LILI Y MARLENE
ANNA TORTAJADA
Texto y traducción: © Anna Tortajada
Fotografía y diseño de la cubierta: © wakuphoto2015
Diseño de la edición: © Miguel Pérez de Lema
Ediciones Seebook
Digital Tangible SL
C/Girona 130 ppal. 2a
08037-Barcelona
ISBN 9788494494918
ÍNDICE
I LAS HADAS
SAN JUAN
1
2
3
4
5
6
7
EL SILENCIO PLENITUD
8
9
10
11
12
13
14
EL VERANO EN HORTA
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18
19
20
21
II EL ÁNGEL AZUL
TÍO THOMAS
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NUEVAS RUTINAS
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EL ADVIENTO
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III LA DAMA BLANCA
SANTA EULALIA
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MAR DE FONDO
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EL SILENCIO TORMENTO
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—¡Lili, Lili, mamá dice que te des prisa!
Siempre quería hacerse la mayor, Marlene, con sus aires severos. Tan reservada. Y mandona. Figuraba que Lili era la atolondrada que andaba por las nubes, que se reía y lloraba por nada y por todo. Sin proporción aparente entre el motivo y el estallido de llanto o el alud de risas. Les gustaba pensar, a las niñas, que en eso Lili había salido a mamá y que probablemente Marlene había salido a papá, aunque eso no tenían modo de saberlo. Quizás solo era que, siendo como eran gemelas monozigóticas —mamá amaba las palabras y se las enseñaba—, entre las dos formaban una sola y eran las dos mitades de quien serían si el óvulo fecundado de mamá no se hubiera partido en dos para hacer dos niñas en lugar de una. La sensatez y el arrebato. Marlene era la sensatez. Lili, el arrebato. No habían sabido nunca quién era el padre. Un donante desconocido de un banco de semen de Berlín, de donde era mamá, y de rebote, también ellas dos.
En aquel entonces, las niñas ignoraban todavía que hubieran nacido por inseminación artificial. Solamente sabían que ellas, padre no tenían. Si era porque se hubiera muerto, porque se hubiera largado o porque nunca había existido para que ellas sí existieran en el vientre de mamá, no les preocupaba en lo más mínimo. No estaba. No le habían visto nunca, ni nunca hablaban de ello, ni echaban de menos tener un papá. En la escuela había una gran variedad de familias y la suya jamás les había resultado particularmente distinta.
Vivían cerca del río Spree, en un edificio viejo con una escalera de peldaños anchos de madera desgastada y un gran portal, también de madera, cubierto de pintadas de colores variopintos, que daba a un patio interior tranquilo, con árboles, que en invierno, del todo desnudos, dejaban pasar la claridad de la nieve hasta el más recóndito de los rincones del piso; y en verano, repletos de hojas, filtraban el calor y la luz del sol, que parpadeaba cada vez que el aire o el viento movía sus ramas, y jugaba al ratón y al gato por los tablones de roble del suelo. El murmullo de las copas de los árboles era un cuchicheo dulce mientras se echaban la siesta o leían, las tres tumbadas por el suelo de cualquier manera, descalzas y ligeras de ropa, sobre un esturreo de almohadones gigantes como una alfombra de colores, que resbalaban por el barniz brillante de los tablones de madera, de un palmo de anchura —un palmo de persona mayor—, que a mamá tanto le gustaban.
A menudo se acercaban paseando hasta los escalones de piedra de cerca de la catedral, junto al agua, y, alborozadas, cruzaban las tres, con paso vacilante, la pasarela de alguno de los barcos que hacen recorridos de un par de horas, río arriba o río abajo, y de vuelta. En verano mamá las embadurnaba de protector solar. En invierno les encasquetaba hasta las cejas las gorras de lana, les subía hasta arriba la cremallera de los anoraks y les ataba fuerte, en el cogote, hasta casi asfixiarlas, las bufandas de punto que les había tejido a ratos perdidos. La de Lili a franjas de diferentes tonos de naranja. La de Marlene de diferentes tonos de verde.
Mamá tenía pasión por una actriz del tiempo del cine mudo y en blanco y negro, a quien habían puesto el nombre de Greta Garbo, a pesar de que no se llamaba así. Mamá tenía toda su filmografía, en DVD, y a veces, sentadas las tres, con los calcetines a rayas con dedo gordo, como unas manoplas de pies, en invierno, y descalzas en verano, con un cuenco de palomitas entre las piernas cruzadas, miraban alguna de sus películas. Daba igual que fueran demasiado pequeñas para entender del todo el argumento. Les bastaba estar con mamá. Lili tan solo recordaría con nitidez alguna escena de La reina Cristina de Suecia. La Garbo saliendo al balcón en camisón y lavándose la cara con la nieve o tumbada por el suelo, como ellas, comiendo uvas ante el fuego de una chimenea y echando la cabeza hacia atrás. Mamá siempre había querido llamar Greta a una hija suya, pero como fueron dos, para no hacer agravio ni a una ni a otra, y como también le gustaba mucho la Dietrich, les puso a una Lili y a la otra Marlene, y cuando las tres paseaban en bicicleta por el Tiergarten, se reían, mientras pedaleaban y cantaban «su canción», como decía mamá. Wie einst, Lili Marlene...
—¡Lili, Lili, mamá dice que te des prisa!
Todo estaba embalado en cajas que un camión se había llevado el día anterior. Quedaba por el suelo el resto de pelusa de polvo de detrás de los armarios y de los muebles grandes. Las copas verdes de los árboles del patio se mecían y agitaban las hojas con las ramas, como quien agita un pañuelo con la mano para decir adiós. Su hogar de madera y ventanales con los poyetes tan anchos que se podían poner cosas encima y hasta sentarse para leer cuentos tras los cristales escarchados, con los radiadores debajo, estaba ya vacío. Su casa, con aquella claridad que solo tiene Berlín y que tanto echarían de menos —sobre todo Marlene— ya no sería más su casa. Mamá había decidido que se iban.
No sabían muy bien por qué, las niñas, todavía. Las explicaciones de mamá les habían resultado confusas. Por el trabajo, decía Marlene, que se marchaban. Pero Marlene tampoco lo sabía. «¡Si el trabajo de mamá está en Berlín!», había objetado Lili. Pero Marlene, que siempre tenía que saberlo todo, como si hubiera nacido con los poderes de una sibila o fuera custodia de los oráculos de todos los tiempos, había replicado, contundente; seguro que era por algo del trabajo de mamá que se marchaban. No le gustan a Marlene los vacíos ni los espacios en blanco. Todo debe tener una razón de ser sensata y una justificación sencilla, que pueda expresarse en una sola frase y sea lo bastante convincente como para no tener que hacer preguntas, para no tener que cuestionarse nada. Dejaban su vida berlinesa atrás porque a mamá le había salido «un trabajo muy bueno en Barcelona», decía tozuda. Eran los datos —hechos oficiales por Marlene— del giro que dieron sus vidas aquella primavera cuando les parecía que ya eran muy mayores. La razón, nada inquietante, de un traslado, tan lejos, a otro país, Catalunya, donde no conocían a nadie —o eso era lo que creían las niñas— y donde se hablaba otra lengua; donde había playas y mar, aunque no era ninguna isla, y donde no había ningún río por el que pasear con ningún barco, corriente arriba o corriente abajo, y de vuelta.
Tomaron tierra en el aeropuerto de Barcelona a media tarde. No era la primera vez que viajaban en avión. El verano anterior habían ido de vacaciones a Menorca. Pero este vuelo era todavía más emocionante, porque sus billetes eran solo de ida. No las esperaba nadie, claro, en la terminal. Pero en el piso que mamá ya había alquilado y donde ya estaba todas sus cosas, en las cajas que el camión se había llevado, la cama grande de mamá estaba hecha para que aquella primera noche pudieran dormir las tres en ella, y encima de la colcha había un cucurucho gigante de chucherías, con una postal bastante grande de un cuadro dorado de Gustav Klimt en la que ponía: «Increíblemente orgullosa de ser padre» que por lo visto era el texto de un telegrama que la Garbo había mandado a una amiga suya que había tenido un bebé.
—No se leen las cartas de los demás, Lili. Está muy feo esto que has hecho –la riñó mamá cuando, en medio del alboroto de tanta chuchería de todos los colores y de la excitación por tanta novedad, Lili, con la postal en la mano se quejó de no entender lo que allí decía.
Y Marlene asentía, dándole la razón a mamá, con aquella mueca suficiente que adoptaba cuando quería hacerse la mayor.
Mamá tenía una nueva pareja en Barcelona, que para Lili fue en seguida la Ciudad de las Cotorras.
—¿Os acordáis, niñas? Nos conocimos en Menorca... —les preguntó al día siguiente, cuando la pareja nueva de mamá fue a visitarlas.
Era una suerte, según Marlene, que mamá no fuera como otras madres que te obligan a dar besos a personas extrañas como si las quisieras, y como las tres andaban muy atareadas —sacando la ropa de las maletas para guardarla en el armario, ordenando juegos y juguetes, y colocando los libros de cuentos que estaban en cajas de cartón en las estanterías rojas de IKEA que cubrían los bajos de la pared y que mamá había estado montando con una especie de destornillador que era como una ele mayúscula— las niñas se volvieron a su habitación, que era grande y tenía una ventana por donde no se veía ningún árbol.
Una pareja nueva. Fue lo que Marlene le dijo entonces a Lili. Que aquella era la pareja nueva de mamá. Lili no sabía que hubiera tenido otra que ahora fuera vieja. Pero Marlene le replicó que era una niña pequeña y no sabía nada. Cuando se oía decir ese tipo de cosas, Lili se callaba, porque Marlene siempre parecía saber muchas más cosas que ella. Quizás fuera porque ella solía estar en Babia y nunca estaba enterada de cuanto sucedía en el mundo de los adultos. Mamá, en Berlín, tenía muchos amigos y amigas. Se quedaban a menudo a dormir y dormían con ella en su cama grande, porque no tenían sofá, solo los almohadones gigantes de colores para tumbarse por el suelo. ¿Toda la gente que dormía en la cama grande con mamá eran sus parejas? Lili no lo sabía, pero no se atrevió a preguntárselo a Marlene. Ni tampoco a mamá, porque aquel pensamiento pronto se le fue de la cabeza y ya no volvió a pensar en ello. La pareja nueva de mamá se quedó a dormir en la cama grande de mamá, y las niñas lo hicieron en el suelo, sobre los colchones, hasta que al día siguiente, que era domingo, mamá y su pareja nueva montaron, con muchas risas y bastantes sudores, sus literas. Ya no volvieron a dormir con mamá.
La casa de Barcelona —un pisito con dos balcones que daban a una plaza— les gustaba y se pasaron el fin de semana colocando las cosas en su sitio.
—De momento —decía mamá cuando dudaban— lo pondremos aquí. Luego ya veremos. Por ahora vamos a dejarlo todo bien ordenado y a quitar de en medio todas estas cajas. A medida que vayamos haciéndonos nuestra la casa, ya cambiaremos lo que convenga.
Mamá sabía hacer que un lugar cualquiera pareciera en seguida una casa. Un hogar. Era ella quien lo conseguía, pero no se daba cuenta. Era una fiesta vivir con mamá. Lo había sido siempre. Pero en la Ciudad de las Cotorras mamá siempre creería que era su pareja nueva quien convertía aquellas cuatro paredes en una madriguera de las delicias y, desde que se trasladaron, la alegría de vivir para mamá sería un regalo que su pareja le hacía cada día. No vivían con la pareja nueva de mamá, pero no se dejaban ni a sol ni a sombra. Iba a casa de ellas y se quedaba. O mamá les hacía meter el pijama y el cepillo de dientes en la mochila y se iban en metro a su casa.
La pareja nueva de mamá tenía un apartamento con ventanas de arriba abajo que daban a una terraza, en lo alto de un cerro, desde donde se veían las montañas, allá lejos, y la ciudad, que se extendía, arrastrándose por el suelo, hasta el mar. Se lo pasaban muy bien en casa de la pareja de mamá. Y entonces, cuando acababan de llegar a Barcelona, se reían mucho. También se reían cuando la pareja de mamá hablaba con ella en alemán, porque sabía un poco, pero no sabía suficiente como para mantener una conversación en serio. Lo justo, justo para hacerse entender. Ni las niñas sabían catalán. Mamá sí, porque lo había aprendido años atrás y era profesora en la Universidad de Berlín. Se reían y nadie se enfadaba porque ellas se rieran ni se lo tomaba a mal.
Fue un tiempo como de cuento de hadas.
La pareja nueva de mamá era brillante cuando se trataba de improvisar sorpresas. Mamá entonces parecía una niña pequeña y se reía alborozada, tan llena de gozo, que la alegría le rebosaba por los ojos que le hacían chiribitas.
Sí, las niñas se acordaban. También se lo habían pasado la mar de bien en Menorca. Nunca antes habían estado en una isla y se habían quedado muy sorprendidas, porque era una isla muy grande. No era como las que aparecen en los dibujos de los cómics o de los chistes, donde solamente caben dos o tres personas harapientas y una palmera. Era una isla tan grande que para ir de un lugar a otro había que tener coche o coger un autobús, y desde muchos sitios ni siquiera se veía el mar. Mamá ya había estado allí otras veces y tenía amigos en la isla de cuando había estudiado catalán, que era la lengua que se habla en Barcelona y también en Menorca, aunque en Menorca se habla distinto. Se alojaban con unos conocidos de mamá que tenían una casa rural cerca de Ciutadella, donde había un puerto pequeño. Iban a menudo hasta allí, las tres, a ver los colores del agua y del cielo cuando llegaba la hora en qué el sol se ponía, después de pasar toda la tarde en la playa, nadando y jugando con la arena o con las piedras. Había muchas piedras en Menorca. Cada mañana las niñas iban con mamá a ver piedras. Decía mamá que eran pueblos y cementerios y lugares sagrados de hacía muchos, muchos años. Les gustaba ir y a Lili le parecía emocionante pensar que entre aquellos pedruscos que solo habrían podido mover los gigantes había vivido gente y otras niñas como ellas que corrían por aquellas calles y jugaban… Pero a veces no tenían ganas:
—Mamá, por favor, por favor, ¿hoy también tenemos que ir a ver piedras?
Y mamá se reía y les contaba historias de aquellas piedras que ni Marlene ni Lili sabían de dónde las sacaba, y pronto volvía a entusiasmarlas para ir a ver «solamente» aquella «taula». Taula llamaban en la isla a algunos de aquellos monumentos.
—¿Taula? ¿Cómo taula, la mesa donde comer y cenar? —habían preguntado las niñas. Porque mamá, en Menorca, a veces les hablaba en catalán para que aprendieran un poco, sobre todo cuando estaban con sus amigos.
Pero debían de ser mesas para que comieran y cenaran los gigantes…
Fue entonces, por las fiestas de San Juan, cuando mamá y su pareja nueva se habían conocido en la Plaça des Born, el día que empezaban las fiestas. Un señor vestido de antiguo al que llamaban el «caixer fabioler» porque llevaba un fabiol i un tamborcillo —Lili no sabía porque lo llamaban cajero{1}, porque no llevaba ninguna caja y a Marlene solo le sonaban los cajeros automáticos de donde mamá sacaba dinero— iba hasta la casa de un señor a pedir permiso para tocar el fabiol{2}, y cuando el señor, que no iba disfrazado de antiguo, le decía que sí, se ponía a tocar y a aquello lo llamaban «el sus de replec», el toque que reunía a los cajeros-persona que iban a caballo. En la Plaça des Born no cabía ni una aguja y ellas miraban aquello del toque de replec en una pantalla gigante que había, porque la casa del cajero-senyor se encontraba en un callejón estrecho y antiguo, y mamá dijo que la gente las aplastaría. También las aplastaban en la plaza, había rezongado Marlene. Y hacía un calor… Había mucho barullo y Marlene se tapaba las orejas con toda la mano y los codos en alto, que entonces parecía que tuviera dos asas en la cabeza. Lili gritó «Quin xivarri, mama!»{3} y fue entonces que alguien a su lado dijo:{4}
—¡Qué niña más lista! ¿Cómo sabes que a esta música tan típica de la fiesta se la llama xivarri?
Otra palabra, como «taula» que significaba cosas distintas. Así supieron de dónde venía la palabra «xivarri» —la música-xivarri y el ruido-xivarri— y mamá conoció a quien sería su pareja. Y cuando el fabioler a caballo entró en la plaza y se fue abriendo paso entre la gente, la que sería la pareja nueva de mamá levantó en volandas a Marlene, que todavía llevaba los codos en asa, y se la subió a los hombros, y mamá se cargó a Lili, y así las niñas pudieron verlo todo y no las aplastó nadie. Lili y Marlene se reían como locas, porque también iban a caballo, pero sus caballos no se alzaban sobre las patas traseras ni levantaban las manos, sino que las llevaban bien agarradas por las piernas.
Los días que quedaban de fiesta y de vacaciones se habían visto casi cada día con quien sería la pareja nueva de mamá. Iba con ellas a ver «piedras» y en la playa, jugaba con las niñas, mientras mamá tomaba el sol, a construir dólmenes y talaiots en la arena con las piedras que recogían paseando por la orilla del mar, pisando la espuma. Y cuando había algún acto del programa de fiestas que les parecía divertido, iban por las callejuelas, Marlene y Lili a caballo, como los cajeros y los caballeros —que ya sabían quiénes eran, porque quien sería la pareja nueva de mamá se lo había contado, y también que la fiesta era de la edad media, o sea de hacía casi mil años. Se lo había explicado muy bien, porque si algo tenía quien sería la pareja nueva de mamá era que de contar historias, fueran verdad o mentira, sabía mucho. Y las tenía a las tres tan embelesadas, escuchando, que no habrían querido que nunca se acabara.
Mamá nunca sacaba fotografías. No tenía ninguna cámara y la del móvil tampoco la usaba. Decía que al no interesarle suficiente, no encontraba el momento ni las ganas de ponerse a leer las instrucciones. Mamá decía que había que mirar las cosas para recordarlas, como si no fuéramos a verlas nunca más, y que entonces no hacía falta fotografiarlas, porque bastaba con cerrar los ojos. Pero de aquel verano tenían un montón, porque en eso, quien sería la pareja nueva de mamá era lo más opuesto, y no paraba de fotografiarlo todo. Sacaba fotografías de los talaiots que construían en la playa y de los que iban a visitar y eran de verdad; las fotografiaba a ellas, que de tanto ir a la playa y trotar por la isla, tenían las tres el pelo casi blanco y la piel dorada del color del sol justo mientras se pone, antes de teñirlo todo de rosa, de naranja y de lila, desde detrás del mar, para invitar a la noche.
Al anochecer salían a tomar limonada. Marlene y Lili de zumo de limón y nada más, porque eran pequeñas para tomar la limonada de los mayores, a la que llamaban «pomada», y Lili no entendía que algo que era de beber tuviera por nombre algo que servía para untar. Pero las palabras son así, se conformaba, que no siempre significan lo que nos parece que significan. Y un día que se celebraba un concierto y las niñas se morían de sueño sobre los cogotes de sus caballos-persona, y no había forma de salir de entre toda aquella multitud, pudieron escabullirse con un truco que, una vez se le ocurre a alguien, resulta muy sencillo. Quien sería la pareja nueva de mamá le dijo algo al oído y la tomó de la mano. Entonces se dirigieron hacia el escenario, haciendo caso omiso de la gente, que tenía que hacerse a un lado para dejarlas pasar, y cuando ya estaban ante los faldones de la tarima sobre la que tocaban los músicos y de los altavoces que les hacían temblar la carne y lo huesos del cuerpo, las dejaron en el suelo, se pusieron a cuatro patas y se metieron por debajo del escenario hasta que salieron por el otro lado, donde no había nadie y las calles estaban casi desiertas, para poder ir tirando hacia casa. Y mientras salían, muertas de risa, de allí debajo, que a veces las personas mayores también son capaces de hacer cosas divertidas, las niñas vieron que se daban un beso y se miraron aun con más ganas de reírse, pero se aguantaron y fingieron no haberlo visto.
Las niñas no sabían entonces que se escribirían durante todo aquel año, ni que acabarían yendo a vivir a Barcelona, ni que mamá tenía una pareja nueva. Ni falta que hacía. Ellas eran pequeñas y mamá era mayor.
El día que finalizaban las fiestas, también acudieron a oír el último toque de fabiol y los petardos y el xivarri. Y Marlene se tapó las orejas de nuevo con los codos en asa, que es algo que hacía a menudo y que seguiría haciendo siempre, no solo cuando oye un ruido fuerte, sino también cuando no quiere saber algo o quiere hacer como que no ha pasado: se lleva las palmas a las orejas y cierra los ojos, mientras grita: «No quiero oírlo, no quiero oírlo».
Lili nunca ha sabido porque también cierra los ojos.
Cuando iban a casa de la pareja nueva de mamá, las niñas se podían llevar un juguete cada una. Era una norma que se había inventado mamá. No era que lo hubiera dicho su pareja. Al menos, que ellas supieran. Pero mamá siempre había sabido cuándo molestaba. O cuándo eran ellas, Marlene y Lili, las que molestaban.
«No columpiéis las piernas, niñas, que molestáis a este señor», les decía en el autobús, deteniéndoles las rodillas con todo el brazo para alcanzar las cuatro piernas la vez, mientras sonreía al señor a quien ellas «molestaban». A veces el señor, con cara de pocos amigos le daba la razón. Si era simpático, replicaba: «Deje que jueguen, señora, estas niñas tan ricas, que a mí no me molestan». Pero mamá les dirigía aquella mirada suya: «haced lo que os digo». Se andaba con mucho tiento, mamá, para no molestar y no herir los sentimientos de nadie: «No corráis cerca de la gente, que salpicáis las toallas de arena». «No miréis fijamente la verruga de la nariz de esta señora, no vaya a sentirse dolida». Mamá tenía el don de intuir qué querían los demás y qué necesitaban, qué no les gustaba y qué no soportaban. Y se adaptaba. Se adelantaba. «No cuesta nada», decía, «hacer la vida agradable a los demás». Por encima de los demás y por encima de todo, en la Ciudad de las Cotorras mamá quería hacer agradable la vida de su pareja. Que lo fuera más de lo que lo hubiera sido jamás. Porque mamá adoraba a su pareja nueva, y ya entonces se habría dejado sacar los ojos si con eso la hubiera hecho feliz, aunque solo fuera un poco. Así que desde el primer día, mamá había establecido que cuando fueran a casa de su pareja nueva, las niñas tenían que elegir un solo juguete. Marlene se llevaba la pelota, sin darse cuenta de que era el juguete que más estorbaba en un apartamento pequeño, por mucha terraza que tuviera. Pero Lili era más lista: se llevaba la casita de muñecas con asa, que estaba repleta de muñequitos, muebles, cochecitos y vajilla, y de ese modo hacía lo que mamá quería, pero al mismo tiempo tenía un montón de juguetes. Se entretenía durante horas con ella, sentada en el suelo, en la terraza –o dentro, cuando llegó el frío—, y el único inconveniente era que la tarde podía acabar con un considerable esturreo de piezas por todos los rincones que luego había que recoger, mientras que para Marlene, en cuanto le confiscaban la pelota y esta quedaba retenida en lo alto de un armario, se acabó lo que se daba. Entonces quería jugar con las cosas de Lili. A veces sí jugaban juntas, pero a menudo Marlene enredaba y le fastidiaba el juego a Lili, porque estaba enfadada después de haberse quedado sin su juguete.
Si salían de la ciudad o iban al parque, la pelota sí era la mejor opción, porque a la pareja nueva de mamá le gustaba mucho el fútbol y se pasaba mucho rato jugando con Marlene a regatear y a chutar, a parar y a meter goles en porterías que se inventaban. Pero Lili siempre se llevaba la casita de muñecas. A veces hacía trampa y metía dentro algún otro juguete pequeño como su calidoscopio. Se tumbaba en el suelo —que era algo que a la pareja nueva de mamá le hacía mucha gracia: «¡Estas niñas andan siempre por el suelo!» se reía— y se pasaba el rato haciéndolo girar pegado a un ojo. Era difícil y también incómodo, porque todavía no sabía guiñar los ojos y tenía que taparse un ojo con una mano y hacer girar el calidoscopio con la otra, y pronto se le cansaba el brazo. Marlene sí que sabía hacerlo. A veces, Lili se llevaba su bote para hacer pompas de jabón. Pero tenía que llevárselo solo, porque si lo escondía en la casita de muñecas con asa tampoco podía usarlo: las popas se veían y entonces se habría sabido que en lugar de un juguete se había llevado dos. A menudo, también jugaban con mamá y su pareja nueva.
El juego preferido de la pareja nueva de mamá, lo que más le gustaba del mundo, era jugar a nubes. Amaba las nubes, la pareja nueva de mamá. Mirarlas, rato y rato, contemplar sus formas y sus colores, fotografiarlas y jugar a inventar a qué se parecían. También les contaba que había una variedad de hadas —lo decía así, una variedad de hadas, como si se tratara de una variedad de guisantes— que eran los espíritus de las nubes, y que cuando el cielo está límpido y azul, es que ellas, las hadas, se están chapuceando en el mar, donde se pueden pasar días, pero que su hogar de verdad, donde de verdad viven, es en el silencio luminoso de las nubes. Sí, ya se veía que en las nubes tenía que reinar un silencio esponjoso. Y decía la pareja nueva de mamá que la tarea de esas hadas de las nubes era precisamente irles dando forma, amoldándolas y ordenándolas, que era un montón de trabajo, sobre todo cuando querían desmenuzarlas y hacer con ellas rebaños, igual que si fueran ovejas.
Y es que la pareja nueva de mamá, a pesar de que en Catalunya no tienen, porque no existe el mismo tipo de bosques que a ellas les gustan, sabía infinidad de cosas de las hadas y se las contaba en cuanto venía a cuento. Entonces mamá se quedaba embobada como una niña, escuchando, y se sonrojaba cuando su pareja decía:
—¡Quien me lo iba a decir! Nunca he sido tan feliz como ahora, que me ha sido concedido tener a mis tres hadas.
Y representaba que sus tres hadas eran ellas.
El piso aun olía a la madera de los muebles nuevos que mamá había encargado por internet cuando iban a hacer el traslado. Era la víspera de San Juan, de la noche más corta, del equinoccio del verano —que les explicó mamá—, de la noche del fuego, de quemarlo todo en las llamas, de dar la bienvenida al sol que regresaba de su hibernación y de su destierro forzoso por la órbita planetaria de nuestro mundo, para caldear la tierra que tímidamente había vuelto a florecer después de hacerse la muerta, como el oso que se despierta hambriento dentro de su cueva. Mamá se había pasado la tarde instalando con las niñas una especie de faldones de papel pinocho alrededor de la mesa grande del comedor. Quería darle una sorpresa a su pareja nueva: una cena de picoteo debajo de la mesa, que con aquellas faldas de papel del color de la grana representaba ser el escenario por donde habían huido de la multitud —hacía entonces un año—, en Menorca. Las tres estaban muy entusiasmadas y excitadas. Y cuando oyeron las llaves de la pareja de mamá en la cerradura, las niñas corrieron hacia la puerta, sin esperar a mamá, que había ido a cambiarse.
—¡Sorpresa! ¡Sorpresa! ¡Te hemos preparado una sorpresa!
La pareja de mamá se había reído y se había dejado arrastrar hasta el comedor, mientras llamaba a mamá para que la rescatara. Pero mamá ya había llegado al comedor y esperaba al lado de la mesa-escenario. ¡Qué bonita era mamá cuando era feliz! Los ojos le resplandecían —y toda ella— con aquella sonrisa dulce de mujer y a la vez de niña. A Lili siempre la maravillaba. «Vuestra mamá es una hada» había dicho un día la pareja de mamá, y entonces Lili comprendió qué era aquello que súbitamente iluminaba a mamá: ¡Polvo de hadas!
Mamá-hada había abierto los faldones-telón de la mesa, con un gesto muy teatral que invitaba a meterse debajo. Lili y Marlene, que ya sabían de qué se trataba, se apresuraron a hacerlo. La pareja de mamá se inclinó, un poco de lado, para echar una ojeada y frunció el ceño al ver aquel esturreo de almohadones, de platos y platillos llenos de golosinas y de los bocados que más le gustaban. Se incorporó de nuevo para mirar a mamá.
—Felicidades, mein Schatz, —mamá siempre llamaba «tesoro» a su pareja, o Schätzchen, como llamaba a veces a las niñas que eran sus tesoritos—, felicidades por nuestro primer aniversario. —Y se había acercado a darle un beso.
La pareja de mamá la abrazó, mientras las niñas esperaban bajo la mesa, y Marlene no le quitaba ojo a Lili, con una mirada que decía: «¡No toques nada!»
—Ay, cielo, si me lo hubieras dicho...
La pareja nueva de mamá siempre la llamaba «cielo». Mamá era su cielo, su estrella en la noche que brilla como una luciérnaga en la oscuridad del bosque.
—Entonces no habría habido sorpresa, Schätzchen. ¿Qué sucede?
Y era que la pareja de mamá había hecho una mueca de disgusto; y era que también tenía una sorpresa para las tres; y era que estaban invitadas a la verbena que habían organizado unos amigos suyos, en la casa que tenían en la playa, y ahora no podía hacerles un feo. Y deseaba tanto que sus amigos conocieran a mamá y a las niñas… Y mamá: que si era su aniversario, que si ya habría ocasión de verse con sus amigos, que claro que le gustaría conocer a su gente, que si se había hecho la ilusión de celebrarlo «en la intimidad», y que ahora qué harían con todo lo que habían preparado para la cena...
—Niñas, ¿os gustaría ir a pasar la verbena a la playa? Encenderemos una buena hoguera y asaremos sardinas y salchichas y mazorcas de maíz sobre las brasas, y nos bañaremos de noche y tiraremos petardos, y si se hace muy tarde, dormiremos en la arena, que ya llevo unas colchonetas en el coche. ¿Qué os parece? ¡Y esta cena tan deliciosa que habéis preparado, la podemos envolver y llevárnosla a la fiesta, y así todo el mundo podrá probar todo esto tan rico que vuestra mamá ha cocinado!
¡Claro que querían ir! Se les volvían los ojos glotones, a Marlene y a Lili, a medida que oían toda aquella retahíla de cosas increíbles que les ofrecía la noche. Pero al mismo tiempo, y mientras esperaban en vilo que mamá dijera que sí, que de acuerdo, sin que supiera del todo porqué, Lili notaba un pellizco de angustia en la barriga, como si aquello no estuviera bien, como si hubiera algo que chirriara, con un chirrido muy, muy fino. Y tampoco sabía por qué, quería decir que no, que no quería ir a la playa, que quería la fiesta que habían preparado bajo la mesa, a pesar de que ardía en deseos por aquella noche llena de promesas que la pareja de mamá les ofrecía como un viaje al País de Jauja.
Lo hacía a menudo, la pareja de mamá, eso de desbaratar las sorpresas que mamá quería darle. También había que decir que lo hacía con una contrapropuesta mil veces más entusiasmadora. También solía hacer aquello de decir que a las niñas les encantaría… Mamá eso no lo hacía. Nunca. Nunca ponía a las niñas por delante para conseguir que su pareja hiciera o dejara de hacer algo.
Y mamá dijo que sí. Que de acuerdo. Que irían a la verbena de la playa. Entonces sí que Marlene y Lili estallaron en chillidos de alegría, mientras corrían a meter a toda prisa en las mochilas el traje de baño y un jersey de chándal. Marlene cogió la pelota, Lili su bote para hacer pompas de jabón. Mamá y su pareja colocaban la comida en bandejas para llevársela a la fiesta y guardaban lo que era menos fácil de transportar en la nevera, para que no se estropeara. Y cuando ya se disponían a salir, mamá volvía a reírse y estaba casi tan entusiasmada como las niñas.
Llegaron a la playa cuando todavía era de día.
Los amigos de la pareja de mamá habían alquilado para todo el verano una de las casas de madera que había en una playa pequeña, al pie de las montañas y bajo la vía del tren. Llegaron hasta allí en el coche de la pareja de mamá. Le gustaba tanto conducir que iban en coche a todas partes. Tanto si se movían por la ciudad como si hacían salidas más lejos, que entonces viajaban por carreteras estrechas, de las que están pintadas en amarillo en los mapas y por donde casi nunca pasa nadie. Le gustaba tanto conducir que nunca le dejaba coger el volante a mamá, ni siquiera en los viajes largos. Llevaban las mochilas y la comida de casa en el maletero, donde estaban también las colchonetas para dormir en la arena, y una caja de cartón llena de petardos, de fuentes de luz, de cohetes grandes y pequeños, y de bengalas y bombillas para las niñas, porque en Catalunya, la noche de San Juan era una gran fiesta, les contaba la pareja de mamá, y se lanzaban un montón de cohetes, como hacían ellas la víspera de San Silvestre, la noche de fin de año, que también llenaban la oscuridad de estallidos de luz en el cielo.
Había ya mucha gente en la casa de los amigos de la pareja de mamá que se acercaban a recibirlas y las saludaban como si ya las esperaran. El dueño de la casa le dio dos besos a mamá y le dijo a la pareja nueva de mamá:
—¿Así que esta es tu nueva amiguita?
La pareja nueva de mamá se rió y le palmeó la espalda a su amigo. Mamá sonrió y también bromeó.
Había mucha más gente mayor que menuda, pero Marlene y Lili, a pesar de no saber demasiado catalán, pronto hicieron buenas migas con los niños y niñas que estaban por allí, quizás porque los mayores les dijeron que cuidaran de ellas, que acababan de llegar y no conocían a nadie. Y como mamá dijo que sí, que claro que podían bañarse mientras se ponía la mesa —que eran unas maderas sobre unos caballetes donde todos iban dejando lo que habían traído—, se cambiaron y fueron a jugar a la orilla del mar con los demás. De vez en cuando, Lili o Marlene o las dos corrían hacia mamá, que estaba sentada en unos escalones de piedra, con el vestido fino revoloteando, y miraba a su pareja, que junto con sus amigos había encendido una barbacoa —un bidón cortado por la mitad lleno de carbón—, mientras daba la vuelta a las sardinas y a todo lo que había que asar sobre las brasas, y servía los platos de quien se acercaba, porque cada uno comía cuando quería. La gente se reunía solo de vez en cuando, como cuando llegó el momento de quemar aquel montón de trastos que había en la arena, que era más alto que las niñas, y las llamas se encaramaron cielo arribar. Todos saltaban alrededor del fuego y las niñas echaban broza, pero de lejos, porque de tan grande como era aquella hoguera, nadie podía acercarse demasiado. Desde el porche de la casa llegaba la música, la gente —mayor y menuda— bailaba, y mamá bailó con su pareja un baile de los que hay que bailar abrazados y que son tan aburridos, porque no puedes saltar ni menearte mucho. Mientras unos bailaban, otros todavía comían. También había quien se desnudaba y se lanzaba al agua, negra de noche y de plata allí donde le daba la luna.
Había quien, con gran osadía, ahora que las llamas de la hoguera menguaban, se tomaban de las manos y corrían, corrían, para saltar por encima de las brasas. Entonces todo el mundo aplaudía.
Mamá fue a buscarlas cuando ya hacía rato que todos habían dejado de atiborrase cerca de la barbacoa y empezaron a circular entre la gente las bandejas que ya habían visto en el porche, envueltas en papel de pastelería que se sostenía en alto con unas cintas de cartón, para que el papel no tocara el pastel que había dentro. Era cocas, les contó mamá. Las había de crema y de frutas confitadas sobre un lecho de brioche dulce; las había con cabello de ángel y otras tostadas, sin brioche, con mucho azúcar y piñones, que dijo mamá que eran de chicharrones, y que probaran un poco, a ver si les gustaba. Pero antes las hizo vestirse y ponerse la sudadera del chándal con capucha, porque tenían lo labios azules y los dientes les castañeaban. Se sentaron sobre una de las colchonetas, una a cada lado de mamá, las tres muy juntas, y mamá, que también se había puesto un jersey largo por encima del vestido fino, porque corría un aire húmedo, les frotaba el brazo y el costado que no quedaba pegado a su cuerpo. Las niñas se reían, temblando todavía, estrechándose tanto como podían contra ella. Y estuvieron mucho rato sin ver por ninguna parte a la pareja nueva de mamá.
—¿Todo bien? —les preguntaba de vez en cuando alguien que pasaba.
Pero nadie se paraba a hablar con mamá.
Solamente una mujer de las que estaban en la fiesta, al pasar con una bandeja, ofreciendo pedazos de coca, se agachó un poco para hacer una carantoña a Marlene y a Lili:
—Que ricura.
De mamá, en cambio, sí hablaban: «¡Pues ya la compadezco, a la berlinesa! No sabe dónde se ha metido». «Ella sabrá, chica. Y quizás esta vez vaya de veras...» «Ya me gustará ver qué pasará cuando se canse de ella...» «Pero ¿es que no lo habéis visto? Si apenas ha estado pendiente de ella...» «¡Y eso que dice haberse enamorado tantísimo!» «Pues anda que ella, también... Trasladarse a vivir aquí...» «¡Y con dos criaturas! Hay que tener poco juicio».
Cuando ya se habían comido la coca y las niñas empezaban a tener sueño, la pareja de mamá se tumbó de pronto a su lado y salpicó las colchonetas de arena. Pasó el brazo por encima de los hombros de mamá.
—No os durmáis, niñas, que ya estamos preparando los cohetes. ¿O gusta esta fiesta? ¿A que es divertido? ¿Y tú, preciosa? —le dijo a mamá.
—¿Te quedarás con nosotras para ver los fuegos, Schatz?
—Claro que sí. ¡Hacedme sitio y no dejéis que nadie me lo quite!
Pero entonces vio a alguien que llegaba y dijo que tenía que ir a saludar, que hacía mucho tiempo que no veía a aquellos amigos suyos. Y los fuegos empezaron y los vieron ellas tres solas.
—Mamá, ¿no viene?
—Ya vendrá.
—¡Se lo va a perder!
—No se lo va a perder. ¿Cómo quieres que se lo pierda? ¿No ves que el cielo es tan grande y los fuegos estallan tan arriba que se ven desde todas partes y desde muy lejos? Está con sus amigos. No hace falta que esté todo el tiempo pendiente de nosotras, como si no pudiéramos espabilarnos solas, ¿verdad? ¡Mira, mira, mira!
Y se echaron en la arena, sobre las colchonetas, y se taparon las tres con la toalla grande como una sábana de mamá, boquiabiertas ante todo aquel estallido de luz y de truenos y de silbidos y de estrellas de colores que trazaban dibujos en el cielo y parecían surtidores de chispas, y palmeras de lucecitas, y esferas como planetas con todas las luces encendidas, rojos y azules y verdes. Y aplaudían y lanzaban «ohs» y «ahs». Y chillaron, al final, con la traca, que las asustó, y Marlene se tapaba las orejas con las palmas de las manos y los codos en asa.
Al final no se quedaron a dormir en la playa como les había prometido la pareja nueva de mamá. De pronto dijo que se marchaban. Marlene se había quedado dormida, acurrucada junto al cuerpo de mamá, bajo la toalla, mientras mamá les iba diciendo el nombre de las estrella, y Lili ya se encontraba allí donde las voces y el rumor del mar se convertían en sonidos de otro mundo.