Faltan palabras para expresar el puro placer que he sentido en la escritura de este libro. En el proceso he establecido ricas amistades con autores, tanto de tiempos antiguos y muy difíciles —Atanasio, Agustín y Lutero, por ejemplo—, como de épocas más recientes —Bavinck, Hodge y Berkhof. ¡Cuánto conocimiento tenían! ¡Qué habilidad para hablar de Dios! Además, pasé largas horas leyendo las obras de contemporáneos (todos grandes exponentes de la teología sagrada) como Lacueva, Sproul y Boice, teólogos que el Señor me ha permitido conocer personalmente. A todos ellos les doy las gracias. Sus ricas experiencias con Dios me ayudaron a ahondar mi propia relación con el Creador.
Gracias doy también a todos los que escucharon mis charlas sobre el tema de este libro en Colombia, Argentina, Chile, Venezuela y México. Sus comentarios amables me dieron mucho ánimo. Fueron sus preguntas, sin embargo, las que me ayudaron a fortalecer mis argumentos y conclusiones. A ellos les estoy muy agradecido por permitirme comunicar estas verdades con mayor certidumbre.
Y gracias doy a Dios por mis colegas y compañeros en los ministerios hispanos, hombres como: Gerald Nyenhuis y David Legters de México, Evis Carballosa y Bernardo Serrano de España, y mis queri dos amigos Alfredo Smith y Salvador Dellutri (argentinos), así como también a Gerardo de Ávila (cubano). ¡Qué horas tan hermosas hemos pasado juntos! Por supuesto, con uno que otro argumento, pero siempre cumpliendo lo que dice Salomón: El hierro con el hierro se aguza.
Finalmente, debo unas palabras a mis incondicionales colaboradores —secretarias, ejecutivos, artistas y teólogos como Alberto Valdés y Ricardo Ramsay. Sus palabras de ánimo, así como los días y las horas que me permitieron trabajar en forma ininterrumpida, hicieron posible este libro. En particular, debo agradecer a Meredith Bozek, por su linda portada, que capta la hermosura de la Gloria de Dios. También a Earl Lam Mendieta, que inició su carrera en el periódico Miami Herald, por plasmar los conceptos aquí vertidos a través de su arte, valiosa contribución al colorido de esta obra. Sus ilustraciones son excelentes.
Además, tengo una palabra muy especial para el que siempre ha estado a mi lado en este esfuerzo: Nahum Sáez, mi editor. No sé cuántas veces le he hecho leer y releer mi manuscrito (uno de los privilegios de ser jefe) y él siempre, con paciencia y agudeza, me ha ayuda do a aclarar lo escrito para al fin culminar esta obra. ¡Dios te lo pague, Nahum!
El resultado de meses de trabajo está ahora en sus manos. Que el Dios que me dio tanto gozo al escribir esta obra le brinde inmensurable deleite al leer acerca de Aquel que en verdad es Más que Maravilloso.
Les Thompson
Autor
Es justo que un Dios todopoderoso y bueno permita el dolor y el sufrimiento? Uno de los importantes incidentes en la vida de Jesús nos ayuda a dar respuesta a esa pregunta. Veamos la historia que relatan los evangelistas:
Jesús iba por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios, y los doce con él, y algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malos y de enfermedades: María, que se llamaba Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Chuza intendente de Herodes, y Susana, y otras muchas que le servían de sus bienes (Lucas 8.1-3)... Y se agolpó de nuevo la gente, de modo que ellos ni aun podían comer pan. Cuando lo oyeron los suyos, vinieron para prenderle; porque decían: Está fuera de sí ... Vienen después sus hermanos y su madre, y quedándose afuera, enviaron a llamarle. Y la gente que estaba sentada alrededor de Él le dijo: Tu madre y tus hermanos están afuera, y te buscan. Él les respondió diciendo: ¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre (Marcos 3.20-35).
[Entonces Jesús] entró en una barca con sus discípulos, y les dijo: Pasemos al otro lado del lago. Y partieron. Pero mientras navegaban, él se durmió. Y se desencadenó una tempestad de viento en el lago; y se anegaban y peligraban. Y vinieron a él y le despertaron, diciendo: ¡Maestro, Maestro, que perecemos! Despertando él, reprendió al viento y a las olas; y cesaron, y se hizo bonanza. Y les dijo: ¿Dónde está vuestra fe? Y atemorizados, se maravillaban, y se decían unos a otros: ¿Quién es éste, que aun a los vientos y a las aguas manda y le obedecen? (Lucas 8.22-25)
Como acabamos de ver, la tempestad afectó no solo a los discípulos, sino también al santo Jesús. Es más, tanto Él como los doce, y aun las mujeres que le acompañaban, estaban haciendo la obra de Dios: iban por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios. De ninguna manera podemos decir que la tempestad llegó como castigo divino por algún pecado cometido.
Al principio del relato vemos de manera inesperada el amor especial que Jesucristo tiene para los que pertenecemos a su grandiosa familia. Es importante entender esta verdad si deseamos comprender el porqué del sufrimiento. En los textos que anteceden a la tempestad vemos que la madre y los hermanos llegan a rescatar a Jesús. Mientras que este instruía a los discípulos a entrar en el barco donde en verdad se enfrentarían a un muy grave problema —en el que se debatirían entre la vida y la muerte en medio del embravecido mar.
Veamos algunos detalles. Lo que ocasiona la llegada precipitada por parte de la madre y los hermanos es el rumor que indica que Jesús posiblemente se había vuelto loco, por lo que decían: que «está fuera de sí». Lo acusaban de alborotar a la gente con demonios. La acusación era tan penosa que María y los hermanos de Jesús se preocuparon. Parece que fueron los escribas, el grupo de religiosos intelectuales cuya tarea era guardar la integridad de la religión judía, los que echaron a correr el rumor.
María y sus hijos intentaban llegar a donde Jesús estaba enseñando. Lo veían parado y a unos escribas acusándolo. Pero la multitud les impedía acercarse. Y escuchan tratando de saber si el rumor era cierto. Centran su atención en el debate. Se dan cuenta de que ahora la acusación toma otro rumbo, aun más grave: los escribas afirman que es por el poder de Satanás que Jesús hace sus milagros y que echa los demonios. Y lo denuncian como un peligroso hereje. Espantados oyen la terrible difamación.
Observemos, no obstante, a Jesús. El Señor habla con exactitud refutando la acusación. Primero muestra que es imposible que esté endemoniando a las personas, y a la vez echando fuera de ellas a esos mismos demonios, porque si un gobierno, o el mismo Satanás se divide, y pelea contra sí mismo, termina destruyéndose. Por tanto es clara la imposibilidad de que esté echando demonios con el poder del diablo. En segundo lugar, declara que tal atribución —que lo que Dios claramente hace se le atribuya al poder de Satanás— es blasfemia contra el propio Espíritu Santo, puesto que precisamente es este quien confirma la obra de Dios en los corazones de los hombres.
Jesús entonces advierte a los escribas del peligro de blasfemar contra el Espíritu Santo y de cometer el pecado imperdonable al atribuirle a Satanás una obra que es de Dios.
Hoy tenemos que escuchar esa defensa de Jesús con sumo cuidado, pues buscando solución a muchos problemas, muchos llegan a persuadirse de que los conflictos, las luchas, los dolores y las tempestades vienen todas del diablo. ¡Cuidado con esa clase de conclusiones! Lo malo que sucede en el mundo no proviene necesariamente de Satanás. ¿Quién mandó el diluvio? ¿Quién hizo llover azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra? ¿Quién trajo las plagas a Egipto? ¿Quién fue el que probó a Israel en el desierto? ¿Quién mando a Cristo al Calvario?
Cuidemos de no blasfemar contra el Espíritu Santo atribuyéndole al diablo lo que es obra directa de Dios. Este con frecuencia envía pruebas y aflicciones a sus hijos, y esas pruebas no son obras de Satanás (véase a Deuteronomio 8.2-5).
Las proclamaciones de los falsos maestros
Cada maestro falso cree (o al menos declara) que sirve a Dios y que las cosas que hace las hace con el poder divino. Pero no porque alguien afirme que obra según el poder de Dios necesariamente está en lo cierto, y menos aun cuando condena a los que le critican por el supuesto de cometer el pecado imperdonable. Hemos visto que todo creyente tiene el deber de «examinar» lo dicho por una persona (1 Tesalonicenses 5.21, 1 Timoteo 4.1-4; 6.3-4; 2 Timoteo 4.3-4). Somos responsables de «juzgar» a los que se levantan como maestros para engañar (1 Corintios 14.29; Tito 1.10-11;16).
En el caso de Jesucristo, con su doctrina y señales, dio amplia prueba de que provenía de Dios. Respecto a nuestros maestros modernos, dos cosas son indispensables para poder comprobar que son de Dios: (1) fidelidad a las enseñanzas básicas de la Biblia y (2) pruebas de que en verdad es Dios quien los usa mostrando vidas y comportamientos cristianos.
Ahora bien, terminadas estas lecciones preliminares, estamos listos para estudiar la furiosa tempestad.
El rescate equivocado
Vimos que la madre y los hermanos de Jesús llegaron a buscarlo. No podían acercarse debido al gentío, por lo que «enviaron a llamarle». Jesús recibe el mensaje: «Tu madre y tus hermanos están afuera, y te buscan». Mas Él responde: «He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre».
A primera vista parece que Cristo no ama mucho a su madre ni a sus hermanos. Pero, al reflexionar, descubrimos que ocurre lo contrario: Jesús no solo ama a su madre y sus hermanos con un amor infinito, sino que también ama de todo corazón a los que obedecen la voluntad del Padre. ¡Su «familia» es mucho más grande que lo que pensábamos! Incluye a todos los que hacen la voluntad de su Padre. Los brazos de Jesús se extienden, en forma visible y audible, para rodear con profundo amor a todos los que pertenecen a la familia de Dios.
Es de suma importancia reconocer la realidad de este amor de Dios. No importa la pena que suframos, ese amor es incondicional.
Como dice Pablo:
¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? ... Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro (Romanos 8.35-39).
Sin entender ese amor de Dios es imposible aceptar el importante papel que juega el dolor en medio de las tempestades que nos azotan. Veamos a dónde nos lleva la historia.
La gran tempestad
El evangelista Marcos nos informa que aquel día, cuando llegó la noche, Jesús les dijo a los discípulos: Pasemos al otro lado. Nos informa además que Jesús estaba tan cansado, que al entrar al barco, se acostó en la popa sobre un cabezal (Marcos 4.35-41), y que enseguida cayó dormido.
Para comprender lo que esta historia nos enseña en cuanto a las catástrofes es necesario enfatizar que el propio Señor Jesucristo fue quien dio la orden: «Pasemos al otro lado». Por mandato de Él estaban allí sobre ese mar embravecido aquella noche oscura. Por obedecerlo estaban en aquella pequeña y frágil embarcación azotados por la horrible tempestad. (De paso, para nosotros la «tempestad» puede ser un huracán, un terremoto, una enfermedad, un cáncer, la muerte de un ser querido o una catástrofe cualquiera.)
La enseñanza más común que se oye hoy es que Dios nunca nos pone en un lugar peligroso y que no debemos culparlo por las cosas terribles que suceden en este mundo. Dios es amor, por tanto siempre nos llevará a delicados pastos. Nunca a lugares de terrible tempestad.
Tal enseñanza no solo es falsa, es sumamente perjudicial.
Cristo mandó a los discípulos a entrar en aquella barca para cruzar el lago. Él, por ser Dios, todo lo sabe. Sabía que venía la tempestad. Intencionalmente puso a los discípulos en esa situación peligrosa. ¿Cómo pudo haber dado esa orden que arriesgaría la vida de todos ellos? Hay ciertos elementos en la historia que podemos apuntar:
1.Jesucristo es el Creador de este mundo. En Él todo subsiste; además, Él sustenta todas las cosas con la palabra de su poder (Colosenses 1.16,17; Hebreos 1.3). ¿No cree usted que parte del propósito de aquella tempestad fue enseñarles a los discípulos esa importante verdad? No es del poder de los demonios que trata esta historia, sino del poder de Dios.
2.Nótese la evidencia del poder de Jesucristo sobre lo creado cuando solamente con su palabra calma el furioso viento y aquieta el embravecido mar. Esa es la misma muestra de poder que Dios expuso en Génesis 1 (véase también Ezequiel 12.25), cuando con su palabra solamente formó al mundo. En el caso que nos ocupa, calma al furioso mar con solo pronunciar la orden.
3.Véase la pregunta que les hace a los discípulos: ¿Dónde está vuestra fe? Esto ciertamente indica que Jesús se propuso usar esa tempestad para aumentar la fe de ellos en Él.
4.Finalmente, reconozcamos que lo que más atrajo la atención a los discípulos —y de lo que más hablaron— no fue la furia de la tempestad, sino la increíble demostración del poder de Jesús sobre la naturaleza: Atemorizados se maravillaban, y se decían unos a otros: ¿Quién es éste, que aun a los vientos y a las aguas manda, y le obedecen?
Considerando todo lo que aprendieron esa noche, ¿es posible que alguno de ellos cambiara una noche de sueño en su cómodo colchón en casa, por esa experiencia inolvidable con Cristo en aquella barca, en plena tempestad? Digo esto porque a veces, con un entendimiento falso y superficial de la manera en que Dios actúa, perdemos toda la bendición de las lecciones que Él nos quiere enseñar mediante terribles tribulaciones. ¡Cómo nos equivocamos atribuyendo ciertos sucesos a fuentes malignas!
Dios y el mal que sufrimos
Nos preguntamos de nuevo: ¿Es justo que un Dios todopoderoso y bueno permita el dolor y el sufrimiento? El tema ha intrigado a los filósofos y pensadores durante siglos. El argumento clásico opuesto a Dios y la existencia del mal reza así:
1.Si Dios fuera bueno, destruiría el mal.
2.Si Dios fuera omnipotente, tendría poder para destruir al mal.
3.El mal no ha sido destruido.
4.Por lo tanto, no hay Dios.
Como se observa, este argumento tiene que ver con el carácter de Dios, y es el más usado por los ateos que buscan la manera de negar su existencia.
El creyente responde a los postulados anteriores usando una variante del mismo argumento:
1.Si Dios fuera bueno, destruiría el mal.
2.Si Dios fuera omnipotente, tendría poder para destruir al mal.
3.El mal no ha sido destruido.
4.Por lo tanto, Dios puede, y algún día derrotará al mal.
La existencia del mal fue considerada por los 121 teólogos y 30 laicos evangélicos de Inglaterra y Europa, que en 1643 se reunieron en la Abadía de Westminster, en Londres, para producir lo que conocemos como la Confesión de fe de Westminster.63 Este documento considera que:
«Dios, desde la eternidad, por el sabio y santo consejo de su voluntad, ordenó libre e inalterablemente todo lo que sucede (Efesios 1.11; Romanos 11.33; 9.15,18; Hebreos 6.17). Sin embargo, lo hizo de tal manera que Él ni es el autor del pecado (Santiago 1.13,17; Juan 1.5), ni hace violencia al libre albedrío de sus criaturas, ni quita la libertad ni la contingencia [posibles sucesos] de las causas secundarias, sino más bien las establece (Hechos 2.23; 4.27,28; Mateo 17.12; Juan 19.11; Proverbios 16.33)».64
En otras palabras:
1.Todo lo que sucede es ordenado por Dios (Dios siempre es la primera causa).
2.El apriori bíblico nos lleva al axioma de que Dios nunca es autor del pecado.
3.Dios tampoco viola la libertad (albedrío) de sus criaturas.
4.Por tanto, al decir con los padres de Westminster que «la contingencia de causas secundarias es establecida», se entiende por ello las acciones de Dios y las de las cosas creadas.
Para explicarlo de otro modo, por un lado, vemos las acciones de Dios en el cumplimiento de sus eternos propósitos aquí en la tierra; por el otro, vemos las acciones de los hombres que con libre albedrío cumplen sus deseos terrenales. Lo que afirman los padres de Westminster es que Dios, en el cumplimiento de su voluntad, soberanamente obra de tal manera que nunca viola el libre albedrío de sus criaturas. No solo aclaran que Dios no interfiere con las acciones libres de los hombres, sino que realmente las establece o las afirma.
Tomemos, por ejemplo, el caso de Daniel y el foso de los leones (Daniel 6). El propósito de Dios fue que Darío, los sátrapas y gobernadores de Media y Persia supieran que Él era el Dios viviente que trasciende los siglos, y que su reino no será destruido, y que su dominio perdura hasta el fin (v. 26).
Los enemigos de Daniel, como seres con libre albedrío, crearon la contingencia (una causa secundaria que aparenta anular la primera causa o la voluntad de Dios) para conseguir sus propósitos.
Así que hicieron que Darío firmara el edicto para que cualquiera que en treinta días demandara petición de cualquier dios u hombre fuera de Darío, fuese echado en el foso de los leones (v. 7). Los padres de Westminster enseñan correctamente que Dios «ni hace violencia al libre albedrío de sus criaturas, ni quita la libertad ni la contingencia de las causas secundarias, sino más bien las establece». Es decir, Dios no interfiere, ni impide, ni bloquea esas acciones libres de los hombres pecadores, más bien «las establece», es decir, permite que hagan exactamente lo que ellos planean. Es al comprender esta verdad que entendemos cómo Dios permite la muerte de mártires. Los pudiera haber librado, pero por fines que no entendemos aquí en la tierra, no los rescató. En el caso de Daniel, frustra el plan de los malvados. Cerrando la boca de los leones, libró a Daniel, lo que hizo que Darío proclamara la grandeza del Dios Todopoderoso.
Cuando observamos el cuidadoso tejido que traman las acciones de los hombres —por malvadas que estas sean— y los gloriosos propósitos divinos que siempre se cumplen perfectamente, es que comenzamos a entender que Dios no puede ser frustrado. Por eso unos teólogos hablan de la doctrina de la concurrencia , y otros de la confluencia, como la de dos ríos: 1. El río invisible que representa el plan eterno y soberano de Dios, y 2. El río humano, que es visto por nosotros, creado por las acciones de los hombres que libremente hacen lo que determinan hacer.
Aunque los planes humanos parezcan frustrar los de Dios, jamás podrán hacerlo. Cuando al fin esos dos ríos se unan (confluyan) se verá que se cumple perfectamente y sin falla ese plan divino que fue establecido antes de la fundación del mundo.
Reconozcamos que el propósito de Dios es eterno, dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra (Efesios 1.9-10).
Ciertamente la ira del hombre te alabará (Salmos 76.10), confirma el salmista. Las corrientes que fluyen del río del soberano Dios aseguran el cumplimiento de su divina voluntad aquí en la tierra. El Dios de la historia toma, en forma maravillosa, las obras de los hombres, creando esas confluencias que concluyen determinando el divino propósito en la historia del mundo. Así de simple comprendemos la doctrina de la concurrencia.
Cabe repetir que tenemos que ver el fluir de ese río humano bajo la lupa de la providencia divina, a pesar de que parezca estar cargado con las decisiones y acciones de los hombres malvados. A nuestra vista todo pareciera indicar que es el hombre el que con su voluntad controlará la historia. Pero Dios nos sorprende. El río divino es el que realmente es determinante. Desde el rescate de Noé, en Génesis, hasta la derrota definitiva del anticristo y Satanás en el Apocalipsis, la Biblia nos muestra a un Dios actuando misteriosa pero definitivamente tras el telón humano, convirtiendo las malvadas acciones de los hombres —como Faraón, Nabucodonosor, Nerón, Napoleón, Hitler, Stalin, Hussein— en instrumentos para el cumplimiento sublime de sus benditos designios divinos.
Respecto al tema, Juan Calvino afirma:
«Primero, debemos observar que la voluntad de Dios es la causa de todas las cosas que suceden en el mundo. A su vez, Dios no es el autor del pecado, porque “la causa próxima [Dios] es una cosa, y la remota [las acciones de los pecadores] es otra”».65
Como ejemplo final, véase la victoria de Dios en el libro de Ester y la conmovedora historia del conflicto entre Amán, deseoso de destruir a todos los judíos, y Mardoqueo, el justo siervo de Dios.
Dios creó un mundo bueno
Siguiendo con el tema, Tomás de Aquino enseña lo siguiente:66
1.Si Dios decidió crear este mundo, tiene que ser un mundo bueno (dado el carácter de Dios).
2.Este es, pues, un mundo moralmente bueno.
3.Por tanto, al crear este mundo, Dios hizo todo (Génesis 1.21) bueno (no malo).
Hay muchas maneras de reconocer que este mundo fue hecho moralmente bueno. Primero, Dios lo creó sin imperfecciones morales (véase Génesis 1 y 2). Segundo, aunque lo hizo moralmente bueno, algo terrible ocurrió, pues el mal se ve por todas partes. Al hablar de Dios —un ser perfecto y sin mancha— obligatoriamente tenemos que estudiar el problema del mal.
¿Cómo es posible que un Dios bueno y todopoderoso permita lo malo? Como cristianos tenemos que confesar que el problema del mal es algo que siempre asombra al que cree en Dios. «Dios es perfecto» —decía Aquino, «e hizo al mundo perfecto. Una de las perfecciones que nos dio es el libre albedrío,67 lo que trajo la corrupción (privación) de la perfección».
A su vez, Dios administra al mundo con perfección. Y, aunque ahora es imperfecto, Aquino enseñaba que «Dios producirá la mayor perfección posible cuando triunfe el bien sobre el mal... Él está obrando en la mejor forma posible para lograr que sea el mejor mundo que podamos tener. Y como Él es todopoderoso y derrotará lo malo, no le es imposible. Al fin [cuando Cristo regrese] lo destruirá».
¿Quién controla el mundo?
A pesar de todo lo dicho, muchos preguntan con sinceridad: ¿quién controla el mundo? De nuevo la soberanía y el problema del mal están en juego. Esta vez el debate no es con los ateos, sino entre evangélicos, y tiene que ver con el carácter de Dios. Podemos resumir los puntos como sigue:
1.¿Estará Dios literalmente controlando todas las cosas? Debido a que existe el mal, algunos concluyen que evidentemente Dios no es quien controla.
2.Como «Príncipe del mundo», es el diablo quien controla y produce todo el mal que sufrimos.
3.Los hombres, en el nombre de Cristo, deberíamos controlar las cosas, pero no hemos aprendido cómo hacerlo, por eso hay tanta maldad.
Podríamos añadir una cuarta posibilidad: Es posible que cada uno de los mencionados controle algo, pero ninguno la totalidad. En otras palabras, la responsabilidad del gobierno del mundo la comparte Dios con el diablo y el hombre.
Considero estas conclusiones, bastante difundidas por todas partes, y simplemente no las puedo aceptar. En primer lugar, si Satanás o los hombres malvados controlaran al mundo, ¡qué terrible sería esta tierra! No habría un lugar dónde encontrar paz. Tampoco habría gozo de ninguna clase —así de malos somos los hombres, Satanás y sus demonios. Una conclusión a la que he llegado es que realmente pensamos que lo que sucede en el mundo lo decidimos nosotros los humanos. Para decirlo de otra forma, el hombre hoy día se cree soberano.
Hace poco, mi hijo alquiló la película Armagedón. Una increíble realización llena de acción; trata acerca de un meteoro del tamaño del estado de Texas que está a punto de chocar con la tierra y destruirla. ¿Podrían los expertos del Pentágono salvarnos? Es interesante observar que no vi en la película a la gente tirarse de rodillas, arrepentirse o pedir la intervención de Dios.
Al contrario, el mundo entero cifró sus esperanzas en los expertos que ascendían en la nave espacial para abrirle un agujero al enorme meteoro, ponerle una poderosa bomba atómica y destruirlo en el espacio antes que llegara a la atmósfera. Para concluir el episodio, el presidente norteamericano se levantó y declaró: «Al fin tenemos la tecnología para controlar nuestro destino».
Pareciera que muchos evangélicos han llegado a una conclusión similar. Declaran con atrevimiento: «Como hijos de Dios podemos controlar el destino del mundo, pues Dios espera que lo hagamos con el poder que Él nos da». Muchos hoy, atribuyéndose poderes que solo le pertenecen a Dios, se proponen destronar al diablo y detener las odiosas obras de la gente malvada. ¿Qué decir acerca de métodos y actividades casi a nivel de espectáculo como caminatas de oración, clamores y conciertos de oración? ¿Será que mientras más gente se reúna más obligado estará Dios a cumplir con lo que nosotros le pedimos? Esto lo creen muchos.
Tal tipo de pensamiento, me luce que reduce a Dios. Equivale a pensar que Él no tiene un plan glorioso para este mundo, por tanto, tenemos que ayudarlo a manejar y a controlar los hechos que ocurren en la tierra. ¿De veras? ¿Actuará Dios en respuesta a la organización humana u obrará como resultado de un plan divino y eterno y detallado? ¡Cuidemos de no quitarle a Dios su soberanía, otorgándonosla a nosotros mismos! ¿Es que no debemos orar y luchar en contra del mal en el mundo? De ninguna manera. Dios nos ordena hacerlo, pero siempre buscando la voluntad de nuestro Padre en los cielos. El error entra cuando nos elevamos a nosotros mismos al lugar de Dios.
No creo que al diablo le molesten tales actividades humanas, ya que si como creyentes pensamos que el secreto de vencer el mal está en nuestras manos, él retiene el control, pues como «padre» de ese concepto logra que los hombres se fijen en él más que en Dios. Y ese es su objetivo esencial: reemplazar a Dios. Pero ¡alto!, busquemos lo que dice la Biblia.
La Biblia enseña la absoluta soberanía de Dios
El patriarca Job, sentado en cenizas luego de haber perdido todo, afirma que Dios puede hacer lo que quiera. Isaías, ante la visión de Dios, indica que Dios hace todo lo que se propone. Pablo declara que Dios en su majestuoso trono «hace todas las cosas según el designio de su voluntad» (Efesios 1.11). Son muchos los personajes y los textos que afirman la soberanía de Dios (Proverbios 16.1,4,9; Isaías 46.911; 55.8-11; Daniel 4.35; Salmos 147.5; Job 42.2; Eclesiastés 3.11; Juan 6.64; Efesios 3.9; Apocalipsis 1.18; entre otros).
Como vemos en Isaías 45.6-7: Que se sepa desde el nacimiento del sol, y hasta donde se pone, que no hay más que yo; yo Jehová, y ninguno más que yo, que formo la luz y creo las tinieblas, que hago la paz y creo la adversidad[nótese, ¡Dios declara que Él es el que crea la adversidad!, y no el diablo]. Yo Jehová soy el que hago todo esto.Destaque esa verdad: Dios crea la adversidad, esto es, el mal amoral —torbellinos, terremotos, maremotos, sequías, diluvios, pestilencias, epidemias, etc.
Toda la naturaleza está en manos de Él. Ni siquiera le da al diablo el privilegio de alardear en cuanto a lo que sucede. Dios dice que nada ocurre en el mundo que no venga directamente de sus manos. Dios hace todo menos pecar (el mal moral). Si hubiera otro en el universo que tuviera control aparte de Dios, Él dejaría de ser soberano. Si Dios es Dios, no puede haber otra fuerza controladora.
De acuerdo con los textos citados, ¿puede el diablo hacer algo fuera del control soberano de Dios? ¡Nunca jamás!
Satanás es un ser creado, un ángel, por tanto limitado a la tarea de ser mensajero de Dios. Su poder es derivado. No tiene poder auto generado (aseidad)68 para actuar. Recibe ese poder de Dios o de los hombres. Cuando nos tienta y cedemos a sus deseos es que le damos poder para que actúe.
¿Puede el hombre hacer algo fuera del control soberano de Dios? ¡Tampoco! El hombre es un ser creado, por tanto es finito, pero a diferencia de Satanás, tiene habilidades especiales —por ser creado a la imagen de Dios. Como vimos en los textos citados, la Biblia claramente afirma que Dios es el único Rey y absoluto soberano. Todo lo creado —inclusive Satanás y sus demonios— se sujeta a su divina voluntad.
La paranoia del creyente moderno
Vivimos en días en que se exalta a Satanás y, sin embargo, se le culpa por todo lo malo en la tierra. Tiempos en que se exalta al hombre, a la vez que lo exculpamos del mal, creyendo que el pecado viene por fuentes externas, y no por una corrupción interna. Eso se ve hasta en la literatura evangélica moderna, en la que leemos declaraciones que nos alarman:
1.Satanás puede contrarrestar el campo de fuerza de Dios.69
2.Si aprendemos las técnicas correctas, podemos librar al mundo del poder de Satanás.70
3.La Biblia no tiene suficiente información acerca del diablo, tenemos que ir a otras fuentes para saber cómo contrarrestarlo.71
Rechazamos tales conclusiones de plano, porque:
1.Exaltan a Satanás de manera desmedida.
2.Atacan el carácter del Dios de la Biblia, reduciéndolo, y robándole su soberanía.
3.Exoneran al hombre de su culpabilidad y pecado.
4.Socavan la autoridad de la Biblia.
La Iglesia de Jesucristo ha establecido por siglos que todo lo que el creyente necesita saber acerca de Dios, el hombre, el mal, el diablo, los demonios, el presente y el futuro está en la Santa Biblia. Esta es nuestra fuente fidedigna; cualquier otra es poco confiable.
Es peligroso, por lo tanto, seguir las ideas sin asidero bíblico que se proclaman en muchos círculos, pues nos pueden llevar al error. Como los bereanos, tenemos que comparar todo lo que se dice para ver si se sujeta a la Biblia. Además, se nos manda a «probar los espíritus», ya que Satanás se disfraza como «ángel de luz» con el fin de engañarnos y separarnos de Dios y su verdad.
Kim Riddlebarger describe la «paranoia» que el creyente moderno sufre:
Ya muchos evangélicos no ven al mundo como antes —a través de las doctrinas de la creación, la caída y la redención. Carecen de una doctrina del pecado tan clara como para categorizar verdaderamente lo malo. Consecuentemente oscilan entre una guerra metafísica librada por un buen Dios y sus ángeles y una lucha del diablo con sus demonios contra todos. Ya no se considera que lo que ocurre es un problema del pecado, o de la oscuridad interna que reside en el corazón humano por su rebelión contra Dios. Se considera como algo ajeno a uno —las conspiraciones, los humanistas seculares, los demonios. Concluyen que hay dolor y maldad en el mundo debido a la presencia de los demonios, y no porque nos rebelamos contra Dios. Bajo tal creencia, el dolor nunca puede ser visto como algo beneficioso (Romanos 8.28), pues se piensa que solo es señal que los demonios están ganando la batalla terrenal.72
¿Hasta qué punto está el diablo limitado?
Para ayudarnos a entender cómo surgen estas ideas que influyen en nuestras iglesias es importante reconocer que ellas vienen como efecto de nuestras perspectivas teológicas. Existen entre los evangélicos, básicamente, tres corrientes teológicas. Aun cuando hay que generalizar mucho para apuntar a lo que cada una de ellas cree acerca de Satanás, pienso que es posible hacerlo. Si alguien se siente aludido al leer estas proposiciones, está claro que el ánimo es dilucidar objetivamente el tema. Como observarán, aprovechamos algunos resúmenes de escritos significativos.
Diferentes posiciones
Los de postura pentecostal-carismática73 ven a Satanás como «Príncipe del mundo». Puede oprimirnos (depresión, tentación, frialdad espiritual); puede afligirnos u obsesionarnos (normalmente con ataques continuos en ciertas áreas, hasta con demonios que causan enfermedades físicas); puede poseernos, sobre todo si vivimos en la carne. Creen que todo hombre aparentemente vive sin protección del diablo, incluso los creyentes. Y además, que luego de ser atormentado por Satanás, el creyente, por su fe en la sangre de Cristo, puede ser liberado.74
Los del ala arminiana sostienen como factor fundamental el libre albedrío —cada individuo decide el mínimo acto de su vida: particularmente en lo que se relacione con su salvación. Podríamos describirlo así: «Yo, como ser libre, tengo que lograr mi salvación. Tengo que defenderme particularmente del diablo, porque procura destruir mi fe y mi testimonio».
El autor Francis Frangipane, por ejemplo, escribe: «Si toleramos el pecado y las tinieblas, nos tornamos vulnerables al enemigo. Dondequiera que haya una desobediencia voluntaria a la Palabra de Dios, hay tinieblas espirituales y la virtual actividad de los demonios».75 En otras palabras, el cristiano determina, por su fidelidad o infidelidad, si tiene poder sobre el diablo, o viceversa. Con tal que esté viviendo «en Cristo», está protegido de Satanás. Pero, como que puede perder su salvación, y volver a su estado pecaminoso, sin Cristo, en esa condición no tiene protección de Satanás. El hombre escoge o rechaza a Dios, sin interferencia, sin obligación, sin influencia externa.
El arminiano niega la predestinación y la elección divina. Considera ello como una interferencia de Dios en el libre albedrío humano. Esto lleva al calvinista a preguntar: «Entonces, ¿por qué oran para que Dios salve al pecador? Si piden que Dios intervenga para salvarlo, ¿no tendría Él que atropellar su libre albedrío para hacerlo? ¿No sería más apropiado orar, pidiéndole a Dios que no interfiriera los derechos del pecador para que pueda tomar su decisión libremente?»
Llegamos a los llamados calvinistas. El calvinista aborda todo comenzando con Dios, no con el hombre ni con el diablo. Dios es el Creador; el hombre y toda otra cosa que existe es creada, por lo tanto totalmente dependiente de los deseos, voluntad y acción de su Creador. Como que Dios es omnipotente, omnisciente y omnipresente, nos protege del diablo y del mal. Además, Dios no yerra y tiene absoluto poder para hacer lo que le plazca. Todas las cosas (incluidos Satanás y los demonios) están bajo su total y soberano control; por lo tanto, como sus hijos, no tenemos que vivir atemorizados —ni por el hombre ni por el diablo.
Podríamos discutir estos puntos de vista mucho más, pero no es ese nuestro propósito. Queremos enfatizar la urgencia que tenemos de regresar a la Biblia para examinar el origen del mal. El diablo tienta y es malo y, por ser un ángel —aunque caído—, tiene fuerza y poder para hacer daño. Pero hay otra fuente de mal muy poderosa: usted, yo y todo hijo e hija de Adán que vive sobre la faz de la tierra.
Este mundo no sufre tanto por lo que hace Satanás, sino por la acumulación terrible de los pecados que como humanos cometemos. Nuestro deber no es mirar afuera, al ambiente, al diablo. Debemos pedirle ayuda a Dios para examinar nuestros propios corazones, ver la increíble maldad de la que somos potencialmente capaces, y pedir de Dios su fuerza para vivir en santidad en este mundo. El poder está en Dios, no en el diablo. Abandonemos nuestras falsas especulaciones, nuestras raras fantasías, y regresemos a la verdad de la Biblia y al Dios todopoderoso que ella exalta.
MAGDALENA, LA PENITENTE
Llega la hermosa amante pecadora
al convite del vano fariseo,
a regar del divino Galileo
las plantas con las lágrimas que llora.
Sécalas con las trenzas que atesora
una vez y otra vez... ¡digno trofeo!
y el frasco rompe con mejor empleo,
del nardo delicado escanciadora.
Alabastro es también el pecho humano:
rómpase el mío de dolor... y empiece
por los pies a adorar al que ha ofendido:
Llenó de olor la casa soberano:
mi amor también, si entre dolores crece,
en este corazón pondrá su nido.
—Luis de la Puente
(español, 1554-1624)