© Wade Matthews, 2012
Ilustración de cubierta: Dame!, tinta y lápiz sobre papel, Francis Picabia, 1920. © Francis Picabia, vecap, Madrid, 2012.
De esta edición:
© Turner Publicaciones S. L.
Rafael Calvo, 42
28010 Madrid
www.turnerlibros.com
Primera edición: octubre de 2012
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones: turner@turnerlibros.com
ISBN: 978-84-1542-767-4
Esta publicación no puede reproducirse total ni parcialmente, ni almacenarse en sistema recuperable o transmitido, en ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, mediante fotocopia, grabación ni de otra manera sin previo permiso de los editores.
Preámbulo
Introducción
Primera parte: La libre improvisación
en el contexto de la creación musical
I. Improvisar, componer, interpretar
II. Improvisar, interactuar I
III. Improvisar, interactuar II
Segunda parte: La libre improvisación
y su relación con otras prácticas musicales
IV. Hermanas sonoras. La complementariedad de la improvisación y la composición
V. Improvisación y electroacústica
VI. Músicas de libertad. Las periferias de la libre improvisación
Tercera parte: Arte y oficio de la libre improvisación
VII. Instrumento y lenguaje
VIII. La escucha
IX. El silencio
X. El tiempo
XI. Dependencias y servidumbres
Cuarta parte: La proyección de la libre improvisación.
Su enseñanza y programación
XII. Organizar, enseñar
Epílogo
Glosario
Bibliografía
Agradecimientos
Indice de nombres y temas
“¿Qué hace aquí este mi bemol?”.
La pregunta emergió en un seminario de doctorado sobre análisis musical en la universidad de Columbia, de Nueva York. Atravesábamos la presidencia de Ronald Reagan, pero había también otras razones para asustarse. Sobre los escasos alumnos admitidosunos de composición, otros de teoría– se inclinaba la enjuta figura del doctor E., un hombre cuya considerable estatura física –medía nada menos que 1,94 m.– se veía magnificada por su no menor estatura como músico y analista. Cual ballenero al arpón, clavó con su huesudo índice el mi bemol que nadaba desaprensivo en la partitura que teníamos ante nosotros, dirigiéndonos la pregunta con toda la sequedad propia de sus orígenes en el norte de Nueva Inglaterra.
Respondimos al unísono con un silencio tan contundente que sería la envida de cualquier improvisador; hasta que, fingiendo confianza, uno de los compositores contestó: “Pues porque suena de maravilla”.
“¡Venga, hombre! –espetó uno de los teóricos–, tiene que haber una razón mejor que ésa”.
Aquel día entendí por qué había optado por estudiar composición y no teoría. “El mundo se divide entre astrónomos y astronautas”, sentencia uno de los personajes de Parque Jurásico, y yo siempre me he encontrado entre los astronautas. No obstante, con el tiempo he visto que lo que distingue a un creador musical de otro, más allá de su oído, su pericia técnica o incluso su imaginación, son sus criterios. Interrogado acerca de qué preguntas planteaba con sus obras, Picasso respondió escuetamente: “No las planteo, las contesto”. Puede parecer una respuesta arrogante, pero no por ello resulta menos acertada. Habría que haberle preguntado: “¿Qué preguntas se plantea usted a la hora de pintar?”. O incluso: “¿Cuáles son las preguntas que le llevan a pintar?”. Quizá no hubiera sabido contestar, y quizá las preguntas que nos planteamos conscientemente como creadores no sean las que contestamos con nuestro trabajo artístico.
En todo caso, este libro, más que un análisis de la música resultante de la improvisación, pretende acercarse a algunos aspectos de su proceso. Se propone entender esta actividad, a la vez artística y social, a través de las preguntas que podemos formular acerca y a través de ella; aun cuando no sepamos qué estamos preguntando, y aun cuando la música resultante nos brinde respuestas, pero a otras preguntas. Son, pues, las reflexiones de alguien que practica la improvisación, que la ve desde dentro. Representa un esfuerzo por aclarar las cuestiones que plantea la misma praxis, además de aquellas que emergen de la experiencia de vivir como improvisador en esta sociedad.
Si Picasso compartía algo con su público, era el deseo, incluso la necesidad, de mirar. Y si los improvisadores compartimos algo con nuestro público, es el deseo, incluso la necesidad de escuchar; alguno diría, incluso, la imposibilidad de no escuchar. Quizá la clave de disfrutar, de entender (temible palabra ésta) la libre improvisación no esté en aprender a escucharla, sino en aprender a escuchar como escuchan los improvisadores. Así, este libro no intenta explicar la música, sino explorar el proceso de los músicos; poniendo el énfasis en tales procesos y no en uno u otro músico. No hay hagiografías aquí. “No busques seguir los pasos de los grandes hombres, busca lo que buscaban ellos”, reza el dicho zen. Tampoco hay autobiografía, más allá del inevitable hecho de que todo libro refleja de alguna manera las vivencias de su autor. Sí hay referencias a algunos músicos en particular, a algunos estilos, e incluso un par de anécdotas personales. Confiemos en que estén allí para ilustrar ideas, ya que, en la medida de lo posible, he querido evitar la mera descripción. Por lo demás, el lector no encontrará aquí un equivalente musical de la crónica deportiva: no es una historia de grandes figuras metiendo goles, y mucho menos de los que haya podido meter yo en algún momento. La estrella aquí no es el improvisador, sino la improvisación.
El presente libro no tiene vocación reivindicativa. Creo que la mejor defensora de la libre improvisación es la música que nace de ella. Sólo necesita que haya gente dispuesta a escuchar y capaz de oír. Aun así, ningún arte ocurre en un vacío, y la actitud de la sociedad en y para la que se crea es un elemento clave de su génesis. Vivimos en una sociedad sorprendentemente voluble, y parece apropiado que la libre improvisación refleje esta constante evolución con una música que vuelve a nacer en cada concierto. Su naturaleza alegremente proteica invita a todo menos a soportar el lastre de obras canónicas o a ensalzar a grandes figuras o estilos. Así, si al lector le quedara algo de este libro, desearía que fuese lo siguiente: que lo más importante no es saber quién es tal o cual figura, estilo o disco, sino levantarse del sofá e ir a presenciar un concierto de músicos comprometidos con esta práctica en el lugar en el que viva.
Siempre me han gustado las metáforas, y en este libro las utilizo constantemente; pero lo que más me gusta de ellas son sus huecos: allí donde fallan. Es entonces cuando vemos lo que tenemos entre manos. En este mismo sentido, las contradicciones y los errores tienden a ser muy útiles a la hora de ilustrar una idea. Recientemente, un guitarrista de Tenerife me comentó que el primer artículo que leyó sobre música improvisada era uno mío en el que, según decía, “me dedicaba a repartir cera”. Debo decir que este libro no está concebido como plataforma para atacar a nadie, ni colectiva ni individualmente. No obstante, no he vacilado a la hora de manifestar opiniones o posturas con las que no estoy de acuerdo siempre que sirvan para ilustrar algo más importante que la mera discrepancia. En aras de esta misma dialéctica, confío en que mis propias opiniones y fallos sean objeto de idéntico rigor en futuras publicaciones.
Por terminar esta enumeración de lo que este libro no es, advierto a mis amigos filósofos, prestos al cruce de pareceres artísticos, que tampoco encontrarán aquí una exégesis marxista, lacaniana, deleuziana ni cognitivista de la improvisación. Todas ellas serían sin duda fascinantes, pero creo que le corresponderían más a un astrónomo que al simple astronauta que escribe estas páginas. Recuerdo mi satisfacción al enterarme de que el escultor Constantin Brancusi no solamente hacía sus propias esculturas, sino también sus propias cucharas, cuchillos y tenedores. Al fin y al cabo, tiene sentido. Difícilmente podríamos imaginarnos a Brancusi volviendo a casa por las calles de París con una caja debajo del brazo llena de un perfecto y novísimo juego de relucientes cubiertos, cual ganador de la rifa benéfica de la parroquia. En este mismo sentido, me parece que el artista hace también sus herramientas conceptuales, cogiendo algo de un sitio, algo de otro, y encontrándose de repente con una idea, una cita, incluso un error, que le sirve perfectamente para lo que tiene que hacer en ese instante, a modo de pertrechos para la creación. Diría, incluso, que disponer de toda una bigarría de herramientas conceptuales, hasta cierto punto contradictorias, resulta en sí mismo fecundo, y nos defiende del rigor de una brillante panoplia de perfectas ideas prestadas, brillando como cubiertos nuevos en su estuche. El posible problema de aplicar un sistema tout fait (los que hayan tanteado alguna vez el sistema schenkeriano me entenderán) al análisis de procesos artísticos es que, a veces, el mismo sistema es tan pulido que acaba siendo más un espejo de sí mismo que de lo que se pretende analizar.
*
Habría podido escribir este libro en inglés, mi lengua materna y la más fácil para mí; o en francés, la de mi país de nacimiento y de buena parte de mi niñez. He optado por escribirlo en español, mi tercer idioma, por dos razones. Primero, porque me considero parte de la comunidad musical de Madrid, ciudad a la que vine a vivir por primera vez en 1967 y en la que llevo actualmente más de dos décadas. Segundo, porque me parece importante ayudar, en la medida de lo posible, a paliar la inexplicable falta de bibliografía sobre este tema en un idioma hablado por más de trescientos millones de personas en varios continentes. Me disculpo, pues, de antemano por la posible torpeza de algunos pasajes excesivamente anglosajones.
El texto de referencia en esta materia, La improvisación: su naturaleza y su práctica en la música, de Derek Bailey, traducido recientemente al castellano por Mariano Peyrou, constituye una importante contribución al estudio serio de la improvisación para el lector de habla española. Y Chefa Alonso, colega mía en la emocionante, si ya lejana, aventura de los primeros años del colectivo Musicalibre, ha publicado uno de los primeros estudios autóctonos, titulado Improvisación libre. La composición en movimiento. Me complace constatar que, a pesar de las naturales diferencias de enfoque, Chefa y yo estamos de acuerdo en muchas de las cuestiones fundamentales. Pero me produce aún más satisfacción comprobar que en otras estamos en franco desacuerdo. Dada la escasez de libros sobre este tema en español, es fundamental que el lector pueda acceder a perspectivas distintas, incluso opuestas, sobre aspectos claves de la materia.
Por último, he de mencionar una obra tan necesaria como largamente esperada: La mosca tras la oreja, de Llorenç Barber, uno de los músicos más inquietos de España, y de su compañera de fatigas, la musicóloga Montserrat Palacios. Su mosca ofrece una clara visión del panorama de algunas de las músicas más comprometidas, aventureras e interesantes de España con perspectivas tanto diacrónica como sincrónica, textos de algunos de los agentes claves y una sorprendente selección de grabaciones. Entre sus múltiples virtudes, constituye una excelente forma de entender el contexto en el que surgió la libre improvisación en España.
WADE MATTHEWS
Le Rousset d’Acon, Francia.
Julio de 2011.
Este libro nace de las preguntas que me he hecho a lo largo de varias décadas de actividad profesional como improvisador musical. Nace, pues, de la praxis y de las ideas que genera un contacto diario con esta forma de hacer música. Son estas preguntas las que explican la presencia de todo lo demás. Las anécdotas, citas a otros autores, metáforas y comparaciones con otras músicas están para ayudar a enfocar las preguntas y, a veces, para contestarlas. A menudo, cuando nos interesa algo, lo más difícil no es encontrar respuestas, sino aclarar qué es exactamente lo que estamos preguntando. Tocando y conversando con músicos de todas las generaciones he visto que las preguntas son sorprendentemente uniformes. No así las respuestas. Y son éstas las que reflejan y, hasta cierto punto, guían sus muy variadas formas de improvisar. Por tanto, no pretendo ofrecer las respuestas definitivas, sino las que me han servido a mí hasta el momento; y no he dudado en incluir fragmentos de anteriores textos míos cuando parecía más útil que parafrasearme a mí mismo. Si al lector, sea oyente, crítico, improvisador o músico de cualquier otro tipo, estas respuestas le resultan útiles en su exploración de esta música, lo celebraré mucho; pero si este pequeño libro le sirve para enfocar bien sus propias preguntas, lo celebraré aún más.
Improvisando se divide en cuatro partes. La primera se ocupa de la libre improvisación en el contexto más amplio de la creación musical, con el propósito de llegar a una comprensión de esta práctica a través de una consideración de sus similitudes y diferencias con la composición, la interpretación y las distintas formas de improvisación ligadas a tradiciones como el jazz o el flamenco. En su exploración de los aspectos más significativos de estas prácticas, propone una serie de términos y conceptos que se utilizarán a lo largo de todo el libro.
A partir de las herramientas conceptuales ofrecidas en la primera parte, la segunda explora las relaciones entre la libre improvisación y otras prácticas, como la composición, la improvisación dirigida, el free jazz y la libre improvisación electroacústica.
La tercera parte trata algunos de los elementos constituyentes de la libre improvisación y propone algunas maneras de concebirlos para facilitar su entendimiento y, sobre todo, su práctica. Se contemplan habilidades como la escucha; y elementos de lenguaje como el silencio o el tiempo; y se considera además la función del instrumento para el improvisador, así como su relación con el desarrollo de lenguaje. Esta parte concluye con un breve repaso de las actitudes que pueden trabar al improvisador.
La cuarta parte aborda actividades no musicales directamente relacionadas con la libre improvisación y con la comunidad de improvisadores, tales como la programación u organización de conciertos o la enseñanza. En el tratamiento de estos temas, además de una descripción, se ofrecen reflexiones destinadas a ayudar en la difícil labor de aclarar criterios. Al final de esta parte, que es también la de la obra, se ofrecen unas breves conclusiones.
Se añade un glosario con escuetas definiciones de algunos de los términos más importantes empleados, y definidos más extensamente, a lo largo del libro. En la breve bibliografía final, además de los libros citados en el texto, se incluyen otros que podrían ayudar al lector deseoso de profundizar en este tema o simplemente de contrastar lo expresado aquí con las opiniones de otros autores. Muchos de los libros citados sólo se encuentran en otros idiomas, por lo que sería recomendable que fueran traducidos al español.
Escribir seriamente sobre música es afrontar el reto de aplicar palabras al arte más efímero, inasible y propicio al ofuscamiento de las grandes generalizaciones. Por ello, hemos de asumir de entrada que ninguna afirmación sobre música será más precisa que el léxico empleado para elaborarla. En una ocasión, Abraham Lincoln dijo: “Si me dieras seis horas para cortar un árbol, pasaría las cuatro primeras afilando mi hacha”. Si las palabras han de ser nuestras herramientas, comencemos, pues, por afilarlas.
A nuestro modo de ver, una de las palabras empleadas con menos precisión en el habla común sobre música es componer. A menudo, se usa en referencia a cualquier proceso de creación musical. Puede que esto no tenga mayor importancia en una conversación de sobremesa, pero en un contexto más serio, tal imprecisión, más que un estorbo, es una fuente importante de malentendidos, juicios de valor y decisiones erróneas. Algo similar ocurre con la palabra improvisar, que parece funcionar sobre todo como arma arrojadiza en las constantes escaramuzas que mantienen ocupados a nuestros mandatarios. ¿O eran nuestros representantes? Aclaremos, entonces, que en este libro la palabra componer se utiliza para referirse a la creación musical en tiempo diferido; es decir, a cuando la creación musical se produce en un tiempo independiente del de su interpretación ante el público. La palabra improvisar se utilizará de forma igualmente precisa, pero con cierta variación según el contexto. Cuando aparece sin calificativos, debe entenderse referida a la improvisación libre, sin previo plan, estructura o acuerdo. Pero como este libro también aborda algunos aspectos del jazz y otras tradiciones improvisatorias, a veces los términos improvisar e improvisador se referirán más a estos que a la libre improvisación. Confiemos en que estas precisiones vayan cobrando sentido para el lector a medida que avance la obra.
En las artes plásticas se aplica el término de artista para el que crea arte, en general, englobando las distintas prácticas artísticas y a los que las ejercen. Así, pintor es el que crea arte mediante la pintura; escultor, el que lo hace mediante la escultura, etcétera. En el mundo de la música, tenemos, por todo capital, la palabra músico.
Para ser realmente equivalente a artista, músico tendría que referirse al que crea música. Pero desde el primer momento llaman más la atención las diferencias entre estos dos términos que las similitudes. Una vez más, nos encontramos con una imprecisión rampante, ya que músico se aplica indistintamente a los más insignes creadores musicales y a los que, en vez de crear su propia música, se limitan a recrearla, incluso a reproducir la de otros sin que se les permita más que una ínfima libertad creativa. Músico puede ser, por ejemplo, el decimoquinto violín de una orquesta clásica, que se ve obligado a ejecutar lo que aparece en su particella bajo la estricta batuta de su director, y según los golpes de arco del konzertmeister.1 Si son igualmente músicos Johannes Ockeghem, Al Bano y el decimoquinto violín de cualquier orquesta clásica, ¿de qué nos sirve la palabra?
Y sobre todo, ¿cómo llamamos al que crea música, en vez de recrearla? El hecho es que las palabras compositor e improvisador no son realmente equivalentes a artista, ya que no se refieren en general a alguien que crea música, sino a alguien que crea música mediante un determinado conjunto de técnicas. Así, compositor es el que hace composiciones, mientras que improvisador es el que crea música mediante la improvisación. ¿Puede alguien ser las dos cosas a la vez? Claro que sí, igual que ciertos pintores son también escultores. Pero eso no convierte la pintura en escultura, ni siquiera en algún tipo de escultura. Es más, el argumento de que la improvisación es composición porque se utiliza como herramienta compositiva es igualmente erróneo. A menudo, los escultores hacen dibujos preparatorios para sus esculturas, pero eso no convierte el dibujo en escultura.
En primer lugar, hemos de distinguir entre la tradición oral y escrita. Desde esta perspectiva, la improvisación estaría claramente en la oral; mientras que la composición, si bien tendría raíces en la oral, muestra en Occidente una creciente dependencia de la escritura desde el año 590, cuando llega al papado Gregorio Magno. Recordemos que éste instituyó el uso de los neumas (una forma primitiva de escritura musical) como elemento nemotécnico para anotar lo que llegó a llamarse canto gregoriano.
A lo largo de los catorce siglos siguientes, la escritura musical ha adquirido una importancia fundamental en Occidente, llegando a ser el vehículo para algunas de las máximas obras de arte sonoro de todos los tiempos. Con todo, la tradición oral es muchísimo más antigua. En L’Improvisation musicale. Essai sur la puissance du jeu, Denis Levaillant habla de cuatro mil años de tradición oral, y observa que “algunos añadirían un cero”.2 Desde esta perspectiva diacrónica, y no desde el habitual acercamiento sincrónico y contemporáneo, veríamos la música escrita como un caso minoritario y un tanto anómalo dentro de una continuidad de música oral muchísimo más larga e universal. Así, si tuviéramos que considerar conjuntamente la composición e improvisación, puede que tuviera más sentido tomar la composición escrita como un caso especial de la improvisación, que la antecede hasta en veintiséis mil años, y que sigue coexistiendo con ella. No obstante, somos una cultura esencialmente literaria, que entiende y cultiva la escritura como método fundamental de transmisión de conocimientos y sabiduría, como medio para la reflexión y la expresión creativa, y como herramienta para objetivar nuestra memoria cultural. En nuestro mundo, el leer y el escribir son más que simples habilidades; representan un baremo para medir el intelecto, un signo de pertenencia o de acceso a determinados niveles de la sociedad. Educación académica es el nombre de una de las más influyentes sociedades iniciáticas de nuestra tribu.
Nadie cuestiona el valor de la escritura, pero debemos reconocer que su eficacia como transmisora varía mucho en función del tipo de información. Es más, la estructura del medio de transmisión –en este caso la escritura– se impone a lo transmitido, cambiándolo para siempre. Desde una perspectiva social, podemos ir más lejos y afirmar que el valor es parte de la estructura, que lo transmitido es valorado no puramente por su contenido, sino también por el estatus de que goza el sistema de transmisión. Es posible, incluso, que el sistema de transmisión se acabe confundiendo con lo transmitido, como señaló Marshall McLuhan hace ya varias décadas. Así, insignes músicos como Paco de Lucía pueden llegar a afirmar “no saber música”, cuando quieren decir simplemente que no entienden la escritura musical.
En el caso de la música, los cambios provocados por su notación son enormes, ya que antes de la notación la música tenía una identidad, una manera de ser, unos cánones y unos valores muy asentados. Como afirma Patrick Ténoudji: “Nuestra música culta procede de una tradición oral lentamente reducida a lo escrito. La música hablaba antes de ser anotada. Era cambiante, libre y desigual como el habla, siguiendo el ritmo y la organización de un discurso hablado. Durante mucho tiempo se regía por unos principios y por una métrica maleables que nadie cuestionaba: no eran anotados sino tácitos”.3 Este paso de lo oral a lo anotado cambió la forma de entender la música, no sólo el sistema rítmico, sino, como observa Ténoudji en el mismo artículo, el tipo de gesto e incluso la idea de lo que es “tocar” un instrumento.
El improvisador occidental, hoy tan especializado como un compositor o intérprete de “música contemporánea”, también tiene valores, cánones y principios inseparables de su forma de hacer música. Pero, siendo una música no escrita en una sociedad que privilegia la escritura como signo de “cultura”, sus valores son a menudo tan mal entendidos como lo es la estructura de su discurso. No es sorprendente, pues, que en algunos sectores se siga defendiendo la idea de que la improvisación es un tipo de composición, incluso entre los propios improvisadores. Uno de los defensores de este punto de vista es el pionero de la libre improvisación Evan Parker.4
Incluso en la elección del nombre icp,5 el término composición instantánea era el preferido, en vez de improvisación. De esa manera se evitaba la falsa antítesis en la que se habla de la improvisación como una actividad distinta a la composición. Al fin y al cabo, sea la música tocada directamente con un instrumento, leída o aprendida por medio de notas escritas en un papel, o construida a partir de algoritmos y reglas de juego que operan directamente sobre las fuentes sonoras, o que controlan a los instrumentistas; en todos los casos el resultado es música que, en cualquier concierto dado, tendrá una forma fija.6
Con estas frases, el saxofonista británico toma una postura inequívoca. Pero su seguridad no genera más que preguntas. Por ejemplo, si la improvisación es un tipo de composición, lo que algunos denominan composición en tiempo real, entonces, ¿la composición es igualmente una forma de improvisación? ¿Algún día un grupo de compositores formará acaso el Conjunto de Improvisadores Lentos? ¿Y a qué se debería esa lentitud? ¿Por qué no componen de forma instantánea los compositores? Se toman su tiempo; pero, ¿qué hacen con todo ese tiempo? Si Anton Webern tardó tres años en escribir una obra que dura tres minutos, ¿qué estaba haciendo además de, como cuenta Moldenhauer en su biografía del gran compositor vienés, ordenar sus lápices por tamaño y color?
Boulez habla de la importancia del “acto reflexionado” del compositor y subraya que “uno puede tener la ilusión de que inventa en el momento, pero uno solamente puede inventar a través de la reflexión”.7 ¿Será entonces que ese tiempo es necesario para la reflexión? En principio sí; pero pensar mucho no equivale a tener buenas ideas, y el mismo Boulez, suponemos que tras cierta reflexión, añade: “La reflexión no es forzosamente un producto de la escritura y del tiempo pasado durante la redacción; la reflexión puede ser instantánea y encontrarse en la improvisación”.8 Vaya.
En la cita anterior, Evan Parker parece querer decir que las distintas formas de organizar la creación del discurso musical son todas iguales en el fondo, ya que todas dan una “forma fija” como resultado. El problema es que no explica qué quiere decir con “fija”. La improvisación no puede ser fija en el tiempo, ya que desaparece en cuanto se termina de tocar. Tampoco se fija en una partitura, puesto que eso ya sería composición, como los impromptus del siglo XIX. Y si se fija en una grabación, ¿qué se está fijando? Como mucho, el sonido, que es sólo una parte de la experiencia de la improvisación, como saben muchos oyentes capaces de disfrutar con una improvisación en vivo pero completamente incapaces de entenderla en un disco. Es más, si Parker viera en la grabación de una improvisación su plasmación como forma fija, estaría diciendo que cuando se graba es composición, y cuando no, pues no lo es. Eso es pintar con una brocha demasiado gorda, porque el hecho de que una grabación sea algo fijo no convierte la improvisación en algo fijo. Una grabación de una improvisación tiene la misma relación con esa improvisación que una fotografía con la persona fotografiada. Se trata de la relación entre un documento fijo e inmutable y algo vivo y en constante cambio.
A menudo se comenta que la música improvisada se hace en el momento, en lo que se suele llamar “tiempo real”. A esto se suele añadir que por eso no admite cambios, correcciones o mejoras, que el improvisador no puede repensar ni borrar lo que ha tocado, que no puede dejarlo unos días y luego volver a ello, que no puede hacer muchas de las cosas que cualquier compositor considera recursos compositivos básicos. Todo esto se enfatiza como si constituyera los aspectos claves de un enorme desafío para el improvisador, al que se coloca en un papel que dista poco del asignado al funambulista. Y así es. Pero puede que éste no sea el aspecto más importante de la improvisación. Enfatizarlo es como decir: “mira estos atrevidos, que componen sin red”; o sea, sin goma de borrar. Pero, en realidad, el improvisador no está componiendo. La inmediatez marca su distancia con respecto al reino de la composición de la misma forma que la conversación con respecto a la literatura. Si nadie confunde participar en una conversación con escribir un libro, entonces ¿por qué confundir participar en una improvisación con escribir una partitura? No es que una improvisación y una conversación sean exactamente lo mismo, pero ambos son procesos de creación colectiva en tiempo real, mientras que la escritura y la composición son procesos de creación individual en tiempo diferido.
Alguno dirá: “pero hay muchas conversaciones que distan mucho de ser creativas”. Puede que no innoven, pero tienen su función social. Puede que, en algunas ocasiones, lo que crean no sea tanto un significado como una plataforma social, una cierta atmósfera de entente articulada por el esfuerzo de colaboración que requiere. Es decir, que, como observó Georg Simmel, las conversaciones sirven para crear o articular la sociabilidad. Y ya en un plano más sobrio, quizá se pueda decir que muchas conversaciones, improvisaciones, composiciones y libros consisten, en gran medida, en banalidades.
En todo caso, el compositor y el escritor elaboran productos, mientras que el improvisador y el interlocutor participan en procesos. Incluso las composiciones consideradas procesuales, como las brillantes Game Pieces de John Zorn, son compuestas mediante la predeterminación de las reglas del proceso. Zorn prevé incluso las maneras de desobedecer sus reglas.
Esta cuestión de producto y proceso tiene una importancia fundamental. Atañe no solamente a lo que hace el improvisador, sino también a lo que cree estar haciendo. Si cree que está componiendo, querrá poder plantearse su improvisación como una composición, y su propio papel como el de un compositor.
Una de las primeras cosas que resaltó Mario Davidovsky cuando comencé a estudiar composición con él era la necesidad de dejar de escribir cada poco tiempo y releer toda la partitura desde el principio. Repasándola desde la primera nota, el compositor recrea la obra con su oído interno de forma que, cuando llega adonde la había dejado, es capaz de entender lo que acaba de escribir en el contexto de todo lo que ha pasado hasta ese momento. Éste es un recurso fundamental en la composición, porque la conciencia de la totalidad es consustancial al papel del compositor como creador único y por lo tanto responsable de todos los aspectos controlables de la obra.
Parte de la importancia de este recurso compositivo es su capacidad de insertar al compositor en el fluir temporal de la propia obra, el cual es distinto del fluir del proceso compositivo. El compositor puede tardar varios días en elaborar un pasaje cuya duración musical no exceda quince segundos. Si utilizáramos una metáfora visual, diríamos que, para componerlo, aplica una especie de lupa temporal que lo expande en el tiempo para que pueda trabajar con el cuidado necesario. Pero, durante ese proceso, el compositor no debe perder su conciencia de la duración real del pasaje, ni de su duración proporcional con respecto a la obra entera. Para mantener esa conciencia, relee la partitura desde el principio, lo cual le permite entender el pasaje en su justo contexto.
Está claro, pues, que en su proceso de creación el compositor combina actos de concepción y de percepción, igual que un pintor aplica unas pinceladas, luego se retira a una cierta distancia para observar el resultado, luego pinta un poco más, decide dejarlo para mañana, etcétera.
Si el improvisador cree que está componiendo, querrá tener acceso a ese recurso. Pensará, aunque sea inconscientemente, que no puede componer algo si no sabe qué es lo que está componiendo. ¿Cómo crear un objeto?, y sobre todo, ¿cómo responsabilizarse de la creación de un objeto que uno no es capaz siquiera de vislumbrar en su totalidad? Pero el improvisador no está componiendo. No está solo, no está elaborando un producto, y no disfruta de las posibilidades inherentes a una práctica creativa que separa el tiempo de elaboración/creación del tiempo de interpretación/duración.
La improvisación también combina la concepción y la percepción, pero ambas se manifiestan de una forma radicalmente distinta a como lo hacen en la composición. Mientras que el compositor dirige su percepción hacia el producto, el improvisador percibe el proceso. El compositor relee su partitura para mantener un agudo sentido del contexto. El improvisador también necesita captar el contexto, pero, para él, el contexto no consiste tanto en lo que ha pasado hasta ese momento, como en todo lo que está pasando en ese momento. Es decir que su contexto es el proceso, no el producto. El improvisador no puede parar ese proceso para intentar recrear en su cabeza todo lo que ha ocurrido y luego seguir adelante. Para el improvisador, eso equivaldría a perder de vista el contexto en tanto en cuanto deja de estar en el momento. Al fijar su atención en lo que ha pasado hasta el momento, deja de estar consciente de todo lo que está ocurriendo en ese momento. Para el improvisador, crear es interactuar: con los demás músicos, con la música en sí, con los ruidos y la acústica del lugar, con la energía, la escucha y la atención del público, con su propia memoria, gusto y necesidades creativas. Todo eso, y no lo ya elaborado, es el contexto.
En la composición, el proceso de creación es anterior al producto creado, es decir, a la obra. La realización sonora ante el público de una composición no es creación, sino recreación; es decir, interpretación o ejecución, algo posterior a su creación y/o elaboración por parte del compositor. Escuchando una composición, el público experimenta los frutos del proceso de creación, pero no el proceso en sí. No están invitados al estudio del compositor para contemplarle mientras se inclina sobre la partitura de una obra en el proceso de creación. En la composición, el proceso es absorbido por el producto, que no solamente lo justifica, sino que puede llegar a esconderlo por completo. Tampoco es necesario saber los detalles de su creación para disfrutar con los resultados. Para entender esto, tomemos como ejemplo los cuartetos Razumovsky de Beethoven. Todos disfrutamos con la atmósfera rusa de esos cuartetos y nos gusta la historia de ese aristócrata ruso en Viena. Pero, ¿alguien se atreve a decir que semejante tour de force musical sólo tiene sentido para el oyente si conoce la historia? Como observamos anteriormente, en el paradigma compositivo el proceso creativo está casi totalmente eclipsado por el producto, o sea, por la obra en sí. Es decir, el proceso de escuchar la obra poco o nada revela de su proceso de elaboración. ¿Se compusieron los movimientos del primero de los Razumovsky en el orden en el que los escuchamos? ¿Fueron concebidos originalmente para cuarteto de cuerdas? ¿Tardó Beethoven más en componer algunos movimientos que otros? La escucha de la obra terminada no nos da ninguna pista acerca de estas cuestiones.
En cambio, en la improvisación, el creador comparte su proceso creativo con el público en el acto, está creando la música en ese preciso instante y lugar, y esos tres elementos –el público, el momento y el lugar– tienen mucho que ver en la creación. Todo improvisador sabe que la manera en que le escucha el público tiene una enorme influencia en cómo elabora su obra. La capacidad de escucha, el grado de entendimiento, la duración y profundidad de la atención son factores determinantes de cómo, y hasta qué punto, el improvisador establece la comunicación y la intimidad con el público. Influyen en el grado de riesgo que asume, en la velocidad o el pulso interno de su discurso, y en el nivel de matización o complejidad que alcanza. No es que el público sea lo único que afecta al improvisador; también tendrá sus momentos de mayor o menor creatividad, energía o inspiración, y habrá días en que esté más o menos cómodo con su instrumento: pero la presencia y la escucha del público es todo menos pasiva.9
Pero, si la improvisación es proceso, ha de desembocar en algún tipo de producto, ¿no? ¿Cuál será, pues, esa “forma fija” a la que se refiere Evan Parker? La respuesta la dio el improvisador por excelencia, Eric Dolphy, en 1964: “La música, una vez terminada, se ha disuelto en el aire. Nunca podrás recuperarla”. Es decir que, en la improvisación, el proceso es el producto. Y aquí afrontamos, final mente, la idea de forma que propone Parker. No es exactamente que la improvisación desemboque en una forma fija, sino más bien que el proceso improvisatorio tiene su propia forma. Lo que ocurre es que esta forma no es fija, sino dinámica. No se trata de un proceso que elabora una forma, sino de la forma del propio proceso. Se trata de un proceso creativo que ocurre en un lugar y un momento determinados, y refleja ese lugar y momento. La improvisación es el proceso interactivo por excelencia. El improvisador dialoga con los otros músicos, ajusta su discurso a las características acústicas del espacio, a la densidad y permeabilidad de los ruidos ambientales, a la escucha del público, etcétera. Todos estos elementos son determinantes en la forma del proceso. Pero debemos subrayar que la mayoría de ellos evoluciona continuamente; la atención del público no es fija, ni lo son los ruidos ambientales, ni lo que tocan los otros músicos, e incluso puede cambiar la acústica de un local si entra más gente, ya que la masa corporal humana absorbe mucho sonido. Y si casi ninguno de estos factores es fijo a lo largo de un concierto, ¿cómo puede ser fijo el proceso improvisatorio?
No hay duda de que el intérprete de una composición también reacciona a algunos de estos factores, pero sólo en la medida en que se lo permiten la partitura y la tradición musical a la que pertenece. Es más, casi ninguno de ellos influye en el proceso compositivo en sí, por la sencilla razón de que no están presentes cuando el compositor elabora la obra. Al igual que el improvisador no puede detener la música para recrearla desde el principio en su oído interno, el compositor no puede prever las características acústicas de los recintos en los que sonará su obra, ni la actitud del público cuando se interprete, ni ninguno de los innumerables factores que afectarán a la puesta en escena de su obra por los intérpretes en los días, meses, años o incluso siglos posteriores a su composición.
El músico y poeta Ildefonso Rodríguez ha observado que “la distinción tajante entre composición e improvisación es un hecho cultural y eurocéntrico. Y ha sido progresivamente aceptada por la influencia de intereses muy concretos: academias, conservatorios, escuelas. Es decir, centros de poder que deciden cómo y para quién preservar la tradición de un arte y el modo de transmitirla”.10 Implícita en esta observación está el hecho de que dichos centros de poder establecen no solamente una diferencia ontológica, sino también de valor, igual que los racistas ven al afroamericano no solamente diferente, sino también inferior. Pero lo eurocéntrico no es tanto la distinción entre improvisación y composición, como el uso de esa diferenciación para colocar a partir de ahí la improvisación en un lugar netamente inferior, hasta el punto de no considerarla digna de ser incluida en los planes de estudios.
El hecho es que esa misma distinción también se establece en culturas no europeas, con una interpretación a veces muy diferente. En un artículo sobre el estatus social de la improvisación, el musicólogo francés Jean Düring ha observado: “En la mayoría de las culturas orientales, esta competencia es más estimada que la del compositor, porque incluye una relación directa con el público e implica cualidades de intérprete que no son necesarias para un compositor”.11 De manera que no solamente se distingue entre composición e improvisación en la mayoría de las culturas orientales, sino que se estima más la improvisación.
En Occidente, por desgracia, defender la igualdad de la improvisación y la composición en cuanto a su valor como práctica de creación musical nos parece todavía necesario; pero nunca se conseguirá una igualdad de trato argumentando que las dos son lo mismo. Querer ver la improvisación desde el prisma de la composición es juzgarla con criterios erróneos, y viceversa. A nuestro entender, la única forma de verlas como idénticas es diluyendo completamente el significado de las palabras, volviendo a la inexactitud léxica que criticamos al principio del presente capítulo. Así, observaciones como “la verdadera actividad de la composición estaría realizada por el improvisador” o “el improvisador compone en el instante”12 no hacen más que esconder los valores reales de la improvisación mediante un uso tan poco preciso de la palabra “componer” que acaba por esconder también los valores de la composición.13
Cuando apareció el coche con motor de combustión interna en Inglaterra, se le dio el nombre horseless carriage, o sea, carruaje sin caballo. Se trata de la consabida tendencia a identificar las cosas que no conocemos con términos que nos son familiares. En este sentido, y a estas alturas del texto, debe resultar obvio que, si la improvisación no es composición, entonces el improvisador tampoco es compositor.14 Tengamos en cuenta que el largo camino entre la primera idea del compositor y el estreno ante el público de la obra acabada puede dividirse, grosso modo, en dos procesos. Primero, la elaboración de un producto musical, normalmente a través de una partitura que refleja las ideas e intenciones del compositor; y segundo, su puesta en escena sonora por un intérprete y/o ejecutante, a menudo mucho más tarde. Quizá por eso, ante la capacidad de crear música en el momento y delante del público, la figura del improvisador sólo se explica para algunos como una combinación de compositor e intérprete (error que yo mismo cometí en algunos de mis primeros textos). No obstante, como con el horseless carriage, no se trata realmente de confundir la improvisación con la composición, sino de intentar entender lo poco conocido (la improvisación) en términos de lo familiar (la composición).
Hemos visto cómo y hasta qué punto se diferencian la improvisación y la composición. ¿Existe la misma distancia entre la improvisación y la interpretación? En realidad, no. Nos será más fácil y más justo plantear esta cuestión como una tabla de formas interpretativas; con el ejecutante en un polo y el libre improvisador en el otro.
En este sentido, el ejecutante sería un caso extremo y particular de intérprete, y empleo el término para llamar la atención sobre los distintos grados de libertad que puede tener un intérprete según la situación musical en la que se encuentra. Simplificando, podemos decir que interpretar es entender una idea y luego dar a conocer ese entendimiento. Así, ante un preludio de Bach, un clavecinista toca mucho más que las notas. Se le presupone la capacidad de captar las ideas que el compositor ha plasmado en la partitura y de manifestar con sonidos su forma de entenderlas. Se le presupone también un conocimiento de la forma de hacer música de la época del compositor, tanto en cuanto técnica como en cuanto estética, para que su interpretación no quede excesivamente distorsionada por el hecho de vivir en una época distinta a la de Bach. Hemos elegido como ejemplo una obra para solista, pero algo muy similar pasa en un cuarteto de cuerdas, un trío o cualquier otro grupo de música de cámara. Éste es, pues, el trabajo del intérprete, y un buen intérprete es una bendición, una persona cuya capacidad musical y cuyos conocimientos le permiten brindar a sus oyentes una experiencia de la música que no podrían tener de ninguna otra manera.
Ocurre, sin embargo, que determinadas situaciones musicales no le permiten al intérprete esa libertad. Se trata de entornos en los que la interpretación la realiza alguien jerárquicamente superior, al que ha de obedecer para ejecutar la interpretación que aporta esta figura. Anteriormente mencioné, como ejemplo, el decimoquinto violín de una orquesta sinfónica. Algo de creatividad aportará a su ejecución, pero, a diferencia de un solista orquestal, cuya libertad interpretativa se asemeja mucho más a la del músico de cámara, la situación de nuestro violinista ni le pide, ni le permite, la libertad de expresión que se le presupondría ante un preludio de Bach u otra obra de cámara. No es, obviamente, un autómata. Tendrá cierta libertad de movimiento; pero la ejercerá sobre todo para ajustarse al sonido de sus colegas y a las exigencias de su director, en el necesario esfuerzo por disolver su individualidad, creando el sonido unificado que necesita la orquesta para acomodarse a la interpretación de su director. Conseguir ese sonido requiere una gran capacidad musical y una no menor capacidad para trabajar en equipo, pero sería ilusorio equipararlo a la libertad de expresión individual que ejerce un intérprete solista.
Pongamos, pues, en un extremo de la tabla al ejecutante, el que ejecuta la música según se le mande y sin poder aportar su propia interpretación. Luego vendrá el intérprete, que sí puede interpretar con más o menos libertad las ideas del compositor. Y aquí hemos de entender que interpretar supone, en realidad, aportar ideas propias a la música. Entender las ideas del compositor y hacerlas inteligibles a los oyentes requiere haber reflexionado acerca de ellas, y la reflexión que hace posible la interpretación no es otra cosa que ideación. Así pues, el intérprete nos brinda su idea de las ideas del compositor.
Aún más allá en la tabla se encontraría el improvisador de cualquiera de las muchas tradiciones improvisatorias. Como veremos en el capítulo II, este tipo de improvisador trabaja con modelos sonoros. De hecho, son estos modelos los cimientos de su tradición. Así, el músico de flamenco puede tocar una soleá, que es uno de los palos o formas tradicionales del flamenco. Y aquí viene la pregunta: si está tocando una forma tradicional, con las armonías, los ritmos, la métrica, los giros melódicos y verbales asociados a esa forma, ¿hasta qué punto está improvisando, y hasta qué punto está interpretando algo preexistente?
Dentro de esta perspectiva tradicionalista, el etnomusicólogo John Baily, experto en la improvisación rubâb de Afganistán, distingue entre la improvisación de rutina y la inspirada. Según su colega francés Jean Düring:
La primera consiste en el tratamiento de un texto según reglas y figuras fijadas de antemano; hay elección instantánea entre diferentes posibilidades [ya] conocidas. La segunda consiste en crear nuevos elementos, que pueden ser retenidos posteriormente para enriquecer la colección de figuras, patrones, etcétera.15
Así, la improvisación de rutina sería, ante todo, un acto de interpretación, cuando el improvisador recurre directamente a elementos del modelo tradicional, interpretándolos con mayor o menor libertad. En cambio, la improvisación inspirada sería principalmente un acto de creación, en el que el improvisador crea nuevos materiales, algunos de los cuales podrían entrar a formar parte de la tradición. No debemos, pues, pensar que la existencia de una tradición improvisatoria esté reñida con la capacidad de innovar, o que los improvisadores pertenecientes a estas tradiciones sean menos creativos que los otros. Los grandes creadores son pocos, pero están muy bien repartidos.
Hacia el extremo de la tabla, casi en el polo opuesto al del ejecutante, encontraríamos al libre improvisador. Hemos visto cómo, en las tradiciones improvisatorias, el improvisador puede tener más o menos de intérprete según si se limita a interpretar un modelo o si inventa material nuevo. Pero el libre improvisador no tiene ese tipo de modelo. No existen formas como el bluesde rutinabluesinterpretandorecursorecurre