Let me introduce you to Caracas, embassy of hell, land of murderers and shattas
Undred people die every week, we nuh live in war, country is full of freaks
We have more death than Pakistan, Libano, Kosovo, Vietnam and Afganistan...
Rotten Town
Onechot
E a cidade, que tem braços abertos num cartão postal,
Com os punhos fechados na vida real
E nega oportunidades, mostra a face dura do mal.
Alagados
Paralamas Do Sucesso
A Rosa Carrillo, que ignoraba las obsesiones con las que alimentaba a aquel niño melancólico cuando le leía cuentos de Wilde antes de dormir.
Un especial agradecimiento a Orlando Verde, que me iluminó sobre el título que debía llevar el volumen.
También a Oscar Marcano y a Ángel Alayón, cuyas precisiones me ayudaron a alcanzar el registro adecuado para estos textos.
Y, por supuesto, a mi primera lectora, quien nunca deja pasar sus honestas observaciones sobre posibles desaciertos: Lennis.
A Daniel Pratt y a Vicente Ulive
But I’m tryin’, Ringo. I’m tryin’ real hard to be the shepherd
JULES WINNFIELD
La anécdota de seguro es apócrifa. Pero la realidad es maravillosa por beber del lago de lo posible. Según eso, en el guión original de la película Dominó (Tony Scott, 2005), el personaje Choco era un criminal mexicano. El actor venezolano Édgar Ramírez, al hacer el casting, propuso al director que lo cambiase por un malandro caraqueño. A cada negativa del director le seguía una insistencia del actor. Ese pulso duró hasta que el primero, solo para despachar el asunto, aceptó hacer una prueba.
Ramírez se metió en su personaje y salió a escena con una escopeta en una mano, bailando una música invisible mientras caminaba hacia un rehén imaginario amarrado en el piso y, luego de patearlo con desdén, le dijo:
—¡Párate, mamagüevo!
El modo de andar, de empuñar el arma, la cruel patada... pero, sobre todo, la música de esas palabras que no entendía, debieron producir una certeza en la mente de Scott: para que Choco exprese la necesaria violencia y la desdeñosa maldad que exigía el personaje, debía ser eso que estaba viendo.
Es decir, un malandro caraqueño.
Caracas carece de una disposición que la haga comprensible. La única lógica a la que atiende es la de las leyendas urbanas, intuiciones y prejuicios de sus habitantes. Ocupando un mismo valle, viven en ciudades superpuestas que no se comunican entre sí.
Eduardo es habitante de una de «esas» Caracas. Lejos del pistolero de Dominó y de los velorios en el barrio (las funerarias no aceptan tiroteados), vive en su Caracas Plaza Las Américas y Galerías Los Naranjos. Una Caracas al sureste del Guaire, de colinas urbanizadas en las que es menester tener carro para trasladarse, atrincherada tras sus rejas, casetas de vigilancia, circuitos cerrados de televisión y un profundo recelo respecto a lo desconocido. Una Caracas que vive su ilusión de normalidad al interior de sus confortables guetos.
Pero él aprendió a extender los límites de su Caracas, aplicando la ecuación de «a menores prejuicios mayores libertades». Gracias a eso compra la aguja para su viejo tocadiscos en Tele Cuba, en Catia. Y se toma unas cervezas en La Candelaria. Y se adentra con confianza en los predios de la Baralt.
Tiene una ciudad más grande que la de muchos de sus vecinos.
Pero aún así se le fue haciendo asfixiante. Un día cayó en cuenta de eso y de la magnitud del mapa del exilio entre sus afectos. Por ello, y por no tener nada que cuidar en su Caracas atrincherada, trazó un itinerario para reencontrarse con la parte de su mundo que renunció a un país que desayuna, almuerza y cena con dos temas invariables: los delirios de un pequeño emperador y la violencia circundante.
Uno de sus primeros destinos fue Barbés, un barrio al norte de París que podría parecerse a Catia, si Catia fuese limpia y no flotase sobre un colchón de pólvora. Sus anfitriones le alertaron acerca de la zona y sus habitantes, sobre la dificultad para comprender el verlan (el francés malandro) y le sugirieron, por último, que ajustara su comprensión del peligro a ese paisaje.
Esto último se lo repitieron a diario durante esa primera semana, cada vez que lo veían llegar de sus largas caminatas en la noche.
—Sigue menospreciando el peligro y un día te vas a ganar una cuchillada –le advirtieron.
Una noche caminaba por el andén de la línea 2 cuando vio a dos muchachos que venían hacia él con fingida distracción. Tenían fenotipos árabes y unos veinte años. El aspecto de Eduardo, que pasa desapercibido en las calles de Caurimare, encajaba en el tipo de los conejos que aquellos trabajaban rutinariamente. Pero él, sobreviviente de una ciudad en guerra, les adivinó la intención desde que uno de ellos lo vio y pensó en someter su elección a la opinión del otro.
El modus operandi es universal. Caminaban con agilidad, haciendo ruido en dirección a él. Lo hacían ocupando tal espacio de su trayectoria que resultara imposible evadirlos. Avanzaban, se gritaban en su idioma, se golpeaban y lo observaban de cuando en cuando. Eduardo sopesó las probabilidades de salir bien librado de la trampa. Un paso mal calculado de uno de ellos le abrió esa mínima posibilidad en forma de un boquete a través del cual logró pasar «por un lado» y no «entre» ellos. Al darse cuenta del error y de la velocidad del conejo, activaron el plan de contingencia. En medio de su parodia de juego, el de la esquina empujó al otro hacia Eduardo, que sacó el codo y esperó al costillar que venía hacia él. La repentina víctima, entre sorprendida e indignada, comenzó a gritarle en una incomprensible variante de francés, como última opción para arrinconarlo.
La cultura es lo que se olvida, según dicen. Será por eso que el lector de Carver y de Bukowski ya leyó a Poe y a Chejov, pero no lo recuerda. Y el «lector» de Pulp fiction ya «leyó» a Carver y a Bukowski sin haberse enterado.
Y por esos tercos hilos del miedo y la violencia, Eduardo, que es de esa Caracas de una apacible urbanización al sur del río, también es hijo de esa ciudad de cincuenta cadáveres apilados en la morgue de Bello Monte cada fin de semana. Y medio hermano de asesinos como Los Capri, que filmaban con los celulares sus ejecuciones para subirlas a la red. Y heredero de este fratricidio cotidiano en el que unas veces se hace de Caín y otras de Abel, bajo un semáforo, dentro del banco, en la cola del estacionamiento. Caín y Abel, o testigo indolente del cadáver que recogieron a las 24 horas de haber sido asesinado. Y autor de las sádicas escenas en las que mataba mentalmente a su jefe, a su vecino, al motorizado que vio robando a una chica en la autopista, al que toca corneta para avisar que llegó. Testigo, ejecutor y cómplice (aunque sea por omisión) de toda esa violencia. Hasta de la pequeña fechoría de comerse una luz.
Un ADN salvaje que quiere civilizarse.
Será entonces por todo eso que, acosado en el metro de París por dos dueños de aquellas calles, sin brújula ni mapa de las rutas de escape, viendo asomarse del abrigo la mano con el cuchillo del que le habían advertido que saldría en cualquier momento, gritó con ese acento que no es caribeño ni andino mientras, como si lo hubiese ensayado, estiraba un brazo con el que les apuntó con una pistola imaginaria, poseído por aquella ciudad que nunca estará tan lejos como para no seguir mordiendo:
—¿Qué pasó de qué, mamagüevo? ¡Ponte pilas!
Es liberador decir palabrotas a todo pulmón, sin la condena del pudor, en un andén lleno de gente que percibe la intención, pero no el significado. Y descubrir que ser caraqueño es ser caribeño. Y ser caribeño es, de alguna remota manera, ser africano. Y que esos fonemas de sílabas secas pero envueltas en una entonación ancestral que canta y amenaza y sobrevive y se aterra, esos que hechizaron a Scott, disuadieron a dos rateritos del metro de París de confundir a un perro (casero, pero curtido en las calles más duras del orbe) con un distraído conejo.
—¿Tú eres loco? Esos bichos son malos, Eduardo. No tienes ni idea –dijo uno de sus anfitriones cuando les contó la anécdota.
—Loco no, caraqueño. ¿Con qué cara cuento allá que me atracaron en París? –respondió.
¿Dios? Mi moto y mi bicha
Un malandro disertando sobre religión
Veintitrés años podrán parecer nada, pero más de la mitad de la gente con la que creció está fuera de combate. La clave, siempre lo ha pensado, está en trabajar solo. Los socios siempre terminan cayéndose a tiros mientras arreglan cuentas.
Socios, compinches, billete, pajazos, trampas, codicia, venganzas...
Han pasado tres cuadras y no ha perdido al conejo. Una vez se montó en el Metro y prensó a uno cinco estaciones más allá. Sabe que, si no lo pierde de vista, a las tres cuadras se confían. Después solo queda esperar el sitio. Se quedan fríos cuando los adelanta y les saca la «bicha». Se sorprenden como si se les hubiera olvidado que cargan una pelota de dinero encima, que miles de ojos los vigilan, que el dinero es escandaloso y los bolsillos son transparentes.
Que están aquí, en Caracas.
Él trabaja solo y así rinde más. Pero otros pagan el dato. Y ese dato vale. Se trabaja sobre seguro. Cajeros, vigilantes, parqueros, mesoneros, quiosqueros, mensajeros (fiscales no, ellos trabajan solo para su gremio), todos esperan su parte por dar la flecha. Él los desprecia. «Son atracadores cagones», dice.
—Si quieren billete que agarren una bicha –filosofa.
El tipo camina confiado. Quiere demostrar aplomo comprando cigarros en un quiosco. Ve para los lados, nervioso, y paga. Lo espera a unos quince metros. Quiere salir rápido de ese negocio porque esa «vaina-rara» con la que le amaneció el cuerpo lo está friendo por dentro. «¿Qué coño será esta vaina?», se pregunta. Lo que sea que tiene va volando por su torrente sanguíneo como azogue hirviente.
Era como si todo el esqueleto se le hubiese oxidado. Y aunque tiene por norma no «hacerse mentes» con el cuerpo, en menos de dos horas estaba dispuesto a permitirse excepciones. Sentía que los ojos se le cocían en sus cuencas. Que un casco se le encogía en la cabeza. Que le estaban echando taladro en las piernas.
El conejo sigue su camino y él se le pega, consciente de que no está en su mejor forma. Lo sigue dos cuadras más. Está a punto de perder la paciencia cuando lo ve sacar la llave del bolsillo y mover la cabeza en todas las direcciones, como si no pasara nada. Como si no hubiese un pulso invisible entre los dos, desde varias cuadras atrás. La calle está bastante sola. Se encomienda a La Corte Malandra. Aprieta el paso. El conejo desactiva la alarma del carro y cuando está metiendo la llave, ya él está detrás, clavándole la pistola entre las costillas.
—¡El sobre o te quemo el culo![12]
Para fortuna del conejo, de su vida, de sus posibles deudos, no se trataba de un súper héroe. Cooperó: entregó el sobre sin subir la vista (la vida toda es un póquer, un largo e infinito if, un cuaderno que se reescribe con cada condicional), sin saber que si el delincuente que lo estaba atracando tuviese que asignarle un porcentaje a su capacidad operativa, le pondría un veinte por ciento. Pero en sus manos estaba la decisión de que su víctima desayunara mañana en su casa, o no. Y eso hace la diferencia.
Le quitó el sobre y se fue, con sus escalofríos, sus dolores en las coyunturas, su ardor en los ojos, su cabeza como un saco de arena.
—¿Esta vaina será dengue? –se pregunta asustado.
Rodando en la moto, ve una farmacia y decide que no puede esperar más. Para a una cuadra, por una precaución que no puede evitar. Entra en la farmacia. El aire acondicionado le atraviesa la piel. Siempre le han incomodado los espacios cerrados, y más si están lejos de su zona. Además, no le gusta la gente distinta. Y el lugar está lleno de gente distinta.
Agarra el numerito y ve en la pantalla que tiene siete personas por delante. Le provoca sacar la «bicha» y resolver como lo sabe hacer, pero se contiene. Se siente como si le hubieran entrado a batazos, y necesita que le receten algo. Putea. Mira los estantes. Los zapatos de la gente.
Faltan cinco personas y trata de distraerse con el escote de una chica que está con el novio esperando turno. Un pantalón de mono y unas pecas grandes en el pecho. La chica lo ve con miedo y se abraza más al novio. Le provoca atracarla, solo porque le arrecha cómo lo mira. Busca su rostro en el espejo de la sección de los lentes y lo que ve es un malandro con una fiebre voladora. Mira alrededor y se da cuenta de que todo el mundo lo mira igual. Comienza a ponerse paranoico. Le provoca atracarlos a todos, pero opta por la prudencia.
Levanta la vista y faltan dos números. Le va a pedir a la mamita de la bata azul algo para ese malestar y se va a desaparecer, antes de que se ponga monstruo ahí mismo. ¿Será dengue? Está imaginando la conversación cuando escucha a un tipo pegando gritos.
Cuando levanta la vista ve a un bichito con un pistolón agarrado con las dos manos y los brazos extendidos moviéndolos de un lado al otro, saliendo de entre los anaqueles. A pesar de lo lento que lo tiene la fiebre, se pega a una pared y mira hacia la entrada para verificar si está solo. Hay otro en la puerta. Cuando el que entrompa le apunta, dictamina que esa pistola, que no tiene puesto el seguro, está cargada, por lo que baja la vista y obedece las órdenes. Se pregunta si le dará tiempo de sacar su bicha, pero sabe que los reflejos no lo van a ayudar. Las coyunturas le queman del dolor. ¿Esta vaina será dengue?
Decide que no puede dejarse agarrar armado. El bichito que entrompa está muy nervioso. «Los malandros deberíamos tener carné y sindicato», le suelta en chiste una de las neuronas que le quedan despiertas. El que está en la puerta tiene la pistola apuntando al piso, como debe ser. Los ventanales de la farmacia dejan ver medio cuerpo, y desde afuera solo se verá a un tipo atento a la calle, pero tranquilo. Echa un vistazo afuera y verifica que no hay un tercero. Están trabajando en pareja. «Yo te voy a echar cuentos de socios», piensa. Seguro que el que está entrompando saldrá primero y el otro lo cubrirá. Ya están sometiendo a los cajeros. Si no se meten con los clientes, quizá decida quedarse tranquilo hasta que se vayan.
Pero el que estaba en la puerta entra en escena:
—Sin payaserías, celulares y BlackBerrys aquí –dice agarrando una de las cestas de la farmacia. Él lo deja pasar por su lado y se va acercando a la puerta con mucho cuidado. El dolor de cabeza, la concentración, los ojos, salvar el pellejo. El tipo está entrompando a los clientes. Ya está cerca de la puerta. «Esta mierda tiene que ser dengue». Está a dos pasos de la puerta. Uno más y está listo, porque luego lo protegerá la pared.
—Si tengo que soltar dos plomazos para cubrirme lo hago –decide.
Escucha que ya limpiaron las cajas y solo queda terminar con los clientes. Puede ver la acera en esa tarde fresca y comprueba que no hay carro esperándolos. Es decir, los tipos van a pie. Es decir, saldrán de la farmacia caminando. Es decir, tiene chance porque no lo van a perseguir.
Da otro paso. Le zumban los oídos. La brisa se cuela por las rendijas de la puerta de vidrio. Ve una señora gorda caminar hacia la farmacia. Mide a los tipos. Los ojos le arden, pero se concentra. El pellejo primero. Ve por última vez hacia dentro y se tira el resto. Empuja con todo su cuerpo la puerta, pero el que se acercaba con la cesta, sin expresión alguna en el rostro, apunta hacia él. Escucha la detonación y escucha los gritos. Escucha los gritos y escucha los vidrios. Siente que lo empujaron y que se le empieza a mojar un costado.
Desde la acera vio a la señora gorda reírse con todos los dientes. Vio también los zapatos de los tipos que saltaron sobre él, en dirección a la calle. Comenzó a sentir, cerca del costado húmedo, una quemazón. Alguien gritaba algo de un celular y por primera vez en todo el día sintió que se le aliviaba el dolor de cabeza.
Quiso sacar la bicha, pero le entró un sueño sabroso.
Entendió que la vieja gorda no se estaba riendo cuando vio a la de las pecas consolándola, abrazadas.
—Debe ser la mamá –pensó.
Y también me dijo,
no te mortifiques que yo le envío
mis avispas pa’ que lo piquen
JUAN LUIS GUERRA
Nadie sabe cómo fue a parar allá. Una madrugada Herminia y sus hijas despertaron con sus ladridos y, al asomarse al balcón, lo vieron. Había quedado atrapado del otro lado de los rieles, en las vías superficiales del Metro, a unas dos cuadras de la estación. Desde donde se encontraba, podía ver los eventuales carros y los viandantes al otro lado de la cerca metálica, pero el instinto le decía que no intentara cruzar el campo minado de los rieles. Caminaba de un lado al otro y ladraba por tandas, cada vez que el hambre, la sed o el miedo le enterraban un poco más el cuchillo de su desconsuelo.
Cinco días después, cada vez más débil y desorientado, seguía en sus periódicas rutinas de ladrar y caminar de un lado al otro, moviendo ansioso la cola, sin que autoridad alguna atendiera los llamados de Herminia que, madre al fin, suplicaba por su rescate.
—Estamos resolviendo –le respondían en automatic mode.
El perrito se moría poco a poco, frente a los miles de carros y personas que, a toda hora, formaban parte de ese río indiferente que en última instancia le regalaba al paso una breve mirada de curiosidad.
¿Quieren una metáfora más gráfica de lo duro que es estar solo en la ciudad?
Aunque tener quien vele por ti tampoco es que sea garantía de nada. Las balas también tropiezan con cuerpos de niños cuyos padres apenas les quitan la vista de encima un par de segundos. Y entran en casas sin ser invitadas. Por eso, el que se reúne con los suyos cada noche tiene derecho a celebrar la vida.
Lástima por quienes no aprecian su larga fortuna.
Herminia sí sabe que reunirse con sus hijas es celebrar, pero también sabe que hasta ese momento, en esta ciudad, en este país, todo es incertidumbre. No se sosegaba hasta abrazar a sus hijas, a las seis de la tarde (si los jefes no se ponían ocurrentes a última hora y el Metro se portaba bien), cada día, luego de ir a buscarlas al colegio, almorzar con ellas, dejarlas solas y volver al trabajo en un despacho de abogados, hasta esa hora en que la vida recuperaba color y sonido.
Las niñas sabían de memoria las advertencias y las repetían sin despegar la vista del televisor. «No le abrimos la puerta a nadie», «no estamos solas, mi mamá está en el baño».
Y como si domar los pensamientos masoquistas que bebían de esa pesadilla diaria que la prensa reflejaba no fuese un trabajo a tiempo completo, la niña mayor le comentó días atrás que habían estado llamando a casa, durante la tarde, y colgaban sin hablar.
Tres días después del mismo episodio incluido en el recuento de todas las noches, agobiada por tanta realidad y tantos oscuros presentimientos, se fue al Sambil al salir del trabajo y le compró un celular:
—No atiendas más el teléfono de la casa. Si soy yo, te llamo por aquí, ¿está claro?
El infierno adquirió entonces forma de SMS con pésima ortografía:
«Mami, sigen yamando, qe ago?».
Herminia, leyendo el SMS, no podía dejar de pensar en lo solo que está el edificio durante el día[1]. Pero qué hacer si la vida es pagar un alquiler para cocinar, dormir y guardar los niños durante la tarde.
Algunos afortunados hasta tienen con quién tener sexo ocasionalmente.
Al cuarto día las llevó a la casa como siempre y, cuando iba de vuelta al trabajo, algo sin palabras le dijo que hacía mal en volver a salir. Pero ¿en qué artículo de la Ley del Trabajo está establecido el «presentimiento» como falta laboral justificada?
Y se fue más apesadumbrada que de costumbre.
No eran las tres y media cuando recibió el SMS. Al ver el nombre, entendió que los presentimientos se estaban corporizando de a poquito. Y le reventarían en la cara si no hacía algo. En ese momento la muchacha de Contabilidad le estaba contando cómo unos atracadores habían exigido todos los BlackBerry de los presentes en un cine, después de localizarlos por bluetooth.
No se equivocó. Leyó: «Mami, ai unos ombres afuera y estan tocando».
Un relámpago helado le recorrió el cuerpo. Eso que era un temor ubicuo adquirió apremiante solidez. Un fogonazo venido de la sangre hizo que agarrara su cartera y, sin informar a nadie, cogiera la calle, viendo una y otra vez la maldita escena del pasillo solitario, con apartamentos vecinos tan ausentes de adultos como el de ella, con hombres trabajando fríamente para entrar en su casa, previamente radiografiada con maña y maldad.