JUAN RULFO
Reina Roffé
JUAN RULFO
Biografía no autorizada
Prólogo de Blas Matamoro
fórcola
Señales
Director de la colección: Francisco Javier Jiménez
Diseño de cubierta: Silvano Gozzer
Diseño de maqueta: Susana Pulido
Corrección: Carmen Palomo
Producción: Teresa Alba
Detalle de cubierta:
Advertencia: biografía no autorizada de Juan Rulfo.
© Del Prólogo, Blas Matamoro, 2012
© Reina Roffé, 2012
© Fórcola Ediciones, 2012
c/ Querol, 4 – 28033 Madrid
www.forcolaediciones.com
ISBN: 978-84-15174-57-8 (ePub)
Prólogo
BIOGRAFÍA DEL AUSENTE
Blas Matamoro
Dos libros anteriores a éste ha dedicado Reina Roffé a Juan Rulfo: Autobiografía armada (1973) y Las mañas del zorro (2003). El presente es la versión corregida y aumentada del segundo. En poco tiempo más, el mexicano ocupará cuarenta años en la atención de la argentina. Como dice el tópico, toda una vida. ¿Es Rulfo digno de tal atención? ¿Hay que convivir con él, aunque sea imaginariamente, para adentrarse en su obra? No distingo entre Rulfo vivo y muerto, porque este detalle cuenta poco en él. Simplemente –nada menos– indico que la convivencia resulta, como queda probado en la tarea de Roffé, imprescindible. De modo que, al encarar la biografía de Rulfo, de alguna manera muy expresiva, la biógrafa está haciendo la propia.
Todo libro es difícil de realizar –quien hable de la facilidad de escritura se equivoca: confunde literatura con taquigrafía–, toda biografía tiene su específica dificultad –ser riguroso como un historiador e imaginativo como un novelista– y, por si fuera poco todo ello, biografiar a Rulfo añade su desafío personalísimo. Se trata –ahí queda eso– de establecer la traza vital dejada por alguien que estuvo ausente de su vida o que consiguió convencer a los demás de semejante alejamiento. Es como si Rulfo hubiera caminado por un desierto de arena (un paisaje que le es pertinente) y el viento hubiese disipado sus huellas. O mejor, según la definición de Roffé –Rulfo reclamó toda su existencia la entrega de una infancia no vivida–, una suerte de Pulgarcito travieso y desobediente, que se internó en un bosque laberíntico dejando un sendero de migajas que se comieron los gorriones. En esa densidad vegetal debió meterse la biógrafa, siempre con la impresión de que no sólo los árboles ocultaban el bosque –menudo lugar común– sino que, en la maleza, Rulfo había ocultado la marca de sus pasos.
Sigamos sumando. Rulfo era un mentiroso. Y cuando quería defenderse de alguna afirmación desfavorable sobre su vida, la tachaba de mendaz, proyectando en el otro su propia mendacidad. Repito: mentiroso. No mitómano, porque el mitómano es ingenuo y miente para oírse mentir y engañarse creyendo que es verdad lo que falsea. En cambio, el fabulador como Rulfo es siempre el dueño de sus mentiras, tanto que las distribuye, las contradice y atarea a los demás hasta la migraña en un vano intento de descifrarlas, mientras él se desvanece en la sombra y se muere de risa sin que nadie lo oiga y nadie sepa si está vivo o muerto.
Roffé, con señorial seguridad, ha tomado las mentiras rulfianas por el rabo y las ha tornado sintomáticas. Por algo es argentina y, en tal medida, freudiana. Esto viene en el precio de serlo. Para ella, mentir es decir la verdad pero al revés. No desnudándola, según la figura clásica de la Verdad Desnuda, sino traduciéndola, preguntándole: ¿qué quiso decir Rulfo cuando ocultó lo que deseaba decir con la máscara de la falsa sinceridad? Obtener de los contornos de la máscara los ocultos perfiles del rostro es tarea de novelista y Roffé lo es.
Desde luego, nunca sabremos si Rulfo consiguió mantener la distancia necesaria para asegurarse plenamente de que mentía cuando mentía. Nunca sabremos qué relación tuvo con su intimidad, si acaso la logró tener, y qué tienen que ver todas estas posibles vacilaciones con el borramiento de sí mismo que buscó en el alcohol. Roffé no se mete en la intimidad radical de Rulfo por la sencilla razón de que toda intimidad es única, singularísima, blindada al lenguaje. O, por mejor decir: tiene un lenguaje idiolectal (disculpe usted el palabrón) que sólo entiende una sola persona en el mundo y que, en consecuencia, no sirve para comunicarse. Roffé sabe que todo se puede contar de un biografiado, todo menos su intimidad. Por eso queda en suspenso el enigma: ¿accedió Juan Rulfo a lo íntimo de Juan Rulfo, ese territorio, acaso un páramo, donde ya no tenemos siquiera nombre propio?
Lo que sí averigua Roffé es por qué mentía Rulfo y –esto es lo más importante, porque trasciende lo personal rulfiano– qué tiene que ver su mendacidad con su arte de narrar, tanto el que practicó oralmente toda su vida como el que puso en escena unos pocos años y por escrito. En efecto, el narrador sabe que transmite una ficción, por más que se base en eso que se llama, con vago acostumbramiento, «un hecho real». Nunca sabremos qué realidad ha quedado fuera del relato. Lo único que sabemos es que ninguna realidad es agotable por el lenguaje.
Quien miente se oculta y quien se oculta se defiende. La mentira es el escudo que usa el fóbico cuando sale a la calle y se encuentra con el temible animal llamado Prójimo, y el perseguido, para que el perseguidor (¿el Perseguidor?) no lo identifique y lo alcance. A poco volveré sobre esto.
Hay más, y la biógrafa lo pesquisa sutilmente. Quien se esconde se hace buscar, así que la máscara de la modestia humilde, tan asociada al tópico rulfiano, cubre la vanidad del divo, de quien se hace esperar y llega tarde, el escondido que nadie sabe dónde se oculta, aquel a quien se concede la palabra y se calla o quien se deja interrogar y no contesta o sale con un domingo siete, es decir: lo mismo.
Al perseguido se lo persigue porque ha hecho algo reprensible. En Rulfo, como en Kafka, como en Céline –tres obvios coetáneos–, es difícil o, más frecuentemente, imposible, identificar la norma que invoca el perseguidor. El culpable es puro y abstracto culpable. Lleva su culpa como una marca de nacimiento, ese mito que genialmente inventó san Pablo y denominó pecado original, una falta que hemos de asumir sin haberla cometido. A menudo, los cuentos de Rulfo –y aun dejando de lado su posible catolicismo– afectan la forma de una confesión, es decir, un relato que se hace delante de un confesor. En este caso, quien lee. Y más aún: la confesión católica tiene algo de histriónico. No la escucha Dios, a cuya mirada nada escapa, sino un cura al que podemos engañar como Rulfo engañaba a sus interlocutores.
De todos modos, la imponente pintura mural, admirable como pocas, que Rulfo hace del pecado innominado pero punible, en especial en Pedro Páramo, ha llevado a Octavio Paz a describir la novela como una escenificación (¿un auto sacramental?) del Purgatorio, donde los pecadores aguardan ser perdonados tras la contrición y el castigo, con la brumosa sospecha de que la promesa quedará en promesa, manteniendo vivos a los vivos y retrayendo a la vida a los difuntos.
La acumulación de asesinatos, la pérdida de las haciendas, una madre hurtada y una infancia prohibida sirven a Roffé para indagar en las fuentes de esa culpa y del rencor vivo que arde en los personajes de Rulfo, portadores reflejos de su propio rencor personal. Su familia lo es de ausencias y los homicidios de la guerra civil huelen a crimen. ¿Qué es, si no, ese Gran Chingón de su novela, un muerto que convive con los vivientes, acaso todos hijos suyos, legales y bastardos, qué es si no, quizá, la figuración de un padre mal muerto que nunca conoció el hijo y que vuelve, inmortal, en calidad de fantasma? No haberlo podido matar lo torna invulnerable y el hijo se culpa de su incapacidad para sustituirlo.
A mediados de los sesenta del siglo pasado, a Rulfo lo metieron en el boom aunque ya llevaba una década de silencio literario. Lo mezclaron con realistas a la manera de Fuentes y Vargas Llosa, con fantasiosos delirantes como García Márquez, con geómetras metafísicos al modo de Borges, o sea, lo que en buen tango se llama la Biblia junto al calefón. Rulfo se prestaba al tópico: la América profunda y rural, el biempensante de izquierdas que daba por buenos todos los socialismos (el ruso, el chino, el rumano, el cubano, el búlgaro, el argelino, el yugoeslavo, el húngaro, etc.), un aire de modestia austera y popular como contraseña de una vida virtuosa. En fin, todo esto fue a parar al archivo de las viejas y buenas maneras, por decirlo en plan eufemístico. Hasta podríamos concluir que, con su rechazo al oropel y a lo público, Rulfo se declaró ajeno al boom, no obstante aparecer en todos los escrutinios como maestro de la literatura latinoamericana, supuesto que exista algo que así se pueda etiquetar.
Dejo para el final la almendra del texto, que Roffé trata desbaratando otro tópico: el hecho del silencio. Un ausente de su propia vida encaja bien con el sugestivo silencio literario que domina en los últimos treinta años de su vida. Alguna crítica tontorrona se ve obligada a disculparlo: «Obra valiosa aunque, todo hay que decirlo, brevísima», etc. Objeción, según de sobra sabemos, que se puede extender a escritores que se llaman Rimbaud, Baudelaire, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, por no meternos con Sócrates, Buda o Jesucristo, que no se molestaron en dejar una sola página escrita, no obstante lo cual continuamos rumiando sus dichos.
Hubo textos rulfianos tras su novela y su libro de cuentos. Tienen que ver con el cine, un arte ajeno a la estética rulfiana, donde los vacíos, lo silente, lo invisible, son esenciales, en tanto en el cine todo hay que verlo y continuamente. Esa es su potencia y también su servidumbre. Nunca podremos jugar en un filme con el color de los ojos de madame Bovary, el tamaño del insecto de Kafka o el sexo de Serafita/Serafito.
Pero hay más, y Roffé pulsa la tecla del miedo. Rulfo temía no estar a la altura y, a juzgar por el relato que sustenta el guión cinematográfico de El gallo de oro, no estaba a la altura. Ni siquiera juzgo rulfiano ese texto. Tanto da que lo haya escrito él o Paquito el Chocolatero. Armoniosamente, el paciente texto de Roffé se construye entre una ausencia y un silencio. La muerte viene y va de la una al otro y viceversa. El silencio, en contra de lo usual, no llevó a Rulfo hacia el suicidio. Lo condujo, en cambio, a lo taciturno de ese lugar sin lugar donde hay que abstenerse por el peligro que señala Roffé en una fórmula lapidaria y especialmente lúcida: no se puede escribir sin hacer literatura. Entonces, cuidadoso con el magisterio de la obra bien hecha, optó por callarse. Al enterarse Mallarmé, comentó: cuánta música hay en el silencio.
Juan Rulfo, Madrid, 1983. © Jesse A. Fernández
JUAN RULFO
Biografía no autorizada
Introducción
LA VIDA COMO RELATO
Un artista no debería «contar su vida tal como la ha vivido, sino vivirla tal como la contará», anotó en 1892 André Gide en sus Diarios. «Dicho de otra manera: que su retrato, pues eso es lo que será su vida, se identifique con el retrato ideal que anhela; y más sencillamente, que sea como quiere ser»1. Es lo que hizo Rulfo cuando fue escritor y, sobre todo, cuando dejó de serlo. Porque entonces se deseó como tal y, contra viento y marea, ejerció de escritor: viajó profusamente, participó en congresos y ferias, recibió premios y homenajes, y se retrató a sí mismo: habló. Pero su discurso no fue el de un intelectual, sino el de un narrador nato: contó historias de sus antepasados, de su infancia y su juventud, de la región donde transcurren sus relatos, del campesino de Jalisco, del cómo y el porqué de una obra hecha y de otra en eterna gestación presentada como ilusión de su actividad creadora. Durante tres décadas, en vez de escribir, jugó a hacerlo: Días sin floresta, La cordillera y alguna otra promesa no llegaron nunca a concretarse en cuentos ni en novelas. De este modo, se convirtió en una especie de juglar moderno, un narrador oral que relevó al otro, al que ya no escribía, dando rienda suelta a su imaginación y ofreciendo versiones distintas, incluso arbitrarias, de ciertos hechos, porque la verdad no importaba demasiado.
La agrafía de Rulfo (que duró unos treinta empecinados años) perdió así su rasgo de imposibilidad dolorosa. Sacándole partido a la neurosis de su silencio –después de la publicación de Pedro Páramo en 1955, y hasta su muerte en 1986, no dio a conocer más obras de ficción, apenas algunos guiones de cine y un puñado de notas para prólogos y periódicos–, encontró finalmente su reducto gozoso. Los relatos súbitos del jalisciense, esas minificciones, podríamos llamar hoy, que soltaba a regañadientes para la prensa fueron compilados y difundidos por amigos –reales y supuestos– y por escribidores –llámense periodistas, profesores o críticos–, y vertidos en papel con el objeto de conservarlos para la memoria. En ellos hay algo de Rulfo y algo de los memoriosos que lo frecuentaron.
Por obra de su propia voz y la escritura de otros, su historia personal se hizo ficción para emerger como pieza literaria. La figura, a fuerza de ser pública, se adecuó a lo público con un sello atrayente que concitó inmediata atención. Todos querían saber por qué no había escrito más este Rimbaud de la campiña jalisciense, adscrito a la sede mexicana de los autores del «No», realmente extraño, casi anacrónico para la sociedad contemporánea: mercantil, devota del éxito, mediática, que promueve el espectáculo y la masificación de los productos culturales, y palpita a la caza y captura de lo diferente que siempre fascina.
Rulfo es un caso que se da de cuando en cuando. Aunque más excéntrico todavía fue el norteamericano Salinger, un auténtico huraño, que siguió generando interés pese a su incorruptible retiro de décadas, a su total silencio, en una época incidental por excelencia y en un medio del que desaparecen, empujados hacia el olvido, hasta los artistas más prolíficos, histriónicos y sociables.
Si bien la obra del autor mexicano suscita unánime admiración, Rulfo es, en cambio, un modelo que nadie desea imitar, resulta un espejo temible. ¿Quién querría reconocerse en él, si al menos no ha escrito una obra memorable? De ahí la insistencia en continuar preguntándose por qué «prefirió no hacerlo», como el escribiente Bartleby de Melville, no escribir más, interrogante del que todavía se pretende extraer una revelación acabada, definitiva, que calme la zozobra del eclipse creativo, esa especie de muerte simbólica del artista. ¿Por qué, teniendo el mundo como escenario, Rulfo se había retirado de la escena de la escritura?
La inhibición creativa, como se sabe, produce sentimientos parecidos al del suicidio. Mientras éste es considerado por unos como la negación de la vida, para otros es una salida honorable, reivindicativa de la libertad del individuo. Pero cuando alguien muere o algo muere en los otros, no hacemos más que pensar en nuestra propia muerte. Exigimos, por tanto, una explicación que siempre es efímera, momentánea, porque en estas coordenadas las respuestas nunca pueden ser completas ni plenamente satisfactorias. La muerte voluntaria o el suicidio creativo son actos que se preparan, como señala Camus en El mito de Sísifo, en «el silencio del corazón».
Cordial y caballeroso, cuando quería; introvertido y tímido la mayor parte del tiempo, y con ese toque señero de hombre atormentado, Rulfo supo seducir al tímido y triste que hay en cada uno de nosotros. Desde ese lugar, instrumentó –a veces sin querer y otras queriendo– grandes enigmas en torno a su persona que, obviamente, suscitaron intriga y originaron un abundante material anecdótico que planea sobre los puntos conflictivos del escritor: su esterilidad creativa, la etapa alcohólica, su fobia a hablar en público, sus rencores y enconos, el lado artero y la mitomanía, entre otros.
Octavio Paz, refiriéndose a su pueblo, dijo: «La extrañeza que provoca nuestro hermetismo ha creado la leyenda del mexicano, ser insondable»2. Rulfo encarnó esta leyenda, él mismo se reconocía como un ser oscuro, esquivo: «Por lo sombrío que soy, creo que nací a la medianoche», dijo una vez. Su parquedad o extrema economía verbal y cierta reserva para tratar algunos temas relacionados con su familia y su pasado crearon un mito de otro mito. Sin embargo, durante dos décadas y media, desde que empieza su reconocimiento internacional a mediados de los sesenta, no hizo otra cosa que hablar de sí mismo, con retaceos, fragmentariamente, proponiendo una suerte de autobiografía oblicua, para armar, nutrida de elementos contradictorios e incógnitas bien mechadas en un sistema casi perfecto de pistas falsas, aunque en su relato siempre hubiera un sustrato de verdad. Fue rulfiano hasta sus últimas consecuencias, fiel a su literatura escrita.
Quizá por incapacidad para hablar de literatura con un discurso crítico o elaborado, habló de su vida, que parece hecha de acuerdo con el prototipo del escritor perseguido por la desgracia. Su relato no puede ser más modélico: nace en una época violenta, su padre es asesinado y poco después queda huérfano de madre; pasa algunos años en un orfanato, donde padece todo tipo de calamidades; sus tíos sufren muertes trágicas y el niño no conoce otra cosa que la pérdida, el aislamiento y la soledad; por consiguiente, se refugia en la lectura, que lo absuelve durante unas horas de la condena de un mundo cruel. Pero su suerte ya estaba echada: el muchachito crecerá en la tristeza y sintiéndose «un pobre diablo». Deberá trabajar para vivir y escribirá robándole tiempo a las horas de la oficina. Luego, se presentará siempre como un hombre incomunicado, solitario, ajeno a los centros de poder cultural, modesto y hasta asustado de la fama que le depararon sus dos libros –el de cuentos, El llano en llamas (1953), y la novela Pedro Páramo (1955)–, que lo convirtieron en uno de los escritores más representativos de la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX.
«Nunca como en el caso personal de Juan Rulfo –señaló Federico Campbell–, el hecho biográfico tuvo una imbricación tan entrañable con la obra de creación imaginativa [...] En la personalidad literaria de Juan Rulfo [...] no se sabía muy bien qué era lo más importante: si la obra o la vida del escritor. La suya es una instancia en la que la trayectoria biográfica –esa dilatada hipérbole que nunca se queda a medio camino, que siempre concluye: tarde o temprano– tiene una leyenda más allá de su incandescente invención artística»3.
Tras su fallecimiento, la abrumadora cantidad de notas, artículos y testimonios que se publicaron sobre el autor de Pedro Páramo, desde el cariño o la animadversión, con derroche hagiográfico o tratamiento desmitificador, rebasó todo lo previsible. Uno de sus compañeros de estudios, Ricardo Serrano, dijo: «A Juan lo destruyeron, lo aniquilaron, lo glorificaron en vida, que es la más vil forma de asesinar a una persona [...] que además de ser un extraordinario escritor fue, eso sí, un genial autopublicista: que no nos vengan con su franciscana humildad y su timidez»4.
No obstante, la exposición pública lo espantaba y, cuando se decidía a hablar, mentía. El mentiroso era su costado vivo, dicharachero, un doble del alma que aparecía para decir, igual que Rimbaud, «Yo soy otro». Mentir era para Rulfo –en quien ficción y verdad se mezclan, conviven naturalmente– una forma de preservarse, pero también de oponer resistencia a la realidad gris y desangelada; una búsqueda de regocijo íntimo, la travesura del adulto que saca a pasear al niño eterno, que no cesa de jugar, y fantasea cada día con algo distinto. Era, por otra parte, su esencia de ser mexicano, una marca casi obligatoria. Por eso, en este sentido, fue sincero: nunca negó sus mentiras, por el contrario, advertía a sus interlocutores: «Yo, cuando hablo, invento». Un escritor que representó mejor que nadie la paradoja de narrar y ser narrado al mismo tiempo, de ser personaje y autor a la vez.
«Mentir –reflexiona Borges– es decir lo contrario de la verdad: ser mentiroso es tener el hábito de mentir, sin que ello signifique una obligación de mentir todo el tiempo. Un mentiroso puede lamentar la sequía sin estar domiciliado en un maremoto: un mentiroso puede murmurar la frase yo entro, sin que ello importe vociferar la orden: tú sales»5. En efecto, el hábito de mentir no le impidió a Rulfo ceñirse a la verdad o ser sincero con la gente que quería o inspiraba su confianza. Pero, eso sí, sólo cuando le daba la gana. En cuanto a lo demás, como si deseara burlarse y exasperar a los biógrafos, minó su relato de vida con imprecisiones de variado calibre, raramente facilitaba el dato correcto; ponía la miel en los labios haciendo creer que iba a dar una primicia, a contar algo concreto o distinto a lo habitual, pero inmediatamente se replegaba, se volvía escurridizo, decía y ocultaba, afirmaba y desmentía.
Resulta curioso observar que una de las cosas que negó más enérgicamente es la confluencia de elementos autobiográficos en su obra, sabiendo, por experiencia propia, que el discurso de lo privado en la cultura contemporánea, ávida de chismes sobre la intimidad, resultaba cautivador. Él mismo había sido víctima del cotilleo y la maledicencia a raíz de su alcoholismo, que le dio un halo perverso de bebedor empedernido, internado en los corredores infernales de la embriaguez y la desesperación. Untuoso lastre que no hubo quien se lo quitara de encima, aun cuando llevaba años sin beber una gota de alcohol.
Sus mentiras y otros aspectos que recaen en las singularidades de su yo más secreto han hecho pensar que una biografía de este autor es imposible. Se ha dicho que «el síndrome Rimbaud», fundamental para descifrar a Rulfo, dificulta la tarea y sólo alguien cercano al círculo del jalisciense podría ser capaz de captar la pluralidad de razones que producen este fenómeno. El profesor y biógrafo de Gabriel García Márquez Gerald Martin fue todavía más lejos; en 1992 dijo: «Rulfo defendió su vida íntima, pasado y presente, con una resistencia callada y tenaz. No estamos cerca de la posibilidad de reconstruir siquiera los datos más importantes de su vida, y es previsible que una biografía definitiva no exista nunca»6. Y, posiblemente, no existirá. Dar por cerrado lo que se puede decir del escritor sería fatuidad, y ocioso el intento de atrapar en unas páginas la vida entera de una persona.
Confiaremos, por tanto, en ofrecer al lector una de las manifestaciones posibles de la biografía de Juan Rulfo, producto de esa labor, a veces árida, de leer y compulsar documentos, contrastar datos y testimonios, pero principalmente de interpretar ciertas tensiones del momento histórico y cultural de su época como, asimismo, aquellas otras ligadas al ámbito de lo privado que determinan el comportamiento y acusan un rasgo particular. Tensiones que problematizan todo itinerario y permiten asomarse al complejo entramado de una vida, siempre incompleta, sumaria, que fluye demasiado deprisa y de la que acaso podemos recuperar algunos atisbos, un efecto de lo vivido, su emanación. «¡Acariciad los detalles!», le proponía Vladimir Nabokov a sus estudiantes. «¡Los divinos detalles!» que son las filigranas casi inadvertidas, las huellas borradas por donde discurren las claves del oficio de vivir y de crear.