Portada: Todos somos piratas. Daniel Handler
Portadilla: Todos somos piratas. Daniel Handler

 

Edición en formato digital: marzo de 2016

 

Título original: We are pirates

En cubierta: ilustración de © Gabriel Sanz Balfagón

Colección dirigida por Michi Strausfeld

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Daniel Handler, 2015

By arrangement with Bloomsbury Publishing Inc.

All rights reserved

© De la traducción, Carmen Cáceres y Andrés Barba, 2016

© Ediciones Siruela, S. A., 2016

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16749-22-5

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

Para mi hermana

 

«¿Es mejor estar aquí o allí?».

ROBINSON CRUSOE

Primera parte

Capítulo 1

Conocí a Phil Needle un Día de la Independencia, doscientos y pico años después de que Estados Unidos se librara del gobierno británico y unos días antes de que los piratas regresaran de alta mar, en una barbacoa que conmemoraba aquellos tiempos difíciles. Yo no había sido invitado. La fiesta se celebró al aire libre bajo un cielo frío y en un lugar con vistas hacia el puente. En el momento en el que sucede esta historia el puente aún se llamaba puente de la Bahía y unía la ciudad de San Francisco con la ribera este, excepto en las horas punta, momento en el que los coches se limitaban a apelmazarse unos contra otros en una larga fila metálica e inmóvil. El ambiente estaba cargado y no era precisamente divertido andar dando vueltas por ahí, de modo que me quedé cerca de Phil Needle, quien me miró a los ojos un instante antes de contar aquella anécdota inverosímil.

—Todos somos piratas —dijo—. Hay una historia típicamente americana con cierto espíritu rebelde. En el comienzo tenemos a Leonard Steed viajando en un vagón privado del ferrocarril hacia alguna parte cuando, de pronto, ve al otro lado de la ventanilla una oxidada desmotadora de algodón en medio de un campo a las afueras de un pequeño y oscuro pueblo. Ordena detener el tren, cruza el pueblo y negocia la compra de la máquina, y todo por el «Blues de la desmotadora». ¿Conocen la canción, verdad? —preguntó sin esperar a que contestara nadie—. Según la leyenda, el diablo quiso llevarse el alma de Belly Jefferson, pero Belly vio la desmotadora de algodón, compuso el «Blues de la desmotadora» y de ese modo recuperó su alma. Aquella canción había cambiado la vida de Leonard Steed desde que la escuchó por primera vez en Harvard, por eso decidió llevarse la máquina a Los Ángeles, donde aún puede verse en el vestíbulo de su edificio. Belly Jefferson logró que el diablo le devolviera el alma y Leonard Steed se limitó a llevarse su pequeño tesoro.

Phil Needle se detuvo y le dio otro trago a su botellín de cerveza sin salir de aquel tranquilo asombro. Tras la frase «Todos somos piratas» la gente había dejado de prestarle atención. Tuve que alejarme, me daba demasiada vergüenza mirarle. El viaje de los piratas acababa de terminar, y la empresa de catering exigía al menos dos semanas de antelación para cancelar el servicio, de modo que no se había cancelado. La historia en sí no había sido muy larga, había comenzado el Día de los Caídos1 y ahora había llegado a su fin. Crucé el patio. El apartamento de Phil Needle se encontraba en un flamante edificio que ahora conocían todos como «la casa del pirata». Era el sexto o el octavo piso, tenía un patio exterior que compartía con otros vecinos y que flotaba en las alturas para evitar el ruido de la calle y la polución. Lo habían decorado con árboles, bancos, un pequeño estanque con cascada y una barbacoa de ladrillo en la que asaban salchichas procedentes de animales que supuestamente habían tenido una vida agradable. Los Needle eran judíos pero aun así no había comida suficiente. Nadie había rechazado la invitación y a ellos no se les había ocurrido que también podía aparecer gente como yo, gente que después de haber escuchado aquella extravagante historia de la hazaña pirata solo iba para ver qué aspecto tenían.

Entré en la casa. El salón tenía un enorme ventanal que daba al puente, al mar y al amplio bulevar del embarcadero, donde se veían con frecuencia a patinadores y turistas agarrados de la mano. Bajo la escalera había un piano de cola y sobre él una orquídea que compartía la maceta con una pequeña bandera. Impresionaba que Phil Needle pudiera permitirse vivir en un sitio como aquel, aunque habría que decir que en el momento en el que transcurre esta historia casi todo el mundo estaba comprándose una casa que no podía pagar. Un año y medio antes, cuando construyeron el edificio, pusieron en la fachada un cartel para que lo vieran todos los que estaban en el atasco: SI VIVIERA USTED AQUÍ, YA ESTARÍA EN CASA. Ellos eran los que vivían allí, los que ya estaban en casa.

Una de las encargadas del catering se apresuró a salir de la cocina y cerró la puerta corrediza cuando entré. Del otro lado del cristal los sonidos de la fiesta llegaban como si se tratara de las olas del mar. Abrí y cerré el lavavajillas. En la lista de la compra que estaba en la puerta del frigorífico había apuntadas tres cosas y dentro habían amontonado todo contra las paredes como si fuesen muebles en un salón de baile. En el estante inferior había un recipiente de plástico de la pastelería para cuatro magdalenas. Faltaban dos, y las dos que quedaban parecían secas. Sabía que no iba a encontrar ninguna desmotadora de algodón pero seguí buscando.

Esquivé el cuenco con agua del perro y encontré la habitación en la que la gente había dejado los abrigos, un despacho en el que había un sofá que parecía de una casa anterior y una de esas sillas de escritorio para personas que tienen problemas de espalda. En la pared distinguí una ventana y las ramas de un árbol que se mecía con la brisa, lo cual era imposible. La explicación la encontré sobre una mesa casi vacía: un proyector del tamaño de un pequeño telescopio proyectaba una falsa ventana sobre la pared de aquel cuarto sin ventanas. Pensé que vivíamos en una época en la que podíamos hacer cualquier cosa. Avanzando un poco más por el corredor vi la puerta sin marco del cuarto en el que pintaba Marina, no la abrí, y al fondo del pasillo entré en un baño en el que se suponía que no debía entrar. Estaba limpio pero las toallas no eran de buena calidad, y colgaban extendidas y húmedas como si alguien hubiese estado llorando en ellas. Descorrí la cortina de la ducha y vi las migas de un mantel que Marina había sacudido allí y que al caer habían formado un reguero serpenteante hasta el desagüe. Abrí el grifo, las mandé al océano y a continuación me senté sobre la tapa del váter con los pantalones puestos. Vi un montón de cartas del banco y de publicidad en el cesto que estaba junto al inodoro. La imagen de Phil Needle sentado en ese mismo váter revisando su correo me resultó tan clara y evidente que dejé de sentirme en la diáspora de esta historia. De pronto era como si me hubieran invitado. Ya podía estar en aquel baño. Phil Needle ya había dejado de ser un desconocido para mí. Lo veía ahora, tan alto como era, frente a ese mismo espejo observando su fino cabello gris, su cuerpo atlético gracias al ejercicio. Las lentillas le hacían parecer más joven. Trabajaba en la radio y si alguien le hubiese preguntado qué pensaba del negocio, seguramente habría podido decir dos o tres cosas interesantes, pero nadie le preguntaba jamás. A algunas personas no les caía bien por el tipo de cosas que decía —cosas del estilo «Todos somos piratas»—, pero nadie tenía en cuenta las cosas que no decía por tacto o por amabilidad, las veces que se echaba a un lado en la carretera para que la ambulancia pasara rugiendo hacia el hospital, o cómo en cierta ocasión, al entrar en un café, tropezó con una pequeña alfombra y decidió enderezarla para que no le ocurriera a nadie más. A veces se saltaba el semáforo en rojo pero nunca si había niños cerca que pudieran verlo y seguir su ejemplo.

Phil Needle parpadeó bajo la pobre luz de aquel cuarto de baño, el que menos le gustaba de la casa, con la mirada fija en las toallas. Sobre la ondulante superficie del océano había un bordado de barquitos azules; seguro que las había comprado Marina. Phil Needle era un hombre cuya historia parecía estar siempre alejándose de él. Era el Día de los Caídos, un momento en que habría sido más apropiado reflexionar sobre el sacrificio de los soldados, pero su mujer y su hija le esperaban en el salón. Había planeado dedicar aquellos minutos a pensar las palabras que quería decirle a su hija pero, en vez de eso, los había malgastado en pensar en la barbacoa del Cuatro de Julio y en echar un vistazo al correo que había recogido de la encimera de la cocina. Publicidad y extractos bancarios. Lo tiró todo a aquel cesto que tendría que estar vacío pero que contenía el envoltorio de una chocolatina, se lavó las manos y se miró al espejo. Gwen, su hija Gwen, estaba robando cosas. Tenía que decirle algo.

 

 

Qué fácil es robar cosas. Octavia tenía catorce, igual que Gwen, pero era más alta y más guapa. Caminaba con decisión, envuelta en un largo y acampanado abrigo con bolsillos profundos como cavernas y enfundada en un par de botas que le daban un aire imponente. Gwen había visto a un chico en la puerta del Fillmore, un antiguo bar de rock al que su padre la llevaba cuando le daban entradas gratis en el trabajo. El brillo irregular de las luces de la calle se reflejó en la puntera de metal de las botas y el chico la miró, se burló un poco como si fuera una niña y se relamió los labios. Las botas que llevaba Octavia bien habrían podido darle una buena patada en las pelotas.

Al igual que Gwen, Octavia apenas había tenido problemas. Hasta los doce o trece años había sido una chica feliz, o más bien naíf, como le gustaba decir, pero de pronto el aburrimiento se había apoderado de ella de una manera furiosa. No había nada que hacer en casa. Tenía que salir de allí como fuera, pero en el barrio tampoco podía hacer gran cosa y no le permitían coger el autobús sola. Los turistas se hacían fotos haciendo muecas junto a las espantosas estatuas que había de una punta a la otra del embarcadero. Al parecer habían volado desde Japón y Alemania solo para repetir las mismas estúpidas poses que hacía todo el mundo. Los coches cruzaban el puente alejándose hacia algún lugar más divertido. Hasta el océano parecía estar divirtiéndose más que ella, meciéndose y estrellándose contra los pilotes, formando continuamente esa espuma tan parecida a la de un capuchino. Ella estaba enfadada hasta con el océano. Por muy estúpido que pudiera parecer, sentía celos de sus mareas y su libertad porque ni siquiera podía comprar un billete de autobús. Al final se pasaba el día en la farmacia.

Cuando Octavia era naíf le parecía un error que a la droguería le llamaran «farmacia», porque los medicamentos eran solo una parte de las cosas que se vendían allí, en el lado en el que la gente tosía mientras esperaba sentada en esas sillas baratas, pero un día por fin tuvo la edad suficiente para comprenderlo: la tienda misma era como una droga. Toda aquella prisa, aquel ajetreo, aquella necesidad de gastar un poco de dinero, todas aquellas cosas que trastornaban el cuerpo y hacían que la mente se sintiera más relajada o acelerada, eran las mismas cosas contra las que la prevenían los adultos, las mismas que iba a descubrir por sí misma en el instante en que la dejaran coger sola el autobús. Su abuelo le había dicho en una ocasión en que habían ido juntos a hacer un recado: «Solo en América hay sitios como este», y eso hizo que se sintiera orgullosa de su país. Le encantaba ir a la farmacia ahí, en América, la tierra de la libertad.

Pero sin dinero, porque no tenía un céntimo, no se sentía libre en absoluto. Era el Día de los Caídos, a su alrededor había estantes inmensos de chocolatinas en oferta y, como América era la tierra de las oportunidades, decidió coger una. La chocolatina se deslizó hasta el fondo del bolsillo de su abrigo y ella giró sobre los talones de sus imponentes botas y caminó directamente hacia la salida. Había unos turistas riéndose, diciendo algo que seguramente era gracioso en Francia. Regresó a casa a toda prisa y se escondió en el baño más feo de todos para devorar aquella chocolatina como un lobo hambriento. Le hincó los dientes sin mirar siquiera las calorías. Gwen la habría escupido al instante, pero Octavia en cambio tiró el envoltorio y se despeinó un poco. Gwen detestaba que su padre le colocara el pelo detrás de las orejas sin preguntarle.

Era muy cuidadosa y se le dio bien desde el principio. Los enemigos iban vestidos con chaleco rojo, de modo que eran fáciles de localizar. Además, siempre estaban ocupados apilando latas o llamando por teléfono; algunos incluso parecían retrasados. Aún tenía caliente el chocolate en el estómago cuando decidió regresar a la farmacia en busca de una nueva aventura. Seguía siendo el Día de los Caídos y los pasillos estaban en silencio. Fue metódica. Su método consistió básicamente en coger de todo y metérselo en los bolsillos: pintalabios de color salvaje, fiebre pasión y furia de celos; patatas con sabor a barbacoa y regalices rojos enrollados como amarras de barco dentro de una bolsa de plástico; un puñado de botes de esmalte de uñas, aunque esto lo tuvo que hacer rápido y no pudo elegir los colores. Luego dio una vuelta por el mostrador para coger también un quitaesmalte, polvos brillantes para la cara y el cuello, pilas que esperaba que fueran las correctas, unos preciosos rotuladores gruesos y jabones con flores, flores de verdad, que habían metido en el interior no sabía cómo. De golpe recordó que aquello se llamaba «hurto», y se imaginó a sí misma hurtando la tienda completa, todas aquellas chucherías caídas, se imaginó con los bolsillos llenos de tesoros y baratijas: maquinillas de afeitar de color rosa para su pierna quemada y también un llavero que seguro que le iba a gustar a Naomi. Cuando se dio cuenta de que podía robar para otras personas fue como una avalancha: cogió uno de esos huesitos masticables para Toby II y más cosas para Naomi, un oso de peluche y una matrícula en miniatura que decía NAOMI; y tres frascos de perfume con curvas y formas raras talladas en el cristal. Sentía todas aquellas cosas como si fueran órganos humanos en el interior de sus bolsillos. Ya tenía regalos para el Día de la Madre para una década. A su padre le gustaba la electrónica, pero como todo eso estaba en vitrinas cerradas con llave se limitó a coger una resbaladiza revista sobre estéreos y se las arregló para metérsela en una de las botas. Así tal vez se animara a dejarla ir sola en autobús. De pronto se sintió tan sedienta que dio la vuelta a la esquina, abrió el frigorífico y cogió una botella de té helado que tenía buena pinta. Era una botella de TÉ VERDE UNIVERSAL, que, según la etiqueta, tenía efectos beneficiosos para el sistema inmunológico y la piel de Octavia. Nadie la detuvo. Nadie dijo nada. Todo salió a pedir de boca. Todos para una y una para todos.

¿En qué momento comenzaron los problemas? ¿Qué fue lo que sucedió? Había sido muy sencillo robar aquellas cosas y la ladrona se había sentido despreocupada durante aquella aventura. Su piel y su sistema inmunológico estaban perfectamente, y, como es lógico, aquello que ponía en la etiqueta no era más que un fraude. TÉ VERDE UNIVERSAL era en realidad una compañía de refrescos encubierta que hacía agresivas promociones para conseguir cada vez más consumidores jóvenes. Hasta aquel momento de la historia de América no había existido ni una sola persona en la empresa Universal que se hubiese preocupado realmente por el sistema inmunológico de joven alguna, pero la botella que acababa de robar Octavia estaba fría y húmeda a causa de la refrigeración y se le había empezado a escurrir de las manos. Cuando el guardia de seguridad dijo: «Disculpe, señorita», la botella se hizo añicos contra el suelo. Instintivamente Octavia se arrodilló para recoger los trozos de cristal y una de las maquinillas de afeitar se le cayó del bolsillo, después uno de los esmaltes de uñas: en ese momento el guardia se agachó junto a ella. Por un instante creyó que iba a abrazarla. Tendría que haberle dado una patada en las pelotas. El guardia le quitó el abrigo y lo levantó como si fuera a probárselo; cayeron un montón de artículos más sonando contra el suelo, y además descubrió la revista que sobresalía de la caña de su bota. Cogió la revista, la desenrolló y todos los hilos que mantenían suspendido su corazón se cortaron y este se desplomó encima del chocolate que aún se derretía en su estómago. Se había equivocado de revista. No era la revista sobre estéreos, se llamaba Colegialas y en ella salían mujeres con coletas demasiado mayores como para ir al colegio, vestidas con faldas a cuadros, chupando piruletas y con las piernas abiertas. Había coños hasta en la portada. La suave marea de té verde le llegó a Octavia a las rodillas cuando el hombre se inclinó con asco sobre ella.

Tenía que decir algo.

—Yo...

El guardia la agarró del codo y la arrastró por el pasillo hasta una puerta que supuestamente estaba prohibido cruzar. Luego la empujó hasta una habitación en la que había dos chicos con chaleco rojo tomando una sopa que habían recalentado en unas tazas pequeñas. Observaron cómo el guardia la arrastraba y después arrojaba la revista Colegialas sobre la mesa. Miraron la revista, luego a ella, y a continuación se miraron entre sí y sonrieron. El guardia abrió otra puerta con fuerza y empujó a Octavia para que se sentara en una silla que aún estaba caliente. Había un paquete vacío de patatas idénticas a las que ella había cogido, una botella de té frío de melocotón y un puñado de los mismos rotuladores que había robado en una taza con el nombre de la farmacia. Era su silla, la silla del guardia. Ella levantó los ojos hacia las pantallas. Como es lógico, tenían cámaras. Como es lógico, la habían estado observando. No podía creer que no se le hubiera ocurrido antes. Cuando entró por la puerta de la farmacia no había pensado ni por un instante que pudieran descubrirla, y de eso hacía apenas diez minutos. Ahora lo único cierto era que la habían pillado. El guardia cerró de un portazo, y ella oyó que le decía algo a los chicos y que a continuación se alejaba. Octavia se estremeció y notó que tenía seca la garganta. Cogió uno de los rotuladores, se escribió MIERDA en la palma de la mano y después, cansada de mirarla, decidió no llorar. Miró al enorme foco cuadrado que había en el techo y reconsideró la situación. Qué nervios, qué nervios. Se frotó la rodilla y la puerta se abrió de nuevo.

—¿Cómo te llamas? —ladró el guardia. A su lado había un hombre con el pelo grasoso que vestía una camisa blanca.

—Octavia —dijo Octavia.

—¿Octavia qué más?

—Octavia... Needle —agregó. Estaba cansada de inventarse cosas.

—¿Vives cerca?

No contestó. ¿Qué importancia tenía? En las pantallas se veía a uno de los chicos limpiando el desastre que ella había causado.

—Sí, no tengo duda —dijo el tipo de la camisa blanca—. Suele venir con su madre o con su padre, y a veces sola.

Ella tampoco contestó.

—Una chica muy guapa —dijo el tipo de la camisa blanca.

El guardia se agachó y se ajustó el cinturón. Octavia dejó de estrujarse las manos, las bajó y los dos hombres leyeron lo que se había escrito.

—Gwen —dijo entonces Gwen. No podía seguir haciendo eso. Ni siquiera podía explicar por qué se había imaginado a sí misma como Octavia durante la aventura, pero ya no podía continuar haciéndolo. Sus botas ya no hacían que se viera con un aspecto imponente, ni más alta ni más sexi. Su nombre era Gwen y se había metido en un lío.

—Octavia, puedo llamar a la policía o a tus padres —dijo el guardia.

—Hoy es el Día de los Caídos —dijo alguien, alguien que Gwen no alcanzaba a ver, tal vez uno de los chicos con chaleco.

—Tú no te metas en esto —dijo el tipo de la camisa blanca.

—Solo digo que no creo que venga la policía —agregó la persona que se suponía que no tenía que meterse en aquel asunto.

El guardia se ajustó otra vez el cinturón, que era muy ancho, y preguntó:

—Octavia, ¿cuál es el número de teléfono de tus padres?

—Mi padre está en el trabajo —dijo Gwen, pero los hombres apenas la miraron. Hasta el chico que se suponía que no tenía que meterse agachó la cabeza. Sí, era el chico que ella había pensado. Que su padre estuviera en el trabajo no era la respuesta que ellos esperaban.

Se iba a poner a llorar, sí, tan seguro como que tarde o temprano iban a atraparla. Llamaron a su padre, Phil Needle; su padre llamó a su madre; su madre vino y logró sacarla de la farmacia. Todo sucedió tan rápido que los turistas aún seguían riéndose afuera. No eran los mismos de antes pero Gwen estaba segura de que podía reconocerlos. Porque todos, todos y cada uno de los que estaban ahí fuera, eran iguales.

 

 

Phil Needle necesitaba una secretaria. Tenía que terminar la historia de Belly Jefferson. Viajes en tren tenía aceptación, las críticas de Metiendo mano eran buenas, pero esos eran negocios que solo salían una vez. Sus técnicos estaban bien, eran chicos jóvenes que a veces llegaban tarde o se jugaban en un pulso las invitaciones que enviaban los promotores, pero estaban bien. Los corresponsales solo le llamaban cuando no cumplía con los pagos. El doctor Croc estaba bien. Phil Needle se sentía seguro del programa sobre América, o como fuera a llamarse, pero primero tenía que terminar la historia de Belly Jefferson, y para eso necesitaba una secretaria.

La primera secretaria que tuvo tenía una sonrisa sarcástica. Si Phil Needle salía de la oficina y se detenía frente a su escritorio para pedirle cualquier cosa —artículos de papelería, su opinión sobre alguna idea que se le había ocurrido o que le envolviera la mitad del sándwich que le había sobrado—, ella lo hacía, cumplía con todo, pero siempre con una sonrisa que parecía decir que ella lo habría hecho mejor, de modo que a los dos años se esfumó un viernes dejándole una nota que él aún conservaba arrugada en el fondo del cajón:

 

Este trabajo no satisface mis necesidades. A partir de las 17:00 de hoy dimito.

 

Y a modo de firma, al final de la nota había dejado las llaves de la oficina. Al levantarlas, Phil Needle vio que debajo quedaba el contorno de las llaves. La chica había hecho una fotocopia de la nota, probablemente para probar que había dejado las llaves por si alguna vez sucedía algo. Por supuesto, Phil Needle, siguiendo el consejo de Leonard Steed, hizo cambiar la cerradura por si había hecho copia de las llaves antes de fotocopiarlas. No había vuelto a leer la nota pero aún seguía escribiendo mentalmente cartas de respuesta: «Querida Renée, ¿cuáles son tus malditas necesidades?»

La segunda secretaria había enfermado de cáncer; se lo diagnosticaron justo dos semanas después de firmar el contrato. Cumplía con su trabajo siempre que no tuviera que hacerse alguna prueba o un tratamiento o estuviera recuperándose porque le habían hecho alguna prueba o un tratamiento. Allí todos la apoyaban y Phil Needle llegó a llevar un diario en la grabadora: «Historia de Jenna», que por suerte nunca llegó a las manos de la asociación Vida Sana, porque un día su novio vino a recogerla y Phil Needle, al saludarle, le comentó lo contentos que estaban todos en Phil Needle Producciones de que por fin Jenna se estuviera curando, a lo que el tipo le respondió que a qué se refería exactamente, de lo que ya se puede extrapolar el resto de la historia.

La tercera secretaria fue la que entró en el Estudio B cuando Allan estaba descansando de las sesiones nocturnas de edición de la obra que iban a presentar en el aniversario de Sinatra, y masturbándose. A partir de ese día Phil Needle Producciones implantó a rajatabla la política de llamar-antes-de-entrar. Después publicó un anuncio en los medios más importantes que redactó con cierto asesoramiento de Leonard Steed:

 

Compañía dinámica y re-creativa busca personas inteligentes, activas y con criterio para cubrir un puesto de asistente de administración con gran proyección. Satisfaz nuestras necesidades y nosotros satisfaremos las tuyas.

 

A Phil Needle le gustaba cómo había quedado el anuncio, excepto tal vez por la palabra «re-creativa», un término que Leonard Steed solía utilizar pero que por entonces aún no estaba de moda. Su consultora se llama Re-Edison. Diecinueve personas contestaron al anuncio pero solo dos eran mujeres. Phil Needle quería que fuera una chica, una chica joven y agradable que recibiera a la gente que se acercaba a la oficina, como hacía él mismo: con una sonrisa y un guiño cuando estaba de buen humor.

La primera candidata era alcohólica, o al menos fue borracha a la primera entrevista; también a la segunda que Phil Needle programó para darle una segunda oportunidad, porque sabía que no era tan extraño ir borracho a una primera entrevista.

Con el propósito de mostrarse como jefe de una compañía dinámica y re-creativa citó a la segunda candidata, Alma Levine, bien temprano el lunes. Ella sugirió a las once de la mañana. Más tarde le dio vergüenza llamarla de nuevo para decirle que había olvidado que aquel lunes era el Día de los Caídos, de manera que ahora estaba sentado en la oficina escuchando «(Water on a) Drowning Man», una canción de Belly Jefferson que oía en parte para inspirarse pero también porque le apetecía. Belly Jefferson había fallecido en 1970, justo cuando lo acababan de redescubrir, y había dejado una serie de hijos ilegítimos que luego se convirtieron en perfectos y legítimos hombres de negocios que manejaban los derechos de imagen y de cualquier representación que se hiciera de su obra en cualquier medio, porque en aquel momento de la historia de América los herederos podían hacer esas cosas. Ahora estaban interfiriendo con el mismo espíritu rebelde que Phil Needle intentaba personificar.

Phil Needle tenía una idea para un programa de radio. Era una gran idea, una idea como una isla escarpada que se alzaba sobre la superficie del agua mientras el océano entero silbaba sumiso a su alrededor. Iba a ser sobre América y se iba a emitir en todas partes; la gente lo iba a oír en los coches, en las casas y en los ordenadores. El programa —aún no sabía qué nombre ponerle— iba a encarnar el rebelde espíritu americano. Y a Leonard Steed por ahora le gustaba mucho mucho su idea.

Aquel programa estaba escrito en su destino, no tenía duda, pero si quería que el barco llegara a buen puerto necesitaba encontrar una historia típicamente americana que lo hiciera zarpar en el océano de la radio. Una versión resumida sería decir que Phil Needle tenía que producir un episodio piloto para presentarle oficialmente el programa a Leonard Steed. Steed se lo había aconsejado como consultor y como socio de producción. Phil Needle Producciones no solo estaba obligada por contrato a dividir sus ganancias con Leonard Steed, sino que además había contratado a Leonard Steed como consultor a través de Re-Edison. El programa iba a requerir una gran inversión pero Phil Needle creía que iba a poder amortizar esa suma con las ganancias del propio programa, aunque para ganar esa suma primero tenía que conseguir la historia, una historia que se podría llamar «Belly Jefferson, un “algo” americano».

Phil Needle aún no le había dicho a Leonard Steed que el programa iba a ser sobre Belly Jefferson. Phil Needle no dejaba de pensar en el día en que iba a coger un vuelo a Los Ángeles, atravesar el vestíbulo del Edificio Steed, pasar de largo frente a la desmotadora de algodón, subir en el ascensor hasta la oficina de Leonard, sentarse frente a él y hacerle escuchar el episodio piloto que él, Phil Needle, habría producido sobre el cantante del «Blues de la desmotadora». Por lo general Leonard Steed era el rebelde de su oficina. Ese día iba a ser él, Phil Needle. Tal vez, gracias a eso, en unos meses iba a dejar de sentir que su nuevo apartamento, con aquella vista panorámica del puente y del mar que se suponía que tenía que inspirarle, estaba tan por encima de sus posibilidades que le provocaba dolores de estómago. Estaba seguro de que ese día podía llegar, pero para que llegara primero tenía que limpiar su mesa de todos aquellos papelitos amontonados, y para limpiar su mesa necesitaba una secretaria, de manera que no era absurdo considerar que quien entrase por esa puerta a las once en punto lo iba a hacer también en su destino. La observó mientras pasaba frente al escritorio que ocuparía si le daba el trabajo y llamaba a la puerta abierta de su oficina.

—Toc toc —dijo. Era guapa, con zapatos a la moda y una blusa bastante bonita—. ¿Es usted Phil Needle?

—Sí —contestó él bajando el volumen de la música.

—Mi nombre es Alma Levine, vengo por la entrevista.

—Claro —dijo Phil Needle, y se apresuró a apartar los papeles que estaban sobre su mesa para apoyar el currículum mientras ella tomaba asiento. Tenía dos páginas borrosas pero la segunda parecía una lista de aficiones. Tal vez tenía ese aspecto porque él había configurado mal la impresora, un aparato que esperaba no tener que volver a utilizar desde el instante en que consiguiera una nueva secretaria. Ella sería la que se encargara de imprimir sus cosas.

—¿Su nombre es Alma? —preguntó él.

—Sí, Alma, en español significa «espíritu» pero en hebreo «virgen» —dijo Alma Levine por millonésima vez en su vida.

Phil Needle parpadeó.

—¿Virgen?

—No es asunto suyo —dijo Alma Levine repitiendo por enésima vez el mismo chiste—. La verdad es que a mí tampoco me gusta. Todo el mundo me llama por mi apellido: Levine.

—Levine.

—Exacto.

De la cremallera de su bolso sobresalía el borde de una revista enrollada, y Phil Needle se preguntó qué tipo de revistas leía cuando viajaba en tranvía. Pero ya había planeado cuál iba a ser la primera pregunta.

—Esto está muy tranquilo.

—Es fiesta —contestó Phil Needle.

—Cuando programó la entrevista, olvidó que era el Día de los Caídos, ¿verdad? —preguntó ella—. Me pareció que no se había dado cuenta.

Phil Needle echó un vistazo a la lista de aficiones de Alma Levine para tapar con el currículum la cara de Belly Jefferson. Era mejor no pensar en su destino por ahora.

—Sí —contestó con más aspereza de la que le hubiera gustado.

Ella lo miró frunciendo el ceño, pero con una mirada compasiva, como si él se hubiera manchado la camisa y ella tuviera que limpiársela.

—Usted es el jefe —dijo ella—, no es su obligación llevar la agenda.

—Es cierto —contestó Phil Needle mientras repasaba su mesa lentamente con asombro. Había preparado una lista con preguntas pero ahora no era capaz de encontrarla; frente a él solo tenía otra lista, la de una reunión con Leonard Steed en la que había anotado varias ideas. Eso demostraba que él tenía razón—. Y llevar la agenda no es ni la mitad de todo lo que tengo que hacer..., no es ni por asomo la mitad. Hay que hacer tareas administrativas, atender las llamadas, contestar el correo, organizar a los técnicos... Tenemos tres técnicos: Allan, Ezra (lo llamamos EZ) y Barry. Pero eso tampoco es ni la mitad de mi trabajo.

—¿El correo y esas cosas?

—Claro... no es ni siquiera la mitad —repitió Phil Needle. Se suponía que la primera pregunta iba a ser sobre la experiencia más inolvidable que la aspirante había tenido en su vida, pero se habían desviado y ya estaban hablando del trabajo. La conversación que se suponía que tenían que tener era sobre algo relevante y, sin embargo, había perdido tanto el norte que Phil Needle se sintió mareado por un instante—. Si le doy el trabajo tendrá que pensar que es usted como un trampolín o una especie de sombra, necesitaré que esté siempre a mi lado. —Se detuvo porque le pareció que había dicho algo extraño, pero Alma Levine afirmó con la cabeza sin rastro de sarcasmo. Querida Renée, mira la expresión de esta chica: así es como se debe asentir ante un jefe.

Phil Needle juntó las manos como en un aplauso y a continuación se las restregó, el reflejo de su anillo de casado era como una pequeña ola que se extendía por la habitación.

—Cuénteme algo sobre usted.

Hubo una pausa en la que Phil Needle pensó: «Seguro que va a decir ¿qué quiere saber?».

—Me gradué hace dos años —contestó—. Soy licenciada en Filosofía. Asistí a tantas clases de ética que me terminó cansando, ya no me interesa. Justo cuando acabé la universidad conocí a un chico, Ray Droke.

—¿Ray Droke?

—Sí, ¿por qué? ¿Lo conoce?

—No.

—Tiene una agencia de marketing: Ray Droke Marketing. Entré como secretaria en cuanto montó la oficina pero dimití hace algunos meses.

—¿Por qué dimitió?

Levine se quedó callada, suspiró y luego volvió a quedarse en silencio.

—Tuve un problema con el jefe.

Probablemente aquello era lo peor que se podía decir en una entrevista de trabajo. Phil Needle bajó la mirada hacia el currículum y vio que Ray Droke figuraba como referencia. Debajo había otra cosa que no debería haber quedado a la vista: las invitaciones a la barbacoa que Marina y él estaban organizando para el Cuatro de Julio. Todos los años organizaban una, y aquel año, como no tenía secretaria, se suponía que Phil Needle tenía que revisar las invitaciones antes de que Marina las llevara a la imprenta, pero como no había tenido tiempo nadie se había dado cuenta de que en las invitaciones no aparecía Gwen. Por lo general iban firmadas como «Los Needle», y debajo: «Phil, Marina y Gwen», pero ahora solo aparecían «Phil, Marina y nada», nada de hijas, como si no hubiera ninguna. Sonó el teléfono.

—¿Sí?

—Hola, sí, ¿puedo hablar con Phil Needle, por favor? —dijo la voz de un hombre desde una habitación ruidosa.

—Soy Phil Needle —contestó, y miró a Alma Levine. Ella señaló hacia la puerta con la cabeza. Phil Needle le contestó con un silencioso: «No, no se retire».

—Le llamo por su hija Octavia, señor. La hemos sorprendido cometiendo un hurto. Aún no hemos decidido si presentaremos cargos.

—Debe de haber algún error —dijo Phil Needle con severidad, y asintió hacia Levine.

—No hay ningún error, señor Needle —dijo el encargado de la tienda—. Soy el director, la pillamos con las manos en la masa. Mire, señor, yo también tengo una hija, por eso he preferido llamarle.

—Pero mi hija no se llama Octavia —contestó Phil Needle. Ya no había manera de que aquello sonara como una conversación importante y profesional.

—¿Tiene una hija de once o doce años?

—De catorce —aclaró.

Comenzaba a sentirse un poco irritado con Gwen. Escuchó que alguien preguntaba en aquella habitación ruidosa: «¿De verdad te llamas Octavia?», y, en aquel momento exacto de la historia de América, Phil Needle supo con certeza que su hija había robado. De repente sintió que las lentillas se le secaban y endurecían. Le dio las gracias al encargado. Se disculpó. Dijo que irían a buscarla, que apreciaba su amabilidad. Estuvo de acuerdo en que las hijas son problemáticas. Sí, como mucho veinte minutos. Tenía que llamar a la madre de Gwen. Porque su verdadero nombre era Gwen. Dígaselo, mejor no le diga nada. Muchas gracias. Hasta pronto.

—Tengo que interrumpir la entrevista —dijo Phil Needle—. Mi hija...

—Sí, lo he oído. Lo siento mucho.

Aquello sonó como si Gwen estuviera muerta, pero seguramente Alma Levine no opinaba lo mismo.

—La sorprendieron robando —dijo Phil Needle, y pensó que tal vez aquello se podía incorporar a la entrevista—. ¿Qué piensa de la gente que roba?

—Pienso que está mal —contestó Levine sin expresión.

No podía contradecirle: robar estaba mal. Si te pillaban, te denunciaban o llamaban a tu padre. Phil Needle la miró e intentó comenzar de nuevo. Necesitaba una secretaria y tenía una enfrente. A lo mejor no había tenido un problema con su jefe. Es verdad que ella lo había dicho, sí, pero su hija había dicho que se llamaba Octavia. La gente decía cosas solo por decir algo.

—Efectivamente, está mal —dijo Phil Needle, y decidió contratar a Alma Levine—. Empieza mañana, empezamos mañana. —Y el barco de su mente zarpó hacia la conversación que debía tener con su mujer y su hija en el salón del apartamento que muy pronto iba a poder pagar. Decidió que compraría algo para comer, así podrían picar mientras discutían el asunto (lo de que robara cosas), tal vez unas magdalenas. Rápidamente escribió MAGDALENAS en la parte de atrás de una de las invitaciones a la barbacoa en letras tan grandes que Alma Levine bajó la vista y las leyó. Él le dio la vuelta a la tarjeta y se imaginó en el horizonte la barbacoa del Cuatro de Julio, fecha en la que, si todo iba bien, él estaría celebrando su éxito y su espíritu rebelde. De modo que robando cosas. Eso estaba mal. Levantó el teléfono.

—Dígame —contestó su nueva secretaria.

 

 

Cuando Gwen nació, Phil Needle plantó un árbol. Lo hizo en la antigua casa, en Sunset, y aunque la chica de la guardería le dijo que era una especie autóctona que iba a crecer muy bien en su jardín, el árbol murió cuando Gwen cumplió cinco años. Marina y él decidieron reemplazarlo en secreto para que la niña no llorara. Desenterrar un árbol en mitad de la noche, dejando apenas un tocón, y apoyar a su lado otro árbol sano con las raíces dentro de una bolsa era lo que Phil Needle consideraba ser un buen padre. Se trataba de cuidar de algo, de desenterrarlo y arreglarlo sin que el otro se diera cuenta cambiándolo por algo idéntico a lo que se había estropeado. Phil Needle no tenía idea de por qué no había funcionado, pero le dio igual: a la mierda el árbol.

Entró al salón con la camisa abierta y dos magdalenas en la mano. Marina y Gwen estaban en silencio cada una en un sofá, Gwen con las piernas apoyadas en la mesita y Marina con un pequeño cojín en el regazo. Toby II estaba acurrucado en el suelo. Todos miraron las magdalenas. Phil Needle cogió aire y antes de soltarlo ya se dio cuenta de que lo estaba haciendo todo mal.

—¿Por qué lo has hecho? —le preguntó—. ¿Por qué has robado? ¿Es cierto?

—Vaya si lo ha hecho —dijo Marina—. La han pillado con las manos en la masa. No te creerías todo lo que llevaba en los bolsillos.

—Así que es cierto —dijo Phil Needle perdiendo protagonismo.

Gwen se encogió de hombros.

—Sí —contestó—, pero no sé por qué lo hice, papá. Creo que solo estaba... No sabía qué hacer.

—Le dije que llamara a alguna amiga, que yo la acercaba a su casa —agregó Marina—. También le dije que fuera a dar un paseo al embarcadero.

Gwen miró a su madre como si fuera a gruñir y Phil Needle sintió que no sabía cómo afrontar la situación. Se habían mudado de Sunset y se habían instalado en aquel apartamento, con vistas al mar y al embarcadero, rodeados de turistas y de gente que patinaba sonriente precisamente para que Gwen pudiera salir. Al final de la calle, por ejemplo, había una tienda con productos ecológicos; ella podría aprender a cocinar y sorprenderlo cuando regresara a casa con algún plato de algún programa de la tele mientras, para variar, Marina ponía la mesa. En el edificio había un gimnasio que podía usar cuando quisiera y además, por supuesto, todos los días la llevaban al colegio. La idea era que jamás tuviera que coger el autobús. Justo lo contrario de lo que sucedía en Sunset, donde todos los días tenía que esperarlo en medio de la niebla y luego viajar aplastada entre personas cargadas con bolsas de col china. ¿Por qué a Gwen no le gustaba el plan? Se dio cuenta de que se estaba moviendo, si la miraba con atención veía que sus hombros temblaban como si se hubiera tomado una taza de café de más. Intentó recordar la primera vez que vio a Gwen tan enfadada; parecía a punto de llorar, con aquella furiosa intensidad que la asaltaba cuando él no la estaba mirando.

—Entiendo que puedas estar aburrida —probó—, pero robar está mal.

—Ya sé que está mal —contestó Gwen como si aquello hubiera sucedido hace siglos—, no lo había hecho nunca antes.

¿Cómo se hacía eso?

—Y a las clases de natación —dijo Marina.

—Para ir al colegio y a las clases de natación —resumió Phil Needle, pero Gwen ya se había puesto de pie y se restregaba los ojos llorosos con la mano en la que se había escrito MIERDA.

—¡Lo sabía! —gritó Gwen mientras se marchaba echando humo por las orejas—. Sabía que ibas a ponerte de su lado. —Realmente echaba humo mientras atravesaba la cocina hacia el baño que no le gustaba a nadie pero que todos usaban.

Marina arrojó el cojín que tenía sobre el regazo, se inclinó y se metió una magdalena casi entera en la boca. Él no había pensado que una de esas magdalenas fuera para ella. Él había comprado una para él y otra para Gwen, porque Marina estaba a régimen para llegar delgada al día de la barbacoa.

—¿Qué? —preguntó Phil Needle cuando vio que los labios de su mujer se movían—. ¿Qué has dicho?

Marina sacudió la cabeza con la boca llena.

—Les dio otro nombre en la farmacia, ¿verdad? «Octavia». Bueno, supongo que intentó cualquier cosa con tal de que no la pillaran.

—Ya la habían pillado —contestó Marina—. Mira la revista. —Buscó algo detrás de uno de los cojines del sofá, no el que había tenido encima, y arrojó la revista sobre la mesita, que chocó contra la caja de magdalenas. Colegialas.

—Lo hace para impresionarnos —dijo Phil Needle. No podía apartar la mirada de la chica de la portada. Tuvo la vaga sensación de que esas chicas no podían hacer eso, abrirse tanto, o al menos no en la portada. Una tenía una mano entre las piernas pero no para cubrirse sino para abrirse todavía más. Parecía que estuviera mostrando exactamente el lugar en el que sentía un dolor. Se arriesgó a decir—: Quiero decir que a Gwen no le van las colegialas porque ella es una colegiala. Si quisiera ver colegialas desnudas le bastaría con ducharse en el colegio o pedírselo a Naomi.

—¿A Naomi? —Gwen tenía una amiga, Naomi, que siempre andaba dando vueltas por el apartamento mirándolo todo como si fuera haciendo una lista detallada—. ¿Crees que Naomi está metida en esto? —dijo Marina dándole vueltas al asunto—. Nunca me gustó cómo nos mira esa chica.

—No, no... Lo que quiero decir es que Gwen no robó esa revista para mirarla.

—Y tampoco para impresionarnos. No sabía que la iban a atrapar. La robó. Eso es lo impresionante.

—Tal vez estaba intentando robar otra revista —dijo él débilmente, y Marina lo miró hasta que él se puso a pensar en otra cosa—. ¿Por qué la tienes? ¿Cómo la has conseguido?

—Gwen la robó.

—Pero ¿por qué está aquí?

—Porque he pagado por ella.

—¿Y para qué la quieres?

Marina lamió la última gota de glaseado que quedaba en el envoltorio de la magdalena y después miró a Phil Needle con violencia.

—No puedo creer lo que acabo de hacer. No puedo creer que hayas traído estas malditas magdalenas. —Marina se tumbó sobre el sofá y se agarró la tripa con las dos manos por encima de la camiseta—. Porque quería enseñártela.

—No era necesario que me la enseñaras —dijo Phil Needle irritado—. Ya sé qué aspecto tienen las colegialas desnudas.

Pensó en lo que acaba de decir y sonrió a Marina, que seguía en aquella espantosa pose en el sofá. Ella también comenzó a reír y los dos se encogieron de hombros en señal de que algo había terminado, aunque Phil Needle jamás habría podido decir de qué se trataba.

—¿De verdad crees que ha sido un hecho aislado? —le preguntó su mujer.

Phil Needle desvió la mirada y se distrajo al ver su propia cara en una de las fotografías que había sobre el piano, junto a otras de su hambrienta esposa y de la pequeña ladrona que habían concebido juntos. No lograba oír si Gwen seguía llorando al final del pasillo.

—La que parece aislada es ella —dijo por fin, y se puso de pie sin su magdalena y sin su mujer.

Cruzó la cocina, pasó de largo frente al despacho y el cuarto en el que Marina pintaba y caminó más despacio hacia la puerta del baño. Lo hizo de puntillas sobre la moqueta, pero aun así no logró oír nada cuando se detuvo frente a la puerta. Podría haber golpeado o haberla abierto sin más y haber intentado abrazar a su hija en aquel pequeño cuarto de baño para que se sintiera mejor. Seguro que estaba llorando con la cara hundida en las toallas húmedas. Podría haber acomodado, una vez más, su mechón de pelo detrás de la oreja, pero lo que tenía que hacer era decidir un castigo. Iba a estar castigada y, seguramente, le odiaría por ello. De manera que Phil Needle se alejó y se detuvo un minuto frente a la puerta del despacho mirando la proyección del falso árbol que se movía detrás de la falsa ventana y luego el escritorio en el que estaba la última de las invitaciones. Del otro lado de aquella pared estaba Gwen, furiosa y con furiosas palabras escritas en la mano, aunque por supuesto Phil Needle no sabía, no podía saber, la violencia que asomaba por el horizonte, la sangre que se iba a derramar y el daño que iban a sufrir algunos ciudadanos. Aun así, si se lo hubieran dicho en ese momento, tal vez no se hubiera sorprendido. Lo que sentía es que todo aquello lo había pillado por sorpresa. Se había apresurado para llegar casa y hacerse cargo de la urgencia del problema pero luego no había logrado aportar nada útil, lo único que se le había ocurrido era comprar magdalenas. No había dicho nada. Había arruinado el régimen de su mujer. Estaba solo en la habitación hundiéndose en el viejo sofá con la mirada fija en una ventana irreal. No era más que un marinero de agua dulce, no era un hombre de mar ni siquiera en su propia casa, y su hija, su niña, estaba echando humo en la habitación de al lado, trastornada, a la deriva y castigada sin salir.

 

 

 

 

1 En Estados Unidos el Día los Caídos se celebra el último lunes de mayo y el Día de la Independencia, el 4 de julio. (N. de los T.)