Nací en la ciudad de Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942, en el seno de una familia de clase media-baja. Mis padres eran argentinos de segunda generación, pero todos mis bisabuelos eran italianos.
Soy profesor de Lengua Española y Literatura, y en tal condición di clases desde 1968 hasta mi jubilación, hará unos pocos años. Siempre tuve la afición de leer y, luego, la de tratar de escribir. Andando el tiempo la fortuna quiso que yo publicase más de sesenta libros.
La literatura nunca ha sido para mí motivo de angustias ni de desazones metafísicas, sino, por el contrario, una fuente inagotable de momentos placenteros. En tal actitud de irresponsable hedonismo, leo y releo los textos que me agradan, y, sin el mínimo remordimiento, desecho los que me aburren o me disgustan, sin que me susciten ningún respeto el prestigio o la aureola de gloria que los coronen.
Idéntico principio guía mi cerebro y mi mano en el momento de inventar una ficción cualquiera: escribo por el placer de escribir y a condición de que el texto no me oponga demasiados escollos; cuando noto que no logro avanzar con fluidez, me digo “Este cuento no me estaba destinado” y lo abandono inmediatamente.
Con cierta frecuencia, he recibido mensajes de diversos lectores con consultas que, con ligeras variantes, giran en torno de similares preguntas (por ejemplo):
“¿Qué quiso simbolizar usted con: a) el hombre que le pega a otro hombre en la cabeza con un paraguas; b) el mosquito que domina al hombre; c) los cincuenta corderos justicieros?”
En todos los casos, mis respuestas (palabras más, palabras menos) son las siguientes:
Cuando escribo un cuento, intento que éste resulte, literariamente, lo mejor posible: sólo quiero escribir un cuento.
Cuando escribo un cuento, no quiero simbolizar absolutamente nada ni pretendo pintar una alegoría de ninguna cosa ni ensayo construir metáfora alguna: sólo quiero escribir un cuento.
Cuando escribo un cuento, no busco trasmitir ningún mensaje de carácter moral ni espiritual ni social ni político ni nada de nada: sólo quiero escribir un cuento.
Cuando escribo un cuento, no es mi objetivo edificar al lector ni sacudirlo ni hacerlo vibrar éticamente ni convertirlo en un hombre mejor, un hombre nuevo y más digno de nuestra sociedad, etcétera: sólo quiero escribir un cuento.
En resumen: cuando escribo un cuento, sólo quiero escribir un cuento.
Por lo tanto, todos los símbolos, metáforas, alegorías, mensajes, invocaciones, moralejas, sermones, consejos, reprimendas, enseñanzas, etcétera, etcétera, corren por cuenta y riesgo de la interpretación del lector, y yo no tengo la menor responsabilidad por las decisiones de éste.
Mi primer libro se publicó en 1969; se titula La regresión zoológica y sus cuentos son paupérrimos. En cambio, creo que los del último, El crimen de san Alberto (2008), no merecerían la muerte.
Fernando Sorrentino
Martínez (Buenos Aires), octubre de 2015
Nos hallamos en el último tercio del año 2015. A esta altura de mi vida ni siquiera puedo recordar con precisión la cantidad de cuentos que he publicado. Sin embargo, sé que superan la centena.
Entre tantos, aquí se presentan dieciocho cuya característica común es la de procurar abrir una ventanita para observar una que otra curiosa peripecia que no suelen registrar los narradores devotos del llamado realismo (modalidad, dicho sea de paso, tan convencional y artificial como todas las demás del universo literario).
Están dispuestos según el orden cronológico de su publicación primigenia y no según su fecha de redacción (que yo no lograría establecer). Año más, año menos, trazan una suerte de mapa de medio siglo de labor.
Esto es todo lo que se me ocurre decir.
Adelante, pues, y buena suerte.
Fernando Sorrentino
Martínez (Buenos Aires), 26 de octubre de 2015
Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.
No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje gris, algo canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra de un árbol, sentado en un banco del bosque de Palermo. De pronto sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánica e indiferentemente pegándome paraguazos.
En aquella oportunidad me di vuelta lleno de indignación: él siguió aplicándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenacé con llamar a un vigilante: imperturbable y sereno, continuó con su tarea. Después de unos instantes de indecisión, y viendo que no desistía de su actitud, me puse de pie y le di un puñetazo en el rostro. El hombre, exhalando un tenue quejido, cayó al suelo. En seguida, y haciendo, al parecer, un gran esfuerzo, se levantó y volvió silenciosamente a pegarme con el paraguas en la cabeza. La nariz le sangraba, y en aquel momento tuve lástima de ese hombre y sentí remordimientos por haberlo golpeado de esa manera. Porque, en realidad, el hombre no me pegaba lo que se llama paraguazos; más bien me aplicaba unos leves golpes, por completo indoloros. Claro está que esos golpes son infinitamente molestos. Todos sabemos que, cuando una mosca se nos posa en la frente, no sentimos dolor alguno: sentimos fastidio. Pues bien, aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a intervalos regulares, se posaba, una y otra vez, en mi cabeza.
Convencido de que me hallaba ante un loco, quise alejarme. Pero el hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme. Entonces empecé a correr (aquí debo puntualizar que hay pocas personas tan veloces como yo). Él salió en mi persecución, tratando en vano de asestarme algún golpe. Y el hombre jadeaba, jadeaba, jadeaba y resoplaba tanto, que pensé que, si seguía obligándolo a correr así, mi torturador caería muerto allí mismo.
Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré. En su rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me pegaba con el paraguas en la cabeza. Pensé en presentarme en la comisaría, decir: “Señor oficial, este hombre me está pegando con un paraguas en la cabeza”. Sería un caso sin precedentes. El oficial me miraría con suspicacia, me pediría documentos, comenzaría a formularme preguntas embarazosas, tal vez terminaría por arrestarme.
Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67. Él, sin dejar de golpearme, subió detrás de mí. Me senté en el primer asiento. Él se ubicó, de pie, a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del pasamanos; con la derecha blandía implacablemente el paraguas. Los pasajeros empezaron por cambiar tímidas sonrisas. El conductor se puso a observarnos por el espejo. Poco a poco fue ganando al pasaje una gran carcajada, una carcajada estruendosa, interminable. Yo, de la vergüenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor, más allá de las risas, siguió con sus golpes.
Bajé —bajamos— en el puente del Pacífico. Íbamos por la avenida Santa Fe. Todos se daban vuelta estúpidamente para mirarnos. Pensé en decirles: “¿Qué miran, imbéciles? ¿Nunca vieron a un hombre que le pegue a otro con un paraguas en la cabeza?”. Pero también pensé que nunca habrían visto tal espectáculo. Cinco o seis chicos empezaron a seguirnos, gritando como energúmenos.
Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle bruscamente la puerta en las narices. No pude: él, con mano firme, se anticipó, agarró el picaporte, forcejeó un instante y entró conmigo.
Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas en la cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió nada. Simplemente se limita a pegarme. Me acompaña en todos mis actos, aun en los más íntimos. Recuerdo que, al principio, los golpes me impedían conciliar el sueño; ahora creo que, sin ellos, me sería imposible dormir.
Sin embargo, nuestras relaciones no siempre han sido buenas. Muchas veces le he pedido, en todos los tonos posibles, que me explicara su proceder. Fue inútil: calladamente seguía golpeándome con el paraguas en la cabeza. En muchas ocasiones le he propinado puñetazos, patadas y —Dios me perdone— hasta paraguazos. Él aceptaba los golpes con mansedumbre, los aceptaba como una parte más de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alucinante de su personalidad: esa suerte de tranquila convicción en su trabajo, esa carencia de odio. En fin, esa certeza de estar cumpliendo con una misión secreta y superior.
Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que, cuando lo golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé que es mortal. Sé también que un tiro me libraría de él. Lo que ignoro es si el tiro debe matarlo a él o matarme a mí. Tampoco sé si, cuando los dos estemos muertos, no seguirá golpeándome con el paraguas en la cabeza. De todos modos, este razonamiento es inútil: reconozco que no me atrevería a matarlo ni a matarme.
Por otra parte, en los últimos tiempos he comprendido que no podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia, me hostiga cierto presentimiento. Una nueva angustia me corroe el pecho: la angustia de pensar que, acaso cuando más lo necesite, este hombre se irá y yo ya no sentiré esos suaves paraguazos que me hacían dormir tan profundamente.
1972
Yo estoy dominado por un mosquito. En cuanto se le antoje, me matará. Por suerte, hasta ahora no ha abusado de su poder: ejerce su autoridad con moderación, sin arbitrariedad, en una forma —diríamos— constitucional. Pero, en cualquier caso, debe sobreentenderse que mi obediencia no emana de un reconocimiento de sus méritos o virtudes, sino del temor que me infunde.
Si él lo considerara conveniente, me mataría, y su crimen —o ejecución— quedaría impune. Aun en el caso de que las autoridades judiciales pudiesen establecer fehacientemente que él es el homicida, no podrían castigarlo: no sólo por el hecho secundario de que esa figura delictiva no está prevista por el código penal, sino también porque él no permitiría que lo hicieran. Por fortuna, tengo suficientes elementos de juicio para suponer que —si yo no le doy motivo— ha desechado para siempre la idea de ajusticiarme.
Él se halla sobre la pared, cerca del vértice de un cuadro pintado al óleo que representa un paisaje imposible donde dos pastoras, al parecer españolas, con sendos cayados, conversan sobre asuntos desconocidos, rodeadas de dóciles ovejas, el recto lomo de una de las cuales coincide horriblemente con la línea del horizonte. La topografía es abundante y multicolor: hay una llanura verde, hay dos montañas violetas coronadas de blanco y hay un río azul que desemboca en un lago grisáceo. Nada entiendo de artes plásticas, pero siempre me ha parecido que ese cuadro carece de todo valor estético. Sin embargo, se diría que al mosquito no le interesan los valores estéticos —y, tal vez, ninguna otra clase de valores—. Por lo menos, nunca ha manifestado aplauso ni reprobación.
Más bien tiende a ocuparse de otros menesteres. Durante la mañana le agrada recorrer la casa, quizá sin un fin determinado. Pero el hecho es que, desde el comedor, donde ha establecido su sede gubernamental, se dirige en primer término hacia la cocina, donde parece —pero, sin duda, es una mera imaginación mía— interesarse en el brillo de una cacerolita de mango negro y alargado. A veces he pensado en por qué le llamará tanto la atención un objeto del todo insípido; después razoné que él, al fin y al cabo, no es más que un mosquito. En la cocina es donde más tiempo permanece. Luego recorre el vestíbulo, el dormitorio y la otra piecita, sin detenerse de manera especial en ningún elemento. Creo que su fin es menos controlar el buen funcionamiento de la casa que ratificar la autoridad sobre sus dominios.
Al mediodía —para ser más exacto, a las doce y media— almuerza. Su dieta no es variada. Todos los días come una rodaja de morcilla vasca, que yo le sirvo en un platito de porcelana (él no admitiría otro). Aún recuerdo el día en que rechazó una tajada de morcilla criolla que yo, en mi obsecuencia, le había llevado para ganar su favor: tuve que bajar presuroso hasta la carnicería y comprarle su manjar preferido y excluyente. Una vez que he dejado el plato sobre la mesa, debo retirarme en seguida, pues no quiere que haya nadie presente mientras come. No obstante, también yo tengo alguna dosis de astucia, y, en ciertas ocasiones —cuando no tengo otra cosa más urgente para hacer—, lo espío a través del ojo de la cerradura. Lo cierto es que ésta es una acción bastante tonta: no hay nada notable en lo que veo. Apenas el mosquito tiene la seguridad de que yo he abandonado el comedor, desciende, con lentitud apropiada a su investidura, hasta el plato de porcelana. Luego clava su trompita en la morcilla y sorbe con calma y avidez la sangre (despreciando, paradójicamente, los trozos de nuez, que son los que diferencian la morcilla vasca de la criolla): en esta acción no hay nada que lo distinga del resto de los mosquitos del mundo. Su almuerzo dura, por lo general, entre dos y tres minutos.
(En realidad, he mentido al decir que lo espío cuando no tengo otra cosa más urgente para hacer: lo cierto es que lo espío todos los días. Es fascinante penetrar en la intimidad de los poderosos.)
Una vez que ha satisfecho su apetito, lo invade una suerte de modorra y pesadez, y, en apariencia, ya no puede regresar a su residencia vecina al cuadro de las ovejas. Prefiere dormir entonces una especie de siesta, sobre el zócalo, en un preciso lugar en que la pintura está algo descascarada. Se despierta a eso de las cinco de la tarde, y ya no vuelve a recorrer la casa: se ubica de nuevo junto al cuadro y permanece allí hasta la hora de la cena.
A propósito de estos detalles, supuse que el conocer con tanta exactitud sus hábitos de vida me proporcionaba alguna ventaja para deshacerme de él. Lo intenté una sola vez: tan mal me fue, que no osé una segunda. Los hechos —no me avergüenza recordarlos— se produjeron de la siguiente manera:
En esa ocasión me pareció que su almuerzo había durado más de lo habitual y que el mosquito estaba más abotagado que de costumbre. Entonces me descalcé y, llevando como arma una alpargata, me acerqué, con el alma en un hilo, en el mayor sigilo posible, hasta hallarme junto al zócalo en que él dormía o simulaba dormir. Por un instante la soberbia me cegó y creí que podría estrellarlo fácilmente con la alpargata contra la madera del zócalo. Pero, en el preciso segundo en que ya le asestaba el golpe fatal, remontó vuelo con rapidez y se lanzó hacia mi rostro. Inicié entonces, gritando de terror, enloquecido, una fuga despavorida por toda la casa. ¡Con cuánta velocidad volaba él, cómo se mimetizaba contra los fondos oscuros, qué silenciosa era su persecución, cuántos obstáculos me impedían desplazarme con la celeridad que lo peligroso del caso requería! Procuré hacer girar la llave en la cerradura para abrir la puerta y huir para siempre de mi casa; pero esta operación resultó imposible. El mosquito no me daba tiempo, la llave se me trababa, mis dedos estaban agarrotados. Corrí, corrí por toda la casa, corrí sin poder interponer una puerta cerrada entre él y yo, corrí tropezando con muebles, derribando sillas, rompiendo jarrones y cristales, desgarrándome la ropa, hiriéndome las rodillas y los pies descalzos. Corrí, corrí, corrí, hasta que, extenuado de cansancio y terror, caí de rodillas.
—¡Perdón! ¡Perdón! —grité con las manos entrelazadas y extendidas en expresión suplicante—. ¡Lo juro, lo juro por lo más sagrado! ¡Juro no intentarlo más!
El mosquito se detuvo y comenzó a girar en breves círculos, mientras yo, entre lágrimas, repetía aquellas y otras expresiones semejantes. No sé si me escuchaba. Parecía estar meditando en qué haría conmigo. Tenía que tomar una decisión importante, para la cual, sin duda, necesitaba la reflexión que sólo facilita el silencio; y yo, en vez de permanecer callado, seguía gimiendo, anhelante, jadeando, con las ropas empapadas de transpiración y llegando, con todo, a observar que las venas de mis manos estaban hinchadas y azules, casi violetas, casi negras. Él pensaba, reflexionaba, cavilaba; era evidente que no se precipitaría a adoptar una decisión de la que luego pudiera arrepentirse. Revoloteaba y revoloteaba, cada vez con más lentitud, como si fuera a detenerse, pero lo exasperante era que no se detenía. Más de media hora duró esta situación, y yo, mientras tanto (con el rostro desencajado, los ojos llenos de lágrimas y temblando de pies a cabeza, esperaba su veredicto y su sentencia —que serían simultáneos—), observaba por la ventana las vagas figuras de los albañiles que trabajaban en la obra en construcción de la vereda de enfrente y pensaba que ellos estaban en un mundo de sol, de aire, de baldes y ladrillos límpidos, un mundo donde no tenía lugar un mosquito siniestro y poderoso que ahora decidiría mi vida o mi muerte…
Y, por fin, el mosquito fue misericordioso: con indecible alivio vi cómo se dirigía parsimoniosamente hacia su zócalo, sin vanidad alguna, pero seguro ya de que yo no me atrevería nunca más a molestarlo.
Después de este episodio, comprendí que debía resignarme a mi suerte. Al fin y al cabo, poco es lo que exige de mí: sus dos tajadas diarias de morcilla y el platito de porcelana. Tengo, sin embargo, un escrúpulo, uno solo: me subleva, me hiere, me humilla estar dominado por un ser tan pequeño, un ser que apenas pesa unos pocos miligramos, cuando mi peso es de casi ochenta kilos. Al mismo tiempo, no me siento en absoluto disminuido por estar bajo las órdenes de un ente irracional —un ente que tiene, literalmente, cerebro de mosquito—. Quizás esta resignación se deba a que muchas veces fui subordinado de gente que no tenía mayor inteligencia que un gato, y, sin duda, mucho menos belleza.
Pero, así como tengo un escrúpulo, tengo también una esperanza. Sé que la vida de un mosquito no dura sino unos pocos meses: por eso, cada mañana echo una furtiva mirada al calendario, esperando el día en que pueda marcar con un lápiz verde que tengo oculto la fecha en que el mosquito muera. Sin embargo, por otra parte, mañana se van a cumplir veinte años desde el día en que fundó su imperio. Esto, aparte de contradecir las leyes naturales, me sumerge en una suerte de alucinación: el pensamiento de que el mosquito es inmortal.
De ser falsa esta idea, caben, a su vez, dos posibilidades:
La primera es que ese mosquito no haya sido siempre el mismo, y que, durante la noche, cuando yo estoy durmiendo, se produzca el relevo del mosquito moribundo por otro más joven y fuerte. Me ha llevado a esta suposición el haber encontrado una mañana, al pie de la mesa del comedor, el cadáver de un mosquito. Es cierto que ésta no es una prueba decisiva: no tengo ninguna seguridad de que ese mosquito muerto sea el que me tenía dominado; acaso fuera un mosquito común y silvestre, de esos que abaten la palmeta y el insecticida.
La segunda posibilidad excluye a la primera. El poderoso podría ser el mosquito muerto, y el que se halla junto al cuadro de las ovejas, un mosquito usurpador, sin poder ninguno, que basa su autoridad en una cuestión de investidura o similitud. Pero, como este argumento no explica los veinte años de dominio, cabría suponer que los mosquitos usurpadores son muchos y efectúan disciplinadamente el relevo. De todos modos, sea como fuere, no osaré asegurarme de ello: podría serme fatal.
Mientras tanto, como nada puedo hacer, pasan los días, los meses, los años. Yo envejezco y me marchito consumido en mi propia angustia y, siempre dominado por un mosquito, continúo en espera de una definición.
1972
Mis amigos dicen que yo soy muy sugestionable. Creo que tienen razón. Como argumento, aducen un pequeño episodio que me ocurrió el jueves pasado.
Esa mañana yo estaba leyendo una novela de terror, y, aunque era pleno día, me sugestioné. La sugestión me infundió la idea de que en la cocina había un feroz asesino; y este feroz asesino, esgrimiendo un enorme puñal, aguardaba que yo entrase en la cocina para abalanzarse sobre mí y clavarme el cuchillo en la espalda. De modo que, pese a que yo estaba sentado frente a la puerta de la cocina y a que nadie podría haber entrado en ella sin que yo lo hubiera visto y a que, excepto aquella puerta, la cocina carecía de otro acceso; pese a todos estos hechos, yo, sin embargo, estaba enteramente convencido de que el asesino acechaba tras la puerta cerrada.