portada
portadilla.jpg

Adentro, una hiena
Primera edición: julio - 2015


© José Libardo Porras

© Alcaldía de Medellín – Secretaría de Cultura Ciudadana

© Fondo Editorial Universidad eafit

Carrera 48A No. 10 sur - 107 tel. 261 95 23, Medellín

http://www.eafit.edu.co/fondoeditorial

e-mail: fonedit@eafit.edu.co

ISBN 978-958-720-283-0


Porras, José Libardo, 1959-

Adentro, una hiena / José Libardo Porras. -- Medellín: Fondo Editorial Universidad EAFIT, Alcaldía de Medellín. Secretaría de Cultura Ciudadana, 2015.

132 p.; 21 cm. -- (Ediciones Universidad Eafit)

ISBN 978-958-720-283-0

1. Novela colombiana. I. Tít. II. Serie

C863 cd 21 ed.

P838

Universidad Eafit- Biblioteca Luis Echavarría Villegas


Coordinación: Claudia Ivonne Giraldo

Edición: Marcel René Gutiérrez

Corrección: Felipe Restrepo David

Diseño de carátula: Alina Giraldo Yepes,

imagen a partir de: 216256048, ©shutterstock.com


ePub por Hipertexto / www.hipertexto.com.co


El presente libro se publica gracias al apoyo

de la Secretaría de Cultura Ciudadana

de la Alcaldía de Medellín


Editado en Medellín, Colombia, Suramérica

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio

o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial.

A Rosario
In memoriam

Tabla de Contenido

Portada

Portadilla

Créditos

Tabla de Contenido

Sala de espera

Indicios

Síntomas

Diagnóstico

La 322 de Pensionados

El ingreso

La 322 de Pensionados

Tramal

Descanso y relajación

Ritos

Debilidad o fortaleza

Dos días

Recuerdos

Corazón contento

La Whipple

Regreso

Milagro

Moría el amor

Matrimonio perfecto

Prospecto de viaje

¡Buen viento y buena mar!

Experiencia estética

Rutinas

La vuelta

Sala de espera

Indicios

—Las mujeres heredamos las arrugas y el destino de la madre.

¿Destino? Salté a ver si esa pitonisa con voz de fumadora prendía un tabaco o desplegaba una baraja. Mezclando intimidades con culinaria y trucos para preservar la juventud y la belleza, Victoria y ella me mostraron que podían prescindir de mí; con el asunto del destino me lo remachaban, pues no se me ocurría nada ingenioso para terciar en la conversación: el destino es un tema que conviene coger con pinzas y lo evito desde la tarde en que una gitana, recorriéndome las líneas de la palma con su dedo, me au-guró logros y reconocimiento y habló de zonas de luz y de sombra sin aclarar si logros y reconocimiento eran luz o, por el contrario, oscuridad. La experiencia me cabreó y me produjo la sensación de vivir bajo vigilancia, de que siempre habría ojos observándome por más que me escondiera. Y como la incomodidad persistía opté por hacerme el sordo cuando el asunto aflorara.

—Por eso –añadió–, para saber cómo serán la madurez y la vejez de una muchacha basta ver a la mamá. Vean las fotos de Lola Flores y Lolita, de Raquel Ércole y Patricia…

Al escenario acudieron famosas con sus hijas famosas también: Judy Garland y Liza Minnelli, Ingrid Bergman e Isabella Rosellini, Carolina de Mónaco y Carlota Casiraghi…

Advertí una sombra de pavor en el parpadeo de Victoria y le iba a acariciar los crespos de oro y cobre diciéndole que no temiera, que si las montañas se derrumbaban yo estaría ahí para protegerla (un heroísmo que no cuesta ni un centavo prometerlo), pero la afirmación de la otra me tenía paralizado.

Siendo Victoria todavía una muchacha, un accidente de tránsito convirtió a su abuelo materno en un guiñapo incapaz de espantar las moscas que se le posaban en la nariz, entonces la abuela se resignó a ser la porción humana de ese vegetal y solo al llegarle la muerte entregó la antorcha a doña Libia, su hija, quien se aplicó a limpiar la caca y las babas al carcamal hasta verlo morir a la edad de noventa y dos años.

Doña Libia era partidaria de ver el lado amable de las cosas y, como con su padre, ahora sonreía si su esposo ocultaba la comida bajo el mantel, si pretendía dar de limosna lo que llevaban para cancelar las facturas del agua y la energía o si inventaba parientes que los visitarían. (¿Ya llegaron las López Herrera? La cantaleta arrancaba al clarear. Ella sonreía. No. Las López Herrera murieron hace veinte años. ¿Murieron? ¡Ah! Entonces ahora sí me tranquilizo. Al acostarse, la cantaleta perduraba y ella seguía viendo el lado amable). En términos de luz y de sombra, doña Libia catalogaría como luz la dedicación al cuidado de sus dos hombres.

Sabiendo que la mujer era modista, le asigné dos oficios más: por la voz, el de jefa de personal en un taller de mecánica automotriz, y el de hechicera por sus palabras, y la imaginé paseando por un galpón, la ceniza del cigarrillo a punto de caer en el hombro de un obrero, y luego en su consultorio, en penumbras, ante una mesa con la bola de cristal, ajustando su salario mediante la adivinación.

Coincidimos con ella por primera vez en la cafetería del Hospital Universitario, cuando acompañaba al marido a una cita de control en Consulta externa y nosotros estábamos en Urgencias por un dolor al que la alopatía, la homeopatía y la bioenergética no le hacían ni cosquillas; al que la reflexología, la masoterapia, la quinesioterapia y la fisioterapia no le valían; al que no le valía nada, ni la magia ni los rezos, y a la media hora los cuatro conocíamos con pelos y señales nuestros respectivos males y tratamientos: a ella le habían extraído el útero y el apéndice y a él la vesícula; Victoria, en aras del equilibrio, les reveló que tenía un solo riñón en forma de herradura con el polo inferior dirigido hacia la línea media.

El médico del marido consideraba que el protocolo era palabra de Dios y debía cumplirse al pie de la letra; en consecuencia, ese día le mandó un examen para medir el colesterol y los triglicéridos. A mí, el doctor Álex Sanclemente, médico de guardia que se pasaba los protocolos por la faja, me administró no sé cuántos miligramos de morfina clorhidrato al 3% en un litro de suero y me ordenó radiografías, un TAC del tórax y el abdomen y exámenes de sangre, incluido el de VIH, para el cual debí firmar un consentimiento. Ahora los cuatro esperábamos los resultados conjeturando que al marido de la modista le prohibirían la grasa, el azúcar, el licor y el cigarrillo y le ajustarían la dosis de lovastatina de acuerdo con el protocolo. ¿Y a mí? Temí por la teoría de que las mujeres heredaban el destino de la madre.

Laura, hermana mayor de Victoria, cada dos días debía acarrear al esposo en la silla de ruedas hasta la Unidad de Trasplantes del hospital a que le infligieran el suplicio de la diálisis. La segunda hermana, Clemencia, en proceso de separación, estaba unida a Germán, que cojeaba en un proceso similar y que a causa del colesterol y los triglicéridos, como el compañero de la modista, sudaba a chorros y el corazón se le ponía a mil incluso cuando lomecían en la hamaca, lo que no les impediría contraer matrimonio tan pronto se consumaran los divorcios. Pero transcurrían semanas y meses y, cuando no faltaba nada… ¡Mentira! Faltaba una firma. Laura vaticinaba que su hermana sería viuda antes que divorciada.

Laura y Clemencia no se extrañarían si les cayera una carga dos o tres veces más pesada: tener que llevar cargas de mula les venía de la mamá y la abuela, y quizá la bisabuela y la tatarabuela. Era una marca de sangre, un estigma. Un destino. Era de esperarse que el crupier del universo no les echara los oros y los diamantes sino las cartas de la guadaña y la Cruz Roja; no las sotas, los reyes y los ases sino las calaveras.

A Victoria, como si fuera la ungida, no la tocaban las contrariedades que a Laura y Clemencia les llovían. Vicky nació con estrella y nosotras estrelladas, repetía Laura. Las puertas se le abrían y los obstáculos se le desvanecían. Pero, según el planteamiento de la nostradamus que nos acompañaba, por ser hija de doña Libia también remataría su existencia arrastrando un lastre, unida a un enfermo por caridad, lástima, gratitud o todas esas causas juntas, señalada por el destino para cuidar de él: acompañarlo a las citas de control, acarrearlo a la diálisis, espantarle las moscas y secarle la saliva. A eso la obligaría un ser de fábula que ni ella sabría definir y al que por comodidad en unas ocasiones denominaría Amor y en otras Deber.

A Victoria no la ceñía en plenitud el sino de la madre… Aún. Aún no la comprometían las adversidades que a sus hermanas les sobraban. Aún.

Sobre el parloteo de las mujeres prevalecían los estornudos, toses, carraspeos, lamentos y alaridos que constituyen la música de los hospitales. Mi cerebro martillaba: aún, aún. Las tragedias de doña Libia, provenientes de la abuela o quién sabe de qué oquedades del tiempo, y que se actualizaban en Laura y Clemencia, eran posibilidades, latencias. Amenazas. Asaltantes al acecho en los callejones.

Pero yo no quería ser quien obligara a Victoria a continuar la tradición de las mujeres de su estirpe. O en Victoria se rompería la cadena de la fatalidad familiar consistente en que las mujeres coronaban sus vidas arrastrando a un achaquiento por laberintos de consultas y quirófanos, por entre emanaciones de alcohol y cloroformo, llevándolo a terapias y pruebas de laboratorio y acompañándolo a las citas de control, o no lo haría conmigo. Por alguna razón, cuando llegara a ese tramo de su camino yo saldría de su vida. Si la fortuna la disponía a envejecer encartada con un inválido, allá ella. Por mi parte, confiaba a ciegas en mi futuro. Contaba con él como el comerciante cuenta con sus depósitos bancarios. Mi esperanza era llegar a los cincuenta como a un paraíso. No veía la hora de empezar a cosechar los frutos de la campiña abonada y cultivada con paciencia durante cuarenta y cinco años. Se me aguaba la boca al imaginar el futuro, cuando me dedicaría a darme gusto siquiera hasta los ochenta o noventa, como mis abuelos. El lunar de mi futuro era que no comenzara al instante y yo tuviera que esperar.

Por cuarenta y cinco años, esa esperanza había transmutado las hieles en miel.

La infancia había sido el reino de los bonitos; la adolescencia, el de los avispados; la juventud, el de los que no temían salir al ruedo ni lanzarse al charco a hacer el oso con tal de realizar sus proyectos; y la adultez, el de los intrigantes y los mafiosos. Mientras más atrás dirigía la vista, más me caían pruebas de que en el pasado siempre habían reinado los otros y solo la esperanza de llegar al medio siglo como a un paraíso me permitía sobrevivir sin convertirme en un cafre.

Pero los bonitos empezaron a pudrirse y desmoronarse: conmovía verlos, calvos y panzudos, en compañía de sus mujeres jamonas, con una corona de espinas con la inscripción INRI. Conmovía y daba risa. ¿En ese horror paraba la belleza? Costaba creer que fuera tan deleznable la barrera entre la grandeza y la insignificancia. Y de los avispados y los temerarios que treparon e intrigaban para mantenerse en la cima y engordar sus negocios, ¡ni se diga! Ya se tambaleaban: al despuntar, el sol los fulminaba con los rayos de otra crisis u otro escándalo. A aquellos los requería el hospital (y a algunos el cementerio) y a estos la deshonra. Unos y otros tuvieron su cuarto de hora, sus quince minutos de gloria. Pero ya su reinado culminaba y caerían con los estruendos de un escaparate al rodar por las escaleras. Y a nadie le sorprendería su desplome, pues por la ley del equilibrio cósmico es norma que caiga lo de arriba y ascienda lo de abajo como lo es por la ley de la compensación universal que el esfuerzo rinda sus frutos.

Tales leyes no existen, sin embargo, uno las inventa y con ellas, como si fueran lentes, prismas y espejos, arma su telescopio personal para otear el mañana. Ese telescopio se llama esperanza y tiene la capacidad de desvirtuar el objeto y reflejar la imagen de lo que uno desea con todo el deseo.

Lo veía con aumentos de miles de x, como si lo tuviera en las narices: yo llegaría a la meta y no sería más el cero a la izquierda, el nadie, el que hacía de figurante o a lo sumo de bufón mientras los bonitos, los espabilados, los temerarios, los intrigantes y los mafiosos señoreaban la escena, faroleaban y se atiborraban…

Ese imaginario porvenir a cuerpo de rey había justificado las penurias: las espinas del día a día fueron monedas que yo desembolsaba con gusto a cambio del porvenir. Era como pagar por adelantado, por cuotas, una temporada de vacaciones en un hotel que nadie ve y del cual se sabe que lo oculta una nebulosa en la lejanía, más allá de las montañas; una cabaña de lujo, un resort en la distancia, la tierra prometida en el horizonte. El telescopio me permitía contemplar la maravilla y solazarme.

El paraíso florecería y fructificaría pronto. Por la ley de la inexorabilidad, esa de que no hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla, ya llegaría su hora. Ya se acercaba. Un poco más, otro esfuerzo y lo tendría ante mí, a la mano. Esa era mi esperanza.

Un chillón moqueaba y se refregaba los mocos. En vano, mis ojos le suplicaron a su mamá que lo amordazara y enjaulara con tal de callarlo y evitar que fuera por ahí infectando con su mano lo que uno iba a tocar. La adivina y Victoria le daban al chismorreo. El marido me miraba en busca de apoyo para intervenir. Yo lo ignoraba.

El ayer siempre había sido el reino de los otros. El mañana sería el mío. Por el tubo con lentes, prismas y espejos con millones de aumentos veía al futuro aguardándome con brazos abiertos como un padre al hijo extraviado; el futuro me compensaría los sacrificios y las amarguras. El futuro era promesa de redención: si por las leyes de la vida a los otros los esperaba la podredumbre, el desmoronamiento y la deshonra, un valle de lágrimas, por así decirlo, a mí me aguardaba el paraíso.

No entendía que los otros consiguieran vivir sin la promesa de un edén y con la amenaza de un valle de lágrimas, o que no corrieran a arrojarse por un precipicio, y no sabía si compadecerlos o admirarles su estoicismo. Sin la esperanza del paraíso yo no habría sobrevivido ni la infancia.

La cháchara me llegaba en fragmentos como con sordina y era una hazaña seguir las ideas. El hombre consultaba el reloj y bostezaba. Victoria también se aburría.

—Pasaron las verdes y las maduras –dijo la modista.

¿Pasaron? ¿Quiénes? La conversación con las mujeres tenía sus dificultades: brincaban de un lado a otro, rozaban los temas, picaban aquí y allá y dejaban todo como sobrado de tigre: sacar una conclusión equivalía a coser una colcha de retazos. ¡Las verdes y las maduras!, me repetí; pensé en agregar: “Unas son de cal y otras de arena” y me figuré a Victoria, que apenas decía lo preciso, en un diálogo formado con frases de esa índole: un diálogo como de Los tres chiflados.

El destino, me dije, es una mezcolanza de verdes y maduras.

Era una frase tremenda que encajaba la idea de las verdes y las maduras en el tema del destino. La saboreé.

De la mezcolanza de verdes y maduras que es el destino, yo postergué lo mejor para el final; mis camaradas, en cambio, se empetacaron de una vez las maduras. Yo empecé por las verdes y esperé a terminar mi carrera en la universidad para comenzar a intercalar de vez en cuando una madura, eso sí, menos pequeña a medida que transcurría el tiempo. Así que no todo fue bazofia: un día, la oruga dio paso a la crisálida y esta a la mariposa. Contemplándolos desde las nubes, calvos, panzudos, intrigantes y mafiosos me parecían hormigas. Provocaba aplastarlos con el pie.

La charla de las mujeres no tenía ni pies ni cabeza. “Aún... Aún”. Yo remolía la idea de que Victoria también terminaría atada a un enfermo por caridad, lástima o gratitud, y que yo podría ser ese enfermo.

Una ola de pavor me subió por el espinazo al contabilizar las maduras que ya me había empetacado. Me pasaban por la cabeza la graduación, los empleos bien remunerados aunque efímeros, las calles de la ciudad, la brisa en el rostro; la noche, la fiesta y la borrachera. La embriaguez del amor y la del placer; la embriaguez de la amistad. La palabra, el misterio. Las maduras de mi pasado desfilaban ante mis ojos como una selección de escenas de cine y me colmaban de rostros y voces, de colores y formas, de olores y sabores. Bastó que en mí despertara el sibarita para que a los cuarenta y cinco ya me hubiera empetacado una bonita cantidad de maduras. Con las restantes se intercalarían las verdes que faltaban: de ahí la vacilación. Eso explicaba el “aún”. Esas verdes sazonarían las últimas maduras: yo envejecería en paz; vendría la jubilación; los setenta y ochenta años me hallarían paladeando los frutos más dulces: una carrera, un nombre, un amor. Un mundo. Mientras mis excamaradas, que no sembraron, se pudrían y desmoronaban, mientras tambaleaban y caían con estruendos, yo cosecharía. Y desde las alturas, con cierto tonito, les gritaría “¡Todo tiempo pasado fue mejor! ¡El que ríe último ríe mejor! ¡Adiós! ¡Adiós!”, y los echaría al olvido.

La modista pitonisa hablaba por dos; el marido agitaba la atmósfera apretada de virus y bacterias moviendo la cabeza de arriba abajo.

En colonias en forma de cadena, racimo de uvas o arrume de ladrillos, los bacilos de Koch, las salmonellas, los clostridios, los neumococos, los estreptococos y los estafilococos surcaban el espacio de la sala de espera en busca de una boca o una fosa nasal que los acogieran en su tibia humedad para reproducirse a sus anchas. Provocaba buscar una máscara de seguridad industrial o al menos un tapabocas.

Yo ojeaba a la pareja calculando cómo habrían administrado sus verdes y maduras, si acaso recibieron alguna madura, pues tenían aspecto de conocer solo verdes, que eran las que gastaban en la actualidad, y no daban señas de tener reservado para el final el postre del destino, como yo. Los tres íbamos por los cuarenta y cinco abriles, pero a diferencia de ellos, que no tenían más qué perder, yo conservaba el apéndice y la vesícula y podía alardear de mi historia clínica. ¿Visitas al médico? Las de la revisión anual, siempre satisfactorias. ¿Hospitalizaciones? Ni una. Una entrada al quirófano por un quiste pilonidal. En síntesis, nada de importancia: un roble en comparación con el promedio de mis contemporáneos. La modista, su esposo enfermo del colesterol y los excamaradas pudriéndose y desmoronándose estaban de muestra. Lo único preocupante, si cabe la hipérbole, era el dolor en la espalda.