hacer grandes retoques, una vez ya escrito, he querido dejarlo y conservarlo como estaba para que, de este modo, conserve la frescura de un corazón abierto a todos vosotros. Un viaje al centro de un alma para que todos los que tengáis este libro entre vuestras manos podáis, si así lo deseáis, hacer el recorrido más vertiginoso y, a la vez, gratificante de vuestra vida. Un viaje hacia vosotros mismos.
El protagonista de la historia, Manuel, existe como tal. Un vagabundo que se cruzó en mi vida y que me hizo enderezar mi rumbo. Un ser especial que sin nada me lo dio todo y con ese todo me devolvió a la nada para enseñarme a sentir y vivir desde otra perspectiva. En Manuel se concentran muchas de las personas que han pasado por mi vida dejando una huella imborrable. Los personajes de este libro corresponden a personas reales que, de alguna manera, me marcaron para siempre. Por respeto a ellos, he variado algunos nombres, historias y lugares. Aquí queda la esencia de cada uno de ellos. Aquellos que con todo su amor me regalaron parte de su ser.
Con la ilusión de quien comparte algo muy simple y, a la vez, muy suyo, os regalo esta historia, para que cada uno de los que la disfrutéis podáis hallar en ella la esencia que yo hallé.
Lo que aprendí de un vagabundo
MARTA SARRAMIÁN
A Vicente Ferrer, por su energía, sabiduría y su tremenda humildad.
A mi madre, por enseñarme a no rendirme ante nada y convertirse cada día
en mi fuente de inspiración.
Santiago de Compostela (España), 2010
Llovía a mares en Santiago de Compostela, pero esa tarde había decidido salir a pasear. Me calcé las botas de agua, cogí el paraguas que me habían regalado en la última conferencia ofrecida y me dispuse a salir del hotel donde estaba alojada.
Por alguna extraña razón, me gustaba pasear bajo la lluvia. Sabía que la tierra lloraba y yo salía para consolarla y recordarle que no estaba sola en su llanto.
El sonido de las botas al pisar los charcos acompañaban mi camino. “Chof, chof, chof...” y, de esta manera, iba componiendo la música de mis pensamientos y sentimientos. El compás variaba en función de las ideas que corrían por mi cabeza.
Si mis pensamientos se centraban en trabajo, el ritmo era acelerado, seco y firme. Mis botas pisaban con la fuerza del enfado y el estrés.
En cambio, si me dejaba llevar por las sensaciones de ese momento, todo parecía fundirse en un único sonido. La lluvia golpeaba mi paraguas de forma suave y armoniosa, los pasos se ralentizaban y mis pies flotaban por las calles mojadas. Las pisadas ligeras acariciaban el agua y mi respiración tranquila llenaba mis pulmones de aire puro, sacando las impurezas de mi cuerpo y de mi mente.
Me paré. Estaba sola en aquella calle estrecha. La lluvia no cesaba. Volví a respirar sintiendo cómo la brisa fresca de primavera entraba por mi nariz hasta llenar mis pulmones cargándolos de oxígeno blanco, azul, cristalino y puro. Y expulsé toda la ira acumulada, la tensión de aquellos años, la carga de un pasado empeñado en acompañarme para el resto de mi vida. Lo saqué de mí, con tanta fuerza y tanto ahínco que pensé que había sido yo la causante de aquel viento huracanado que se había levantado de repente y que casi me derribó.
En tan solo unos minutos, el cielo ennegreció y las nubes descargaron toda su furia sobre la oscura ciudad. Tuve que apoyarme en los altos muros de un antiguo palacio para vencer las fuertes ráfagas que habían hecho fracasar mi paseo. El paraguas se dobló hacia fuera y ya no me protegía más de la lluvia. No sabía dónde agarrarme para no salir volando en aquel momento que parecía salido de una película de terror. Luchaba por mantenerme en pie, sin intención alguna de moverme de aquel callejón sin salida en el que me vi atrapada. Todo se tornó oscuro. Con mis manos trataba de protegerme la cara contra los latigazos que me dispensaban la lluvia y el viento. Mi cuerpo comenzó a entumecerse y me acurruqué en una esquina esperando a que aquella rabia de la naturaleza pasara y me dejara ir al hotel para tomar una ducha de agua caliente y, después, recordar aquello como una mala tarde.
Inesperadamente, una mano agarró con fuerza mi brazo y tiró hacia sí misma, sin darme tiempo siquiera a ofrecer resistencia. Cuando reaccioné, me hallaba dentro de un portal deshabitado y oscuro frente a aquel hombre que me había descolocado por su brusquedad y rapidez. Alcé la vista y reconocí aquella mirada al instante.
Estaba a salvo.
Habían pasado siete años desde nuestro último encuentro, sin embargo, él seguía teniendo el mismo aspecto jovial, vital y atlético. Una imagen ante la cual me sentí más envejecida que nunca, ya que los años habían marcado en mi rostro la huella imborrable del paso del tiempo.
Experimenté una gran alegría al verle, tanta como la envidia que despertaba en mí su inmutabilidad ante los años transcurridos. Sabía que seguía siendo el mismo por dentro y por fuera, y que su único cambio había sido una evolución a mejor.
Sus brazos agarraban con firmeza los míos y en un abrazo intenso y largo volví a captar su vitalidad, energía y gran corazón. En su mirada se reflejaba la tranquilidad y el misterio de quien ha pasado largas horas en la más absoluta soledad, buscando el vacío de un alma perdida.
Desprendía sentimientos positivos, esos que sólo son capaces de transmitir los que han entregado su vida por los otros. Notaba en sus manos mucho amor y una gran ternura pero, a la vez, me embriagaba la más completa soledad, una sensación que lejos de aterrarme hacía que me sintiera tranquila y en paz. Todo en él era un enigma. Un hombre cuya sencillez provocaba el gran halo de misterio que giraba en torno a él. Un pozo de sabiduría que había encontrado escarbando en las profundidades de su ser, sin buscar en los libros o en los documentos. Él sabía que la riqueza y el conocimiento lo tenemos todos dentro de nosotros mismos. Firme en sus decisiones había llegado a adquirir grandes habilidades sin necesidad de recurrir a escritos o a grandes expertos en diferentes materias.
Hurgando en los recovecos de las almas había conseguido comprender la historia y el funcionamiento de las leyes, el universo y nosotros mismos. –Todo es más simple de lo que parece. Vivimos en un mundo en el que se busca explicación a todo, una razón científica ante hechos y fenómenos que no la tienen. Algunas cosas son como son y así es como hay que asumirlas –solía decir.
Sus palabras sonaban tan firmes y convincentes que resultaba difícil rebatir semejante obviedad. Sabedor de su capacidad de comunicación y de su fuerza interior, se amarraba a estos talentos para hipnotizar a quienes estaban a su lado. Porque en el fondo, Manuel, mi gran amigo y maestro, aquel hombre que en ese momento me rescató de la lluvia que bañaba mi cuerpo y mi corazón, era como un chamán que, empleando sus poderes, dejaba a sus presas en libertad una vez que les había hipnotizado y vaciado por dentro. Las dejaba vivir libres de toda atadura y las soltaba en el mundo que ellas mismas creaban, sabiéndose libres como siempre lo habían sido. Su amor adquiría dimensiones inconmensurables, tantas como las de su capacidad de odiar, aunque a ésta la había dejado aparcada años atrás cuando aprendió que sólo amando se puede recibir amor y que éste será devuelto en la misma cantidad que se entrega. Ésta era su maravillosa fórmula de la felicidad. Amaba a todos los seres de la tierra, sobre todo por sus defectos, porque, como solía decir, estos los hacían más humanos. Era capaz de ver más allá. Detrás de una ropa cara o un maquillaje perfecto se escondía un alma que él podía desenmascarar en segundos. Diseccionaba las almas para sacarles el más puro de sus frutos.
Directo, extremista y franco, sus verdades aterraban y sólo los más valientes se atrevían a indagar con él en las profundidades de su ser.
Me siguió abrazando hasta que me notó calmada. Entonces respiró. Nos volvimos a mirar y tras unos segundos para tomar conciencia de dónde y con quién estábamos, comprendimos que este encuentro no era fruto de la casualidad. Desde nuestra despedida en Calcuta, habían quedado asuntos por zanjar entre nosotros y ahora era la ocasión ideal para solucionarlos. Siete años más tarde que para él parecían no haber transcurrido, sin embargo, yo no era la misma. Había dejado olvidada la ilusión y la alegría que me acompañaba cuando nos conocimos en India. Había pasado de ser la joven de Calcuta, risueña y soñadora con brillo en los ojos y ganas de comerse el mundo, a ser una mujer ejecutiva de Nueva York agotada por el ritmo frenético del trabajo. Desde que me había trasladado a la ciudad de los rascacielos, no hacía otra cosa que trabajar y me había dejado empujar hacia el abismo de las largas horas de oficina lejos de la gente que un día me inspiró. Mi tiempo se consumía entre informes, reuniones y llamadas de teléfono. Me levantaba todos los días a las cinco y media de la mañana y el cansancio acumulado había hecho que abandonara mis buenas prácticas diarias. El yoga, la danza y la meditación habían pasado a un segundo plano que permanecía oculto y dormido dentro de mí. Me había vuelto a perder y sufría al pensar cómo había podido caer de nuevo en ese bucle superficial y vacío que nada me aportaba. No entendía muy bien cómo habiendo podido alcanzar los máximos niveles de felicidad como alcancé en India, me hallaba de nuevo en esa situación de pérdida vertiginosa, vacío absoluto y gran infelicidad. Me culpaba a mí misma por haberme dejado arrastrar hasta ese punto. Hacía ya mucho tiempo que mi cuerpo me estaba dando señales de querer salir de allí, de escaparme de esa vida en la que sentía que mi alma estaba encerrada dentro de un mundo y un ritmo que no eran suyos. Quería correr y gritar, volver a sentir como un día lo había hecho, pero no sabía cómo.
Y allí, en aquel portalón en penumbra, con el pelo chorreando y mi cuerpo encogido de frío, volví a cruzarme con el calor de su mirada y de su cuerpo. Delante de Manuel, un vagabundo que tenía el mundo por montera, hallé la respuesta a muchas de mis preguntas. –El secreto está dentro de ti, sólo necesitas tiempo–. Eso es lo que quería y lo que deseaba, tiempo para mí, para volver a ser yo misma y así sentirme libre. Sin embargo, sabía que aquello no iba a ser nada fácil.
Durante una hora no hablamos, nos limitamos a estar allí viendo la lluvia caer y sintiendo la compañía de la otra persona en silencio. Aquel silencio que en tantas otras ocasiones nos había unido.
La despedida en Calcuta había sido dura, como todo él. Hombre de extremos, rotundo en su ser y en sus opiniones, sabía que un día se iría y que sería para siempre. Y así fue. Aquellos meses en India los habíamos vivido con intensidad, conscientes de que aquello tenía un principio y un final, pero nunca imaginando que el final se hallaba tan cerca de nosotros.
Había estado despierto hasta las dos de la mañana con la esperanza de que yo volviera y cambiara de opinión sobre aquella decisión que, sin quererlo, nos iba a separar para siempre. Nuestro viaje por India llegaba a su fin.
A las siete de la mañana, como todos los días, se levantó.
– Tú sigue tu camino que yo seguiré el mío. Has de seguir los impulsos de tu corazón y hacer lo que sientas –me dijo mientras recogía sus cosas. Empaquetar le llevó tan solo unos minutos.
–Un vagabundo no necesita grandes tesoros para vivir –acostumbraba a decirme cada vez que hacíamos las mochilas para conocer otros lugares.
Se fue y, con él, todo mi ser. Me sentí tan vacía que no supe hacer otra cosa que seguir durmiendo puesto que sabía que el tiempo, con sus días y sus noches, todo lo cura y cicatriza.
Había conocido a una persona única, alguien irrepetible, uno de esos genios que se dejan caer por el mundo sabiéndose acreedores de un gran talento y potencial. Vivía en un mundo que se alejaba mucho del suyo. Le dolía que la sociedad, enganchada a la enfermedad de la crítica, la intolerancia y el miedo, le juzgara por su manera de ser y vivir. Sufría al ver cómo muchos de nosotros estábamos atrapados en una vida que no era la nuestra, dentro de una sociedad enferma de ambición y ego. Aquella que ni siquiera había perdido un minuto de su tiempo en saber qué hay detrás de un vagabundo que ha elegido esa forma de vida para sentirse libre. Hacía muchos años que Manuel se había despojado de todos sus bienes para vivir entregado a los demás. Vagaba por el mundo en busca de almas dolidas y necesitadas a quienes ayudar. De este modo vivía con la riqueza que le producían una mirada agradecida o la sonrisa de un niño.
Y a mí me rescató en medio de una crisis, esa que las mujeres tenemos a los treinta y tantos cuando no sabemos qué hacer con nuestra vida y echamos la vista atrás mirando horrorizadas todo el camino erróneo recorrido. Había sido mi guía y mi referencia durante esos meses, me había enseñado muchas cosas pero, sobre todo, de él había aprendido a amar con franqueza desprogramándome de todos los entresijos de nuestra cabeza y dejando actuar a mi corazón. Ahora era el corazón quien guiaba mis pasos y el que dictaba a mi cabeza los movimientos a seguir.
Me sentía feliz, libre y pura, y él lo hacía de la misma manera. Sin embargo, nos dejábamos ir, nos separábamos sin entender muy bien por qué. Sabiendo únicamente que esta vez nuestros corazones no iban al compás.
Le miraba sin fuerzas para retenerle, mi corazón sabía que esta vez era definitiva y que lo único que me quedaba era llorar su ausencia y acostumbrarme a estar sola en mi vagar. Sabía que esto ocurriría pero nunca me lo había imaginado tan inmediato. De todas las formas que había pensado que fuera nuestra ruptura, ésta no la hubiera imaginado jamás. Se fue sin mediar palabra, contento y triste a la vez. Y en su mirada leí lo mucho que me amaba.
Nos habíamos separado otras veces, pero siempre con la esperanza y la certeza de que era algo temporal. Una de esas veces en las que él había decidido emprender su vuelo y seguir su naturaleza errante y despierta, me acerqué a la habitación donde él dormía para rogarle, por última vez, que siguiera conmigo, que no me abandonara a mitad de camino, que continuáramos juntos en esta aventura que habíamos hecho nuestra.
–Éste es el camino que tú has elegido, no me puedes pedir que te acompañe si no lo siento. Has de hacerlo tú sola y aprender de ti. Conócete a ti misma y enfréntate a situaciones nunca vividas para que descubras cuál es tu verdadero yo, todo lo que hay dentro de ti. Ódiate, enamórate, enfádate contigo misma, grita, respira, llora, ríe, haz lo que sientas pero hazlo tú. Sólo así conocerás quién eres y hacia dónde te diriges. Sólo así sabrás cuál es tu eje, qué es lo que te mueve y por qué– me dijo mientras yo yacía en la cama viendo como el hombre al que tanto admiraba se estaba alejando de mí. –Puedes venir conmigo, acompañarme a conocer lugares inimaginables y perdidos, gente genuina, pero tiene que salir de ti. Yo aquí ya he hecho todo lo que tenía que hacer. He de irme. Vente a descubrir el mundo conmigo. Dame tus ojos para tomar perspectiva y yo te daré mi ser. Tú y yo seremos uno –me pedía con su voz cautivadora.
–A un pájaro libre no le puedes encerrar en una jaula –le decía yo cada vez que me pedía dejarlo todo y emprender un vuelo juntos–. Sé cómo eres y en cualquier momento me dejarás porque tu espíritu te pide llegar a sitios donde yo no quiero ir. –Esta conversación tan repetida como las veces que nos dijimos hasta luego, terminaba siempre en un infinito silencio y miradas profundas que penetraban dentro de nuestra alma.
Se sentó a mi lado y posó su mano en mi pecho para sentirme respirar otra vez. Dentro, fuera, inspirar, expirar. Algo tan sencillo, rutinario y monótono como la respiración se había convertido entre nosotros en la mejor manera de comunicarnos. A través del silencio, la intensidad y el ritmo con que hinchábamos nuestros pulmones sabíamos perfectamente en qué estado nos encontrábamos. ¡Cuántas veces me había calmado!
–Tranquila, expúlsalo todo. Ahora ve respirando poco a poco por la boca. Una. Dos. Tres. –Acompañaba cada una de mis respiraciones con las suyas, para que los dos fuéramos uno. Para convertirnos en aire y comenzar a volar–. Inspira fuertemente. Mete aire puro. Siente cómo el oxígeno entra en tu cuerpo y llega a todas las partes de tu piel –continuó exhalando lentamente por la boca su respiración contenida.
–Siente cómo entra por las fosas nasales y refresca tu garganta, pasa por tu tronco que se hincha de energía y pureza y, poco a poco, va llegando lentamente a tus pulmones. Vida, energía, blanco.
Ahora expira. Expulsa tu rencor, tu rabia. Descarga toda la ira que tienes dentro y saca la negrura que hay en ti. Sácala hasta sentirte limpia, pero hazlo poco a poco. Inspira, expira. No hay prisa. Disfruta de cada aliento oxigenado que entra en ti –susurraba estas palabras a mi oído sabiendo que eran como gotas de rocío que penetraban y calaban dentro de mí. Frescor de cada mañana, aire puro que limpiaba la escarcha de mi ser. Y continuaba murmurando cuentos imaginados en paraísos soñados.
–Imagina que estás en el mar y que tu respirar son las olas, que vienen y van. La marea está tranquila y el mar descansa mojándote los pies y acompasando tu relax. La espuma que humedece tu piel permanece en tus pies cuando las olas ya se han ido. Te gusta la sensación de frescor. El mismo que entra en tu cuerpo a través del aire.
Oxígeno.
Pureza.
Vida.
Miras al frente y se divisa el horizonte. La frágil línea que separa el inmenso mar azul del cielo. Atardece y tu cuerpo siente la suave brisa que penetra por todos los poros de tu piel para refrescarte. Vuelves a respirar y te sientes más relajada y tranquila. Eres tan ligera que podrías alzarte y emprender el vuelo de las gaviotas que ves a lo lejos.
Sus palabras venían siempre acompañadas del suave y fresco aliento de su boca que expulsaba cada vez que yo expiraba. Aire que traspasaba mi piel para entrar en el fondo de mi alma. Buscaba lo que me hacía mal con la intención de combatirlo, vencerlo y expulsarlo. Conseguía sacar el enfado, la frustración y la pena contenida. Entonces, yo explotaba a llorar y con cada una de mis lágrimas se iba cada indicio de malestar. Lo lloraba todo para quedarme vacía y, de este modo, poder comenzar de nuevo y darle paso a lo bueno, a la pureza, al corazón y a todos los detalles inimaginables que hacían que los días fueran tan especiales. Lo sentía con tanta intensidad que la emoción embriagaba mi corazón.
La primera vez que se fue, sentí la pena y el vacío que invade a cualquier persona hechizada por amor. Fue entonces cuando descubrí que me había enamorado locamente de ese ser que vagaba por el mundo sin más pretensiones que ayudar a aquellos a los que percibía alicaídos o perdidos. Y yo fui una más de sus pacientes a las que rescatar del abismo de la nada.