Título:
El complejo arte-arquitectura
© Hal Foster, 2011
Edición original en inglés: The Art-Architecture Complex Verso, 2011
De esta edición:
© Turner Publicaciones S.L., 2013
Rafael Calvo, 42
28010 Madrid
www.turnerlibros.com
Primera edición: septiembre de 2013
De la traducción del inglés: © José Adrián Vitier
ISBN: 978-84-15832-72-0
Diseño de la colección: Enric Satué
Ilustración de cubierta: Enric Jardí
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
turner@turnerlibros.com
Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.
Prólogo
UNO Construcción de imágenes
Primera parte: Estilos globales
DOS Civismo pop
TRES Palacios de cristal
CUATRO Modernidad y levedad
Segunda parte: La arquitectura frente al arte
CINCO Expresiones de la neovanguardia
SEIS Máquinas posmodernas
SIETE Museos minimalistas
Tercera parte: Los medios a partir del minimalismo
OCHO La reinvención de la escultura
NUEVE Películas al desnudo
DIEZ La liberación de la pintura
ONCE Edificio frente a imagen
Créditos de las ilustraciones
Notas
Índice analítico
A lo largo de los últimos cincuenta años, muchos artistas han introducido en la pintura, en la escultura y en el cine el espacio arquitectónico que los rodeaba, y durante ese mismo periodo muchos arquitectos se han involucrado en las artes visuales. Unas veces en colaboración, otras en competencia, este encuentro es un escenario primordial de la creación de imágenes y del diseño de espacios en nuestra economía cultural. La importancia de esta conjunción se debe solo en parte al auge de los museos de arte; involucra la identidad de muchas otras instituciones, ya que las corporaciones y los gobiernos recurren a la conexión entre arte y arquitectura para atraer negocios y singularizar ciudades con centros artísticos, festivales y proyectos semejantes. Además, allí donde convergen el arte y la arquitectura, a menudo se generan también debates en torno a nuevos materiales, medios y tecnologías; ese es otro motivo por el cual nos urge analizar a fondo esta conexión.
Comienzo con una perspectiva general sobre papel de la imagen y de la superficie en la arquitectura desde la época del pop art hasta el presente, y termino con una conversación con un escultor que viene proponiendo desde hace tiempo un enfoque diferente en la construcción, un enfoque que vincula los materiales con la estructura, y los volúmenes con el emplazamiento. Esta división –tema principal de este libro– ha devenido en la actualidad un frente de batalla entre el ejercicio del arte y el de la arquitectura. En medio he dispuesto tres secciones, de tres capítulos cada una, que exploran aspectos esenciales del complejo arte-arquitectura. La primera sección comenta tres “estilos globales” –las prácticas de diseño de Richard Rogers, Norman Foster y Renzo Piano–, estilos que podrían ser para nuestra configuración posindustrial de la modernidad lo que fueron los “estilos internacionales” de Walter Gropius, Le Corbusier y Mies van der Rohe para el contexto industrial –expresiones insignes que resultan al mismo tiempo pragmáticas, utópicas y vigentes en términos ideológicos. Si la modernidad tiene hoy una imagen, Rogers, Foster y Piano están entre sus principales diseñadores.1
La segunda sección está dedicada a arquitectos para quienes el arte constituyó un punto de partida clave: Zaha Hadid, Diller Scofidio + Renfro y un grupo de diseñadores permeados por el minimalismo, como Jacques Herzog y Pierre de Meuron. Hasta hace poco, la teorización era casi un requisito de la arquitectura de vanguardia; últimamente, la familiaridad con el arte ha llegado a serlo. Esta conexión suele ser significativa, al menos desde un punto de vista estratégico: Hadid lanzó su carrera con un regreso al suprematismo y constructivismo rusos, y Diller Scofidio + Renfro comenzaron la suya con una fusión de arquitectura con el arte conceptual, de performance, feminista y de apropiación. En el caso de los diseñadores influidos por el minimalismo, la reciprocidad entre arte y arquitectura no es menos fundamental; así como los minimalistas llevaron el objeto de arte a su condición arquitectónica, estos arquitectos adquirieron una sensibilidad minimalista hacia las superficies y las formas. Como cabría esperarse, el primer plano de esta sección lo ocupan los últimos avances en el diseño de museos.
Estas interconexiones han modificado no solo la relación entre arte y arquitectura, sino la naturaleza de medios tales como la pintura, la escultura y el cine. La tercera sección analiza estas transformaciones. “Escultura es aquello con que tropiezas cuando das unos pasos atrás para ver mejor una pintura”, bromeó Barnett Newman en la década de 1950, durante el apogeo de la pintura como paradigma de todo el arte moderno. Si entonces se descartaba la escultura, a la arquitectura ni siquiera se la mencionaba; sin embargo, una década después sería imposible eludirla. El papel decisivo de la arquitectura en la reciente reformulación de las artes es un tema central de la tercera sección, que hablará de las esculturas de Richard Serra, los filmes de Anthony McCall, y las instalaciones de Dan Flavin y de otros (entre ellos Donald Judd, Robert Irwin y James Turrell). Al igual que la escultura, otros medios han invadido el espacio de la arquitectura, y, en mi opinión, los resultados no son siempre positivos.2
Un tema recurrente de este libro es la modernidad, no obstante mi escepticismo hacia este concepto. En nuestro tiempo, según argumenta el sociólogo Ulrich Beck, la modernidad se ha vuelto reflexiva, preocupada por rehacer su propia infraestructura, y algunos de los proyectos aquí analizados involucran la conversión de viejos emplazamientos industriales en función de una economía posindustrial de cultura y entretenimiento, servicios y deporte.3 El arte reciente dista de ser un objeto pasivo en esta gran reordenación; a veces la mera expansión de sus dimensiones ha provocado que almacenes y fábricas en desuso sean transformados en galerías y museos, y que un puñado de zonas urbanas deprimidas renazcan, en el proceso, como sofisticados destinos del turismo del arte. Seguramente, ya en este punto, habrá cesado la pretensión de que lo cultural es independiente de lo económico; una característica del capitalismo contemporáneo es la integración de ambos aspectos, lo cual no solo es el sustrato de la prominencia de los museos, sino también de la remodelación de estas instituciones al servicio de una “economía de la experiencia”.4 ¿Qué relación guardan el arte y la arquitectura contemporáneos con una cultura más integradora que valora la intensidad experiencial? ¿Acaso sus propias intensidades contrarrestan esta otra intensidad mayor? ¿La subliman? ¿La sustituyen de algún modo? Estas preguntas también reaparecerán más adelante.
En el diseño contemporáneo los nuevos materiales y técnicas juegan un papel tanto estético como funcional. Al igual que el Estilo Internacional, los estilos globales de Rogers, Foster, Piano y otros suelen involucrar proezas de ingeniería, y una vez más la tecnología es vista como una virtud, una fuerza, por derecho propio, como si se tratase de un fetiche para conjurar los aspectos desagradables de esa misma modernidad de la que forma parte. (Este nuevo prometeísmo no fue desalentado, sino al contrario, por los ataques del 11 de septiembre: se pensó que los edificios altos con formas icónicas inspiraban una exaltación moral, por no hablar de un interés financiero y un respaldo político. ¿Quién puede olvidar el fálico grito de “¡Construidlos más altos que antes!”?). Los materiales y técnicas contemporáneos tienden a ser ligeros, y esta levedad, otro leitmotiv de este libro, ha afectado tanto al arte como a la arquitectura. En particular, ha forzado una revaluación de valores como la integridad material y la transparencia estructural, sobre cuyas vicisitudes también reflexiono aquí. La levedad, hoy en día un ideologema esencial de la modernidad, ha sustentado una abstracción que supera a cualquier otra que se haya visto en el arte moderno –una abstracción, según se ha dicho, en sintonía con la de los espacios cibernéticos y la de los sistemas financieros. Sin embargo, esta levedad viene con su propio acertijo, pues, ¿cómo hemos de representar entonces la modernidad? ¿Si la era de las máquinas tuvo su iconografía distintiva, ¿cuál es la nuestra?
Si bien Rogers, Foster y Piano rechazan el simbolismo decorativo de la arquitectura posmoderna (que, de todos modos, está ahora desacreditado), ofrecen débiles alusiones que en ocasiones alcanzan resonancia cívica (esto es especialmente cierto en el caso de Rogers). Al mismo tiempo, ellos han redefinido algunos arquetipos arquitectónicos dotándolos de implicaciones públicas (piénsese en las terminales aéreas de Foster y en los museos de arte de Piano). Según Anthony Vidler, el periodo moderno produjo tres tipologías arquitectónicas.5 La primera, desarrollada durante la Ilustración, proponía una base natural para la arquitectura neoclásica, con el modelo mítico de la “cabaña primitiva” compuesta por columnas clásicas hechas de troncos. La segunda, propugnada por Le Corbusier y otros en apoyo al Estilo Internacional, adaptó al mundo de las máquinas aquellas referencias a la naturaleza y al clasicismo. Una tercera tipología, importante para la arquitectura posmoderna como la definieron, entre otros, Aldo Rossi y Léon Krier, se alejó de los modelos industriales y se acercó a los arquetipos constructivos de la ciudad tradicional. Con estos estilos globales podríamos vislumbrar una cuarta tipología. Al igual que las otras, conserva una relación con lo natural (actualmente del todo aculturada como “diseño ecológico”), y con lo clásico (esto se ve de un modo muy refinado en Piano): la tecnología, una vez más, resulta fundamental (sobre todo en Foster), y se sigue teniendo en cuenta el factor cívico (una vez más, sobre todo en Rogers). Pero lo más característico del estilo global es su “cosmopolitanismo banal”: si bien sus edificios insignia responden simultáneamente a condiciones locales y exigencias globales, a menudo lo hacen de un modo que produce una imagen de lo local para su circulación global. (Un ejemplo familiar es el estadio “Nido de Pájaro” construido por Herzog y De Meuron, el cual fue utilizado por defecto como logotipo de las Olimpiadas de Pekín 2008).
Así pues, la representatividad es otro tema de este libro (especialmente en su segunda sección), y aquí la conexión arquitectura-arte se hace explícita. Una consecuencia positiva es que una obra puede conquistar espacios, en calidad de espectáculo, para experiencias que no se ajusten a un guion ni tan siquiera sean esperadas. Otra es que una obra pueda emplazar sus estructuras de manera que estas se resistan a ser consumidas fácilmente como imágenes-eventos. La representatividad, no obstante, es un asunto peliagudo, sobre todo en lo que se refiere a los diseños recientes de museos de arte. Algunos de estos edificios son tan simbólicos o esculturales que los artistas pudieran sentir que han llegado tarde a la fiesta, que son colaboradores a posteriori. Los arquitectos tienen, naturalmente, todo el derecho a ejercitarse en esas lides, pero, a veces, al hacerlo pasan por alto otros aspectos (programa, función, estructura, espacio…) que ellos pueden atacar con mayor efectividad que los artistas. De tales confusiones se habla también en estas páginas.
Para evitar una arrancada en falso, permítanme mencionar solo un último punto (especialmente en la tercera sección): la cuestión del medio artístico. Durante mucho tiempo el debate sobre este tema se centró en la oposición entre un ideal moderno de “especificidad” y una estrategia posmoderna de “hibridez”; sin embargo, estas posiciones se reflejaban mutuamente, ya que ambas asumían que los medios tienen una naturaleza fija, que los artistas o bien revelan o bien perturban de algún modo. Mi interpretación diverge de esos criterios. En primer lugar, los medios son a la vez convenciones sociales y compromisos con sustratos técnicos; se definen y redefinen, en el marco de las obras de arte, en un proceso diferencial de analogía con otros medios y de distinción de ellos –un proceso que tiene lugar en un plano cultural dirigido por fuerzas económicas y políticas, sujeto también a continuas redefiniciones.6 Así pues, la escultura tal como la ejerce Serra es un lenguaje distintivo, pero un lenguaje que comparte aspectos con la pintura y la arquitectura (por ejemplo, al enmarcar sus localizaciones), al mismo tiempo que articula sus diferencias con estos medios (por ejemplo, al rechazar lo representativo). Igualmente, el cine tal como lo ejerce McCall se propone ser autónomo, y no obstante involucra en esa búsqueda al dibujo, la fotografía, la escultura, y la arquitectura. Las cuestión de los medios no es académica, pues todo quehacer creativo que se preocupa por la incorporación y el emplazamiento libra una batalla importante contra una cultura del espectáculo que apunta a disolver toda esa sensibilidad. La dialéctica del arte de posguerra, como aquí señalo, ha producido no solo un desplazamiento de la ilusión pictórica al espacio concreto, sino además una recreación del espacio como una ilusión con letras mayúsculas, con importantes ramificaciones también para la arquitectura.
Aunque muchos artistas y arquitectos dan prioridad a la experiencia fenomenológica, a menudo ofrecen casi lo contrario: una “experiencia” que nos es devuelta como “atmósferas” o “sentimientos” –esto es, como entornos que confunden lo real con lo virtual, o sentimientos que distan de ser los nuestros y aun así nos interpelan.7 Con el pretexto de activarnos, ciertas obras tienden a someternos, pues mientras más optan por los efectos especiales, menos nos involucran como espectadores activos. De esta manera, la reflexividad fenomenológica del “verse uno mismo mirando” se aproxima a su opuesto: un espacio (una instalación, un edificio) que se diría que percibe en lugar nuestro. Esta es una nueva versión del viejo problema de la fetichización, pues toma nuestros pensamientos y sensaciones, los procesa como imágenes y efectos, y nos los devuelve provocando nuestro asombro agradecido. Este libro ha sido escrito en apoyo del quehacer creativo que insiste en la cualidad sensual de la experiencia del aquí-y-ahora, y que se opone a la subjetividad anonadada y a la sociabilidad atrofiada promovidas por el espectáculo.
He empleado términos como “encuentro” y “conexión” para referirme a la reciente relación entre el arte y la arquitectura, así pues, ¿por qué opté por el semisiniestro “complejo” en el título? Empleo esa palabra en tres sentidos. El primero es simplemente designar los muchos conjuntos donde se yuxtaponen y/o combinan el arte y la arquitectura, algunas veces con el arte ocupando (lo que por entonces se consideraba) el espacio de la arquitectura, otras veces con la arquitectura en (lo que por entonces se consideraba) el lugar del arte. Puede que estos conjuntos sean la norma en las tradiciones de Occidente y de otras partes del mundo, y la época moderna de relativa separación entre las artes, la excepción. También con la palabra “complejo” pretendo señalar cómo la supeditación capitalista de lo cultural a lo económico a menudo provoca un replanteamiento de tales combinaciones artístico-arquitectónicas como puntos de atracción y/o sitios de exhibición. Aunque el “complejo arte-arquitectura” no suene tan amenazador como el “complejo militar-industrial”, también merece nuestra vigilancia. Por último, utilizo el término “complejo” casi en el sentido médico de un bloqueo o un síndrome –que resulta difícil de identificar como tal, y mucho más difícil de superar, precisamente por parecer tan intrínseco, tan connatural, a los proyectos culturales de hoy en día. Pero como bien sabe en secreto cualquier neurótico, un complejo imposibilita muchas más actividades de las que permite.8
Al igual que su predecesor, Design and Crime [El diseño y el delito], este es un libro tanto de crítica cultural como de crítica de arte y de arquitectura. Busca un camino entre el comentario periodístico y la teorización especializada; no trata sobre las últimas tendencias, ni adopta una postura poscrítica.9 Comprendo el cansancio que puede provocar en muchos la negatividad de la crítica, su presunción de autoridad, su flagrante anacronismo en un mundo que pasa de ella por completo, pero aun así es preferible a la superficialidad de la opinión burlona y la pasividad de la razón cínica, por no mencionar las demás opciones posibles. (En ausencia del pensamiento crítico, qué nos queda exactamente –¿belleza? ¿sentimiento? ¿celebración? ¿alguna otra droga que tragar?). A veces uno se convierte en crítico o historiador por la misma razón que muchos se vuelven artistas o arquitectos –movido por el descontento hacia el statu quo y el deseo de alternativas. Sin pensamiento crítico, no hay alternativas.
Mi agradecimiento para Sebastian Budgen, Mark Martin y Bob Bharma de Verso por su dedicación, y para Mary-Kay Wilmers y Paul Myerscough, mis editores de la London Review of Books (donde aparecieron versiones preliminares de los capítulos dos, tres y cuatro), así como para Tim Griffin y Don McMahon, mis editores de Artforum (donde aparecieron unas versiones preliminares de los capítulos uno, cinco y seis), por su apoyo. También estoy agradecido a Stan Allen, Tiffany Bell, Yve-Alain Bois, Benjamin Buchloh, Richard Gluckman, Richard Serra, Anthony Vidler, Sarah Whiting y Charles Wright por nuestras animadas conversaciones sobre estos temas a lo largo de los años. Debo dar gracias también a Ryan Reineck por su trabajo en las ilustraciones, y a Julian Rose por su lectura del manuscrito (si el intercambio intelectual es un potlatch, estoy en deuda con él). Sandy Tait se ocupó de este libro con su gracia especial.
Asociamos el pop con la música, la moda, el arte, y muchas otras cosas, pero no con la arquitectura, y sin embargo el pop ha estado ligado de principio a fin con los debates arquitectónicos. La idea misma del pop –esto es, una interacción directa con la cultura de masas que estaba siendo transformada por el capitalismo consumista tras la Segunda Guerra Mundial– fue postulada por primera vez a principios de la década de 1950 por el Independent Group (IG) en Londres, un conjunto heterogéneo de jóvenes artistas y críticos de arte como Richard Hamilton y Lawrence Alloway, guiados por arquitectos jóvenes e historiadores arquitectónicos como Alison y Peter Smithson y Reyner Banham. Desarrollada una década después por artistas estadounidenses, la idea del pop fue introducida nuevamente en los debates arquitectónicos sobre todo por Robert Venturi y Denise Scott Brown, y sirvió de apoyo discursivo para el diseño posmoderno de los Venturi, Michael Graves, Charles Moore, Robert Stern y otros en la década de 1980, todos los cuales presentaban imágenes con un origen comercial o histórico, o las dos cosas. De un modo más general, la condición previa fundamental del pop era una reconfiguración gradual del espacio cultural, exigida por el capitalismo consumista, en la que estructuras, superficies, y símbolos se combinaban de maneras novedosas.1 Este espacio mixto aún nos acompaña, y por tanto también en la arquitectura contemporánea persiste una dimensión pop.
A comienzos de la década de 1950 el Reino Unido se hallaba en un estado de austeridad económica que hacía que el mundo consumista resultara atractivo a los artistas emergentes del pop en ese país, mientras que una década después aquel panorama era ya una segunda naturaleza para los artistas estadounidenses. Sin embargo, ambos grupos tenían en común la sensación de que el consumismo no solo había cambiado el aspecto de las cosas, sino la propia naturaleza de las apariencias, y todo el arte pop encontró aquí su tema principal –en la acentuada visualidad de un mundo de exhibición, en la cargada iconicidad de las personalidades y los productos (de la persona como producto y viceversa).2 La superficialidad consumista de los rótulos y la serialidad de los objetos afectó a la arquitectura y al urbanismo tanto como a la pintura y la escultura. En consecuencia, en Theory and Design in the First Machine Age [Teoría y diseño en la Primera Era de las Máquinas] (1960) Banham imaginó la arquitectura pop como una actualización radical del diseño moderno bajo las nuevas condiciones de una “Segunda Era de las Máquinas” en la cual la “representatividad” deviniera el criterio primordial.3 Doce años después, en Learning from Las Vegas [Aprendiendo de Las Vegas] (1972), Venturi y Scott Brown abogaban por una arquitectura pop que devolviese esta representatividad al entorno constructivo del cual emergiera. Sin embargo, para Venturi, esta representatividad era más comercial que tecnológica, y no se proponía actualizar el diseño moderno sino desplazarlo; fue aquí, pues, cuando el pop comenzó a replantearse en términos posmodernos.4 En cierto sentido, la primera era del pop está enmarcada por estos dos momentos –entre la adaptación de la arquitectura moderna promulgada por Banham, por un lado, y la fundación de la arquitectura posmoderna por los Venturi, por el otro–; no obstante, posee una vida ulterior que se extiende hasta nuestros días. Esta es la historia que estoy bosquejando aquí.
En noviembre de 1956, solo unos pocos meses después de que la mítica exposición “This is Tomorrow” en Londres llevara por primera vez la idea del pop ante la atención pública, Alison y Peter Smithson publicaron un ensayo breve que incluía este pequeño poema en prosa: “[Walter] Gropius escribió un libro sobre silos de grano, Le Corbusier uno sobre aeroplanos, y Charlotte Perriand llevaba un objeto nuevo a la oficina cada mañana; pero hoy en día coleccionamos anuncios”.5 Los diseñadores modernos como Gropius, Corb y Perriand no eran nada ingenuos en su relación con los medios masivos; el punto aquí es polémico, no histórico: ellos, los viejos protagonistas del diseño moderno, se regían por la funcionalidad de las cosas, mientras que nosotros, los nuevos oficiantes de la cultura pop, buscamos inspiración en “el objeto desechable y el paquete pop”. Esto se hizo en parte con deleite y en parte con desesperación: “Hoy en día estamos siendo desplazados por el nuevo fenómeno en las artes populares: la publicidad –continuaban diciendo los Smithson–. Debemos llegar a asimilar de algún modo esta intervención para poder conjugar sus impulsos poderosos y excitantes con los nuestros”.6 Este angustioso anhelo movilizó a todo el IG, y eran los arquitectos los que iban a la vanguardia. “Ya hemos entrado en una Segunda Era de las Máquinas –escribió Banham cuatro años después en Theory and Design [Teoría y diseño]–, y podemos volver la vista hacia la Primera como un periodo del pasado”.7 En este estudio emblemático, concebido como una disertación en los años de apogeo del IG, recalcaba también el distanciamiento histórico de ciertos maestros modernos como Nikolaus Pevsner, su asesor en el Courtauld Institute, y Sigfried Giedion, autor del clásico tratado de arquitectura moderna, Space, Time, and Architecture [Espacio, tiempo y arquitectura] [1941]. Banham cuestionó los axiomas funcionalistas y/o racionalistas de estas figuras (que la forma debía supeditarse a la función y/o a la técnica) y rescató otros imperativos que ellos habían pasado por alto. Con ello, abogó por una representación futurista de la tecnología en términos expresionistas –esto es, en formas que a menudo eran esculturales y a veces gestuales– como motivo primario del diseño avanzado no solo en la Primera, sino también en la Segunda Era de las Máquinas (o Primera Era del Pop). Lejos de ser académica, su revisión de las prioridades arquitectónicas también reclamaba una “estética de la fungibilidad”, promulgada por primera vez en el futurismo, para esta Era del Pop, donde “los estándares vinculados a la permanencia” ya no eran tan relevantes.8 Más que cualquier otra figura, Banham desplazó el discurso del diseño alejándolo de la sintaxis moderna de las formas abstractas hacia un lenguaje pop de imágenes mediáticas.9 Para que la arquitectura pudiese expresar adecuadamente este mundo –donde los sueños de la austera década de 1950 estaban a punto de convertirse en los productos del consumismo de la década de 1960–, tenía que “conjugarse, en el plano funcional y estético, con el diseño de los artículos desechables”: tenía que volverse pop.10
¿Qué significó esto en la práctica? Inicialmente, Banham apoyó la arquitectura brutalista representada por los Smithson y James Stirling, que llevó a “contumaces extremos” los materiales dados y las estructuras expuestas. “El brutalismo intenta hacer frente a una sociedad marcada por la producción masiva –escribieron los Smithson en 1957–, y extraer la ruda poesía de las confusas y poderosas fuerzas que en ella se mueven”.11 Esta insistencia en lo “no trabajado” ciertamente suena a pop, pero la “poesía” del brutalismo era demasiado “ruda” para perdurar como estilo distintivo de la estilizada Era del Pop, y de hecho el proyecto más pop de los Smithson, The House of the Future, (1955-1956), es también el más ajeno al conjunto de su obra. Encargada por el Daily Mail para sugerir el futuro hábitat suburbano, esta casa modelo estaba repleta de aparatos diseñados por los patrocinadores (por ejemplo, la ducha-secadora-lámpara ultravioleta), pero su curvilínea plasticidad estaba tan inspirada en la imaginería de las películas de ciencia ficción de la época como en el imperativo de traducir las nuevas tecnologías a formas arquitectónicas.
Mientras en Londres transcurría la acelerada década de 1960, Banham recurrió a los jóvenes arquitectos de Archigram –Warren Chalk, Peter Cook, Dennis Crompton, David Greene, Ron Herron y Michael Webb– para llevar adelante ese proyecto pop de la representatividad y la fungibilidad. Según Banham, Archigram (1961-1976) tomaba como modelos “la cápsula, el cohete, el batiscafo, el Zipark [y] el handy-pak”, y celebraba la tecnología como una “rica y visualmente alocada profusión de tuberías y cables y puntales y pasarelas”.12 Su proyecto, influido por Buckminster Fuller, podría parecer funcionalista –la Plug-In City (1964) proponía una inmensa estructura en la que las partes podían intercambiarse según la necesidad o el deseo– pero, finalmente, con sus “esquinas redondeadas, colorido ‘in’, gay, sintético [y] accesorios de la cultura pop”, Archigram estaba “en el negocio de la imagen”, y sus esquemas respondían sobre todo a la fantasía.13 Al igual que el Fun Palace concebido por Cedric Price para el Theatre Workshop de Joan Littlewood, Plug-In City ofrecía “a un mundo hambriento de imágenes una nueva visión de la ciudad del futuro, una ciudad de componentes […] conectados en redes y cuadrículas”.14 Sin embargo, a diferencia del proyecto de Price, casi todos los esquemas de Archigram eran irrealizables –lo que tal vez fuera afortunado, pues estas megaestructuras robóticas a veces parecen sistemas inhumanos fuera de control.
Alison y Peter Smithson, The House of the Future, 1955-1956.
Para Banham era imperativo que el diseño pop no solo expresase las tecnologías contemporáneas, sino que también elaborase con ellas nuevos modos de existencia. En esto radica la gran diferencia entre Banham y los Venturi.15 Una vez más, Banham buscaba actualizar el imperativo expresionista de la moderna creación de formas de cara al compromiso futurista con la tecnología moderna, mientras que los Venturi evitaban las tendencias expresivas y tecnofílicas; de hecho, se oponían a toda prolongación del movimiento moderno en esta dirección. Para Banham la arquitectura contemporánea no era lo bastante moderna, mientras que para los Venturi se había desconectado de la sociedad y de la historia precisamente debido a su compromiso con una modernidad que era abstracta y amnésica por naturaleza. Según los Venturi, el diseño moderno carecía de “inclusión y referencia” –inclusión del gusto popular y referencia a la tradición arquitectónica–, un defecto que provenía sobre todo de su rechazo del “simbolismo” ornamental a favor del “expresionismo” formal.16 Para enderezar este entuerto, argüían que el moderno paradigma del “pato”, en el que la forma expresa al edificio casi esculturalmente, debe ceder paso al modelo posmoderno de la “nave decorada”, un edificio con “una fachada retórica y una parte trasera convencional”, donde “el espacio y la estructura esté directamente al servicio del programa, y la ornamentación se aplique independientemente de ellos”.17 “El pato es ese edificio especial que es en sí el símbolo –escribieron los Venturi en una famosa definición–; la nave decorada es el alojamiento convencional que aplica símbolos”.18
Peter Cook, Plug-In City, Section, Max Pressure Area, 1964. Fotografía © Archigram. Cortesía de Archigram Archives.
Ciertamente los Venturi aprobaban también la representatividad del pop: “Llegamos a esta arquitectura comercial orientada al automóvil, de la urbanización general como punto de partida para una arquitectura cívica y residencial con sentido, hoy en día viable, así como el vocabulario industrial finisecular fue viable hace cuarenta años para una arquitectura moderna de la tecnología espacial e industrial”.19 Pero con ello aceptaron –como un factor no solo dado, sino deseable– la identificación de lo “cívico” con lo “comercial”, y convirtieron la autopista y el suburbio, por “feos y ordinarios” que fuesen, no solo en algo normativo, sino ejemplar. “La arquitectura en este entorno deviene símbolos en el espacio más que formas en el espacio –declaraban los Venturi–. El anuncio grande y el edificio pequeño constituyen la regla en la Ruta 66”.20 Una vez establecida esta regla, Learning from Las Vegas logró combinar las marcas comerciales corporativas con los carteles públicos: “Los familiares anuncios de Shell y Gulf se destacan como faros amistosos en una tierra extranjera”.21 También pudo concluir que solo una arquitectura escenográfica (es decir, una arquitectura que preconice una fachada de anuncios) podría “establecer conexiones entre muchos elementos, distantes entre sí y vistos a gran velocidad”.22 En este sentido los Venturi trasladaron importantes conceptualizaciones a este “nuevo orden espacial”, traduciéndolas en rotundas afirmaciones del “brutal paisaje automovilístico de las grandes distancias y altas velocidades”.23 Este movimiento naturalizó un paisaje que era todo menos natural; es más, instrumentó un sensor de distracción, instando a los arquitectos a que diseñasen para “un público cautivo, un tanto temeroso, pero parcialmente distraído, cuya visión está filtrada y dirigida hacia adelante”.24 En consecuencia, la vieja divisa miesiana de la elegancia moderna en arquitectura –less is more [menos es más]– se convirtió en un nuevo mandato del abigarramiento en el diseño posmoderno: less is a bore [menos es un aburrimiento]”.25
En su exhortación a que la arquitectura “potencie lo que está ahí”, los Venturi citaron como una inspiración clave el pop art, en particular los fotolibros de Ed Ruscha como Every Building on the Sunset Strip (1966).26 Esta, sin embargo, es una comprensión parcial del pop, una comprensión desprovista de su lado oscuro, como la cultura de la muerte en la Norteamérica consumista expuesta por Warhol en sus serigrafías de 1963, de accidentes automovilísticos y víctimas del botulismo. Ni siquiera Ruscha aprobaba el nuevo paisaje automovilístico: sus libros de fotos ponen de relieve su aspecto anodino, sin presencia humana (por no hablar de interacción social), o documentan su espacio ocupado por una cuadrícula de propiedades, o ambas cosas.27 Un guía más notable de Learning from Las Vegas fue el promotor inmobiliario Morris Lapidus, de quien los Venturi citaron el siguiente fragmento: “La gente está buscando ilusiones […]. ¿Dónde encuentran este mundo de las ilusiones? […] ¿Lo estudian en la escuela? ¿Van a los museos? ¿Viajan a Europa? Sólo hay un sitio: el cine. Van al cine. Al diablo con todo lo demás”.28 Aunque de manera ambivalente, el pop art procuró explorar este nuevo régimen de inscripción social, este nuevo orden simbólico de la superficie y la pantalla. El posmodernismo preparado por los Venturi fue puesto en gran medida a su servicio –en la práctica, para actualizar su entorno constructivo. Uno podría encontrar un momento de democracia en este comercialismo, o incluso un instante de pensamiento crítico en este cinismo, pero con toda probabilidad sería una proyección.
Ilustración de Learning from Las Vegas (1972) de Robert Venturi, Denise Scott Brown y Steven Izenour. Cortesía de Venturi, Scott Brown and Associates, Inc.
Ya en este punto, el rechazo del pop hacia el elitismo se convirtió en una manipulación posmoderna del populismo. Mientras que muchos artistas del pop practicaban un “ironismo de reafirmación” –una actitud, inspirada por Marcel Duchamp, que Richard Hamilton definió una vez como una “peculiar mezcla de reverencia y cinismo”–, la mayoría de los arquitectos posmodernos practicaba una reafirmación de la ironía: como dijeran los Venturi: “La ironía pudiera ser la herramienta para confrontar y combinar valores divergentes en la arquitectura para una sociedad pluralista”.29 En principio esta estrategia suena adecuada; en la práctica, sin embargo, el “doble funcionamiento” del diseño posmoderno –“referencia” a la tradición arquitectónica para los iniciados, “inclusión” de iconografía comercial para todos los demás– servía como un doble cifrado de los códigos culturales que reafirmaban las líneas divisorias entre las clases al mismo tiempo que parecían cruzarlas. Este engañoso populismo solo llegó a ser dominante en la cultura política una década después, bajo Ronald Reagan, al tiempo que se producía la identificación neoconservadora de la libertad política con los mercados libres que también había anticipado Learning from Las Vegas. En este sentido, la reinvención del pop como lo posmoderno sí que constituyó una vanguardia, pero una vanguardia sumamente útil para la derecha. Con imágenes comerciales que se retrotraían al entorno constructivo del cual emergieron, el pop se volvió tautológico en la posmodernidad: más que un reto a la cultura oficial, él era esa cultura, o al menos su escenografía (como aún atestiguan los rascacielos corporativos de incontables ciudades).
Venturi, Scott Brown and Associates, Wu Hall, Princetown University, 1983. Cortesía de Venturi, Scott Brown and Associates, Inc.
Pero este relato es demasiado simplista, y su conclusión demasiado categórica. El diseño pop tuvo desarrollos alternativos, tales como las propuestas visionarias del colectivo florentino Superstudio (1966-1978), los traviesos happenings del grupo de San Francisco-Houston, Ant Farm (1968-1978), y otros proyectos de grupos similares en Francia y otras partes del mundo. Tanto Superstudio (Adolfo Natalini y Cristiano Toraldo di Francia) como Ant Farm (Chip Lord, Doug Michels, Hudson Marquez y Curtis Schreier) se inspiraron en la dimensión tecnológica del diseño pop, como lo demuestran las cúpulas geodésicas de Fuller y las formas inflables de Archigram. Sin embargo, transformados por los acontecimientos políticos asociados con 1968, también querían volver este aspecto del pop contra su dimensión consumista. Ya para entonces, las dos caras del pop, la banhamita y la venturiana, estaban lo bastante desarrolladas como para enfrentarse entre sí.
Superstudio, Continuous Monument, Nueva York, 1969.
En 1968 Fuller propuso una enorme cúpula para el centro de Manhattan –un proyecto utópico que sugería también la premonición distópica de una polución cataclísmica, o incluso de un holocausto nuclear, en el futuro. Una vez más, esta sombra distópica se deja ver a veces en la imaginería de ciencia ficción de Archigram, con su “trasfondo apocalíptico de tecnología de la supervivencia”.30 Superstudio llevó hasta el límite esta ambigüedad de lo utópico y lo distópico: su Continuous Movement (1969), un proyecto arquitectónico visionario como arte conceptual, imaginaba la ciudad capitalista totalmente despojada de productos y reconciliada con la naturaleza –pero al precio de una red ubicua que, aunque hermosa en su pureza, resultaba monstruosa en su totalidad. También inspirados por Fuller y Archigram, los miembros del grupo Ant Farm eran en comparación unos alegres bromistas, más comprometidos con la contracultura de la Bay Area que con una transformación desde cero. No obstante, sus performances y videos, que de algún modo logran combinar impulsos anticonsumistas con efectos espectaculares, también fomentaron un retorno al arte en el diseño pop. Esto se hace evidente sobre todo en dos famosas piezas –Cadillac Ranch (1974), donde Ant Farm enterró parcialmente diez viejos Cadillacs, con la parte delantera hacia abajo, en fila como cohetes al revés, en una granja cerca de Armadillo, Texas y Media Burn (1975), donde, en una perversa repetición del asesinato de JFK, atravesaron a toda velocidad con un Cadillac personalizado una pirámide llameante de televisores en el Cow Palace de San Francisco. Hoy en día, ambas obras pueden interpretarse como parodias de las enseñanzas de Learning from Las Vegas.
Ant Farm, Media Burn, Cow Palace, San Francisco, 4 de julio de 1975. Fotografía © John F. Turner. Universidad de California, Berkeley Art Museum y Pacific Film Archive.
El diseño pop después del momento clásico del pop no se limitó a conceptos visionarios y happenings sensacionales –es decir, a eventos arquitectónicos y artísticos sobre el papel. De hecho, su ejemplo más emblemático podría ser el Centro Pompidou (1971-1977), diseñado por Richard Rogers y Renzo Piano, cuyo efecto es simultáneamente tecnológico (o banhamita) y popular (o venturiano). Estas dos vertientes principales del diseño pop también han perdurado de otras maneras. Ciertamente se las puede detectar, aunque no sin transformaciones, en dos de las más grandes estrellas del firmamento arquitectónico de los últimos treinta años: Rem Koolhaas y Frank Gehry.
Koolhaas no pudo evitar la influencia de Archigram, habiéndose formado en la Architectural Association de Londres en una época, el final de la década de 1960, en que daban clase allí Chalk, Crompton y Herron. Sin duda, su primer libro, Delirious New York (1978), un “manifiesto en retrospectiva” de la densidad urbana de Manhattan y también una respuesta a la celebración de la expansión suburbana de los anuncios en Learning from Las Vegas, proponía temas tan propios de Archigram como la “Tecnología de lo fantástico”.31 Sin embargo, Koolhaas restó importancia a esta conexión y, con un desvío estratégico, citó por contra ciertos precedentes del arte moderno, sobre todo Le Corbusier y Salvador Dalí. Crítico con ambas figuras, Koolhaas combinaba no obstante estos opuestos –Corb, el purista, dador de formas (y creador de manifiestos); Dalí, el surrealista, proveedor de deseos (y celebridad mediática)– en un enérgico compuesto que detonó su propio éxito, primero como escritor y luego como diseñador.32 Pero fue la representación pop de nuevas tecnologías à la Archigram, mezclada con una atención brutalista hacia los materiales en crudo y las estructuras expuestas, lo que continuó guiando a Koolhaas.
Koolhaas tomó prestado a Dalí su “método crítico-paranoide”, una estrategia pop avant la lettre que “promete que, mediante el reciclaje conceptual, el contenido gastado, consumido, del mundo puede ser recargado o enriquecido como el uranio”.33 De una manera que recuerda tanto a Banham como a los Venturi, Koolhaas hizo de este recurso de la “sistemática sobreestimación de lo que existe” un método de trabajo propio: su estudio a menudo ha producido diseños mediante la exacerbación de un único elemento o tipo arquitectónico, y continúa haciéndolo hasta el día de hoy. Por ejemplo, en la biblioteca pública de Seattle (1999-2004) y en el complejo de la CCTV (Televisión Central China) de Pekín (2004-2008), actualizó el viejo rascacielos, el héroe arquetípico de Delirious New York. En Seattle, la estructura de vidrio y acero de la torre miesiana está dividida en cinco grandes niveles (cuatro de ellos sobre el nivel del suelo), con salientes voladizos, y facetada como un prisma en sus esquinas; al seguir todos esos giros y vueltas, la estructura de metal azul claro se transforma en diferentes diagonales y rombos. El resultado es una imagen poderosa, solo superada por la Space Needle [Aguja espacial] (1962) como emblema del pop en la ciudad, y que no es en absoluto una imagen fija, pues cambia desde todos los ángulos y todos los puntos de vista. La imagen tampoco es arbitraria: el edificio utiliza su emplazamiento, una ladera irregular del centro de Seattle, para justificar sus formas, lo que las vuelve menos esculturales y menos subjetivas de lo que de otro modo pudieran parecer. Lo más importante es que el perfil está motivado por el programa, sobre todo en el penúltimo nivel, que contiene una gran espiral formada por estantes de libros. La epidermis cubista en su conjunto resume las distintas funciones del edificio, lo cual funge como su propia representación diagramática.
OMA, Rem Koolhaas y Ole Scheeren, edificio de la CCTV, Pekín, 2004-2008. Fotografía © Iwan Baan.
La idea de un edificio como anuncio pop es problemática; sin embargo, al menos en Seattle este anuncio es puesto al servicio de una institución cívica. La CCTV de Pekín es otra historia. Aquí también la torre miesiana se ha trasformado en un “rascacielos doblado”, en este caso un inmenso arco facetado, y también este está motivado por el programa, que combina “todo el proceso de realización de la TV” –administración y oficinas, noticias y trasmisión, producción de los programas y servicios– en una única estructura de “actividades interconectadas”.34 Además, al igual que el diamante de Seattle, la CCTV es una innovación tecnológica y un “icono instantáneo”, y en este sentido también se conecta con el pop, de linaje a la vez banhamita y venturiano.35 Sin embargo, a diferencia de la biblioteca de Seattle, este edificio-anuncio resulta abrumador por su sentido de la escala y decepcionante por su sentido del emplazamiento, y uno no logra verle su aspecto cívico (en última instancia, se podría interpretar como un arco de triunfo dedicado al estado).
Al igual que Koolhaas, Gehry se ha mantenido bastante alejado de las etiquetas arquitectónicas. Influenciado por el emigrado austriaco Richard Neutra (quien desarrolló largamente su actividad en Los Ángeles), primero convirtió el lenguaje del Movimiento Moderno en una lengua vernácula de LA, principalmente en la arquitectura doméstica, mediante el uso imaginativo de materiales baratos asociados con las edificaciones comerciales (por ejemplo, los tableros contrachapados expuestos, las planchas de metal corrugado, la cercas hechas con cadenas y el asfalto), como en su célebre hogar en Santa Mónica (1977-1978/1991-1992). Sin embargo, este estilo descarnado no tardó en dar paso a otro más representativo, como en su edificio Chiat/Day en Venecia (1985-1991), donde, en colaboración con Claes Oldenburg y Coosje van Bruggen, Gehry diseñó unos binoculares gigantes para la entrada de esta agencia de publicidad. Lo que está en juego en este cambio estilístico es la diferencia entre un uso inventivo de materiales comunes, como en su casa, y un uso manipulador de los anuncios masivos, como en el edificio Chiat/Day –o de hecho en el Aerospace Hall (1982-1984), también en LA, que tiene un avión caza adherido a la fachada. El primer camino puede volver a poner en contacto el diseño de élite con la cultura cotidiana, y renovar una forma arquitectónica con un espíritu social; el segundo tiende a congraciar la arquitectura con un público proyectado como un consumidor masivo. Gehry siguió fundamentalmente este segundo camino, llegando al estrellato en la década de 1990, y el presente estatus de las celebridades del mundo del diseño –el arquitecto como figura del pop– es en gran medida un subproducto de su fama.
Por el camino, Gehry pareció trascender la oposición venturiana entre estructura moderna y decoración posmoderna, pato formal y nave decorada, pero en realidad él derribó ambas categorías. Esto ocurrió por primera vez, casi de forma programática, en el inmenso Pez metálico que diseñó para la Villa Olímpica de Barcelona en 1992 –un enrejado colgado sobre una arcada que tiene tanto de pato como de nave, y que es todo estructura, todo superficie, sin ningún interior funcional. El Pez también marcó el inicio de su empleo de CATIA, o “computer-aided three-dimensional interactive application”. Como CATIA permite modelar superficies y soportes no repetitivos, diferentes paneles exteriores y armazones interiores, Gehry pudo privilegiar la forma y la textura, la configuración global, sobre todo lo demás: de ahí las curvas no euclidianas, remolinos, y burbujas que llegaron a ser su sello distintivo en la década de 1990, sobre todo en el celebérrimo Guggenheim Bilbao (1991-1997), y quizá de manera atroz en el Experience Music Project (1995-2000) en Seattle, cuyas seis burbujas cubiertas por distintos metales no parecen guardar relación con las muchas estaciones de exhibición interiores dedicadas a la música popular. En Bilbao, Gehry intentó hacer legible el Guggenheim mediante una alusión a un barco astillado; en Seattle, compensó con una alusión a una guitarra destrozada (un traste roto se extiende sobre dos de las burbujas). Mas ninguna de estas imágenes logra establecer siquiera una conexión pop con su emplazamiento (Bilbao como un viejo puerto, Seattle como la cuna de Jimi Hendrix y la música grunge), porque uno no puede interpretarlas al nivel del suelo. En realidad uno solo puede verlas de esta forma en las reproducciones mediáticas, las cuales son siempre un emplazamiento primordial de este tipo de escultura.
Frank Gehry, Walt Disney Concert Hall, Los Ángeles, 1987-2003. Cortesía de Gehry Partners, LLP.
Por una parte, los edificios de Gehry constituyen patos modernos por cuanto privilegian por encima de todo la expresión formal; por otra, constituyen también naves decoradas por cuanto a menudo pueden dividirse en fachadas y partes traseras, con interiores organizados de un modo que a veces contienen espacios muertos y callejones sin salida (en particular en su Walt Disney Concert Hall en Los Ángeles [1987-2003]).36 Pero el principal efecto de esta combinación de pato y nave es la promoción del edificio cuasi abstracto como anuncio pop o logo mediático. Y en esto Gehry no está solo: hay toda una bandada de “patos decorados” que combinan la premeditada monumentalidad de la arquitectura moderna con la falsa iconicidad populista del diseño posmoderno.
En algunos casos, el pato se ha convertido en la decoración; o sea, la forma del edificio funge como anuncio, y a veces a una escala que domina su emplazamiento, así como el Guggenheim domina sus inmediaciones. En otros casos, la nave decorada se ha convertido en el pato; o sea, la superficie del edificio desarrolla, con la ayuda de materiales high tech manipulados por medios digitales, formas idiosincráticas y envolturas mediáticas. La primera tendencia rebasa la ambición de los Venturi, quienes solo querían reconciliar la arquitectura con su contexto dado a través de los anuncios, no convertirla en un anuncio que opacase a su contexto (esto último es también un “efecto Bilbao” que no suele reconocerse).37 La segunda tendencia rebasa la ambición de Banham, quien solo quería relacionar la arquitectura con la tecnología contemporánea y los medios de comunicación, no convertirla en una “envoltura mediática” o un “paisaje de datos” supeditado a ellos.38 Hoy en día pueden verse patos decorados de muy diverso plumaje, pero si bien la apariencia estilística es variada, la lógica de su efecto suele ser la misma. Y, a despecho de los ataques de septiembre de 2001 y del colapso de septiembre de 2008, sigue siendo una fórmula exitosa para museos y compañías, ciudades y estados, y para cualquier entidad corporativa que desee hacerse notar a nivel global, a través de un icono instantáneo.39 Para ellos, y por fuerza para nosotros, el mundo sigue siendo –cada vez más– un mundo pop.
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