Portada: El baile de madame Kalalú. Juan Carlos Méndez Guédez
Portadilla: El baile de madame Kalalú. Juan Carlos Méndez Guédez

 

Edición en formato digital: enero de 2016

 

En cubierta: fotografía de © Helen Rushbrook/Stocksy United

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Juan Carlos Méndez Guédez, 2016

Autor representado por Silvia Bastos, S.L. Agencia literaria

© Ediciones Siruela, S. A., 2016

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16465-94-1

 

Conversión a formato digital: María Belloso

El baile de madame Kalalú

 

A Leonardo Padrón, que escribe los relojes, las ciudades y el abrazo de los amigos.

 

 

A Leire Leguina, David Mejía, Miriam Gómez Martínez

y Alba Ramírez Roeznillo, mañana, café, Cibeles y lunes que con ellos son viernes.

 

 

Al recuerdo de Adelaide de Chatellus, a quien debía

explicarle un raspado de colita en Caracas,

porque era lindo sonar en sus francesas palabras.

 

 

¿Quién es el que afirma que debe haber una red de carne y hueso para retener la forma del amor?

RUBI GUERRA

 

 

E assim nas calhas de roda
Gira, a entreter a razão,
Esse comboio de corda
Que se chama coração.

FERNANDO PESSOA

 

 

Me pregunto por qué no escoge todo el mundo el cómodo oficio de ladrón. Con un poco de habilidad y reflexión nada resulta más encantador. Un oficio descansado... un oficio de padre de familia... Incluso es demasiado cómodo... Hasta resulta fastidioso.

MAURICE LEBLANC

 

1

Soy fea. Soy gorda. Soy demasiado grande.

No tendría otro modo de definirme. Si me lo preguntan, esas serían las primeras frases que vienen a mi mente.

Lo que puedo asegurarle es que no soy una asesina.

Soy fea, soy gorda, soy demasiado grande. Pero si se me concediesen unos instantes de sosiego, si pudiese resumir lo que ha sido mi vida tendría que matizar un poco.

Lo primero: no soy tan fea. Nadie podría decir que soy un bellezón como mi hermana Alida; nadie me contrataría para una campaña de perfumes con voces en francés; pero tampoco soy un espanto. Soy correctamente fea. ¿Comprende, sor Liliana?

Soy ese tipo de mujer con el que todas las amigas desean hacerse una foto. ¿Por qué? Porque así ellas lucen más radiantes, más refulgentes.

Esa fue la clave de mi éxito en la adolescencia. No hubo fiesta a la que no me invitasen; no hubo reunión, encuentro, paseo al que no estuviese convocada; todas las muchachas querían hacerse fotos, pasear, salir de discotecas y asistir a bailes conmigo. Yo era la garantía de su éxito. Cuando me encontraba cerca de ellas los hombres me miraban un par de segundos y luego saltaban sobre las siluetas que yo tuviese a un lado, esas siluetas que parecían flotar, elevarse como pompas de jabón. ¿Me comprende?

Cierto que en ocasiones les gusto a algunos hombres y hay mañanas en que me miro y encuentro algún detalle gracioso: mi brillo en los ojos, mis orejas bien hechas. Pero flotar como flotan las beldades, no. No floto.

Espero que me entienda, supongo que deseaba hablarle de la levedad para también matizar lo de que soy gorda. Allí vivo en un peligroso territorio intermedio.

Se lo resumo: es demasiado fácil ser gorda siendo gorda.

Pero no es mi caso.

Siendo gorda aprendes a sobrevivir con ese exceso, porque cada segundo de tu vida, tu propio cuerpo y la mirada de los otros te lo advierten: eres gorda, eres gorda, así que caminas y bailas y paseas y trabajas y duermes y te vistes y vas al cine y respiras gordamente.

Yo no. Soy caderona y cuando me inclino se nota que mi abdomen no es una tabla. Allí cuelgan tres imbatibles rollitos de grasa que me han acompañado desde la adolescencia y que no tienen planes de marcharse a pesar de que detesto los carbohidratos. Soy un poco ancha o, para decirlo con las delicadas palabras de mi hermana y mi madre, soy gordita. No ignore el diminutivo. Ita. Ita. Hasta el sonido complica el existir, porque requiere de un gesto en los labios que nos hace tenuemente ridículos.

Eso quiere decir que en ocasiones no soy demasiado gorda y en ocasiones sí lo soy, depende de si escogí bien la ropa o al lado de quién me coloco en una fila. Y para evitar que me abrume esa gordura intermitente me declaro gorda y asunto zanjado. No piense usted que hay demasiadas oposiciones a mi diagnóstico; solo de tanto en tanto alguien dice: «Pero qué vas a ser gorda, gorda es Paquita la del Barrio». Y sí, claro, al lado de ella yo me vería muy bien, pero en cuanto aquella mujer sacase su chorro de voz los hombres la verían flotar, la verían elevarse, le encontrarían el gusto a sus carnes blancas e inabarcables. Y yo seguiría muy sujeta al suelo.

Pero no se equivoque, no se lleve la impresión de que soy una mujer obstinada en hablar sin sustancia. Solo necesito que usted me sitúe y vea que soy una persona bastante lúcida.

De allí que no me sienta a gusto en este hospital tan gris, porque desearía poder contar lo que sucede, me gustaría que se supiese que yo no he matado a nadie. Esos tres señores que aparecieron en Madrid con la cabeza abierta y una bala en el cerebro se fueron de este agitado mundo sin que yo les prestase ayuda para ese viaje.

Lo puedo jurar.

Pero el universo no está preparado para que yo revele mi verdad.

Así que mantengo el silencio. Hablo con usted, acaricio su mano y por la ventana contemplo entre los barrotes un árbol hermoso, un árbol cubierto por flores de un rosa pálido, como si fuesen copos de nieve que reflejan un incendio.

Si usted pudiese mirarlo estoy convencida de que le gustaría.

 

2

Lo habrá escuchado muchas veces, sor Liliana. Yo no fui. Soy inocente. Y en ese mismo instante quien dice esas palabras suelta un hacha y eleva con dulzura una cabeza ensangrentada mientras insiste con voz temblorosa: yo no fui, yo no fui.

Digo que usted lo habrá escuchado, aunque no hay razón para que así sea; los que oyen confesiones son los curas. Pero usted habrá visto cosas, habrá contemplado momentos terribles; supongo que alguna vez viajó, alguna vez estuvo en guerras, en hambrunas, en catástrofes.

Pero en este caso le digo la verdad: yo no asesiné a esos tres idiotas.

Triste que usted no pueda responderme. Nadie me lo advirtió. No sé si es un rasgo de humor o de indolencia del personal administrativo, pero me dijeron: «La única con la que podrías hablar en tu idioma es con la monja»; así que solicité un permiso y vine a visitarla. Hubiese sido un bello detalle que me advirtiesen que usted se encuentra en coma desde hace diez meses. Fue espantosa la impresión que experimenté la primera vez que la vi con todos esos aparatos, esos cables, esas correas sujetando sus muñecas.

Al final me acostumbré. La verdad, usted tiene cara de persona arisca o malhumorada. Seguro que me estaría interrumpiendo o poniendo penitencias o dándome consejos que yo no deseo escuchar. En cambio, así somos un gran equipo: usted me escucha sin parar y yo tomo su mano y la acaricio para que sepa que de este lado alguien se preocupa por usted.

En el fondo creo que ellos sospechan que no lo hice. No dejarían tantas horas a una asesina con una indefensa monja si pensaran que soy capaz de acribillar a tres hombres musculosos y tatuados. La sangre me parece siempre un asunto de mal gusto. Es una falta de estilo aterradora. Mis enemigos debieron buscar un mejor modo de neutralizarme. Detalles y razones no les faltarían, pero son tan burdos que buscaron el camino más obvio y explosivo para acusarme.

Hasta ahora les ha salido bien. Porque lo que sucede, sor Liliana, es que las personas nos movemos por la culpa. Necesitamos siempre un culpable. Un culpable que se encuentre fuera de nosotros. Así que aparecen en Madrid tres búlgaros con un disparo en la cabeza y la culpa se convierte en una energía perturbadora, corrosiva; una ciudad entera tiembla por el horror fortuito que nace de ella y lo más sencillo es señalar a la mujer extranjera que estuvo con ellos varias horas antes.

Una vez que se inventa un culpable, la verdad se hace innecesaria.

Por otro lado, tengo cara de culpable, y eso tiene que ver con lo que le mencioné al principio. Soy demasiado grande. Y no es algo que tenga que ver con mi tamaño. En mi país soy una mujer de un tamaño respetable, pero en Europa soy común, incluso pequeña. Sin embargo, mi modo de desplazarme, de ocupar el espacio en ciertas circunstancias es el de una persona grande, una persona que impone su silenciosa rotundidad.

No me malinterprete. Nada más lejos de mis intenciones que ser pedante, por eso comencé estas palabras mostrándole mis insignificantes miserias; pero un retrato fiel debe incluir también lo que refulge en mí.

Así soy muchas veces. Una sólida montaña que camina. Así soy cuando me llamo Emma Milagros Sáez, venezolana de cuarenta años, editora en paro, mujer de cabellera castaña, con ojos brillantes y encantadores.

Aunque para serle honesta, sor Liliana, soy muchas personas y casi nunca soy esa mujer que acabo de nombrarle.

 

Pensará usted que mi confesión suena muy coherente estando en el lugar en el que estamos. Nada más común que que alguien diga ser muchas personas cuando se encuentra encerrado en un hospital psiquiátrico. También tendrá que creerme cuando le comento que esto es parte de una confusión, una necesaria y buscada confusión.

Este no es un lugar cómodo para mí. La gente tiene un humor simple y tembloroso con la locura. Cuando mencionas estos temas el chiste se encuentra en la punta de los labios, pero ya sabemos que las personas siempre tienen miedo y sospechan que dentro de su cabeza habitan las hormigas, los murciélagos, los dragones, las voces, los enanos deformes, las serpientes y los quejidos que un día pueden trastocarlos y hundirlos en un sitio como este pequeño hospital.

Para mí fue siempre un temor tangible. Desde que tuve seis años a mi padre lo ingresaban en lugares parecidos a este donde nos encontramos usted y yo: lugares de puertas muy blancas, paredes altas, barrotes, olores a encierro.

Solo recuerdo trozos de ese tiempo: un clima gélido en casa, unos ojos que parecían saltar del rostro, luego una madrugada de gritos y un despertar en el que mi papá no desayunaba con nosotras porque había debido marcharse a Los Andes.

Se sucedían días de silencio. Días con la tele encendida hasta la madrugada, como si la luz de la pantalla pudiese cubrirnos a las tres mujeres que allí quedábamos, como si estuviésemos alrededor de una fogata que espantaba el miedo a la noche.

Cuando fui creciendo supe que los viajes repentinos de mi padre a Mérida no eran viajes, sino ingresos en clínicas de salud mental. Alguna vez lo visité. Le llevé dulces, fotos de actos escolares, premios y medallas por ser la mejor de la clase. También fui un par de veces con mi hermana y mi mamá para buscarlo cuando le daban el alta. Veía salir a un hombre alto, con brazos delgados que me recordaban las ramas de un árbol. Sentía sus manos, sus dedos color mostaza colocados en mis hombros.

Poco a poco lo contemplábamos retomar su vida. ¿Comprende lo que digo? Era como si su ropa comenzase a darle la bienvenida, como si su silla, su sofá, su lugar frente a la tele, sus pantuflas poco a poco fueran recibiéndolo con suavidad.

Luego se me confunden las fechas, aunque creo que vino un largo receso, un tiempo de sosiego y curación. Esos tiempos sin tiempo. ¿Me entiende?

Pero llegó ese viernes y yo estaba sola con él.

Recuerdo esa calma feliz, porque los viernes tienen siempre algo como de bella promesa que el domingo se encargará de desmentir.

Debía de tener yo unos trece años. Y quizá, solo quizá, habíamos advertido los repentinos silencios de papá, su manera nerviosa de fumar o de golpear con los nudillos a las mesas como si estuviese matando hormigas, pero tal vez no quisimos darnos cuenta.

Un mediodía mi madre y mi hermana estaban de compras en el centro y papá se metió en su cuarto. Yo preparaba una ensalada, a la vez miraba asombrada un libro de reproducciones de Tiziano y bailoteaba con la radio, cuando escuché gritos. Pregunté qué sucedía. Mi padre pateó las paredes.

Me encerré en una habitación. Sus voces seguían retumbando en la casa. Recuerdo que yo me miré en un espejo y vi mi pecho que se agitaba. Al final me asomé. Papá estaba en el salón. Tenía un rostro espantoso, pero al verme su expresión cambió y sonrió con timidez. A sus pies tenía una muñeca de Alida. La reconocí por los ojos muy azules, pero estaba destrozada y parecía una montaña de basura.

—Emma —dijo con la voz rota—, no te acerques. Lánzame una moneda para pagar el autobús y quédate donde estás. Yo me voy a ir al hospital. Avísale a tu mamá.

Hice lo que me pidió. La moneda salió rodando desde mi mano y cayó entre sus pies. Luego lo vi meter ropa en una bolsa y llevarse los trozos de la muñeca, excepto uno de los ojos, que permaneció junto a un mueble como un punto azul.

Creo que el ojo de esa muñeca estuvo semanas allí. Nadie lo barrió. Ninguna de nosotras barrió en mucho tiempo. El ojo nos siguió mirando, miraba el techo, miraba todos los sitios del salón donde faltaba mi papá.

Y sí, como se imagina, mi padre nunca volvió a aparecer. Fui la última que pudo ver sus hombros caídos, su espalda cansada.

Una tarde pisé el ojo y salió disparado hacia la cocina. Caminé hasta allí. Lo estuve buscando unos minutos hasta que lo conseguí oculto bajo la nevera. Sin fuerza, lo tuve un rato entre las manos, igual que si fuese un pequeño pájaro, y luego lo lancé por la ventana hacia un estacionamiento lleno de grasa y motores desarmados que se veía desde mi casa. Pensé durante unos segundos que era un ojo verdadero, un ojo blando y gelatinoso. Nunca lo escuché golpear el suelo y rebotar.

 

3

¿Qué tal se encuentra hoy, sor Liliana?

 

Anoche me costó dormir. Es raro porque suelo caer rendida de inmediato, solo que hay palabras que son más palabras que otras, que pesan y escuecen y hasta tienen bordes rotos, pero me parece de mala educación dejar mi historia a la mitad.

Usted imagina lo que sucedió con mi padre.

Así fue.

La desaparición de mi papá nunca tuvo un cierre perfecto, sor Liliana. Mi padre salió de casa y cuando fuimos a los hospitales nunca conseguimos su rastro. Y me dirá usted que por qué con las posibilidades económicas que tengo ahora no intenté averiguar lo que sucedió. Le digo algo: hay partes de la vida que deben quedar en blanco para que podamos vivir en paz. La lucidez, el dolor que nos va a alcanzar tarde o temprano nos alcanza, y hay cosas que duelen solo de nombrarlas, pero que al mismo tiempo nos ofrecen la posibilidad de su silencio. No crea a quienes dicen que es necesario entender cada momento de la vida. Una es lo que conoce, pero sobre todo lo que ignora. Por eso prefiero soslayar ese tema. Por eso necesito cambiar de conversación y hablarle de algo muy distinto.

 

Estoy enamorada, sor Liliana.

Sí. Es una frase demasiado simple, pero le digo algo: si ha leído usted alguna vez al gran Hemingway entenderá que para decir que una está enamorada no hay mejores palabras, recursos ni sonidos que decir «estoy enamorada».

Tengo así un tiempo; desde que conocí a Fred y bailé con él, un hombre maravilloso del que pronto le hablaré. Al principio no percibí los síntomas de mi trastorno: sonreía sin razón, me peinaba mucho rato en el espejo, tarareaba canciones olvidadas. Y esa distracción absurda es la que puede explicar que yo no viese las señales de alarma que sucedían a mi alrededor. Pensaba en unas manos recias, pensaba en unos ojos negros, pensaba en un mentón, pensaba en unas caderas, pensaba en la dureza de un hombro masculino.

Así estaba yo en Salamanca, disfrutando de unas patatas revolconas en un pequeño bar, y planeaba dar un paseo por el palacio de Anaya cuando en la tele dieron la noticia sobre tres búlgaros asesinados en un apartamento de Madrid, y yo seguí comiendo como si el mundo y sus agobios pudiesen esperar. Gran error. Debí comprender que ese era el momento de realizar un largo viaje, de esfumarme, de desaparecer. No lo hice. Creo que ni presté atención a la noticia, mucho menos la asocié con los tres señores a los que yo acababa de arrebatarles un maletín con unas maravillosas joyas realizadas por Chaumet. No pensé en ellos por dos razones: la primera es que no eran búlgaros, los tres habían nacido en Eslovenia aunque trabajaban para un grupo de búlgaros que controlaban varios locales de mujeres en Madrid. La segunda es que yo paladeaba aquellas patatas con ese punto picante y seguía pensando en Fred, sentía que era su boca, que era su lengua la que lanzaba pequeños picotazos de sabor dentro de la mía.

Un desastre.

En otro momento me habría marchado a Vietnam; habría desaparecido un tiempo en la India. Lejos. Muy lejos. Incluso me habría guarecido entre el ruido, la confusión, el desorden de Venezuela; pero seguí en Salamanca un par de días, obnubilada con ese ardor de oro de la plaza Mayor; caminando por la catedral nueva para sentir el eco de mis pasos entre aquellas columnas recorridas por nervaduras; dando vueltas alrededor de la iglesia de San Marcos: una iglesia románica que me fascina por su simple perfección circular.

Muy ajena a lo que se me venía encima, una mañana me desperté temprano y miré en internet a algunos de mis periodistas preferidos: Alejandra Xanic, Manny Redondo, Fernando del Rincón, Bastenier, Thomas L. Friedman. Bebí un café en la calle Zamora y luego viajé a Portugal por carretera. Es un paseo hermoso que quizá usted conocerá: justo al cruzar la frontera el paisaje parece estallar en olores frescos, en ríos, en lujosos verdes.

Al llegar a Aveiro y bajarme del autobús me fumé un cigarrillo con deleite. Pensé en las joyas que acababa de obtener en ese último golpe; hice un cálculo de su precio: trescientos, quizá cuatrocientos mil dólares; valoré posibles compradores y me decidí por un par que se encontraban en Río de Janeiro. Decidí que llamaría a mis asistentes, Calderón y Lope, para seguir adelante con la parte final del proyecto y en los siguientes días mirar el museo dedicado a Paula Rego, esa feroz pintora que los compradores solicitan cada vez con más frecuencia. Me sentía plena, casi feliz, hice circulitos con el humo de mi cigarrillo, sonreí con esa beatitud de quien se sabe en el lugar exacto de su vida, hasta que dos amables policías portugueses se colocaron frente a mí. Me dieron los buenos días, los saludé con la infinita y educada melancolía que les presupongo a los portugueses y ellos respondieron apuntándome con sus armas y escupiéndome que estaba acusada de triple asesinato. Quedé helada. Muda. Incluso durante un par de minutos no logré recordar que en ese momento y a todos los efectos legales yo era Mabel Berrizbeitia, pelirroja, argentina residente en Ecuador, mujer de 44 años que se encontraba dando un paseo por Europa para olvidar el abandono de su esposo.

Cuando me llevaron esposada los policías insistieron en que confesase de inmediato, imagino que deseaban terminar con éxito su jornada de trabajo. Seguí en silencio. Poco a poco fui volviendo en mí; volviendo en Mabel, que es la que yo era en ese instante, y mi mutismo alarmó a los señores que me arrestaron. Los escuché decir que desde España les habían llegado todas las pruebas, que el caso estaba materialmente resuelto, que me trasladarían pronto a Madrid. Luego, el más joven de aquellos hombres me miró con fijeza. «Esta mujer no parece estar bien», murmuró, y en ese momento comprendí que el azar me otorgaba una oportunidad. Mi descuido podía ser subsanado; necesitaba una pausa, un descanso.

—Maldoblestan las campanas —grité una, dos veces—. Trajo trejo, ¿no oyen lo que dicen las voces? Maldoblestan las campanas.

Los tres hombres se miraron entre sí.

—¿No lo entienden? Alumbra lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, Miguel Ángel, Oswaldo trajo trejo truja, una sola rosa y una mandarina, con una y otra para sí, para sí y una y otra para él, despidiéndose —murmuré con voz temblorosa, y salté sobre uno de los policías para morderle con furia la oreja.

 

4

A las personas suelen gustarles sus orejas.

A aquel policía debía gustarle mucho la suya, por eso lo vi llenarse de furia cuando escupí aquel trozo mínimo, pequeño, que cayó sobre el escritorio como esos insectos aturdidos por el golpe de un periódico.

El policía me lanzó tres bofetadas. Luego rugió y sus manos cubrieron el chorro de sangre que le salpicó el uniforme. Fue desagradable. Lo admito. Detesto esos excesos; soy de operaciones limpias, elegantes y minuciosas donde las personas apenas sufren daños físicos. Pero en esta oportunidad no tenía elección posible. Comprendí que el modo de retrasar mi traslado a España era montando una buena escena, sacudiendo un poco el ambiente. Un medido ataque de locura podría ayudar; habría exámenes, tribunales, algo de medicación y, sobre todo, me ingresarían en un hospital, de donde siempre sería más sencillo escabullirse.

Por eso tuve respeto por aquel policía. Le di un bocado pequeño, muy pequeño, lo justo para asustarlo y crear cierta alarma general. Aquel hombre era guapo y me pareció que arrancarle un trozo demasiado grande era injusto. Él no pareció agradecido, y mire que a lo mejor después de ese evento podía haber ocurrido el fenómeno de que le diese por pintar girasoles como a Van Gogh; pero él se enfureció, sus compañeros debieron contenerlo mientras dos mujeres policías me redujeron con un par de llaves que yo habría podido neutralizar, salvo por el detalle de que cuando soy Mabel no tengo nociones de artes marciales. Me quedé inmóvil, sin abrir la boca.

Dos noches después, cuando un aburrido médico certificó mi psicosis (soy una actriz excelente y conozco lo suficiente de psiquiatría como para fingir un trastorno ante un apurado funcionario que desea irse a cenar con sus hijos), un juez dio la orden y me trajeron a este hospital.

Ya sabe que este sitio me deprime, pero aquí también puedo pensar con calma. Los estímulos son tan exiguos que me concentro en mí misma y así, poco a poco, voy armando ese rompecabezas que seguramente fue creciendo a mi alrededor mientras yo pensaba en el maravilloso modo de bailar de Fred y en la oleada de amor que produjo ese encuentro. No estoy contenta por mi descuido, no lo estoy, eso que quede claro, sor Liliana, pero también debo permitirme fallos en alguna ocasión. Soy humana; ya tengo una edad en que me apetece ser muy humana. No todo puede ser trabajo y cálculo y exigencia y estrategia y control.

Pero necesito comprender cómo ocurrieron las cosas.

Una semana atrás me reuní con tres gigantes búlgaros que no eran búlgaros (tengo un gran oído, detecté su verdadero acento de inmediato). Gente peligrosa y tatuada que incluso al sonreír mostraba dientes de tiburón. Llegué al bar donde habíamos quedado para vernos, un bar en O’Donnell con vistas al Retiro, un sitio oloroso a aceite de oliva y pan caliente. Desde el principio fingí ser una torpe y atribulada argentina divorciada que en medio de su ruina había ideado un golpe perfecto: cambiar las magníficas joyas que conservaba la hija de un antiguo exiliado peronista por unas falsificaciones de gran calidad. Había hecho un buen trabajo de inteligencia y de compra de información al portero de la finca, así que les mostré a los gorilas el plano de la casa, les señalé el punto exacto donde estaba la caja fuerte, les di la combinación y con manos temblorosas les entregué la réplica de las joyas. Acoté que su trabajo era hacer el cambio y traerme las verdaderas. Quedó claro que, una vez que concluyeran su tarea, los tres recibirían una bonita comisión del veinticinco por ciento de la venta. Se miraron entre sí, soltaron un par de risotadas y comenzaron a exigir una subida en el porcentaje. El temblor de mis manos aumentó. Miré al techo. Insistí en que mi trabajo era impecable; ya solo faltaba entrar a una casa que estaría vacía con toda seguridad el jueves a las 19 horas, cuando su dueña se encontraría nadando en una piscina para mantener la tonicidad de los músculos. El resto estaba hecho; era algo simple.

Ellos parecieron implacables, soltaron carcajadas de vodka y tabaco negro, pero entre negociación y negociación aceptaron reducir sus ganancias a un modesto treinta y cinco por ciento.

 

A los tres días me citaron en un bar de copas por la zona de Ópera. Un sitio lleno de moquetas, olores refrigerados, bebidas dulzonas. En la puerta se encontraba uno de los tres gorilas paseando con una manopla de hierro. Desde su ropa me llegó un olor penetrante a colonia barata. Me hizo pasar a una mesa del fondo. Comprendí que en algunas horas el lugar se llenaría de rubias despampanantes y ejecutivos con doradísimas tarjetas.

El truco me pareció demasiado obvio. Llevarme a su terreno, intimidarme con un lugar donde una mujer como Mabel Berrizbeitia podía sentirse incómoda.

Apenas tomé asiento los tres dijeron que la operación había sido mucho más compleja de lo esperado. El plano que les facilité era impreciso, la caja fuerte no funcionó con la combinación que les entregué. Se sonrieron al verme pálida, confusa.

De golpe me soltaron que su porcentaje había subido al sesenta por ciento y que lo exigían en ese momento y en efectivo. Protesté. Pedí una copa de tinto y me sirvieron una suerte de vinagre de dudoso origen que me costó tragar.

Los tres gorilas parecían la misma figura multiplicada. Anchos hombros, cabellos cortados al rape, mandíbulas de hierro, ropa negra, americanas mal cortadas y costosas.

Insistí en los términos pactados; ellos dijeron que si no pagaba la nueva tarifa yo jamás tendría las joyas en mis manos.

Mis ojos se humedecieron.

Le confieso, sor Liliana, que tengo un truco para lograr ese rostro de llanto contenido. Pienso en las pinturas de Pablo Luzhin, unas mamarrachadas espantosas que parecen una mezcla de accidente atómico y copia de las peores tonterías del más tonto Warhol; pinturas con las que a veces tropiezo en mis trabajos como si fuesen cabellos arruinando una deliciosa sopa.

Así que les entregué a los tres gorilas un abultado sobre color magenta. Contaron el dinero con calma. Luego, sin mirarme a los ojos, arrimaron con sus manazas un saco aterciopelado y lo colocaron frente a mí. Contemplé las joyas: refulgían.

Salí del bar con pasos acelerados. Sin apenas pronunciar palabra tomé un taxi. Le pedí que diese vueltas sin dirección ninguna, llamé a Lope y él me confirmó que todo había salido perfecto. Verifiqué que nadie me siguiese y en la calle Serrano Anguita cambié de taxi; me monté con un señor de brazos nervudos, escaso pelo gris y una barriga que parecía un huevo de avestruz. El hombre se alegró mucho cuando le dije que me llevase a la calle Compañía, en Salamanca. Una carrera de al menos cuatrocientos euros.

Miré mi reloj. Por divertirme contemplé las joyas que acababan de entregarme los tres gorilas. Hasta un aficionado se habría dado cuenta de que eran las mismas joyas falsas que yo les había facilitado. Cada vez era más difícil conseguir un buen falsificador; el oficio se había degradado en los últimos tiempos.

Sonreí feliz. Teníamos suficientes datos sobre ese trío de rateros de mediana monta y conocíamos su manera de trabajar; podíamos deducir su conducta.

Siempre intuí los pasos que darían una vez que yo les encargase el trabajo.

No exagero, sor Liliana. Supe que irían a la casa de la anciana, con su torpeza de profesionales mediocres dejarían todo repleto de pistas y huellas que los delatarían en cuanto se abriese una investigación, destrozarían la caja fuerte, sacarían las joyas verdaderas y nunca las sustituirían. Luego se moverían a un apartamento minúsculo que tenían en Vicálvaro y allí guardarían las joyas legítimas para entregarme a mí las imitaciones y cobrármelas como originales.

Cada uno de esos pasos se cumplió cabalmente.

La gente es bastante predecible, hermana. A veces hasta me aburren.

Lo que los tres matones desconocían es que Lope y Calderón entraron a ese apartamento cuando ellos pretendían engañarme en la discoteca-prostíbulo. Sí, sor Liliana. Mis muchachos saben que ninguna puerta es capaz de soportar la efectiva acción de un destornillador, un alambre o una placa de rayos X. Mucho menos la puerta de unos gorilas que se sentían tan seguros de sí mismos que dejaron las joyas dentro de un armario envueltas en una bolsa de terciopelo junto a un montón de envases con cereales y esteroides anabólicos.

Mis muchachos en pocos minutos sacaron las joyas verdaderas. De allí, sin esperar ni un segundo, tomaron un coche alquilado y viajaron dos horas y media hasta que dejaron aquellas maravillas dentro del tanque vacío del váter de la habitación 302 del hotel Emperatriz en Salamanca.

¿Me comprende ahora? Yo jamás fui a ese apartamento donde aparecieron muertos los tres gorilas.

Yo nada ganaba con la muerte de esos memos.

El plan era alejarme sin prisas, tomar desde Lisboa un avión y reunirme con unos discretos compradores y, cuando ya todo estuviese tranquilo, largarme a descansar en Nueva York para regalarme muchas alegrías, como siempre ha sido ir al Serendipity 3, donde pensaba disfrutar de un Golden Opulence Sundae, que es algo, sor Liliana, que si usted no conoce debe probar alguna vez. Se lo juro. Es tan sabroso que aunque puede ser un postre del gusto de funcionarios que acaban de ganar un premio de lotería, nunca puedo privarme de él, porque para mí es como si me estuviese devorando un cuadro de Klimt o de Fra Angélico.

Y así estaba previsto que mientras yo paladeaba mi Sundae, la policía madrileña encontraría pruebas suficientes para encerrar a ese trío de negligentes, que además aparecerían cargados con el montón de billetes falsos con que yo les había pagado su comisión.

El caso es que algo se escapó de mi control absoluto, sor Liliana. Y ahora en vez de los rascacielos de Manhattan o de un helado con vainilla, láminas de oro comestible, frutas confitadas parisinas y trozos de chocolate de Chuao, lo que tengo frente a mí es este árbol de flores color rosa que a usted le encantaría contemplar.

Amalia, la jefa de las enfermeras, me dijo que se llama magnólia.

¿A usted le gustan los árboles?

¿Le gustan al menos un poco?

Sí.

Lo confieso.

Hay momentos, momentos pequeños y fugaces, en que me agradaría que usted pudiese responder algo. Debe de ser aburrido estar en coma. Una persona en coma solo puede ser igual a sí misma. Y eso es casi la muerte. Ser uno. Ser solo uno.