Titulo original en inglés:
Art in History
© Martin Kemp, 2014
Ilustraciones de cubierta e interior:
Cognitive Media Ltd, 2014
Publicado por primera vez en el Reino Unido por Profile Books Ltd
De esta edición:
© Turner Publicaciones S.L., 2015
Rafael Calvo, 42
28010 Madrid
www.turnerlibros.com
De la traducción:
Ana Herrera Ferrer
De la corrección:
Marc Jiménez Buzzi y Antonio Rivas
Diseño de cubierta:
Estudi Miquel Puig
Diseño original del interior:
Jade Design
Adaptación de diseño y maquetación:
David Anglès
Primera edición: septiembre de 2015
eISBN: 978-84-16354-22-1
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
turner@turnerlibros.com
Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.
Introducción: El arte en la historia
1. El «progreso» del arte en Grecia y Roma
2. «Imágenes esculpidas»
3. A vueltas con el Renacimiento y el «progreso»: 1300-1600
4. Academias y alternativas
5. Entendidos y críticos
6. Románticamente real
7. La vida moderna: La dimensión francesa
8. Nuevos extremos
9. Algo diferente
10. Conclusión
Lista de ilustraciones
Nota sobre la traducción de las citas
Para saber más
Los artistas y las obras de arte que aparecen en este libro han transformado la manera que tiene el arte de afectarnos. A lo largo de los siglos, pintores y escultores nos han invitado a hacer cosas decididamente nuevas.
Por citar solo un ejemplo, no sabemos cuál fue la reacción de las primeras personas que contemplaron el cuadro Las meninas, de Diego Velázquez, pero podemos estar seguros de que nunca habían visto nada semejante. La obra es reconocible como retrato de grupo, pero no se ajusta a las normas. El artista aparece, sí, pero solo vemos una parte del reverso de su lienzo. La joven princesa y su séquito se han reunido en una sala imponente. Pero ¿a quién miran? A alguien más importante que nosotros, suponemos. El rey y la reina se ven reflejados en el espejo. Pero ¿dónde están? Son el tema ausente del cuadro. Velázquez, al igual que otros grandes artistas, deja un espacio abierto a la interpretación en el que todos podemos representar nuestro papel.
El arte en la historia se centra en la relación triangular entre el arte, el artista y el espectador; frecuentemente, en el contexto de Dios y la naturaleza. Eso es lo que distingue el presente libro de las numerosas historias del «arte occidental» que han venido antes: aquí se consideran las diversas nociones históricas del arte y los artistas como categorías dentro de las cuales se produce y se consume el arte. Lo que el arte requiere del espectador, y lo que el espectador requiere del arte, ha ido variando radicalmente a lo largo de las diversas épocas. Así veremos aparecer al artista como individuo que hace una contribución notable al desarrollo del arte en la antigua Grecia y luego, una vez más, en el Renacimiento. Los siglos subsiguientes atestiguarán la evolución de dichas categorías hasta la adopción de su significado moderno. Los acontecimientos a menudo parecerán obedecer a la idea de «progreso», concepto de gran influencia en la evolución de los sistemas modernos, tanto económicos como políticos. Y lo cierto es que todos los aspectos del establecimiento del arte y los artistas en cuanto tales están profundamente relacionados con los cambios materiales y conceptuales que tienen lugar en la sociedad.
Al situar el arte «en» la historia, surge un gran interrogante: ¿el artífice de las obras es un agente subordinado, o bien un héroe autónomo de la creatividad? O para plantear preguntas más sutiles: ¿hasta qué punto la obra de arte es, en primer lugar y ante todo, la expresión de una serie de imperativos sociales? ¿Y hasta qué punto depende de la comunicación directa e intemporal de valores humanos de un individuo a otro? ¿Pueden darse ambas cosas a la vez? En las páginas que siguen sostendré que, en efecto, ambas sustentan el poder de las imágenes.
La forma en que una obra de arte se inscribe en la historia no varía menos que las propias obras y los propios artistas. Una representación medieval del tema de la Virgen María y el Niño refleja una belleza espiritual que se encuentra más allá de este mundo, mientras que el cuadro que pinta Goya de una masacre contemporánea nos habla de una contienda violenta. Lo que llamamos «estilo» de la obra resulta esencial para su efecto. De nada servirían a Goya la suave gracia y el alto refinamiento de la Virgen. Los violentos contrastes de color y las pinceladas incendiarias de Goya no ejercerían el efecto adecuado en un devoto medieval. Las obras que veremos presentan una convincente unidad de estilo y contenido. Cada una de ellas indica una relación especial con el espectador en el contexto de la sociedad de la cual surgió, y nos «habla» en la voz de su época. Aunque podemos oírlas todavía, les sacaremos un partido mucho mayor si somos capaces de sintonizar el oído a sus diversos acentos.
Nuestro repaso de las obras escogidas seguirá por lo general un orden cronológico, porque lo que hace cada artista está relacionado con lo que vino antes y afecta nuestra visión del pasado. Como escribió el gran poeta T. S. Eliot en 1921, «lo que ocurre cuando se crea una nueva obra de arte es algo que ocurre simultáneamente a todas las obras de arte que la precedieron».
Hasta una época relativamente reciente, las obras de arte surgidas en sucesivos contextos en transformación han contado la vida de personajes importantes, ya sean los artistas o sus mecenas, y han hecho referencia a una historia que nos resulta muy familiar; la de las obras maestras canónicas que se encuentran en el centro de las innovaciones del arte europeo y estadounidense. Por supuesto, hay otras historias, pero en la narración que yo seguiré, dirigiendo la mirada al arte europeo y al estadounidense, estos tienen un gran peso específico, pese a que en la actualidad el mundo del arte pivote tanto en China como en Estados Unidos. También es la historia que estoy más capacitado para contar, pero no me atrevo a decir que aquí se encuentre la versión definitiva de la historia del arte. Es una de las historias posibles, y su atractivo reside en gran parte en el hecho de que se centra en algunas de las obras más enriquecedoras que los seres humanos han producido. Y está estrechamente relacionada con lo que experimentamos al entrar en las galerías y museos más importantes.
De la Historia natural (c. 79 d.C.), del soldado romano y filósofo de la naturaleza Plinio el Viejo:
La búsqueda de la naturaleza y la belleza por parte de los sucesivos pintores
Apolodoro de Atenas, en la 93ª olimpiada [408 a.C.], fue el primero en imitar el aspecto de los objetos, y el primero que confirió auténtica gloria al pincel del pintor [...]. Una vez abiertas las puertas del arte, Zeuxis de Heraclea las franqueó el cuarto año de la 95ª olimpiada, y condujo su pincel [...] a los niveles más elevados de la gloria [...].
Parrasio de Éfeso también aportó mucho a la pintura, al ser el primero en usar proporciones en sus figuras, el primero en dar animación a los detalles del rostro, elegancia al cabello y belleza a la boca, y otros artistas reconocen que él se llevaba la palma en cuanto a los contornos. Eso exige la mayor de las sutilezas [...]. Ser capaz de crear los límites y rematarlos es algo que solo se consigue muy rara vez en el arte [...]. En cuanto a Timante, estaba muy dotado de genio [ingenium] y algunos oradores han celebrado con alabanzas su Ifigenia, que permanece en pie esperando la muerte ante el altar; el pintor plasmó el dolor de todos los presentes, y en especial de su tío, pero habiendo agotado todas las imágenes de tristeza, veló los rasgos del padre de la víctima, incapaz de representar adecuadamente sus sentimientos [...]. Timante es el único en cuyas obras se transmite algo más que lo que está realmente pintado.
Fue Apeles de Cos, en la 112ª olimpiada, el que sobrepasó a todos los pintores que vinieron antes o después. Él solo pintó más cuadros que todos los demás juntos. Además publicó algunos volúmenes que contenían los principios de su arte.
En lo que respecta a la demostración consciente de habilidad artística por parte de los creadores, fueron los antiguos griegos quienes pusieron los cimientos, así como fundaron todas las ramas importantes del saber moderno. Desde el siglo VI a.C. en adelante, los griegos fueron los primeros (fuera de China) en establecer un cuerpo sistemático de pensamiento sobre los aspectos fundamentales de la naturaleza humana, incluidas el alma y sus intersecciones con el mundo natural y el divino. La filosofía idealista de Platón y el pensamiento basado en la naturaleza de Aristóteles marcaron la pauta durante siglos. Alfred North Whitehead, el famoso matemático y filósofo del siglo XX, afirmaba: «la mejor manera de definir la tradición filosófica europea es decir que consiste en una serie de notas a pie de página de Platón». Si incluimos a Aristóteles, la afirmación de Whitehead resulta muy defendible. No obstante, el mismo Platón menospreciaba en gran manera la representación visual, que consideraba un reflejo de segunda mano del mundo sensorial, en sí mismo poco más que una manifestación borrosa de realidades mentales y espirituales más elevadas.
Las artes plásticas en Grecia se centraban en la representación del cuerpo humano y contribuyeron a la concepción que en aquella época se tenía de la humanidad y los dioses, otorgando forma corpórea a los conceptos y definiendo a su vez la noción de la belleza ideal. De enorme importancia a este respecto fueron los propios escritos de los artistas. El erudito romano Plinio observaba que el gran Apeles había escrito sobre arte, al igual que el escultor Policleto, del siglo V a.C. En su famoso Canon, Policleto establecía un sistema de proporciones que comprendía la matemática musical de las partes del cuerpo en relación con el conjunto. Dotar al arte de una «ciencia» (una base sistemática según el conocimiento racional) fue y sigue siendo un componente vital a la hora de certificar su estatus y el de los artistas junto a otras disciplinas prestigiosas. Todos los tratados griegos sobre artes plásticas se han perdido, pero Plinio, en su extraordinaria recopilación de todo lo que consideraba que valía la pena conocer, proporciona un eco romano de cómo se veían los artistas griegos a sí mismos, y de cómo los veían los demás.
El arte, para Plinio, surgía de la imposición de la alta cultura sobre los materiales físicos (pintura, bronce, mármol, etcétera), lo que entrañaba un talento individual supremo (ingenium o «genio»): la imitación de la naturaleza, la destilación de la belleza, la representación de lo divino y la transmisión de emotividad en la narración. Los sucesivos artistas contribuyeron a la larga marcha hacia la perfección, desde los inicios primitivos hasta una plenitud espléndida destilada de la naturaleza. La pintura, por ejemplo, progresó desde el trazado de líneas en torno a sombras hasta el dibujo lineal pleno, la pintura monocroma y la adición de tonalidades, y todo ello dio paso al dominio del color y el destello de los toques de luz.
Han sobrevivido tan pocas obras pictóricas de la Antigüedad clásica que es muy difícil seguir ese progreso. Sin embargo, a lo largo de los siglos han ido apareciendo muchas esculturas, a veces en su forma original, y más a menudo en copias posteriores, de modo que podemos ilustrar con ellas la narración de Plinio. Ese progreso suele mostrarse mediante una sucesión de estatuas que representan a un kurós (un hombre joven). Comparemos un ejemplo del siglo VI a.C. con uno de menos de un siglo más tarde. El kurós más antiguo aún conserva gran parte del hieratismo egipcio, emergiendo de un bloque rectangular de mármol con los planos de frente, costado y espalda todavía muy visibles. Las transiciones fundamentales en la anatomía del joven están delineadas como surcos, siguiendo el dibujo lineal descrito por Plinio. Su sucesor humaniza el esquema básico con unos contornos más redondeados, cierto temblor de la carne y la sangre, y quizás un atisbo de sonrisa. En este caso, muy excepcionalmente, se nos da a conocer la función funeraria de la estatua. Su inscripción nos exhorta a «detenernos y mostrar compasión junto al monumento de Kroisos, muerto, a quien, cuando estaba en la línea delantera [de las tropas], destruyó el iracundo Ares [Marte]». Es muy posible que cada uno de los kurós y las korai (sus homólogas femeninas) tuviera una función conmemorativa específica y representara la esencia ideal de la persona en cuyo honor se erigía, más que tratarse de un retrato realista.
Cuando, un siglo más tarde, nos encontramos con dos guerreros griegos, vemos que la presencia comunicativa de la figura se ha transformado. El peso del héroe de bronce (fijándonos en el conocido como Guerrero A) está equilibrado con agilidad y elegancia atlética. Tiene la cabeza vuelta hacia un lado y los ojos de calcita nos miran con firmeza, bordeados por unas pestañas de plata, mientras los labios de cobre se abren para hablar, revelando los dientes de plata. El bronce ya era entonces un material caro y prestigioso; aquí se ve notablemente enriquecido. Aparte de una posible función conmemorativa, no sabemos nada concreto de la identidad de los guerreros, o de su autoría.
El Guerrero A puede considerarse genéricamente como un héroe clásico. Tal vez represente a Agamenón, el trágico héroe de las guerras troyanas, que sacrificó a su propia hija Ifigenia a la diosa Artemisa (Diana) y, a su regreso, fue asesinado por su esposa adúltera. Héroes como el Guerrero, varones y de aspecto muy marcial, se volvían divinos por sus virtudes, mientras que los dioses, enzarzados en sus disputas, mostraban los vicios humanos de la vanidad, la lujuria, los celos y la venganza. En las obras de los grandes trágicos griegos, los actores humanos están separados de los dioses por la inmortalidad y por el poder, pero no por el carácter. El vibrante Guerrero no necesita transformación visible alguna para convertirse en Ares (Marte), el dios de la guerra. En un sentido general, los guerreros son la encarnación masculina de la virtud moral y el heroísmo atlético que tanto se valoraban en la civilización helénica, sobre todo en la ciudad-estado de Atenas. Vale la pena recordar que el sistema de fechado griego se basaba en el ciclo de cuatro años de los Juegos Olímpicos.
En la representación de la forma femenina, el ideal imaginado por la fantasía masculina se vuelve más poéticamente real que la propia realidad. Nadie expresó este hecho con mayor fuerza que Praxíteles, que en el siglo V a.C. creó imágenes icónicas de Apolo, Hermes, Artemisa y Venus. Su Venus de Cnido, conocida como sus otras obras maestras a través de copias posteriores, muestra a la diosa del amor después del baño, realizando un inútil gesto de modestia al taparse con la mano el triángulo genital, muy idealizado. La estatua causó sensación. Al describirla extasiado en los Amores, un diálogo sobre el amor antiguamente atribuido a Luciano, el autor declara que «toda su belleza queda descubierta y revelada, excepto en el punto en que ella, discretamente, se tapa las partes pudendas con una mano [...]. El templo contaba con una puerta a cada lado, para contentar a aquellos que deseaban ver también a la diosa desde atrás, de modo que ninguna de las partes quedase sin ser admirada». De las muchas versiones posteriores, la que está en Múnich es la que refleja mejor la estimulante ductilidad y sutileza con la cual Praxíteles evoca su belleza sexual, que podemos contemplar pero que al mismo tiempo se halla fuera de nuestro mortal alcance.
Hasta el más indulgente de los dioses imponía respeto desde lugares encumbrados, como en los prestigiosos frontones del Partenón de la majestuosa Acrópolis de Atenas. El templo estaba dedicado a Atenea, patrona de la ciudad. En el espacio triangular del frontón este, esculpido por Fidias y su taller a mediados del siglo V a.C., se representaba su nacimiento, surgiendo plenamente formada y armada de la cabeza de Zeus (Júpiter). Solo han sobrevivido las figuras que la flanqueaban. En el extremo izquierdo sale el sol en la persona de un Helios que emerge apenas en su carro tirado por dos caballos encabritados. Cuesta más identificar a las otras figuras, pero probablemente representen a Dionisos (Baco), Deméter, Perséfone y Artemisa (Diana). Aun fracturados y despojados de su color original, los dioses de mármol que supervisan nuestro destino transmiten una notoria sensación de presencia corporal, más ideal que la nuestra, pero cautivadoramente real y viva, ya sea en la desnudez masculina o en los vaporosos ropajes femeninos que sirven para definir los gráciles movimientos de las figuras.
El arte escultórico posterior crearía efectos deslumbrantes de cuerpos en vigoroso movimiento. El ejemplo más famoso es la escultura narrativa Laocoonte y sus hijos (Antífanes y Timbreo), que suscitó encendidos elogios cuando apareció en una excavación en Roma en 1506. La trágica historia del sacerdote troyano se conoce por diversos relatos. La escultura nos cuenta lo que ocurre cuando Laocoonte intenta advertir a Troya del ardid de los griegos con el caballo de madera. Atenea y Poseidón, que están a favor de los invasores, envían unas serpientes para que lo maten a él y a sus hijos. Aunque se ha discutido mucho sobre la fecha de realización de la enorme escultura, parece haber unanimidad en que debe situarse en el siglo I a.C.
Las intensas torsiones de los cuerpos y las expresiones agónicas son dignas de la tragedia griega, cuyos dramas a menudo hablan de héroes temerarios que sufren el más cruel de los tormentos divinos. Virgilio, el autor romano, expresaría más tarde el suplicio de Laocoonte en su Eneida, donde el sacerdote destrozado «lucha por deshacer los nudos con sus propias manos [...] mientras lanza gritos terribles a los cielos, semejantes a los mugidos del toro que huye, herido, del altar». La escultura causó una fuerte impresión en Plinio, que consideraba que «el Laocoonte [...] en el palacio del emperador Tito» era «preferible a cualquier otra obra de arte, pintura o escultura. Está esculpido de un solo bloque [...]. Este grupo lo hicieron conjuntamente tres artistas supremos: Agesandro, Polidoro y Atenodoro, todos nativos de Rodas». La obra busca la empatía corporal que posteriormente intentarían lograr los artistas de tradición cristiana (sobre todo Miguel Ángel) para transmitir los graves sufrimientos espirituales y físicos impuestos a aquellos que se obstinan en su virtud.
Como hemos observado antes, los equivalentes pictóricos de esta narración escultórica se han perdido. Solo alcanzamos a ver atisbos. Quizás el reflejo más espectacular de la sofisticada pintura griega sea el suelo de mosaico de Pompeya que representa la batalla de Alejandro contra Darío. El osado emperador griego, en una parte muy deteriorada de la izquierda, concentra su atención fijamente en el rey persa, que se retira en su carro a través de un bosque de lanzas inclinadas. Los atrevidos escorzos de los caballos agitados, la convulsa masa de guerreros, la retórica de los gestos y las caras expresivas ofrecen un potente eco de los logros alcanzados por los pintores narrativos griegos. Tal vez se trate de una copia de la Batalla, obra de la que Plinio cuenta que fue pintada por Filoxeno para el rey Casandro poco antes del 300 a.C.
En la época en que se esculpió el Laocoonte, el poder creciente del Imperio romano, primero republicano y luego imperial, estaba ya ahogando al de Grecia. Los romanos crearon su propia y vigorosa versión latina de la religión y la cultura griegas, también en las artes plásticas, donde se produjeron copias y variantes de las obras maestras fundamentales en número considerable. Además de las imágenes icónicas surgieron nuevos géneros escultóricos, como los sarcófagos profusamente tallados, los monumentos ecuestres de bronce y los relieves narrativos en columnas conmemorativas y arcos triunfales. Los escultores romanos mostraron una gran inclinación por los retratos, en los cuales representaban a imperturbables ciudadanos imperiales que se habían forjado una carrera en aquella sociedad urbanizada y militarista. Un ejemplo maravilloso lo encontramos en el Vaticano: una cabeza de anciano, identificado como persona de elevada condición cívica o religiosa por el velo que lleva sobre la cabeza calva. Sus rasgos, profundamente tallados, transmiten una particular sensación de afectada gravedad. El modelo, ahora anónimo, pudo muy bien ser Gayo Trebacio Testa, a quien el filósofo y político Cicerón escribió en la Galia del 54 a.C.: «En el “Caballo de Troya”, justo al final, uno recuerda las palabras: “Demasiado tarde aprendieron a ser sabios”. Tú, sin embargo, anciano, fuiste sabio a su debido tiempo».
Nuestro conocimiento de la pintura romana es fragmentario, pero al menos contamos con las milagrosas reliquias de las villas de Pompeya y Herculano, enterradas por la erupción del Vesubio en el 79 d.C. Los murales que han sobrevivido demuestran un gran dominio del espacio y del naturalismo. Los placeres refinados de los jardines son representados con especial deleite en los frescos de la Sala del Jardín, en la casa pompeyana del Brazalete de Oro. Los murales, pintados con delicada energía, prolongan el relajante gozo del jardín real hasta el espacio adyacente dentro de la casa. Un pilar con una ménade (compañera femenina de Baco) a la izquierda, y otro a la derecha con un sátiro (un lujurioso hombre-cabra), sobre los que se asientan sendos paneles con la imagen de una mujer recostada en una postura erótica, crean un ambiente de placer licencioso. De la parte superior de la abertura cuelgan dos máscaras de teatro, recordándonos que el jardín de la casa sirve de escenario a aficiones sensuales.
En el lapso de los siete siglos transcurridos entre el kurós erecto y la casa de Pompeya hemos asistido al surgimiento del tipo de arte y de artista que más tarde tendrá distintas funciones tanto en el contexto religioso como en el contexto secular. Las obras abiertamente seculares realizadas para ambientes domésticos, como los retratos romanos y los frescos herculanos, al parecer habían ido representando una parte cada vez mayor de la producción artística. Veremos una tendencia similar a partir del Renacimiento.
Hemos presenciado también un arte del cuerpo humano capaz de plasmar con suma expresividad el placer y el dolor. Y, cosa no menos importante, hemos asistido a la invención de la escritura sobre arte y hemos visto cómo esta escritura acabó convirtiéndose en una actividad consciente a través de la cual los mecenas y los pintores podían exaltar mutuamente su estatus.
De «El simbolismo de las iglesias y sus ornamentos», en el Rationale divinorum officiorum, c. 1290, de Guillermo Durando, obispo de Mende:
III 1-4: Las pinturas y ornamentos de las iglesias son lecciones y escrituras para el lego. Como declaró [el papa] Gregorio, una cosa es adorar una pintura y otra, por medio de una pintura, aprender históricamente lo que hay que adorar. Lo que los escritos proporcionan a alguien que sabe leer, una pintura puede proporcionárselo a alguien que es iletrado y que solo sabe mirar...
Gregorio decía que no hay que rechazar las imágenes pintadas (para que no puedan ser adoradas), porque las pinturas parecen conmover mucho más a la mente que las descripciones verbales. De este modo, en las pinturas los actos son colocados ante nuestros ojos y parece que están ocurriendo de verdad, mientras que en las descripciones el hecho se hace como si fuera de oídas, cosa que afecta a la mente mucho menos cuando lo traemos a la memoria.
I. 24-25 Las vidrieras de una iglesia son Sagradas Escrituras, que repelen el viento y la lluvia, es decir, todas las cosas dañinas, pero transmiten la luz del verdadero Sol, es decir, de Dios, a los corazones de los fieles. Las vidrieras son más amplias por dentro que por fuera porque la comprensión mística es más amplia y precede al sentido literal. Asimismo, en las vidrieras se hallan representados los sentidos del cuerpo, por cuanto estos deben estar cerrados a las vanidades de este mundo, y abiertos a recibir dones espirituales con total libertad.
Mediante la tracería de las ventanas, comprendemos a los profetas u otros maestros menos conocidos en la Iglesia Militante.
Cuando el emperador Constantino se convirtió al cristianismo en el 312, el papel de la creación de imágenes sufrió un cambio enorme si se le compara con lo acostumbrado en la Grecia y la Roma de la Antigüedad. Según la interpretación más fundamentalista de la doctrina cristiana, no debía existir ninguna imagen figurativa.
Como observaría más tarde el escritor medieval Durando, hay seis lugares en la Biblia en los que se execran explícitamente las «imágenes esculpidas». El término «imagen esculpida» corresponde a la palabra hebrea «ídolo». Era idolatría adorar una imagen física hecha por manos humanas. Solo se debía adorar a Dios. En la base del rechazo de las imágenes por parte de los judíos se encuentran algunos episodios esenciales del Antiguo Testamento, especialmente la destrucción del becerro de oro por Moisés y la proclamación de los Diez Mandamientos. La imaginería cristiana primitiva también evitaba las representaciones figurativas, y prefería recurrir a los signos. El hebreo YHWH (Yahweh), el «tetragrámaton», era el signo de la presencia de Dios Padre. Cristo estaba representado por abreviaturas de su nombre griego o «cristogramas»: XP (chi ro en griego), IHC o IHS, o ICX.
Partiendo de este ambiente de prohibición, sin embargo, la cristiandad desarrolló un sistema elaborado y críptico de representación simbólica. A lo largo de los siglos, el cristianismo fue sucumbiendo progresivamente a la necesidad de los antiguos de crear «ídolos» para apoyar la devoción religiosa, es decir, representaciones tangibles a las cuales atribuimos poderes espirituales. La extraordinaria sofisticación gracias a la cual las imágenes cristianas llegaban a transmitir significados doctrinales estaba enraizada en la necesidad de eludir las prohibiciones explícitas de la Biblia. Aun así continuaron teniendo lugar episodios de iconoclastia fundamentalista, en los cuales se derrocaban, mutilaban y destruían imágenes. No obstante, la incorporación de la Iglesia a las estructuras tradicionales del gobierno al estilo romano favoreció el uso de imágenes como instrumentos de poder.
A lo largo de los siglos cristianos hubo pues una serie de intentos de legitimar las imágenes. Durando se mostraba especialmente proclive a citar al papa Gregorio el Grande, que alrededor del año 600 escribió dos cartas en las que exponía lo que se convertiría en justificación habitual de las imágenes: que son la Biblia de los iletrados. Gregorio consideraba también que se podían estimular los sentimientos religiosos de manera que la devoción se dirigiera al tema, y no a la representación. El propio Durando describía en extremo detalle cómo se podía «leer» cada parte de una iglesia. Explicaba los significados profundos no solo de las imágenes figurativas, sino también de la arquitectura: las vigas de madera, por ejemplo, representaban a los predicadores que sustentaban la Iglesia.
Supongamos que en una iglesia hay un mosaico que representa a Cristo dando una orden a san Pedro: «Alimenta a mis ovejas». Esto puede interpretarse en varios niveles: literalmente, en el sentido de la historia concreta de la orden de Cristo, tal como la presenciaron los discípulos; simbólicamente, de modo que el rebaño de ovejas son los seguidores de Cristo y él mismo está representado como el Buen Pastor; alegóricamente, cuando se entiende que la orden de Cristo significa que Pedro ha sido nombrado para dirigir la Iglesia; y anagógicamente, según la interpretación espiritual más elevada, es decir, que Pedro se sienta a la derecha de Dios.
El arte cristiano de antigüedad mayor a los diez siglos da testimonio de una gran sofisticación, que va mucho más allá de cualquier ambición de instruir a los iletrados.
IVV