Título original:
Leo Castelli et les siens
© Annie Cohen-Solal, 2009
Edición original: Gallimard, 2009
Traducido de la edición en inglés (a cargo de Mark Polizzotti y la autora): Leo & His Circle. The Life of Leo Castelli, Knopf, 2010
De esta edición:
© Turner Publicaciones S.L., 2011
Rafael Calvo, 42
28010 Madrid
www.turnerlibros.com
Primera edición en castellano: noviembre de 2011
© De la traducción: María Álvarez Rilla y Pablo Sauras, 2011
Corrección y coordinación: José Antonio Montano
Diseño de la colección:
Enric Satué
Ilustración de cubierta:
The Studio of Fernando Gutiérrez
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones: turner@turnerlibros.com
ISBN EPUB: 978-84-15427-36-0
Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.
Para la joven generación:
August y Prosper Castelli,
Tomás Ilean Laddaga, Cecelia Rose Reitter,
Zoe y Ari Weingarten
y, ¡por supuesto!, Archie.
Obertura
Prólogo. Nacido en un polvorín
Primera parte. Europa: persecuciones, guerras, rupturas, traslados; 1907-1946 y una prehistoria
I |
En la plaza del mercado |
II |
En el muelle de San Carlo |
III |
Ernesto Krausz hace su aparición |
IV |
Años milagrosos en Trieste |
V |
En la burbuja de Hietzing, Viena, Primera Guerra Mundial |
VI |
Un bigote falso para el emperador |
VII |
El imparable ascenso de Ernesto Krausz |
VIII |
Cumplir veinte años bajo el fascismo |
IX |
Bucarest: primeros escarceos con la vanguardia |
X |
De Neuilly a la Place Vendôme |
XI |
Dramático y peligroso: el éxodo a Estados Unidos |
XII |
De nuevo en Bucarest: la primera helada de la Guerra Fría |
Segunda parte. Los años de la metamorfosis; 1946-1956 |
|
XIII |
Haciendo novillos en el MOMA |
XIV |
Mediador con el Nuevo Mundo |
XV |
‘Un toque del que estoy encantado de carecer’ |
XVI |
¿El hombre ideal para el puesto o un simple bailarín de tango? |
XVII |
De Pollock a De Kooning: hacia la inauguración de la galería |
Tercera parte. Líder absoluto del arte estadounidense; 1957-1998 |
|
XVIII |
Nueva York como imán |
XIX |
Prueba y golpe maestro: la epifanía de Jasper |
XX |
Un torbellino de ideas: ‘¡Descubra un genio cada semana!’ |
XXI |
Los años de Solomon |
XXII |
La ‘Bienal de los Beatles’ |
XXIII |
La adolescente de espíritu libre y el diablillo travieso |
XXIV |
La conquista de Europa |
XXV |
El ‘Svengali del pop’ |
XXVI |
La exposición de Henry |
XXVII |
La red de Castelli o la Casa de Saboya |
XXVIII |
La tierra prometida al sur de Houston Street |
XXIX |
Malos tiempos para Leo |
XXX |
Homenajes y distinciones: un lugar en la historia |
Epílogo
Notas
Archivos
Créditos de las ilustraciones
Agradecimientos por las autorizaciones
Agradecimientos
“Así que tú eres la nueva. Vaya, ¡vas a poner la ciudad patas arriba con esa falda naranja y esos guantes largos! ¿Por qué no te pasas por la galería mañana sobre las cinco? Verás la exposición y conocerás a Roy.1 ¡Es su inauguración, y podrías quedarte a la fiesta!”. Así, con esa picardía envolvente, fue como me recibió Leo Castelli en una cena que tuvo lugar dos semanas después de mi llegada a Nueva York como agregada cultural de la embajada francesa. Aquel primer encuentro de 1989 marcó el tono cordial de nuestra relación, que duró hasta su muerte en 1999. Pese a que tenía ochenta y dos años y llevaba un audífono (muy discreto, casi invisible), Castelli seguía siendo en gran medida un seductor hombre de mundo, armado con la seguridad que le proporcionaba su legendario apellido. Aquella noche le acompañaba su nueva novia, Catherine Morrison, una elegante arquitecta británica de cuarenta y tantos años, y no paraba de tontear con ella como un adolescente.
Ese día, sin darme cuenta, entré a formar parte de “la familia”, y de ahí que durante mi primer año en Estados Unidos me viera viajando en su compañía de Mineápolis a Basilea, de Londres a Houston, de Nueva York a Washington DC para la inauguración de la última exposición de Jasper.2 “Voy a enseñarte todo lo que tienes que saber sobre arte estadounidense”, afirmaba, mientras me prestaba libros y me llevaba a ver exposiciones los domingos por la mañana. Me presentó al escritor Calvin Tomkins, a coleccionistas como los Dayton y Barbara Jakobson, a los conservadores Christian Gelhaar y Nan Rosenthal, a los galeristas Ileana y Michael Sonnabend, y a muchos más. Durante diez años, el que viviéramos a una manzana de distancia facilitó que se convirtiera en mi profesor particular de arte estadounidense; pero la comodidad no presidía su misión, como quedaba patente cada vez que perdía la noción del tiempo hablando de Clement Greenberg, Alfred Barr, Jackson Pollock, Pierre Matisse, Andy Warhol y Sidney Janis. Su entusiasmo era el mismo cuando me llevaba a las subastas de Sotheby’s y Christie’s para ver cómo la obra de sus artistas se vendía a precios cada vez más astronómicos; o cuando me iniciaba en la obra de Eva Hesse en el Whitney, hablaba de su donación al Modern de la Bed de Bob, evocaba los primeros Monochromes de Frank, que vio cuando el artista acababa de graduarse en Princeton, o evocaba los momentos más memorables que había vivido con Jim y con Ellsworth.3 Eso sí, nada podía compararse a la intensidad que se apoderaba de él cuando hablaba de Jasper, o cuando Jasper estaba presente.
Lo cierto es que pocas personas eran inmunes al encanto de Leo. Incluso cuando entraba inesperadamente en un restaurante alrededor de medianoche con un grupo de amigos, ya fuera en Nueva York o en Venecia, los camareros y el maître le preparaban una mesa, y siempre le trataban como a una estrella de cine. Pedía “Bellini per tutti…”, ¡y ya estaba en marcha la velada! Pasar unas pocas horas en su compañía podía ser una experiencia mágica. Si había decidido adoptarte, como hizo conmigo, la envergadura de sus alas al abrirse sobre ti, cuando decidía que le acompañaras a cualquiera de sus guaridas, resultaba imponente. No era solo su refinada presencia lo que le hacía tan encantador: era también el toque infantil que le salía a veces, como cuando me recitaba muy orgulloso la fábula de La Fontaine El cuervo y la zorra, en un francés impecable. O cuando, en una de nuestras últimas visitas juntos a un museo, fuimos a ver una exposición de Egon Schiele en el MOMA, en los primeros días de 1998. La exposición mostraba una serie de hermosas y desconocidas acuarelas eróticas y, mientras observaba los desnudos femeninos casi con devoción, se acercó a uno y dijo con una sonrisa traviesa: “Questo vorrei prenderlo a casa per guardarmelo bene” [Este me gustaría llevármelo a casa para verlo mejor].
A lo largo de los años, Leo me fue contando retazos de su vida. Mencionó que cuando tenía dieciocho años había acudido a la consulta de Edoardo Weiss (alumno de Freud y uno de los psicoanalistas más famosos de Trieste) porque tenía problemas para “acercarse a las chicas”; me contó que había hablado de negocios con Mihai Schapira, su suegro, que le consideraba un bon à rien [un inútil] por seguir viviendo del dinero de su mujer a los cincuenta años. Me habló de sus amantes, sus esposas, sus hijos; de Trieste, Viena, París, Bucarest y Nueva York. Por descontado, todas mis impresiones se formaron en el contexto del Nueva York de la década de 1990, en un mundo que era el de Leo, bajo el hechizo y la coreografía de Leo, el incomparable creador de mitos.
Fue necesaria otra década para que, solo después de su fallecimiento, me decidiera a hacer mis propias averiguaciones a partir de las pocas pistas que me había dejado; y necesité más tiempo aún para que algunas piezas encajaran. Viajé en avión, en barco, en tren, en coche, visité Trieste media docena de veces en cuatro años, y además fui a Udine, Venecia, Monte San Savino, Milán, Viena, Budapest, Siklós, Bucarest, París, São Paulo, San Francisco y Nueva York. Examiné archivos en italiano, húngaro, hebreo, alemán, francés, inglés; me reuní con documentalistas, historiadores, rabinos, responsables de sinagogas y ayuntamientos, alcaldes, banqueros y empleados de oficinas de seguros; entrevisté a primos hermanos y a primos segundos, a sobrinos y a sobrinos nietos; visité también todas las casas en las que había vivido y las tumbas de sus antepasados en los cementerios judíos de Italia y Hungría. Al final de mis pesquisas pude discernir, en la cadena de vagabundeos y desplazamientos forzados que su familia había tenido que emprender para sobrevivir, una historia de raíces mucho más complejas, fascinantes y trágicas de lo que su figura jovial y relajada traslucía. Y esto hizo surgir en mí una pregunta: ¿por qué Castelli parecía empeñado –a base de repetir sin descanso las mismas historias, por muy elegantes que fueran– en que su autorretrato llevara a un callejón sin salida cuando alguien intentaba conocerle de verdad?
Animada por esa intriga, persistí como si llevara a cabo una investigación policial. Los mejores momentos de mi periplo fueron los que pasé en Monte San Savino cuando, por ejemplo, Renato Giulietti extrajo de una masa de enormes rollos de pergamino una página fechada en 1787 en la que se leía: “Nazionne Ebrea, Famiglia Castelli… Castelli, Aarone, 50… Castelli, Anna, 30… Castelli, Giacobbe, Figlio, 9… Letizia, Figlia, 20… Sabatino, Figlio, 21…”. Igualmente memorable resultó el día en que Mariu Hassid envió a mi habitación de hotel en Trieste un sobre con una hoja de papel blanco en la que se podía leer en italiano: “Comunità Ebraica di Trieste, Copia Integrale Dell’Atto Di Nascita… Anno: 1907; Giorno e mese della nascita: 4 settembre; Data Ebraica: 25 Ellul; Nome del neonato: Leo”, y a continuación la traducción al hebreo. O aquella mañana de abril, en la vibrante ciudad comercial de Göntér, situada en la frontera entre Hungría y Croacia y coronada por una mezquita turca, en que descubrí la casa de la familia Krausz en medio de un magnífico viñedo que el nuevo propietario recorría a caballo. O las emotivas horas que pasé con “Giorgio” (el doctor George Crane, hermano de Leo), en su sanatorio de San Francisco. O el almuerzo en el Yale Club de Nueva York con Robert Reitter, el sobrino de Leo, que me facilitó los documentos relativos a la historia de la familia en Budapest durante la guerra. O el desayuno en el hotel Phillips con Mariève Rugo, la sobrina de Ileana, que aportó un montón de material que documentaba la lujosa vida que Leo e Ileana, su primera mujer, habían disfrutado en Bucarest con la familia de ella, los Schapira. Y así, a medida que multitud de piezas rutilantes iban encajando en su sitio, se fue desplegando ante mí, de manera inesperada, un mosaico rico y complejo, mucho más que aquella figura estática que emanaba del puñado de anécdotas que Leo repetía incesantemente.
Llegué a darme cuenta de que, de un modo tan ajustado como emocionante, la historia de la familia de Leo Castelli discurría en paralelo a la propia historia del arte, comenzando en la Toscana renacentista, desarrollándose a través de la Italia barroca, la Viena expresionista, la Bucarest modernista y el París surrealista, desembarcando en el Nueva York del expresionismo abstracto, para asistir finalmente al surgimiento de los artistas del posdadaísmo, el pop y el minimalismo de la última parte del siglo xx. Y era también una historia que abarcaba todos los desplazamientos y rupturas que habían permitido a los judíos europeos sembrar la innovación en el mundo del arte moderno. Encontré en el patrimonio de generaciones de destacados comerciantes e intermediarios de Monte San Savino y Trieste el paradigma que explicaba el don de Castelli para la promoción y la creación de redes de contactos. Pero fue el hallazgo de un volumen de conferencias sobre los agentes comerciales de la Europa moderna, en las estanterías de la New York University, lo que me dejó claro hasta qué punto él compartía el ideal de aquellos antepasados emprendedores, todos “de una gran movilidad, muy viajados, de origen inmigrante… y con un decisivo conocimiento de los idiomas, las costumbres del comercio local, las comunicaciones y las rutas”.4 Me convencí plenamente de que solo en el contexto de esta larga tradición era posible comprender en su integridad el incomparable ingenio de Castelli, y de que su historia debía arrancar en la Toscana renacentista.
Me muero de aburrimiento y de frío… la barbarie se cierne sobre mí… El bora sopla dos veces por semana, el viento fuerte cinco. Lo llamo viento fuerte cuando tienes que estar todo el tiempo sujetándote el sombrero, y bora cuando temes romperte un brazo.
STENDHAL a madame ANCELOT1
Co’ un colpo de bora Un sior se scapela Le côtoie in aria Ghe va ala putela La va dapertuto Ma questa xe bela Che ti te la trovi Perfin in scarsela! Comare, che bora Comare, che inferno Che vada in malora La bora e l’inverno!2
RIMA TRIESTINA
–Leo Castelli, se le ha descrito en ocasiones como el Vollard del pop art. ¿Le molesta esta definición?
–No, no me molesta. Al contrario, me hace sentirme bastante orgulloso, aunque no creo que la analogía sea del todo adecuada.
–¿Puedo sugerir una alternativa, tan imperfecta como la anterior? ¿Y si dijera que Leo Castelli es el Metternich del arte, que siempre se adelanta en tres o cuatro movimientos al resto de los galeristas, como en una partida de ajedrez? ¿Lo encuentra más apropiado?
–Bueno, verá. He estudiado historia moderna, así que estoy bastante familiarizado con Metternich. No cabe duda de que fue un político extraordinario. ¡Nos vendría muy bien un hombre tan competente en estos tiempos difíciles! En fin, el caso es que para planificar, para cuidar de los intereses de los artistas, o del propio arte, para organizar exposiciones, etcétera, naturalmente hace falta cierto tipo de estrategia; estas cosas no se pueden improvisar… Así que, aunque no creo que la comparación se ajuste de un modo exacto, ¿por qué no?
–Muchas gracias, señor Castelli. Espero volver a tenerle pronto en nuestras ondas, y tal vez poder conocerle en persona.
–Quisiera decirle que ha sido un gran placer para mí hablar con mi ciudad natal, una ciudad que amo profundamente y en la que siempre pienso con un enorme cariño.
Entre tales cumplidos concluyó la entrevista telefónica que, el 12 de febrero de 1984, le hizo Nadia Bassanese, desde el estudio de la rai en Trieste, a Leo Castelli, que se encontraba en su apartamento de Nueva York. La conversación se emitiría al día siguiente por la RAI de Venecia Julia, dentro de una serie sobre arte contemporáneo producida por Bassanese, una marchante de Trieste. Después de la entrevista formal, la conversación siguió unos minutos y, antes de colgar, Castelli hizo una pregunta que era una señal inconfundible de complicidad entre nativos de Trieste, y una muestra de talento para restablecer el contacto después de los cincuenta y dos años que había pasado lejos de su ciudad natal: “C’è la bora oggi?”.3
Nueva York, 12 de febrero de 1984, nueve de la mañana. En su apartamento de la Quinta Avenida con la calle Setenta y siete, Leo Castelli cuelga el teléfono. Ejecuta rápidamente su ritual matutino. Café, The New York Times, una llamada a Ileana, su primera mujer, una conversación con Toiny, la actual, sobre su hijo Jean-Christophe, que está en Harvard. En unos minutos, como cada día, sacará su BMW del garaje y se dirigirá en él a su galería del SoHo. Como siempre, su agenda está repleta: almuerzo con el conde Panza di Biumo, un coleccionista que está de paso en Nueva York; una entrevista con un periodista alemán; vuelta a su galería del 142 de Greene Street, cuya exposición en curso es Jasper Johns: Cuadros, del 28 de enero al 25 de febrero: la primera individual del artista desde 1976. Después, una reunión con Jasper antes de que se vaya a St. Martin, y una cena a beneficio del New Museum.
En la exposición de Johns se incluía Racing Thoughts (1983), inspirada en la vida de Castelli. La obra de Johns, el artista más enigmático de Castelli y el más cercano a él, reflejaba con su estilo críptico todas las piezas del puzle que componía la personalidad de Castelli. Una foto rasgada de Leo, la enigmática sonrisa de Mona Lisa y el pato/conejo de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein configuran la representación totémica de la compleja historia personal de Castelli. La expresión chute de glace [desprendimiento de hielo], en alemán y en francés, y el título Racing Thoughts [pensamientos acelerados] podrían aludir a las proezas de Castelli escalando los Dolomitas, la cordillera más difícil de Europa, o representar algún tipo de metáfora sobre Trieste, una ciudad perturbadoramente cambiante en el momento de su nacimiento. Castelli vendería Racing Thoughts (1983) a Jane y Bob Meyerhoff por ochocientos cincuenta mil dólares: ¡la suma más alta que la Castelli Gallery había cobrado jamás por un cuadro! En cuanto recibió el cheque, el galerista, loco de alegría, le envió una fotocopia a su mujer por un mensajero.4
“No soy un marchante de arte. Soy un galerista”, me recalcaba Castelli siempre. Pero, incluso si prefería reivindicar un oficio menos rimbombante, era con mucho el vendedor de arte más mediático del mundo entero. Le encantaba recibir a los periodistas, seducirlos con anécdotas, tejiendo una y otra vez su leyenda personal, el mito del europeo sofisticado que, como el rey Midas, convertía en oro todo lo que tocaba, sin ningún esfuerzo. Sin embargo, el ascenso de Castelli comienza en el contexto de una tragedia política e histórica, la tragedia de los judíos europeos durante la época nazi, y sus raíces se hunden en un legado familiar mucho más complejo de lo que admitió jamás en sus superficiales y alegres charlas con la prensa. La suya es una historia familiar que se superpone a la historia del arte europeo y nos traslada hasta la Toscana del Renacimiento, donde sus antepasados probablemente se cruzaron con Piero della Francesca y Vasari. Su origen sugiere la hipótesis de que la excepcional habilidad de Castelli para las transacciones entre el arte y el dinero fue fruto de un largo proceso, un don casi genético forjado por siglos de persecución política y social… Pero no nos adelantemos.
Castelli esperó hasta los cincuenta años para lanzarse a abrir su primera galería y acabar convirtiéndose en el gran Leo Castelli que durante las cuatro últimas décadas del siglo xx revolucionó el estatus de los artistas en Estados Unidos y cambió por completo las reglas del mercado del arte. En cambio, durante la primera mitad de su vida fue un hombre con varias identidades, diversos países, diferentes ciudades, que tuvo a su alrededor a muchas personalidades fuertes, a la vez influyentes y protectoras. En Trieste a su padre, Ernesto Krausz; en Bucarest a su primera mujer, Ileana, y al padre de esta, Mihai Schapira; en París a su primer socio, René Drouin; y en Nueva York, por último, al coleccionista y marchante Sidney Janis. “A menudo”, escribe Stefan Zweig, “cuando pronuncio de una tirada ‘mi vida’, maquinalmente me pregunto: ‘¿Cuál de ellas?’”.5 Esta pregunta, planteada por otro cosmopolita culto, resume la experiencia centroeuropea de principios del siglo xx.
Castelli rara vez evocaba su ciudad natal. “El hecho de que haya nacido en Trieste, y de que pasara allí los primeros años de mi vida, tiene cierta relevancia, pero queda muy lejos en el tiempo”,6 declaraba bruscamente cuando le preguntaban. Abandonada cuando tenía veinticuatro años, Trieste solo era para él una ciudad distante y agotada hacía mucho, y en su mente se trataba de un capítulo definitivamente cerrado. Pero al investigar la vida de Leo en Nueva York se observa que el capítulo, en realidad, no estaba tan cerrado. Al reabrir los archivos y entrevistar a los actores principales como una detective, descubrí que Leo era, como Stefan Zweig, un hombre con muchas vidas, un punto nodal, una convergencia de historias. Y cuando se reveló esta realidad el misterio no hizo más que crecer: ¿quién era exactamente Leo Castelli? ¿Y quién podría saberlo?
Más allá de su legendaria afabilidad, Castelli escondía espacios secretos, entre los que Trieste ocupaba un lugar destacado. Nunca se detenía en el hecho de que había pasado allí casi una cuarta parte de su vida, bajo un nombre distinto: Leo Krausz. Fue un periodo alternativamente despreocupado y conflictivo, condicionado por todas las turbulencias políticas de la época. Su padre se cambió el apellido Krausz por Krausz-Castelli, y después por Castelli (el apellido de soltera de su esposa), bajo la presión del gobierno de Mussolini, que exigía la italianización de los apellidos. El cambio, oficializado por real decreto en Roma el 3 de diciembre de 1934, está recogido en el registro civil el 9 de enero de 1935: “Se autoriza a la familia Krausz a añadir el apellido ‘Castelli’ a ‘Krausz’ y utilizar el apellido ‘Krausz-Castelli’”.7 Durante las primeras décadas del siglo xx, Trieste parecía “una excelente caja de resonancia histórica” para el resto de Europa, pero a la familia Krausz en particular les resultó un lugar de “inusual sensibilidad sísmica”.8 Desplazamientos, rupturas y ajustes históricos, políticos, geográficos, económicos y raciales: no se libraron de nada.
A través de la abundante literatura que Trieste ha inspirado podemos trazar el singular destino de esta antigua capital del Imperio austrohúngaro, víctima natural de su ubicación geográfica, presa de los planes de los políticos del continente. Conocemos su decadencia histórica: fue un próspero puerto durante la monarquía de los Habsburgo que, después de la Gran Guerra y la anexión al Reino de Italia, empezó a languidecer lentamente hasta convertirse en la soñolienta ciudad de provincias que sigue siendo hoy, conocida por su aburrido comercio y los seguros de vida. Es una ciudad de múltiples incongruencias: su ubicación, inesperadamente encaramada entre el mar y la montaña, sobre las orillas del Adriático, entre Austria y Croacia, le permite acoger a sus dispares comunidades austriaca, judía, eslava y griega; su imponente arquitectura, que hoy resulta casi demasiado imponente; una cultura de cafés que genera pocas cosas destacables: el San Marco, El Tommaseo, el Stella Pollare o I Specchi son lugares para escribir, conversar y convivir que hoy solo conservan los restos de su encanto y han perdido la capacidad de encender la imaginación. En su día, Trieste fue famosa por ser la cuna de grandes escritores, a los que inspiró como tema y como musa,9 y por ejercer el mismo hechizo sobre las luminarias literarias que recalaban allí.10 El suyo era un poder atemporal como el del bora, el viento propio del lugar que nace en las frías montañas del noreste y sopla en dirección al Adriático a casi ciento cincuenta kilómetros por hora con una fuerza que, en determinados días, obliga a los lugareños a agarrarse a las “cuerdas anti-bora”11 estratégicamente diseminadas por el trazado de sus calles para evitar que los arrastre.
El bora, inspirador de innumerables tiras cómicas, fotografías, refranes y comentarios científicos, es fruto de una anomalía geológica. Mientras que los Alpes, en toda su longitud, protegen Italia de los vientos helados de Europa Central, desde los Balcanes hasta la costa occidental del Adriático, existe “entre el monte Nanos y el monte Nevoso una extraña fisura, una fractura, un hueco, como una puerta que la Madre Naturaleza se hubiera olvidado de cerrar”. Según el meteorólogo Giuseppe Ongaro, “es a través de esta puerta […] por donde se cuela y se concentra el aire pesado y frío del este-noreste, y […] desde allí el bora sopla con fuerza sobre Trieste en dirección al mar Adriático”.12 Se conoce como bora scura cuando, combinado con la lluvia, te arranca de las manos el paraguas; bora neverina cuando levanta la nieve y la deposita de nuevo formando dunas surrealistas; il borino cuando sopla con suavidad; bora nera cuando hace volcar las grúas, los barcos y los trenes con la fuerza de un ciclón.13
¿Cómo podríamos resistirnos a comparar estos dos tipos de vulnerabilidad, la geográfica de una ciudad devastada, arrasada por los elementos, y la política de una Trieste desgarrada por los fracasos diplomáticos, el auténtico talón de Aquiles de Europa? La primera casi insiste en presentársenos como una simple alegoría de la segunda. Se han propuesto interpretaciones más o menos azarosas de las consecuencias de este fenómeno meteorológico en sus habitantes, como la psicología del “pueblo del bora”,14 una teoría que desarrolló Giacomo Debenedetti y que recogió Umberto Saba: “Ciudadanos de Trieste, sois sin duda hijos del viento. Por eso amáis tanto la moralidad como las excusas, las historias verdaderas como los cuentos chinos: porque habéis nacido en la ciudad del bora”.15 Lo cierto es que no podemos reflejar fielmente el ambiente de Trieste sin recurrir a los escritos de sus hijos eminentes que, no obstante, no se ponen de acuerdo. Si Umberto Saba e Italo Svevo la ven como “el epicentro de terremotos espirituales”,16 Scipio Slataper la ensalza como “pacífica y tolerante, la ciudad del si, del ja, del da, [capaz de convertirse de nuevo] en un crisol de síntesis cultural”,17 mientras Angelo Ara y Claudio Magris la definen por su “identidad de frontera”18 a lo largo de su historia.
Ante esa volatilidad de Trieste, los escritores autóctonos han tendido a plantear construcciones simbólicas, mientras los foráneos registran en sus diarios un cierto malaise, un malestar. “Esta ciudad, de construcción regular, se levanta bajo un cielo bastante hermoso, a los pies de una cordillera montañosa; no tiene ni un monumento. El último aliento del viento italiano desfallece en sus orillas, donde empieza la barbarie”,19 observa Chateaubriand. “No es Italia, es solo la antecámara de Italia”,20 escribe Stendhal; mientras Gérard de Nerval la juzga “débil”21 y Rilke directamente “detestable”.22 Dostoievski la considera “una ciudad abstracta y premeditada”,23 y le recuerda a San Petersburgo: “Porque, como San Petersburgo, Trieste nació de un edicto gubernamental y no de un proceso natural de desarrollo orgánico”. Puede que, en su nihilismo, la observación más elocuente sea la de Hermann Bahr, que en el mismo año del nacimiento de Leo Krausz escribe en su diario de viaje: “Trieste no es una ciudad. Uno tiene la impresión de no estar en ningún sitio. Sentí que me encontraba suspendido en la irrealidad”.24
Y es en este lugar de “irrealidad” donde crece Leo Krausz, justo cuando la ciudad está transformando su identidad nacional, su destino económico, su estatus político y hasta su idioma y su moneda. Trieste, el objeto de las maniobras geoestratégicas entre el Imperio austrohúngaro y el Reino de Italia; Trieste, inspiración de James Joyce en su reinvención de la novela moderna y de la soflama anarquista de Filippo Tommaso Marinetti: “¡Trieste! ¡Tú eres nuestro único polvorín! ¡Todas nuestras esperanzas están puestas en ti!”.25 Una ciudad, un polvorín, que en la misma década explosiva vio nacer Ulises, el manifiesto futurista… y a Leo Castelli.
El 4 de septiembre de 1907, nació Leo Castelli, segundo hijo de Ernesto Krausz y Bianca Castelli, él ejecutivo recién llegado de un banco austrohúngaro y ella hija de una familia de la clase media local, cuyo matrimonio probablemente había sido concertado por el rabino de la zona. Era la unión de dos comunidades, ambas judías pero diferentes entre sí en todo lo demás: la primera, de judíos húngaros, asquenazís, progresistas, nómadas, llegados a Trieste en busca de los beneficios derivados de su dinamismo económico; la segunda, de italianos, sefardíes, aún marcados por los años pasados en el gueto, que se habían refugiado allí de la persecución religiosa.
Trieste, un santuario para todos los judíos sefardíes expulsados de España, Grecia, Turquía y varias provincias italianas desde el siglo xv, fue una de las pocas ciudades del Mediterráneo que concedía a los judíos determinados privilegios comerciales “que ni siquiera un cristiano podría obtener”.26 Así, en 1799, el tatarabuelo de Leo, Giacobbe Castelli, llegó a los veinticuatro años a Trieste procedente de Monte San Savino, en la Toscana. Giacobbe era hijo de Aarone Castelli (inscrito como ebreo, es decir “judío”, en los archivos) y de su esposa Anna, y hermano de Sabato, Vitale y Sara. La familia había sido expulsada de su ciudad de nacimiento por un grupo pretendidamente cristiano llamado “Viva María”. El 3 de junio de 1803, Giacobbe Castelli se casó con Susanna di David Jacchia en la sinagoga de Trieste. De acuerdo con la tradición judía, cuando nació su primer hijo le puso el nombre de su propio padre, Aarone. El segundo Aarone Castelli fue el extravagante bisabuelo materno de Leo Castelli. En 1867, este hombre ganó el premio de la Signoria, la lotería de Trieste: treinta mil florines de oro. Se compró un coche de caballos y vivió por todo lo alto, servido por lacayos de guantes blancos y con preceptores privados para sus hijos, y así consiguió dilapidar su fortuna en pocos años.
Aunque el galerista neoyorquino bromeaba a veces sobre su pintoresco antepasado, y a pesar de que había oído que la cuna de su familia materna era Monte San Savino, en la Toscana, nunca buscó más información. “Deberías darte una vuelta por Monte San Savino, la ciudad de mis antepasados, y buscar tumbas con el apellido Castelli en el cementerio…”, me dijo Leo un día con su típica mezcla de provocación y encanto. Pero él solo salía de excursión para buscar obras de arte. Cuando venía a verme a Cortona durante las vacaciones de verano, primero en 1991 con Catherine Morrison, después en 1994 y 1995 con Barbara Bertozzi, insistía en visitar la iglesia de Santa Maria del Calcinaio, construida en 1475 por Francesco di Giorgio Martini (1439-1502), para ver una y otra vez la Anunciación (c. 1445) de Fra Angelico, en la que las palabras del ángel aparecen sorprendentemente escritas detrás. Le encantaba visitar la casa de Pietro da Cortona (1596-1669), siempre quería ir a la Città di Castelo a ver el Descendimiento de la cruz (1528) de Rosso Fiorentino (1495-1540) y, por supuesto, volver a la Chiesa San Francesco, en Arezzo, para admirar una vez más los frescos (1452-1459) de Piero Della Francesca (1410/20-1492).
Pero, a pesar de estos recorridos por las fronteras de la Toscana y la Umbría hasta los pueblos de la Valdichiana, separados por unas docenas de kilómetros y siempre a través de carreteras que conducían a Monte San Savino, Leo jamás expresó ni el más mínimo deseo de visitar la ciudad de sus antepasados, de la que había desaparecido cualquier rastro de la comunidad judía excepto el “antico borgho della sinagoga” [el antiguo barrio de la sinagoga], los goznes de las puertas selladas en la piedra que delimitaba el gueto y el viejo cementerio judío, hoy cubierto de zarzas, “allí abajo, en el límite de la ciudad, cerca de Campaccio, al otro lado del arroyo que llamamos el Ghisio”, como me indicó un lugareño en el verano de 1990.
Es preciso contar antes la historia de los Castelli y los Krausz, que constituye en sí misma un libro dentro del libro. Tomaremos el hilo durante el Renacimiento, en Monte San Savino, la pequeña ciudad italiana revitalizada por la próspera actividad comercial de los antepasados maternos de Castelli. Lo seguiremos en su emigración forzosa a Trieste, donde disfrutaron de libertades nuevas y erigieron de nuevo un floreciente negocio. Descubriremos después a los Krausz, los antepasados paternos de Leo Castelli, terratenientes mimados por la familia imperial bajo el Imperio austrohúngaro. Ernesto, el padre de Leo, abandonó su ciudad, en la frontera croata, para dirigirse a caballo a Trieste, donde pronto se convertiría en uno de sus banqueros más importantes. Trieste, donde nació Leo, era un territorio de transición en Europa, un lugar a la vez dentro y fuera, un sismógrafo del Viejo Mundo donde recibió la sensación de flujo constante que le correspondía por su nacimiento, y que le aportó también algo más. A pesar de sus leyendas sobre sí mismo, Castelli se convirtió gracias a ese lugar en un ejemplar típico del carácter judío moderno. “Nunca comprendí bien su lado judío”, me contó su hijo Jean-Christophe. “Al crecer en Nueva York, yo iba a menudo a bar mitzvahs y cenas de pascua, y la mayoría de mis amigos eran judíos. Mi madre le preguntaba a mi padre: ‘¿Por qué no le cuentas un poquito?’. Él nunca hablaba mucho de su pasado. Contestaba encantado a cualquier pregunta que le hiciera, ¡incluso extendiéndose mucho! Pero, a la hora de mirar hacia atrás, sus anécdotas y sus recuerdos resultaban a menudo inconcretos. Le resultaba difícil ir a lo personal, y puede que su condición de judío fuera para mi padre una de las cosas más personales y, por tanto, más inaccesibles. Construyó su propia leyenda, vendía su leyenda, y eran muy pocos los que no se la compraban”.27
Leo Castelli nunca me contó toda la historia, pero me facilitó pistas suficientes como para iniciar mis pesquisas y, por tanto, para empezar por lo que encontré en Monte San Savino acerca de la historia de los Castelli, judíos toscanos, los antepasados del prominente marchante de arte estadounidense, el mayor galerista de finales del siglo xx: una historia épica de andanzas y persecuciones que comienza durante el Renacimiento y finaliza con un increíble éxito en el Nuevo Mundo, en el amanecer del siglo xxi.
Mi padre nunca hablaba del hecho de que era judío.1
Jean-Christophe CASTELLI
Ebreus perfidus est, ut cantat Ecclesia est inimicus
fidei, et ideo presumitur odium abere Christi
fidelibus, ergo abetur pro suspecto.2
Archivos de MONTE SAN SAVINO
Monte San Savino, 1656. “¡Esa gente bulle de ideas, desborda inventiva!”. Al entusiasta delegado parecían faltarle palabras para ensalzar el ingenio de los comerciantes judíos de la localidad, quienes, aprovechando la situación geográfica de esta, importaban sus mercancías desde las Marcas y las regiones vaticanas, esquivando la mirada vigilante de los oficiales de aduanas de Cortona, y después “recorrían todo el país para venderlas, no solo en la Valdichiana, sino mucho más lejos, ¡hasta en las mismas fronteras del Estado pontificio!”.3 Monte San Savino era una pequeña ciudad de unos dos mil habitantes escondida en las colinas de la Toscana, entre Siena, Arezzo y Cortona. Desde 1550 había disfrutado de los privilegios feudales concedidos por los Médici, que ostentaban el Gran Ducado de Toscana, a una de las grandes familias locales, los Cosci di Monte, como tributo a uno de sus hijos, que se convirtió en el papa Julio III.4 Por este motivo, Monte San Savino estaba exento de las cargas aduaneras impuestas por las empresas florentinas y operaba como zona franca y enclave independiente dentro del Gran Ducado de Toscana.5 ¿Qué hubiera sido de este pequeño núcleo rural, que salía adelante a trompicones con sus artesanos locales, sus escasas familias ilustres y sus numerosas órdenes religiosas, sin sus ciudadanos judíos, que supieron aprovechar hábilmente sus excepcionales circunstancias para convertirse en prestamistas y establecer un monopolio en los servicios, las únicas prerrogativas profesionales que tenían entonces los judíos toscanos?
Aún hoy, Monte San Savino parece girar alrededor de su mercado, la Loggia dei Mercanti. Austero y gris, con sus esbeltos arcos, sus columnas estriadas y sus capiteles corintios tallados en pietra serena, el recinto está sólidamente ubicado entre dos viviendas privadas en la calle principal, y su presencia elegante e imponente sorprende al visitante del centro urbano. Construida a principios del siglo XVI, la Loggia fue alquilada cien años después a los comerciantes judíos, que instalaron allí sus puestos. Justo al cruzar la Ruga Maestra se alza majestuoso el Palazzo di Monte, la obra maestra del gran arquitecto renacentista Sangallo, donde vivía aquel muchacho que se iba a convertir en el papa Julio III. Hoy en día se le recuerda por su mecenazgo de Palestrina y Miguel Ángel, por su vida religiosa “pervertida por placeres e indulgencias, o por su vida política como inveterado nepotista”, y también por la bula papal del 12 de agosto de 1553, con la que decretó la destrucción de todas las copias del Talmud. El mercado cubierto se alza sobre la calle principal de la ciudad, mientras que el Palazzo di Monte se extiende hacia arriba con su patio interior, sus jardines colgantes y sus anfiteatros, abriéndose hacia las colinas de Siena. Los judíos de Monte San Savino prosperaron en el comercio, pero se sentían permanentemente acorralados y tenían prohibidos los esplendores de su rica cultura medieval. El encierro físico de los comerciantes judíos en la Loggia encarna las limitaciones a las que se enfrentaron los ancestros de Leo Castelli.
Aparte del Palazzo Pretorio, construido en el siglo XIII, el resto de las residencias aristocráticas de la ciudad (el Palazzo della Canceleria, el Palazzo Tavamesi, el Palazzo Galleti y el Palazzo Filippi) ejemplifican en sus fachadas imponentes las diferentes fases del Renacimiento. En un perímetro de algunas docenas de metros alrededor del mercado cubierto, los palacios, los claustros y las iglesias, cuyos nombres repican como sus campanas (Chiesa della Pace, Chiesa di Santa Croce, Chiesa di Sant’Antonio, Chiesa di San Giuseppe, Monastero di San Benedetto, Monastero di Santa Chiara, Santa Maria delle Neve, Chiesa di Santa Agata, Chiesa della Fraternitá), parecen resonar en una especie de armonía utópica que niega aparentemente las diferencias sociales. A primera vista, con sus sólidas murallas medievales, Monte San Savino parece una ciudad toscana en miniatura; pero una ciudad sin distinciones sociales en la que el ciudadano común, el clero y la aristocracia podrían vivir codo con codo, en perfecta vecindad. Pero una observación más atenta permite apreciar que, dentro de su extraña forma alargada que se eleva por el lado oeste con sus palacios, iglesias y claustros, Monte San Savino contiene, al noroeste, una calle estrecha de menos de dos metros de ancho, oculta por el inmenso monasterio benedictino. Esta calle fue el gueto judío desde principios del siglo XVIII, el hogar de cerca de un centenar de personas cuyas casas se agrupaban en torno a la sinagoga.
Los signos más evidentes de demarcación social en el laberinto ovalado de intrincadas callejuelas que es Monte San Savino son las cuatro puertas talladas colocadas en las grandes murallas medievales como los puntos cardinales de una brújula. La Porta di Sopra, conocida también como la Porta Fiorentina, decorada con los cinco roeles rojos del escudo de los Médici y que es por tanto la puerta más noble, da al norte, a la carretera que conduce a Arezzo y, más allá, a Florencia; la Porta Romana o Porta di Sotto, la más antigua, cuyo arco ribassato luce el escudo de los Orsini, se abre al sur, hacia Roma; las torrecillas de la Porta della Pace, o Porta Senese, miran al oeste, a la carretera que lleva a Siena; y hacia el este, por último, la Porta San Giovanni, la más cercana a la judería, que se encarama sobre una empinada colina con su arco a tutto sesto y conduce al viajero, tras pasar Cortona, a Perugia y Umbría. Allí, entre estos enclaves, vivieron durante el Renacimiento los Castelli, judíos toscanos.
¿Cuándo se instalaron los Castelli en Monte San Savino? ¿Cómo fue que uno de sus antepasados, al parecer expulsado de España por Isabel la Católica, errara hasta encontrarse en la nazione ebrea del Monte y se refugiara en esa hermosa región del sur de la Toscana? Uno de los primeros Castelli oiría sin duda hablar de esta pequeña ciudad que aún no había obligado a sus ciudadanos judíos a recluirse, después de que se creara en 1555 el gueto de Roma, y en 1570 los de Florencia y Siena. Gracias a los Médici, Monte San Savino disfrutaba de autonomía política y de ciertos privilegios, como, por ejemplo, la capacidad de ofrecer asilo a los morosos.6 En la frontera del Estado pontificio, se convirtió en el refugio ideal para pequeños grupos de judíos errantes que sufrieron los rigores de la Contrarreforma y las persecuciones del Estado pontificio y la población cristiana entre los años 1555 y 1750. Como “población de frontera”, más pequeña que los grandes centros urbanos y bajo menor escrutinio que Florencia o Siena, Monte San Savino resultaba más segura. Cuando se crearon los guetos en estas ciudades solo había ocho familias judías en Monte San Savino. Pero en 1620, inmediatamente después de que la importante familia Passigli abriera su banco en la ciudad,7 Monte San Savino asistió al ascenso de una animada, variopinta e incluso ilustre comunidad de judíos que apenas sumaban un centenar de personas (el cinco por ciento de la población), pero que prosperaron en torno a su sinagoga, su escuela y su cementerio durante casi ciento setenta y dos años.
Los primeros miembros de la familia Castelli llegaron a Monte San Savino en la misma época en que, a quince kilómetros de distancia, en Arezzo, Piero della Francesca trabajaba en los frescos de La leyenda de la Vera Cruz, mientras en Cortona Francesco di Giorgio Martini construía Santa Maria del Calcinaio, y Fra Angelico, que se había visto obligado a abandonar Siena por la peste, terminaba su Anunciación. Tal vez algún día se descubra que unos antepasados de Leo Castelli, los hermanos Castelli, que en los dos siglos siguientes se harían con el monopolio de la producción de papel, fueron proveedores de los artistas de la zona, como Vasari, Perugino, Pontormo o incluso Andrea del Sarto. En cualquier caso, al igual que el resto de los habitantes de la judería de Monte San Savino, los Castelli vivían con precariedad, expuestos a humillaciones o favores según el capricho de las autoridades administrativas y religiosas.
La vida de los judíos locales cambió drásticamente bajo el mandato de Cosme III, gran duque de Toscana entre 1670 y 1723. Este soberano, el más tiránico desde la Contrarreforma, promulgó una serie de rigurosas y humillantes medidas, como el decreto de enero de 1678 según el cual cada ciudadano de la “nación judía” debía portar un “símbolo distintivo de color amarillo o rojo cosido a su ropa”, tapiar sus ventanas para no “deslucir las procesiones cristianas al asomarse”, y abstenerse de “vender piedras preciosas y ropas o tejidos nuevos, permitiéndose solo la venta de trapos usados”.8 Cosme reforzó esta estricta segregación también en la esfera doméstica, prohibiendo a los judíos “contratar a parteras o niñeras cristianas”. El 10 de agosto de 1707, el gran duque llevó la represión hasta sus últimas consecuencias cuando, a través del Testo del Bando, decretó la creación del gueto de Monte San Savino. Todos los cristianos que vivían en el extremo este del angosto Borgo Corno tuvieron que abandonar sus casas y alquilárselas a los judíos, que quedaron confinados en la zona. El incumplimiento se penaba con una multa de cien coronas. La estrecha calle se rebautizó después como Borgo della Sinagoga o Borgo degli Ebrei.9
Pero, incluso durante el cruel siglo XVII, algunos judíos supieron hallar oportunidades económicas y disfrutar de cierta movilidad social. Los Passigli, una familia de banqueros, se enriquecieron prestando dinero, como otros judíos toscanos durante el Renacimiento. Su patriarca, Ferrante Passigli, de origen florentino, era un hombre políglota y cultivado interesado en el arte.10 Con ayuda de sus empleados (sus ministri), desarrolló en toda la región una red de clientes que se extendía hasta varios centenares de kilómetros alrededor de la ciudad. Gracias a sus habilidades consiguió que el marqués Alessandro Orsini le reconociera una situación de privilegio: el derecho, para él mismo, su familia y sus empleados, a salir del gueto y “moverse libremente por Monte San Savino sin necesidad de llevar el distintivo habitual”.11 Gracias a esto pudo habitar una cómoda vivienda adyacente a la Porta Fiorentina, en la entrada de la ciudad. Cuando el papa Inocencio XI abolió los préstamos de dinero, los Passigli perdieron sus prerrogativas en Monte San Savino, aunque siguieron viviendo a lo grande. En 1717, por ejemplo, la boda de Samuele Passigli duró una semana entera y contó con la presencia de músicos cristianos.12
Para la mayor parte de los miembros de la nazione ebrea del Monte en el siglo XVII, sin embargo, aquellos años en el gueto superpoblado y azotado por las enfermedades, con las ventanas de las casas tapiadas, fueron sin duda tiempos oscuros. La comunidad, constituida en su mayor parte por pequeños comerciantes, asumió una estructura oligárquica. En la cima se encontraban cuatro o cinco familias poderosas: los Usigli, los Montebarocci, los Passigli y los Toaff, todas emparentadas entre sí. En perpetuo conflicto con ellas estaban los Borghi y sus parientes, los Castelli y los Fiorentino. Estos, incorporados más tarde a la actividad empresarial, eran comerciantes que compraban sus mercancías al por mayor y las vendían con un margen de beneficio en el entorno rural. En su momento, los hermanos Castelli, que habían viajado por todo el país comerciando con tejidos de lino y algodón,13 consiguieron, con la ayuda de treinta empleados,14 hacerse con el monopolio no solo del papel, sino también del tabaco y el alcohol en la región de Monte San Savino. A partir de 1712 ampliaron sus dominios hasta Montevarchi, Lucignano y Foiano.15 A principios del siglo XVIII, cuando se relajaron las restricciones antisemitas de la Contrarreforma, los Castelli pasaron a formar parte, junto a los Borghi, los Passigli y los Montebarocci, de las familias judías con autorización para vivir fuera del gueto, aunque solo mientras durara su monopolio.16 En aquella época, Monte San Savino ya era una pequeña urbe vibrante y acogedora, con artesanos, unas cuantas familias aristocráticas, diversas comunidades religiosas (uno de cada cuatro habitantes vestía hábitos) y una población judía reducida aún a cerca de un centenar de personas que vivían en el gueto, confinadas en apenas cuatrocientos metros cuadrados.
En el siglo XVIII los judíos de Monte San Savino, conocidos como kehilla, instauraron su propio gobierno democrático. Once gobernadores electos, los massari, dirigían la vida política de la “nación judía” y promulgaban sus leyes, recogidas en el “Libro de deliberaciones de la nación hebrea de Monte San Savino”.17 Cuatro de estos massari se encargaban de enseñar hebreo en la yeshiva, la escuela judía de la ciudad, ubicada en el interior de la sinagoga. Esta era un edificio de tres plantas destinado a múltiples funciones: enseñar Talmud torah, ser espacio de culto y punto de encuentro de la comunidad, y servir de residencia para el rabino. La sinagoga contaba con todos los elementos necesarios para el culto: el baño ritual o mikvah para las conversiones y la purificación y el aaron ha kodesha que contenía la Torah. Era allí donde oficiaba el rabino, donde practicaba las circuncisiones, donde celebraba los bar mitzvah y las bodas, donde reunía al minyan (el quórum de diez hombres necesario para la oración) y pronunciaba el kaddish para los fallecidos, que eran enterrados lejos, en el terrible Campaccio, un barranco que los judíos solo tenían permitido visitar por la noche. En los funerales lo rodeaban siete veces en procesión, cargando el ataúd sobre sus cabezas, antes de las plegarias del sepelio. Monte San Savino tenía incluso un sciochet que permitía sacrificar a los animales de acuerdo con las normas rituales kosher.18
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