Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942.
Entre sus libros de cuentos pueden citarse: Imperios y servidumbres (1972); El mejor de los mundos posibles (1976); En defensa propia (1982); El rigor de las desdichas (1994); Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (2005); El crimen de san Alberto (2008); Paraguas, supersticiones y cocodrilos (2013)…
También ha escrito algunas narraciones para niños: Cuentos del Mentiroso (1978); La recompensa del príncipe (1995); La venganza del muerto (1997); Burladores burlados (2006)…
Asimismo, es autor de un volumen de ensayos: El forajido sentimental. Incursiones por los escritos de Jorge Luis Borges (2011). Y de dos libros de entrevistas: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges (1974) y Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares (1992).
Muchos de sus cuentos se hallan en numerosas antologías en español y en otras lenguas, sin excluir las propias del continente asiático.
Nos hallamos en el último tercio del año 2015. A esta altura de mi vida ni siquiera puedo recordar con precisión la cantidad de cuentos que he publicado. Sin embargo, sé que superan la centena.
Entre tantos, aquí se presentan dieciséis cuya característica común es la de poseer —según cree la generosidad de mis lectores— algunas pizcas de la especia literaria llamada humor.
Están dispuestos según el orden cronológico de su publicación primigenia y no según su fecha de redacción (que yo no lograría establecer). Año más, año menos, trazan una suerte de mapa de medio siglo de labor.
Esto es todo lo que se me ocurre decir.
Adelante, pues, y buena suerte.
Fernando Sorrentino
Martínez (Buenos Aires), 26 de octubre de 2015
Tengo un amigo todo lo dulce y tímido que puede pedirse. Se llama Lucas, usa lentes sin armazón y anda por los cuarenta años. Es de reducida estatura, es delgaducho, tiene un bigotito ralo y una calva que reluce.
Para no molestar a nadie, camina siempre de perfil. En vez de pedir permiso, prefiere deslizarse apenas por un costado. Los perros y los gatos callejeros le infunden terror, y, para evitarlos, se cruza a cada instante de una vereda a la otra.
Habla con una vocecilla sutil, casi transparente de tan inaudible. Jamás ha interrumpido a nadie, pero no logra emitir más de dos palabras sin que lo interrumpan. Y se siente dichoso de haber podido pronunciar esas dos palabras.
Hace años que mi amigo Lucas está casado: con una mujer delgada, colérica, nerviosa; tiene voz aguda hasta lo insufrible, fuertes pulmones, nariz afilada y lengua de víbora; su temperamento es indomable, y su vocación, domadora.
Lucas —me gustaría saber cómo— se ha continuado en un niño. La madre lo bautizó Juan Facundo: es alto, rubio, flequilludo, atlético, inteligente, suspicaz, irónico y vigoroso. Él y su madre le asignan a Lucas un lugar nulo en el universo y, por ende, desoyen sus escasas e imperceptibles opiniones.
Lucas es el más antiguo y el menos importante de los empleados de una lúgubre compañía importadora de tejidos. Es una casa muy oscura, con pisos de madera negra, ubicada en la calle Alsina. El dueño se llama don Aqueróntido: hombre de bigotes feroces, de pelo hirsuto, de voz atronadora, violento, avaro. Mi amigo Lucas se presenta vestido de negro, con un traje muy viejo, brilloso de tanto uso. Sólo posee una camisa, con anacrónico cuello de plástico. Y una sola corbata: tan deshilachada, que parece un cordón de zapatos. Incapaz de resistir la mirada de don Aqueróntido, Lucas no se atreve a trabajar sin saco y se coloca un par de sobremangas grises para preservarlo. Su salario es irrisoriamente bajo: no obstante, Lucas permanece todos los días trabajando tres o cuatro horas de más, pues la tarea que le ha asignado don Aqueróntido es tan desmesurada, que no alcanzaría a realizarse en el horario normal.
Justamente ahora —cuando don Aqueróntido acaba una vez más de rebajarle el sueldo— la mujer ha decidido que Juan Facundo no cumpla sus estudios secundarios en un colegio estatal y gratuito. Ha preferido inscribirlo en un instituto muy costoso del barrio de Belgrano. Ante esta erogación, Lucas ha dejado de comprar las Selecciones del Reader’s Digest, que constituían su lectura predilecta (en el último artículo que leyó una psicóloga exhortaba al marido a autorreprimir la propia personalidad avasallante para no entorpecer la realización personal de su esposa y sus hijos).
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Pero, apenas sube a un colectivo, Lucas suele proceder así:
Pide el boleto y empieza lentamente a buscar el dinero, manteniendo al chofer con la mano extendida y en un estado de incertidumbre. Lucas no se apresura en absoluto: es posible que la impaciencia del conductor le cause placer. Luego paga con la mayor cantidad posible de monedas de escaso valor, entregándolas de a poco, en cantidades distintas y a intervalos irregulares. Esto perturba al chofer, pues, además de estar atento al tránsito, a los semáforos, a los pasajeros que suben y bajan, y al manejo del vehículo, debe simultáneamente efectuar cálculos aritméticos. Lucas agrava sus problemas incluyendo en el pago una vieja moneda paraguaya que conserva con tal propósito y que le es invariablemente devuelta en cada ocasión. Así, suelen cometerse errores en las cuentas y, entonces, entablada la discusión, Lucas defiende sus derechos con razonamientos contradictorios y absurdos, de tal modo que nadie sabe qué argumenta en realidad. El colectivero suele terminar, en tácita rendición, por arrojar las monedas a la calle —tal vez para no arrojar a Lucas o arrojarse él mismo—.
Cuando llega el invierno, Lucas viaja con la ventanilla abierta de par en par. El primer perjudicado es él: ha contraído una tos crónica que a menudo le hace pasar las noches en vela. Durante el verano, cierra herméticamente la ventanilla y deja que el sol pegue en el vidrio y multiplique su calor: de esta manera, más de una vez ha sufrido quemaduras de primer grado.
Lucas tiene prohibido el tabaco y, en realidad, fumar le resulta insoportable. Pero en el colectivo enciende un cigarro gordo, barato y de espantoso olor que produce ahogos y toses. Cuando baja, lo apaga y lo guarda para el próximo viaje.
Lucas es una personita sedentaria y escuálida: jamás le interesaron los deportes. Sin embargo, los sábados a la noche sintoniza su radio portátil, dándole el máximo volumen, para escuchar el boxeo. El domingo lo dedica al fútbol, y tortura a los demás viajeros con estruendosas trasmisiones.
El asiento del fondo es para cinco personas: Lucas, a pesar de su pequeño tamaño, se ubica de modo que sólo quepan cuatro y aun tres. Si hay cuatro sentados y Lucas está de pie, exige permiso con tono de indignación y de reproche, y se sienta con las manos en los bolsillos del pantalón, de manera tal que sus codos quedan incrustados en las costillas de sus aláteres.
Cuando viaja de pie, lo hace con el saco desabotonado, procurando que el borde inferior pegue en el rostro o en los ojos del que está sentado.
Si alguien se halla leyendo, pronto se convierte en presa de Lucas: para hacerle sombra coloca la cabeza bajo la lamparilla. A intervalos, la retira, como por azar; el lector devora con ansiedad una o dos palabras, y allí, incansable, vuelve Lucas al ataque.
Mi amigo Lucas conoce la hora en que el colectivo se halla más atestado. Antes de subir, ingiere un emparedado de salame y roquefort, y bebe un vaso de vino tinto ordinario. En seguida, con los restos del pan mascado y del fiambre y el queso entre los dientes, y con la boca bien abierta, recorre el vehículo pidiendo enérgicamente permiso.
Si se acomoda en el primer asiento, no lo cede a nadie. Pero, si se halla en los últimos y sube un anciano enclenque o una mujer con un bebé en brazos, Lucas —sin perder un segundo— se levanta con celeridad y los llama a grandes voces, ofreciéndoles su lugar. Ya de pie, expone un comentario recriminatorio contra los que permanecieron sentados. Su elocuencia es abrumadora: varios pasajeros, mortalmente avergonzados, descienden siempre en la siguiente esquina. Al instante, Lucas ocupa el mejor de esos asientos libres.
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Mi amigo Lucas se apea de muy buen humor. Camina hacia su casa con timidez y por el cordón de la vereda. Como carece de llave, tiene que tocar el timbre. Si en la casa hay alguien, rara vez se niegan a abrirle. En cambio, si su mujer, su hijo o don Aqueróntido no se encuentran, Lucas se sienta en el umbral a esperar que regresen.
1969
Mi vecino de piso es un hombre tonto. Yo, en cambio, soy ocurrente y gracioso. Los demás ejecutivos de nuestra empresa —una empresa líder en su área— siempre se divierten conmigo. Con mi vecino, que es tonto, no se podrían divertir.
Cuando me instalé en mi semipiso —tengo un semipiso en la avenida del Libertador, amueblado a todo confort, un semipiso a nivel ejecutivo—, cuando me instalé en mi semipiso, decía, encontré al vecino tonto en el ascensor, y en seguida pensé: “Este hombre es un tonto”. Me di cuenta de que era un tonto porque yo soy en extremo sagaz. Además, tenía cara de tonto. Contrastando abiertamente con el suyo, mi aspecto es despejado, aspecto de persona dinámica, inteligente, capaz, con personalidad agradable, con imagen ganadora. Me causaron gracia su frente estrecha, sus ojos aletargados, su nariz ancha, su labio inferior caído, su cuello voluminoso: todo lo cual se resumía en una imagen mediocre, sin perspectivas de futuro, sin ansias de progreso; una imagen de hombre tonto, en suma. En el espejo del ascensor comparé su exterior de hombre tonto con el mío de persona dinámica: la comparación resultó decididamente favorable para la persona dinámica. Admiré una vez más mis rasgos agudos, mis ojos vivaces, mi nariz afilada: las facciones típicas del hombre de talento. Además, en nuestra empresa, mi elegancia es proverbial: soy alto y delgado, y estoy siempre perfectamente peinado, afeitado y perfumado. Mi vecino tonto es bajo y gordo, lo que le da un marcado parecido con un barril; tiene el pelo mal cortado y la barba a medio crecer. Yo visto impecablemente —a nivel empresarial— gracias al exquisito gusto que me caracteriza. Para no herir mi sensibilidad, prefiero abstenerme de describir la vestimenta del vecino tonto. El hecho de que el vecino tonto se precipitara, reconociendo jerarquías, a abrirme la puerta del ascensor, no logró, sin embargo, conmoverme.
Al instante advertí que el vecino tonto quería entablar conversación mientras subíamos en el ascensor (en Inglaterra al ascensor le dicen lift, y en los Estados Unidos, elevator, o viceversa, no recuerdo bien: en nuestra empresa paso a veces largas horas estudiando este problema filosófico con el ejecutivo senior de Planificación). Pero su tema, como podía esperarse, no fue éste: fue el tema propio de un hombre tonto. Me dijo que el calor se había venido con todo y que, si a la noche no llovía, él no sabía qué podía pasar mañana. Yo, como soy tan chistoso, le seguí la corriente —para utilizar una expresión un tanto vulgar, impropia del ámbito empresarial—. Para divertirme, en vez de hacerle una detallada descripción de mi aparato de aire acondicionado —como hubiera sido lógico—, le informé que yo tenía un método infalible para saber cuándo llovería, y lo apabullé diciéndole que esa noche no caería una gota. Mi vecino es tan tonto, que me creyó al pie de la letra. Sin embargo, su timidez de hombre sin dinamismo le impidió preguntarme cuál era el método. Por otra parte, ya habíamos llegado a nuestro piso.
Desde entonces empecé a divertirme en grande con el vecino tonto. Los ejecutivos necesitamos estas expansiones para despejarnos la mente de la intensa tarea intelectual que desarrollamos en la empresa. Cada día yo inventaba una mentira. Mi vecino —justamente por ser tan tonto— es del todo crédulo.
Por ejemplo, le hice creer que yo era coronel. En realidad soy ejecutivo de una de las más prestigiosas empresas —una empresa líder en su área— dedicadas a la producción, promoción y venta de maníes, lupines, pochoclo y garapiñada. No le quise decir la verdad porque soy modesto y también porque soy gracioso. Además, hay otro problema. Mi vecino tonto vende diarios y revistas en la estación Primera Junta del subte A y tiene que trabajar hasta la una de la tarde inclusive para poder mantener su semipiso con vista al río (una vista apropiada para un hombre tonto: el río lo único que tiene en su interior es agua). Por esta razón yo tenía miedo de que me pidiera un puesto de ordenanza. Y la verdad es que no se lo quiero dar: primero, porque nuestra empresa —una empresa líder en su área— está en plan de racionamiento administrativo; segundo, porque es tonto. Además, no tengo confianza con el jefe de personal. Por otra parte, poseo muchos intereses en nuestra empresa y debo cuidarlos: no por nada trabajo desde las siete de la mañana hasta las nueve de la noche para mantener mi semipiso al contrafrente. De modo que —volviendo al hilo de mi relato— el vecino tonto, cada vez que me ve, me saluda diciéndome: “¡Buenas noches, coronel! ¿Cómo está usted, coronel?” (si es de mañana, me dice “¡Buenos días!”, y, si es de tarde, “¡Buenas tardes!”). Me agrada ese merecido respeto que me demuestra el vecino tonto. Yo suelo contestarle con pocas palabras, dichas en un tono cortante y seco, como corresponde a un coronel. En la primera época, al vecino tonto le interesaban los temas militares y me volvía loco a preguntas. Yo al instante inventaba respuestas con el ingenio que me es inherente, con la rapidez de pensamiento que me llevó a ocupar el puesto de gerente de marketing en una empresa líder en su área. Al principio, me preocupaba por darles a mis respuestas ciertos visos de verosimilitud; luego, cuando advertí que mi vecino era insuperablemente tonto, le decía el primer disparate que se me ocurría.
El vecino tonto me admira, siempre quiere quedar bien conmigo. Un domingo nos invitó a almorzar. Aceptamos porque el presidente del directorio se olvidó de hacernos llegar la invitación para el asado criollo que daba en su quinta. Mi señora en seguida se dio cuenta de que la mujer del vecino tonto también es tonta. Mientras que Gepeta, mi señora, soluciona habitualmente el problema alimentación a nivel salchichas alemanas y huevos duros —lo que denota un espíritu práctico y dinámico—, María del Carmen —¿habráse visto nombre tan tonto?—, la mujer del vecino tonto, cocina ese tipo de complicados manjares a nivel ollas, sartenes y asaderas, para agasajar de este modo a mi vecino, que, como es tonto y, por ende, rudimentario en sus gustos, otorga gran importancia a los placeres a nivel almuerzo y cena.
Para esa ocasión había preparado antipasto, ravioles caseros, pollo al horno y una torta de cerezas. Mi pasión por la verdad no me deja mentir: debo confesar, en honor de la mujer del vecino tonto, que aquellos platos estaban deliciosos. Lástima que Gepeta y yo los estropeamos echándoles azúcar y canela a los tres primeros, y sal y pimienta al postre. El asombro y la admiración que demostraron los vecinos tontos compensaron generosamente la repugnancia que nos causaron los platos así condimentados. Para perfeccionar mi gracia, les expliqué que en Alemania, donde yo había seguido cursos de logística, se come de esa manera porque es el único medio eficaz para no enfermar del hígado. El vecino tonto me miraba como a un ídolo. Su mujer vería en mí al anhelado príncipe azul de sus sueños juveniles. Pero estos vecinos son tan tontos, tan tontos, que no atinaron a imitarnos: los tontos son tan tímidos, que prefieren enfermar del hígado. En casa, mientras vomitábamos, Gepeta y yo casi reventamos de risa al pensar en la broma que les habíamos hecho a los vecinos tontos. Hasta el médico se reía a carcajadas cuando nos extendió la receta.
Un día, hojeando El maravilloso mundo de los animales (yo tengo una biblioteca importante de nogal italiano, a nivel gerencial: poseo catorce colecciones de libros encuadernados; cuando doy un cóctel para otros ejecutivos, siempre miran los lomos), se me ocurrió una idea cuya genialidad superaba inclusive a la de todas las anteriores. En cuanto me encontré con el vecino tonto, la puse en práctica. El vecino tonto tiene una pecera con agua, helechos y pececitos (batracios aún más inexpresivos y tontos que las tortugas).
—¿A usted le gustan los animales caseros? —le pregunté—. ¿Por qué no se compra un pterodáctilo?
—¿Un pterodáctilo? —preguntó a su vez el vecino tonto—. ¿Qué es un pterodáctilo?
Yo había previsto que no iba a saber qué era un pterodáctilo: los vecinos tontos no saben nada de veterinaria. Le expliqué, recurriendo a mi notable espíritu de síntesis, cuáles eran las características de un pterodáctilo.
—Yo tengo uno —agregué.
—¿No me lo podría mostrar, coronel? —los vecinos tontos suelen pedir imposibles.
—Lamentablemente, no —los coroneles no pueden dar su consentimiento así no más—. Lo haría con mucho gusto por ser usted quien me lo pide. Pero, si uno lo mira, el pterodáctilo muere de terror en el acto. Ésta es justamente una de sus características más notables: por eso son tan caros. Hay que guardarlo en una caja oscura, preferentemente de madera de ébano, y es necesario echarle la comida por una abertura, sin mirarlo.
—¿Y qué le da de comer, coronel?
—Remolachas y ranas vivas: otra cosa no come. Ahí está la caja, ¿ve?
Entreabrí un poco la puerta de mi semipiso y, desde lejos, le mostré al vecino tonto una caja que acababan de mandarme con las nuevas muestras de lupines sintéticos inarrugables que produce nuestra empresa —una empresa líder en su área—. Al vecino tonto se le iban los ojos. Naturalmente, no lo invité a pasar. Un vecino tonto no tiene nada que hacer en mi semipiso con aire acondicionado —un semipiso a nivel marketing—. Nos despedimos y me di cuenta de que el vecino tonto se había quedado con ganas de hacerme más preguntas. Los vecinos tontos son insaciables. Pero el respeto que le infunde mi sola presencia es tan grande, que no se atrevió a importunarme.
Al día siguiente quiso saber más detalles. Le di las explicaciones más descabelladas que se me ocurrieron. Todo se lo creía el vecino tonto. Una semana después le mostré el grabado de El maravilloso mundo de los animales, donde el pterodáctilo, posado sobre una roca, mira rígidamente hacia el mar. El vecino tonto quedó encantado. Nunca había visto el dibujo de un pterodáctilo: como no es culto, carece de una biblioteca de nogal italiano.
—¿Cuánto le salió el pterodáctilo suyo, coronel?
A una persona dinámica, capaz de tomar decisiones rápidas en el gerenciamiento, no puede sorprenderlo ninguna pregunta de un vecino tonto:
—El mío me salió..., espere que le diga con exactitud... Hace dos años que lo tengo... Últimamente aumentó el dólar (usted sabe que a veces el dólar aumenta). Lo pagué en el orden de los catorce mil o quince mil pesos. Pero, eso sí, mi pterodáctilo es de pedigrí.