Dejamos a nuestras espaldas, a Chebo, más pobre y más infeliz que nunca, seguros de que si le hubiéramos preguntado en ese momento, qué hubiera preferido, su respuesta habría sido, seguir viviendo en la ignorancia absoluta, con sus gorrinos y sus gallinas, esos que no dan guerra, no protestan y saben vivir día a día.
Vivir o sobrevivir, ¿de qué estamos hablando? De pura supervivencia o de mera apariencia.
A mi hermana, por su capacidad de amar y escuchar.
A todos los que confeccionaron los trazos de esta historia.
Todo comienzo tiene un final.
El comienzo de este libro fue en el mismo momento en que dos amigos y yo llegamos a la playa de una isla del Pacífico que creíamos desierta, pero que, sin embargo, estaba poblada por un único habitante, Chebo.
Chebo, uno de los protagonistas de esta historia, quiso vender su isla y nosotros quisimos ayudarle. Fracasamos en el intento, dándonos cuenta de que haciéndolo le estábamos lanzando a las garras del león, a los dientes del lobo hambriento y feroz que es en lo que se convierte el hombre cuando ambiciona dinero y poder. Le empujamos a la oscura sociedad de la avaricia.
Y Chebo, mi dulce amigo Chebo, se asustó como el niño que era, le rasgaron de un sablazo su inocencia y, ante semejante situación, se lanzó vertiginosamente al refugio del alcohol. Creamos ilusiones que nunca se cumplieron, despertamos esperanzas que allí se quedaron, pero por unos meses, cortos, largos o eternos, vivimos el sueño de Chebo en nuestra piel, sin ser conscientes ninguno de nosotros de que aquello iba a pasarnos factura.
Nos equivocamos, y yo, personalmente puedo decir que aprendí del error cometido. Nos dieron una lección tan apasionante como dura en su esencia y en su acción. De allí, me quedan los momentos de soledad en aquel trozo de tierra, las sonrisas de mis amigos y la dulce mirada del niño que siempre será el isleño.
Y como final de esta historia, salió este libro. Quise recopilar en él, no sólo los anhelos del corazón del isleño, sino de muchas de las personas que se han cruzado por mi camino en mi andadura como cooperante y viajera de un mundo que tantas veces parece irreal. Todas y cada una de las historias que leeréis más adelante, son un tributo a estas personas. Todos los personajes que forman esta historia tienen su inspiración en ellos, pero por respeto a su identidad, la mayoría de ellos quedan reflejados aquí con otro nombre. No necesité inventarme casi nada, porque por suerte o por desgracia, quienes han tejido los trazos de esta historia fueron narrándome gustosos los pesares de su alma y las historias de su vida.
Como reflejo, gratitud y reivindicación de lo que ellos viven día a día y, sin embargo, queda oculto bajo las ramas de sus selvas, escribí esta historia, para dar a conocer unas vidas dignas de ser plasmadas, y poder así, abrir los ojos a un mundo que va mucho más lejos de nuestra propia isla. Hay que bajar a los abismos de la tierra para lanzar el vuelo, porque la gente bella nunca surge así como así.
A todas esas almas, hermosas y delicadas, que me acariciaron con sus cánticos de vida, les dedico este libro.
A mi querido maestro y amigo, Chebo. Gracias.
Hicieron una parada en el camino. Llevaban once horas metidos en aquel viejo todoterreno y las carreteras habían ido cada vez a peor. Se hallaban en el medio de una pista embarrada y llena de socavones que les impedía circular a más de quince kilómetros por hora. Cada bache golpeaba los huesos cansados y entumecidos de Germán y Daphne. Desde que habían salido de Panamá a las cinco de la mañana por la carretera panamericana, rumbo a aquella isla misteriosa, sólo habían parado media hora para comer y estirar las piernas. Las ganas de llegar les habían empujado a seguir conduciendo, pero, tras varias horas de recorrido y viendo que no llegarían a la isla de día, decidieron descansar y tomarse lo que les quedaba de ruta con tranquilidad y sosiego.
Se detuvieron en lo alto de una cima desde la que se divisaba el mar. Daphne sacó su cámara para inmortalizar aquel momento y retenerlo en el tiempo. Desde aquel punto, podía divisar el horizonte bajo un gran manto de selva que cubría todo con un verde intenso y brillante, roto tan solo por algunas casas aisladas. A varios kilómetros de distancia se hallaba el océano Pacífico que, visto desde arriba, parecía calmado y sereno. La luz del atardecer le otorgaba un aspecto mágico casi embriagador. Se veían varias islas como pequeños promontorios en el inmenso azul. Verde y azul, esos eran los colores de Panamá, un país donde la frondosidad de los árboles descansaba a orillas de los dos océanos que bañaban aquel pedazo de paraíso.
Daphne se sentía bien y, tras disparar su cámara, respiró profundamente el oxígeno de la selva, un aire tan denso que podría cortarse, al que ella, sin embargo, ya se había habituado. Giró hacia su derecha y centró su mirada en una mujer que se alejaba por el camino embarrado. Aquella señora anónima que parecía otorgar un momento de realidad en la memoria fotográfica de Daphne, se había convertido en la protagonista de su atención. Tenía las chanclas llenas de lodo y detrás de aquel paraguas, que sólo permitía ver la mitad de su cuerpo, se intuía una madre de unos cincuenta años que arrastraba sus pies al igual que lo hacía con su vida. Envuelta en un viejo vestido, avanzaba a paso lento por el sendero curvo y rodeado de vegetación. La observó hasta que su cuerpo se perdió en la lejanía tras una curva. El rojo de su paraguas resaltaba en el objetivo de la cámara de Daphne. Era el rojo de la vida, la pasión y el amor que ella sentía en ese mismo momento.
Había llegado a Panamá por casualidad. Nunca se habría propuesto acabar en ese país, ni mucho menos pasar tanto tiempo, pero el trabajo y la vida le habían conducido hasta allí para grabar un documental sobre la amenaza de desaparición de las comunidades indígenas. Desde hacía dos años, compaginaba su trabajo con sus dos pasiones, el mar y el submarinismo. Panamá era el paraíso absoluto para su práctica. Aquel país le había abierto las puertas, ofreciéndole miles de posibilidades para disfrutar de la naturaleza y el aire libre.
Al principio le había costado bastante esfuerzo adaptarse a un clima tan húmedo y caluroso, ya que venía directamente de París, donde había estado montando su último documental grabado en un pequeño pueblo de Perú. Cuando aterrizó en el aeropuerto de Tocumen, le invadió una falta de aire que le paralizó durante unos segundos. Tras dar varias bocanadas, intentando encontrar el oxígeno en un ambiente tan denso y cargado, los poros de su piel comenzaron a sudar y transpirar tanto que pensó que, en cuestión de minutos, iba a padecer una deshidratación tal que la devolvería directamente a su ciudad. Se sintió desfallecer y, una vez más, se hizo la misma pregunta que se hacía siempre que llegaba a un nuevo destino, -¿qué carajo hago yo aquí?-. Sabía que esta pregunta, así como las miles de sensaciones y sentimientos que recorrerían su cuerpo y su mente durante los próximos días, formaban parte de un proceso de adaptación que conocía de sobra. A sus treinta y tres años había vivido en trece países diferentes, sin contar todos los cambios y traslados dentro de cada uno de ellos.
De París, su ciudad natal, recordaba su tierna infancia, los paseos por el parque con su padre y las tardes de lectura con su madre, al calor de la chimenea en los días de invierno. Le gustaba mucho Francia, sin embargo, no se sentía de allí. Desde los dieciocho años, había viajado por todo el mundo, lo que le había permitido abrir los ojos a miles de culturas y personas diferentes, habiéndola convertido en una mujer abierta, tolerante y sonriente ante las miles de posibilidades que flotaban en la tierra y las diferentes maneras de vivir con las que se había encontrado.
Con una curiosidad insaciable y deseosa siempre de saborearlo todo, se había lanzado a experimentar vivencias, momentos y encuentros que le hacían amar la vida cada vez más. Sin embargo, cuando le entraba la nostalgia, sentía un gran vacío al notar su desarraigo, su vuelta a ninguna parte, porque ya no tenía un lugar donde regresar.
A los dieciocho años, había sufrido la pérdida de su padre y su madre padecía alzheimer en un estado tan avanzado que ya no reconocía a nadie. Cada vez que regresaba a París era una transición entre una vida y otra, entre un país y otro. Su ciudad se había convertido en una escala más donde pasar sólo los meses necesarios para visitar a su madre, digerir una experiencia y prepararse para otra. Huía de la ciudad que tan buenos recuerdos le brindaba de su infancia, y procuraba no permanecer demasiado tiempo allí, por miedo a distorsionarlos. Se sentía afortunada por todo lo que le había tocado vivir y cuando las lágrimas invadían sus ojos cargadas de recuerdos, intentaba transformarlos en aprendizaje, ya que según decía su abuelo, un viejo sabio de Sri Lanka, todo lo que sucedía en la vida era para aprender y extraer una lección positiva.
Su padre, un pintor afamado de París, le había enseñado a apreciar las pequeñas delicias del día a día. Con sus pinturas había despertado en Daphne una gran creatividad y una imaginación desbordante que preocupaba a las profesoras del colegio y asustaba a los niños de su clase. Le había transmitido su pasión por el submarinismo y con él había aprendido a disfrutar del mar como parte de la naturaleza y a penetrar en él, como si fuera un pez, amándolo y respetándolo al mismo tiempo.
Su madre, una viajera incansable que lo había dejado todo siguiendo los impulsos del amor, le había enseñado varios idiomas y trasladado su sed por conocer viajando. En sus veranos, Daphne alternaba su estancia entre la casa de playa de Las Landas, donde vivían sus abuelos paternos y un pueblo pequeño de Castilla y León, en España, de donde venía su madre. Un lugar en el que el tiempo parecía estar estancado y donde el único cambio palpable era el color del cielo que, con sus atardeceres y amaneceres, recordaba que había pasado un día más.
La mezcla variopinta entre un artista parisino acaudalado y una atractiva mujer de origen humilde, había hecho de Daphne la fusión perfecta, confiriéndole unos rasgos sensuales y afrancesados que reflejaban su personalidad fuerte, equilibrada y decidida, y un poder camaleónico que le ayudaba a acoplarse fácilmente a cualquier lugar o situación. Por este carácter tan directo y decidido, conseguía entablar mejor amistad con los hombres que con las mujeres, lo que les hacía volverse locos a ellos y despertar envidias entre ellas. Su arrolladora personalidad y modo de vida diferente, iban siempre acompañados de duras críticas y juicios de valor entre los que la rodeaban, a los que ella respondía con indiferencia porque consideraba que hay puntos de vista que no merecían la pena ser tratados o explicados.
Era consciente de su mestizaje físico, personal y cultural. Desde pequeña le habían educado en la diversidad y sus ojos verdes podían ver más allá de lo que otros hacían. Su abuelo paterno, el viejo sabio de Sri Lanka -como le llamaba ella-, le había inculcado el hinduismo y la magia de este país. Cada año le había llevado al templo de Shiva, para hacerle las ofrendas y pedir protección para ella y su familia. Para Daphne, su abuelo era su mejor amigo y maestro. Cuando su padre murió, corrió a refugiarse a su casa, en busca de la paz y tranquilidad que le ayudara a recuperarse de aquel duro golpe. Fue él quien le enseñó a agradecer lo vivido y a concebir la vida como una enseñanza continua, disfrutando del presente, sin perder de vista el futuro y tampoco olvidar el pasado que le llevó hasta allí.
Con un padre muerto y una madre con alzheimer, Daphne afrontó la situación con la entereza que se había forjado en ella gracias a la educación recibida. Su valentía y gran fortaleza le hacían tomarse las circunstancias de su vida con humor. Su abuelo había estado siempre a su lado. Entre los dos encontraron el centro perfecto para su madre. Un lugar donde ella hubiera deseado vivir, un remanso en medio de un bosque donde el sonido del río, los árboles y los pájaros hacían sonreír hasta al más loco. El centro era un reclamo a las sensaciones. Al llegar allí, supieron que ése iba a ser el nuevo hogar de su madre.
-Aquí por lo menos será capaz de sentir. Tu madre va a estar muy bien en su nueva casa -el abuelo agarró la mano de su nieta al sentir que a Daphne le flaqueaban las fuerzas.
-Me siento fatal al dejar a mi madre aquí -Daphne hablaba con la voz entrecortada.
-Es lo mejor que puedes hacer por ella. Va a estar mucho mejor que contigo. Cada uno tenemos definida una vida y tú no puedes cargar con la responsabilidad de cuidarla toda la vida. ¿Cómo te crees que se sentiría ella si viera que has dejado todo por ella? A ninguna madre le gustaría saberlo, ni siquiera pensarlo.
-Intento convencerme a mí misma, pero mi conciencia no se queda tranquila. Es mi madre, la mujer que lo daría todo por mí, la mujer que me dio la vida -dijo Daphne llorando.
-Así como te la dio, ella no te la quiere quitar y si renuncias a tu vida por ella, tu esencia y una parte de tu ser, morirá –alegó apenado su abuelo-. Daphne, antes de llegar aquí, ya habías tomado una decisión y estabas totalmente segura de que era lo mejor para las dos. Ahora debes dar el paso adelante. Este es el lugar donde tu madre querría pasar su jubilación. Ella ya ha vivido todo lo que tenía que vivir, no le hagas pasar lo que le queda de vida entre las cuatro paredes de tu casa por el mero hecho de que tú te vas a sentir culpable como hija. Es lo mejor que puedes hacer por ella y por ti -apretó con más fuerza la mano de su nieta en un código no verbal que sólo ellos entendían-. Mírala, ahora mismo está sonriendo, no sabe dónde está, ni con quién, pero se siente bien.
-Tengo que preguntárselo a ella para quedarme tranquila -y en un arrebato de niña, salió corriendo hacia las faldas de su madre–. Mamá, mamá -gritó y su pueril expresión cambió bruscamente cuando recordó que su madre no la reconocía.
-¿Usted quién es, señorita? -preguntó la madre con aire alegre y sin parar de sonreír-. ¿Puedo ayudarla? -su enfermedad no había logrado cambiar su carácter amable. Agarró la mano de aquella hija desconocida. –Su cara me resulta familiar, ¿vive aquí desde hace mucho tiempo? Es un lugar precioso, ¿verdad?
-Sí, así es -y en ese mismo momento, supo que su madre viviría allí hasta el día de su muerte.
Pasó mucho tiempo hasta que Daphne se repuso de aquellos dos golpes, pero cuando lo hizo, salió reforzada y más vital que nunca. Su abuelo le había dicho que la vida era un recorrido de circunstancias y barreras que superar para aprender lecciones en cada una de ellas. -La vida es lo que es, lo único que está en nuestra mano es la manera en que decidamos afrontarla -.Y ella tenía ganas de comerse el mundo a bocados. Era joven, inteligente, atractiva y consciente de la alegría y buena energía que podía transmitir. Orgullosa de la infancia que había tenido y sabiendo que sus padres seguían muy dentro de ella, decidió mirar para adelante y sólo volver al pasado para coger aire y sonreír. Empezó a recorrer el mundo, viviendo de su arte y creatividad, así como le había enseñado su padre, y viajando como un día había hecho su madre. Se dirigía hacia dónde quería ir, sin billete de vuelta, y abandonaba el país cuando su cuerpo se lo demandaba. Ella misma se había impuesto una misión: ir, ver, aprender y transmitir, y así lo haría a través de sus documentales y fotografías.
Había estado en todos los continentes y, en cada uno de ellos, había vivido experiencias extremas, buscando lo más profundo de cada persona y estudiando los límites de la capacidad humana. A Daphne le gustaba vivir al límite y su enorme curiosidad le llevaba a enfrascarse en aventuras de las que, muchas veces, se había arrepentido.
Su inquietud y curiosidad se hallaban en el punto más álgido cuando aterrizó en Panamá. Iñaki, un amigo español al que había conocido años atrás en un viaje a Ecuador, fue a buscarla al aeropuerto. Era de noche y, al entrar a la ciudad por el corredor sur, pudo percibir las luces de los rascacielos que se alzaban imponentes a orillas del océano Pacífico. Llegaron al hotel entrada la medianoche. Iñaki se bajó para ayudarle con el equipaje y en el momento en que se estaban despidiendo dijo:
-Ah, lo olvidaba, mañana nos vamos a la selva. Vamos a conocer a la comunidad Kuna. A las ocho te paso a buscar. Pasaremos allí tres días.
Iñaki llevaba veinte años viviendo en Panamá, conocía a la perfección todos sus rincones, así como a todos los jefes y caciques de las comunidades indígenas con quienes se había puesto en contacto para conseguir una autorización para que su amiga francesa pudiese convivir con ellos durante unos meses y grabar su modo de vida. A Daphne le entusiasmaba la idea, pero las largas horas de vuelo, el cambio de horario y la humedad, su nueva e inseparable compañera de viaje, no le permitieron disfrutar de aquel momento como lo hubiera deseado.
-¿Qué necesito? -preguntó Daphne algo sorprendida por la espontaneidad de su amigo.
-Ropa cómoda, botas de monte y mucho repelente. El resto lo llevo yo.
-Muy bien mañana a las ocho estaré lista. Hasta mañana entonces –se despidió de Iñaki. Ya no le sorprendían los planes de última hora.
Al día siguiente salieron rumbo a la selva cargados de provisiones para tres días. A pesar de que Daphne todavía sentía el agotamiento del viaje, estaba deseosa por conocer a fondo la comunidad indígena Kuna Yala, una comarca situada entre Panamá y Colombia.
Como buen anfitrión que era, Iñaki comenzó a hablar sobre la historia de Panamá. Le gustaba transmitir todos sus conocimientos y todo lo que aquel lugar ocultaba tras su frondosa selva y sus aguas azules. Estaba entusiasmado con la llegada de Daphne y el trabajo que ella iba a hacer, ya que las comunidades indígenas se estaban viendo seriamente amenazadas por la evolución y el desarrollo económico. Mientras ella observaba por la ventana aquel paisaje, Iñaki continuaba hablando. Por un momento, Daphne imaginó que la voz de su amigo era la de un locutor de radio que estaba ofreciendo un reportaje exhaustivo sobre Panamá. Comenzó a gustarle tanto esa idea que no pudo parar de seguir atenta a toda la información que le estaba llegando a través de todos sus sentidos. Venció el agotamiento con su adicción a la información. Después de aquel reportaje radiofónico de tres horas atravesando caminos que surcaban la selva, llegaron a las cabañas donde se iban a alojar esos días. José, un kuna profesor de Arte e Historia en la Universidad de Panamá que, en sus días libres, se dejaba caer por allí, salió a saludarles junto con su mujer Lois y su hija Darjelys. Comieron todos juntos y tras una buena charla se dirigieron a una cascada que había a varios kilómetros de allí. El paseo por el estrecho y oscuro sendero, abierto entre la espesa vegetación, se le hizo muy duro a Daphne. Sentía como le faltaba el aire y las gotas de sudor caían a chorros por su espalda. La inestabilidad del terreno y la poca visibilidad del suelo, cubierto de musgo y hojas, hacían que resbalara a menudo, cayendo de rodillas y rezando para que debajo de ella no hubiera ningún animal que convirtiera aquel paseo en una pesadilla.
A pesar de haber viajado por lugares diferentes, era la primera vez que se adentraba en una selva tan frondosa y salvaje. Se sentía insegura y temerosa, sobre todo, por su fobia a las serpientes, pero estaba decidida a vencer ese miedo y a disfrutar de la naturaleza como solía hacerlo. La recompensa al llegar fue tal, que todo el sufrimiento anterior se evaporó en segundos, quedando rezagado entre las hojas gigantes. Aquel lugar salvaje y virgen, que salpicaba vida y frescura, le dejó con la boca abierta, y lo único que supo hacer, fue saltar directamente hasta la poza central que se creaba a los pies de la cascada, así como lo habían hecho José e Iñaki. Diez metros de caída libre y un grito seco sellaron aquel momento. Nadaron hasta encontrarse debajo de la enorme cascada que golpeaba con fuerza sus cabezas. El ruido del agua era tan intenso que Daphne no podía entender lo que Iñaki le estaba diciendo, con sus gestos intuyó algo más que sus palabras. Era la bienvenida de Panamá y su bautizo en la selva. Después de sentir el frescor y la potencia del agua, miró hacia arriba y vio la vegetación brillante sobresaliendo entre las rocas, el color del barro y la transparencia del agua cubiertos por un cielo azul intenso. Allí los colores cobraban vida y todo parecía brillar más que en cualquier otro lugar. Al salir del agua José la miró asombrado por su valentía y le dijo:
-No pensé que fueras capaz de saltar con esa decisión y más cuando he visto lo mal que lo has pasado en el camino.
-Sí, no estoy acostumbrada a la selva. A decir verdad, es mi primera vez y le tengo mucho respeto. Además tengo una fobia a las serpientes que no puedo evitar -contestó Daphne sin ocultar sus miedos.
-Si respetas la naturaleza, ella te respetará a ti también. Hazle el bien y ella será muy grata contigo, devolviéndote todos los detalles que tengas con ella. La naturaleza es generosa, es nuestra madre. En la cultura Kuna tenemos un amor especial hacia la Madre Tierra, por eso establecemos desde que nacemos una conexión directa con ella. Háblale y te tratará como a una hija, pero hazlo desde el corazón, mostrándole todos tus respetos -José hablaba con una serenidad abrumadora.
-¿Cómo puedo hacerlo? -preguntó Daphne curiosa.
-Ponle un nombre, el que quieras. Preséntate, dile que eres nueva en esta tierra y que necesitas su ayuda. Agradécele el haberos conocido, pídele protección y prométele respeto -José sabía muy bien lo que decía. En sus tradiciones, la Madre Tierra tenía un peso excepcional, así como todos los elementos de la naturaleza–. Toma esta hoja. Te ayudará.
-Está bien, lo haré –contestó ella-. Vaya, vaya –dijo para sí misma- ¡Ahora me toca hablar con la tierra!
Tomó la hoja y se alejó hacia una roca para pedir a la tierra protección. Con los años había aprendido a respetar todas las costumbres y no juzgarlas, un aprendizaje que le ayudaba a adaptarse más rápidamente allí donde iba. Sin juicios ni valores preconcebidos, sólo observando, respetando y aprendiendo de cada lugar. Daphne tenía, también, un profundo respeto por los indígenas, quienes, según ella, poseían una sabiduría superior.
-Madre Tierra –comenzó. Se sentía un poco ridícula hablando, pero pronto desapareció ese sentimiento y empezó a notar una conexión fuerte con el suelo que pisaba–, todavía no tengo un nombre para ti, perdona por no haberlo pensado antes, perdona por no haber hablado antes contigo. No te tenía olvidada, al contrario siento que tú y yo somos una, pero, hasta hoy, nadie me dijo que tenía que hacerlo. Así que desde aquí te pido disculpas y te ruego que me protejas a partir de ahora. Yo, por mi parte, te respetaré y amaré tanto como tú lo haces conmigo. De este modo, estoy segura de que no pondrás ante mis ojos aquello que no quiero ver -acabó de decir la frase y lanzó la hoja al viento que voló meciéndose en el aire hasta reposar tranquila en el agua del río.
-Lo has hecho muy bien. Un poco rápido, pero bien. La naturaleza te escucha, pero has de hablarle con calma –dijo Jose al verla aparecer.
-Ah, no lo sabía. Es que no sabía que más contarle –contestó ella un poco avergonzada.
-No pasa nada. A partir de ahora, la Madre Tierra te traerá sólo lo que desees. El resto quedará oculto entre la espesa vegetación, así como sucede en la vida – señaló él sonriendo tímidamente.
Iñaki hizo un gesto indicándoles que era la hora de regresar.
Aquella charla parecía haber surtido efecto en Daphne puesto que, desde ese momento, no volvió a sentir miedo.
-Los miedos los creamos nosotros mismos –dijo José como si le hubiera leído el pensamiento.
Al llegar a la cabaña, Lois ya había preparado la cena. Daphne comenzó a charlar con ella. A pesar de no hablar el mismo idioma, las dos se entendían sin problemas mediante signos. Por su expresión corporal dedujo que Lois era una mujer reservada y poco sonriente. Su cuerpo delgado e inexpresivo connotaba cierta rigidez e incomodidad que Daphne no sabía determinar muy bien de donde venía. Justo en ese momento Iñaki apareció por la puerta.
-Iñaki, ¿puedo hacerte una pregunta?
-Sí claro, ya sabes que me gusta tu curiosidad -contestó él con una sonrisa irónica.
- He notado a Lois un poco seca conmigo, no sé si ella es así o es que no está acostumbrada a hablar con mujeres de otra raza. Si hay algo que deba saber, dímelo porque no me gustaría meter la pata. Sé que pueden surgir ciertas confusiones por diferencias culturales que obviamos y que, sin embargo, son importantes.
- En general, los kunas son una comunidad muy cerrada y muy suya. Se sienten muy orgullosos de ser kunas, aman su tierra. Han sufrido tantos destierros e invasiones que, ahora que tienen una tierra, se cuidan mucho de protegerla. A veces, nos ven como amenazas, es algo innato en ellos, lo han mamado de siempre.
Iñaki carraspeó y continuó hablando.
-Y tú, no puedes llegar y pretender hacer amigos en dos días. Yo llevo aquí muchos años y no he conseguido hacerme un hueco entre ellos. Cada vez que voy a su comunidad o consigo un permiso de los caciques para hacer algún trabajo con ellos, me siento como si fuera la primera vez, como si no me conocieran. Es algo que hay que asumir. De hecho, verás que cada vez que necesites cualquier cosa, desde entrar en la comarca hasta cualquier información, tu petición tendrá que pasar primero por una serie de autorizaciones que dilatará mucho tu trabajo. Es una comunidad que con su lucha ha conseguido mucho, pero lo han tenido tan difícil y han estado expuestos a tantas amenazas que les cuesta abrirse.
-Es algo razonable. Admiro y valoro todo lo que han conseguido -dijo Daphne–. Por mi parte seguiré intentando sacar una sonrisa de los labios de esta mujer.
-¿De qué estáis hablando?- preguntó José mientras se sentaba al lado del fuego.
-De vosotros y nuestras diferencias -contestó Iñaki sin tapujos.
-Este sinvergüenza seguro que te ha hablado mal de nosotros -José le hizo un guiño a Iñaki-. Después de tantos años, no sé qué haces tú visitándonos tanto si no paras de despotricar -José había aprendido el humor de Iñaki.
-Amo vuestras tierras, como también sabes que os respeto, pero, joder, José, me darás la razón si digo que sois bastante cerrados y muy reacios a la nueva gente y a las nuevas propuestas –le rebatió Iñaki. A pesar de llevar veinte años en Panamá no había perdido su acento español, como tampoco muchas de sus expresiones.
-Fuimos expulsados de nuestras tierras hasta que ganamos con mucho esfuerzo y sufrimiento este pedazo. Somos de las pocas comunidades en todo el mundo con gobierno y autonomía propia –dijo José con orgullo-. Representamos el ejemplo para muchos otros indígenas y no podemos permitirnos dar pasos en falso. Sobre los kunas recae una responsabilidad muy grande por lo que somos y por todos los avances que estamos consiguiendo. Y no, no queremos intrusismos, queremos hacer las cosas a nuestra manera, así como nos enseñaron nuestros abuelos y abuelas. Nadie puede venir de fuera y decirnos lo que es mejor para nosotros. Nadie mejor que nosotros conoce y quiere el progreso de nuestra comunidad. Si somos cerrados es porque no queremos compasión y ni mucho menos imposiciones -José habló categóricamente. En sus palabras se reflejaba la lucha continua y el amor por su pueblo. Su tono decidido y firme no correspondía al ritmo de las palabras que salían de él con serenidad.
Mientras Iñaki y José se enfrascaron en una conversación que ya habían mantenido muchas otras veces, Daphne desconectó y empezó a saborear ese momento, dándose cuenta de lo mucho que le iba a gustar ese país.
Habían pasado dos años desde esa noche en la selva con José e Iñaki y desde entonces, Panamá no había dejado de sorprenderla. A Daphne le capturaba su naturaleza de playas vírgenes y árboles que parecían trepar en una carrera veloz hacia el cielo. Daphne se encontraba bien en ella y dentro de ella, como un animal más de la selva. Se había adaptado tanto a aquel país que, muchas veces, se sorprendía a sí misma andando descalza por caminos embarrados o lanzándose al agua desde lugares impensables.
En la ciudad estaba cómoda en la casa que había encontrado a las afueras. Todos los días desayunaba en el jardín, mientras las iguanas la observaban curiosas. Pasaba largas horas en su hamaca escuchando los misteriosos sonidos de la selva o leyendo los libros que le regalaban sus amigos panameños. Gracias a su trabajo, había recorrido Panamá de cabo a rabo, desde Bocas del Toro hasta Darién, conociendo en profundidad las comunidades indígenas. Lejos quedaba ya el recuerdo de su primera conversación con José, el kuna, porque aquella Daphne recién llegada de París hacía dos años, nada tenía que ver con la de ahora.
Se sentía muy bien allí. Sin embargo, notaba que ya estaba llegando la hora de acabar su documental y volver a casa, a respirar de nuevo y abrirse a otros destinos. Empezaba a añorar demasiado la comida de sus abuelos, la compañía de sus amigos y sus hábitos franceses y españoles. Leía con frecuencia noticias de Europa y llamaba a menudo a su gente para sentirse cerca de ellos, símbolos inequívocos de que su etapa de Panamá estaba llegando a su fin. Como ciudadana del mundo, llegaba a los sitios deseosa de vivir y aprender y cuando su curiosidad se saciaba y ya nada era novedoso para ella, comenzaba a mirar hacia otro lado en busca de nuevas aventuras y retos. Padecía, como le llamaba ella, la enfermedad del eterno viajero.
Sabía que echaría de menos a todos sus amigos, pero ya estaba muy acostumbrada a saludar y despedirse. Las amistades que hacía, las vivía con intensidad, siendo muy consciente de que todas ellas formaban parte de cada momento. De su abuelo había heredado el desapego a todo, sabiéndolo disfrutar y amar en el momento, sin pensar en nada más. De cada lugar, se llevaba en el recuerdo personas que le habían marcado, y mantenía buena relación con muchos de ellos, aunque tantos otros se perdían por el camino.
Les recordaría a menudo, sobre todo, a Germán, quien sabía seguro que permanecería para siempre en su vida. Tenían una amistad muy fraternal, les gustaba enfrascarse en conversaciones y, muchas veces, bromeando, decían que ellos habían sido hermanos en vidas anteriores. Les gustaba fantasear e imaginarse cómo habían vivido.
-Yo era tu hermano mayor, los dos éramos esclavos negros. Nos sacaron de Senegal siendo unos críos y yo juré protegerte, sólo que durante la travesía hasta América, fallecí, y tú te quedaste sola y desamparada, llena de miedo y culpándome por no haber cumplido mi promesa -los ojos achinados de Germán se cerraban cada vez que sonreía.
Era tímido e introvertido, pero con Daphne se sentía cómodo. Con ella se explayaba como con nadie más. A Daphne le gustaba conocer esta parte oculta de su amigo, se sentía privilegiada de poder explorar sus sentimientos y pensamientos y llegar allí donde nadie había llegado.
Se conocieron en casa de Virginie, una amiga común francesa, donde habían quedado una tarde para hacer crepes. Cuando se lo presentaron, le pareció muy introvertido y bastante callado. Le entusiasmaban este tipo de personas que guardaban secretos en sus largos silencios. Decidió hacer con él, lo mismo que él hacía con el resto; callar y observarle.
Germán tenía una expresión facial que le hacía parecer siempre enfadado. Fruncía el ceño constantemente y solía apretar mucho los labios, lo que le otorgaba un aspecto malhumorado y distante. Sus ojos negros azabache, su pelo largo y oscuro, y su piel tostada, revelaban la sutil mezcla entre un padre chino y una madre panameña, de quienes había heredado la sabiduría, paciencia y hermetismo del primero, y el ritmo, la impuntualidad y la parsimonia de la segunda. De estatura media y complexión delgada, su cuerpo reflejaba su forma de ser. Andaba despacio y pausado como era él. Germán no destacaba demasiado entre el resto del grupo, pero Daphne intuyó que tras esa persona que transmitía la paz y serenidad de un monje budista, se escondía un alma inquieta y curiosa que estaba deseando conocer. Tras su sencilla apariencia, irradiaba una belleza espectacular y una fuerza desgarradora. Pero él no era consciente de ello y, por eso, daba a entender que era un tipo común.
No era de esos que llamaba la atención a primera vista, sino de los que permanecía siempre en segundo plano, observando todo. Daphne supo, desde el primer momento que lo vio, que tras esa apariencia distante, se escondía la fiereza de un león con garras de oso.
Inquieto, soñador y dotado de una inteligencia suprema e insaciable, como buen periodista, su avidez de información y curiosidad, le hacía estar continuamente conectado a la tecnología, para estar al corriente de toda la actualidad. Su espíritu emprendedor le había llevado a viajar por el mundo, trabajando en todo tipo de lugares, lo que le convirtió en una persona culta que conocía en profundidad varios países y hablaba perfectamente siete idiomas.
Tras varios años de viajes, decidió volver a su país para comenzar una nueva vida. Llegó cargado de ideas e ilusión, e intentó implantar allí varios negocios que habían resultado un éxito en otros países. Pero los lentos trámites de Panamá, la falta de personal profesional y la poca motivación de los panameños hacia sus iniciativas, habían hecho que fracasara en todos ellos, lo que no le hizo rendirse, sino que le incrementó las fuerzas para seguir adelante. La experiencia acumulada y sus fracasos sucesivos, le hicieron llegar a la conclusión de que era una persona soñadora con ideas demasiado brillantes que se quedaban en sueños por no saber llevarlas a la acción. Se pasaba la vida proyectando hacia un futuro que nunca llegaba, lo que le hacía poco práctico en el día a día. De ritmo lento y parsimonioso, Germán llevaba sus gestiones con excesiva calma, aunque con la sabiduría y paciencia de los que saben que no se trata de moverse mucho, sino de mover la pieza exacta en el momento adecuado. No le importaban los pasos que diera en su camino, sino la huella que éstos dejaban.
Sus movimientos pausados contrastaban con sus pensamientos acelerados, propios de un genio excéntrico, que no le daban tregua ni un minuto. Tenía tantas ideas en la cabeza que no sabía cómo canalizarlas. Simplemente esperaba a que llegara el momento exacto. Hombre de pocas palabras y frases directas, Germán se acercó a Daphne tras varios minutos de sentirse observado:
-¿Por qué me miras? – le preguntó, curioso e incomodado, con un acento francés casi perfecto.
-¿Yo? –contestó ella-. No te miro, te observo.
-Da igual lo que hagas, dime sólo por qué lo haces.
El tono brusco y directo de Germán no agradó a Daphne, pero lejos de amedrentarse, ella decidió expresar sin tapujos lo que pensaba.
-Si lo hago, es porque tú no paras de observar a los demás y me preguntaba qué sensación se tiene al ver los toros desde la barrera –le respondió ella, mirándole directamente a los ojos.
A Germán le gustó su franqueza y tras sus labios inexpresivos, se vislumbró una sonrisa. La chica de rasgos sensuales, resultó ser una mujer directa y valiente.
-Me gusta observar a la gente. Se aprende mucho más que cuando participas en la conversación –contestó él, vencido por la firmeza de Daphne.
-Ah, ¿y qué has visto?
-Muchas cosas que a ti se te han pasado por alto porque estabas demasiado ocupada observándome –Germán no sabía muy bien de dónde estaba sacando la fuerza para seguir hablando. Normalmente, su carácter introvertido no le permitía entablar conversaciones de este tipo nada más conocer a una chica, pero esta vez era diferente-. Además, la pregunta la he hecho yo, y no se puede responder a una pregunta con otra –terminó de decir esta frase en un tono rudo y directo, y entendió que quizá había sido demasiado duro.
-Veo que sabes mucho de psicología –contestó Daphne un poco incomodada por el tono de sus palabras. Por un momento tuvo ganas de dejar ahí la conversación, pero le gustaba mucho arañar en lugares difíciles, para ver hasta dónde podía llegar. Ya que vamos a empezar una conversación que, por el momento, me resulta interesante te diré mi nombre, para que, por lo menos, esta noche recuerdes a la chica a la que podías haber conocido mejor y por tu impertinencia no lo hiciste –dijo, sabiendo que había metido el dedo en la llaga y que este tipo de reacciones podían ser tomadas mal-. Me llamo Daphne.
-No te andas por las ramas- Germán continuó hablando en francés- Si lo que intentas es provocarme, no lo vas a conseguir. Y sigues sin responder a mi pregunta. Me llamo Germán.