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© Consuelo Ahumada Beltrán, Luz Marina Barreto, Atilo A. Borón, Adolfo Chaparro Amaya, Enrique Dussel, Estela Fernández Nadal, Delfín Ignacio Grueso, Miguel Ángel Herrera, Guillermo Hoyos Vásquez, Martha Lucía Márquez Restrepo, Óscar Mejía Quintana, Luis Javier Orjuela, Álvaro Oviedo Hernández, Eduardo Pastrana Buelvas, Eduardo Rueda Barrera, Carlos Rojas Reyes, Miguel Ángel Rossi, Darío Salinas Figueredo, Giovanni Semeraro, Diego Vera Piñeros, Jorge Vergara Estévez, Susana Villavicencio, Nikolaus Werz
Primera edición: Bogotá, D. C., noviembre del 2012
ISBN: 978-958-716-579-1 (impreso)
ISBN: 978-958-716-652-1 (epub)
Número de ejemplares: 300
Editorial Pontificia Universidad Javeriana
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Bogotá, D. C.
Coordinación Editorial
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Corrección de estilo
María del Pilar Hernández
Santiago Perea
Diseño y diagramación
Juan David Martínez V.
Armada eBook
eLibros Editorial
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El eterno retorno del populismo en América Latina y el Caribe.
-- 1a ed. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2012.
440 p. ; 24 cm.
Incluye referencias bibliográficas.
ISBN: 978-958-716-579-1
1. POPULISMO - AMÉRICA LATINA. 2. POPULISMO
REGIÓN CARIBE. 3. DEMOCRACIA AMÉRICA LATINA
4. DEMOCRACIA - REGIÓN CARIBE
5. MULTICULTURALISMO - AMÉRICA LATINA
6. MULTICULTURALISMO - REGIÓN CARIBE.
I. Pontificia Universidad Javeriana.
CDD 320.5662 ed. 22
Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana.
Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J.
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ech. Octubre 01 / 2012
Prohibida la reproducción total o parcial de este material,
sin la autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.
Cubierta
Portada
Créditos
Introducción
Martha Lucía Márquez Restrepo, Eduardo Pastrana Buelvas,
Guillermo Hoyos Vásquez
La cuestión teórica de la democracia
en el contexto latinoamericano
El controvertido concepto de democracia en Aristóteles
Miguel Ángel Rossi
Populismo, Estado autoritario y democracia radical en América Latina
Óscar Mejía Quintana
Democratización en América Latina y crisis de hegemonía en la política norteamericana
Darío Salinas Figueredo
El tlc en el marco de los gobiernos alternativos en la región: Una aproximación desde la teoría marxista
Consuelo Ahumada Beltrán
Soberanía, poder constituyente, poder constituido y movimientos sociales antiglobalización
Carlos Rojas Reyes
La visión de América Latina
desde el populismo
¿Una nueva era populista en América Latina?
Atilio A. Borón
Cinco tesis sobre el populismo
Enrique Dussel
Populismos y democracia en América Latina
Nikolaus Werz
La compleja y ambigua repolitización de América Latina
Luis Javier Orjuela E.
Estudios de caso
El pueblo de la democracia.
Forma y contenido de la experiencia populista
Susana Villavicencio
La Confederación Nacional de Trabajadores Rojaspinillista
¿Un proyecto populista?
Álvaro Oviedo Hernández
El populismo latinoamericano y el sistema político chileno
Jorge Vergara Estévez
(Neo)populismos, democracia y multitudes en Colombia
Miguel Ángel Herrera Zgaib
La estrategia populista en la política exterior:
Las relaciones colombo-venezolanas en la era Uribe-Chávez
Eduardo Pastrana Buelvas, Diego Vera Piñeros
Populismo moral en contextos de justicia transicional
Adolfo Chaparro Amaya
Reflexiones sobre democracia,
pluralismo y multiculturalidad
Autonomía personal y ciudadanía democrática. Sobre la relación entre el uso público y privado de la razón
Luz Marina Barreto
¿Se hace justicia a los grupos subordinados cuando se los reconoce?
Delfín Ignacio Grueso
‘Libertaçao’ e ‘hegemonía’ na construçao da democracia pelos Movimientos Populares Brasileiros
Giovanni Semeraro
Ancestralidad y práctica política. Reencantamientos para potenciar la democracia
Eduardo A. Rueda Barrera
Interculturalidad y ecofeminismo: nuevas miradas de la filosofía latinoamericana sobre la cuestión de la alteridad
Estela Fernández Nadal
En los años ochenta la mayoría de los países latinoamericanos hizo la transición a la democracia después de décadas de autoritarismo. Casi inmediatamente, y con visiones no muy optimistas, la academia se ocupó de las posibilidades de consolidación democrática de los nuevos regímenes. Algunos como Juan Linz y Arturo Valenzuela se centraron en el tema del presidencialismo para señalar que este favorecía una lógica de suma cero en la que el ganador de las presidenciales “se llevaba todo”, y que la rigidez del periodo presidencial y la doble legalidad producto de las elecciones separadas del Ejecutivo y del Legislativo, podían conducir a una parálisis del sistema que se resolviera en clave autoritaria, como fue el caso de Chile en 1973. Esta visión pesimista del futuro del presidencialismo latinoamericano solo comenzó a disiparse en los años noventa con los trabajos de Dieter Nohlen y Scott Mainwaring entre otros, y hoy algunos teóricos estudian las distintas formas como se resuelven las crisis presidenciales mostrando que ellas no conducen necesariamente a regímenes autoritarios y que antes bien, la salida del presidente puede ser una válvula de escape para salvar la democracia.1
En la década de los ochenta también se produjo una abundante literatura sobre lo que se llamó ‘la crisis de la política’ producida por el quiebre de las identidades políticas y la deslegitimación de los actores de la representación. A los partidos se les reprochaba haber aplicado el ajuste económico con cuantiosos costos sociales y a los sindicatos su incapacidad para oponerse al neoliberalismo. El clamor de la sociedad argentina durante el gobierno de De la Rúa con el grito “que se vayan todos” fue una continuación de ese malestar con la política que venía desde el gobierno de Carlos Menem.
Otros autores, como Marcelo Cavarozzi (1991) y Francisco Weffort (1994) se centraron en la cuestión de “los enclaves autoritarios”, término con el que denominaron los reductos de autoritarismo que sobrevivieron a las transiciones por haber sido estos procesos negociados entre los actores autoritarios y los democráticos y a partir de los cuales los primeros dejaron voluntariamente el poder a cambio de varias concesiones. Estos teóricos mostraron cómo la permanencia de figuras del autoritarismo en los nuevos regímenes, ejemplo de lo cual eran los comandantes de las Fuerzas Militares o Pinochet en su posición de senador vitalicio, así como la continuación de instituciones que venían de la época autoritaria, como podía ser el caso de algunas constituciones, dificultaban la consolidación democrática. Advirtieron también de manera bastante visionaria que las leyes de perdón y olvido sobre las que se negociaron las transiciones constituían enclaves éticos que iban a obstaculizar la reconciliación de los ciudadanos de las nuevas democracias.
Casi veinte años después el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud) publicó en 2004 su informe La democracia en América Latina. Una democracia de ciudadanos y ciudadanas que ratificaba algunas de las sospechas anteriores sobre las dificultades con las que tendría que lidiar la democracia para su consolidación. Aunque el pnud elaboró un índice de desarrollo democrático con el que se evaluaban las reglas y procedimientos que regulaban el acceso al poder y a partir del cual se concluyó que los países de la región habían avanzado en democracia política pues la mayoría de sus gobiernos habían sido elegidos en elecciones libres y más o menos transparentes, también señaló que la ciudadanía no se ejercía en su integralidad en la región. Destacó que la ciudadanía política había convertido al ciudadano en elector pero que los altos niveles de pobreza, exclusión y desigualdad no permitían hacer efectivas la ciudadanía civil y social. En este marco el ciudadano no podía hacer uso de la agencia que le correspondería en un régimen democrático.
Siete años después, los informes que recientemente se han ocupado de la democracia en la región muestran un panorama similar y poco alentador. En enero de 2011 la ong estadounidense Freedom House publicó el Informe sobre libertad en el mundo que subtituló El desafío autoritario a la democracia en el que se señalaba una tendencia al declive de las libertades civiles y políticas que se remonta a los últimos cinco años y una reducción en el número de países democráticos, que pasó de 116 en 2009 a 115 en 2010 sobre un total de 194 países evaluados. En el caso latinoamericano aunque todos los países excepto Cuba se consideran democracias electorales, México, Nicaragua, Paraguay, Bolivia, Colombia, Ecuador, Guatemala, Venezuela y Honduras se califican como parcialmente libres por restringir algunas de las libertades civiles y políticas. El panorama se hace más sombrío si se miran los informes recientes sobre calidad democrática como el del Índice de Desarrollo Democrático de América Latina (idd-Lat) (2012) que además de la ciudadanía civil y política incluye dimensiones como la calidad institucional (independencia del poder judicial, corrupción, representación de minorías y víctimas de violencia política) y la capacidad del gobierno para asegurar bienestar (empleo, gasto público social) y eficiencia económica. Así las cosas, en una escala de 1 a 10 solo pasan la prueba de calidad democrática Chile, Costa Rica, Uruguay y Perú, con calificaciones respectivamente de 10, 8,9, 8,5 y 6,06 sobre 10. No sorprende lo anterior pues los primeros tres países, junto con Cuba y Brasil son señalados en el Panorama social de América Latina 2010 que publica la cepal como los países de más alto gasto público social per cápita. En el extremo opuesto se ubican en orden ascendente Guatemala, que saca la calificación más baja (1,89), seguido de Ecuador, Venezuela y Nicaragua, todos, excepto Venezuela son según la cepal países con un gasto público social per cápita bajo, inferior al promedio regional. Colombia recibe una calificación de 3,69 sobre 10 y no solo tiene un gasto social inferior al promedio regional sino que según la misma fuente comparte con República Dominicana y Guatemala la deshonrosa reputación de pertenecer al grupo de países en los que ha aumentado la inequidad en la distribución de la riqueza.
Los análisis sobre derechos civiles y políticos en estos informes señalan reiteradamente la concentración de poderes en la figura presidencial lo que va ligado a la violación de derechos a la libertad de prensa, de expresión, a la información e incluso a restricciones a la ciudadanía política en la medida en que desde los años noventa las constituciones han sido reformadas para favorecer la reelección de los presidentes. Varios autores hablan de un regreso del populismo a la región, que habría reaparecido desde los años noventa en forma de populismo neoliberal, es decir de derecha, y que a fines del siglo habría sido reemplazado por un populismo de izquierda.
Así que nuevamente el populismo y la democracia aparecen unidos en la historia latinoamericana. En los años noventa Carlos Vilas (1995) publicó un texto en el que calificó al populismo como “la democratización fundamental” en América Latina pues durante los gobiernos de los populistas clásicos, a saber, Juan Domingo Perón en Argentina, Getulio Vargas en Brasil, el trienio adeco en Venezuela y el gobierno de Carlos Ibáñez en Chile, entre otros, se había extendido el derecho al voto a todos los varones sin requisito de renta y alfabetización y se habían incluido en las constituciones los derechos sociales. Por esta misma razón Collier & Collier (1991) llaman a estas experiencias “incorporación”. No obstante lo anterior, Vilas y otros muchos autores han señalado las relaciones ambiguas que tenía este populismo con la democracia: el líder caudillista conducía autoritariamente el partido, organizaba a los obreros en estructuras corporativistas y perseguía a la oposición a la que generalmente pertenecían socialistas y comunistas.
En los años ochenta, en el marco de los ajustes neoliberales se nota un “regreso del líder en la región” encarnado en figuras como Cuauhtémoc Cárdenas de México y más tarde Abdalá Bucaram en Ecuador, Fernando Collor de Mello en Brasil, Alberto Fujimori en Perú y Carlos Menem en Argentina. Estos nuevos liderazgos reactivaron la reflexión sobre la relación entre populismo y democracia pues a diferencia de los populismos clásicos estos líderes parecían incluir en el discurso y la simbología elementos de lo popular, pero adoptaron políticas económicas neoliberales que favorecieron la excusión social de vastos sectores populares. En este marco la academia se concentró en reflexionar sobre la recurrencia del fenómeno populista, sobre la pertinencia de calificar como populistas a líderes que adoptaron una política económica radicalmente opuesta a la industrialización por sustituciones y al proteccionismo de los populismos precedentes.
Ahora, nuevamente, el populismo parece no querer pasar a buen retiro. Se habla de un resurgimiento del populismo de izquierda, encarnado en algunos de los líderes de la nueva izquierda, entre ellos Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa, Ollanta Humala, Luis Inácio Lula Da Silva y también de líderes populistas de derecha. En este contexto el Grupo de Trabajo de clacso sobre Filosofía política organizó en Bogotá en 2007 un seminario sobre Nuevas formas de democracia en el que los temas centrales fueron las reflexiones sobre el ideal democrático y el populismo. Un año más tarde, el Instituto Pensar, el Departamento de Relaciones Internacionales de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, el Goethe Institut y Fescol organizaron el Coloquio Nuevos y viejos populismos: la discusión conceptual, que analizó los mismos temas.
El Instituto de Bioética y el instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana, el Departamento de Relaciones Internacionales de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales y la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la misma Facultad con el apoyo del Instituto Goethe y la Asociación de Profesionales con Estudios en Alemania (asprea), y con la participación del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (clacso) han decidido publicar las ponencias de estos eventos académicos para contribuir a la reflexión sobre un fenómeno que hoy en día toma una forma diferente: el populismo detrás de algunas de las nuevas izquierdas latinoamericanas y las tensiones con la democracia en el marco de la reflexión de unos ideales de democracia más exigentes como la democracia deliberativa y la democracia radical.
Para conducir la reflexión este volumen se organiza en cuatro partes. En la primera se aborda la discusión teórica de la democracia en el contexto latinoamericano. Encontramos allí el análisis de Miguel Angel Rossi que partiendo de la advertencia de que el populismo no era un problema de la Atenas clásica, pasa a rastrear el sentido del pueblo en la polis. En “Soberanía, poder constituyente, poder constituido y movimientos sociales antiglobalización” Carlos Rojas Reyes analiza la capacidad de los movimientos sociales antiglobalización y del Foro Social Mundial de ejercer como poder constituyente. Óscar Mejía Quintana, por su parte, se concentra en lo que Nikolaus Werz en este volumen llama “la tercera ola del populismo” para rechazar la hipótesis neopopulista en América Latina y proponer como categorías alternativas la democracia constitucional autoritaria o la dictadura comisarial, entre otras.
Consuelo Ahumada en el capítulo “El tlc en el marco de los gobiernos alternativos de la región: una aproximación desde la teoría marxista” analiza el tlc entre Estados Unidos y Colombia y Perú desde la perspectiva de la teoría del comercio de Marx y la teoría del imperialismo de Lenin pero a la vez como parte de la Doctrina Bush para consolidar la hegemonía en la región. Darío Salinas Figueredo, por su parte, analiza el surgimiento de estos gobiernos de izquierda en el marco de la crisis de la política estadounidense.
La segunda parte del libro ofrece una visión del populismo desde América Latina. Enrique Dussel en “Cinco tesis sobre el populismo” rescata el sentido histórico del término para referirse a los procesos que vivió América Latina entre las décadas del treinta y el cincuenta, para proponer una definición de lo popular y para mostrar cómo el término populismo ha sufrido un desplazamiento semántico y se usa ahora para desacreditar a los que se oponen al neoliberalismo. Un ejercicio similar hace Atilio A. Borón quien después de referirse a las características del populismo histórico plantea que este ha regresado vacío de contenido pero que ha servido para descalificar algunas experiencias de las nuevas izquierdas que como en el caso de Venezuela, Ecuador y Bolivia tienen propuestas anticapitalistas y buscan construir un nuevo socialismo.
Nikolaus Werz, por su parte, analiza “la tercera ola del populismo” con el objetivo de sacar a la luz las tensiones del populismo y de las nuevas izquierdas con la democracia. A su turno Luis Javier Orjuela rastrea el proceso de despolitización que vivió la región a raíz de las dictaduras y el neoliberalismo y plantea que con la aparición de la nueva izquierda se produce una repolitización que se expresa en una ambigua oposición de izquierda y derecha.
En la tercera parte, que se ocupa de algunos estudios de caso, Miguel Ángel Herrera propone entender el populismo de Álvaro Uribe como un populismofarsa que se funda en la ecuación pueblo encuestado es igual a democracia. Susana Villavicencio analiza la forma cómo se construye el pueblo en el republicanismo y en el discurso peronista. Álvaro Oviedo, desde su reflexión sobre las relaciones del gobierno de Rojas Pinilla con las centrales sindicales, plantea otro punto de ambigüedad en la caracterización del populismo: sus diversas relaciones con los trabajadores. Jorge Vergara Estévez hace un recorrido por las formas como se ha entendido el populismo, concluyendo con la visión que tienen los economistas neoliberales y los organismos financieros internacionales del populismo como lo opuesto al neoliberalismo. Desde esta definición el autor muestra cómo la ortodoxia de los gobiernos de izquierda los libra de la calificación de populistas.
Dos enfoques bastante novedosos son los de Adolfo Chaparro Amaya que en “Populismo moral en contextos de justicia transicional” propone el concepto de populismo moral y lo aplica al análisis del caso de la desmovilización de las fuerzas paramilitares durante el gobierno de Uribe; y el de Eduardo Pastrana y Diego Vera quienes desde la teoría constructivista en Relaciones Internacionales adoptan una definición de populismo que trasciende lo nacional para adentrarse en la caracterización de una política exterior populista.
En la parte final, en la que se recogen algunas reflexiones sobre democracia, pluralismo y multiculturalidad, Luz Marina Barreto y Eduardo Rueda Barrera parten del concepto de democracia deliberativa para explorar, respectivamente, los rasgos de la subjetividad que es indiferente al desmonte de derechos de los que no opinan como ella y el uso de recursos ancestrales como prácticas o puntos de vistas en el discurso y la práctica política de nuevos actores en la región andina. Delfín Ignacio Grueso se ocupa del valor del reconocimiento en la teoría sobre la justicia que construye desde el debate de Nancy Fraser y Axel Honneth. Desde el interés por los movimientos sociales, Giovanni Semeraro analiza la forma como ellos han provocado una resignificación de los conceptos hegemonía y libertad.
Los editores y todos los que participan en esta publicación quieren agradecer a quienes se han encargado del trabajo de edición de esta compleja obra: Nathalie Chingaté Hernández participó activamente en la consecución y primera revisión de los textos, Liliana Blanco Vega, Licenciada en educación preescolar de la Universidad Pedagógica Nacional y Daniel Rueda Blanco lograron preparar todo el texto para que la Editorial de la Pontificia Universidad Javeriana, con el compromiso de su Director Nicolás Morales Thomas y de Laura María Castro Villegas, lo llevara finalmente y con todo profesionalismo a la versión que presentamos hoy. A todos ellos nuestro reconocimiento agradecido.
Los editores:
Martha Lucía Márquez Restrepo, Profesora.
Facultad de Ciencias Políticas
y Relaciones Internacionales,
Pontificia Universidad Javeriana.
Eduardo Pastrana Buelvas, Director del Departamento
de Relaciones Internacionales.
Facultad de Ciencias Políticas
y Relaciones Internacionales,
Pontificia Universidad Javeriana.
Guillermo Hoyos Vásquez,
Pontificia Universidad Javeriana.
Instituto de Bioética,
Pontificia Universidad Javeriana.
Los editores
Berins Collier, R. & Collier, D. (1991). Shaping the political Arena. Princeton: Princeton University Press.
Cavarozzi, M. (1991). Más allá de las transiciones a la democracia. En: Revista Paraguaya de Sociología, año 28 número 80.
Hochstetler, K. (2008). Repensando el presidencialismo: desafíos y caídas presidenciales en el Cono Sur. En: América Latina Hoy, No. 49.
IDDT-Lat. (2012). Índice de Desarrollo Democrático de América Latina, [en línea] Konrad Adenauer Stiftung. Recuperado de http://www.idd-lat.org/index.php.
Marsteintredet, L. (2008). Las consecuencias sobre el régimen de las interrupciones presidenciales en América Latina. En: América Latina Hoy, No. 49.
Pérez Liñán, A. (2008). Instituciones, coaliciones callejeras e inestabilidad política: perspectivas teóricas sobre las crisis presidenciales. En: América Latina Hoy, No. 49.
Valenzuela, A. (1997). (Comp.). Las crisis del presidencialismo. Madrid: Alianza Editorial.
Vilas, C. (1995). La democratización fundamental. El populismo en América Latina México: Consejo Nacional para las artes y la cultura.
Weffort, F. (1994). Nuevas democracias: qué democracias. En: Revistas Foro. Bogotá.
1. Sobre las tensiones entre presidencialismo y consolidación democrática se puede consultar Valenzuela, (1997). Dentro de los análisis recientes sobre crisis presidenciales se destacan Marsteintredet (2008), Hochstetler (2008) y Pérez Liñán (2008).
Miguel Ángel Rossi*
La problemática del populismo como categoría teórica no existió en el Mundo Antiguo.1 Sin embargo, ello no implica que ciertos de sus atributos, con los que generalmente se caracterizó dicho concepto, no estuviesen presentes en el pensamiento político de la antigüedad.
De hecho, la propia noción de pueblo está provista de una ambivalencia cuya constitución se inscribe en el pasado clásico. Así, pueblo alude muchas veces a la totalidad social y de esta forma engloba a todos los estamentos sociales de una determinada comunidad política, aunque respetando las jerarquías naturales de cada estamento social, como es el caso del republicanismo antiguo. Un ejemplo típico de esa visión la encontramos en la formulación ciceroniana. Cicerón le asigna un rol destacado al senado que está pensado desde el estamento aristocrático, a la par que ya diferencia los conceptos de pueblo y multitud, distinción asumida por San Agustín para mentar su idea de república.
Así pues, la república (= cosa pública) es ‘la cosa propia del pueblo’, pero pueblo no es toda reunión de hombres, congregados de cualquier manera, sino una congregación de hombres que aceptan las mismas leyes y tienen intereses comunes. El motivo que impulsa a este agrupamiento no es tanto la debilidad cuanto una inclinación de los hombres a vivir unidos. El género humano no ha nacido para vivir aislado y solitario, sino que su naturaleza lo lleva aun en medio de la afluencia de todas las cosas. (Sobre la república i, p. 25)
Pero pueblo refiere también a los sectores marginales y excluidos de esa misma totalidad. Pueblo, entonces, como populacho, y en ese sentido desprovisto de todo tipo de areté, situado siempre en la mera doxa. Sin duda alguna, Platón es un fiel exponente de tal perspectiva.
Asimismo, también la categoría de pueblo, desde su connotación peyorativa, estuvo vinculada en la antigüedad a la democracia.2 Es de recordar que no hubo pensador antiguo que no considerara a dicho régimen como un gobierno desviado. Más allá de las profundas diferencias que separan a Platón de Aristóteles o Cicerón.
Sin embargo creemos, y ello a pesar de que Aristóteles también considera a la democracia como un gobierno desviado, que no son pocas las páginas en las que el Estagirita encara una axiología positiva en torno a la democracia. En esta misma perspectiva situamos la posición de Bobbio (1976), en tanto el estudioso italiano acentúa que si bien la democracia es para Aristóteles el primer régimen desviado, no es menos cierto que la separación con respecto al régimen político correcto, la politeia, es mínima. Cuestión enfatizada por el propio Aristóteles.
El objetivo de nuestro trabajo es el de explicitar los supuestos a partir de los cuales Aristóteles analiza la problemática de la democracia. Como horizonte referencial para comprender en profundidad dicho régimen no podemos dejar de recurrir, aunque sea someramente, a la “politeia” como régimen político, ya que muchos hacen alusión a este como una democracia correcta.
La mirada aristotélica en torno a la democracia se inscribe siempre en horizontes epocales reales, como en el caso de su observación de la democracia en el periodo de Pericles, a quien Aristóteles no se cansa de admirar, e incluso lo trae como ejemplo del hombre, del estadista imbuido de frónesis; o, por el contrario, en el caso de sus anotaciones sobre la democracia decadente instaurada después del régimen de los Treinta Tiranos y causante de la muerte de Sócrates. Por ende, aquí se pueden observar dos tipos de connotaciones por parte de Aristóteles, diametralmente opuestas, en torno de la democracia.
Nosotros partimos del supuesto de que, a diferencia de la democracia, en la politeia subyace, de acuerdo con Aristóteles, una fuerte impronta teórica prescriptiva a la par que una suerte de ingeniería política (Bobbio, 1976), sobre todo si tomamos en consideración que la politeia es el resultado de los aspectos positivos (y no negativos) de la democracia y la oligarquía. Así se entiende por qué para Aristóteles la politeia es el mejor régimen posible, pero el Estagirita es consciente de que es una posibilidad a construir, y ello en parte corrigiendo los posibles desvíos y excesos de la democracia.
Puede sostenerse, y de hecho goza de cierto consenso académico, que la visión aristotélica es la percepción más lograda en lo que respecta a captar la esencialidad del espacio público como dimensión específicamente política. De hecho, Aristóteles sostene que solo en la esfera pública puede existir poder político.
El Estagirita entrecruza y asume dos tipos de dimensiones que generalmente se presentan como instancias antitéticas: la de un ámbito puramente teórico y prescriptivo, por un lado, pero siempre, por el otro, a la par con un profundo realismo basado en la observación empírica. Solo por dar un ejemplo de lo antedicho, traigamos a relación la confección del libro i de su Política con respecto a la del libro iii del mismo texto. En el primer libro se trataría de un desarrollo filosófico prescriptivo que se orienta a mentar la esencialidad y finalidad de la polis, mientras que en el libro iii se trataría es de explicitar cómo son los regímenes políticos reales, sobre todo los tipos de democracias y oligarquías existentes y las prácticas políticas en juego. En esta misma dirección juega la visión de Wolff3 (1999). Por ende, dicho estudioso sostiene que en el libro iii, contrariamente a lo que ocurre en el libro i, Aristóteles no busca los fundamentos de la vida política, porque parte de la vida política como algo ya dado.
Por otra parte, si bien suele hacerse hincapié en el rasgo de la sistematicidad con la que Aristóteles trata todas sus preocupaciones teóricas, también habría que señalar que dicha sistematicidad está en las antípodas de un reduccionismo gnoseológico, pues gran parte de la genialidad aristotélica se debe a la vivacidad con la que el filósofo supo expresar un pensamiento polifacético e incluso aporético que entra en sintonía con una realidad que también es percibida por el filósofo con los mismos rasgos.
Dicha afirmación puede justificarse en muchos aspectos del pensamiento aristotélico, pero a nosotros nos interesa uno en particular: se trata de su visión acerca de la democracia, o mejor dicho, de las democracias. Vayamos, por tanto, directamente a caracterizar los tipos de democracias tal cual están expresados en La Política.
Como punto de partida Aristóteles explicita que hay distintos tipos de democracia y de oligarquía, refutando, consecuentemente, una visión que piensa solo un tipo de democracia o de oligarquía. Al respecto, destaca la relevancia de que los legisladores4 sean conscientes de la diversidad de tipologías:
Hay quienes piensan que existe una sola democracia y una sola oligarquía, pero esto no es verdad: de modo que al legislador no debe ocultársele cuántas son las variedades de cada régimen y de cuántas maneras pueden componerse. Esta misma prudencia le hará ver también las mejores leyes y las más adecuadas a cada régimen, pues las leyes deben ordenarse, y todos las ordenan a los regímenes, y no los regímenes a las leyes. Régimen político es la organización de las magistraturas en las ciudades, cómo se distribuyen, cuál es el elemento soberano y cuál es el fin de la comunidad en cada caso. (Pol. vi, 1, 1289a)
Cabría destacar en dicha cita la alusión al tema de la prudencia (frónesis),5 concepto más que central para la praxis política. Aristóteles considera que solo aquellos legisladores y gobernantes que poseen el atributo de la frónesis sabrán establecer el tipo de leyes y regímenes convenientes en función del lugar, el momento y las circunstancias específicas de cada polis. Paso siguiente, procede a definir, sabiendo que se trata de una cuestión capital, ya que atañe al propio concepto de ciudadanía, lo que es un régimen político.
El régimen es una ordenación de las magistraturas, que todos distribuyen según el poder de los que participan de ellas o según alguna igualdad común a todos ellos [quiero decir, por ejemplo, a los pobres o a los ricos o a ambas clases]. Por consiguiente, es forzoso que existan tantos regímenes como ordenaciones según las superioridades y las diferencias de las partes.
Sin embargo, parecen existir principalmente dos, y lo mismo que los vientos se llaman vientos del norte y vientos del sur y los otros se consideran como modificaciones de éstos, así también se establecen dos formas de gobierno: la democracia y la oligarquía. Pues la aristocracia la clasifican como una forma de oligarquía por considerarla como una cierta oligarquía, y la llamada república como una democracia, lo mismo que el viento del oeste se considera como una modificación del viento norte y el del este como una modificación del viento sur. (Pol. vi, 3, 1289b)
Sin contradecir lo anteriormente estipulado en cuanto a la diversidad de las democracias y las oligarquías, Aristóteles trata de establecer criterios categoriales, conceptuales, a partir de los cuales sea posible subsumir dicha pluralidad, esto es, justificar por qué hablamos de tales regímenes en singular. De ahí que Aristóteles afirme que parecen existir principalmente dos regímenes políticos. Asimismo, es interesante que en este caso en particular Aristóteles hable de democracia y oligarquía como los regímenes más comunes –por no decir reales–, y haga depender los regímenes correctos de estos.
Recordemos que Aristóteles referencia tres tipos de régimen correctos, en orden de preferencia: monarquía, aristocracia y politeia, y tres regímenes incorrectos, también en orden estimativo: democracia, oligarquía y tiranía. Si bien la tiranía sigue definiéndose en términos de una monarquía corrupta, es sugerente que en el caso de la politeia –cuestión evidenciada por el propio filósofo– y de la aristocracia –y aquí sí existiría una inversión de la tipología clásica– el Estagirita defina dichos regímenes –los correctos– en función de sus formas corruptas: democracia y oligarquía.
En el caso de la politeia, Aristóteles la deduce a partir de los mejores aspectos de la democracia y la oligarquía. Pero habría que advertir que para tal conformación asume mucho más los elementos intrínsecos de la democracia. Nuestro supuesto es que solo con la aristocracia y la democracia Aristóteles puede mentar el espacio público. En donde este es un aspecto central a la hora de pensar la politeia.
Asimismo, podríamos preguntarnos hasta qué punto Aristóteles considera posible hablar de un régimen político en la tiranía e incluso en la monarquía (que es un gobierno casi divino, excepcional), cuando justamente queda anulado el espacio público que es el espacio político por excelencia. No olvidemos que solo en la esfera pública Aristóteles hace referencia a la idea de poder político, para diferenciarlo del poder despótico, situado siempre en el espacio doméstico o en el gobierno de los pueblos bárbaros e incluso en la oligarquía.
El gran problema que Aristóteles visualiza en la oligarquía, que sitúa siempre por debajo de la democracia, hasta de la peor democracia, es que en dicho régimen se gobierna más con poder despótico que con poder político y consecuentemente se transgrede el principio de simetría: gobernante-gobernado, tan importante a la hora de mentar la democracia y la politeia.
Retomando la politeia, el filósofo no duda en percibirla como una especie de aristocracia del estamento medio, dado que el tipo de areté en juego es postulable respecto de la gran mayoría:
Consideraremos ahora cuál es la mejor forma de gobierno y cuál es la mejor clase de vida para la mayoría de las ciudades y para la mayoría de los hombres, sin asumir un nivel de virtud que esté por encima de personas ordinarias, ni una educación que requiera condiciones afortunadas de naturaleza y recursos, ni un régimen a medida de todos los deseos, sino una clase de vida tal que pueda participar de ella la mayoría de los hombres y un régimen que esté al alcance de la mayoría de las ciudades. (Pol. vi, 11, 1295a)
Por otro lado, Bobbio hace notar que el propio término politeia no tiene una referencia particular y positiva (no en sentido axiológico sino en relación al término que connota) –como es el caso de la monarquía, democracia, aristocracia, etc.– sino genérica. Pues politeia en griego significa constitución o regímenes políticos, pero todos los regímenes políticos y ninguno en particular. De ahí que los términos que definen y que no son privativos sean democracia y oligarquía. Tal argumento es relevante a la hora de justificar la noción de politeia, como construcción o ingeniería política.
Si bien es común al interior del universo bibliográfico acentuar que la politeia se deduce a partir de la democracia y la oligarquía, cuestión esclarecida por el propio Aristóteles, en el caso de la aristocracia referenciada desde la oligarquía dicha puntualización ha estado ausente. Cierto es que sin la existencia de este parágrafo aristotélico que venimos trabajando sería insostenible legitimar tal apreciación. No obstante, creemos que lo que inspira a Aristóteles a hacer esa afirmación, y una vez más insistimos en ello, es la intención de remarcar la existencia histórica de estos regímenes políticos, quedando la aristocracia y la monarquía más en registros ideales o en todo caso situados históricamente en otros tiempos, cuestión que con la monarquía se percibe perfectamente. Una prueba de lo dicho la ofrece el excelso estudioso Vernant (2006) en su magnífico texto Los orígenes del pensamiento griego, específicamente en el capítulo titulado “El universo espiritual de la Polis”. Dicho especialista sitúa a la monarquía en tiempos más arcanos y pensada más en clave doméstica, por ejemplo referida al jefe de un clan, y a la aristocracia desde el tímido surgimiento del espacio público, pero reemplazado y ampliado por la democracia. Ahondemos, ahora, en la primera frase de nuestra cita antedicha: “El régimen es una ordenación de las magistraturas, que todos distribuyen según el poder de los que participan de ellas o según alguna igualdad común a todos ellos”.
Como bien argumenta Wolff (1999), la relevancia del pensamiento de Aristóteles radica en haber ido mucho más allá de los criterios clásicos en lo que se refiere a definir regímenes políticos. Recordemos que aquellos se determinaban en función de dos preguntas: ¿quién gobierna?, y ¿cómo gobierna? Lo que distinguirá a un régimen correcto de uno incorrecto es que en el primer caso se gobierna para el interés común y en el segundo caso para el interés particular, mientras que ante la pregunta sobre quiénes gobiernan la respuesta dependerá de un criterio cuantitativo. Asimismo, dicha pregunta hace ingresar, también, el problema de la soberanía. Es decir, ¿quién es el portador de la soberanía6?: si es gobierno de uno solo (monarquía o tiranía), si es gobierno de un grupo (aristocracia u oligarquía), y por último, si lo es de la mayoría (politeia o democracia).
Aristóteles aclara que en lo que respecta a los regímenes políticos y en relación a quién detenta la soberanía, ello no puede comprenderse solo en función de los criterios clásicos: ¿quién gobierna?, ¿y cómo gobierna?, en tanto implicaría el peligro de terminar debilitando el rol activo de la ciudadanía. Desde esta perspectiva resulta más que interesante la hermenéutica de Wolff, que pone el acento en una teoría de la ciudadanía aristotélica como el criterio más relevante en relación con lo que entraña definir un régimen político. Por ende, y para reforzar aún más el supuesto de Wolff, el Estagirita argumenta que un régimen es una ordenación de las magistraturas –tal vez habría que agregar de todas las magistraturas–, cuestión evidente en una democracia, pues se trata de hacer participar a todo el cuerpo de ciudadanos.
Sin embargo, Aristóteles está lejos de ser un observador ingenuo, pues tiene plena conciencia de la importancia de la cuestión de quién detenta la soberanía, al igual que de lo significativas que son las primeras magistraturas, obviamente en orden de jerarquía. Pero Aristóteles pretende definir el régimen, y este es un cambio sustancial, cualitativo con respecto a los dos criterios clásicos anteriormente dichos, en función de todas las magistraturas, incluyendo las funciones deliberativas y judiciales, inscritas en las asambleas y los tribunales populares. Es decir, pensado desde el lado de la ciudadanía, en tanto ciudadano es aquel que ocupa alguna magistratura, aunque definida en sentido laxo, como es por caso la función deliberativa propia de las asambleas. Arrojemos mayor claridad en dicho asunto valiéndonos de una cita de Wolff:
Si decimos lo contrario, con Aristóteles, que un régimen es la organización de los diferentes poderes [ejercidos por los ciudadanos] y particularmente del poder supremo [el gobierno], la ganancia es doble. En primer lugar, el poder supremo [el gobierno] no es nada más que un caso particular de los poderes o de las magistraturas en general […], y la segunda ganancia es que un régimen es político solo si todos los habitantes tienen relación de poder unos con otros. Se ve, por tanto, que esta nueva definición de régimen es coherente con todos los principios de la filosofía política como aquella que se ejerce entre seres naturalmente iguales y buscando el bien común. (Wolff, 1999, p. 115; trad. nuestra)
Hay otro aspecto del pensamiento de Aristóteles que es indispensable evidenciar. Asumiendo el vínculo que el Estagirita establece entre magistraturas y poder, está dado de suyo que a él le interesa profundizar en la problemática de la soberanía. Tengamos presente que en los criterios clásicos de regímenes políticos la soberanía funciona como un punto de partida, incluso con carácter axiomático, pero no existe una reflexión orientada en torno a esa categoría. En este punto la genialidad de Aristóteles se hace presente una vez más. La óptica de Miguens contribuye a evidenciar esa genialidad, pues dicho autor se pregunta, haciéndose cargo, por otro lado, de la interrogación del propio Aristóteles:
¿Qué agrupamiento social que comparte ciertas cualidades debe en justicia ejercer la soberanía: el de los virtuosos, el de los capaces, el de los ilustrados, el de los ricos, el de los pobres, el de los bien nacidos, o el de los que son mayoría en cualquier momento a través del tiempo? ¿Existe algún otro criterio que sea más justo? ¿Cómo pueden compararse o evaluarse conjuntamente estos distintos atributos cuyos detentores pretenden la soberanía en la sociedad política? Tal como lo vemos, el Filósofo está tratando amplia y profundamente el importantísimo problema de la soberanía que hasta hoy nos negamos a plantear seriamente, partiendo de su raíz y evaluando todas las alternativas imparcialmente. (Miguens, 2001, p. 109)
Sin lugar a dudas nos hallamos ante uno de los aspectos nodales del pensamiento político aristotélico, pues lo que el filósofo intenta comunicar –comunicarnos– es que la pregunta por la soberanía solo puede contestarse en relación con la finalidad de la polis como ámbito político, en otros términos la pregunta está referida al telos, al fin de la polis. Nuestro supuesto es que en materia política Aristóteles privilegia, por sobre todas las causas,7 la causa final. Solo teniendo presente dicha función –pues la causa final es justamente el despliegue de la función y las funciones, de ahí su relación con la acción (praxis)– es posible dilucidar que nunca la soberanía en Aristóteles logra definirse en relación con un atributo en particular, como pueden ser el de la riqueza, el del mérito especial, etc. No es, por tanto, por una propiedad que puede lograrse su definición. Desde esta perspectiva, es sugerente la apreciación de Guariglia (1997), quien sitúa a Aristóteles en una teoría de la acción que quiebra todo registro sustancial. Por esta razón la areté8ciudadana solo puede pensarse como conectada a las acciones, y aquí entramos en el terreno de la libertad.
Aristóteles extrae la conclusión de que siempre que pensamos la soberanía en función de un atributo o propiedad en particular no podemos sino caer en el terreno de la pura arbitrariedad, pues cada parte pretenderá hacer valer como universal su propia particularidad y pondrá en jaque la areté suprema que debe animar la esencia de la polis, esto es, la justicia.
Pues bien, si existieran en una ciudad todos estos elementos –los buenos, los ricos, los nobles y cualquier otro grupo de ciudadanos–, ¿habría duda sobre quiénes deben mandar o no? En cada uno de los regímenes mencionados la decisión acerca de quiénes deben mandar será indiscutible [pues difieren entre sí precisamente por sus elementos soberanos: en uno ejercen la soberanía los ricos, en otro los hombres selectos, y en cada uno de los demás, de la misma manera]; no obstante, consideramos cómo se ha de decidir la cuestión cuando todos esos elementos existen al mismo tiempo. (Pol. iii, 13, 1283b)
Aristóteles no niega que todos los atributos particulares y estamentos sociales diferenciados deban existir en la polis, pero considera que ninguno de ellos, en tanto particularidad, puede dar cuenta de una auténtica totalidad, y es por eso que son excluidos a la hora de pensar la buena soberanía, siempre direccionada al buen vivir de la polis. Asimismo, Aristóteles también da cuenta de que dichos atributos particulares son inconmensurables entre sí y, por tanto, todo intento de equiparación no puede más que resultar arbitrario.
¿Cuál será, entonces, la salida aristotélica a la problemática de la soberanía? La respuesta del filósofo no se hace esperar, y consiste en que la soberanía, si pretende ser legítima, solo podrá sustentarse en aras de una teoría de la acción, incluso podríamos decir de una acción colectiva:
Hay que concluir, por tanto, que el fin de la comunidad política son las buenas acciones y no la convivencia. Por eso a los que contribuyen más a esa comunidad les corresponde en la ciudad una parte mayor que a los que son iguales o superiores a ellos en libertad o en linaje, pero inferiores en virtud política, o a los que los superan en riqueza pero son superados por aquellos en virtud. (Pol. iii, 9, 1281a)
Al respecto, nos parece sugerente la afirmación de Miguens, que por otro lado sigue fielmente a Aristóteles:
El pueblo en su totalidad o una gran parte de él reunido en asambleas es posible que supere como cuerpo, aunque no individualmente, las cualidades de los pocos mejores [...]. De esta manera, cuando hay muchos [que contribuyen al proceso de deliberación, agrega apropiadamente Barker], cada uno puede aportar su cuota de bondad y de prudencia moral [...], y cuando todos se encuentran juntos, el pueblo se convierte en algo con la naturaleza de una sola persona y puede también tener cualidades de carácter y de inteligencia (1281b 1-10). (Miguens, 2001, p. 113)
Se trata de acciones colectivas, de acciones enmarcadas en el terreno de la deliberación de un pueblo, pero no mentado este como una multiplicidad de átomos, sino en cuanto reunido en asamblea, de un pueblo que se conforma como un auténtico colectivo y no carece del elemento de la virtud moral. A partir de lo antedicho cabe inferir algunas cosas.
En primer lugar, esta alusión al demos constituido como una sola persona y capaz de cierta virtud ética es una clara referencia aristotélica a un determinado tipo de democracia, cercana, por otra parte, a la politeia. Asimismo, la propia idea de la constitución del demos como una sola persona, la unificación de la multitud superando intereses particulares, supone necesariamente la referencia a la eticidad. Al respecto, es provocativa la hermenéutica de Vergnières, en tanto dicho comentarista no le niega a la democracia la constitución de un colectivo, al igual que en la politeia, pero establece una diferenciación sustancial: mientras la democracia estaría vinculada a un espacio público legitimado por la articulación de los intereses particulares en el que tendría lugar el juego de las relaciones de fuerza, por oposición, en la politeia se partiría más de una visión republicana, y lo que animaría el consenso sería un fuerte impulso humano hacia la sociabilidad y el bien común. Nosotros compartimos solo algunos aspectos de la visión de Vergnières, pues creemos que este parte de un fuerte anacronismo: situar a la democracia en una perspectiva liberal y anclar a la politeia en una perspectiva republicana. Aunque habría que acotar que parte de la tradición francesa estaría totalmente de acuerdo con la postura de dicho estudioso.
En segundo lugar, podrían combinarse dos tipos de modalidades: la función deliberativa y judicial, pensada para el pueblo en su totalidad (principio democrático), y el ejercicio de las magistraturas principales mentadas bajo un criterio de especialidad y meritocrático. No obstante, no perdamos de vista que esas funciones deliberativas son las que determinan quiénes desempeñarán las primeras magistraturas.
Por último, y con esto se cumplirían cabalmente todos los requisitos estipulados, ya que también se acentuaría el papel del demos, se tiene la referencia específica a la politeia como una democracia correcta.
Ahondemos ahora en el concepto de democracia tal cual lo expresa Aristóteles:
Pol. , 4, 1290a-b)