Hacia finales de la guerra americana, cuando los oficiales del ejército de Lord Cornwallis que se rindieron en la ciudad de York y otros, que habían sido hechos prisioneros durante la imprudente y desafortunada contienda, estaban regresando a su país, había entre ellos un oficial con grado de general llamado Browne. Era un oficial de mérito, así como un caballero muy considerado por sus orígenes. Ciertos asuntos lo habían llevado a hacer un recorrido por los condados occidentales, cuando, al concluir una jornada matinal, se encontró en las proximidades de una pequeña ciudad de provincias que presentaba una vista de incomparable belleza y unos rasgos marcadamente ingleses.
El pueblo, con su antigua y majestuosa iglesia, cuyas torres daban testimonio de la devoción de otras épocas, se alzaba en medio de los pequeños campos de cereal, rodeados y divididos por hileras de setos vivos. Había pocas señales de los adelantos modernos. Los alrededores no delataban ni el abandono de la decadencia ni el bullicio de la innovación; las casas eran viejas, pero estaban bien reparadas; y el hermoso riachuelo fluía libre por su cauce, a la izquierda del pueblo, sin una presa que lo contuviera. Sobre un suave promontorio, casi a una milla al sur del pueblo, se distinguían, entre robles venerables y el enmarañado matorral, las torretas de un castillo tan antiguo como las guerras entre los York y los Lancaster, pero que parecía haber sufrido importantes reformas durante la época isabelina.
Nunca debió ser una plaza de grandes dimensiones; pero cabía suponer que seguirían disponibles algunas habitaciones dentro de sus murallas; al menos eso fue lo que dedujo el general Browne observando el humo que se elevaba alegremente de algunas de las chimeneas.
La tapia del parque corría a lo largo del camino real durante doscientas o trescientas yardas; y desde los distintos puntos en que el ojo vislumbraba el aspecto del bosque interior, daba la sensación de estar muy poblado. Sucesivamente, se abrían otras perspectivas: la fachada del antiguo castillo y una visión lateral de sus torres; en éstas abundaban los recargamientos del estilo isabelino, mientras la sencillez y la solidez de otras partes del edificio parecían indicar que hubiera sido erigido más con ánimo defensivo que de ostentación.
Encantado con el castillo y los claros y robles que rodeaban la antigua fortaleza feudal, nuestro viajero castrense se decidió a preguntar si merecía la pena verlo más de cerca; tal vez albergaba retratos de familia u otros objetos curiosos.
Y entonces, al alejarse de las inmediaciones, entró en una calle limpia y bien pavimentada. Se detuvo en la puerta de una posada. Antes de solicitar los caballos con los que proseguir el viaje, el general Browne hizo preguntas sobre el propietario del palacio, y le sorprendió oír por respuesta el nombre de un aristócrata a quien nosotros llamaremos lord Woodville. ¡Qué suerte la suya! Buena parte de los primeros recuerdos de Browne, tanto en el colegio como en la universidad, estaban vinculados al joven Woodville, el mismo que, como pudo cerciorarse con unas cuantas preguntas, resultaba ser el propietario de aquella hermosa finca.
Woodville había ascendido al morir su padre pocos meses antes y, según supo el general por boca del posadero, habiendo concluido el tiempo de luto, ahora estaba tomando posesión de los dominios paternos, acompañado por un selecto grupo de amigos con quienes disfrutaba de todo lo que ofrecía una campiña famosa por su abundante caza.
Estas noticias eran deliciosas para nuestro viajero. Frank Woodville había sido el colegial que le hizo de asistente en Eton y su íntimo amigo en el Christ Church; sus placeres y sus deberes habían sido los mismos; y el honrado corazón del militar se emocionó al encontrar al amigo de la juventud en posesión de una residencia tan encantadora y de una hacienda, según le aseguró el posadero, más que suficiente para sostener y acrecentar su dignidad.
Los caballos de refresco solo tuvieron la breve tarea de acarrear el carruaje del general al castillo de Woodville. Un portero le abrió paso a una moderna logia gótica, construida en un estilo a juego con el del castillo, y al tiempo tocó una campana para advertir de la llegada del visitante. En apariencia, el sonido debió suspender la partida del grupo, dedicado a diversos entretenimientos matinales; pues, al entrar en el patio del palacio, había varios jóvenes en ropa de recreo, mirando y criticando a los perros que los guardabosques tenían dispuestos para participar en sus pasatiempos.
Al apearse el general Browne, el joven lord salió a la puerta del vestíbulo y durante un instante lo estuvo observando como si fuera un extraño. Pero la incertidumbre solo perduró hasta que hubo hablado el visitante, y la alborozada bienvenida que siguió fue de esas que solo se intercambian entre quienes han pasado juntos los días felices de la despreocupada infancia y la primera juventud.
—Si hubiese albergado algún deseo, mi querido Browne —dijo lord Woodville—, hubiera sido el de tenerte aquí en esta ocasión, que mis amigos están dispuestos a convertir en una especie de vacaciones. No creas que no he seguido tus pasos durante los años en que has estado ausente. He ido siguiendo los peligros por los que has pasado, tus triunfos e infortunios, y me ha complacido saber que, tanto en la victoria como en la derrota, el nombre de mi viejo amigo siempre ha merecido aplausos.
El general le dio la pertinente réplica y felicitó a su amigo por su nueva dignidad y su hermosa casa.
—Pero si todavía no has visto nada —dijo lord Woodville—; y cuento con que no pienses en dejarnos hasta haberte familiarizado con todo esto. Cierto es, lo confieso, que el grupo que ahora me acompaña es bastante numeroso y que la vieja casa no dispone de tantos alojamientos como prometen las dimensiones de la tapia. Pero podemos proporcionarte un cómodo cuarto a la antigua; y me aventuro a suponer que tus campañas te habrán habituado a sentirte a gusto en peores condiciones.
El general se encogió de hombros y se echó a reír.
—Presumo —dijo— que el peor aposento de vuestro palacio es notablemente mejor que el viejo tonel de tabaco donde me vi obligado a alojarme por la noche cuando estuve en la Maleza, como le llaman los virginianos, con el cuerpo expedicionario. Allí me tumbaba, como el propio Diógenes, tan satisfecho de protegerme de los elementos que, aunque en vano, traté de llevarme conmigo el barril a mi siguiente acuartelamiento; pero mi comandante no consintió tal lujo.
—Muy bien. Puesto que no temes a tu alojamiento —dijo lord Woodville—, te quedarás conmigo por lo menos una semana. Tenemos escopetas, perros, cañas de pescar, moscas y material para entretenernos por mar y tierra: no es fácil divertirse, pero contamos con medios para conseguirlo. Y si prefieres las escopetas y los sabuesos, yo mismo te acompañaré y comprobaré si has mejorado la puntería viviendo entre los indios de las lejanas colonias.
El general aceptó de buena gana todos los puntos de la amistosa invitación de su amigo. Después de una mañana de viril ejercicio, el grupo se reunió a comer y lord Woodville se complació en poner de relieve las altas cualidades de su amigo, recomendándolo de este modo a sus invitados, muchos de los cuales eran personas muy distinguidas. Hizo que el general Browne hablara de las escenas que había presenciado; y, como en cada palabra se ponía de manifiesto por igual el oficial valeroso y el hombre prudente, que sabía mantener el juicio frente al peligro, el grupo miraba al soldado con respeto, como a quien ha demostrado ante sí poseer una provisión de valor poco común.
El día concluyó en el castillo de Woodville. La hospitalidad se mantuvo dentro de los límites del orden; la música, en la que era diestro el joven lord, sucedió a las copas; las cartas y el billar estuvieron a disposición de quienes preferían estos entretenimientos; pero el ejercicio de la mañana requería madrugar, y no mucho después de las once comenzaron a retirarse los huéspedes a sus respectivas habitaciones.
El señor de la casa condujo a su amigo a la cámara que le había destinado, que respondía a la descripción que había hecho, pues era confortable pero a la antigua. El lecho era de esos que se utilizaban a finales del siglo xvii, y las cortinas de seda descolorida estaban profusamente adornadas con oro. En cambio, las sábanas, los almohadones y las mantas le parecieron una delicia al soldado, que recordaba su otra mansión: el barril.
Había algo tenebroso en los tapices que cubrían las paredes de la reducida cámara y ondulaban al colarse la brisa otoñal por la ventana enrejada, la cual daba golpes y silbaba al abrirse. También el lavabo, con el espejo rematado en turbante, al estilo de principios de siglo, con su peinador de seda color morado y su centenar de estuches de formas extravagantes, previstos para tocados en desuso desde hacía cincuenta años, tenía un aspecto vetusto y quizá melancólico. Pero nada hubiera podido dar una luz más resplandeciente y alegre que las dos grandes velas de cera y los flamantes haces de leña de la chimenea.
—Es un dormitorio a la antigua, general —dijo el joven anfitrión—, pero espero que no encuentres motivos para echar de menos tu barril de tabaco.
—No soy yo muy exigente con las habitaciones —replicó el general—; no obstante, prefiero esta cámara a las alcobas modernas. Tened la seguridad de que cuando veo unidos este ambiente de confort con su venerable antigüedad, y recuerdo que pertenece a vuestra señoría, mejor alojado me siento aquí de lo que estuviera en el mejor hotel de Londres.
—Confío, y no lo dudo, en que te sentirás cómodo, mi querido general —dijo el joven aristócrata; y volviendo a desearle las buenas noches a su huésped, le estrechó la mano y se retiró.
El general volvió a mirar en derredor y, felicitándose para sus adentros de su retorno a la vida pacífica, cuyas comodidades se le hacían más sensibles al recordar las privaciones que últimamente había afrontado, se desnudó y se dispuso a pasar una noche de descanso.
Los huéspedes se reunieron para desayunar a una hora temprana, sin que compareciese el general Browne, que parecía ser, de todos los que lo rodeaban, el invitado que más interés tenía en honrar lord Woodville. Más de una vez expresó su sorpresa por la ausencia del general y, finalmente, envió un criado a ver qué pasaba. El hombre volvió diciendo que el general había estado paseando por el exterior desde primera hora de la mañana, a despecho del tiempo, que era neblinoso y desapacible.
—Costumbres de soldado —dijo el joven aristócrata a sus amigos—; muchos de ellos se habitúan a ser vigilantes y no pueden dormir después de la temprana hora en que por regla general tienen la obligación de estar alerta.
Sin embargo, la explicación que de este modo ofreció lord Woodville a sus invitados le pareció poco satisfactoria, y aguardó silencioso y abstraído el regreso del general. Este se presentó una hora después de haber sonado la campanilla del desayuno. Parecía fatigado. Tenía el pelo —cuyo empolvamiento y arreglo constituían en aquella época una de las ocupaciones más importantes de la jornada diaria de un hombre— despeinado, sin rizar, falto de polvos y mojado de rocío. Llevaba las ropas desordenadas, lo cual llamaba la atención en un militar, entre cuyos deberes diarios, reales o supuestos, suele incluirse el cuidado de su atavío; y tenía el semblante demacrado y hasta cierto punto cadavérico.
—Te has ido a hurtadillas esta mañana, mi querido general —dijo lord Woodville—; ¿o acaso no has encontrado el lecho tan de tu gusto como yo esperaba? ¿Cómo has dormido esta noche?
—¡Oh, de mil maravillas! ¡Estupendo! No he dormido mejor en mi vida —dijo rápidamente el general Browne, pero con un aire de embarazo que era evidente para su amigo.
Luego, a toda prisa, se tragó una taza de té y, desatendiendo todo cuanto se le ofrecía, pareció sumirse en sus pensamientos.
—Hoy saldrás con la escopeta, general —dijo el anfitrión, pero hubo que repetir dos veces la propuesta antes de recibir la abrupta respuesta:
—No, milord; lo siento, pero no puedo aceptar el honor de pasar otro día en vuestra mansión; ya he pedido mis caballos de posta, que estarán aquí dentro de muy poco.
Todos los presentes demostraron su sorpresa y lord Woodville replicó inmediatamente:
—¡Caballos de posta, mi buen amigo! ¿Para qué vas a necesitarlos si me prometiste permanecer tranquilamente conmigo durante una semana?
—Tal vez —dijo el general, visiblemente turbado—, con la alegría del primer momento, al volverme a encontrar con vuestra señoría, tal vez dijera de permanecer aquí algunos días; pero posteriormente he caído en la cuenta de que me es imposible.
—Esto es increíble —dijo el joven aristócrata—. Ayer parecías no tener ninguna clase de compromisos y no es posible que hoy te haya convocado nadie, pues no ha venido el correo del pueblo.
Sin ninguna otra explicación, el general musitó algo sobre un asunto inaplazable e insistió en la necesidad de su marcha, en unos términos que acallaron toda oposición.
—Pero, por lo menos —dijo el joven lord—, permíteme que te muestre el panorama desde la terraza. La niebla se está levantando.
Abrió una ventana de guillotina y salió a la terraza. El general lo siguió mecánicamente, pero parecía atender poco a lo que iba diciendo su anfitrión mientras, de cara al espléndido panorama, señalaba distintos motivos dignos de contemplarse. De este modo fueron avanzando hasta que lord Woodville hubo conseguido el propósito de aislar por completo a su amigo del resto de los huéspedes; entonces, dándose media vuelta con gran solemnidad en el porte, se dirigió a él de este modo:
—Richard Browne, mi viejo y muy querido amigo, ahora estamos solos. Permíteme que apele a tu honor de soldado. ¿Cómo has pasado, en realidad, la noche?
—Verdaderamente, de un modo penosísimo —respondió el general, con el mismo tono solemne—; tan penoso que no querría correr el riesgo de una segunda noche semejante, ni por todas las tierras que pertenecen a este castillo ni por todo el campo que estoy viendo desde este mirador.
—Esto es todavía más extraordinario —dijo el joven lord como si hablara para sí—; entonces debe haber algo de verdad en los rumores sobre ese cuarto. Por Dios, mi querido amigo, cuéntame cuáles han sido las molestias concretas que has padecido bajo un techo donde, por voluntad del propietario, no hubieras debido hallar más que bienestar.
El general dio la sensación de angustiarse ante el requerimiento y tardó unos momentos en contestar:
—Mi querido lord —dijo al cabo—, lo que ha sucedido la pasada noche es de una naturaleza tan peculiar y desagradable que me costaría entrar en detalles incluso con vuestra señoría, si no fuera porque, independientemente de mi deseo de complacer cualquier petición vuestra, creo que mi sinceridad puede conducir a alguna explicación sobre una circunstancia no menos dolorosa y misteriosa. Para otros, lo que voy a decir pudiera ser motivo de que se me tomara por un loco supersticioso; pero su señoría me conoce desde que éramos niños.
Aquí hizo una pausa y su amigo le replicó:
—No dudes de mi absoluta confianza en la veracidad de lo que me participes, por extravagante que sea; conozco muy bien tu firmeza de carácter para sospechar que pudieras ser embaucado, y sé muy bien que tu sentido del honor te impediría exagerar lo que sea que hayas presenciado.
—Entonces —dijo el general— os contaré mi historia tan bien como sepa hacerlo, confiando en vuestra equidad; y eso pese a tener la convicción de que preferiría enfrentarme a una batería de artillería que repasar mentalmente los odiosos recuerdos de esta noche.
Se detuvo por segunda vez y, viendo que lord Woodville se mantenía en silencio, comenzó la historia de sus aventuras nocturnas en la Cámara de los Tapices.
»Me desnudé y me acosté, tan pronto como me quedé solo; pero la leña de la chimenea ardía resplandeciente, y esto, junto con el centenar de excitantes recuerdos que emergieron al reencontrarnos, me impidieron rendirme al sueño. Debo decir, no obstante, que las reverberaciones del fuego eran muy agradables, con lo que durante un rato dieron pie a la sensación de haber cambiado los trabajos, las fatigas y los peligros de mi profesión por un disfrute de una vida apacible y la reanudación de aquellos lazos amistosos y afectivos que habían despedazado las rudas exigencias de la guerra.
»Mientras me iban pasando por la cabeza estos gratos pensamientos, que poco a poco me arrullaban y adormecían, de repente me espabiló un ruido parecido al fru-fru de un vestido de seda, y a los pasos de unos zapatos de tacón, como si una mujer estuviera paseando por el cuarto. Antes de que pudiese descorrer la cortina para ver qué era lo que pasaba, cruzó entre la cama y el hogar la figura de una mujercita. La silueta estaba de espaldas a mí pero puede observar, por la forma de los hombros y del cuello, que correspondía a una anciana vestida con un traje antiguo, de esos que, creo, las damas llaman un saco; es decir, una especie de bata, completamente suelta sobre el cuerpo, pero recogida por unos grandes pliegues en el cuello y los hombros, que llega hasta el suelo y termina en una especie de cola.