La revolución sentimental
Viaje periodístico por la Venezuela de Chávez
BEATRIZ LECUMBERRI
@blecumberri

¡Llanura venezolana! ¡Propicia para el esfuerzo como lo fue para la hazaña, tierra de horizontes abiertos donde una raza buena ama, sufre y espera!

Doña Bárbara

Rómulo Gallegos

A Thomas, mis padres y Elena, por la confianza

Gracias a Cristina, Elena, Tatiana y Lola, mis primeras lectoras, que me animaron a escribir hasta la palabra FIN y ayudaron a mejorar este texto con su paciencia, críticas y correcciones.

Gracias a todos los venezolanos que me dejaron entrar en sus vidas y sintieron la confianza de describirme sus angustias, sus alegrías, sus proyectos y su forma de ver el país.

Gracias a mis compañeros de la Agencia France Presse en Caracas por haberme guiado y enseñado a conocer más y mejor Venezuela durante nuestras largas, a veces interminables, jornadas de trabajo.

Y gracias a mis amigos caraqueños, por enseñarme a mirar con cariño a Venezuela.

Prólogo

Beatriz Lecumberri tiene los ojos muy grandes y una mirada satelital que no pierde detalle. Llegó a Caracas en 2008, en medio de una tormenta inolvidable. Con la maleta repleta de preguntas, vacía de prejuicios y cargada de responsabilidades. A sus 33 años, se había embarcado en el desafío de dirigir la oficina de la agencia internacional de noticias France Presse (AFP) en el país más confuso de América Latina.

Nacida en Pamplona, España, su incurable curiosidad la llevó a cruzar fronteras desde los 23 años. Colombia, Brasil, Francia, Israel, los Territorios Palestinos, Irak, Líbano. Pero ninguna experiencia, por dura que haya sido, la dotó de la coraza necesaria para tratar asépticamente lo que vería, y viviría, en Venezuela.

Este libro es el resultado de su larga travesía periodística y emocional por un país que hizo suyo y del que afectivamente nunca ha partido, como si fuera una caraqueña más que añora «las mañanas más luminosas del mundo» y la reconfortante presencia del Ávila.

Esa saudade impregna las páginas de este retrato de un pueblo diverso al que tantos suelen ver en blanco y negro. En su fluida crónica, Lecumberri se detiene en todos los matices y en todas las gentes –con sus pequeños logros, esperanzas, desilusiones y tragedias cotidianas– para componer el entramado de una compleja sociedad que trasciende el protagonismo arrollador de un presidente.

Hugo Chávez gravita en estas líneas, como el fiel de una balanza descompuesta, sin llegar nunca a eclipsarlas.

En La revolución sentimental, la periodista, que hoy trabaja en la oficina principal de AFP, en París, se pasea por un abanico de personajes anónimos y conocidos, de todos los tintes políticos, y ahonda en episodios emblemáticos para componer un conjunto que da cuenta de lo arriesgado que resulta emitir juicios tajantes sobre Venezuela.

Lecumberri hace un guiño a la volatilidad de un país donde nada, excepto la muerte, resulta tan grave y definitivo como parece, al deconstruir una consigna oficial enterrada por la superstición para dar nombre a cada uno de los cuatro capítulos que componen su libro: Patria, Socialismo, Muerte y Venceremos.

Aquí cobran vida personajes entrañables como el anciano empeñado en reconstruir la iglesia del pueblo arrasado que fue su patria, la mujer humilde que vive apegada a una promesa de papel intercambiable por su voto, la maquilladora autodidacta que adecenta a los caídos que rechazan las funerarias, o el policía que gasta sus ahorros en un chaleco antibalas, para ahondar en la tragedia de un país petrolero incapaz de frenar la violencia o desarrollar un programa de vivienda eficiente.

Este peculiar diario de viaje combina tersamente diversos registros periodísticos. La entrevista de tono confesional con un ícono de heroicidad, traición, purga y venganza que vive olvidado en una celda militar. La plática llana y sincera con una comprometida dirigente comunal chavista que refleja la cotidianidad de un barrio popular. El análisis crítico de un exguerrillero que se jugó el pellejo en los sesenta y no ve hoy ni la R de revolución.

También, la reflexión de excolaboradores desencantados que lamentan la oportunidad perdida. Las argumentaciones entusiastas de funcionarios públicos convencidos del avance indetenible hacia la utopía revolucionaria. La crónica del mundo de la santería. Y más. Todo hilvanado con la habilidad de una periodista de suaves modales que establece una empatía inmediata con sus interlocutores.

Curtida por las contradicciones cotidianas de los venezolanos, Lecumberri logra articular los contrastes de la manera mas espontánea y así pasa con naturalidad de una excursión por la Gran Sabana, guiada por un militar disidente que decidió exiliarse entre los tepuyes, a un superpoblado 23 de Enero, donde el líder de una banda política radical le confiesa como si nada que ya ha matado a tiros a cinco personas.

Escrito con sensibilidad y agudeza, su libro nos muestra cómo cada quien llena palabras rimbombantes como «patria» o «socialismo», o punzantes, como «muerte», de sus propios contenidos, a menudo, bastantes más modestos de lo que se predica desde el poder. Y es esa diversidad lo que marca el tono de esta visión sobre la lucha cotidiana de los habitantes de una tierra paradójica donde se sobreponen la riqueza y la pobreza.

En estas líneas libres de estereotipos y simplezas, los pequeños relatos de grandes dramas colectivos humanizan y trascienden las estadísticas y el análisis político, que también están presentes como parte del entramado narrativo.

La propia experiencia de Beatriz, su relato personal, sirve para dar cuenta de la dinámica siempre perversa entre el Poder y la prensa, ese juego de intimidación-seducción con el que fue sorprendida a su llegada por un gobernante carismático que no logra disimular su incomodidad ante los periodistas insumisos.

Optimista por naturaleza, la autora se reserva para el final una visión esperanzadora sobre el futuro de un país donde una joven se anticipa a la amenaza de perder la vista memorizando con alegría una partitura de Beethoven; donde el humor desarma el tremendismo político; donde hay cada vez más gente ganada para el aprendizaje y la participación; donde la intolerancia política no termina de enquistarse en el alma colectiva y donde todos sueñan por igual con dormir en paz.

Estas páginas son un espejo donde nos descubriremos en la mirada del otro y con las cuales nos adentraremos en rincones de nuestra propia casa que nunca habíamos visto, que no queríamos ver o que, simplemente, atisbamos solo de vez en cuando y parcialmente. Aquí también hallaremos «lo esencial invisible a los ojos», como escribió Saint-Exupéry.

La mirada de aquel que viene de afuera muchas veces logra iluminar nuestras sombras. Por eso celebramos este libro de Beatriz Lecumberri. Porque la sensibilidad con que fue escrito nos lleva más allá de una realidad, por momentos, estridente y enceguecedora. Porque sus palabras nos ayudan a vernos mejor.

Introducción

Una inmensa fotografía de Hugo Chávez, vestido de rojo y con el dedo índice levantado, casi con un gesto amenazador, daba la bienvenida hace algunos años en el aeropuerto internacional Simón Bolívar de Caracas.

“Venezuela se liberó y lo hizo para siempre”, estaba escrito bajo el gran retrato del jefe de Estado venezolano. Lo que parecía ser el anuncio de una buena noticia sonaba más bien a advertencia debido al gesto de Chávez y al tono del mensaje. ¿Es Venezuela hoy más libre que hace algunos años? ¿Se sienten los venezolanos más independientes que hace dos décadas?

Intentar encontrar respuestas y saciar una curiosidad muy personal fueron los orígenes de este libro, escrito entre 2008 y 2012 en un país diferente al actual. Hugo Chávez estaba vivo y gobernaba pletórico y sin sombra, los ingresos petroleros financiaban la revolución bolivariana además de numerosos proyectos en diversos países de América Latina. Era difícil en aquel momento imaginarse un chavismo sin Chávez y una Venezuela sin el comandante.

La revolución sentimental nace en ese contexto, con el objetivo de escuchar a los venezolanos que viven desde finales de 1998 al ritmo de un proceso político marcado por Chávez, protagonista sin sombra de este capítulo de la historia reciente venezolana.

La intención al escribir estas páginas fue ahondar más allá de la Venezuela que recibía al recién llegado, en la que todo parecía ser blanco o negro, socialista o imperialista y donde los ciudadanos se dividían en patriotas o traidores, chavistas y “escuálidos”.

¿Con qué país soñaban los venezolanos? ¿De qué manera se traducían los logros y los desaciertos del chavismo en su vida diaria? ¿Hasta cuándo tolerarían la dolorosa división de la sociedad avivada por sus gobernantes? ¿Qué tipo de relación tejieron con Chávez?

Los protagonistas de estas páginas son personas de carne y hueso, algunas bien conocidas por los venezolanos, otras completamente anónimas pero no menos significativas. Son los rostros de los logros, aspiraciones, osadías y fraca¬sos de esta revolución y juntos forman un mosaico personal de un momento muy concreto del país.

Intentar convencer al lector de que éste no es en absoluto un libro sobre Hugo Chávez sería mentir. Era imposible pasar un día en la Caracas descrita en estas páginas sin oír la voz del ex presidente en la radio y televisión, comentar sus últimas decisiones o ver su imagen en una pared del centro de la ciudad. Su carismática figura, su particular manera de gobernar y transformar el país y su complicada personalidad laten detrás de muchos pasajes y testimonios.

Desde 1998 hasta su muerte en 2013, Chávez formó parte de la vida diaria de todos los venezolanos: de los que votaron por él y de los que no. Para cualquier extranjero que aterrizaba en el país, el comandante se convertía en una obsesión y en una especie de objeto de estudio. ¿Quién era realmente ese político incansable, idealista, carismático, radical y dolorosamente contradictorio que había hecho de la revolución bolivariana su destino, que podía pasar hasta ocho y nueve horas al día ante las cámaras de televisión, que contagiaba a centenares de miles de personas una esperanza y fervor desconocidos e inspiraba en otras un odio primitivo y visceral?

¿Era un demócrata o un tirano?, ¿un líder tropical irreverente o un político calculador y sagaz?, ¿un idealista convencido de encarnar la ilusión de un pueblo y protagonizar una misión que le transcendía o solo un hombre ávido de poder?

La muerte de Chávez, previsible pero al mismo tiempo sorprendente, torna aún más difícil responder a estas preguntas de forma lúcida. Quienes lo veneraban, lo necesitaban para su propia supervivencia, soñaban con derrotarlo en las urnas o simplemente lo odiaban necesitaron tiempo para digerir su desaparición y acostumbrarse a un nuevo país y a nuevos líderes. Bendecido por Chávez durante su agonía, Nicolás Maduro, entrevistado como ministro de Relaciones Exteriores en estas páginas, parece haber perdido rápidamente su aura de heredero, y la realidad, cruda y complicada, le ha estallado en las manos.

Una Venezuela empobrecida, violenta y con un futuro político incierto llena las páginas de la prensa y la revolución bolivariana; esta revolución sentimental, parece más que nunca ligada irremediablemente al destino de su fallecido comandante. Pero en la calle, en las universidades, en decenas de empresas e instituciones la Venezuela plural, despierta y brava descrita en este libro sigue presente y viva y lucha con ahínco por el futuro del país.

Escuchemos a los venezolanos.

Parte I.
Patria

Amigos de siempre

La entrada a la cárcel es trabajosa. Las familias, al menos una decena, repiten los gestos de cada sábado con paciencia, casi mecánicamente, pero es evidente que el penoso ritual pone a prueba sus nervios y les produce una incómoda vergüenza.

Una joven militar impecablemente maquillada picotea repetidas veces con cara de fastidio la lasaña que comeremos en el almuerzo.

–Listo. Está bien –aprueba.

Carteras, aparatos electrónicos, papel de aluminio, ropa transparente y grandes escotes están prohibidos en la cárcel militar de Ramo Verde, en Los Teques, a las afueras de Caracas.

–¿Usted está segura de que es amiga de la familia? –dice un sargento, mientras examina con desconfianza cada página de mi pasaporte y mi visado de residente y pide con la mirada el visto bueno de su superior, que observa en silencio la entrada de los visitantes.

–Segura –respondo, sospechando que ni uno ni otro me creen pero en el fondo ninguno tiene ganas de complicarse la vida.

Varios minutos después, dos pisos más arriba, al fondo del pasillo a la izquierda, el general Raúl Isaías Baduel, vestido con jean y polo turquesa, espera a las puertas de una celda en la que suena un disco de cantos gregorianos. Está feliz de recibir visitas, de ver a dos de sus hijos mayores, que me han acompañado a la cárcel, y de comprobar que, pese al tiempo que pasa, se han acordado de que la lasaña de berenjenas es uno de sus platos favoritos.

–¿Quieres un café? Te lo puedo hacer hasta con espumita. Mira, me trajeron este aparato para montar la leche –pregunta, mostrando el artilugio, mientras me tiende varias hojas en blanco y un bolígrafo para que pueda anotar todo lo que me va a ir contando durante las próximas 5 horas. Será una entrevista a la antigua. Sin grabadora ni fotografías.

Apenas ha cambiado. Está algo más delgado y sin el uniforme parece menos alto y menos imponente, pero su apariencia física conserva toda la pulcritud militar que siempre tuvo y que impregna también la celda en la que está encerrado por corrupción.

–No soy un preso político. Soy un preso de Chávez –me recalca. Volverá a repetir la frase varias veces durante la entrevista.

***

Es julio de 2011 y hace más de dos años que Baduel está en la cárcel. Su nombre nunca ha formado parte de las listas de los llamados presos políticos o más bien presos por razones políticas del país. Para la Venezuela chavista, ha pasado de héroe a traidor. Para los críticos de la revolución bolivariana, que lo siguen observando con desconfianza, su condena a siete años y once meses de prisión es el castigo ejemplar, el precio que se debe pagar por haber pasado tantos años al lado de Chávez.

–Él quería verme encerrado, degradado y expulsado, en defecto de fusilarme. Estoy aquí porque tengo la convicción de que soy inocente y quise quedarme. Y la verdad es que me ofrecieron la posibilidad de huir y de mantenerme financieramente, pero me dije que no podía aceptarlo.

Para Chávez, el «Papa», como le llamó durante años de forma cariñosa, tampoco es como los demás. Amigos durante más de tres décadas, compañeros en la Academia Militar, unidos por un juramento clandestino, cómplices en la conspiración y hasta compadres, Baduel es alguien demasiado cercano que lo conoce muy bien. O al menos lo conocía muy bien.

–En este momento quieren evitar que exprese mis opiniones, se quiere quebrantar mi fortaleza y la de mi familia para que pidamos clemencia y se intenta socavar mi prestigio en la Fuerza Armada. Chávez dice que yo doy lástima y ya ha habido dos intentos claros para que mi madre, anciana, vaya a pedirle un indulto. Pero eso sería reconocer implícitamente un delito. Todo es una jugada política. Quiere hacer de mí un nuevo Arias Cárdenas[1] –me cuenta.

Baduel y Chávez han compartido mucha vida. Se conocieron en 1972, cuando eran dos jóvenes novatos en la Academia Militar y empezaron a «conspirar para construir una mejor democracia».

–Ahora creo que conocí más bien una impostura. Él no dejó ver muchos de sus sentimientos y de sus intenciones. Por ejemplo, todo ese discurso sobre el socialismo y el comunismo me hace pensar que durante años él tuvo una agenda oculta.

En 1982, Baduel, Chávez y dos compañeros de promoción de este, Felipe Acosta Carles y Jesús Urdaneta, parafrasearon el juramento del Monte Sacro de Simón Bolívar y en los restos del Samán de Güere, cerca de Maracay, un árbol bajo cuya sombra tomó un respiro el Libertador[2], clamaron que no darían tranquilidad a su alma ni reposo a su brazo hasta no ver rotas las cadenas que oprimían al pueblo venezolano. En la vida de Baduel y en la de Chávez esta promesa marcó un antes y un después.

–Fue algo muy ritualista. Los militares somos así. Yo creí en el ideario que nos habíamos planteado. Pero Chávez ha echado en el olvido ese juramento, que no tenía nada que ver con un sistema socialista con regusto comunista. Al contrario, queríamos evitar los sesgos de la izquierda y de la derecha.

Estos jóvenes conspiradores quisieron perfilar un horizonte a largo plazo para Venezuela y promover «en el seno de las Fuerzas Armadas un civismo democrático, una institución al servicio del país». En 1983 nacía el Ejército Bolivariano Revolucionario-200.

–Aspirábamos a una democracia con división de poderes, un sistema donde las Fuerzas Armadas estuvieran al servicio de la nación –sigue recordando el general.

Baduel habla con voz de trueno. La cárcel no le ha quitado aplomo, pero parece haberle dado una gran dosis de humildad.

–La última vez que hablé cara a cara con Chávez, el 17 de julio de 2007, el día en que pronuncié mi discurso al dejar el Ministerio de Defensa, él me agarró del brazo ahí mismo, en la sala, y me dijo: «Ahora que tienes más tiempo te vas a ir a disfrutar de tus latifundios». «¿Qué latifundios?», le pregunté yo y él me respondió: «Ten cuidado con el Inti[3]». Ese día vi venir las represalias. Hubo gente que intentó hacerme recapacitar, pero lo mío no tenía vuelta atrás –me dice, negando con la cabeza.

Y no se equivocó. Meses después llegó la detención y la acusación: sustracción de fondos públicos, delito contra el decoro militar, abuso de autoridad. Finalmente el juicio y la condena.

Baduel conoce de memoria cada coma, cada argumento o irregularidad jurídica que pueda tener su proceso. Una «ópera bufa», insiste. Su condena de casi ocho años fue ratificada por el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) y la falta de nuevos recursos judiciales que le permitan reivindicar su inocencia amenaza, algunos días, con desesperarle.

–No se respetó ninguno de los procedimientos y los tribunales ni siquiera tenían competencia. Los recursos que presentamos fueron rechazados diciendo que eran infundados. Pero no hay cuerpo del delito. ¿Dónde está ese dinero que robé? Ni siquiera han logrado presentar una cifra lógica. Ahora, el Consejo de Guerra de Caracas me dice que me van a devolver bienes confiscados cuando nunca me han confiscado ninguno. Yo me pregunto, a esas personas que se prestaron para dar falso testimonio en el juicio, para hacer estas trastadas, ¿qué mal les hice yo? Me hago examen de conciencia e intento ver. Más que ánimo de venganza, me gustaría preguntar a Chávez por qué.

***

Las diferencias con «Hugo» habían comenzado muchos años atrás, tal vez desde el golpe frustrado de febrero de 1992 contra Carlos Andrés Pérez, que llevó al hoy Presidente dos años a la cárcel. Baduel no quiso participar en esa intentona, no fue asociado con ella y pudo seguir su carrera militar.

–Cuando conspirábamos, la opción militar nunca fue una prioridad. Ya en diciembre de 1991 yo me opuse al golpe que estaban planeando. Primero querían hacerlo el 31 de diciembre. Era una locura. No teníamos proyecto de país y solicité no participar en esa aventura. Nunca los delaté y eso hace de mí un cómplice, lo reconozco. A su salida de la prisión, Chávez hablaba de irse al monte otra vez. No entendía que la lucha debía ser política, pero cambió de posición cuando fue a Cuba. Años después, en julio de 2005, dijo que desde el 21 de diciembre de 1991 sabía quién era yo. Puede ser. Pero entre un principio y un millón de amigos yo siempre he pensado que hay que elegir el principio.

La voz firme del general parece quebrarse y los dos fijamos la vista en tres peces diminutos que dan vueltas en una pecera de plástico y le hacen compañía desde hace semanas. Su hija interrumpe la preparación del almuerzo y le mira con lástima. Su hermano, que ha escuchado a su padre casi con veneración desde el principio de nuestra conversación, comienza a caminar nervioso por la celda.

–Es duro esto, ¿sabes? Sufrimos muchos desprecios. De todas partes. Yo no sé cómo mi padre hace para ser así, para no odiar a nadie, para mantener la calma –me dice.

El general respira hondo y prosigue:

–Mis diferencias con Chávez se agudizaron desde 2005. Yo tenía el deber de conciencia de decirle las cosas que no estaban bien y me convertí en alguien muy molesto. Ya para entonces, Fidel dijo a Chávez que tenía que tener ojo conmigo porque yo no aceptaba su liderazgo.

A partir de aquella época, el clima se enrareció entre los dos compañeros de armas. Baduel se oponía a la consigna «Patria, socialismo o muerte» en actos militares, criticaba que Chávez se uniformara, que se vanagloriara de ser el «Comandante en Jefe». Por su parte, el Presidente sopesaba el aprecio y el recelo hacia el «Papa» y maduraba una salida.

–Creo que en él hay un resentimiento por ser finalmente un teniente-coronel retirado. Yo siempre le decía que su título de comandante en jefe era algo provisional.

El general habla mirando fijamente a los ojos. El tono es pausado salvo cuando se amontonan los recuerdos y tengo que pedirle que me dé tiempo a escribir. Sonríe y recupera el ritmo, mientras se toca una cicatriz en la mandíbula derecha. «Un tiro recibido en El Salvador hace años. Un pobre guerrillero que agonizaba y ya no sabía dónde estaba ni quién era», me explica.

Pero no nos desviemos, parece decir con un gesto de manos. «Recuerdo en 2006, en un mitin electoral. Míralo, está todo en YouTube. Chávez se dirigió a mí, sabiendo que yo me oponía, y me lanzó en público ‘Patria, socialismo o muerte’. Yo no respondí. Se enfadó mucho. Me dijo que el apoyo al proceso revolucionario nacía espontáneamente del ejército. ‘¿Espontáneamente? No, estás equivocado y estás violando la Constitución’, le dije yo».

Aquella noche, ya en casa, vi el video del que Baduel hablaba. Chávez, vestido de rojo y con gesto confiado en la victoria aplastante que después lograría en las elecciones presidenciales, clama ante una multitud enfervorizada: «Este es uno de los hombres que se convirtió en bastión de la victoria revolucionaria». El Presidente llama a Baduel «hermano de toda la vida» mientras el entonces ministro de Defensa no deja traslucir nada, no corea el «Patria, socialismo o muerte» y se libra en cuanto puede del abrazo del comandante, retirándose rápidamente del estrado. Meses después de aquella declaración pública, Chávez diría que Baduel era un «traidor lleno de odio» y consideraría su actitud una puñalada después de tantos años de amistad. Del juramento bolivariano del Samán de Güere al juramento a favor del imperio, diría el Presidente.

–¿Nadie más en su círculo más cercano se atrevía a decir «no» a Chávez?

–En regímenes con ropaje democrático como este, en esta dictadura posmoderna fascistoide, se llega a tal culto a la personalidad que no se atreven a decirte la verdad, te transforman la verdad. La gente tiene temor a decir cosas a Chávez y él no tolera que se le contradiga tampoco. Él solo piensa en perpetuarse en el poder.

El general me cuenta que los desencuentros se multiplicaron. El más sonoro y el que marcó la separación definitiva fue, sin duda, la oposición de Baduel al proyecto de reforma constitucional lanzado por Chávez en 2007 y que fue finalmente rechazado en un referéndum en aquel año. Solo cinco años antes, Chávez había sido víctima de un golpe de Estado fallido y Baduel lideró, desde Maracay y con una unidad de tanques, la acción militar que contribuyó a su retorno al poder.

–En abril de 2002 cumplí con mi deber y con la Constitución. No soy un héroe. En 2007 sentí de nuevo la obligación de conciencia de decir que las cosas no iban por buen camino. Chávez tiene el proyecto de ser presidente vitalicio de una Venezuela destruida y para ello quiere que el pueblo dependa totalmente de él, que todo sea gracias a Chávez. Darme cuenta de todo esto me convirtió en un traidor. La gente gritaba por ahí «Baduel traidor, te sale paredón». ¿Traidor a quién y a qué? Si soy traidor a una sola persona está bien, pero al menos no traicioné a millones de venezolanos.

***

La pregunta que me guardo desde hace un buen rato es por qué Baduel, si tenía tan claro cuál era su deber y sabía que las diferencias con el proyecto de Chávez eran insalvables, permaneció largos años a su lado. El general me mira con gesto casi paternal antes de responder.

–Me quedé tanto tiempo sencillamente porque creí que valía la pena seguir con él por el país. Supongo que tengo mis dosis de idealismo, de utopía.

El silencio se impone en la celda. Baduel desaparece varios segundos entre recuerdos que no quiere compartir con nadie.

Otra hija del general acaba de llegar y los tres han dejado de preparar el almuerzo y ordenar la celda para escuchar a su padre alrededor de la mesa donde hacemos la entrevista. En más de 30 años y tres matrimonios el general ha tenido 12 hijos que se van turnando para las visitas. El último de todos, Isaí, una niña de apenas 5 años, es ahijada de Chávez, a petición, «prácticamente una orden», del propio Presidente. Baduel recuerda con cierto pudor cómo el Presidente se impuso como padrino, organizó el bautizo en Fuerte Tiuna, llegó varias horas tarde y se quedó apenas quince minutos porque tenía que ir a Barinas a celebrar el cumpleaños de su padre. «Así es él», resume.

En la celda, espaciosa y con televisión, los libros de meditación e historia venezolana se mezclan con la biografía de Nelson Mandela, la Biblia, la Constitución o el Código Militar. Los dibujos de los nietos comparten pared con el banderín de los Tiburones de La Guaira y las imágenes de San Judas Tadeo o la Divina Pastora. Varios policías presos en Ramo Verde le han hecho un retrato, un general Baduel con boina roja, que ocupa también un lugar privilegiado y despierta una sonrisa en este preso poco ordinario.

Las terribles imágenes del reciente motín en la cárcel de El Rodeo, a las afueras de la capital, están aún frescas en la memoria de los caraqueños. El hacinamiento, la falta de higiene y la violencia de las imágenes de aquella reyerta no se encuentran en Ramo Verde, donde los presos, todos militares o policías, son, si cabe así llamarlo, reos privilegiados.

Llega la hora del almuerzo y el general bendice la mesa. Baduel es cristiano practicante y tiene un lado taoísta, un tono místico casi esotérico que se deja sentir en toda la conversación. Habla con el mismo respeto de Dios que del «Maligno» y cada mañana empieza el día rezando por Venezuela y por Chávez.

–La enfermedad de Chávez le ha hecho ver que es humano. Él estaba cayendo ya en herejías, en convertir a Cristo en un comunista, en decir que él mismo era el camino, la verdad y la vida. Yo me asombro. Cayó en la prepotencia de retar a Dios y Dios, que le permitió ser gobernante, le ha recordado lo que es la vida. Pero hay que orar por Chávez sin dejarnos torcer por razones humanas –dice, mirando directamente a su hijo mayor.

La relación amor-odio entre ambos militares, pese a que Baduel recalca varias veces que no odia a nadie, parece mantenerse hasta hoy.

–Chávez quiere que yo sea un proscrito. Hostigan a mi familia, presionan a las visitas. A los compañeros presos y a los custodios les dan dicho que no tengan consideración conmigo, que ni siquiera me saluden. Compañeros militares tienen miedo de venir a verme por las represalias. Pero esto es Venezuela. A veces salgo al patio y hay guardias que se atreven a cuadrarse militarmente ante mí. «¿Cómo va mi general? Acuérdese de mí cuando sea presidente», me dicen. «¿Presidente de qué, del condominio?», les respondo yo.

En nuestra conversación sale a menudo la situación de las Fuerzas Armadas, el malestar de muchos oficiales ante la falta de respeto a la jerarquía vertical, la politización de la institución o la presencia de militares cubanos en una especie de sistema paralelo controlado desde muy arriba. Baduel, que fue un militar respetado, es parco al hablar de los males que aquejan a la institución, pero asegura tener contactos dentro que le informan sobre todos ellos.

–Un hombre que debe tanto a la Fuerza Armada y que la haya pisoteado de esta manera. Más que depurar, que es lo que Chávez quería, ha montado esquemas para generar temor y dudas. Como no ha logrado penetrar en el seno de la institución, está decidido a desmantelarla, a profanar nuestra alma máter. Yo no salgo de mi asombro, siento un gran pesar al ver tanta doblez, tanta rastrera sumisión en algunos responsables militares.

Ahí tampoco habrá nombres. Decepcionado, abandonado y preso, el general sigue prefiriendo callar muchas cosas. Por miedo o pudor, por el honor militar que preside muchos de sus actos o en recuerdo de la fidelidad hacia quien fue compañero durante años. Quién sabe.

Incluso cuando hablamos de la valía militar de Chávez o sus dotes de paracaidista, de las que Chávez muchas veces se jacta, Baduel prefiere callar. «Me cuesta hablar de eso. Creo que no debo hacerlo», admite.

En sus días de cárcel, el general ha dedicado mucho tiempo a escribir largas cartas a los venezolanos sobre el futuro del país, la necesaria recuperación del aparato productivo o el restablecimiento de las instituciones. Todas ellas concluyen igual: «Que Yahveh Elohim de los Ejércitos bendiga y guarde por siempre a nuestra amada Venezuela».

–Hemos caído en un esquema mafioso, el futuro de Venezuela es difícil. El país se maneja, por decirte algo, como los «pranes»[4] manejan la cárcel y Chávez se ha convertido en el gran «pran». Aunque creo que todavía hay gente con una gran capacidad de sacar el país adelante. Venezuela está atrapada entre dos minorías y entre las dos hay un 60% de personas que cree en la democracia. Pero la gente cae en el desencanto, no va a votar o vota por eliminación, porque hay un desaliento. Con participación activa, si lleváramos la abstención al 10%, se puede perfectamente derrotar al chavismo.

Pero no por haberse alejado del mandatario el general se siente obligado a apoyar ciegamente a quienes aspiran a sacarlo de la presidencia.

–¿La oposición? –se queda pensando– No lo sé, la verdad, los veo muy divididos, pero habrá que ver.

Son las cinco de la tarde y un estruendoso timbrazo anuncia el fin de la visita. «Dios la bendiga y gracias», termina el general, poniéndose en pie y acompañándonos hasta el final del corredor. Abrazos y manos entrelazadas. Nadie está cómodo en la despedida y yo me siento más que nunca una intrusa en ese momento de intimidad familiar.

–Hasta la semana que viene, papá.

El propio Baduel cierra la puerta de rejas y, tras los barrotes, nos mira bajar la escalera con rostro apenado. Me llevé esa imagen del general. Solo y vulnerable tras las rejas de aquel portón. Más allá de su inocencia o culpabilidad, Baduel, se mire por donde se mire, parece una triste víctima de este proceso revolucionario.

–Vista la situación política del país, el lugar más seguro donde yo puedo estar es aquí, en la cárcel –me dijo antes de despedirnos.

Chavismo de corazón

En la vida de Carmen Rosa Aponte, Hugo Chávez es casi un accidente, una casualidad.

–Yo no me debo a ningún partido, sino a esta comunidad, que es mi casa. Desde hace años sueño con un barrio transformado y no me canso –me dice, casi a modo de bienvenida.

Carmen, Camencho, como la llaman sus amigos y vecinos, es uno de los pilares de La Bombilla, una barriada que corona el gigantesco arrabal caraqueño de Petare y concentra en sus serpenteantes callejuelas improvisadas todos los síntomas de la pobreza y la exclusión. En las calles todo el mundo la conoce: la mujer que barre la puerta de su casa, el policía, el borrachito de la esquina y el responsable del abasto de productos «hechos en socialismo» me indican en cuál de sus múltiples actividades anda la portavoz del consejo comunal del barrio.

Pero Camencho era ya popular mucho antes de que Chávez se convirtiera en presidente de Venezuela. Esta mujer de manos endurecidas y callosas, rostro desgastado y cabello revuelto que la hacen aparentar bastante más que sus 45 años, forma parte de los fundadores de La Bombilla, una tierra de nadie a la que llegó con su familia hace 42 años.

–Una vida, pues. Yo llegué aquí y en los primeros años recuerdo que había pura tierra. Nada más.

Con 25 años de trabajo comunitario a la espalda, que fue realizando sin prestar demasiada atención a los cambios políticos que iba sufriendo Venezuela, Camencho considera su vida un ejemplo de transformación y se dice una conquistada por la revolución bolivariana.

–Desde hace algunos años, a mí Chávez me ha hecho mejor persona. Yo era de la oposición, no voté por el Presidente y hasta recogí firmas contra él, fíjate. Pero este gobierno cambió la vida de La Bombilla y yo también fui poco a poco cambiando.

El nombre del lugar se debe a que nació a «oscuras para un futuro mejor» y el cableado tardó en llegar, recuerda Camencho, como una improvisada guía turística.

–Una de las monjitas que fundó el barrio dijo, cuando supo que iban a llegar los primeros cables: «Yo consigo la bombilla», y así se quedó.

Hoy en día, entre casas amontonadas las unas sobre las otras sin apenas servicios, violencia ciega y uso indiscriminado de armas y drogas, viven 25.000 vecinos, sometidos al miedo, la exclusión y los empleos precarios.

***

Pero nadie aterriza allá arriba por casualidad. Llegar al barrio quiere decir subir y subir por Petare, poner a prueba el vehículo por angostas curvas y estrechos pasos inundados de motos, niños correteando y camionetas de reparto destartaladas hasta que la calle se termina frente a una montaña de kilos de basura pudriéndose al sol de una pequeña plaza rectangular. Hemos llegado al corazón de La Bombilla, donde están algunos comercios, la televisión comunitaria, el consejo comunal y una cancha deportiva. La mayoría, logros de la revolución. A cambio, el barrio ha respondido «presente» a Chávez desde hace años y el apoyo al Presidente sigue siendo muy fuerte.

Desde arriba, anestesiada por el cielo azul impecable de las mañanas caraqueñas y por una reconfortante distancia, la vista de Petare resulta armoniosa. Incluso bonita. Las infinitas casas de ladrillo anaranjado, hilvanadas con un caos de cables eléctricos y salpicadas por cientos de tenderetes de ropa tendida que seca al sol, antenas parabólicas y tanques para almacenar –cuando se puede– el agua, parecen amenazar la ciudad, cercana pero tan lejana en espíritu y totalmente ajena al avance implacable de la barriada.

Mi llegada no pasa desapercibida. Los visitantes son siempre observados con curiosidad y hasta un poco de recelo, sobre todo si tienen acento extranjero. Pero a plena luz del día, los peligros del barrio parecen estar escondidos y el lugar es apacible y hasta cordial.

–¿Para qué la busca? –me pregunta el regente de un abasto de alimentos, antes de indicarme, satisfecho con mi respuesta, dónde puedo localizar a Camencho. Finalmente la encuentro en la carnicería y, en los 200 metros escasos que caminamos hasta el consejo comunal donde nos sentamos a conversar, saluda a una buena decena de personas, las llama por el nombre, se preocupa por preguntarles por sus problemas o la familia.

La fila de espera también es larga ante las puertas del consejo comunal, una especie de asociación de vecinos donde se organiza el trabajo y se gestionan los problemas del barrio. La entrevista se ve a menudo interrumpida por las profesoras cubanas, los «chicos» de una misión social del gobierno, el regente del abasto que viene buscando las provisiones guardadas en el depósito, el vecino que se quedó sin luz o los encargados del censo de población que no encuentran a alguna persona.

Para todos tiene respuesta.

–Yo no percibo sueldo, mi trabajo es sobre todo voluntario. Con los años he ido aprendiendo qué es revolución y qué es socialismo –me explica–. La experiencia de cada día me forma. Los jueves tenemos formación ideológica, los martes los dedicamos a las misiones, los miércoles a la economía. Los sábados y los domingos los paso en el punto rojo, inscribiendo a nuestros patrulleros activos. El resto del tiempo estoy aquí, en el consejo comunal, viendo en qué podemos ayudar. Me dan las 12 despierta y a las 5 me levanto.

Camencho está lejos del misticismo de la revolución. Su vida diaria y los problemas de un lugar como La Bombilla no se prestan a discursos pomposos y obligan a aterrizar y resolver. Después de años militando activamente en el partido socialcristiano Copei, y tras haber hecho campaña contra Chávez, esta responsable comunitaria fue alejándose «naturalmente» de esta formación y vinculándose con proyectos «más beneficiosos para La Bombilla», arropados por el gobierno del estado Miranda, entonces dirigido por el oficialista Diosdado Cabello.

–Una de las primeras veces que vino Cabello aquí, alguna gente del barrio gritaba: «Fuera esa golpista». Pero yo no era golpista. Mi comunidad conocía mi trayectoria y votó por mí. Cabello, al oír esa gritadera, me preguntó qué pasaba. Le conté que los gritos eran contra mí porque no estaba con la revolución. Él me dijo: «¿Quién sabe si en 2006 usted vote por el Presidente?».

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Hoy, Carmen, vistiendo aún una camiseta de apoyo a Jorge Amorim, el candidato oficialista que perdió en las legislativas de septiembre de 2010, un año antes de la entrevista, hace suyas muchas de las frases de Chávez. Habla con firmeza de «escuálidos», de «oposición apátrida», de «burguesitos» liderando las alcaldías opositoras, de «pueblo revolucionario» y de «complot» permanente contra la labor del comandante.

–El día en que conocí a Chávez lloré. Fue en el Teatro Teresa Carreño, en 2005, cuando entregó la aprobación de proyectos que presentamos para la comunidad. Chávez transmite algo de positivo. No sé qué es, pero tenerlo cerca y ver cómo te explica las cosas te quita el nerviosismo, te da la fuerza y el valor. Ese día empecé a leer textos revolucionarios, a escuchar al Presidente. Me fui preparando, pues. Y ahora entiendo que yo sufrí un engaño y siento una gran satisfacción por mi proceso –me cuenta–. Ese día, en el Teresa Carreño, Reina me decía: «Ahora ya eres una revolucionaria». Aprendí mucho con ella.

Reina Tovar era la persona a la que yo en principio buscaba aquella mañana en La Bombilla. La había conocido en el primer reportaje que hice al llegar a Caracas en 2008, cuando visité la entonces recién creada TV Petare, que transmite desde lo alto de aquel barrio, y esta mujer se convirtió en un reportaje aparte. A sus bien pasados los 50, Reina era la reina de La Bombilla, donde creció y formó una familia. Se definía como una revolucionaria de «añales», chavista «de verdad» y, por encima de todo, como una «luchadora social» que celebraba con verdadera fiesta cada conquista e iniciativa del barrio.

–TV Petare nos hace sentir importantes. ¿Quién se imaginó hace algunos años tener una televisión en un barrio como este? En el fondo es como tener un misil en las manos. La señal llegará a media Caracas y eso nos obliga a usarla bien –me explicaba el día que nos conocimos, emocionada con el programa de asistencia social que iba a estar a su cargo en esa televisión comunitaria.

Su casa en el sector 3 de La Bombilla siempre tenía la puerta abierta y estaba repleta de gente de lo más diversa. Las paredes eran un muro de libre expresión. Cualquier invitado estaba obligado a escribir un mensaje, revolucionario o simplemente de agradecimiento. Recién llegada a Caracas, yo también me encontré escribiendo, algo intimidada, un mensaje con un rotulador rojo en el salón de su casa.

En 2008, Reina se convirtió en reportera de calle para TV Petare, en 2009 la volví a encontrar haciendo campaña a favor de la enmienda constitucional que permitió la reelección ilimitada en Venezuela y en 2010 la vi votando en las legislativas, convencida de la victoria del Gobierno. En realidad era imposible ir a La Bombilla y no encontrársela. Pero cuando quise ir a buscarla antes de marcharme de Venezuela me encontré con su casa cerrada a cal y canto y con un puñado de vecinos que claramente no querían decirme qué había pasado con ella.

–Reina se fue. Su hija ganó mucho dinero en la lotería, como tres millones de bolívares fuertes, de los de ahora, y le entró miedo. En esos días habían secuestrado al chico de la carnicería y ella andaba como atemorizada. La buena suerte le trajo mala suerte, ya ves tú. Se fue con su hija. Sigue llamando pero aún no se atreve a subir hasta aquí porque hay jóvenes que solo piensan en eso: dinero y más dinero –me cuenta Camencho a media voz.

La revolución no ha conseguido traer seguridad a La Bombilla, donde se impondría una campaña seria de desarme y más presencia policial. La parada de autobús situada en la plaza central del barrio, frente al consejo comunal, es diariamente escenario de secuestros, robos y enfrentamientos.

–Teníamos un punto de la Guardia Nacional y se lo llevaron. Y las policías del estado Miranda y de Sucre no suben aquí de noche, no te creas. Aquí de noche nos quedamos a la deriva. Carlos Ocariz[5] dice que el índice de seguridad ha bajado. ¿Dónde? Nosotros en La Bombilla cuando hay una matazón no vemos policía.

Le resulta difícil encontrar un culpable para esta violencia. Sería sencillo responsabilizar a Ocariz o al gobernador del Estado Miranda, el opositor Henrique Capriles. Pero Camencho sabe que eso sería tan reprochable como atribuir a Chávez todo lo malo que ocurre en Venezuela.

–Lo que hace falta sobre todo es educación familiar. Después de que matan a un hijo es fácil decir que es culpa de este gobierno, pero ¿qué hice yo como mamá?

Como casi todos los «chavistas de corazón», Camencho prefiere hacer la diferencia entre Chávez y quienes lo rodean. Se cuentan por decenas de miles los venezolanos que mantienen una conexión emocional con el Presidente que perdura intacta y fuerte y es invulnerable a la violencia, a la inflación o a la corrupción. Y también al desgaste que provoca el paso de los años. La idea de que Chávez es un presidente bueno y honesto pero que no puede estar en todo, es engañado por sus colaboradores y está entregando su vida para el bienestar de los más humildes es una verdad incuestionable que se dejaba oír en numerosas barriadas de Caracas. Para Camencho esa era también su bandera.

–A lo mejor el ministro es bueno y tiene un poco de «escuálidos»[6] ahí que están saboteando el proceso y tenían que haber salido hace mucho tiempo. No todos los que están alrededor del Presidente están haciendo el trabajo como él quiere –subraya, golpeando la mesa con el dedo índice–. Chávez quiere que tengamos todo el poder nosotros, pero hay gente que recibe el poder de Chávez y lo retiene –lamenta.

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Pese a la inseguridad que sigue azotando al barrio, es innegable que, desde 2006, La Bombilla ha ganado en calidad de vida. Se han recuperado instalaciones deportivas, una biblioteca, centros de atención de niños y una capilla, entre otros. Para Camencho, todo eso es gracias al Gobierno y a sus planes sociales; para otros habitantes, se debe más bien al trabajo de hormiguita del alcalde opositor, Carlos Ocariz.

Es verdad que todos los programas sociales instaurados por el ejecutivo están presentes en La Bombilla: la salud gratuita, la alfabetización de adultos y ancianos, la rehabilitación de viviendas, los alimentos a precios subsidiados… El barrio es un verdadero teatro experimental de los logros de la revolución.

A eso se suma la televisora comunitaria, que comenzó a incubarse tras el golpe de Estado contra Chávez de abril de 2002, cuando se vio, según sus responsables, el «vacío de información» y el «cerco mediático que ejercía la televisión comercial».

–La televisión venezolana, históricamente, está dominada por la derecha e inundada de antivalores. El presentador de noticias es blanco y el ladrón es negro. No es la Venezuela que nosotros conocemos –me explicó en los primeros pasos de TV Petare Charles Méndez, antropólogo y uno de los fundadores del medio.

Las piedritas en el zapato de Camencho y de otros defensores de la revolución en La Bombilla son el alcalde Carlos Ocariz y el gobernador Henrique Capriles, con los que según ella no se puede sentar en torno a la misma mesa.

–Ocariz trabaja con los suyos. Él ha venido acá para caminar, pero de allá no pasa –dice señalando la entrada de la plaza–. Y una va a la alcaldía y ve directores de ojos verdes, papitos de mamá y papá de Baruta, de El Hatillo, con tremendos carros. No son gente de barrio. Mientras tanto, ¿quién destapa cloacas? El tipo del barrio. Ellos humillan a la gente. Les gusta hacerlo.

–¿Pero usted estaría dispuesta a trabajar con Ocariz?

Silencio.

–La verdad… no. Porque sería como una traición al proceso. Una gente que lo que ha hecho es criticar a nuestro presidente y decir que la inseguridad es culpa del Estado… ¿Y de ellos? Una de las policías mejor pagadas es la del municipio Sucre y se pasa el día matraqueando, robando a los comerciantes, nunca está arriba en los barrios. ¿Y dónde está el gobernador de Miranda? Ese jamás ha pisado La Bombilla.

Me muerdo la lengua para no decir a Camencho que la intolerancia predicada por Chávez sale finalmente muy cara a la gente de su barrio, rehén de esos odios políticos. Con el paso de los años y en una actitud muy militar, el Presidente ha fomentado una división en dos de la sociedad que invade todos los aspectos de la vida del venezolano, hasta su círculo familiar más cercano.

Ellos y nosotros.

Conmigo o contra mí.

Antes de vivir en Venezuela es difícil imaginar la crispación, el recelo y la agresividad que esa separación brutal crea en los ciudadanos.

Es imposible hacerse a la idea de que no se puede invitar a cenar a un grupo de personas a ciegas, es decir sin pararse a pensar antes si existe el riesgo de que en medio de la comida, cuando el nombre de Chávez salga irremediablemente a relucir, vayan a lanzarse los platos a la cabeza.

Dejando de lado las exageraciones, todos los venezolanos tienen guardadas historias de enemistades, discusiones feas en el trabajo, disgustos familiares o peleas entre amigos provocadas por la situación actual que vive el país. Los términos medios son cada día más raros, hasta peligrosos según Chávez, y gustan poco a adeptos y detractores de la revolución. La intransigencia hacia el otro se siente hoy de igual manera en el gobierno que en la oposición. Dos diputados, uno del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y otro de la oposición, no pueden tomarse un café o un vino, mano a mano, en una tasca del centro de Caracas después de una encendida sesión en el Parlamento, una estampa que en otros países es fácil de ver. Hubo un tiempo en que en Venezuela también era una imagen normal, pero hoy es rarísima de encontrar, sobre todo en un lugar público. Hay una reputación que mantener.

Desde 2006, tras su sonora reelección, Chávez dio rienda suelta a su desprecio hacia sus adversarios políticos, como si ya no hubiera tregua posible. Cuando una cita electoral se aproxima, la máquina del rencor, los insultos y las acusaciones se acelera. Revolucionario que se precie debe mantener ese mismo tono, impropio en un país que históricamente ha repudiado el conflicto y vive en paz. Es también el discurso intransigente de Camencho, una buena persona y sin duda una excelente líder de su comunidad, que es incapaz de hablar de reconciliación y cree que la receta de la «máxima suma de felicidad posible», la gran promesa del Gobierno a los venezolanos, solo puede venir de la mano de Chávez.