De la social a Morena
Breve historia de la izquierda en México
Hoy es tópico afirmar que la izquierda está en crisis. El meteoro neoliberal debilitó apreciablemente a la clase obrera industrial, sujeto revolucionario del marxismo clásico, al grado de que su retroceso parece a Eric Hobsbawm irreversible, y desmanteló el Estado benefactor, soportes ambos de la socialdemocracia. Tras la implosión del socialismo realmente existente en Europa oriental, el flanco comunista todavía no recompone su paradigma político lo suficiente para articular una alternativa creíble al statu quo que coloque en el centro la cuestión social, ese logos que da sentido a su existencia, y su expresión socialdemócrata no ha ido más allá de asumir las premisas de sus adversarios. Dice Etienne Balibar, que “la izquierda está en estado de bancarrota política. Ha perdido toda capacidad de representación de las luchas sociales o de organización de movimientos de emancipación. En general, está alineada con los dogmas y los razonamientos del neoliberalismo. Y en consecuencia se ha desintegrado ideológicamente”. Entre tanto, día a día la derecha europea en el poder socava las conquistas que los trabajadores lograron en la posguerra (pleno empleo, educación gratuita, salud pública, pensiones y seguro al desempleo). La desconfianza, dice Tony Judt, ha roto los lazos cohesivos incluso en sociedades que se caracterizaron por ser las más igualitarias del planeta (Hobsbawm, 2011, p. 419; Balibar, 2010; Judt, 2010, pp. 72 y 73).
En América Latina el curso ha sido algo distinto. Después de dos décadas de administraciones neoliberales actualmente la mitad es gobernada por la izquierda, pero no hay evidencia de que el discurso y las prácticas políticas de aquélla sufrieran transformaciones significativas, por no hablar de un retorno al populismo en varios países. México, la única de las naciones grandes del subcontinente donde la izquierda todavía no ha alcanzado la presidencia de la república, aunque con oportunidades reales de hacerlo en 1988 y 2006, tampoco escapa a esta ruta. De hecho, la respuesta de la izquierda socialista al colapso del bloque soviético fue la evasión, incluyendo a las tendencias marginales que habían combatido el estalinismo: primero hacia el nacionalismo revolucionario, y después en dirección del neozapatismo; esto es, asimilándose a otras corrientes históricas de la izquierda nacional. Entre sus militantes, algunos abandonaron el activismo o literalmente se reacomodaron en otros puntos del espectro político. De los noventa para acá, la elaboración teórica de la izquierda al respecto ha sido, de sí, escasa por no decir nula, lo cual no deja de sorprender, sobre todo si tomamos en cuenta que había tenido un papel fundamental en el debate público y la ciencia social mexicanos.
Este libro esboza el desarrollo histórico de la izquierda mexicana deteniéndose en los momentos fundamentales. Aunque sigue los hilos de las tres grandes corrientes que la conforman (socialismo, nacionalismo y socialcristianismo), se ocupa con más detalle de la izquierda socialista, tanto por mi interés personal, como porque es la que presenta una mayor diferenciación quizá como consecuencia de la importancia que tradicionalmente le otorgó al debate ideológico. Esto no significa que se desatendieran los vínculos con las demás corrientes, sobre todo después de 1988, cuando dieron lugar a nuevas configuraciones políticas. En cuanto al orden expositivo, se procuró seguir una pauta cronológica, sabiendo de antemano que la historia particular de cada una de las corrientes, y de los socialismos en particular, no tiene un curso lineal, que pueden convivir en el tiempo e incluso llegar hasta el presente. A este respecto, la periodización indicada en los capítulos no pasa de ser una guía para el lector, además de subrayar el momento en que cobró mayor relevancia alguna de ellas.
Algunas referencias fueron suprimidas con el fin de propiciar una lectura más ágil. El lector que lo desee, puede consultar “Fuentes y bibliografía” para conocer todas las referencias e incluso marcar su propia ruta en la apasionante investigación y apropiación de este gran tema.
La Universidad Autónoma Metropolitana y el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (proyecto de investigación básica 150714) me brindaron las condiciones indispensables para elaborar este volumen. En la Universidad de París IV (Sorbonne Nouvelle), el CIDE, la Universidad de Princeton, la UAM y la Fundación Getulio Vargas (Río de Janeiro) recibí valiosos comentarios a mi investigación que adquirió la forma de libro gracias a la amable invitación de Francisco Quijano. Guillén Torres Sepúlveda realizó una valiosa recopilación documental empleada en los dos últimos capítulos del libro. En rigor, sin embargo, el saldo completo de errores y omisiones es únicamente mío.
Chapultepec, diciembre de 2013
Habitualmente se han clasificado a las izquierdas mexicanas con base en su estrategia política y métodos de acción (reformismo, comunismo, ultraizquierdismo, etcétera), poniendo menos atención en el cuerpo doctrinal que las configuran y las corrientes históricas de las que forman parte. La perspectiva temporal prácticamente no rebasa el siglo XX, como si aquéllas fueran producto de la Revolución mexicana o su punto de referencia fuera inequívocamente el comunismo oficial (Bartra, 1982, p. 88; Anguiano, 1997, pp. 44 y siguientes; Semo, 2004, p. 130; Aguilar Camín, 2008, p. 13).
Las izquierdas, consideramos, surgieron en la segunda mitad del siglo XIX en la que podríamos llamar época romántica, esto es, alrededor de la Reforma liberal, cuando se define un proyecto nacional que incluye la modernización del Estado, la separación entre éste y la Iglesia, la formación de una sociedad de pequeños propietarios, el sufragio universal, la educación pública, la disminución de las competencias de las corporaciones, la libertad económica, la moral cívica y la puesta en operación de un imaginario republicano. Todavía no se construyen las identidades clasistas, pero comienza a surgir la sociedad civil a través de asociaciones diversas, resurgen las rebeliones campesinas en buena parte del país y arriban las iglesias disidentes. Todo esto en un ambiente intelectual dominado por el catolicismo, pero en el cual empiezan a abrirse paso las posturas espiritualistas y heterodoxas dentro de la filosofía, surgen el pensamiento social y la literatura nacional, y apenas las ideas positivistas comienzan a despuntar. Al mismo tiempo, conviven las ideologías liberal, conservadora y socialista apenas concluido su proceso de diferenciación.
Si la prioridad de la izquierda es la cuestión social, desde tres puntos del espectro ideológico trataron de resolverla. El primero de ellos corresponde obviamente al socialismo, discurso político que gira en torno de ese eje y que, por entonces, inició la difusión en el país. Aspiraba a emancipar a los trabajadores, las mujeres y los indígenas y a la vez cancelar los privilegios de la Iglesia romana, promoviendo una nueva espiritualidad. De otro lado estaban los críticos de esta Iglesia que, a fuerza de intentar reformarla, frecuentemente acabaron rebasando sus estrechos márgenes, acercándose tanto al liberalismo en el terreno político, como al socialismo, asumiendo con él la urgencia de atender la problemática social. A esta corriente podríamos llamarla socialcristiana. Por último, dentro del campo liberal, hubo unos cuantos que ligaron la construcción nacional a la solución de la cuestión social.1 Ellos, pensamos, conforman el liberalismo social que acompañó al nacionalismo en el siglo XIX, para después de la lucha armada de 1910 disolverse dentro del nacionalismo revolucionario.
No obstante que surgieron más o menos al mismo tiempo, y muchas veces convergieron en la acción política e incluso llegaron a mezclarse tomando elementos de otras (la Teología de la Liberación, por ejemplo, del marxismo), estas tres corrientes de la izquierda tienen una naturaleza distinta y, aunque transformadas, llegan hasta nosotros. Si bien la nacionalista ha sido la dominante, en determinadas coyunturas las otras adquirieron mayor protagonismo. El primer socialismo, el anarquismo y el comunismo, a la que podría agregarse una socialdemocracia simplemente testimonial en el país, suman el bagaje de la tradición socialista mexicana. El liberalismo social, el nacionalismo romántico y la ideología de la Revolución mexicana alimentan el nacionalismo revolucionario. El neocatolicismo de Lamennais —muy comentado en la prensa obrera—, la Rerum Novarum (1891) en el pontificado de León XIII, el sindicalismo católico y la Teología de la Liberación pautan el socialcristianismo.
Para dar un ejemplo relativamente próximo: en los ochenta del siglo pasado decae la opción socialista cuando el Partido Comunista Mexicano (PCM) cede sus siglas en 1981 al Partido Socialista Unificado de México (PSUM), éste a su vez en 1987 al Partido Mexicano Socialista (PMS), para llegar en 1989 al Partido de la Revolución Democrática (PRD), portadores estos últimos del nacionalismo revolucionario. En 1994, con la aparición pública del neozapatismo, parte del espacio de la izquierda lo ocupa el socialcristianismo, comprometido de antiguo con la cuestión indígena. Hasta la fecha, ambos dominan el territorio político de la izquierda y el socialismo pasó a un plano secundario, si bien no sucumbió. Aquél, por lo general, mostró escaso interés por la política partidaria moviéndose en el pantanoso suelo de la sociedad civil, mientras que el socialismo y el nacionalismo revolucionario actuaron más en la línea de una izquierda social o institucionalizada, de acuerdo con la circunstancia.
En lo que respecta a los métodos de acción, las izquierdas respetaron las vías legales, aunque en determinadas coyunturas (falta de canales de participación democrática, represión o violencia por parte del Estado o de los grupos dominantes) y lugares (en particular en el Sur, pero también en otros espacios geográficos) recurrieron eventualmente a la lucha armada: la nacionalista revolucionaria en el henriquismo; la socialista, sobre todo durante su etapa anarquista; la socialcristiana, particularmente en la guerrilla de los sesenta y setenta. También todas han sido en ocasiones gradualistas (el PCM, el Movimiento de Liberación Nacional o MLN, el neocardenismo, las juntas de buen gobierno del Ejército Zapatista de Liberación Nacional o EZLN) y en otras eligieron el camino de la revolución (anarquistas, trotskistas y maoístas, las guerrillas de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, el Ejército Popular Revolucionario o EPR). No obstante, la mayoría de las veces el segmento numéricamente más importante de la izquierda actuó con apego a la ley y, cuando existieron las condiciones de la competencia política, participó en ella.
Con distintos conceptos filósofos, teóricos sociales e historiadores de las ideas han denominado a los hábitos mentales de una época en la que se comparten ciertos presupuestos, lenguajes y certezas, dotando de sentido la experiencia de lo vivido y haciendo posible la comprensión común y la comunicación, independientemente de las diferencias políticas e incluso ideológicas de los actores. Uno de estos periodos, en que cristalizó incluso una corriente intelectual, fue el romanticismo, según Berlin, “el mayor movimiento reciente destinado a transformar la vida y el pensamiento del mundo occidental”.2
El romanticismo fue un movimiento plural, que varió de acuerdo con las circunstancias nacionales, sin filosofía propia ni ideología particular. No presenta tampoco una cronología rígida, ni una temática uniforme, aunque destacan motivos, actitudes, tratamientos comunes y énfasis (la naturaleza, la dimensión histórica, la libertad artística y política, el misticismo, la excepcionalidad del acto creativo y el recelo hacia la popularidad). Para Béguin constituyó simultáneamente una forma de reflexión, una estética, una actitud vital, la expresión de un estado de ánimo nostálgico y angustiado, el anhelo de dirigirse al infinito, de expresar lo inagotable, la afirmación de la heroicidad individual y de los pueblos, y una exploración del alma, de los sentimientos y de las emociones(Trotignon, 1972; Berlin, 2000; De Paz, 1992; Honour, 1981; Béguin, 1981). Ocasionalmente, agregó a las dimensiones de la belleza y la verdad la procuración del bien, ya que —escribe Picard— “el yo romántico no es egoísta, sino que es ante todo social” (1947, p. 38). Michelet detectó en el pueblo trabajador las virtudes cívicas y las cualidades morales que sacarían adelante a la nación. “Si las clases superiores poseen la cultura, nosotros poseemos mucho más calor vital”, diría el antiguo impresor (2005, p. 26).
La época romántica, en la que en México se fundan la Academia de Letrán (1836) y el Liceo Hidalgo (1849), contiene una “estructura de sentimiento” —diría Raymond Williams— que toma como referencias históricas fundamentales tanto el enfrentamiento entre liberales y conservadores (dirimido finalmente mediante las armas), como las invasiones estadounidense y francesa. Esta experiencia colectiva la tuvieron liberales (Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto, Francisco Zarco, Ignacio Manuel Altamirano, Juan A. Mateos, Vicente Riva Palacio, Melchor Ocampo, Nicolás Pizarro), conservadores (José María Lacunza, Francisco Pimentel, Manuel Orozco y Berra, José María Roa Bárcena), socialistas (Plotino C. Rhodakanaty, Juan de Mata Rivera, José María González) y mentes eclécticas como la de Juan Nepomuceno Adorno, las cuales comparten preocupaciones en torno a la construcción nacional, la modernización y delimitación del ámbito estatal (a expensas del religioso), la propiedad territorial, la colonización del territorio (incluida la emigración extranjera y el reparto de tierras incultas), la educación de las masas populares, la situación de los indígenas, la ciudadanía y la creación de un orden político estable (Illades, 2005, pp. 54 y siguientes).
Obviamente los desacuerdos eran enormes, no en balde el crónico estado de guerra, pero los problemas estaban frente a ellos y muchos coincidían en que habían de atacarse. La diferencia estribaba en el cómo. Por mencionar un caso, los liberales reivindicaron el pasado prehispánico pero —salvo Ignacio Ramírez e Ignacio Manuel Altamirano— poco hicieron por el indio contemporáneo. La convicción de que constituían un “pueblo débil”, muy a tono con la calificación de las civilizaciones que comenzaba a esbozar la antropología, sirvió de soporte “científico” para promover la inmigración europea (blanca) y, con ella, la modernización del país.
En eso, los liberales no estaban tan lejos de conservadores como Francisco Pimentel, quien en Memoria sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena de México y medios para remediarla, de 1864, trazó la ruta crítica para desaparecer al indio mediante una nueva síntesis racial con los blancos y una segunda evangelización, completa y no superficial como la del siglo XVI, que acabara con la religiosidad pagana mediante la cual los indios adoptaron el cristianismo. Ramírez, decíamos, trató de mejorar la situación “de los estratos excluidos del proceso y la actividad sociopolítica”, en tanto que Rhodakanaty abogó por ellos a partir del socialismo. Para el liberal guanajuatense, el problema residía en que las mujeres, los jornaleros, los indios y los prisioneros carecían de derechos, lo que convertía la igualdad liberal en una quimera. El médico griego convocó a “todos los ciudadanos” que formaban la clase proletaria a unirse “de común acuerdo para derribar tan grave mal, cual es el de la miseria, que hoy nos devora por todas partes”; a promover el amor libre y lograr el reconocimiento legal del divorcio, para que la unión de los sexos fuera espontánea y consensuada, “único medio posible para extirpar radicalmente la prostitución y de hacer cesar para siempre la esclavitud de la mujer y la explotación que en todos tiempos… ha ejercido el hombre sobre ella”; a que los trabajadores se asociaran, obtuvieran empleo y créditos, y mejoraran su salario; a que se repartiera la tierra de las haciendas y los indígenas recuperaran la propiedad mediante la “ley agraria”, y la dignidad mediante el trabajo y la educación (Pimentel, 1995, p. 113; Maciel, 1980, p. 145; Ramírez, 1952, II, p. 159; Rhonakanaty, 1998, pp. 111, 112 y 114).
De acuerdo con Altamirano, la organización de las clases populares era un bastión de la democracia que hacía ver las “ventajas del socialismo” con el ejemplo las sociedades de auxilios mutuos. La asociación es el hilo tendido en los escritos de Nicolás Pizarro, el elemento nuclear de una ciudadanía social que daría sustento al orden político liberal y sería el instrumento para reducir la desigualdad social de forma tal que compeliera al rico devolver “a la masa común de la masa productiva, por medio de un trabajo productivo, lo que consume, porque su subsistencia siempre pesa muchos productores”. Y, exponía Francisco Zarco, “Dios quiere verse representado en los pobres, para que los cristianos sean compasivos”. En tanto que Juan Nepomuceno Adorno estaba cierto que los pobres podían vivir sin los ricos, pero éstos no podían prescindir del trabajo de aquéllos (Altamirano, 1974, p. 29; Pizarro, 2005, I, p. 440; Zarco, 1980, p. 69; Adorno, 1862, p. 94).
Desde distintas trincheras ideológicas la institución católica fue puesta en capilla. Ramírez de plano espetó un “No hay Dios” en la Academia de Letrán, y otros fueron más cautos proponiendo formas alternativas de religiosidad. El cura de La Navidad en las montañas asumía que ser “demócrata o discípulo del gran Maestro Jesús”, era en esencia lo mismo; en Zarco una “cadena de armonía” ligaba el alma humana al “universo entero”, a la vez que Pizarro creía en la reencarnación. Ninguno de ellos consideraba que la Iglesia romana estuviera cumpliendo adecuadamente su cometido e incluso autores como Rhodakanaty y Adorno rompieron con la fe católica en favor del panteísmo y del providencialismo (Perales, 2000, p. 76; Altamirano, 2000, p. 103; Zarco, 1980, p. 62; Pizarro, 2005, I, p. 523; Rhodakanaty, 1998, p. 214; Adorno, 1862, p. 42).
Lo que tenemos hasta aquí es la gama de problemas que las mejores mentes de la época consideraban apremiantes y, también, el consenso de un segmento de esta inteligencia en que tanto la cuestión social como el replanteamiento de la función de la Iglesia resultaban capitales para el futuro del país. Salvo Rhodakanaty, quien creó una organización para hacer valer los derechos de los subalternos, los demás expusieron sus ideas en sus escritos y algunos también como funcionarios o representantes legislativos. Sin embargo, el rumbo de la discusión había quedado trazado y a la vuelta del siglo se recuperaron estos asuntos dentro del debate público. El anarquismo intentaría separar la emancipación social de la fe religiosa, la encíclica Rerum Novarum pretendería adaptar el mensaje católico a la era del sindicalismo y los vientos socialistas que recorrían Europa y amenazaban América, y positivistas tan lúcidos como Andrés Molina Enríquez sintetizaron la clase y la raza en un convincente discurso sobre el mestizaje.
Motivados por el cambio de la situación mundial, el empleo de nuevos enfoques para abordarla y las transformaciones de las propias doctrinas, socialistas, nacionalistas y cristianos replantearon la cuestión social durante el Porfiriato. Con el anarquismo algunos de los presupuestos esenciales del primer socialismo fueron desechados, si bien la corriente ácrata refrendó su rechazo a la política. La lucha de clases ocupó el lugar de la armonía social, mientras la estrategia persuasiva, apoyada en la educación y el convencimiento, fue sustituida por otra de tipo insurreccional. El materialismo filosófico sustituyó al idealismo, a la vez que la revolución relevó a la regeneración social como horizonte político. La igualdad radical ocupó el lugar de la justicia como ideal normativo. Los enemigos del pueblo, antes los comerciantes y especuladores, serían ahora los propietarios capitalistas. Los fabricantes, reconocidos antaño parte de las clases productivas, fueron separados del mundo del trabajo que en adelante sólo reconocía como suyos a obreros, campesinos y asalariados. La república burguesa —aseguraba Ricardo Flores Magón— era un cadáver desde su nacimiento, ya que “todo se garantizó, menos la igualdad social de todos los seres humanos” (1911, p. 18).
En la línea de lo que sería el nacionalismo revolucionario, para Molina Enríquez la propiedad constituía el elemento esencial de la estructura social y por ello juzgó imprescindible dar certidumbre al respecto. En esto, el paralelo con Mariano Otero es de suyo evidente. Lo llamativo es la asociación entre economía, sociedad y política. Después de un minucioso análisis geográfico e histórico, Molina concluyó que la dominación mestiza requería una base material equivalente a la detentada por los criollos en la “zona fundamental de los cereales”, la cual les permitió acaudillar la Guerra de Independencia. Los mestizos constituían la raza surgida de la conquista y el núcleo de la clase media, eran la médula de la nueva sociedad que emergió políticamente con la Revolución de Ayutla. Sin embargo, su hegemonía tenía un punto débil, y ese era la falta de un sustento económico que la hiciera viable, dado que la riqueza la detentaban los antiguos criollos, en tanto que los indígenas, refugiados en sus pueblos, tenían unas condiciones de reproducción bastante precarias. Como los socialistas, la salida que encontró Molina al problema de la tenencia de la tierra fue la supresión del latifundio (injusto y antieconómico además de “feudalismo rural”), y —con los liberales—, la expansión de la pequeña propiedad privada, la forma jurídica más evolucionada de la propiedad de acuerdo con su tesis. A esa forma de propiedad es a la que debían de aspirar los mestizos, la raza que unía a españoles e indígenas, porque era la que daría sustento material a su dirección de la sociedad, los constituiría en una pujante clase media e integraría al pueblo como una fuerza natural permitiéndole formar una verdadera patria (Molina, 1984, pp. 87 y 88; Córdova, 1973, pp. 130 y siguientes).
No toda, ni siempre, la Iglesia católica estuvo reñida con la república, aunque sí con el liberalismo cuando éste la emprendió contra de las corporaciones. A partir de 1863, con uno de sus brazos en la sociedad civil, la Asociación de Señoras de la Caridad de San Vicente de Paul, inició también una extensa y silenciosa cruzada social. Al año siguiente, contaba con 576 miembros activos y para 1910 la cifra ascendía a 20,188, miembros distribuidos en buena parte del territorio nacional, pero con un amplio contingente en el estado de Jalisco. Con miras básicamente políticas, en 1868 se fundó la Sociedad Católica de la Nación Mexicana, un protopartido concebido para enfrentar al Estado liberal. Hacia 1908 se formó la Unión Católica Obrera (UCO), que reunió a los círculos católicos de obreros; tres años adelante, nacía el Partido Católico Nacional (Connaughton, 2011, p. 230; Arrom, 2007, pp. 56 y 63; Ceballos, 1991, pp. 51 y 52; Overmyer-Velázquez, 2007, p. 135).
El socialcristianismo cambió la naturaleza de la intervención de la Iglesia, yendo más allá de la caridad e intentando focalizar la acción en organizaciones que trascendían el ámbito religioso (sindicatos, partidos, prensa, escuelas, etcétera), con la expectativa de terciar entre el liberalismo y el socialismo, y eludir la amenaza anarquista. Para el catolicismo social el mal de la época moderna era el pauperismo, esto es, la pobreza generalizada de la sociedad provocada por el liberalismo, que hizo perder la dignidad a los hombres convirtiéndolos en meros instrumentos de un capitalismo monopolista y voraz que dominaba al trabajo a través de los trust. En su desesperación, acicateados además por una educación laica que promovía el escepticismo, muchos buscaron en el anarquismo y en el socialismo la salida al gran problema contemporáneo (Adame, 1981, pp. 200 y siguientes).
La encíclica Rerum Novarum fue la formulación doctrinal de la “cuestión social” desde la perspectiva católica, y una tentativa de parar la propagación del “socialismo ateo” entre las clases trabajadoras. Mientras que el liberalismo negaba esta realidad y el socialismo alimentaba un espíritu revanchista entre los desposeídos, el catolicismo social trataba de recuperar la armonía reduciendo la brecha entre las clases sociales con la aplicación de los principios elementales de la justicia y la caridad. De un lado, la justicia permitiría dar a cada quien lo que le correspondía; del otro, la caridad permitiría ceder generosamente al prójimo parte de los bienes. En el mundo del trabajo estos principios suponían la reciprocidad, el apoyo mutuo y la concordia: los patrones deberían pagar un salario suficiente a los obreros, en tanto que los asalariados tendrían la obligación de prestar eficazmente el trabajo convenido. La encíclica prescribía también la reducción de la jornada laboral y el descanso dominical, y asumía la propiedad privada como un derecho natural del individuo, en tanto que la asociación lo era para los trabajadores, considerados sujetos libres, autónomos y facultados para discernir, no simples mercancías ni apéndice de las máquinas (Hobsbawm, 1995, p. 122; Adame, 1981, pp. 207 y 208; Ceballos, 1983, pp. 8 y siguientes).
Paralelamente a la intervención católica en el mundo del trabajo, en 1912 el anarquismo formó la Casa del Obrero, la cual reunía a unas cuantas sociedades mutualistas de la ciudad de México (canteros, textileros, sastres y cocheros), y al año siguiente incrementó su membresía agregándole el “Mundial” a su denominación. En febrero de 1915 un segmento mayoritario de la organización optó por sumarse al bando constitucionalista enfrentando a los ejércitos de la Convención de Aguascalientes, a la vez que quiso aprovechar la circunstancia para expandir su influencia en el país, iniciativa que no fue del agrado de sus aliados. Esto, aunado a la ola de huelgas en respuesta a los problemas económicos provocados por la guerra civil, condujo a la ruptura y posterior disolución de la organización obrera.
A partir de 1919, cuando se funda el PCM, las distintas corrientes históricas de la izquierda transitaron hacia la política encontrando acomodo en organizaciones estructuradas o alrededor de ellas. Los caudillos revolucionarios formaron diez años después el Partido Nacional Revolucionario (PNR) y, en 1939, se constituyó el Partido Acción Nacional (PAN). Ante los nuevos referentes partidarios, las tres izquierdas experimentaron un proceso de diferenciación mayor e incluso se enfrentaron cuando los comunistas adoptaron la línea de clase contra clase que los separó de sus aliados revolucionarios alejándolos del movimiento obrero, o cuando el gobierno de Pascual Ortiz Rubio los condenó a la clandestinidad. Sin embargo, los comunistas se aproximarían al régimen con la política de los frentes populares diseñada por la Komintern para contener al fascismo, la cual condujo a los partidos comunistas de todo el mundo a aliarse con las burguesías nacionales.
Artífice de la Ley Federal del Trabajo de 1931, fundador de la Confederación de Trabajadores de México (CTM) en 1936, y creador del Partido Popular (1949), Vicente Lombardo Toledano leyó la historia nacional en clave estalinista. De esta manera, la etapa prehispánica se asimilaba a la comunidad primitiva, la época colonial, al esclavismo y el feudalismo; y el periodo nacional, al capitalismo. Señaló, además, que la Independencia, la Reforma y la Revolución de 1910 no fueron revoluciones “separadas una de la otra”, sino parte, en cambio, de “un mismo movimiento” (Wilkie y Monzón de Wilkie, 2004, p. 140). Si el socialismo no llegaba todavía a México, lo cual resultaba inevitable por tratarse de una necesidad histórica, era porque las fuerzas productivas no alcanzaban aún el desarrollo suficiente para su realización.
Colaborador de Lombardo en la Universidad Obrera de México, Narciso Bassols fue también coautor de la reforma constitucional de 1934 que remplazó el laicismo por la “educación socialista” y, desde la legación mexicana en Francia, apoyó el exilio republicano español hacia nuestro país. Antes de concluir el sexenio cardenista, regresó a México y formó con sus colaboradores más cercanos la Liga de Acción Política, una corriente de opinión opuesta al giro conservador que advertía en el general Manuel Ávila Camacho, entrando al debate público con el semanario Combate.
Cuando se reanudaron las relaciones diplomáticas con la Unión Soviética en 1944, Bassols fue nombrado embajador para, más adelante, acompañar a Lombardo en la fundación del Partido Popular, aunque alejándose pronto del nuevo instituto político. A este proyecto también se sumaría José Revueltas. Jesús Silva Herzog condensó así la trayectoria intelectual del mexiquense: parte “de un liberalismo social con ingredientes de la Revolución mexicana, ya caminaba [a principios de la década de 1930] por la senda que conduce al socialismo”. De hecho, hasta entrados los cincuenta hubo cierta confluencia ideológica entre el ala izquierda del bloque revolucionario y los comunistas, dado que estos últimos —anota Enrique Semo— se asumían como el “ala radical o socialista de la Revolución mexicana” (Bassols, 1979, p. XXVI; Semo, 2003, p. 68).
La Iglesia católica potenció su participación en la organización de los trabajadores, las mujeres y los jóvenes creando en 1920 el Secretariado Social Mexicano, el cual dependía del Episcopado, de tal manera que ya tenía un trecho andado en el campo popular cuando surgieron el movimiento cristero y posteriormente el sinarquismo. En la década de 1940, extendió su intervención en aquél mediante las organizaciones de base que conformó, caso del Centro Nacional de Comunicación Social (CENCOS), la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, la Escuela de Trabajo Social Vasco de Quiroga, la Confederación Nacional de Cajas Populares, el Instituto Mexicano de Estudios Sociales A.C. (IMES) y el Frente Auténtico de Trabajo (FAT). Este involucramiento en las organizaciones sociales tensó la relación entre el Secretariado y la jerarquía católica, la cual escaló considerablemente cuando éste suscribió las tesis de la Segunda Conferencia del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), celebrada en Medillín, Colombia, en 1968, punta de lanza de la Teología de la Liberación en el subcontinente. Cinco años después, aquél se constituyó como asociación civil desvinculándose del Episcopado (Escontrilla, 2009, pp. 147 y siguientes).
La tempestuosa década de 1960 azotó por igual a los tres polos de la izquierda mexicana germinando en ellos tendencias radicales, y también conduciendo a espacios de confluencia entre éstos, incluida la lucha armada. Mientras dentro del frente del nacionalismo revolucionario crecía la inconformidad con respecto de los giros conservador (Ávila Camacho y Alemán) y represivo (López Mateos y Díaz Ordaz) del régimen, confirmando que la Revolución mexicana estaba en rigor mortis