Título:
¿Qué fue de la modernidad?
© Gabriel Josipovici, 2010
Edición original en inglés: What Ever Happened To Modernism?
Yale University Press, 2010
De esta edición:
© Turner Publicaciones S.L., 2012
Rafael Calvo, 42
28010 Madrid
www.turnerlibros.com
Primera edición: mayo de 2012
© de la traducción: Gregorio Cantera, 2012
Corrección y coordinación: José Antonio Montano
ISBN: 978-84-1542-761-2
Diseño de la colección:
Enric Satué
Ilustración de cubierta:
The Studio of Fernando Gutiérrez
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
turner@turnerlibros.com
Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.
Prefacio
I No hay palabra que no me lleve a ponerme en guardia
Primera parte. El desencantamiento del mundo
II Los oráculos han enmudecido
III ¿Qué vamos a beber en el desierto?
IV La angustia es el vértigo de la libertad
V Reparé en el murmullo que me susurraba
Segunda parte. Modernidad
VI Es una muerte rápida, que Dios nos asista
VII La marquesa salió a las cinco
VIII Un universo insólito, carente de indicadores
IX El cuerpo mutilado fue devuelto al mar
X Fernande se ha fugado con un futurista
XI Un payaso quizá, mas con aspiraciones
XII Preferiría no hacerlo
Tercera parte. Ayer, hoy y mañana
XIII La imitación de una acción
XIV Hizo falta talento para llevar el arte por tan mal camino
XV Historias de la modernidad
Créditos de las ilustraciones
Agradecimientos
Notas
Para Gordon Crosse y John Mepham
Nada se me ha regalado, todo me lo he tenido que ganar: no solo el presente y el futuro, sino también el pasado; hasta esta herencia que todo ser humano suele recibir me he tenido que ganar, y quizá con más denuedo aún.
KAFKA, Cartas a Milena
Algunos acontecimientos me colocarían en una situación tal que ya no podría continuar con los viejos juegos de lenguaje. Una situación en la que se me privaría de la seguridad del juego.
WITTGENSTEIN, Sobre la certeza
–¿De modo –dijo don Quijote– que ya la historia es acabada?–Tan acabada es como mi madre –dijo Sancho.
CERVANTES, Don Quijote de la Mancha
La primera conferencia a la que asistí por placer en Oxford, de estudiante, fue una que impartió lord David Cecil en la Literary Society sobre “La novela inglesa actual”. Era el otoño de 1958. Entre el instituto y la universidad, yo acababa de pasar un año maravilloso en Londres, tratando de conocer la que, de hecho, era la primera ciudad en que vivía. Me había servido al máximo de sus espléndidas bibliotecas públicas, como las de Putney y Wandsworth, para leer toda la literatura a mi alcance, desde los autores que había descubierto en mis últimos años de secundaria, como Eliot, Donne o Kafka, hasta Tolstói, Dostoievski, Proust y Mann. Acudí a la conferencia de lord David Cecil deseoso de enterarme de quiénes eran los novelistas ingleses que en aquel momento, por decirlo así, proseguían ese camino.
Aparte de la sala rebosante de público, claro indicador de que yo no era el único con ganas de ponerse al día, apenas recuerdo nada de aquel acto; salvo que salí con unos cuantos nombres en la cabeza, como Anthony Powell, Angus Wilson o el de una joven escritora a la que, en opinión de lord David Cecil, no había que perder de vista: Iris Murdoch. Cuál no sería mi decepción cuando, al procurarme sus libros en la biblioteca, descubrí que no tenían nada que ver con los autores que hasta entonces había leído. Sus historias resultaban entretenidas e ingeniosas, tenían intriga, eran brillantes y sin duda estaban bien escritas; pero no se parecían a aquellas que, como las de Kafka o Proust, tan hondo habían calado en mi ánimo. Nunca dejé de preguntarme si la causa de mi reacción estaba en mí o en aquellos autores; pero, como bastante tenía con aprender el anglosajón y con las lecturas del programa, además de las que me faltaban de Thomas Mann, resolví dejarlo para más adelante.
Al cabo de tres años, ya licenciado, pensé que había llegado el momento de volver al asunto de “la novela inglesa actual”. Para entonces, ya me había salido al paso Borges, al que descubrí en las páginas de la revista Encounter y seguí leyendo en las traducciones francesas de la antigua librería Parker’s. También había leído todos los libros que encontré de Claude Simon, que busqué tras una espléndida reseña que Philip Toynbee le había dedicado en The Observer a su última novela, La hierba, donde aparecía aquella maravillosa cita de Pasternak: “Nadie hace la historia; la historia no se ve, como tampoco vemos crecer la hierba”. Además, por Oxford había pasado Alain Robbe-Grillet, como conferenciante invitado de la Maison Française, gracias a lo cual devoré El mirón, bajo cuyo influjo seguía. Estaba claro que en Argentina y Francia, y sin duda en muchos más países, existían otros escritores que seguían la estela de Proust, Kafka y Eliot. Había llegado, pues, la hora de echar un nuevo vistazo a sus pares ingleses y comprobar si mi juicio había sido o no precipitado. Por desgracia, fuera por lo que fuera, no tardé en sentir lo mismo que la primera vez. Aquellos autores seguían sin decirme nada; se me antojaban “ingleses” de un modo como jamás Borges, Simon o Robbe-Grillet podrían parecerme, respectivamente, “argentino” o “franceses”. Los veía como criaturas de un mundo inferior, diferente al de Proust y todos los demás.
En los siguientes decenios, en los ratos que me dejaban libre mis propias novelas, mis obras de teatro y mis obligaciones docentes, a veces volvía a escribir sobre los autores que tanto habían significado para mí, estuviesen muertos, como Kafka y Proust, o aún vivos por entonces, como Borges, Bellow, Georges Perec y Aharon Appelfeld. En mi panteón personal solo daba cabida a dos escritores ingleses: William Golding, quien, a mi entender, había escrito lo mejor de su obra en la primera mitad de la década de 1960; y Muriel Spark, que había cambiado Inglaterra por Nueva York, para refugiarse luego en Italia. Ingenuo de mí, di en pensar que si consignaba mis reflexiones sobre tales autores, no solo abriría los ojos al lector acerca de lo que se proponían, sino que le ayudaría a entender la modernidad, que era donde yo los situaba. No tardé en descubrir, con sorpresa, el poco peso que esos escritores tenían en la cultura inglesa del momento… a la que, por lo demás, estas cuestiones traían sin cuidado. Ya nada quedaba de Encounter ni de Philip Toynbee, imbuidos ambos –revista y crítico– de sensibilidad europea y capaces de imaginar una Inglaterra que fuese más allá de la época victoriana y la posguerra; y lo peor era que nadie había ocupado su puesto. Hasta tal punto que los críticos más asiduos de la prensa dominical y los suplementos culturales se habrían horrorizado de haber sido conscientes de que no se apartaban ni un ápice de los cánones que, a finales de la década de 1950, estableciera lord David Cecil. Del mismo modo, había comenzado el declive de las bibliotecas de préstamo, uno de los blasones de aquella Gran Bretaña a cuyas costas yo había arribado por vez primera en 1956; algunas, de hecho, ya habían desaparecido sin dejar rastro. Como siempre ando en busca de lecturas que me llenen y satisfagan a un tiempo, probé con los nuevos autores que estos críticos proponían, pero me quedé con la misma sensación de vacío que había experimentado tras seguir las recomendaciones de lord David Cecil. Llegué a preguntarme cómo podían diferir tanto mis puntos de vista de los que mantenían ellos, y si la razón se inclinaría a mi favor o hacia el mundo literario oficial. Estaba seguro de no ser un loco (aunque nadie reconoce su propia locura), y además de vez en cuando me cruzaba con personas que veían las cosas como yo. ¿Cómo explicar, pues, tal disparidad de criterios?
Este ensayo trata de responder a esta pregunta. Escribirlo no ha sido tarea fácil. Por razones que expondré en el último capítulo, un libro de estas características ha de ser inevitablemente personal. Lo que no significa que haya de ser necesariamente subjetivo: no me limito a dar a conocer mi postura sobre el asunto, sino que intento convencer al lector. No resulta sencillo, desde luego, mantener el equilibrio entre el tono divulgativo y el profesoral, entre la sobresaturación de datos y su restricción excesiva. Tales cuestiones no se plantean al escribir sobre un autor o una obra en concreto, ya que en estos casos basta con centrarse en el asunto y resaltar todo lo posible su importancia o trascendencia. ¿Cuál sería, entonces, el objeto de un libro como el presente, que a veces habla del devenir de la vida y a veces de problemas sintácticos? Quizá sea esta la razón por la que hay tan espléndidos libros sobre escritores modernos, como The Invisible Poet [El poeta invisible], de Hugh Kenner (sobre Eliot), The Ironic German [El alemán irónico], de Erich Heller (sobre Mann), o Por una literatura menor, de Deleuze y Guattari (sobre Kafka); mientras que dejan bastante que desear, hasta donde se me alcanza, los que se ocupan de la modernidad como movimiento. La causa, en mi opinión, es que los autores que la han tratado, o bien la simplifican, reduciéndola a un mínimo común denominador, o bien la interpretan de manera partidista o sesgada. Con todo, hay trabajos que me han abierto mucho los ojos, como Lo antiguo y lo nuevo: de Don Quijote a Kafka, de Marthe Robert, un estudio sobre la “novedad” que se percibe en el Quijote y en El castillo; o como la primera versión de The Unmediated Vision [La visión inmediata], de Geoffrey Hartman; además de los ensayos de Erich Heller, Maurice Blanchot y Roland Barthes. Cuando me propuse escribir este libro, descubrí que se trataba de un asunto que hoy parece interesar más a los historiadores del arte (la modernidad como visión crítica del arte) que a los críticos literarios. De ahí que la lectura de Los papeles de Picasso, de Rosalind Krauss, y de Farewell to an Idea [Adiós a una idea], de T. J. Clark, me haya resultado tan esclarecedora.
El lector se encuentra, en definitiva, ante un libro personal: un intento de explicar, al cabo de medio siglo, las razones de aquel desasosiego que sentí durante los días ya lejanos de Oxford, y que el paso de los años no ha contribuido a mitigar. Confío, sin embargo, en que las páginas que siguen no hablen solo de mí, sino también de nuestro mundo, de los artistas y del arte.
Lewes, 1 de octubre de 2009
En 1864, con veintitrés años, Mallarmé le escribía a su amigo Henri Cazalis: “Paso los días en completo abatimiento, aplastado por la abulia; de aquí saldré embrutecido, anulado.”1 Poco después comenzó a trabajar en su tragedia en verso Herodías; pero no tardó en sucumbir a otra crisis de impotencia creativa:
Sobre todo, me desespero conmigo mismo. Tras mirarme el rostro inexpresivo y mustio, me aparto del espejo; incapaz de blandir la pluma ante la hoja en blanco, me echo a llorar. A mis veintitrés años, cuando las personas que apreciamos viven rodeadas de luces y guirnaldas, a esta edad que es la única en que puede alumbrarse una obra maestra, ¡ya me siento viejo, acabado!
Casi cuarenta años después, en 1901, un joven poeta austriaco, Hugo von Hofmannsthal, escribía un extraño opúsculo en el que trataba de explicarse a sí mismo, y explicar de paso al mundo, las razones por las que se había visto obligado a suspender su prometedora carrera poética. El texto va en forma de una carta supuestamente escrita por lord Chandos, joven terrateniente inglés del periodo isabelino, a un viejo amigo, que no es otro que el filósofo y político Francis Bacon, a quien da cuenta de su caso:
He perdido totalmente la facultad de reflexionar o hablar sobre no importa qué cosa de forma coherente. Al principio se me fue haciendo paulatinamente imposible hablar sobre un tema elevado o general y para ello llevarme a la boca aquellas palabras de las cuales suele valerse todo el mundo sin pensárselo y con soltura. Sentía un malestar incomprensible con tan solo pronunciar las palabras ‘espíritu’, ‘alma’ o ‘cuerpo.’2
Poco a poco, el mal fue adueñándose de toda la lengua; hasta que fue incapaz de aprehender las cosas “con la mirada simplificadora de la costumbre”:
Todo se me deshacía en partes, las partes de nuevo en partes, y nada quedaba que pudiera aprehenderse con un concepto. Las palabras sueltas flotaban a mi alrededor; se volvían ojos que me miraban fijamente y que yo había a mi vez de mirar; remolinos que giran sin cesar, eso es lo que son, a través de los cuales se llega al vacío y en los que la mirada produce vértigo.
Tratando de salir de semejante estado, vuelve la vista a los antiguos:
Pensé sobre todo en cultivar el trato con Séneca y Cicerón. Con esa armonía de acotados y ordenados conceptos esperaba sanar. Pero no pude acceder a ellos. Esos conceptos yo los entendía perfectamente: veía ascender ante mí su maravilloso juego de relaciones, como magníficos surtidores de agua que juegan con bolas doradas. Podía quedarme suspendido a su alrededor y verlas jugar entre ellas; pero solo se relacionaban entre sí, y lo más profundo, lo personal de mi pensamiento quedaba excluido de su corro. Entre ellas, se apoderó de mí el sentimiento de terrible soledad; me sentía como quien se hallase encerrado en un jardín con nítidas estatuas sin ojos.
“Desde entonces –continúa– llevo una existencia que usted, me temo, apenas podría concebir dado su fluir tan vacío de espíritu, tan vacío de pensamientos”. De puertas afuera, es uno de tantos; pero en su fuero interno es alguien que ha experimentado una profunda transformación. En esa existencia, con todo, no faltan los buenos momentos; solo que también le abandonan las palabras para expresarlos:
Pues se trata de algo totalmente innominado y también probablemente apenas nombrable lo que en semejantes momentos –llenando, cual recipiente, cualquier aparición de mi entorno cotidiano con un desbordante caudal de vida superior– se me anuncia. […] Una regadera, un rastrillo abandonado en el campo, un perro tumbado al sol, un mísero cementerio, un lisiado, una granja pequeña, todo esto puede llegar a ser el recipiente de mi revelación.
Al margen de tales sensaciones, que no sabe si atribuir “al espíritu o al cuerpo”, lleva una existencia “de vacío apenas imaginable”; más penosa si cabe por la conciencia de que, como concluye:
Tampoco el año que viene, ni el otro, ni en todos los años de mi vida escribiré ningún libro en inglés ni ningún libro en latín: y eso por el motivo cuya rareza, para mí tan penosa, dejo a la discreción de su infinita superioridad espiritual, de mirada no cegada, situar en el reino, extendido armónicamente ante usted, de los fenómenos espirituales y corpóreos; y es que la lengua, en la que tal vez me estaría dado no solo escribir, sino también pensar, no es ni el latín, ni el inglés, ni el italiano, ni el español, sino una lengua de la que todavía no conozco ni una sola palabra, una lengua en la que me hablan las cosas mudas y en la que quizá algún día, en la tumba, haya de responder por mis actos ante un juez desconocido.
Diez años después de la Carta de lord Chandos y en otra ciudad importante del ya crepuscular imperio austrohúngaro, Praga, nos sale al paso un Franz Kafka de veintisiete años, que anota en su diario una experiencia no muy alejada de la del joven caballero isabelino de Hofmannsthal. Sucedió en su oficina, mientras dictaba un escrito:
Casi al final, cuando trataba de redondearlo, me quedé atascado y no podía hacer otra cosa que mirar a la señorita K., la taquígrafa, quien, fiel a su costumbre, aguardó expectante, movió la silla, carraspeó y tamborileó con los dedos en la mesa […] Al fin di con la palabra que estaba buscando, ‘estigmatizar’, pero la mantuve en la boca, con tanto asco y vergüenza como si se tratase de un trozo de carne cruda, de carne cortada de mí mismo.3
Un año antes, le había escrito a su amigo Max Brod, con quien había viajado no hacía mucho a París:
No puedo escribir. No he escrito ni una sola línea que merezca la pena; es más, he tirado lo poco que llevaba desde el regreso de París. No hay palabra que no me lleve a ponerme en guardia; no suelto ninguna sin haberla examinado antes por todos lados; las frases se me deshacen en las manos, veo cómo son por dentro, y entonces tengo que parar.
Doce años más tarde, cuando ya había escrito lo que hoy consideramos lo sustancial de su obra (una obra que, en palabras de Auden, contiene la visión más lúcida del siglo XX), Kafka envía otra carta a Brod que nos demuestra que aquellas tempranas quejas no eran los típicos balbuceos de un joven escritor en busca de su estilo, sino que se trata de algo mucho más desconcertante y perturbador:
Anoche, inquieto, sin poder conciliar el sueño, con estas ideas golpeándome las sienes, volví a reparar en algo que he tenido olvidado en este periodo de calma relativa: que me muevo en un terreno extremadamente sutil, casi impalpable, que discurre por encima de una fosa rebosante de espectros, donde acechan poderes tenebrosos que pueden acabar conmigo cuando les venga en gana… La literatura me ayuda a vivir, aunque ¿acaso no sería más cierto decir que me ayuda a sobrellevar la vida que me ha tocado en suerte? Lo que no significa, claro está, que sea mucho mejor cuando no escribo. Al contrario: es mucho peor, casi insoportable, y esta locura es el único remedio que conozco.4
Cuarenta años después, nos encontramos con el libro de conversaciones sobre pintura, en francés, entre Samuel Beckett, que llevaba ya tiempo instalado en París, y Georges Duthuit, crítico de arte y yerno de Matisse. En el primer diálogo, dedicado al pintor incomprendido Tal-Coat, tan admirado por Wallace Stevens como por el propio Beckett, dice este: “Me refiero a ese arte […] ahíto de tímidas proezas, harto de simular que aún se puede, que todavía es posible hacer un poco mejor lo de siempre, de dar un discretísimo paso adelante por la misma y monótona senda.”5 “¿Por qué lo sustituiría usted?”, le pregunta un atónito Duthuit. “Por la expresión de que no hay nada que expresar, nada que nos permita expresarnos –prosigue Beckett– nada sobre lo que expresarnos; que somos incapaces de expresarnos, que no es nuestra intención expresarnos, pero que estamos obligados a hacerlo”.
Podría seguir citando ejemplos. Desde el Bartleby de Melville o el Doktor Faustus de Mann hasta los Diarios de Henry James o el discurso de Paul Celan al recibir el premio Büchner. Podría mencionar a músicos y pintores: poner párrafos de cartas de Schoenberg, entresacar frases de las entrevistas que Francis Bacon concedió a David Sylvester, o de los comentarios de Giacometti a James Lord, o testimonios de la crisis que sufrió Geörgy Kurtág a mediados de la década de 1950 en París. Pero valgan los cuatro citados como síntesis de un siglo de angustia, inquietud y desesperación, tal y como lo vivieron escritores, pintores y compositores. Basten sus palabras como manifestación de aquello que se ha dado en llamar “la crisis de la modernidad”.
¿Qué se puede decir acerca de esta crisis? Una opción es soslayarla, como hace Peter Gay en su reciente libro6 Modernidad: la atracción de la herejía de Baudelaire a Beckett. Esta obra infame constituye un monumento a las peores carencias del enfoque positivista de la Historia: en lugar de plantear preguntas sobre el pasado, se decanta por hacer un resumen de “lo que pasó”; y a falta de percha donde colgar el material que maneja, se atreve a esbozar una teoría (por llamarla así) según la cual la modernidad no habría sido más que el resultado del cruce de dos tendencias: la de escandalizar a la burguesía y la de expresar la subjetividad. La primera le da pie para referirse a acontecimientos como los célebres juicios por obscenidad a Flaubert y Baudelaire. La segunda la repite como un mantra siempre que aborda una obra representativa del movimiento. Por ejemplo, cuando afirma que “los pintores modernos […] no hacen más que exhibir su intimidad”, o que “la novela moderna es un mero ejercicio subjetivo”. En cuanto a lo primero, baste con señalar que se queda en la superficie; en cuanto a lo segundo, que su afirmación es tan gratuita como errónea, y queda desmentida por hechos como el de que Kafka –según el propio autor tiene que reconocer– no mostrara un excesivo interés por la subjetividad. Pero, por más lamentable que nos parezca, el libro de Gay constituye un buen ejemplo de los estudios que eluden la crisis de la modernidad, limitándose a contar, en consecuencia, “lo que ocurrió” entre 1880 y 1940, igual que habrían contado “lo que ocurrió” en cualquier otro periodo histórico.
Más interesantes, aunque no mucho más esclarecedoras, son las reflexiones que constatan los síntomas de esa crisis, aunque solo para despreciarlos, o para abordarlos desde un punto de vista que oscila entre el desdén y la condescendencia. De esta postura podría ser representativa una conferencia a la que tuve ocasión de asistir. La impartía Patrick Corbett, profesor titular de filosofía de la Universidad de Sussex, un hombre corpulento que parecía acecharnos mientras peroraba desde el atril, dando patadas en la base de este o en la tarima. Aquella conferencia venía a ser algo así: “¡Kierkegaard! ¡Hum! (patada). ¡Nietzsche! ¡Hum! (patada). ¡Dostoievski! ¡Hum! (patada). ¡Baudelaire! ¡Hum! (patada). ¡Sartre! ¡Hum! (patada). ¡Nada que no se pueda solucionar con una vueltecita por los acantilados de los Downs!”. O sea, nada que no pudiera enmendarse con unos buenos palmetazos que metiesen en cintura a aquellos insensatos decadentes, producto de una educación permisiva y víctimas de una crisis aguda de autoestima e hipersensibilidad. Tal ha sido, ostensiblemente, el punto de vista mayoritario de los británicos con respecto a los artistas y pensadores modernos. En diciembre de 1945, por ejemplo, The Times publicó una carta de Evelyn Waugh a propósito de una exposición de Picasso y Matisse que acababa de inaugurarse en el Victoria and Albert Museum. Tras haber ganado una guerra que exigió enormes sacrificios, ni siquiera el ingenio y la gracia de que hace gala disimulan su rabia al comprobar que tanto él como sus compatriotas supuestamente deberían extasiarse ante la afectación llegada del continente:
Según los cánones de los pintores civilizados, nada comprensible puede decirse de los cuadros del señor Picasso […] Nadie pone en duda, ciertamente, que son innumerables las personas cultivadas e inteligentes que al contemplar sus obras caen en una suerte de embeleso, actitud que se nos puede antojar ridícula a quienes estamos inmunizados. No parece que sea nada grave, de todas formas, ya que salen del trance tan cultivados e inteligentes como cuando entraron en él. Puede que los demás lleguemos a añorar vivir una experiencia semejante, pero sabiendo que jamás la confundiríamos con la sobria y enriquecedora serenidad que nos procuran los grandes maestros de la pintura.7, 8
Aunque hayan cambiado los nombres, y aunque Picasso sea hoy un pintor universalmente reconocido, la misma impresión perdura en un amplio sector de la opinión pública británica, que se rige por gustos como los manifestados por Philip Larkin y Kingsley Amis en sus intercambios epistolares (“todos esos perdedores amargados que aparecieron entre 1900 y 1930, como Ginny Woolf, Dai Lawrence y Morgy Forster”), tan semejantes a los de la carta de Waugh o la conferencia de Corbett.
Una crítica de la modernidad más elaborada es la marxista, que escuché de boca de otro profesor de la universidad de Sussex, Eduard Goldstücker, un hombre agradable y cultivado que huyó de Checoslovaquia cuando los tanques rusos invadieron Praga en 1968, y que antes, como rector de la Universidad de Carolina, había hecho lo posible por rehabilitar a Kafka en el seno del bloque soviético. En su opinión, escritores de la talla, inteligencia y lucidez de Kafka o Kierkegaard logran expresar la crisis de la burguesía; solo que los problemas que ellos percibían como personales o artísticos, en realidad eran problemas de índole social, una vez resueltos los cuales se nos aparecerían los lamentos de estos escritores como meras curiosidades históricas.
Tenemos por último lo que sería la postura posmoderna, distinta de las anteriores. Tal postura viene a decir que, a la vista de la extraordinaria heterogeneidad del ser humano, cada cual es muy libre de escoger las tradiciones que más le gusten, sin tener por qué mantenerse en una si entra en crisis, sino que puede abandonarla tranquilamente y subirse a otro tren, como quien dice. Para los posmodernos, la angustia, por no decir la obsesión, que experimentaron los modernos es la prueba palpable de la confianza excesiva que tenían en la Verdad y en el Sujeto. Según este movimiento, hay tantas verdades como sujetos, y la inquietante desazón de aquellos escritores no es sino el resultado de su grado de sometimiento a ideas anticuadas, que gozaron de gran predicamento en el pensamiento occidental pero que ya están superadas, por fortuna.
Estos tres últimos tipos de crítica a la modernidad no son nada desdeñables. En efecto, se puede llegar a perder la paciencia con el masoquismo y egocentrismo de Kafka, el egoísmo de Picasso, o la elegante, casi afectada, displicencia de Beckett. Leer los dardos envenenados de Waugh contra Picasso y Wittgenstein, o las bromas de Larkin y Amis a costa de Virginia Woolf y E. M. Forster, puede resultar hasta saludable, puesto que tampoco se trata de endiosar a ningún artista. Pero, por desgracia, no solo encontramos chismorreos acerca de cómo discurría su vida diaria, o de cómo se los adulaba según en qué círculos; sino que también, con excesiva frecuencia, es su obra la que se pone en entredicho. A veces Larkin y Amis dan la impresión de no ser más que un par de chicos retraídos en una reunión de adultos, que, en su afán por disimularlo, llegan a resultar maleducados. (Waugh los supera con creces y de sobra sabe lo que se trae entre manos: su retranca destila el aplomo de una larga tradición de recelos fraguados en tertulias hacia todo lo que huela al continente). En cuanto a Goldstücker, resulta interesante su idea de que se trata de una crisis tan social como artística; aunque no encuentro tan obvio que dicha crisis pueda tener una solución, ni social ni artística. Los posmodernos, por su parte, ponen el dedo en una llaga más que real: muchas veces los modernos dan la impresión de estar librando viejas batallas con armas ya periclitadas. Aquellos que se han empeñado en desentrañar la cuestión, da igual que fuesen sus protagonistas o críticos como Maurice Blanchot, Walter Benjamin o Erich Heller, se han visto envueltos en el mismo embrollo; lo que desmiente, dicho sea de paso, la idea de que cada cual pueda elegir sin más la tradición que le apetezca.
Pero lo cierto es que contra todas estas objeciones hay un hecho incontestable: que todas las penalidades de la modernidad van ligadas a obras de un enorme calado; tan enorme que habría que preguntarse si con las mencionadas críticas no nos pasamos de condescendientes, al dar por hecho que comprendemos a aquellos artistas y que podemos enmendarles la plana con un simple par de puntualizaciones. Pero ellos fueron hombres de su tiempo y, aunque podamos sospechar que estaban equivocados, deberíamos pensárnoslo dos veces antes de afirmarlo.
Con el fin de comprender la razón de ser de los problemas que les salieron al paso, no ya al publicar, sino al escribir sus obras, y de comprender que tales problemas son parte esencial del placer que hoy nos proporciona su lectura, trataremos de ver la modernidad no desde fuera, como hacen Gay, Corbett, Goldstücker y los posmodernos, sino desde dentro. Tal es el propósito de este libro.
¿En qué momento comienza la modernidad? Lo que a simple vista parece una pregunta inocente es el detonante de una avalancha de cuestiones. Si nos fijamos en los pasajes de Mallarmé, Hofmannsthal, Kafka y Beckett del capítulo anterior, repararemos en que todos fueron escritos entre 1850 y 1950. Es difícil, pues, resistirse a la tentación de situar la modernidad en ese periodo de cien años. Ciertamente, nadie osaría poner en duda que esa fue la época de su florecimiento: a la vista están sus manifestaciones. Pero tal afirmación entraña un riesgo. Si tomamos la modernidad como un estilo –al modo en que lo son el manierismo o el impresionismo–, o como una época concreta de la historia del arte –al igual que la época augusta o la victoriana–; entonces se trataría de algo ya claramente delimitado y perteneciente al pasado. No sería esta, a mi juicio, la perspectiva que habría que adoptar: sino la de considerar la modernidad como un momento en que el arte toma conciencia tanto de su precariedad como de sus responsabilidades; en cuyo caso se trataría de algo que no dejará ya de acompañarnos. Bajo esta óptica, me atrevería a afirmar que la modernidad es nada menos que la respuesta dada por los artistas a ese “desencantamiento del mundo” en que tanto llevan insistiendo los historiadores de la cultura.
La expresión la difundió a principios del siglo XX el sociólogo Max Weber. En La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904), así como en ensayos posteriores, afirmaba que había que inscribir la Reforma en el contexto de un proceso histórico más amplio: el del “desencantamiento del mundo”, consistente en la progresiva transformación de la religión sacramental, que era la que había imperado en la Edad Media, en una religión trascendental e intelectualizada, cuya consecuencia era la desaparición de lo numinoso de la vida de cada día. Para los autores de 1066 and All That. A Memorable History of England, comprising all the parts you can remember, including 103 Good Things, 5 Bad Kings and 2 Genuine Dates [1066 y lo de después. Memorable historia de Inglaterra con todo lo que merece ser recordado, incluido 103 cosas buenas, 5 reyes malos y 2 fechas auténticas], tal proceso estaría sin duda entre las “cosas buenas”, puesto que nos permitió pasar de una era dominada por la superstición a otra caracterizada por el sentido común y el conocimiento científico; es decir, nos permitió pasar de las tinieblas de la Edad Media a las luces de la Ilustración. Un magnífico exponente de semejante actitud lo encontramos en ese monumento a la historia del Renacimiento en Inglaterra que es Religion and the Decline of Magic [La religión y el declive de lo mágico], de Keith Thomas. Como dice al respecto una historiadora más cercana a nosotros, “a pesar del espíritu agnóstico y antropológico que informa su trabajo, […] no deja de transmitirnos la idea de que la Reforma ayudó a liberar al pueblo inglés de aquella visión ‘supersticiosa’ del mundo en la que vivía, compuesta de ideas preconcebidas que –como señala en el prólogo– ‘las personas inteligentes hacen bien en rechazar.’”1 A pesar también de la espléndida labor llevada a cabo por autores como Eamon Duffy, que ha dedicado más de veinte años a reivindicar el legado cultural de la baja Edad Media frente al desdén de muchos historiadores (protestantes en su mayoría), tal es el punto de vista que aún hoy prevalece en el mundo anglosajón.2
Lo que a nadie habrá de llamar la atención, puesto que se trata de una creencia anclada en otro mito no menos representativo: el de que el Renacimiento supone el triunfo del individuo tras siglos de sumisión a la autoridad y a la tradición, siglos de agachar la cabeza bajo el yugo de la religión y la superstición. Ambos mitos, el de la luz que emerge de la oscuridad y el de la emancipación del individuo, difundidos por protestantes y humanistas, han sido denunciados, si no como burdas falacias, sí al menos como apreciaciones parciales de los hechos; pero se mantienen como si fueran verdades incuestionables, algo patente cuando tachamos a la religión de superstición, o cuando elogiamos la naturalidad de un cuatro, tomando esa “naturalidad” –que es un ideal renacentista– como la aspiración de todo arte.3
Las cosas son distintas en la tradición alemana. Estudiosos de la cultura4 como Erich Heller, Hans-Georg Gadamer y Hans Blumenberg han reflexionado sobre qué hemos perdido y qué hemos ganado en el tránsito de la antigua concepción del mundo a la moderna. De hecho, el primero en hablar del “desencantamiento del mundo” fue Schiller: sus ensayos críticos de madurez suponen un intento de conciliación con lo que él describe elocuentemente como la desaparición de una gloriosa edad remota (teniendo en mente una Grecia algo idealizada), en la que el ser humano era parte espontánea del mundo, a diferencia de nuestra época, en que el hombre permanece ajeno a él, observándolo desde fuera y consciente de lo que ha perdido. Así es como se sienten los románticos, sobre todo los alemanes. Quizá nadie lo haya descrito de forma tan certera como Hegel, cuando en su Fenomenología del espíritu (1807) habla de “la conciencia desgraciada”:
Ha desaparecido la confianza en las leyes eternas de los dioses, lo mismo que han enmudecido los oráculos, que pasaban por conocer lo particular. Las estatuas ya solo son piedras de las que ha huido el alma que las vivificaba; los himnos, solo retahílas de las que la fe ha desertado. En las mesas de los dioses ya no hay comida ni bebida espirituales, y en los juegos y festejos de los hombres nada queda de la gozosa conciencia de comunión con la divinidad. A las obras de las musas les falta la fuerza del espíritu, que veía brotar del aplastamiento de los dioses y los hombres la certeza de sí mismo. Ahora ya solo son lo que son para nosotros: hermosos frutos desgajados del árbol, que un venturoso destino, como una doncella, nos ofrece. Tales frutos nada nos dicen de la vida que han llevado hasta entonces, ni del árbol en que maduraron, ni de la tierra ni los elementos que los hicieron como son, ni del clima que en ellos dejó impreso su carácter, ni del ciclo de las estaciones que determinaron su crecimiento. Lo mismo ocurre con las obras de arte de la antigüedad: el destino no nos entrega con ellas su mundo, la primavera y el verano de la vida ética en que florecieron y maduraron, sino apenas el recuerdo velado de aquella realidad.5
En el ámbito intelectual, existe una profunda división entre los que consideran esclarecedoras estas afirmaciones y los que las tachan de simples divagaciones, de la mera expresión de una inquietud personal. Pero estas posturas no están determinadas exclusivamente por la fe. Quienes, como yo mismo, consideramos esclarecedoras las afirmaciones de Schiller y de Hegel, lo hacemos en parte porque nos ayudan a comprender esa conciencia de haber llegado irremediablemente tarde, de haber perdido algo que era patrimonio común, que es una de las claves, por no decir la clave, de la inquietud romántica.6
A la vista de lo anterior, ¿no se nos podría objetar que nos estamos limitando a anticipar en medio siglo la aparición de la modernidad? Dicho de otro modo: si lo decisivo para entender la modernidad es, como hemos señalado, “el desencantamiento del mundo”, ¿qué diferencia habría entonces entre el romanticismo y la modernidad? Pero estas objeciones serían un nuevo signo de que no se ha entendido lo fundamental: que ese presente de Hegel, indicado por el tiempo verbal y los “ya… ya… ya…”, es aún nuestro presente; es decir, que ese mundo que con tanta vivacidad describe sigue siendo nuestro mundo. Justo aquí estaría situada la brecha entre la filosofía inglesa y la continental: y lo que se propone este libro es hacer ver a los lectores en qué medida el presente de Hegel es aún nuestro presente.
Pero hay otra razón: adelantar el surgimiento de la modernidad a 1800 sería igualmente arbitrario. T. S. Eliot, por ejemplo, sostiene que la famosa “disociación de la sensibilidad” se produjo a mediados del siglo XVII, mientras que otros estudiosos como Heller y Blumenberg, quizá influidos por Weber, la sitúan en la primera mitad del XVI, con el advenimiento del protestantismo. Heller, no sin cierta ironía, llega a concretar el momento en que habrían comenzado los problemas para la poesía moderna.7 Dicho momento sería la disputa teológica que en 1529 mantuvieron Martin Lutero y Ulrico Zuinglio en el castillo ducal de Marburgo, bajo los auspicios de Felipe de Hesse, para solventar las diferencias que, menos de doce años después de que Lutero hubiera clavado sus tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg, acto que inició el movimiento reformista, empezaban a surgir entre sus miembros. El objeto de la disputa era la naturaleza de la eucaristía: si el pan y el vino que el sacerdote ofrecía a los fieles eran realmente el cuerpo y la sangre de Cristo, como sostenía Lutero, que en este aspecto se mantenía apegado a las creencias medievales, o si, como sostenía el humanista Zuinglio, se trataba de una presencia meramente simbólica. A Zuinglio le sorprendía que Lutero, el hombre que había plantado cara a la autoridad del Papa y los concilios, el mismo que había afirmado que las peregrinaciones y el purgatorio no eran más que prácticas supersticiosas que servían para llenar las arcas de la Iglesia, creyese que aquel Cristo que se sentaba a la derecha de Dios en el cielo era el mismo que se hacía presente en el pan y el vino que los curas de la cristiandad consagraban a diario. Pero daba igual que un hombre cultivado como Zuinglio ironizara al respecto: Lutero no se desdijo. Sabía en su fuero interno que el misterio de la eucaristía era real; que no se trataba de un mero ritual en el que se recordase el trascendental sacrificio de Cristo, sino que suponía una participación real en dicho sacrificio.
Las partes no solo no se pusieron de acuerdo, sino que ni siquiera fueron capaces de alcanzar una fórmula de compromiso. No se trataba, señala Heller, de una controversia nueva: los teólogos llevaban siglos discutiendo acerca de la transustanciación. Pero en aquel momento adquirió una importancia inesperada, hasta el punto de que, tras la disputa de Marburgo, ya no hubo vuelta atrás, ni para la teología ni para el hombre occidental. Escribe Heller:
Por supuesto, nada más lejos de mi intención que tomar una controversia teológica por un debate sobre estética. Pero considero que, hacia el final de ese periodo que conocemos, en sentido amplio, como Edad Media, se produjo un cambio radical en la concepción humana de la realidad, es decir, en ese complejo laboratorio de ideas preconcebidas acerca de qué es y qué no es la realidad. Una revolución que solo podría compararse a otra sucedida muchos siglos antes y que Nietzsche caracterizaría como la victoria del pensamiento socrático sobre el espíritu de la tragedia dionisiaca. De ambas victorias hemos salido uncidos con la perpetua carga de la filosofía de la estética.
La disputa de Marburgo nos muestra que la revolución protestante no transformó de un día para otro la política, la religión ni el pensamiento vigentes en Europa. El mundo no quedó desencantado de un plumazo. Pero aquel momento sirvió para que afloraran dudas y confusiones que hasta entonces habían permanecido agazapadas. Aunque resulta obvio que las ideas estaban cambiando, la postura que Lutero mantuvo en Marburgo nos lleva a pensar que lo “medieval” y lo “moderno” coexistieron durante un buen trecho. Tomemos como ejemplo la posición reformista acerca del purgatorio. La idea de que tras la muerte se iniciaba un periodo intermedio en el cual, como afirma un historiador de hoy, “a los elegidos de Dios se les daba la oportunidad de completar la dura tarea de salvarse que habían dejado a medias en su breve vida terrenal”, era ajena a la Biblia;8 y en el siglo XV, cuando los nobles adinerados erigían capillas particulares y pagaban misas diarias cantadas a perpetuidad para acelerar su paso por el purgatorio, la doctrina empezó a ser considerada como algo mecánico y sin sentido. Pero el caso es que la idea de que los seres humanos vivos pudieran echarles una mano a sus difuntos mediante plegarias, así como rogar a Dios por ellos mismos, era algo que habría entendido hasta casi cualquier pueblo de los considerados primitivos, porque responde a la convicción de que un vínculo profundo une a los seres humanos, tanto a los vivos entre sí, como a los vivos y los muertos. En la segunda tragedia de La Orestíada de Esquilo, Las Coéforas, Electra y Orestes, secundados por el coro, oran ante la tumba de su padre asesinado, el rey Agamenón, implorándole que les dé fuerzas para vengarse de la madre de ambos, Clitemnestra. En la culminación de esta escena, realmente impresionante, los hermanos invocan a su padre:
ORESTES: No permitas que desaparezca esta simiente de los Pelópidas, pues, de ese modo, no has muerto ni siquiera después de haber muerto.
ELECTRA: Sí. Para un varón muerto, son los hijos los salvadores de su buen nombre y, como los corchos, arrastran la red y salvan del abismo del mar el huso de lino.9
Para Esquilo, la unidad no es el individuo sino la familia, la casa; en este caso, la de la mencionada estirpe de los Pelópidas. Por sí mismo, el hombre no es nada: la familia, la casa, son las que dan sentido a su vida. Como diría Aristóteles no muchos años después: si su vida no se inscribe en una unidad más amplia, la polis, el hombre es menos que humano. Cuando los reformistas del siglo XVI echaban abajo la doctrina del purgatorio, como Zuinglio en su disputa con Lutero, lo hacían porque la consideraban una falacia, una superstición. No podían saber que su sensatez era la consecuencia de la desaparición de una antigua forma de ver las cosas, que a su vez se sostenía en una igualmente antigua estructura social. Los estudiosos del siglo XIX estaban convencidos de que la razón estaba de parte de los reformistas, puesto que después de todo se habían liberado de supersticiones absurdas. En el siglo XX, aunque ideas como las defendidas por Keith Thomas siguieron campando por sus respetos, comenzaron a oírse tímidas voces discrepantes. Y algunos incluso, como Heller, llegaron a considerar que el balance de lo ganado y lo perdido había resultado trágico. Precisamente esta es la postura que adopta Thomas Mann en la última de sus grandes novelas, Doktor Faustus, la más soberbia exploración artística del asunto.
El protagonista de la novela, el compositor Adrian Leverkühn, a diferencia de su amigo y biógrafo Serenus Zeitblom, es plenamente consciente de la crisis en que está sumido el arte desde el siglo XVI. La vida intelectual y artística de Leverkühn se asienta en la profunda conciencia del abismo que se abre entre la “época del culto” y la “época del individuo”, es decir, entre la Edad Media y lo que le siguió. En casi todas las páginas de esta extensa novela nos sale al paso alguna reflexión crítica al hilo de esa fisura. Por mi parte, en lugar de repetir lo que tantas veces se ha comentado, tanto en general como filosóficamente, acerca de los capítulos centrales del libro, me permitiré citar un pasaje casi del final, en el que Mann/Zeitblom trata de describir la impresión que le ha causado la última gran obra de Leverkühn, El lamento del Doktor Faustus:
El lamento –y aquí se trata de un lamento continuo, inextinguible, dolorosamente evocador del Ecce homo– es la expresión en sí y puede uno atreverse a decir que toda expresión es lamento. Así la música, tan pronto como ve en sí misma un medio de expresión, en los principios de su moderna historia, se convierte en lamento, en un “dejadme morir”, en el lamento de Ariadna y en el canto elegíaco de las ninfas, que el eco devuelve débilmente. Por algo la cantata de Faustus está emparentada, de modo tan vigoroso como indudable, con el estilo de Monteverdi y del siglo XVII, cuya música mostró una preferencia punto menos que maniática por el eco, por el sonido humano devuelto como sonido natural y puesto al descubierto como tal. El eco es esencialmente lamento, la respuesta condolida de la naturaleza al hombre y a su intento de manifestar su soledad –como, a su vez, el lamento de las ninfas está con el eco emparentado. En la última y la más importante de las obras de Leverkühn, el eco, uno de los caprichos predilectos del barroco, hace frecuentes apariciones, preñado siempre de indecible melancolía.10
De manera que, según Mann, ese tránsito de la música coral de la Edad Media –una música comunitaria– a la ópera del Renacimiento –con su exaltación del individuo–, no es enteramente motivo de alegría. No es casualidad que, para el argumento de la primera y más importante de sus óperas, considerada también la primera de la historia, Orfeo (1607), Monteverdi recurriese a una de las más renombradas leyendas de la antigüedad sobre la pérdida irreparable, leyenda que fascinó a los creadores modernos, de Rilke a Birtwistle, tanto como a los renacentistas. Al igual que su casi contemporáneo Lachrymae (1605), de Dowland, felizmente rescatado por Birtwistle en su Semper Dowland, Semper Doleus, y al igual que tantos y tantos sonetos del Renacimiento, Orfeo trata de la pérdida de una mujer amada; pero, como en el “Lamento de Ariadna”, también de Monteverdi, lo que subyuga es que remite a una pérdida más honda, primordial si se quiere, que afecta a la vida en su integridad. En la Edad Media, naturalmente, abundaron los poemas y canciones dedicados a la pérdida de la amada; pero en ellos se advierte una suerte de esperanza, una confianza de fondo que les resta credibilidad. Lo que realmente llama la atención en el “Lamento de Ariadna” y en el Lachrymae de Dowland es que la música parece revivir la pérdida que la inspiró. Cierto también que en la Edad Media fue central una historia oscura y fúnebre: la de la pasión de Cristo. Pero esta historia, como atestiguan la liturgia de la Semana Santa, los autos sacramentales o las vidrieras que jalonan Europa de norte a sur, no concluye con la muerte de Cristo en la cruz. Por terrible que nos parezca, la muerte forma parte de una historia más amplia, que concluirá el día de la resurrección y el juicio final. Tal es la razón por la que en la Edad Media a esta historia se la pudiese llamar comedia, como hizo Dante: porque, aunque empezara mal, tenía un final feliz. Cuando en el siglo XVI la religión se repliega sobre sí misma, los contornos de dicha historia se desvanecen. El mundo se convierte en un lugar más inhóspito.
No faltará quien rechace todo esto motejándolo de “hegelianismo”, y me tache a mí, y de paso a Heller, Mann y todos los demás, de nostálgicos o protofascistas, por anhelar un mundo ordenado y comunitario en vez de este mundo fragmentado, liberal e individualista que nos ha tocado vivir. No hay que olvidar que hasta Frank Kermode, un estudioso abierto a lo nuevo, llegó a tildar a Eliot de romántico trasnochado por defender la idea de que, en un momento dado, la unidad saltó en pedazos y la “sensibilidad se disoció.”11XVIIFarewell to an Idea: Episodes from a History of Modernism