Se ha dicho mil veces y, sin embargo, es necesario repetirlo: una antología es una arbitrariedad y, como casi todos los actos que ponen en juego el arbitrio, es insuficiente e incompleta. En el fondo, la naturaleza de cualquier selección está tejida por la exclusión. En el caso que nos ocupa, además, debo despejar el panorama: no me han guiado criterios académicos en la escogencia de los poemas; ni siquiera me ha animado el responder a un ceñido plan cronológico. Simplemente, he ido añadiendo poema tras poema como si fueran los ingredientes de una cocina que se quiere abundante, diversa y sustanciosa. El único criterio que me ha señalado el camino es el de optar por los mejores poemas; ni uno solo que no me haya parecido estupendo lo he traído al fogón. Quiero decir: ha privado la consideración del poema antes que el autor. De hecho, grandes poetas están lejos de estas páginas, y a nadie debe extrañar, ya que no he confeccionado una galería de nombres sino una batería de poemas. ¿Omisiones? Muchas: tantas como para que el lector haga su propia antología a partir de las ausencias. Así es el diálogo (iba a decir la batalla) entre el lector de una antología y quien la realizó.
He organizado el amor, que brilla en las páginas que siguen, en tres grandes ramas: el amor ausente, el amor oculto, el amor pleno. Las tres están dominadas por una fuerza que interrumpe el curso diario de la existencia de los involucrados. Así lo han constatado a lo largo de la historia disímiles observadores del trance amoroso. Para el doctor Freud era del siguiente tenor: «No hay gran distancia entre el enamoramiento y la hipnosis... El hipnotizado da, respecto del hipnotizador, las mismas pruebas de sumisión humilde, docilidad y ausencia crítica que el enamorado respecto del objeto del amor». Entre el enamorado y el enajenado se lanzan más de una similitud: ambos están gobernados por una fuerza externa que motoriza una fuerza interior, bien sea el deseo o la locura; ambos han abandonado el curso ordinario de la vida, para entrar en una suerte de huracán de acontecimientos que, siendo ínfimos, se revelan ante ellos como nunca antes vividos. Todo es nuevo, todo es original: el universo parece estrenarse con la mirada de los hipnotizados que van por la calle como levitando, como los únicos dueños de la liviandad.
Pero el amor, como toda enfermedad, causa dolor. Nadie podría soportar la vida en la condición del enamorado. Después de todo, el hipnotizado es alguien que padece. Para nadie es un secreto que la frontera entre el placer y el dolor es delgadísima, tanto como el calor que reconforta y el ardor que lacera. El estado del enamorado es fronterizo: es feliz, pero está a milímetros de la desgracia. Su dicha depende del otro, el fundamento de su alegría es la carencia que otro compensa totalmente, al menos mientras dure su levitación inexplicable.
De otra manera está hecho el amor ausente. Si el amor pleno es físico, el ausente crece en la casa de la imaginación, y esta residencia es proclive a engrandecerlo todo como si sus paredes fuesen un vidrio de aumento. Los cuerpos se hacen mejores, las danzas amorosas más ardientes, los ojos más grandes, los olores memorables, el grado de la felicidad brilla superlativo. En proporcional magnitud a la maravilla que cultiva la memoria, el dolor de la ausencia es profundo. Se dan la mano lo que esplende en el recuerdo y lo que deprime en el presente. La plenitud que fue, ha cavado el hueco donde sufrirá el enamorado que ha perdido los ojos que lo sujetan.
El amor oculto es otro imán. Tallado en el poder de la trasgresión, catapultado por el sigilo del que se esconde y, finalmente, atado por las cuerdas de la complicidad, esta trama puede llegar a ser más fuerte que el odio. Dos cómplices de una traición van de la mano por el laberinto, insuflados por un viento inevitable: poseerse, a pesar de los peligros que supone la posesión. El desafuero los gobierna y le confiere al deseo una intensidad mayor que la que puede concederle la legitimidad. La trasgresión es un elemento como la pimienta: vale por sí misma y catapulta los otros sabores del plato. A la maravilla hipnótica del enamorado, el estado de ocultamiento le añade una fuerza todavía mayor: se ama infringiendo; así será de poderoso el deseo.
A las tres ramas del amor las sostiene un sentimiento común. Me refiero a la entrega, a la disposición de darlo todo, sin cálculo, con o sin correspondencia. Quien ama está saliendo de sí mismo buscando otra alma en igual disposición. Abandonarse, olvidarse, entregarse, desfallecer en los brazos del otro, son los actos del enamorado. Conservarse, preservarse, atesorarse no son vocablos que le pertenecen. Nada sensato es propio de sus dominios. La locura es el signo de su felicidad.
R.A.L.
Cayo Valerio Catulo nació en Verona, 87 años antes de Cristo y murió en Roma, cuando apenas contaba treinta y tres años. Su padre era amigo personal de Julio César, y su familia era de las más nobles de su tiempo. Este poeta enamorado de Lesbia, llevó la vida de un aristócrata acomodadísimo y casi feliz. Contribuyó con la generalización de las costumbres asiáticas en la república romana: los muchachos se depilaban las cejas y se perfumaban, se enjoyaban, se cubrían de telas finísimas y calzaban sandalias.
Mísero Catulo, deja de hacer locuras,
y lo que ves perdido, por perdido tenlo.
Una vez brillaron para ti luminosos soles,
cuando ibas donde te llevaba una niña,
amada por mí como no lo será ninguna.
Eran muchos entonces los goces que querías,
y nunca la niña te rehusaba alguno.
Una vez brillaron para ti luminosos soles.
Ella ahora no quiere, no quieras tú tampoco,
ni persigas lo que huye, ni arruines tu vida,
sino que obstinadamente resiste, no cedas.
Adiós, niña. Ya Catulo no cede,
no te solicitará contra tus deseos:
Y tú te dolerás cuando nada te pida.
¡Ay de ti, miserable! ¡Qué vida te espera!
¿Quién irá a ti y quién ahora te verá hermosa?
¿A quién amarás o de quién dirás que eres?
¿A quién besarás y qué labios morderás ahora?
Mas tú, Catulo, mantente y no cedas.
Según Harold Alvarado Tenorio, Li Bai creció en Sichuan, pero pronto abandonó el hogar paterno y se largó al centro buscando a alguien que reconociera su talento. Finalmente, encontró a muchos y afirma el traductor que: «Hoy sabemos que fue uno de los más grandes poetas de todos los tiempos y culturas». Además de su inmensa obra, también se dice que le gustaba sobremanera la fama y la riqueza. El poeta nació en el año 701 y murió en el año 762 d. C.
I
¿Dónde está mi verde pabellón?
Entre aquellas nubes de azul.
De su mágico espejo
cuelga un río en otoño.
La brisa de primavera
agita mi traje de seda.
Con tristeza miro la alcoba vacía.
En una carta van mis lamentos:
si hubiésemos sido una pareja de aves
volaríamos juntos sin separarnos.
VI
El río Chune me separa de ti.
Las riberas del río Amarillo
reverdecen con la primavera.
Mi tristeza no conoce descanso,
y parece una ola que agita la mar.
Quiero verte y no puedo.
Apenas puedo enviarte,
–mi lejana belleza–,
una lágrima.
XI
Cuando vivías conmigo
Las flores alegraban la casa.
Al marcharte
Dejaste el lecho vacío.
La manta que bordaras, intacta,
permanece doblada.
Han pasado tres años
y tu fragancia no se disipa.
¿Dónde estás, amor mío?
Me faltas.
De los árboles caen ya amarillas las hojas.
Lloro,
y en el verde musgo brillan mis lágrimas.
A la gran poetisa que fue Sor Juana se le conoce también como «la monja de México». Cuentan que ingresó al convento después de perder a su novio, pero no por ello dejó de escribir versos entre sagrados y profanos. Octavio Paz le dedicó su más largo y exhaustivo ensayo, una joya que nos entrega un capítulo de la vida mexicana, el de la vida de la religiosa que no pudo eludir el martirio que suele imponer la intolerancia. Nació en 1651 y murió en 1695.
Amado dueño mío:
escucha un rato mis cansadas quejas,
pues del viento las fío
que breve las conduzca a tus orejas,
si no se desvanece el triste acento
como mi esperanza en el viento.
Óyeme con los ojos,
ya que están tan distantes lo oídos
y de ausentes enojos
en ecos de mi pluma mis gemidos;
y ya que a ti no llega mi voz ruda,
óyeme sorda pues me quejo muda.
Si del campo te agradas,
goza de sus frescuras venturosas,
sin que aquestas cansadas
lágrimas te detengan enfadosas;
que en él verás, si atento te entretienes,
ejemplo de mis males y mis bienes.
Si el arroyo parlero
ves galán de las flores en el prado,
que amante lisonjero
a cuantas mira intima su cuidado,
en su corriente mi dolor te avisa
que a costa de mi llanto tienes risa.
Si ves que triste llora
su esperanza marchita en ramo verde
tórtola gemidora,
en él y en ella mi dolor te acuerde
que imitan con verdor y con lamento
él a mi esperanza y ella mi tormento.
Si la flor delicada,
si la peña, que altiva no consiente
del tiempo ser hollada,
ambas me imitaban, aunque variamente,
ya con fragilidad, ya con dulzura,
mi dicha aquélla, y ésta mi firmeza.
Si ves el ciervo herido
que baja por el monte acelerado,
buscando, dolorido,
alivio al mal en un arroyo helado,
y sediento al cristal se precipita,
no en alivio, en el dolor me imita.
Si la liebre encogida
huye medrosa de los galgos fieros,
y por salvar la vida
no deja estampa de los pies ligeros,
tal mi esperanza en dudas y recelos
se ve acusada de villanos celos.
Si ves el cielo claro,
tal es la sencillez del alma mía;
y si, de luz avaro,
de tinieblas emboza el claro día,
es con su oscuridad y su clemencia
imagen de mi vida en esta ausencia.
Así que, Fabio amado,
saber puedes mis males sin costarte
la noticia cuidado,
pues puedes de los campos informarte,
y pues yo todo a mi dolor ajusto,
saber mi pena sin dejar tu gusto.
Mas ¿cuándo (¡ay, gloria mía!)
mereceré gozar tu luz serena?
¿Cuándo llegará el día
que pongas dulce fin a tanta pena?
¿Cuándo veré tus ojos, dulce encanto,
y de los míos quitarás el llanto?
¿Cuándo tu voz sonora
herirá mis oídos, delicada,
y el alma que te adora,
de inundación de gozos anegada,
a recibirte con amante prisa
saldrá a los ojos la desatada risa?
¿Cuándo tu luz hermosa
revestirá de glorias mis sentidos?
¿Y cuándo yo dichosa
mis suspiros daré por bien perdidos,
teniendo en poco el precio de mi llanto?
¡Que tanto ha de penar quien goza tanto!
¿Cuándo de tu apacible
rostro alegre, veré el semblante afable
y aquel bien indecible,
a toda humana pluma inexplicable?
Que mal se ceñirá a lo definido
lo que no cabe en todo lo sentido.
Ven, pues, mi prenda amada,
que ya fallece mi cansada vida
de esta ausencia pesada;
ven, pues, que mientras tarda tu venida,
aunque me cueste su verdor enojos,
regaré mi esperanza con mis ojos.
Nació en Inglaterra en 1612, pero a los dieciocho años emigró a los Estados Unidos y allí murió en 1672. No sé sabe cómo hizo para tener ocho hijos y adelantar una obra poética. Es una heroína de la paciencia y el verso. A su poesía se le tiene como una de las primeras exponentes de la metafísica doméstica, que con tanto acierto fuera cultivada en Norteamérica.
Si alguna vez dos fueron uno, sin duda nosotros.
Si hombre alguno fue amado por su esposa, entonces tú.
Si esposa alguna fue dichosa con un hombre,
compárense conmigo las demás, si pueden.
Aprecio tu amor más que todas las minas de oro
y todas las riquezas que guarda el Oriente.
Mi amor es tal que los ríos no pueden extinguirlo,
ni nada más que amor de ti, recompensarlo;