Portada: Un hombre muerto. Ngaio Marsh
Portadilla: Un hombre muerto. Ngaio Marsh

 

Edición en formato digital: abril de 2016

 

Título original: A Man Lay Dead

En cubierta: ilustración de René Vincent para la Revue Automobilia, nº 125, 1922

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Ngaio Marsh, 1934

© De la traducción, Alejandro Palomas

© Ediciones Siruela, S. A., 2016

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN:978-84-16749-08-9

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

1 «Y los invitados eran...»

2 La daga

3 «Usted es el cadáver»

4 Lunes

5 El juicio simulado

6 Alleyn hace su trabajo

7 Rankin se marcha de Frantock

8 Tras la información de una niña

9 Lo que sucedió en el jardín

10 Pelo negro

11 ¿Confesión?

12 Un arresto y un viaje nocturno

13 El factor ruso

14 Se pospone la reunión

15 Alleyn se sincera

16 Condena para el acusado

 

Epílogo

 

Para mi padre

y en memoria de mi madre.

1

«Y los invitados eran...»

Expresándolo con el mismo lenguaje que utilizaba en su columna de chismes, Nigel Bathgate se sentía «definitivamente intrigado» por el fin de semana que iba a pasar en Frantock. A sus veinticinco años había superado ese espantoso entusiasmo que caracteriza a los jóvenes adultos. Iba, de hecho, de camino a Frantock, y el mero hecho de pensarlo provocaba en él una sensación de colosal entusiasmo. ¡Por no hablar de la magnificencia con la que viajaban! Nigel se reclinó en el asiento que ocupaba en primera clase junto a la ventanilla y sonrió a su primo, que viajaba en el asiento de enfrente. Charles era sin duda un tipo peculiar. Resultaba prácticamente imposible saber lo que ocultaba tras su rostro alargado y oscuro. Era además un hombre atractivo. Las mujeres lo adoraban, pensó Nigel, negando mentalmente con la cabeza. Aunque ya de una cierta edad, pues rondaba los cuarenta y seis o cuarenta y siete años, seguía siendo, no sin razón, blanco de halagos.

Charles Rankin respondió a la mirada cavilosa de su joven primo con una de esas sonrisas torcidas que a Nigel siempre le recordaban a la de un fauno.

—No falta mucho —dijo Rankin—. La siguiente estación es la nuestra. Allí, a la izquierda, se ven los aledaños de Frantock.

Nigel recorrió con la vista el paisaje entretejido de pequeños campos y lomas hasta el lugar donde un bosque desnudo y profundamente dormido en su invernal soledad ocultaba parcialmente la calidez del ladrillo antiguo.

—Esa es la casa —dijo Rankin.

—¿Quién estará? —preguntó Nigel, y no era la primera vez que lo hacía. En sobradas ocasiones había oído hablar de las «fiestas únicas y deliciosamente originales de sir Hubert Handesley» a un colega periodista que había vuelto de una de ellas y que, la verdad sea dicha, se había mostrado persistentemente entusiasmado.

Charles Rankin, gran experto en fiestas donde los hubiera, había rechazado un sinnúmero de invitaciones extremadamente envidiables en favor de aquellos modestos fines de semana. Y por fin, como consecuencia de una cena que había tenido lugar en el apartamento del viejo Charles, allí estaba el propio Nigel a punto de ser iniciado.

—Y bien: ¿quién estará? —volvió a preguntar Nigel.

—Los de siempre, supongo —respondió con paciencia Rankin—, además de un tal doctor Foma Tokareff, al que Handesley debe de conocer desde sus años en la Embajada de Petrogrado. Estarán también los Wilde, claro, que deben de viajar en este mismo tren. Él es Arthur Wilde, el arqueólogo. Marjorie Wilde es... muy atractiva. Y supongo que estará asimismo Angela North. ¿La conoces?

—Es la sobrina de sir Hubert, ¿no? Sí, cenó esa noche con él en tu apartamento.

—Cierto. Si mal no recuerdo, me pareció que congeniasteis bien.

—¿Estará la señorita Grant? —preguntó Nigel.

Charles Rankin se levantó y empezó a ponerse el abrigo.

—¿Rosamund? —dijo—. Sí, también estará.

«Hay que ver qué voz tan extraordinariamente inexpresiva tiene Charles», reflexionó Nigel al tiempo que el tren se adentraba traqueteando en la pequeña estación y se detenía, dejando escapar un largo y vaporoso suspiro.

Sintieron el frío impacto del aire de las tierras altas al dejar atrás el ambiente viciado y falto de ventilación del tren. Rankin fue el primero en salir a un camino rural socavado en el que encontraron a un grupo de tres pasajeros abrigados que hablaban a voz en grito mientras un chófer cargaba el equipaje en un Bentley de seis plazas.

—Hola, Rankin —saludó un hombre delgado con anteojos—. Suponía que viajaría en el tren.

—Le he buscado en Paddington, Arthur —respondió Rankin—. ¿Conocen ustedes a mi primo? Nigel Bathgate..., la señora Wilde... El señor Wilde. Rosamund, creo que ya os conocéis, ¿no es así?

Nigel había saludado con una inclinación de cabeza a Rosamund Grant, una mujer morena y alta cuya extraña y autoritaria belleza resultaba difícil de olvidar. En cuanto a la honorable señora Wilde, apenas pudo ver de ella un par de enormes ojos azules y la punta de un bosquejo de nariz. Los ojos le dedicaron una mirada breve y atenta, y una voz claramente aguda y «elegante» emergió desde detrás de la enorme estola de piel.

—¿Cómo está? ¿Es usted pariente de Charles? Cuánto lo lamento. Charles, tendrás que ir andando. Odio la idea de tener que viajar aplastada, aunque sean solo cinco minutos.

—Siempre puede sentarse en mi rodilla —replicó despreocupadamente Rankin.

Nigel se volvió a mirarle y reparó en el peculiar y brillante descaro que vio en sus ojos. Charles miraba fijamente, pero no a la señora Wilde, sino a Rosamund Grant. Era como si le estuviera diciendo: «Lo estoy pasando en grande: le reto a que lo desapruebe».

Rosamund habló por vez primera y su voz grave contrastó de forma clara con el agudo tiple de la señora Wilde:

—Aquí llega Angela con el descapotable —dijo—. Habrá sitio de sobra para todos.

—¡Qué decepción! —exclamó Rankin—. Marjorie, nos han vencido.

—Nada podrá convencerme para que me suba a esa cosa con Angela —intervino Arthur Wilde con firmeza.

—Ni a mí —concedió Rankin—. Ni los arqueólogos famosos ni los distinguidos raconteurs deberían flirtear con la muerte. Será mejor que no nos movamos de aquí.

—¿Debo esperar a la señorita North? —sugirió Nigel.

—Si es ese su deseo, señor... —respondió el chófer.

—Sube, Marjorie, querida —murmuró Arthur Wilde, que estaba sentado en el asiento del copiloto—. No veo el momento de tomarme mi bollo y mi taza de té.

Su esposa y Rosamund Grant subieron al asiento trasero y Rankin se sentó entre ambas. El deportivo de dos plazas se detuvo junto al coche.

—Siento el retraso —gritó la señorita Angela North—. ¿A quién le apetece un poco de aire fresco, disfrutar del viento del páramo en el camino y todas esas cosas?

—Todo eso se nos antoja espantoso —gritó la señora Wilde desde el interior de Bentley—. Le dejamos al primo de Charles. —Abrió los ojos, clavándolos sin disimulo en Nigel—. Es un británico atractivo y bien proporcionado. Exactamente su tipo, Angela. —El Bentley arrancó a toda velocidad y se alejó por el camino.

Sintiéndose incapaz de dar muestra de la clase de jocosidad adecuada, Nigel se volvió hacia Angela North e hizo uno de esos típicos comentarios inapropiados sobre la posibilidad de que se hubieran visto antes.

—Por supuesto que sí —respondió ella—. Y me pareció usted muy agradable. Suba, rápido, y démosles alcance.

Nigel subió al asiento del copiloto y casi al instante se quedó sin aliento, víctima del concepto extremadamente progresista que la señorita North parecía tener sobre la aceleración.

—Es su primera visita a Frantock —comentó ella al tiempo que se deslizaban hábilmente por una fangosa curva que trazaba el camino—. Espero que le guste. Todos nos divertimos mucho en las fiestas que da tío Hubert. Aunque no sé por qué. La verdad es que tampoco es que ocurran en ellas muchas cosas. Por regla general, nos volvemos muy infantiles y jugamos a juegos estúpidos entre los vítores y las risas de los presentes. En esta ocasión jugaremos a los asesinos. ¡Ah, allí están!

Arrancó de la bocina un continuado y ronco rugido, aceleró hasta unos veinticinco o treinta kilómetros por hora y adelantó al Bentley como en un sueño.

—¿Alguna vez ha jugado a los asesinos? —preguntó.

—No, ni tampoco a los suicidas, pero estoy aprendiendo —respondió educadamente Nigel.

Angela estalló en carcajadas. («Se ríe como un niño», pensó Nigel).

—¿No estará nervioso? —gritó—. Conduzco con mucho cuidado, créame. —Se volvió casi completamente en el asiento para saludar al Bentley al adelantarlo—. Ya casi hemos llegado —añadió.

—Eso espero —jadeó Nigel.

Dejaron atrás un destello de puertas de hierro forjado que flanqueaban la entrada y se adentraron a toda velocidad en la gris frondosidad de un bosque.

—Este bosque es muy agradable en verano —apuntó la señorita North.

—Ahora está precioso —murmuró Nigel, cerrando los ojos mientras se dirigían hacia un estrecho puente.

Instantes más tarde desembocaron en la amplia curva de un camino cubierto de grava y se detuvieron con dramática brevedad ante una encantadora casa de ladrillo antiguo.

Nigel bajó aliviado del coche y siguió a su anfitriona al interior de la casa.

Se encontró de pronto en un hall realmente hermoso, cuya luz estaba atenuada por el gris ahumado del roble viejo y animada a la vez por el oscilante confort de una inmensa chimenea. En el techo, una enorme araña de cristal reflejaba la luz de las llamas y parpadeaba y refulgía con extraña intensidad. Parcialmente engullida por el crepúsculo que bañaba la vieja casa, una amplia escalera se elevaba indefinidamente en el extremo opuesto del hall. Nigel pudo ver entonces que de las paredes colgaban los convencionales trofeos y armas..., insignias todas ellas de la ortodoxa casa de campo. Se acordó de que Charles le había dicho que sir Hubert poseía una de las mejores colecciones de armas antiguas de toda Inglaterra.

—Si no le importa servirse una copa y entrar en calor delante del fuego, iré a despertar a tío Hubert —dijo Angela—. Como ya sabe, su equipaje viaja en el otro coche. Llegarán en un momento —añadió, mirándole directamente a los ojos y sonriendo—. Espero no haberlo asustado del todo..., por mi forma de conducir, quiero decir.

—Pues sí, así es..., pero no por su forma de conducir —se oyó responder Nigel y fue precisamente su respuesta la que lo dejó atónito.

—¿Ha sido eso una galantería? Me ha parecido oír hablar a Charles.

Nigel entendió al instante que había cometido un error al hablar como su primo.

—Ahora mismo vuelvo —dijo Angela—. Allí están las bebidas. —Señaló con un gesto de la mano a un surtido de vasos y desapareció en las sombras.

Nigel se preparó un whisky con soda y se acercó distraídamente a las escaleras, donde vio colgando una larga funda de piel en la que había una venenosa amalgama de sables y unas empuñaduras tortuosamente forjadas. Cuando había tendido la mano hacia una ondulante daga malaya, un repentino rayo de luz recorrió el acero y lo obligó a volverse de modo abrupto. A su derecha se había abierto una puerta y vio una figura inmóvil perfilada contra el resplandor procedente de la habitación contigua.

—Disculpe —dijo una voz en extremo grave—, pero creo que no nos conocemos. Permítame que me presente. Soy el doctor Foma Tokareff. ¿Le interesan las armas orientales?

Nigel, visiblemente sobresaltado ante la inesperada interrupción, se recuperó del susto y se adelantó para ir al encuentro del sonriente ruso, que avanzó hacia él con la mano extendida. El joven periodista cerró el puño sobre un manojo de dedos delgados que se mantuvieron inertes durante un segundo para tensarse acto seguido en una mano nervuda. Se sintió inexplicablemente torpe y fuera de lugar.

—Le ruego que me disculpe... ¿Cómo está? No..., bueno, sí, interesado..., aunque me temo que poco informado —tartamudeó Nigel.

—Ah —exclamó el doctor Tokareff con su voz grave—. No le quedarrrá más remedio que aprender algo sobre las armas antiguas si se queda. Sir Hubert es una gran autorrridad en la materia, además de un coleccionista entusiasta.

Hablaba con extrema formalidad y sus frases, con sus inflexiones curiosamente pronunciadas, sonaron pedantes e irreales. Nigel murmuró cuánto lamentaba ser un absoluto ignorante en el asunto y le alivió oír la bocina del Bentley.

Angela reapareció apresuradamente entre las sombras y en ese mismo instante un mayordomo hizo su entrada. Un momento después el hall era un clamor con la llegada del resto del grupo. Desde lo alto de las escaleras se dejó oír una voz alegre, y sir Hubert Handesley bajó al encuentro de sus invitados.

Quizá el secreto del éxito de las fiestas de Frantock fuera solo el encanto del anfitrión. Handesley era un hombre poseedor de un singular atractivo. Rosamund Grant había dicho en una ocasión que no era justo que un único individuo acaparara tantas cualidades. Handesley era alto y, aunque ya había cumplido los cincuenta años, conservaba una figura de atleta. El pelo, del todo blanco, no había sufrido los efectos de la mediana edad y cubría, espeso y liso, la cabeza elegantemente torneada. Los ojos eran de un azul peculiarmente vívido, hundidos bajo unas cejas profusamente marcadas; los labios, firmes y fuertemente comprimidos en las comisuras. Era, en suma, un hombre casi demasiado apuesto. Su cerebro tenía la misma naturaleza estereotipada que su aspecto físico. Avezado diplomático antes de la guerra y después de ella un ministro de gabinete de indiscutible y ortodoxo relumbre, todavía encontraba tiempo para escribir valiosas monografías sobre su gran pasión —las herramientas de combate de las civilizaciones antiguas— y para disfrutar de su pasatiempo favorito —que él casi había convertido en ciencia—: organizar divertidas fiestas.

Como era propio de él, después de un saludo general de bienvenida centró su atención en Nigel, la novedad de entre sus invitados.

—Me alegro mucho de que haya podido venir, Bathgate —dijo—. Me dice Angela que ha ido a buscarlo a la estación. Terrible experiencia, ¿me equivoco? Charles tendría que haberlo avisado.

—Querido, el señor Bathgate ha sido muy intrépido —gritó la señora Wilde—. Angela lo ha montado en su escuálido cochecito y le hemos visto adelantarnos con los labios teñidos de verde que habían visto la muerte de cara. Charles está muy orgulloso de su primo..., ¿no es así, Charles?

—Es un auténtico sahib —concedió solemnemente Rankin.

—¿Es cierto que vamos a jugar al juego del asesino? ¿Una versión propia, según creo, tío Hubert?

—Cuando todos se hayan servido su cóctel, les contaré mis planes —dijo Handesley—. La gente tiende a imaginarte más divertido cuando les has dado algo de beber. ¿Puedes llamar a Vassily, Angela?

—¿Un jogo de asesinatos? —dijo el doctor Tokareff, que había estado examinando uno de los cuchillos. Las llamas resplandecieron en sus grandes anteojos y en ese momento pareció, como murmuró la propia señora Wilde al oído de Rankin, terriblemente siniestro—. ¿Un jogo de asesinatos? Suena muy divortido. Desconozco ese juego.

—Es muy popular en este momento en su versión más cruda —dijo Wilde—, aunque estoy seguro de que Handesley ha inventado algunas sutilezas que lo transformarán por completo.

Se abrió en ese momento una puerta situada a la izquierda de las escaleras y apareció un anciano eslavo con una coctelera en la mano. Fue recibido con gran entusiasmo.

—Vassily Vassilyevitch —empezó la señora Wilde en una especie de parodia de opereta anglo-rusa—. ¡Padrecito! Sé bueno y concede a esta mano indigna un poco de tu delicioso brebaje.

Vassily asintió y sonrió afablemente. Luego abrió la coctelera y, con un aire de soberbia y exagerada concentración, sirvió una mezcla clara y amarillenta.

—¿Qué te parece, Nigel? —preguntó Rankin—. La receta es del propio Vassily. Marjorie la llama Represión Soviética.

—Poco de represión hay en ella —murmuró Arthur Wilde.

Cuando probó con cautela el líquido de su copa, Nigel no pudo estar más de acuerdo.

Vio al anciano ruso satisfecho y alborozado entre los invitados. Angela le había dicho que Vassily llevaba al servicio de su tío desde que este había sido un joven agregado en Petersburgo. Nigel lo siguió con la mirada mientras el anciano se movía entre aquel pequeño grupo de moléculas humanas con el que, sin tan siquiera imaginarlo, estaba a punto de mantener una relación muy estrecha y un vínculo espantoso.

Vio a su primo, Charles Rankin, al que de hecho, según concluyó, conocía muy poco. Percibió cierta conexión emocional entre Charles y Rosamund Grant. Ella observaba a Rankin, que se inclinaba, con cierto aire del convencional mujeriego, hacia Marjorie Wilde. «La señora Wilde es más su tipo que Rosamund», pensó Nigel. «Rosamund es demasiado intensa. A Charles le gusta la comodidad». Miró entonces a Arthur Wilde, que hablaba muy serio con su anfitrión. Wilde carecía por completo de la espectacular apostura de Handesley, pero su delgado rostro resultaba interesante y, a ojos de Nigel, también atractivo. Había cierta distinción en la forma del cráneo y de la mandíbula, y una sensible y esquiva naturaleza en la forma de los labios.

Se preguntó de qué modo dos tipologías tan marcadamente divergentes como su alumno de mediana edad y su elegante esposa podían haberse atraído. Detrás de ellos, parcialmente envuelto en sombras, estaba el doctor ruso, con la cabeza inclinada hacia delante y el cuerpo erecto e inmóvil.

«¿Qué pensará de nosotros?», le habría gustado saber a Nigel.

—Parece usted muy triste —dijo Angela a su lado—. ¿No estará urdiendo algún conciso artículo para su página de chismes, o pensando en algún sistema para el juego del asesino?

Antes de que pudiera darle una respuesta, sir Hubert interrumpió las conversaciones de la sala:

—El timbre que avisará de que debemos subir a vestirnos para la cena sonará en cinco minutos —dijo—, de modo que si se sienten lo bastante fuertes, les contaré cuáles son los principios de mi versión del juego del asesino.

—Damas y caballeros..., ¡presten atención! —gritó Rankin.