También éstas, pues son,
al fin y al cabo,
palabras danzadas.
«Todo pende de un hilo.»
Tadeusz Kantor
La tarde en la que todo comienza, o la tarde en la que todo termina, debiera ser, me dicen, una tarde sin límites, o de límites confundidos, al menos, y desdibujados. Una tarde en la que la realidad pudiera bailar con lo ficticio sobre las líneas invisibles, turbias, de esas fronteras que debieran ser inexistentes, como así me repiten ahora o desde siempre. Es el ritmo de ese baile, me dicen, el que borrará todas las fronteras que, de un tiempo a esta parte, obligan a alejarse de ellas, a hacerse extranjero. El ritmo de ese baile de lo cierto con lo incierto es el ritmo que nos aleja, el que nos arrastra más allá, el que nos invita cautelosamente a ser extranjeros, acaso, de nosotros mismos, aun sin saber muy bien si esto, ser extranjero de uno mismo, es ahora posible o no. Así me lo dice, así nos lo dice, Enrique Vila-Matas.
La tarde en la que todo comienza, o ésta en la que todo tal vez termina, una multitud de espectadores desciende las escaleras que conducen a los sótanos de la Galería Krzysztofory de Cracovia. Afuera sopla un fuerte viento que golpea las ventanas y abre, una por una, todas las puertas. Se escucha el bramido de una tormenta de mediados de noviembre, así como la orquesta de un baile lejano, demasiado lejano. La multitud de espectadores va situándose. Repartidos por la sala todavía no saben si han entrado o no, si han ocupado sus propios sitios o no, si son, o no, espectadores de algo, sea ese algo lo que quiera que sea. Tan sólo una cuerda, apenas un cordel, los separa de lo que debiera ser el escenario. Acaso no sea el lugar más propicio, y a nadie hubiese extrañado que a la entrada, sobre el dintel de la puerta, una inscripción, como se sabe que así sucedía en el anfiteatro anatómico de Toulouse, advirtiese de que ése es el lugar en el que la muerte gusta de ayudar a la vida. Hic locus est mors gaudet succurrere vitae, sí, parecen pensar algunos de los muchos espectadores, éste es el lugar, este sótano de bóvedas de ladrillo, este lugar de nada o de nadie a este lado de una cuerda que apenas nos separa de algún otro lado.
Al otro lado de esa cuerda, unos pupitres de escuela. Varias filas de ellos colocadas sobre un entarimado pobre y antiguo, polvo en los rincones y pizarras garabateadas y olvidadas. Es el mes de noviembre de 1975 a ambos lados del cordel. La compañía teatral de Kantor, Tadeusz Kantor, estrena la primera versión de La clase muerta. Bogdan, Zofia y Andrzej son algunos de los actores que, desde los pupitres, al otro lado del cordel, clavan su mirada en los espectadores incómodos. Como si buscasen a alguien. Como si quisiesen pedir algo a alguien. Como si deseasen invitar a alguno de entre la multitud a compartir con ellos el pupitre, la tarima, su lugar. Y sin embargo saben, pues así está dicho, que deben crear un sentimiento ambiguo de separación con ellos, con los otros. Repulsa y atracción, les ha marcado Kantor. Vosotros a un lado, inmóviles, mirando los unos a través de los otros, y la multitud de los espectadores enfrente. Vosotros como muertos, condenados. Pero ¿y ellos?
Ellos, que no somos sino nosotros, espectadores a este lado de la cuerda, acaso también están, o estamos, ya condenados. Desde la última fila de pupitres, subida de pie sobre uno de los bancos, una mujer vestida de negro, como todos los demás, nos contempla con mayor intensidad aún que quienes comparten con ella los pupitres. En sus manos sujeta una vieja y requemada ventana, objeto extraordinario. Su cara tras los cristales, pues así ha colocado ella la ventana frente a su rostro, parece querer decirnos algo. Los cristales sucios y ahumados dejan adivinar un gesto de terror y muerte. O, al menos, es lo que ahora creemos adivinar colocados frente a ella. Vigila la mujer a la multitud de espectadores: parece guardarnos de la tormenta de afuera, pero también del espanto de su propio gesto. Habrá más tarde de retorcerse presa de un ataque, rota por dentro y contraída. De repente, como obedeciendo a una orden, nos grita que salgamos a dar un paseo, que el día es extraordinario, que la primavera está en el aire, las mariposas han dejado de ser larvas y los árboles reverdecen. Lo dice tras la ventana, encuadre de los sueños, y lo que dice suena, pese a la dulzura aparente de sus palabras, como una amenaza cruel y rabiosa ante la que los suyos, alrededor de los pupitres, sobre la tarima, se entregan a una danza extraña, vals macabro al que parecen invitarnos con sus gestos a todos nosotros, a los del otro lado del cordel, a la multitud de espectadores que hemos descendido las escaleras de este lugar en el que, sí, la muerte parece querer ayudar a la vida. La actriz se llama María G. Interpreta a «la mujer tras la ventana». Cuando todo haya terminado, parecerá como si no hubiese pasado nada, como si nunca jamás hubiese pasado nada. Pero, entretanto, la mujer parece buscar con la mirada a quien de entre nosotros, los espectadores, deba ser el siguiente al que dirigir la palabra o la mirada, el siguiente a quien invitar al baile. María G. es la mujer tras la ventana, del mismo modo en que la mujer tras la ventana es María G. y no otra. Eres tú el elegido, baila conmigo, nos dice María G., nos lo susurra casi al oído, hablándonos como si fuésemos niños. Haz sitio para los demás, como los demás han hecho sitio para ti, parece decirnos a cada uno de nosotros, como así dice Julian Barnes que dijo antaño a alguien Montaigne, el pensador. Hagamos pues sitio, obedezcamos a la mujer tras la ventana, nos decimos unos espectadores a los otros, y dejemos un hueco vacío. Otros ya lo han hecho antes.
La ventana de María G. abre un hueco a un exterior extraño a ella, tal vez recordado, añorado. Este encuadre de sueños que es la ventana impone una perspectiva. Para ella, para María G., pero también para nosotros. De un lado, ella. Del otro, los espectadores. Como a ambos lados del cordel. Vemos a María G. tras el cristal, y ella nos ve a nosotros. La mujer tras la ventana nos mira como pudiera hacerlo un pintor a través del «velo de Alberti», o a través de cualquiera de aquellas viejas máquinas de ver y dibujar, como si ella hubiese tejido en el cristal ahumado la retícula necesaria para atrapar la realidad del otro lado. María G., la mujer tras la ventana, siempre nos mira. Siempre. Y lo hace al modo y manera de esas pinturas «admirables» de las que Athanasius Kircher habrá de explicar cómo se logran. Nadie puede escapar a su mirada, nadie, donde quiera que éste, el observado, se halle. Para dar muestra de sus lecciones sobre la perspectiva escenográfica, Kircher nos presenta, entre otros asuntos, a dos caballeros que apuntan y disparan a quien los mira, los pies bien plantados en el suelo, uno de los dos esbozando, casi, un paso de ballet. Por entre ellos vuela, alado, un reloj de arena. Y sobre el conjunto una nube con, sobre ella, un esqueleto de dibujo torpe y postura imposible que, al igual que los dos caballeros, apunta y dispara con un arma a quien lo mira. Al esqueleto acompaña una leyenda: «Siempre y en todas partes la inesperada Muerte ve a los suyos». María G., la mujer tras la ventana, siempre y en todas partes nos ve a todos y cada uno de los espectadores, donde quiera que nos encontremos, y así nos atrapa con la retícula imaginaria de la ventana que ella coloca ante su rostro.
Es más que probable que tendamos a la muerte como la flecha al blanco, y que no fallemos jamás. Es más que probable que ésa sea la única certeza, sin que deba importar el cuándo, el dónde o la manera. Así abre Albert Caraco, profeta de éste o de cualquier otro tiempo, profeta que no se disculpa por edificar sobre la catástrofe, su Breviario del caos. No fallaremos jamás, no, pero tampoco ella, la Muerte, lo hará. Vivimos en un paisaje de barracas de tiro, de esas en las que antaño el espectador dirigía la representación con su escopeta. Dando en el blanco, la representación comenzaba: se abría un portón y avanzaba una plataforma de madera sobre la que podía verse una escena de los condenados al infierno o a un oso que bailaba con torpeza, una ejecución en la guillotina o a un excepcional violinista de cartón-piedra. Y sin embargo no somos los que dirigimos la función con nuestros disparos. Somos, ahora, el violinista, en el mejor de los casos, el oso, los condenados al infierno o el guillotinado, y es ella, la mujer tras la ventana, la mujer que simboliza la Muerte, quien con su disparo certero abre los portones de madera para que comience el baile. Cuenta Walter Benjamin que en uno de aquellos barracones, uno sobre cuya boca de escenario no figuraba letrero alguno que narrase lo que sucedería en su interior, si no se erraba el tiro aparecía, tras unas cortinas de pana roja, una figura que esbozaba una ligera reverencia. En sus manos, una fuente de oro. En la fuente, tres frutas con mecanismos de apertura. Al abrirse la segunda de ellas, dos pequeños muñecos bailaban girando sobre sí mismos; la tercera no se abría por algún fallo mecánico, y en el interior de la primera tan sólo se inclinaba una minúscula figurilla. María G., o, aún mejor, la mujer tras la ventana, no ha de fallar el tiro para que comience el baile. No yerra, la fruta se abre y el baile comienza. Ese baile al que somos invitados, ése, es el baile del que formaremos parte en adelante y siempre.
Desde los sótanos de la Galería Krzysztofory de Cracovia ya no se escucha lejana sino cercana, demasiado cercana, la orquesta del baile. Afuera continúa soplando el fuerte viento que golpea los ventanos y abre, una por una, todas las puertas. Acaso, como en la danza macabra a la que nos invita August Strindberg, aparezca de improviso una vieja demacrada y miserable que pretenda cerrar bien todas las puertas. Las abrió el viento cuando yo pasaba, nos dirá. Las cerrará y se marchará dando las buenas noches. Sin más.
«En rematando el viaje, haremos un baile.»
Valle-Inclán
Que a todos nos ve es cierto. Y que a todos nos ve de la misma manera. Porque a todos nos iguala sin distinción. W.H. Auden, señor del límite, sabe, y así lo canta en su poema «Danza de la muerte», que ella se mueve a su antojo entre jóvenes y osados; que lo mismo se fía el alpinista de una rama podrida que el niño de nadar en día de resaca; que se contiene ella y regala vida antes de asignar tumores y coronarias a unos u otros al azar. Sabe, y así lo canta, de su liberalidad en materia de religión o raza, y que no le impresionan los ingresos de ninguno, sus créditos ni sus ambiciones sociales. Sabe Auden que ella sabe, como así lo canta ella misma, que nos verá a todos cara a cara, a pesar de hospitales y medicinas, que nos verá tanto a las matronas de palacete como a los miserables de cabaña, y que bailaremos todos con ella cuando toque su tambor.
La hora del baile puede llegar en cualquier momento. El redoble del tambor abre las puertas del teatro e inicia el baile. Con el estallido de una guerra, Vernon Lee afirma, en El ballet de las naciones, que es la hora de reabrir el Teatro de Occidente. 1915: los Políticos y los Accionistas de las Fábricas de Armas lo tienen todo preparado, dice, y los Tramoyistas de la Prensa tan sólo esperan la señal, el redoble. Alguien proclama que se ha perdido el hábito de ciertas formas sublimes de Arte que usan del terror y de la pena para purgar el mundo. Y es que tal vez el mundo haya necesitado siempre ser purgado. El Maestro de Ballet Muerte, el de Vernon Lee, afirma tener una larga experiencia en que sus danzantes, aun siguiendo la propia inspiración, mantengan siempre la mirada fija en su batuta de mando. Ella no nos pierde de vista, como nosotros no podemos perderla jamás de vista a ella. Y todos igual, todos a una en el mismo baile, en la misma danza, aunque como afirma una tal señora Frühwirt, en un fragmento inacabado de Bertolt Brecht, cada uno lleve su compás, breve el de los unos, largo el de los otros, manteniendo cada cual su propia cadencia, pues uno prefiere andar despacio mientras que otro es un potro desbocado, a uno le gusta la suavidad y el otro prefiere la violencia, pero sabiendo, eso sí, como lo saben todos, que el tamborileo será eterno y que así lo ha sido desde siempre.
O desde casi siempre. Porque aunque de siempre se haya amasado polvo sobre el polvo a la espera de que toda la vida se enfríe, el mundo se marchite y una suerte de noche primitiva vuelva a reinar, quizá no siempre se haya danzado a la espera del dardo certero que nos hiere en la postrera jornada. Desde la Edad Media recorren las calles de las ciudades algunas procesiones infernales en las que se mezclan el luto y la fiesta, la celebración y la condenación. En ellas, como cantan los antiguos versos, conviene bailar a todos, y todos, criaturas razonantes, aprenden a hacerlo pues las obstinadas Parcas no perdonan a unos ni a otros, sean grandes o pequeños. Incluso el más importante podrá ser, sí, quien llegue a comenzar el baile. Al Padre Santo y a los cardenales, a los emperadores y a los reyes, a los patriarcas, duques, arzobispos y condestables, a los caballeros y a sus escuderos, a los abades y deanes, a los mercaderes, recaudadores y usureros, a los abogados y a los labradores, a todos llama y se dirige la Negra Señora para invitarlos a este baile de la espera, danza a la que deben entrar sin excusa ni excepción. También aquellos a los que ella no ha nombrado entrarán, seguro, en ese corro y en cualquier momento, y habrán de reparar en la brevedad de la vida, no apreciándola, la vida, más de lo que merece, y habrán de hacerlo, todos, danzando de la mano de la Muerte, dejándose arrastrar. Ella no espera; no ha esperado nunca y no va a hacerlo en adelante.
Aquellos desfiles de locos y flagelantes, disfrazados con frecuencia de esqueletos descarnados y gesticulantes que arrastran a todos los incautos y temerosos espectadores a la podredumbre, se extienden con la peste y como ella. Se pintan y esculpen, se cantan y bailan, sirven tanto para el teatro como para el sermón, para el verso y para la ceremonia. La Muerte desfila con su corte macabra, comedia de la vida, con gestos y danzas rituales que remiten a su propio misterio, en un inmenso vaivén que, como dice Baudelaire, arrastra a sitios que ya nadie conoce.
A la sombra de unos árboles, en algún lugar desconocido, hay un carromato parado. El viento sopla suave entre las ramas, la hierba se balancea y se escucha el canto de un pájaro. Pero el rumor del viento cesa y el pájaro, de repente, guarda silencio. Skat, un comediante que sale del carromato, se lamenta de que la suya no sea una buena máscara para un actor, de que se le encargue, sin más, meter miedo a las gentes, y de que los curas se aprovechen de las muertes y de los arrepentimientos de última hora. La jornada será breve, dice haciendo muecas antes de colocarse la máscara, dar un salto y volver al carromato. La suya es la máscara de la Muerte. El silencio permanece. Entretanto, y en otro lugar desconocido, un pintor explica a Jöns, escudero del Caballero Antonius Block, cómo una calavera puede ofrecer más interés que la más hermosa de las mujeres desnuda. Él pinta porque tiene que vivir, y para ello pinta a la muerte tal como es. Las gentes, dice, no cerrarán los ojos y mirarán mis pinturas, les entrará el miedo en las carnes y recordarán cómo debemos terminar. No es necesario que las gentes sean siempre felices, no. El pájaro guarda silencio. Es el modo en el que Ingmar Bergman abre su séptimo sello, en el momento en el que en el cielo se hace un largo silencio antes de la entrega de las siete trompetas. Algo más tarde, Jöns, el escudero satisfecho y bebido, hablará de «sagradas bromas apocalípticas», preguntando a Block si eso es, verdaderamente, el alimento de los hombres modernos.
Las piernas de este escudero, así lo dice él, son el péndulo del tiempo que no se detiene jamás. Jamás. Al igual que nunca se detiene, nunca, la danza a la que esas mismas piernas le conducirán de la mano de la Muerte. A él, a Jöns, como también a todas las gentes de la Edad Media o a todos esos «hombres modernos», sea cual sea su tiempo, de los que él nos habla. A todos, también al alpinista de Auden, a los Tramoyistas de Vernon Lee y a los dandis de Baudelaire. A todos mueve el péndulo del tiempo y todos, siempre, seguimos y seguiremos el movimiento de esa farándula de manera mecánica, cogidos, como desde antaño, los unos de la mano de los otros.
«Tengo en el brazo, en el lado interior,
una marca siniestra, una M azul
que me amenaza.»
André Breton y Philippe Soupault
Antes de la apertura del séptimo sello, las gentes no hacen sino hablar de malos agüeros y desagradables presagios. Caballos que se devoran entre sí, tumbas abiertas y restos esparcidos, un profundo y aterrador silencio, pero, sobre todo, cuatro soles vistos en el cielo. En Brueghelland, sin embargo, no hay silencio y sí una música horrible, dicen, con preludio de cláxones y timbres. Allí, en esa ciudad ideada para una irónica ópera macabra de György Ligeti, hay arañas ponzoñosas, serpientes y borrachos que ladran como perros o maúllan como gatos. También hay carcajadas en Brueghelland, estridentes y sonoras carcajadas, pero sobre todo hay una luz roja y brillante, ardiente como miles de soles, satélite, asteroide o astro mortal que se viene encima de todos los habitantes de la ciudad como una gran bola de fuego de infierno y muerte que abrasa y purifica. Antes de la llegada del mal, cualquiera que éste sea, se escuchan aquí y allá, por todos los lugares, carros que rechinan entre aguas muertas y nieblas, golpes, crujidos secos y llamadas a las puertas, aullidos y cantos de lechuzas o toques de campana. Las gentes sienten estremecimientos sin causa justificada, sobresaltos, tropiezan en su camino diario y se les agolpan a los ojos lágrimas no deseadas. Hay quien cree ver una señal al contemplar la silueta de su rostro en las vetas del mármol. Ante el toque del tambor, Auden ve que se han construido más coches de los necesarios en las ciudades, que se ha roto la barrera del sonido o que podrán convidarnos pronto a una fiesta en la luna. Y el Ballet de las Naciones ha comenzado bajo un cielo iluminado por el destello de los incendios, las girándulas de explosiones de los obuses y la niebla sofocante de los vapores venenosos.
La vida está llena, nos dice Philippe Ariès, de advertencias que nos anuncian la llegada del final. Hay signos naturales, convicciones íntimas que nos previenen, pero también señales sobrenaturales. Y porque las vemos podemos afirmar que sabemos que ese final ha llegado. Veo y sé, grita alguien bien alto. Podemos y debemos decirlo aunque las señales nos parezcan las visiones y los sueños propios de los comediantes de carromato. Con este tiempo, canta alguien en las Canciones a los niños muertos de Mahler, con este horror, con este tumulto y con esta tormenta no debería haber enviado fuera a los niños. Y no he dicho nada, nada, añade al final quien canta estas canciones. Nada.
La consigna nunca puede ser callar. Ante las señales, nada puede ser silenciado. En una Venecia de clima opresivo, con la mar en calma bajo un sol ardiente, Gustav von Aschenbach, turbado y extraviado desde hace algunos días, escucha sin querer una palabra desconcertante. Hay, ese mediodía, un olor dulzón y medicinal en el aire, que se intensifica en las estrechas callejas y pequeños canales. A su paso, el silencio. Se ha percatado de que todo va enmudeciendo a su alrededor; las gentes desvían las conversaciones y, ante las preguntas, algunos callan. El siroco, y él lo sabe bien, no es beneficioso para la salud de los visitantes, tampoco para la suya. Por ello, varias veces se repite a sí mismo la desconcertante palabra escuchada por azar: el mal. El mal, sí, el mal.
El mal vertido sobre el mundo contamina tenebrosamente el aire que respiramos. Y ante él, de nada sirve parapetarse. De nada. Edgar Allan Poe coreografía una mascarada en la abadía fortificada del príncipe Próspero. En ella, todos los cerrojos han sido soldados a fuego. Afuera, el mal. La peste, fatal y espantosa bajo la enseña de la Muerte Roja, ha asolado el país durante demasiado tiempo. Todo queda sellado por el horror de la sangre. A quienes ella alcanza sufren de agudos dolores y vértigos repentinos, sus rostros y sus cuerpos se llenan de inmediato de manchas escarlatas, les sangran los poros y mueren, cada cual en la desesperada actitud a la que su propia caída le haya arrastrado. No hay escapatoria posible, así que mejor será decirlo cuanto antes, avisarnos los unos a los otros en el momento en que surjan las señales.
En la Venecia de Aschenbach, la de Thomas Mann, la consigna es callar, mantener un silencio protector y paternal, loable, como así lo califica un comerciante de una tienda de collares de coral rojo y amatistas falsas. Tan sólo rumores y desmentidos como medidas de prevención. El silencio oculta, y la palabra extiende el mal. Es necesario encubrir y desmentir el cólera, perpetuar la monstruosa dulzura del secreto. La epidemia no es tal si no se nombra. Sabemos por Elias Canetti que durante las antiguas pestes de Bizancio, mientras muchos, enloquecidos, entraban en las habitaciones de sus conocidos para estrangular o apuñalar a quienes el destino había marcado, otros entablaban, por las callejas desoladas, «verdaderas conversaciones» con extraños y deformes personajes. En tales conversaciones, anotadas al regresar a sus casas, se daban noticias acerca del mal, que luego eran corroboradas, como si se escribiese la muerte antes de que ésta hubiese llegado a donde debía. Y es que tal vez la palabra registra el mal y lo propaga, edificando así sobre la catástrofe, como ya ha dicho y hecho Albert Caraco.
¿Qué cosa es ésta, se pregunta el Emperador al inicio de la rueda macabra, ésta que tan pavorosamente me lleva a su danza a la fuerza, sin desearlo? Edificamos sobre la catástrofe, sobre el derrumbe y el quebrantamiento del orden establecido, y levantamos así el escenario ideal para las celebraciones. Llegue o no a bordo de un navío infestado de ratas, la peste nos arroja a la calle. Antonin Artaud lleva el registro detallado de los hechos. Hay piras encendidas al azar por calles y plazas, pirámides ruinosas de cadáveres y animales que todo lo mordisquean; los hay que, vivos aún, no mueren pero sí deliran y desprecian a los muertos; el hedor es nauseabundo, fermentan las vísceras y se abren puertas y ventanas. Nadie, en adelante, hace ya nada útil ni de provecho, y se invierten los papeles en un absurdo drama de erotismo y muerte. Quien no fornicaba, ahora lo hace; quien no ha matado, asesina a su propio padre; quien buscó el bien de su ciudad, ahora la incendia. Nada de esto, nos dice Artaud, hubiésemos imaginado sin la peste. No necesitábamos de nada de lo que nos ha sucedido desde la llegada del mal. Todo es ahora, en la catástrofe, un desvarío gratuito, acaso tanto como ese delirio contagioso del teatro, quizá como el no menos contagioso delirio de la danza, tan necesaria, sin embargo, cuando busca perturbar el reposo de nuestros sentidos.
Una turba frenética y delirante, vertiginosa y estridente, aunque jubilosa, se aparece en sueños a Gustav von Aschenbach. Todo se funde en un amasijo de cuerpos desnudos y llamaradas que serpentean al son de címbalos, flautas y redobles de timbales. Ni nada ni nadie enmudece jamás a la orilla de esos pútridos canales de pesadilla. Todos gritan y braman, aúllan, agitan jadeantes sus miembros e invitan a Aschenbach a su danza nefasta. El mal, como desorden, conduce al paroxismo, a los gestos más extremos. El cuerpo se convierte en una «sinfonía espasmódica», como anota Laurence Louppe. Lo sabemos, como lo sabe el propio Aschenbach. Se recuerdan bien, desde siempre, las alucinadas descripciones de gentes epilépticas y nerviosas, pálidas, desnudas y frenéticas que, tocadas con coronas de flores o adornadas con huesos, van cogidas de la mano bailando y cantando por las plazas, las calles y las iglesias. Algunos de ellos, así se narra y se recuerda, de seguro caerán a tierra sin aliento.
Lo que tal vez no recuerde nadie, lo que acaso se trate de silenciar a menudo, es la evidencia de que retornará siempre, cada cierto tiempo, la refutación del orden, la regresión al caos, el mal, la marca azul o escarlata, la reedificación sobre la catástrofe. Así será. Perded cuidado, como así contesta la Muerte a las demandas del Emperador.
«Zapatilla de raso y sandalia de esparto.
Lo que para una es gloria para otra es infierno.
Así ocurre ahora y será eterno.»
Bertolt Brecht
Fotograma a fotograma, en 1985, Jiří Barta, en Krysar, El flautista de Hamelín, inunda de ratas una oscura ciudad del norte. Sus habitantes amanecen al ritmo que impone la plaga: dos de esas ratas, cada mañana, golpean con sendos martillos la campana que marca el discurrir de la vida cotidiana. Es el tiempo del mal. Un músico, llegado desde no se sabe dónde, limpiará con las notas de su flauta las casas, las calles y las plazas. Los roedores, a ciegas, le seguirán a donde quiera que vaya. Conducirá así a la peste fuera de los muros de la ciudad, arrastrará a las ratas y las ahogará en las aguas del río. Reverdecen entonces los campos, pero las gentes retornan a una licenciosa vida de excesos y pecados. Cuando una turba borracha y frenética mata a una joven delicada y hermosa, el flautista sube al campanario y, ante la atenta mirada de una Muerte alada que se aloja en la maquinaria del reloj, comienza de nuevo a tocar una melodía fatal. El tiempo termina; un reloj de arena en la mano de la Muerte marca el macabro final de la ciudad. Todos y cada uno de sus habitantes, convertidos por obra de la música en enloquecidas ratas inmundas, corren sin pensarlo tras la alargada sombra del flautista. Los dedos que pulsan las notas parecen, cada vez más, los dedos de la misma Muerte. Bailan tras el desconocido los hombres y mujeres de la ciudad, delirantes y alucinados, al son de su música. Y lo seguirán haciendo, condenados, hasta perecer ahogados, como las ratas, en las heladas aguas del río Weser. Condenados, sí. Pobres criaturas, escribe Marcel Schwob acerca de los protagonistas de un caso bien parecido que sucedió en otro tiempo. Gentes, nos dice Schwob, que van en rebaño hacia el precipicio como los cerdos en la montaña; pobres criaturas que perecerán infortunadas, conducidas al abismo por Satán, el Maligno, ese que a todos ha poseído.
Numerosos han sido los relatos de quienes han sido condenados a bailar. Y más aún, sin duda, lo serán en adelante. Porque bailar, así lo sabemos, puede también llegar a convertirse en una condena. Bailar con privación absoluta de la voluntad; bailar sumidos en la locura durante días, semanas, meses o años, o bailar sin tregua hasta la muerte. Perder el control del cuerpo es intolerable para algunos biempensantes, pues se puede sucumbir, dicen, a la lujuria. La agitación es, así, una obra del diablo, y una obra del diablo será por lo tanto la danza.
En toda la Europa medieval ha sido la tierra sagrada el lugar de todas las actividades vulgares que no han pretendido sino reafirmar la vida. Comerciar e intercambiar, divertir, comer y beber, amar o bailar. Se comercia por entre las lápidas o se intercambian favores en las esquinas de los camposantos, se divierte a los afligidos a la entrada de sus mausoleos, se comparten el pan y el vino sobre la tierra recién removida o se ama contra los muros de los cementerios y las iglesias. Y se baila sobre las tumbas, sí, se baila, se restituye, bailando, la vida de los otros. Pero el precio a pagar es alto cuando la danza se convierte aquí en vehículo de vicios y pecados. Lujuria, dicen. No danzaréis, parecen advertirnos, en terreno sagrado ni en lugares de culto. O bailaréis de por vida, giraréis como castigo en círculos infinitos hacia vuestra izquierda, hacia el infierno, hacia la muerte. De unos juerguistas que cantaron y danzaron en el atrio de una iglesia de Kólbig, y que se negaron a dejar de hacerlo ante la ira de un religioso, se dice que fueron maldecidos por éste y tuvieron que danzar durante años enteros. Ya sean algunos años o el resto de la vida, sirva el ejemplo y predíquese con él, parecen decirnos. Sabréis, si pecáis, de la agitación y el delirio hasta el agotamiento.
Una mujer ha cosido con retales unos zapatos rojos. No son elegantes. Tampoco discretos. Pero son los únicos que Karen, descalza a diario, puede ponerse en el funeral de su madre. En la negrura de este día de luto, tan sólo Karen es hermosa. La malsana envidia de los otros destruirá los zapatos rojos. Descalza de nuevo, volverá a tener un par, esta vez de charol brillante, que vestirá para una solemne ceremonia en la iglesia. Qué inoportuno color fue para el luto, qué desafortunado color para este lugar sagrado, piensan, de nuevo, los otros. Qué maldad, comentan en corros, tanta belleza. A Karen todo le resulta indiferente excepto la hermosura de sus pequeños pies tan bien calzados. Son preciosos estos zapatos de baile, le dice una tarde, pese a las habladurías de los demás, uno de los hombres a la puerta de la iglesia. Karen asiente, y es entonces cuando empieza su condena. Bailará de vuelta a casa; bailará en el baile que celebran esa noche en el pueblo; bailará, sin dejar de hacerlo, por los campos y prados, por los bosques; bailará, sí, lo hará, incluso en el cementerio. No hay para Karen descanso ni reposo. Atrapada en ese vértigo imparable, escucha la maldición que le anuncia que ha de bailar hasta quedar pálida y fría, hasta que la piel se le quede pegada a los huesos, hasta que no queden de ella más que unas entrañas que bailen. Su rostro se descompone de dolor. Las espinas y rastrojos le hieren las piernas. Su cuerpo, tan bello como extraviado, dislocado, no responde en absoluto. Los zapatos son ya parte de esa piel que ha de quedar pegada a los huesos de sus pies. Quién pudiera arrancármelos de cuajo, piensa ella. Tan sólo la gracia podrá salvarla, nos cuenta Hans Christian Andersen al finalizar su relato, como si la salvación fuese posible, como si la gracia pudiese librarnos del extravío. Cuando tiempo después, en 1948, el relato de Andersen se convierte en imagen cinematográfica, la pequeña Karen de los zapatos rojos es una hermosa bailarina que debe reinterpretar el cuento sobre las tablas. Es día de feria, de barracas y luces de colores. Victoria, tal es su nombre, sale a bailar a las calles. En el escaparate de la zapatería hay expuestas unas zapatillas de raso rojo. Ella ve reflejada su propia imagen, enigmático doble, en el cristal, con ellas puestas. El zapatero se las regala y la calza con una delicadeza casi mágica. Aquí comienza la tragedia. Hay un payaso a la puerta de una de las barracas cuyo rostro es, sin duda, una prefiguración siniestra de la muerte: la mueca pintada, las cuencas ennegrecidas de los ojos, los pómulos lívidos y huesudos. Pasen y vean, rían si pueden. Es día de fiesta, y ella ríe y no para de bailar con los unos, con los otros y con todos. Ya cierran la feria, todos se marchan, y Victoria continúa su danza sin nadie, sola, abandonada a sí misma. Ha perdido el control. La sombra del extraño zapatero parece guiarla como a un títere, alejarla de los suyos, impedir que entre en la casa, evitar que pueda descalzarse. Sin que sepamos cómo ni por qué, de súbito, cae desvanecida a través de un abismo onírico y surreal, y danza con un muñeco de papel al amanecer. Una fiebre desconocida la arrastra hasta las afueras, más allá de los muros que cercan la ciudad, perseguida por espectros danzantes que le tienden sus manos con gestos implorantes. La pesadilla de Karen se funde con la de Victoria, las imágenes de la una con las de la otra, hasta estallar en una violenta tormenta de mar que arrasa, sí, el patio de butacas. Con un astroso vestido cosido de despojos, asistirá a su propio funeral. Será entonces, y sólo entonces, cuando pueda dejar de danzar. Pero ¿y las zapatillas?
Han sido, son y serán bellos los gestos de las bailarinas, sus pasos delicados sobre el escenario, aun cuando éstos se encaminen a la tragedia. Théophile Gautier lo sabe. Lo ha vivido de cerca, observando entre bastidores a Carlota Grisi. Tras las fiestas de la vendimia, una joven que ha muerto engañada es enterrada en un lugar húmedo y fresco, entre juncos, cañas y flores silvestres, a la sombra de los álamos y abedules. Giselle, que ése es su nombre, comparte ahora destino con una sociedad de mujeres fantasmales y nocturnas que, condenadas a errar eternamente bailando, castigan del mismo modo a quienes contrajeron con ellas deudas de amor que no fueron saldadas. Es medianoche. Los incautos deberán bailar con ellas, seductoras muchachas a las que llaman Willis, hasta que caigan extenuados. Es la venganza ante el engaño. La agitación y el delirio del baile, de nuevo, hasta el agotamiento. La condenación, una vez más. La tragedia conduce siempre a las tinieblas y al insomnio, al paroxismo, a la pérdida de la razón. Por ello, tal vez, el coreógrafo Mats Ek cambia, muchos años después, los bosques y lagos de Théophile Gautier por la asepsia lúgubre de las salas de un manicomio de 1982, el resplandor azul de la luna por la eléctrica iluminación de la desolación de un lugar que es un no-lugar. Traza así Mats Ek los gestos de la pérdida de la razón contemporánea, la necesidad de un retorno, sin embargo, a lo terrenal frente a la etérea fantasmagoría romántica; nos muestra los pesados y atados movimientos, hermosos pese a todo, de una condenación tan real como la vida misma, tan real como la muerte eterna. Una troupe voluptuosa de sombras transparentes y pálidas, envueltas en camisas de fuerza, nos atrapa y seduce, nos hace perder la razón, nos arrastra a bailar y morir sin que ninguno podamos, nunca, escapar de ella. Nunca. No toleraré excepción alguna, dice la Muerte a los que todavía no ha nombrado al final de su ronda.