—¡Ya estoy harta! –protesté al entrar en mi habitación–. Mamá siempre me trata como si yo fuera una niña. ¡Ya tengo doce años!
Aquel día había tenido otro encontronazo con mam… con mi madre. Siempre estaba con que si no era lo bastante mayor para esto ni para lo otro y que cuando fuera vieja como ella lo entendería. Sí, seguro. Y lo peor es que estábamos en domingo y eran más de las ocho y media de la noche.
—No quiero ir al cole otra vez –y encima los lunes tocaban las clases más aburridas; aunque lo peor-peor de verdad me iba a llegar enseguida.
“Ánimo Carla. Al menos ya has acabado los deberes”, me dije mientras me acercaba a la ventana para cerrar las cortinas; fue entonces cuando lo vi. Bueno, en realidad no vi gran cosa; la calle de enfrente de mi casa es estrecha y con poca luz, pero me dio la sensación de que alguien vigilaba desde la acera de enfrente y me pareció distinguir una sombra que se alejaba cuando saqué la cabeza.
Antes de que tuviera tiempo de preocuparme de quién o qué podía ser aquella sombra, un ruido detrás de mí me sobresaltó; vamos, que me giré tan rápido que me di un cabezazo contra el marco de la ventana y casi me parto la lengua en dos. A pesar del daño que me hice no chillé. Bueno, no mucho. Vaya, que mamá no se enteró de los tropo cientos mil insultos que le pegué a la dichosa ventana.
Cuando me recuperé un poco, me fijé en mi armario; uno estrecho y alto que tengo al lado de la mesa del ordenador. Se oía como una vocecilla que se lamentaba y también un ruido raro; como si alguien se estuviese revolviendo. Estaba claro que allí dentro había algo. “Un animal seguro que no”, pensé, “que yo sepa, no hablan. Un adulto no cabe ahí. Y una amiga... no, mi madre no la hubiera permitido entrar a estas horas.”
Tragué saliva y me acerqué despacio, utilizando mi silla como escudo; cuando estuve frente al armario, agarré el pomo con la punta de los dedos y abrí la puerta con mucho cuidado. La visión que tuve fue horrible: mi… mi ropa desperdigada, arrugada ¡e incluso rota! Formaba una montaña que se retorcía como si algo intentara salir. No pude ni reaccionar de la impresión... hasta que vi mi mejor falda destrozada de arriba abajo. Tardé quince interminables semanas en ahorrar lo suficiente para comprármela y otras tantas en convencer a mamá para que me la dejara poner. “Mañana iba a ser su gran debut”, pensé con lágrimas en los ojos. Aquello ya era demasiado.
—¡Ya me da igual lo que seas! –me enfurecí intentando no gritar demasiado mientras apartaba la silla y metía mis manos en aquel amasijo de suéters–. Te vas a enterar de lo que vale un peine y una falda de marca.
De repente surgió la cabeza de una niña pequeña, como de ocho o nueve años, con el cabello revuelto y negro y la piel oscura y rojiza. Hasta aquí, todo normal; o sea, todo lo normal que puede ser el que se te meta una cría en el armario y te lo destroce. Pero cuando abrió la boca para estornudar, me di cuenta que tenía los colmillos más largos que Drácula.
Primero pensé que se trataba de dientes postizos, pero cuando intenté quitárselos, enseguida vi que no. ¡Y además sus orejas eran puntiagudas! Y también las palpé, claro; no me quería creer lo que mis ojos me mostraban y necesitaba tocarla para convencerme a mi misma de su… de su existencia, por decirlo de alguna manera. La verdad es que a la niña se la notaba bastante dócil, ya que se dejó manosear sin protestar ni nada; yo en su lugar no me hubiera dejado.
—Hola –saludó en voz baja–. Me llamo De-rán. ¿Y tú?
—¿Eh? ¡Ah! M…me llamo C-C-C-C-Carla.
—Vaya nombre más largo.
—Oye, no me hagas chistes fáciles y dime que haces tú en mi armario.
De-rán se encogió de hombros y comentó que no lo sabía; al parecer iba de paseo con su hermana y de golpe sintió que algo la absorbía.
—Y… y luego fui cayendo hasta aquí –me dijo intentando liberar sus manos de mi ropa.
Yo no estaba segura de si creérmela o no, pero como se la veía muy desconcertada y un poco asustada también, debía ser verdad que había llegado hasta mi habitación en contra de su voluntad. Vamos, digo yo.
—Oye, ¿y de dónde eres? –le seguí preguntando mientras me pellizcaba a mí misma a ver si me despertaba–. Y... ¿qué eres?
—Em… pues… vengo de Snibrad y… y soy una diablesa.
—Ah, eso último me suen… ¿¡Una diablesa!?
Eso acabó de rematarme. Pegué un bote hacia atrás, procurando no golpearme con nada esta vez, y empecé a dar vueltas por el cuarto. “¿Y ahora qué hago? Tengo una diablesa en mi casa. ¡Es terrible! ¡Podría quemar la casa, hacer explotar el barrio, destruir la ciudad, corromper el mundo… comerse mis deberes!!!”.
—¡¡¡Mis deberes de sociales!!! –¡Esa tía se los estaba comiendo de verdad! Salté hacia ella y se los arranqué de la boca. Demasiado tarde; no creo que mi profe aceptara un trabajo medio devorado por una bicheja extraterrestre de orejas puntiagudas; ni tampoco que se creyera una excusa como esa.
Ella se percató de que había hecho algo malo, ya que me miró con cara de pena y me comentó que en los dos días que había durado el viaje no había podido comer nada.
—Es que tenía hambre y era lo único comestible por aquí.
—No digas tonterías –le respondí intentando contenerme–. No hay quien se trague las sociales.
Entonces escuché a mamá llamándome.
—¡Carla! ¡Venga, baja a cenar de una vez que se enfriará!
Por el tono de voz no se trataba de la primera vez que me avisaba, pero claro, con tanto jaleo no me había enterado.
—¡Ya voooooy! –contesté. Respiré hondo y decidí olvidarme durante un rato de lo que estaba pasando y largarme al comedor como si nada hubiera ocurrido. Lo malo es que De-rán se quedó sentada en el suelo, mirándome con unos ojillos…–. Ay, no me pongas esa cara. De acuerdo, trataré de subirte algo. Mientras tanto aguántate un poco, ¿vale?
—Vale –respondió muy bajito.
Abrí la puerta con cuidado, vigilando que mamá no estuviera detrás, y la crucé corriendo, cerrándola a mis espaldas. Como vivo en una casa pequeña de dos plantas, tengo que bajar las escaleras para ir al comedor. Arriba sólo está mi habitación, la de mi madre y la de los invitados, que usa la abuela cuando viene a vernos de vez en cuando. Es una casa vieja de un barrio antiguo que antes era un pueblo o eso me contaron. La mayoría de los edificios de por aquí son como el mío, aunque están construyendo pisos más altos de esos modernos, como en el que vive mi amiga Raquel. Pero a mí me gusta más mi casa, aunque es una lata tener que subir y bajar escaleras cada vez que quiero ir de mi habitación a la cocina o al baño.
Cuando llegué, mamá ya había empezado a cenar. Estuve a punto de decirle que ya me podría haber esperado, pero me hubiera salido con que tendría que haber bajado antes y demás y yo no estaba de humor para eso. Me senté en la mesa disimulando e intentando comer lo más rápido posible sin que se me notara, pero mamá tuvo que sacar el tema: que qué eran esos ruidos, que por qué no la contestaba… yo eludía las preguntas como podía, hasta que me hizo la refinitiva:
—¿No será que escondes… un chico, eh?
—¡¿¡¡Cómo quieres que sea un chico!!?!
—Ay, hija. Que ya empiezas a tener una edad…
“Para lo que le interesa soy mayor y para lo que no soy una niña”, pensé acabándome el primer plato en un tiempo récord.
—No me has contestado, Carla –me dijo mamá en un tono más serio.
Me dejó un poco descolocada y no supe qué contestar, así que ella insistió un rato más y, de repente, se puso de pie y se dirigió hacia las escaleras; me sorprendió tanto que tardé un par de segundos en reaccionar y seguirla, intentando convencerla de que volviéramos; por qué, total, ¿qué iba a encontrar en mi habitación?
—¿Otro gato, por ejemplo? –me replicó mamá.
—Pero si de eso hace ya casi dos años. ¿Me lo estarás recordando toda la vida?
—¿Y del pajarraco del verano pasado, qué? Por no hablar de la dichosa ardillita de hace tres meses.
—Eso fue diferente.
—Basta, Carla. Voy a entrar. Y cómo encuentre un bicho más grande que una mosca, te las vas a cargar.
Sabía que lo decía en serio; todavía me duraban las secuelas psicológicas del último castigo: dos semanas sin tele y sin paga; o lo que es lo mismo, sin vida social. Mamá abrió la puerta decidida y lo primero que inspeccionó fue el armario; al hacerlo, le cambió la expresión de la cara:
—¡Se puede saber qué es esto, Carla! –yo no sabía ni cómo ponerme; me había pillado–. Tienes la ropa desparramada. ¿Cómo es posible que seas tan desordenada?
Pues no me había pillado. Yo le solté que la barra del perchero se había roto “sola” y, claro, que no era culpa mía y ella me reprochó que cuándo se suponía que la iba a avisar y tal. Entre queja y queja, lo arregló un poco y cerró el armario.
Creía que ya estaba, pero siguió buscando: en los cajones, en la mesa del ordenador… cuando se agachó para mirar debajo de la cama, noté algo a mi espalda. Era De-rán, que sacaba la cabeza con disimulo detrás de mí, con cara de no saber qué ocurría; al parecer se había ido a investigar por las otras habitaciones.
En seguida la empujé con cuidado para que se fuera de nuevo a otro cuarto; pero la muy tonta tiró hacia el de mamá y, con señas, la hice encaminar hacia el de los invitados, por si acaso a mi madre se le ocurría ir para allá luego. Creo que mamá se dio cuenta de algo ya que me preguntó que qué me pasaba.
—¿A… a mí? Nada. Por cierto, tengo hambre.
—Está bien, vamos –suspiró, rindiéndose por fin.
—Parece mentira que no confíes en mí –le solté en tono triunfante.
Mamá me lanzó su mirada de “ya te pillaré un día de estos” y bajamos de nuevo al comedor.
Al cabo de un rato, terminé la cena y cogí un poco de fruta y unas natillas.
—Me subo esto. Me lo comeré arriba mientras repaso un par de cosas del cole, ¿vale?
—Como quieras, pero no te vayas a dormir muy tarde. Mañana no quiero tener que sacarte a rastras de la cama, como siempre.
—Como siempre, como siempre –susurré–. Si sólo me he dormido un par de veces.
Me aseguré de que mamá no me miraba y subí las escaleras corriendo. Me planté delante de la puerta de mi habitación y la abrí despaciiiito. Asomé la cabeza y vi a De-rán husmeando por todo el cuarto con mucho cuidado, procurando no tocar nada.
—Ya estoy aquí –le dije enseñándole lo que había conseguido.
Se puso muy contenta, tanto que tuve que cogerla y taparla la boca para que mamá no la oyera. No sabía que iba a hacer con la niña, pero decidí que, de momento, la mantendría oculta hasta que se me ocurriera algo. A saber lo que podrían hacer con ella si la descubrían.
Así pues me puse el pijama, le preparé a De-rán una cama en el suelo hecha con edredones y mantas y me metí en la mía. Apagué la luz lanzando una zapatilla hacia el interruptor; acierto ocho de cada diez pero como estaba un poco nerviosa, necesité cuatro intentos. Por suerte guardo zapatillas de repuesto debajo del colchón por si tengo un mal día. A mamá no le gusta porque dice que ensucio la pared; pues haber puesto el interruptor al lado del somier, digo yo. El caso es que cerré los ojos e intenté no pensar en lo que había sucedido. Al fin y al cabo, al día siguiente me esperaban cosas peores, como la clase de sociales a primera hora…
—¡¡¡Los deberes de sociales!!! –¡Me había olvidado por completo! Me levanté de un bote y encendí la luz.
—¿Qué pasa? – preguntó De-rán confundida.
—¡Qué por tu culpa tengo que repetir los deberes, eso pasa!
—¿Ocurre algo cariño? –oí decir a mi madre.
—Nada, mamá.
Por suerte no insistió y me pude concentrar en la faena. De-rán, que se sentía culpable, me ayudó dictándome las frases que se habían salvado de la catástrofe, hasta que se durmió.
Yo, por mi parte, tuve que quedarme hasta las tantas para acabar el trabajo. Para una vez que lo tenía acabado a tiempo... ¡odio los domingos por la noche!
Una voz a lo lejos y unos pasos subiendo las escaleras me despertaron.
—¡Carla! ¡Ya te lo advertí ayer! ¡Cómo tenga que entrar a levantarte, verás!
“Qué pesada”, pensé, “si quiere entrar, que entre”. Y entonces me acordé:
—¡¡¡Noooooooooooooo!!! ¡¡Ya me levanto, ya me levanto!! –salté de la cama a la puerta y llegué justo a tiempo de impedir que mamá la abriera–. Ahora me visto y bajo a desayunar, ¿vale?
—Venga, que en veinte minutos tienes que irte.
Menos mal que mis costillas son fuertes, sino el corazón me hubiera atravesado el pecho. Cuando recuperé el aliento De-rán ya se había despertado, así que me puse a vestirme mientras le comentaba lo que debía hacer mientras yo estaba en el cole; o mejor dicho, lo que NO debía hacer: o sea, nada que hiciera sospechar a mamá de que alguien se había colado en la casa. Tardé menos en cambiarme que de costumbre, más que nada porqué me quedaba poca ropa entre la que elegir; la mayoría se había estropeado.
—Antes de marcharme –le dije al coger la cartera–, subiré un momento para traerte algo para desayunar. Eso sí, luego te tendrás que esperar hasta las cinco y pico a que vuelva, ¿vale?
De-rán asintió con la cabeza; me sabía mal dejarla, pero no tenía otra opción. Al poco rato salí escopetada hacia la escuela. Por suerte vivo cerca, a unos seis minutos corriendo, lo malo es que sólo faltaban tres; llegué a tiempo por los pelos. Luego, entre que había dormido poquísimo, la dichosa carrerita y lo palizas que era el profe de sociales, no me enteré de nada ni cogí ningún apunte. Concentraba todas mis fuerzas en mantenerme despierta, lo cual ya era mucho. Por suerte después nos tocaba inglés, donde veríamos una peli; así podría cerrar los ojos sin que nadie se diera cuenta.
Al acabar la clase se me acercó Raquel, mi mejor amiga. Es la más alta de su edad, a mí me pasa un palmo por lo menos y eso que no soy de las más bajitas, y tiene el pelo castaño y muy largo.
—Oye Carla, ¿te encuentras bien?
—Sí, más o menos; después me explicas de qué ha ido la clase y el vídeo, ¿vale?
No tuvimos tiempo de decirnos nada más, ya que enseguida entró la profe de mates. “¿Qué hace la Terminator aquí?”, pensé. La llamábamos así porque sus exámenes eran una aniquilación total: 70% de suspensos de media.
—Buenos días –saludó con su “simpatía” habitual–. Hoy Joanna vendrá más tarde, así pues aprovecharemos las próximas dos horas para repasar los quebrados y las fracciones.
Lo siguiente que se oyó fue mi frente chocando contra el pupitre. “¿Por qué hoy? ¿Por qué a mí?”.
Después de sobrevivir a semejante carnicería, vino la esperadísima hora del patio. Raquel se me acercó otra vez; ella siempre se hace la dura y parece un poco insensible, aunque en realidad se preocupa mucho por los demás.
Me preguntó de nuevo sobre lo que me pasaba, pero yo estaba hecha polvo y lo único que quería era dormir un poco.
—Mira –me soltó de repente–, hoy me quedo a comer. Así tendremos más tiempo para hablar. ¿Te parece bien?
Le dije que sí con la cabeza y pasamos el resto del recreo hablando de nuestras cosas, como de un reloj de pulsera que le regaló una de sus abuelas: una horterada tan bestia que lo tenía que llevar en el bolsillo para no quedar excluida de la sociedad escolar. Me comentó que un día de estos lo “perdería”; yo de ella lo hubiera tirado debajo de una excavadora, por si acaso.
Luego volvimos al aula y, dos insufribles horas más tarde, se terminaron las clases de la mañana y fuimos al comedor. Yo me había traído unos tapers para poder llevarle a De-rán algo para merendar; si no me lo montaba así, mamá se enteraría de que desaparecía mucha comida y yo no quería gastarme la semanada en eso. Para que nadie se diera cuenta, tuve que pedirle ayuda a Raquel, lo cual hizo que se inquietara todavía más.
—Normalmente eres rara –me dijo con cara de flipada–, pero hoy te estás superando. ¿Me lo vas a contar o qué?
—Es que perdí los deberes de soci y me pasé la noche repitiéndolos y me he despertado tarde y he tenido que venir corriendo y…
—Ei, ei, ei, para el carro. Eso no es sino otro lunes más –ya le vale; ese comentario sobraba–. Ahora en serio, te veo preocupada por algo. Y luego está lo de la comida; si fuera una maravilla lo entendería.