ÍNDICE
Selena Millares
Umbral
Raquel Arias
Una relación literaria: de César Vallejo a Juan Larrea
María José Bruña
Maruja Mallo y el diálogo transatlántico: sintonías y discrepancias con Joaquín Torres García y Victoria Ocampo
Alejandro Canseco-Jerez
Picasso y Neruda en París: encuentros y desencuentros
Belén Castro Morales
Vicente Huidobro y su relato Finis Britanniae, entre la masonería y el Sinn Féin
Teodosio Fernández
De la página al lienzo: pintores para la literatura hispanoamericana de vanguardia
Rosa García Gutiérrez
El novelista en la frontera: Jaime Torres Bodet
Alfonso García Morales
El cuento “La cena”en la Obra de Alfonso Reyes. “Acaso la Sombra del que apenas debo nombrar
Jesús Gómez de Tejada
Biografías modernas buscan “almas interesantes”: “Vidas españolas e hispanoamericanas del siglo XIX”
Laura Hatry
Cine y literatura en vanguardia
Isidro Hernández
El poeta entre dos mundos. César Moro en las colecciones TEA Tenerife Espacio de las Artes
Patricio Lizama Améstica
María Luisa Bombal y María Teresa León: la construcción de la artista
Esperanza López Parada
Comprimido de palabras o pequeño diccionario de un manifiesto (la prosa programática vanguardista en América Latina)
Selena Millares
Marginales y malditos de la prosa de vanguardia: Luis Cardoza y Agustín Espinosa
Francisca Noguerol
Complementarios: las modulaciones de la brevedad en José Bergamín y Carlos Díaz Dufoo Jr.
María Ángeles Pérez López
Eros y el poema en prosa: Cernuda, Aleixandre, Huidobro
Domingo Ródenas de Moya
Mediaciones asimétricas entre Argentina y España: Ramón Gómez de la Serna y Guillermo de Torre
Sobre los autores
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ISBN 978-84-8489-822-1 (Iberoamericana)
ISBN 978-3-95487-366-1 (Vervuert)
eISBN 978-3-95487-805-5
Depósito Legal: M-27308-2014
Diseño de la cubierta: Juan Carlos García Cabrera
Imagen de cubierta: César Moro, “Sin título”, 1954, pastel sobre papel, 61x48 cm. Colección de E. A. Westphalen.
Impreso en España
Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.
UMBRAL
La historia de las literaturas hispánicas es aún una realidad que está por escribir, a causa de las fronteras artificiales establecidas tradicionalmente sobre la andadura fraterna y común de veinte países que hablan el mismo idioma.
Los ensayos que componen el presente volumen quieren ser una contribución a ese objetivo necesario —una proyección transnacional y transatlántica en los estudios literarios hispánicos—, y también a otro no menos relevante: la recuperación de ese género sin género que son las prosas literarias que la vanguardia ofrenda entre sus conquistas, preteridas durante décadas por razones históricas e ideológicas y por su rareza inclasificable. Sin embargo, su venero fértil —compartido por autores de ambas orillas del idioma—está en el origen de las grandes conquistas expresivas del boom hispanoamericano, y de géneros hoy consolidados como el microrrelato, la autoficción y el prosema.
Ensombrecidas por la fulgurante producción poética del periodo, las prosas de vanguardia nacen al calor de las propuestas del simbolismo, y se apropian de las estrategias de la poesía para fundar una poética del fragmento desde el ejercicio de la libertad suprema. Sus iluminaciones libres, visionarias y experimentales exploran el lado oscuro de la realidad y la conciencia, y rompen con los límites entre los géneros y las artes, para hacer de la pintura y el cine sus grandes aliadas. Esa “invención poética de la prosa”, como la nombrara José Bergamín en 1927, supone una catarsis necesaria frente al agotamiento de la novela tradicional, y no desprecia ninguna de las posibilidades que se le ofrecen, así sea la irreverencia o la blasfemia, en su necesaria quema de naves para avanzar hacia nuevas rutas de la imaginación. De este modo, la convención que asimila a la poesía lo oscuro, lo órfico o el viaje vertical, y a la prosa la luz de la razón, queda subvertida por una revuelta radical que lleva a la prosa a escarbar en lo más hondo para extraer sus frutos nuevos.
Estas páginas se han gestado en el marco de un proyecto del Plan Nacional de Investigación, Desarrollo e Innovación (FFI 2011-26187), y en su labor de arqueología en las prosas vanguardistas de las dos orillas del idioma han colaborado especialistas de muy diversas universidades. Nuestra travesía conjunta es también un homenaje al hispanoamericanista Luis Sáinz de Medrano, que nos dejaba en los mismos días en que se iniciaba nuestra singladura: vaya este libro como ofrenda a su memoria viva.
Selena Millares
UNA RELACIÓN LITERARIA: DE CÉSAR VALLEJO A JUAN LARREA
Raquel Arias Careaga
Universidad Autónoma de Madrid
En 1923 César Vallejo desembarca en Europa escapando de un incierto futuro en Perú, que no le garantizaba la ansiada libertad lograda tras casi cuatro meses en prisión. Sin apenas dinero y con un conocimiento muy rudimentario del francés, su llegada a París no fue fácil: cayó enfermo de gravedad a los pocos meses y llegó a pasar por el quirófano. Desde el principio, el poeta peruano intenta por todos los medios encontrar una mínima estabilidad económica que le permita dedicarse a la literatura, un camino que había dado en su tierra natal unos frutos difícilmente comprendidos y valorados en la magnitud que habrían de representar para la literatura escrita en español durante el siglo XX. Los Heraldos negros y Trilce no habían aparecido solos; además Vallejo había dado a la imprenta un sorprendente libro titulado Escalas, conocido por el título Escalas melografiadas1, en el que se encontraban algunas de las propuestas más revolucionarias de una prosa ajena a cualquier convencionalismo, y una novela, Fabla salvaje, en la que el entorno de la sierra peruana servía de escenario al planteamiento del conflicto de identidad que tan importante sería durante todo el siglo.
El escritor que llega al Viejo Continente ha hecho ya por la poesía en español más de lo que podían suponer los pocos lectores de sus primeros libros. Pero su presencia en Europa coincide con una larga etapa de silencio poético. Si Vallejo continúa escribiendo preparando artículos, ensayos y otra novela, su poesía está llamativamente ausente de su producción literaria, al menos en lo que tiene que ver con la publicación. Como se ha señalado, será el impacto terrible de la Guerra Civil española el que despierte de nuevo el impulso poético de César Vallejo haciéndole escribir España, aparta de mí este cáliz. Luego se sabrá que no existe tal silencio y que el poeta peruano había seguido escribiendo textos que después de su muerte aparecerían con el título de Poemas humanos. Así ha planteado esta situación uno de sus amigos más entrañables desde que llega a París:
Agotado psíquicamente ya, y no pudiendo llegar a tomar parte agente en la tragedia, su voluntad se identifica con ella en el modo paciente. Y he aquí que en una de las sacudidas de tan solitario y prolongado cuerpo a cuerpo, y al cabo de muchos años de silencio, se le rompe la arteria espiritual y realízase el milagro; la fuerza poética vuelve a hacerse en él y el verbo, en inesperado sobresalto, mana a borbotones de su boca. Esto ha sucedido en el otoño de 1937, en que produjo un libro entero de poemas (Larrea 1980: 24).
El poeta español Juan Larrea, responsable de las palabras citadas, se convierte, gracias a su amistad con César Vallejo, en la voz autorizada que describe el proceso vital y artístico del poeta peruano. Desde su encuentro en París en 1924, Larrea se erige en garante de la interpretación de la vida y la obra de su amigo. Esta posición se acentúa de forma considerable tras la muerte de Vallejo y se convierte en una de las líneas esenciales de la producción ensayística del escritor español exiliado tras la Guerra Civil. Entre la labor desarrollada por Larrea en el exilio destaca poderosamente su responsabilidad al frente de la revista Aula Vallejo, que difundirá actas de encuentros dedicados al poeta peruano, acercamientos a su obra, y otro tipo de polémicas suscitadas precisamente por la postura adoptada por Larrea como valedor casi único e incuestionable de cualquier análisis realizado en torno a Vallejo.
En 1924 Juan Larrea se encuentra instalado en París con la firme decisión de no regresar a España. Sin embargo, circunstancias familiares le obligan a interrumpir momentáneamente esta opción y volver a su país. Antes de regresar, ha tenido tiempo de encontrarse con César Vallejo y construir con él una amistad sólida que durará hasta la muerte de este último en 1938. Su obligada ausencia de París es sentida profundamente por su nuevo amigo:
La vida aquí sigue igual que ayer y que antier y que tras de antier. La diferencia única consiste en que tú nos faltas. La Rotonde, el Jockey, el Jipay, el Rendezvous, claman todas las noches: ¡Larrea! ¡Larrea! Voces que se unen a las nuestras, hasta el amanecer. Vente pues, breve. Haz lo posible (Vallejo 2011: 134).
Muy pronto, Juan Larrea se convierte en uno de los principales apoyos de Vallejo, incluso en el plano económico, que tanta falta le hace. Su presencia en Madrid le permite ayudar a Vallejo en el cobro mensual de la beca que le ha concedido el gobierno español, avisándole del plazo en que debe presentarse para ello o aportando él mismo los certificados necesarios. También le prestará dinero y será uno de sus estímulos más importantes desde un punto de vista creativo, como el propio Vallejo le dice en una carta de enero de 1926: “Estoy harto de aburrirme y de no hacer nada. Vente. Vente, Juan querido. Tú me vas a dar el gran impulso que me hace falta para trabajar” (Vallejo 2011: 163).
Su relación se apoya en una complicidad que va mucho más allá de la vida parisina y de compartir problemas y alegrías. Será a través de la poesía como se produzca su encuentro fundamental. Como decíamos al comienzo, Vallejo llega con un bagaje poético consolidado gracias a sus libros ya publicados2. Juan Larrea, por su parte, está fascinado por el poeta chileno Vicente Huidobro y por una expresión poética en la que intuye una trascendencia nueva. Desde 1919 se vuelca en las propuestas creacionistas y reconoce tanto la influencia como la necesidad de ahondar en el camino propuesto por Huidobro: “lo que he hecho arranca de Huidobro en línea recta, pero aguardo un despertar con nuevos derroteros”(Larrea 1986: 91). La conciencia de una misma sensibilidad ha chocado hasta entonces con cierto control estilístico y respeto a normas académicas que le han impedido dar rienda suelta a una expresión poética que dé cuenta de sus verdaderos sentimientos:
Veo una relación estrecha entre la manera creacionista y mi estilo antiguo, y desde luego, si hubiera escrito como sentía por completo, y me hubiera desligado del metro y de la rima como alguna vez intenté, aunque luego asustado lo corrigiera, sería una curiosa coincidencia entre los creacionistas y mi humilde persona (Larrea 1986: 91).
Así es como Larrea, fascinado ante las posibilidades poéticas, pero también vitales, que intuye en una libertad lírica nunca antes intentada, comienza a escribir una poesía que le lleva a ser considerado como “una de las grandes figuras secretas de nuestra vanguardia”(Bonet 1995: 367). El poema “Cosmopolitano”es un ejemplo claro de la influencia innegable de Vicente Huidobro, y también de la modernidad como tema y forma de expresión de la nueva poesía3.
Como es sabido, Juan Larrea conoció al poeta chileno en 1921 durante una conferencia que este impartió en el Ateneo madrileño y desde entonces se estableció entre ellos una amistad y una fidelidad por parte del español a la que nunca traicionaría incluso cuando su propia obra poética comienza a alejarse del creacionismo. Como ha demostrado David Bary en sus diversos estudios sobre Larrea, la influencia que sobre el poeta español ejerce el gran maestro chileno del creacionismo acaba enfriándose por razones tanto personales como poéticas. La vanidad de Huidobro, su comportamiento sentimental y sus nuevos planteamientos estéticos, ejemplificados sobre todo en Altazor, no convencen a su antiguo discípulo: “Altazor me parecía un poema como indignificado, espúreo, y que por ello me causaba fastidio”, le escribirá Larrea a David Bary (1984: 49).
Pero quizá lo más interesante de todo este proceso sea la actitud de búsqueda de Larrea, actitud que explica muy bien su acercamiento a Vallejo y su deslumbramiento ante la obra del poeta peruano. En este sentido es fundamental recordar que a partir de 1932 Larrea deja de escribir poesía, algo que él mismo explica ante la dificultad de dar con el tono anhelado, inclinándose hacia otras manifestaciones que sigue considerando poéticas pero que le llevarán hacia el ensayo y el análisis literario y cultural antes que hacia la creación. Así explica el propio autor su situación:
Sentía la ansiedad de escribir poemas —algunos hice—pero tropezaba con mi impotencia para lograrlo. Tenía que bogar contra la corriente de mi formación mental, con sus formas y contenidos convencionales y sin medios suficientes para librarme de ella ni del ascendente de Huidobro (apud Gurney 1985b: 176).
El conocimiento de la obra de Vallejo abre nuevas expectativas que son claramente intuidas por Larrea, aunque con un cierto aire de superioridad que su posterior silencio poético desmiente: “Por fin he leído sus libros [se refiere a Trilce y Los heraldos negros] y como me figuraba he encontrado en potencia un gran poeta original. Le ayudaré a tallarse y si lo consigo ¡qué gran voz conmoverá nuestro idioma!”, le dice a Gerardo Diego en 1926 (Larrea 1986: 197). Es posible que Larrea encuentre en la poesía de Vallejo un atisbo de lo que él mismo había anunciado a su amigo Gerardo Diego en 1919: “Y un poeta venidero, estoy por asegurarlo, nos hará llorar con las imágenes y palabras solas, sin que comprendamos la sucesión, como con sonidos dispersos. Y esta será la perfección”(Larrea 1986: 93). El tono un tanto mesiánico que utiliza el poeta español en estas cartas enlaza muy bien con la imagen que de César Vallejo irá construyendo a partir de su muerte, una imagen que insiste en lo que él considera un indiscutible misticismo de la obra del peruano.
Sea como fuere, el encuentro entre los dos poetas sella una profunda amistad que servirá en buena medida de orientación a un Juan Larrea perdido en sus búsquedas ontológicas y poéticas. Quizá es precisamente su relación con Vallejo lo que pueda explicar su decisión de alejarse de Europa en 1930 para recalar precisamente en Perú, tras renunciar a un primer proyecto en las islas polinésicas (Bonet 1995: 367). Serán los hermanos Ernesto y Carlos More, amigos de César Vallejo, quienes alojarán al matrimonio Larrea en su propia casa durante los primeros tiempos de su estancia en Perú. La intención del viaje es mucho más que un simple acercamiento a un mundo desconocido: “Con Europa quisiera dejar todas sus viejas fórmulas de civilización. Quedarme envuelto y desnudo para encontrarme digno de bañarme en el manantial de la inocencia del mundo. Con esta mira empieza mi aventura”(Larrea 1986: 233).
Durante los últimos meses de 1929 y mientras se concreta el viaje de Larrea a América, se encarga también de promocionar los libros de su amigo Vallejo en el mundo cultural español. De esta forma consigue interesar a Gerardo Diego y a José Bergamín en la publicación de Trilce en España con argumentos que demuestran la mucha admiración que siente por su autor, sin olvidar los intereses económicos de los futuros editores (véase la carta que escribe a Gerardo Diego el 15 de diciembre de 1929).
La experiencia peruana de Larrea tendrá distintas vertientes, y su conocimiento de la realidad americana, desmesurada en su naturaleza tanto como en su política —“Las balas ya me suenan a taponazos de champagne. Tanto las he oído y tan cerca que cada nueva me sabe a vieja amistad renovada. ¡Rico país! ¡Maravillosa política!”(Larrea 1986: 237)—despertará de nuevo en él una veta poética que parecía agotada. Otra de las consecuencias del viaje será la obtención de una importante colección de arte incaico con intenciones más materialistas que culturales: “Me he hecho acaparador de las antigüedades incaicas del Cuzco, con las que espero resolver mi problema económico para siempre jamás”(Larrea 1986: 235). Esta colección fue donada en plena Guerra Civil al pueblo español, descartando así sacar de ella un beneficio personal, y forma parte en la actualidad del Museo de América. Además de objetos de altísimo valor, Larrea se trajo de Perú algo mucho más importante:
El entusiasmo me acompaña; es increíble el sueño que he vivido y aún más lo que espero de mi contacto con Europa. Poemas, libros, ideas —¡qué sé yo!—de todo hay en mis equipajes, pero lo extraordinario es el hombre nuevo que mi yo ha conquistado, los nuevos ojos asombrosos (Larrea 1986: 239).
Sin embargo, es evidente que ese renacimiento se trunca y Larrea deja definitivamente de escribir poesía en 1932. Sin duda, se da en él una dificultad para encontrar un camino concreto en el que ahondar y experimentar. El encuentro con Vallejo es en este sentido revelador, por el interés que despiertan en Larrea sus versos y un más que probable reconocimiento de la incapacidad de lograr las cumbres conseguidas por el peruano en su propia obra. Es importante destacar las divergencias entre los planteamientos de ambos. Como es bien sabido, la poesía de Juan Larrea oscila en el uso del castellano o el francés, argumentando la poca importancia que el soporte tiene en los logros obtenidos4. Es una actitud que tiene mucho que ver con el creacionismo como bien ha explicado Gerardo Diego al hablar de su propia poesía y de la de su amigo:
En la poética que juntos profesamos en nuestra juventud y que sigue fundamentalmente vigente para los dos, el valor poético de la palabra, del poema, no reside tanto en su piel, en su sonoridad y matices lingüísticos intraducibles, sino en su significado. Tanto nosotros como Vicente Huidobro estimábamos que lo profundo de la poesía es lo que tiene de traducible. Si un poema solo posee valores intraducibles no es poema cabal, es poema medio vacío, impotente (Diego 1970: 13).
Qué lejos de estas propuestas está César Vallejo y con qué seguridad es capaz de expresarlo en 1929 en un artículo titulado “La nueva poesía norteamericana”y publicado el 30 de julio en El Comercio:
Todos sabemos que la poesía es intraducible. La poesía es tono, oración verbal de la vida. Es una obra construida de palabras. Traducida a otras palabras, sinónimas pero nunca idénticas, ya no es la misma.
Cuando Vicente Huidobro sostiene que sus versos se prestan, a la perfección, a ser traducidos fielmente a todos los idiomas, dice un error. De ese mismo error participan todos los que, como Huidobro, trabajan con ideas, en vez de trabajar con palabras, y buscan en la versión de un poema la letra o texto de la vida, en vez de buscar el tono o ritmo cardiaco de la vida […]. El poema debe, pues, ser trabajado con simples palabras sueltas, allegadas y ordenadas según la gama creadora del poeta […]. Lo que importa en un poema como en la vida, es el tono con que se dice una cosa, y, muy secundariamente, lo que se dice. Lo que se dice es, en efecto, susceptible de pasar a otro idioma, pero el tono con que eso se dice, no (Vallejo 1987: 371-372; también en Ly 1988: 172-173).
Es evidente que se trata de posturas encontradas y enfrentadas ante la esencia del objeto poético. Pero sus diferencias se dan también en otros ámbitos fundamentales. Al hablar antes del poema “Cosmopolitano”destacábamos, siguiendo a Juan Cano Ballesta, la introducción de la modernidad en el texto gracias a un léxico innovador que se correspondía con las nuevas realidades sociales y culturales. Existe un texto de César Vallejo que pone en jaque a toda esa vanguardia más apoyada en detalles externos que en una asunción de la verdadera novedad de la nueva sociedad que se está fraguando desde finales del siglo XIX. Aunque el texto es sobradamente conocido es interesante traerlo aquí para hacer patente las diferencias o incluso oposiciones que entre ambos escritores podemos encontrar y de las que Larrea no podía no ser consciente, ya que el texto apareció publicado en la revista que ambos editaron en París y de la que se hablará más adelante:
Poesía nueva ha dado en llamarse a los versos cuyo léxico está formado de las palabras “cinema, motor, caballos de fuerza, avión, radio jazz-band, telegrafía sin hilos”y, en general, de todas las voces de la ciencia e industrias contemporáneas, no importa que el léxico corresponda o no a una sensibilidad auténticamente nueva. Lo importante son las palabras.
Pero no hay que olvidar que esto no es poesía nueva ni vieja, ni nada. Los materiales artísticos que ofrece la vida moderna, han de ser asimilados por el espíritu y convertidos en sensibilidad […]. La inquietud entonces crece y se exaspera y el soplo de la vida se aviva. Esta es la cultura verdadera que da el progreso; este es su único sentido estético y no el de llenarnos la boca de palabras flamantes. Muchas veces las voces nuevas pueden faltar. Muchas veces un poema no dice “cinema”, poseyendo, no obstante, la emoción cinemática, de manera obscura y tácita, pero efectiva y humana. Tal es la verdadera poesía nueva (Vallejo 1926: 14).
Aún hay un aspecto más que también separa a Larrea y a Vallejo en sus posiciones como poetas y escritores. Tras el viaje a Perú, Larrea vuelve más volcado hacia una visión teleológica y transcendente de la poesía y de la vida humana en general. Vallejo, por el contrario, ha virado hacia un compromiso político que sabe que su amigo no comparte, hasta el punto de que se siente obligado a asegurarle que el cambio no es tan esencial:
En cuanto a lo político, he ido a ello por el propio peso de las cosas y no ha estado en mis manos evitarlo. Tú me comprendes, Juan. Se vive y la vida se le entra a uno con formas que, casi siempre, nos toman por sorpresa. Sin embargo, pienso que la política no ha matado totalmente lo que era yo antes. He cambiado, seguramente, pero soy quizás el mismo (Vallejo 2011: 317).
Larrea era consciente de que una gran distancia se abría entre ellos: “él, tan propenso por idiosincrasia a lo absurdo, se había encasillado en un horizonte de razón, mientras que yo evolucionaba en el de la imaginación en libertad donde se organizan y desprenden sentido los azares aparentes”(apud Coyné 1988: 64).
No es descabellado sostener que ante estas discrepancias Larrea no supiera mantener su criterio poético, renunciando a su propia expresión lírica. Acabó por defender a ultranza y ensalzar la figura de su amigo, convirtiéndolo tras su muerte en todo un profeta de la nueva poesía. Es interesante que haya autores que ofrezcan una interpretación muy distinta de las consecuencias de la relación entre ambos poetas, llegando incluso a sugerir que fue mucho mayor la influencia que Larrea ejerció sobre Vallejo que no al revés: “La posible influencia de Vallejo sobre Larrea (probablemente fue mucho más fuerte la viceversa)”dirá, por ejemplo Robert E. Gurney (1985b: 32). La imagen que Larrea desarrolla después a propósito de su amigo y su propio silencio parecen ser más bien prueba de lo contrario. Más acertada resulta la interpretación de Juan Manuel Díaz de Guereñu, quien afirma acerca de la visión que Larrea tiene y acrecienta a lo largo de los años sobre Vallejo: “Vallejo es el poeta al que Larrea ha dedicado una atención más esforzada y sostenida, especialmente en los últimos veinte años de su vida, hasta el punto de que podemos afirmar que Vallejo es el Poeta para él”(Díaz de Guereñu 1985: 74; la cursiva es del autor). Como veremos, no pensaba lo mismo Vallejo de la obra y la personalidad de Larrea.
Pero antes de estas discrepancias, la amistad entre los dos les llevó a poner en marcha un proyecto que, muy en la línea de lo que ocurría a su alrededor, debía convertirse en una plataforma desde la que defender una poesía en la que, sin embargo, como se ha visto, no coincidían en lo esencial. Este proyecto tomó la forma de revista literaria y se llamó Favorables París Poema. Las expectativas de ambos poetas eran muchas en relación con su nueva revista, como se observa en estas palabras que le escribe Vallejo a Larrea desde París el 26 de julio de 1926:
He cumplido con despachar Favorables a los cuatro puntos cardinales del mundo. A América del Norte y del Sur, a Europa y a Estambul. El número de ejemplares despachados son alrededor de 200. Así mismo he puesto a la venta en las librerías españolas de la rue Richelieu y de la rue de Bonaparte. Todos los días compro 8 o 10 periódicos de París, para ver si se ocupan de nosotros. Hasta ahora aún nada. Ya veremos. Hay que esperar. Tenemos que esperar. Ya te avisaré lo que haya (Vallejo 2011: 188).
Favorables París Poema no tuvo la repercusión que sus creadores hubieran deseado: “se nos presenta como una revista de culto casi secreto, una rareza inaccesible, […] y quizá haya que concluir que clamó en el desierto de su década”(Castro Morales 1999: 11). Con solo dos números y las dificultades económicas que suponía y que sufragaba Larrea, no era posible mantener el proyecto mucho más5. No obstante, sirvió para publicar algunos de los escritos más significativos de ambos poetas, como el “Presupuesto vital”de Larrea, quizá el único manifiesto poético que escribió, y los inmisericordes textos de Vallejo sobre la generación anterior de poetas e incluso contra los poetas de la suya propia titulados “Estado de la literatura española”y “Poesía nueva”, ya mencionado, y que apareció en el primer número de Favorables París Poema sin título.
La revista pretendía convertirse en una tribuna desde la que poder expresar sus propias propuestas, ajenas a cualquiera de las sucesivas escuelas que, según ellos, no habían logrado revolucionar el panorama literario. Dirá Larrea años después al comentar las intenciones de la revista:
una actitud poética de absoluta vanguardia y que al mismo tiempo fuese algo así como un acto de discriminación y repudio contra la literatura vigente en la península, cuya posición vitalmente epidérmica y como lacustre, esquivaba a mi entender, los problemas oceánicos de la mente creadora predestinados, en aquella hora tan aguda del mundo, a abrir horizontes imaginativos nuevos (apud López 2000: 107).
Entre esos horizontes nuevos estaría Pablo Neruda, que publica en Favorables su primer texto en Europa, aunque posteriormente la relación entre el chileno y el español se deterioraría profundamente6. Pero a pesar de estas intenciones, el texto que a modo de manifiesto abre el primer número, titulado “Presupuesto vital”, y que pertenece a Larrea, es mucho más impreciso, una defensa de la pasión en la creación literaria, algo que nadie podía cuestionarle, pero las propuestas no pasan de ser unas indicaciones genéricas que se sitúan en un enfrentamiento contra la línea academicista, defendiendo, por ejemplo, la imperfección como aspiración suprema. El propio Larrea lo define como un “artículo mío de alto plano vital”(Larrea 1986: 199).
Los textos de Vallejo en la revista son mucho más directos y evitan la retórica un tanto ambigua del español, que da cierta ligereza lúdica al citado manifiesto. Complementaria de esta actitud iconoclasta es la lista de colaboraciones rechazadas que aparece en el segundo número de la revista, donde los editores se permiten además hacer ciertos comentarios irónicos como el dedicado a Azorín, (“su segundo trabajo está mejor, pero aún no nos satisface del todo”), o a Carlos Aguero, “en cierto modo y conservando las distancias, imita usted a Marcel Proust”. Entre los nombres rechazados figuran sin necesidad de explicación Luis Astrana Marín, Gabriela Mistral, José Santos Chocano, Ramón Pérez de Ayala, entre muchos otros, nombres que también había mencionado Vallejo en su artículo del primer número, titulado “Estado de la literatura española”, o en otros textos con la misma intención crítica hacia la poesía que estaba triunfando en América en ese momento.
Tras esta aventura frustrada, la producción escrita de Juan Larrea queda limitada a partir de los comienzos de la década de los años treinta a la prosa. Pero siguiendo a José Luis Abellán (1983: 192), es indudable que “su poesía y su prosa no son separables”. Esa producción en prosa la podemos dividir en dos secciones bien diferenciadas: por un lado, la ensayística, dedicada a establecer sus teorías tanto sobre la literatura como sobre la Historia, conceptos que aparecen profundamente entrelazados; y, por otro, las prosas de carácter más poético, sin contenido ni intención divulgativa y que guardan una deuda muy marcada con el surrealismo. Es interesante recordar, en este sentido, que en el primer libro que publica Juan Larrea se recoge precisamente este tipo de textos. Se trata del titulado Oscuro dominio y publicado en México en 1934. A partir de la aparición de Versión celeste en la década de los setenta, libro que recoge su poesía, Oscuro dominio será incorporado a este volumen y en las diversas ediciones que han aparecido estará siempre incluido. La otra manifestación de esta prosa literaria y no ensayística es Orbe, escrito durante los años anteriores al exilio de su autor y publicado mucho después.
Sin entrar a analizar los muchos, variados y diversos ensayos escritos por Larrea, sí es interesante destacar lo que Abellán denomina “filosofía de la historia”que se trasluce en ellos. Los acercamientos críticos a la obra de Larrea siempre definen su pensamiento como cercano a lo místico, espiritual, teleológico siguiendo sus propias palabras. José Luis Abellán es, sin duda, quien mejor ha sabido hacer explícita la naturaleza real del pensamiento del escritor, un pensamiento sin duda más mágico que científico y que actualiza propuestas como la Cábala o el pensamiento gnóstico. Al respecto, señala José Gaos: “Larrea no califica, sin embargo, su filosofía cabalística y gnóstica de tal, sino, passim, de ‘poética’, y está muy bien; enuncia significativamente la naturaleza y el origen que la distinguen como nueva respecto a las filosofías cabalísticas y gnósticas del pasado”(Gaos 1945: 348). Esto explica en buena medida la importancia trascendental que adquiere para él la obra y la figura de César Vallejo. Aplica a su amigo peruano una explicación del mundo que trata de leer la realidad como una compleja clave de signos que difícilmente pueden ser descifrados y que solo a través de la poesía resulta admisible7. Los ejemplos aportados por Abellán a partir del libro Rendición de espíritu, publicado por Larrea ya en el exilio en 1943, son la prueba más clara de en qué van a parar las búsquedas de un joven Larrea siempre desencantado, siempre a la caza de algo que no puede nombrar y que acaba por hacerse claro en el lugar central que adquiere América en su concepción de una Historia encaminada a un fin: “Una filosofía de este tipo ha de tener como órgano fundamental la imaginación, capaz de calibrar cualitativamente los datos de la experiencia, para ejercer sobre ellos una lectura de significación ultraempírica”(Abellán 1983: 194). Baste un ejemplo del resultado que obtiene Larrea al aplicar este método a la Historia de España:
Larrea constata cómo la Virgen se le apareció a Santiago, a orillas del Ebro, el 12 de octubre del año 40 d. de C., y cómo mil cuatrocientos cincuenta y dos años después (cifra significativa que resulta de multiplicar los treinta y tres años en que murió Cristo por el 44 d. de C., en que muere Santiago en Jerusalén) los españoles descubren América en el mismo día y mes (Abellán 1983: 198).
Los destinos de América y España quedan enlazados también en el siglo XX, como muy bien expresa una de las frases quizá más acertadas de sus escritos: “Aunque enclavada en el antiguo continente, la vida de España es pura propiedad del Nuevo Mundo, al grado de poder afirmarse que América empieza en los Pirineos”(Larrea 1980: 15). Pero será especialmente una de aquellas dos Españas que había sido convertida en víctima en 1939:
Las repúblicas que forman el Nuevo Mundo decidieron el año 1930 designar con el nombre de Día de las Américas una fecha conmemorativa. Por acuerdo general se designó el 14 de abril. Pues bien, el 14 de abril de 1931, en el primer Día de las Américas, se derrumba en España la monarquía y se proclama la República. Es decir, rimando poéticamente con aquella otra fuerte coincidencia que hizo que América se descubriera el Día de España, revalidándola por alusión, la República, el nuevo régimen político, hace su aparición el primer Día de las Américas. ¿Qué régimen? El mismo por el que se gobiernan sin excepción todos los países americanos (Larrea 1943: I, 44).
Es evidente que Juan Larrea necesita encontrar una explicación a la situación histórica que le tocó vivir. Necesita dotar de sentido al sinsentido de la Guerra Civil que le fuerza a un exilio que, sin embargo, había sido elegido voluntariamente. En América sitúa, una vez más, la tierra prometida y el futuro, pero para llegar a esta aceptación no le basta ni la tradición occidental empeñada en explicar el continente americano desde la proyección mítica ni el devenir histórico. Necesita “datos objetivos”a los que aferrarse para aceptar su propio destino. José Luis Abellán ha resumido muy bien “la mística del número cuatro”que Larrea aplica a España y sus relaciones con América8. No se olvida el escritor español de toda una larga tradición que viene desde el descubrimiento y de la afirmación de Colón de haber hallado el lugar donde se encuentra el Paraíso Terrenal. Abellán señala, además, que “no es, pues, ninguna casualidad que fuese Juan Larrea quien primero descubriese un texto inédito y olvidado de León Pinelo, titulado El paraíso en el Nuevo Mundo, donde con pelos y señales de toda índole se ubica el Paraíso”(Abellán 1983: 208).
Si nos detenemos en estos aspectos, es para resaltar las aplicaciones muy particulares que Larrea lleva a cabo de algunas de las bases del surrealismo. Un análisis cuidadoso de la cosmovisión del escritor español entrevé en sus ensayos la existencia de una realidad que explica el mundo, lo reúne, lo interrelaciona, le da una finalidad y propone un futuro. Que ese futuro esté en América tiene mucho que ver tanto con proyecciones históricas sobre el Nuevo Mundo como con la experiencia personal de Larrea en Perú y su posterior exilio americano9. Pero es evidente la conexión que esta propuesta guarda con el surrealismo. Como afirma Andrés Morales, “aunque Larrea no pueda considerarse como un surrealista en términos rigurosos, sus concepciones y la estructuración de sus reflexiones se enfrentan al mundo desde una postura similar a la de esta vanguardia”(Morales 2003: 151). Más radical es en este aspecto Álvaro Martínez Novillo, quien llega a defender con total rotundidad: “contrariamente a lo que se suele decir en los manuales, no participó del movimiento creacionista, permaneciendo como un surrealista integral”(Martínez Novillo 1983: 62). La necesidad de dar con una verdad oculta —pero no por ello menos cierta—, la importancia concedida al lenguaje como mediación entre el conocimiento y la realidad que se resiste a ser conocida, e incluso la indagación psicoanalítica del inconsciente colectivo para dar con el “significado profundo de los mitos que anidan en su seno” (Abellán 1983: 223), nos conducen de nuevo a una pervivencia del surrealismo en la obra de Larrea, en la obra no literaria de Juan Larrea10. O dicho en palabras más cercanas a las posturas del autor, de una sensibilidad colectiva que aflora por intermedio del artista, como explica Larrea al referirse al Guernica, de Picasso: “el Guernica no es un cuadro propiamente suyo sino de España, del Verbo hispánico que se ha expresado reveladoramente a través de su pintor genial”(Larrea 1977: 92).
Así, Larrea expresa su convencimiento en una realidad oculta y compartida que explicaría la verdad del mundo y su propio fin:
¿Dónde empieza y dónde acaba la psique? Es éste quizás el problema más apasionante que plantea la nueva situación, puesto que dicho cataclismo no se limita a hacer acto de deterioro en algunos procesos individuales sino que tiene lugar al mismo tiempo en todos los campos de la actividad humana. Lo mismo en física que en arte que en otros muchos sectores de conocimiento y de actuación, y lo mismo sobre todo que en la vida de pueblos y naciones y en la estructura histórica, se han desencadenado las furias infernales que han dado al traste con el equilibrio establecido. Incluso empieza a evidenciarse que los espacios geográficos y los tiempos históricos se hallan comprometidos en la personificación de los procesos, de suerte que cada vez va siendo más arduo poner en duda la existencia de una verdadera y orgánica universalidad, llevando hasta sus últimas consecuencias el postulado de que tanto la materia física como el arte son cosa psíquica o mental (Larrea 1977: 85-86).
Larrea considera su trabajo y sus publicaciones como “fruto de las exploraciones que me está siendo dado realizar en la esfera de nuestro subconsciente”(Larrea 1951: 3), y está al tanto de que su aproximación, “obligada a servirse de elementos y razones de orden lógico-poético distintos de los que solemos emplear, exige cierto esfuerzo imaginativo”(Larrea 1951: 4); o como declara para abrir su obra César Vallejo y el surrealismo: “el posible lector debiera tener presente que, aunque su texto contenga no pocos motivos de estudio y reflexión, no se ajusta a las costumbres de los ensayos normales. En realidad no es un ensayo, es un documento”(Larrea 2001: 7). María Helena López ha visto con claridad que el surrealismo tiene una importancia central en la obra del escritor y que el rechazo que expresa siempre hacia dicho movimiento tiene más que ver con “su desacuerdo con la historia externa del grupo de Breton que por disconformidad con sus planteamientos estéticos a los que, por otra parte, responde básicamente la poesía que escribe desde 1926”(López 2000: 110). En apoyo de esta opinión vienen las palabras del propio Larrea, quien en una carta a Carlos Barral en 1971 le da cuenta de la evolución de sus intereses:
A partir de 1932 la energía psíquica que me impulsaba me había desorbitado, transfiriéndome de la poesía literaria de ultra dimensión, a la poesía Vida en otra potencia. Se trata, en efecto, de otra potencia imaginativa de lo real que justifica las tentativas de los movimientos literarios más avanzados y en especial la del surrealismo (apud Abellán 1996: 16).
Este reconocimiento de su acercamiento a los postulados surrealistas no olvida marcar también las diferencias: mientras los surrealistas se hallan sumergidos en búsquedas individuales, Larrea indaga en un subconsciente colectivo a través de mitos y de supuestas casualidades que se le muestran como pruebas fehacientes de una realidad oculta que, sin embargo, él ha logrado desentrañar.
En cuanto a sus producciones literarias, no es difícil encontrar claros contactos con el surrealismo, quizá mucho menos contaminados que lo que acabamos de ver por la temprana época en que están escritas. Ciñéndonos a las obras en prosa, tanto Oscuro dominio (1934) como Orbe, publicado en 1990 pero escrito durante finales de los años veinte y los primeros treinta, y especialmente el relato Ilegible, hijo de flauta, novela perdida y transformada en un guion cinematográfico que nunca llegó a realizarse, pero que, al parecer fue escrita entre 1927-1928 en su versión original (Gubern/Hammond 2009: 318), demuestran claros contactos con el surrealismo. El caso de Ilegible viene además avalado por el interés que despertó en Luis Buñuel, quien trabajó con Larrea para dar forma al guion que no pudo convertirse en una película que habría estado a la altura de El perro andaluz o La edad de oro. Sin entrar a analizar el texto, un solo ejemplo es suficiente para comprender la íntima relación que la obra guarda con las bases surrealistas. Estamos ante un personaje resuelto a “dar ocasión a que el subconsciente se manifieste. Prácticamente ha decidido dormirse teniendo la pistola en la mano para que lo que debe suceder suceda”(Buñuel 1982: 215). Aunque referidas a la poesía, estas palabras de Luis Felipe Vivanco resumen muy bien la actitud de Larrea frente al surrealismo: “Larrea se prepara muy conscientemente, creo yo, para su entrega al inconsciente. Precisamente porque sabe que éste es el que va a decir, en cada momento, las últimas palabras”(Vivanco 1970: 29). Lo mismo sucede con las otras obras mencionadas. En Oscuro dominio es donde sin duda encontramos las prosas de Larrea más y mejor entroncadas con las vanguardias, expresión original y muy lograda de esa asimilación del extrañamiento del yo, de la alienación y del desdoblamiento. Ejemplos imprescindibles son “Dulce vecino”o “Cavidad verbal”. En cuanto a Orbe, se trata de un libro mucho más irregular, acumulación de reflexiones que pasan de lo personal a lo histórico, que analizan la obra propia y de otros autores, y que resultan más interesantes para desentrañar al propio Larrea y sus conflictivos desarreglos emocionales y psicológicos que su obra creativa.
Qué lejos de todo esto se encuentran las prosas de su amigo peruano. Tanto la prosa de ficción de César Vallejo como la obra ensayística o los artículos periodísticos representan un ejemplo de una producción personal en la que la originalidad no se debe al conocimiento y capacidad de reproducir nuevas fórmulas expresivas. César Vallejo traslada a su prosa todas las búsquedas ensayadas en sus poemas; en palabras de Serge Salaün (1988), “Prosa de poeta, prolongación de la empresa de Trilce”. Ahí radica su originalidad sin concesiones a ningún movimiento en boga, su preocupación exacerbada por la novedad formal, por atacar o transgredir las pautas de la prosa aproximándola a lo poético; pero esto no resulta tan extraño si recordamos que el primer Vallejo debe mucho al modernismo. En los cuentos de Escalas hallamos descripciones y utilizaciones del léxico que concuerdan perfectamente con el preciosismo modernista. Pero también es cierto que las imágenes que se consiguen ya no son las de este movimiento. Hay en estas primeras prosas vallejianas un tono diferente, una extrañeza más profunda que el simple juego de palabras. En Escalas estamos ante un libro ciertamente desconcertante y de una riqueza y profusión estilísticas notables. Del título a la estructura, pasando por los temas, nada hay en esta obra que pueda dejar indiferente al lector. Las dos partes en que está dividido no suponen una ruptura, sino en muchas ocasiones una continuidad inquietante. En algunos casos es muy marcada, pero en otras se mantiene solo gracias a la figura del narrador. Sin asideros ante una realidad que no se deja fijar ni establecer, Vallejo logra como nadie transmitir la percepción subjetiva vanguardista sin que resuenen ecos de escuela o de fórmula aprendida, algo que sí se percibe en las pocas prosas creativas que dejó Larrea.
Cuando Vallejo se aproxima al marxismo y escribe una novela como El tungsteno o un cuento como Paco Yunque, de nuevo nos encontramos con una aportación personal del autor que evita clasificaciones fáciles de dichas obras. Especialmente el relato sobre el primer día de escuela del niño Paco Yunque logra un retrato de todo un sistema social en el que la injusticia es la piedra angular sobre la que se asienta cualquier aspecto de la realidad, incluidas las relaciones de los niños en la escuela y con el maestro. La claridad con que se produce este nuevo enfoque sobre la realidad social abarca también la producción artística del momento; en este sentido, Vallejo es tajante a la hora de enjuiciar al surrealismo: “Breton olvida que no hay más que una sola revolución: la proletaria y que esta revolución la harán los obreros con la acción y no los intelectuales con sus ‘crisis de conciencia’. La única crisis es la crisis económica y ella se halla planteada —como hecho y no simplemente como noción o como ‘diletantismo’—desde hace siglos”(“Autopsia del superrealismo”, en Amauta, nº 30, 1930; Vallejo 2002: 415-420).
La independencia de César Vallejo hace difícil poder situarle dentro de los parámetros de cualquier movimiento, pero sin duda sus intenciones se encuadran en algo que tiene que ver no con las vanguardias como son entendidas en ese momento y como él mismo las ve, sino con otra corriente española del momento, el llamado Nuevo Romanticismo, de José Díaz Fernández, y que diferencia claramente a los movimientos vanguardistas de la literatura de avanzada. En 1930 este escritor publica su ensayo titulado precisamente así, El nuevo romanticismo, donde presenta una declaración de los objetivos que según él debe tener esta literatura. Es, en primer lugar, una defensa de la “literatura de avanzada”, “la que nace de la revolución rusa y trata de organizar la vida, volviendo a lo humano”, frente a la literatura de vanguardia, interesada preferentemente por aspectos estéticos, “vinculando la literatura y toda la obra intelectual a los problemas que inquietan a las multitudes”, y donde el artista y el intelectual no pueden “permanecer indiferentes a los conflictos de la lucha individual o colectiva […], ni a las reacciones de la vida social”(Díaz Fernández 1985: 18-25). Nada de todo esto tiene relación con los propósitos de Larrea, pero sí con la postura de un Vallejo cada vez más comprometido con su arte y con la Historia. En la línea planteada por José Díaz Fernández, precisamente en contra de la orteguiana deshumanización del arte, Vallejo defiende algo muy similar tanto en sus ensayos y reflexiones como en su propia obra creativa:
La poesía “nueva”a base de palabras nuevas o de metáforas nuevas, se distingue por su pedantería de novedad y por su complicación y barroquismo. La poesía nueva a base de sensibilidad nueva es, al contrario, simple y humana y, a primera vista, se la tomaría por antigua o no atrae la atención sobre si es o no es moderna (Vallejo 1978: 114).
Otro ejemplo imprescindible es el siguiente:
Hay un timbre humano, un latido vital y sincero, al cual debe propender el artista, a través de no importa qué disciplinas, teorías o procesos creadores. Dése esa emoción seca, natural, pura, es decir, prepotente y eterna y no importan los menesteres de estilo, manera, procedimiento, etcétera (Vallejo, “Contra el secreto profesional”, en Variedades, nº 1001, Lima, 1927).
Sin duda, se trata de una postura muy similar a la que defiende Díaz Fernández y que Francisca Vilches resume así: “rechazando el concepto de vanguardia, como elemento definitorio de los ‘ismos’, a los que consideran como los últimos coletazos del siglo XIX, abogan por una concepción de vanguardia cuyas directrices estén más en consonancia con los nuevos sentimientos e inquietudes del hombre”(Vilches de Frutos 1984: xiii-xiv).
Quizá sea precisamente en los textos ensayísticos donde más patente se hace la profunda distancia que media entre Larrea y Vallejo. Si el primero se lanza a defender teorías delirantes sobre el oculto funcionamiento de la Historia y de la realidad presente en ensayos farragosos y poco originales en cuanto al estilo y la estructura, Vallejo, por su parte, dejará algunos de los ejemplos más interesantes de un estilo ensayístico alternativo, alejado también de los parámetros del género y profundamente vanguardistas en el sentido más auténtico del término, es decir, adelantados a su época. Los textos reunidos en El arte y la revolución y en Contra el secreto profesional, publicados en la década de los años setenta, aunque algunos de ellos habían visto la luz en publicaciones periódicas y diversas revistas, nos muestran esa originalidad marcada en buena medida por el impacto que recibe el poeta tras su visita a la URSS. Colección de reflexiones sobre el papel del arte y la posición del artista, el primero de estos libros está dirigido por un acercamiento claro y explícito al materialismo dialéctico que para Vallejo será fundamental en su evolución ideológica y poética. Es interesante que la relación con su amigo español le sirva de referencia en algunos de estos textos para ejemplificar ciertas posturas. Es el caso del titulado “La obra de arte y el medio social”, que termina con la siguiente reflexión: