UNA BIOGRAFÍA REVISADA
Primera edición: febrero de 2011
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© de la presente edición, 2011, Editorial Alrevés, S.L.
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Nota para la última edición: Dos casas y un amigo
Preliminar de Sergio Ramírez
Prólogo
Capítulo 1
1914-1939
El porqué de un nacimiento belga.
Banfield: el reino de un niño.
Buenos Aires. La Escuela Normal Mariano Acosta.
El poeta esteticista.
Bolívar, la docencia y Madame Duprat.
Capítulo 2
1939-1953
Chivilcoy. El provincianismo.
Profesor universitario sin título. El peronismo.
Regreso a Buenos Aires. Aurora Bernárdez.
Bestiario. El hombre interior.
El sueño de París. 10, rue de Gentilly (13°).
Capítulo 3
1953-1963
Poe. Estadía en Roma.
La vuelta a París. Nuevos cuentos.
Traductor en la UNESCO. «El perseguidor».
Primera novela publicada. Los premios.
Rayuela: el reconocimiento de ambos lados.
Capítulo 4
1963-1976
El hombre exterior.
Cuentos, misceláneas y divertimentos.
62. Modelo para armar.
El «Cono Sur».
Capítulo 5
1976-1982
Argentina: «Persona non grata».
Libro de Manuel.
Viajes y apoyos a la causa sandinista.
Octaedro.
Carol Dunlop y la rue Martel.
Capítulo 6
1982-1984
Deshoras.
Último viaje a la Argentina.
Montparnasse, 1984. El porqué de una
muerte francesa.
Epílogo
Cronología
Bibliografía de Julio Cortázar
Bibliografía referencial
Tomo el métro en la estación de la Cité internationale universitaire de Paris, la CiuP. Miro el plano y compruebo que el transbordo es en Denfert-Rochereau, y de ahí, en sentido Aéroport Charles de Gaulle, tendré que apearme en Sévres-Lecourbe. He decidido usarlo, en lugar de ir andando, para así apurar y seguir la final del Roland Garros en el televisor de uno de los salones del Colegio de España, donde resido desde hace algunos días. Ha llovido, con viento (he visto muchas hojas de castaño a través de la verja del Parc Montsouris, varios cuervos picoteándolas, dos urracas al acecho), y ha descendido un poco la temperatura. Me fijo en la gente, se nota que es domingo. El peso existencial, insoportable, lacerante, del domingo por la tarde sé que aquí es el mismo que en cualquier otra ciudad del mundo (incluida la mía), o eso me parece. El tren avanza, los rodamientos a veces chillan en las vías de acero, comienza a frenar, se detiene, entran y salen personas del vagón, negros, blancos, dos jóvenes con rasgos asiáticos y con los flequillos muy lisos peinados hacia la frente, cubriéndoles casi los ojos. En Pasteur, sube una mujer de mediana edad con un carrito de la compra, del que extrae un micrófono. Al instante conecta un amplificador que lleva dentro y comienza a cantar de una manera lamentable. No reconozco la melodía nostálgica, pero se me antoja que debe de ser de Edith Piaf.
En Lecourbe hay brocante en ambos lados. Como es pronto, recorro el derecho y luego el izquierdo. Me paro en un puesto donde descubro dos cerditos de hierro forjado, esas tradicionales huchas de la Francia de posguerra que no sé por qué me remiten, igual que otros objetos (un viejo rompecabezas con el dibujo de las colonias francófonas de África, un parchís de madera desgastada, un bote de tabaco de pipa Caporal), a películas de mi infancia, como La guerra de los botones o Juegos prohibidos. El vendedor, que pide por cada uno de los cerditos veinticinco euros, se empeña en explicarme que, con un destornillador, se pueden desmontar las dos piezas para recuperar el dinero ahorrado. Le respondo que sí, que lo sé, pero él vuelve a decirme que ahí es donde hay que meter la punta del destornillador, y me fijo en su uña larga que roza la ranura pintada (como el resto del cerdito) de color ocre. No me gusta regatear, e ignoro cómo hacerlo con mi francés de superviviente, además de que leí en un libro de Barbara Hodgson que, en los puestos de brocante y de puces de París (prefiero el de compra y venta de Vanves al más selectivo de Saint-Ouen), si el vendedor te tipifica en la categoría de listillo, corres el riesgo de que se niegue muy dignamente a partir de ese momento a continuar tratando el tema. Me decido por fin y adquiero los dos cerditos. Después de todo, casi sin intercambiar palabra, el hombre me los ha dejado por treinta euros. Como un gesto de deferencia me los ha envuelto —lo normal en estos reinos— en una manoseada hoja de papel de periódico. Se lo agradezco, me los guardo en mi macuto y me dirijo hacia Cambronne.
Lecourbe y Cambronne, y a ellas vengo esporádicamente desde hace ya más de diez años, son dos calles que me atrapan. En especial en su cruce, donde por las mañanas, aun en domingo pero nunca en festivo, abren sus puertas varias pescaderías, puestos de carne de vaca y de caballo, pastelerías de escaparates estrechos, mostradores japoneses con sushi para llevar, urnas con comida también preparada (poulet au basilic, boulettes de porc, boeuf aux oignons), una floristería que muestra en su entrada margaritas y rosas y altas plantas de adelfa en macetas (¿les resultará exótica la adelfa en París?). Este es un punto de alfiler, permítaseme la metáfora, alegre y bastante luminoso del mapa de esta ciudad. Sé que este paisaje ya pertenece a Julio Cortázar, por eso recalé en aquella inicial ocasión en esta zona. Sé que esta cartografía ya forma parte de su mundo interior y exterior, de su cotidianidad, porque son las aceras, las calzadas, los balcones, los árboles, el espacio por el que él transitaba a diario, ese espacio que él compartió mientras vivió con Aurora Bernárdez en la place du Général Beuret (placita más bien, placita deliciosa), que se encuentra exactamente a una manzana de esa intersección que señalo con el dedo. Aurora fue su primera mujer y esta casa fue la «primera» que tuvo Cortázar en París.
Ayer fui por su última, en la rue Martel, en la que vivió con su segunda mujer, Carol Dunlop. Opté por ir caminando desde la CiuP, con un tirón de sus buenos seis u ocho kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, trayecto que podría haber acortado alguien que no fuese yo, siempre proclive a hallar excusas para un desvío imprevisto y así localizar un león de bronce devorando un pie humano (obra de Henri Jacquemont, en el Jardin des Plantes), un angelote enorme en una fachada de edificio (rue de Turbigo) o el árbol más viejo de París (una falsa acacia de principios del siglo XVII, en el square René-Viviani). Pasas del distrito catorce al diez, cambias de la rive gauche a la rive droite. Establecí el itinerario yendo a la búsqueda del boulevard St. Michel y luego el de Sébastopol. Aquí decidí, en vez de zigzaguear a partir de Poissonnière o de Château d’Eau, continuar por la rue du Faubourg St. Denis (donde ya quedan atrás los modestos y abundantes comercios dedicados a trajes de novia, en su tramo de la rue St. Denis) y doblar por la rue des Petites Écuries, que, como Martel, contrasta mucho en descompresión de bullicio con el faubourg.
El faubourg también pertenece a Cortázar. Es una calle confusa que me atrae por eso mismo, muy viva, con coches aparcados a uno de sus lados y furgonetas de carga y descarga que maniobran e interrumpen el tráfico, acción que no angustia lo más mínimo a sus conductores. Una calle popular teñida con una cuota justa de turbidez (la dosis precisa para no resultar incómoda), con reducidos y agrupados establecimientos de comida turca, tintorerías donde los clientes esperan sentados en la repisa, pollerías muy iluminadas por tubos de neón cuyo tono vira suavemente al violeta, tiendas de materiales de confección (¿quién compra hoy en día una máquina de coser?), una brasserie donde un tipo grueso bebe vino sin quitarte el ojo por pura distracción, y el passage Brady, que huele a especias (curri, comino, cúrcuma), apenas penetras en él y lo atraviesas esquivando las mesas y las sillas de la gente que come a las doce y cuarto del mediodía chana masala con arroz o pollo tandoori. Hay algunos bares que se pierden tras parabanes de aglomerado, alargadas tiendas regentadas por jóvenes chinos o magrebíes donde puedes comprar algo de fruta y agua mineral Chantereine y quizá un trozo de chebakia o pastas de almendra y nueces.
Nunca había accedido por esta zona hasta la rue Martel, que es una calle absolutamente tranquila y sin comercios, aunque sí la conocía. Ayer me dejé llevar bajo la finísima lluvia y de golpe supe que había dado con ella porque divisé el bistrot de la esquina. La vez en que vine a la rue Martel en ¿1999?, cuando preparaba la primera edición de este libro, llovía también. Era de noche, el portalón estaba cerrado y nada en la fachada indicaba que en él hubiese residido Julio Cortázar los últimos años de su vida. Eso ha cambiado. Ahora, desde dos meses atrás, hay un elemento externo que marca lo contrario. Han colocado, tal como les gusta a los franceses, una placa de piedra a la derecha de la puerta según se sale y a más de dos metros del suelo, obstáculo que no habría impedido que Cortázar la alcanzara con la mano si hubiese querido tocar su nombre. Es bonito que este recordatorio se haya concretado a petición del vecindario (sé que ha sido a iniciativa expresa de la persona que adquirió el departamento, si bien ella ignoraba inicialmente que hubiera sido vivienda del escritor, del mismo modo que me consta que la idea primaria era la de rotular el nombre de la calle con el de Julio Cortázar, pero eso ya era un exceso para las autoridades municipales), que se haya puesto este recordatorio por el que se deja constancia de que en la escalera C, en su cuarta altura, derecha, vivió el escritor argentino (pero naturalisé français) y autor de «Marelle», Rayuela.
Entre los espacios de la place du Général Beuret y el de la rue Martel hubo otras viviendas y otros amigos. Uno de ellos, uno muy importante y que lo fue durante casi treinta años, es Julio Silva, pintor y escultor argentino, y en su casa del distrito catorce, que he visitado esta mañana, pasó muchas horas Cortázar entre las máscaras de madera que abundan en sus paredes y aquella complicidad permanente que siempre se dio entre los dos Julios. No se encuentra lejos de la CiuP, en el mismo Boulevard, aunque este cambia su apelativo de Jourdan a Brune a partir justamente de la avenue du Général Leclerc. He recorrido en paralelo parte del recinto arbolado y tan grato de la CiuP, pues quería fotografiar la Maison d’Argentine (por cierto, por Alejandra H. Birgin, directora de la Maison, vi la semana pasada la habitación en la que se instaló el escritor y la carta peticionaria remitida desde Buenos Aires por la que solicitaba hospedaje el 10 de agosto de 1951; también hay desde hace unos años una placa en la puerta número 40), y luego he salido al Boulevard.
Más o menos a los dos kilómetros y medio —a unos veinticinco minutos desde el Colegio de España— he llegado a mi destino y he pulsado el código en el panel del portal. Mientras reconocía una de sus esculturas ubicada en el jardín posterior del edificio (las esculturas de Silva son muy reconocibles, estilísticamente), he oído su voz por el interfono recordándome que era el piso tercero. Allí, en el rellano, me ha recibido. Lo ha hecho sin protocolos ni ceremonias, igual que si hubiésemos estado charlando apenas hacía una hora. Eso, creo, es un rasgo muy de Julio Silva (cabello largo blanco y barba blanca, polo de manga corta oscuro y pantalón ancho oscuro), esa naturalidad, esa ausencia de convencionalismos. Con él siempre he percibido ese efecto, sea por teléfono, por correo electrónico o sea como hoy en persona. Nos hemos sentado en sendas sillas en el nivel medio de la casa, dado que hay otra altura y una más abajo. Es el atelier en el que trabaja, en general hacia la madrugada, sintiéndose fresco, iniciático, en ese lapso aún de quietud en el que la ciudad duerme.
Hemos hablado sin rumbo (de la exposición de Lucian Freud, en el Pompidou, o de la de Edvard Munch, en la Pinacothèque, de su casita en Grecia, de cuando vino a París en el año 1955 y de lo pobre que le pareció en contraste con Buenos Aires, de lo duro que fue al principio, aunque a la vez tan compensable porque uno podía encontrarse en un café y dirigirle la palabra, pongamos por caso, a Samuel Beckett o a André Breton), pero, claro, en seguida la conversación ha derivado hacia Julio Cortázar. En este breve prólogo solo quiero destacar una frase de Silva que implica al escritor, frase que ha dicho sin ninguna afectación, pero con la tristeza de quien se acuerda del amigo, ya que resume al máximo lo que Julio Cortázar (el autor y el hombre) fue para la mayoría de las personas que lo conocieron: «Julio vivió discretamente y murió discretamente».
Cuatro ediciones preceden a la que el lector tiene en sus manos. La primera la publicó la IAM, de Valencia, la cual se agotó en menos de un año, y, por ese motivo, se reeditó en Barcelona (segunda y tercera ediciones, con la editorial Ronsel, 2003 y 2004) y simultáneamente en la traducción rusa de Alina Borisova para la editorial Azbooka (San Petersburgo). En esta nueva edición he revisado todo lo revisable, lo que he interpretado revisable, y he añadido otros datos, a los que en este instante sumo, por ejemplo, que Julio Cortázar era un buen jugador de ping-pong, o que lo primero con lo que se topaba al despertarse y mirar desde su habitación de la Maison d’Argentine era un centenario ciprés azul de Arizona, que aún existe.
De otro lado, hay que destacar que el escritor argentino continúa, como un clásico que es ya de la literatura, generando noticias (en 2008, un libro suyo con firma de dedicatoria se vendía a ocho mil quinientos euros en un mercado de anticuarios en París). Su obra (la que él no publicó mientras vivía) y su vida (las cartas que se están rescatando, ninguna de ellas publicada mientras él vivía) siguen ensanchándose, extendiéndose. Pero considero que en algún momento hay que detenerse en una investigación, en un viaje especulativo, y yo lo hago con esta nota que redacto esta tarde que todavía es de primavera. Lo hago mientras observo altos árboles (castaños, plátanos, un févier d’Amerique: si no fuese por el pabellón franco-británico, que la tapan, asomándome hacia mi derecha, podría distinguir una auténtica secuoya) de más de treinta metros de altura y cuyas ramas casi entran por la ventana de este quinto piso de mi habitación que es un torreón. Veo jóvenes que juegan a bádminton, otros que lanzan un frisbee que sobrevuela ingrávido y a cámara lenta por encima del césped y de las cabezas de otros jóvenes que comen sándwiches y ríen, escuchan música con auriculares, escriben mensajes en sus teléfonos móviles, o veo simplemente un trozo de cielo que amenaza (deliciosa amenaza) lluvia para dentro de un rato.
Subrayo que mantengo mi reconocimiento y gratitud a quienes me han ayudado (editores, escritores, amigos y lectores) desde el estreno ya lejano de esta aventura que me ha ocupado años y, con certeza, me ha concedido significativas y, a veces, extrañas satisfacciones.
M. H.
Colegio de España, CiuP.
París, junio de 2010
Para los escritores de mi generación en América Latina, la década de los sesenta abrió más de una perspectiva, porque fue una década de retos, desafíos e interrogantes como ninguna otra del siglo xx. Entrar en el universo de la escritura precisaba de héroes literarios, como siempre ha ocurrido, y de iconos envejecidos a los que destronar, como siempre ha ocurrido también. Pero más allá de ese ámbito de preferencias y rechazos en la literatura, campeaba la rebeldía frente al orden establecido y frente a los modos imperantes de vida, y el hecho de escribir no se separaba de la idea de acción para trastocar el mundo. Es obvio que teníamos muy de frente a nosotros la realidad de nuestros países marginados donde todo estaba por cambiar, pero aspirábamos no sólo a un cambio de la realidad, sino también de todos aquellos usos de conducta social e individual que eran parte de la realidad de miseria y atraso. Un solo frente de rebeldía.
Los sesenta fueron vertiginosos. Los roaring twenties se le quedaron cortos. La muerte del Che Guevara en Bolivia en 1967 le dio un resplandor ético a la ansiedad por un mundo nuevo que debía levantarse sobre los escombros del otro del que creíamos despedirnos porque los Beatles le habían puesto la primera carga de dinamita a la aparición de su primer álbum en 1962. Ese mismo mundo nuevo abierto en el horizonte al que Julio Cortázar venía a dar las reglas de juego con la publicación de Rayuela un año después, en 1963. Esas reglas consistían, antes que nada, en no aceptar ninguno de los preceptos de lo establecido, y poner al mundo patas arriba de la manera más irreverente posible, y sin ninguna clase de escrúpulos o concesiones.
Hablando con la nostalgia de toda edad pasada que siempre fue mejor, diría que entonces las causas, aquellas por las que manifestarse y luchar, eran reales, podían tocarse con la mano. Se vivía en una atmósfera radical, en el mejor sentido de la palabra, un radicalismo implacable que compartían viejos como Bertrand Russell, y del que es heredero hoy día José Saramago. Los principios eran entonces letra viva y no como hoy, reliquias a exhumar. La palabra «causa» tenía un aura sagrada.
No es que no existan hoy las causas. Pero siento que las causas capaces de convocar a la juventud tienen un carácter más virtual, y son representaciones un tanto abstractas, como la globalización, por ejemplo. No es tan fácil luchar contra los ajustes monetarios y los dogmas de la privatización, o contra el envenenamiento del medio ambiente, porque se trata de blancos demasiado borrosos. En los sesenta estaba de por medio la lucha por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos, la guerra de Vietnam, las dictaduras en Grecia, en América Latina, o en España y Portugal. Un solo gran concierto de rock como el de Woodstock podía interpretar toda esa rebeldía espiritual. Y aun el envejecimiento de las universidades, que se habían vuelto momias crepusculares, era una causa por la que salir a las calles.
Las jornadas de rebeldía en las calles de París en la primavera de 1968, y la masacre de estudiantes en la plaza de Tlatelolco en México ese mismo año, tuvieron como detonante la obsolescencia académica, para transformarse después en reclamos por el cambio a fondo de la sociedad anquilosada y mentirosa. El espíritu de Julio Cortázar flotaba sobre esas aguas revueltas de la historia que los cronopios querían tomar por asalto, porque los seres humanos quedaban implacablemente divididos en cronopios, esperanzas y famas. Y los otros escritores del boom. Las crónicas de esos hechos las conocimos por testigos de primera mano, Carlos Fuentes que nos hablaba del París del 68 en un reportaje memorable, y Elenea Poniatowska que historiaba la masacre de México en La noche de Tlatelolco.
La rebeldía juvenil se encarnizaba contra los modos de ser, y también contra los modos de andar por la vida, porque se trataba de un cuestionamiento a fondo, no de doble fondo. El mundo anterior no servía, se había agotado. Sistemas arcaicos, verdades inmutables. Patria, familia, orden, la buena conducta, los buenos modales, las maneras de vestir. En Rayuela, Cortázar seguía colocando cargas de dinamita a toda aquella armazón. Y no era solamente un asunto de melenas largas, alpargatas y boinas de fieltro con una estrella solitaria. Todos queríamos ser cronopios, nos burlábamos de las esperanzas y repudiábamos a los famas.
Eran esas, al fin y al cabo, categorías éticas que iban más allá de la patafísica, y que llegarían a tener consecuencias políticas. Cortázar el desterrado se volvió un autor que leían los revolucionarios clandestinos en las catacumbas, porque planteaba las maneras de no ser, frente a las descaradas maneras de ser que ofrecían sociedades como las de América Latina donde no bastaría abolir las injusticias, sino buscar nuevas formas de conducta personal. Al fin y al cabo, se estaba en rebeldía no solo en contra de la sociedad, sino en contra de uno mismo, o de lo que habían hecho de nosotros.
Quizá esto fuese siempre una quimera, tratar de sacar lecciones políticas de un libro que, como Rayuela, planteaba antes que nada la destrucción sistemática de todo el catálogo de valores de Occidente, pero no contenía propuestas. Se quedaba en una operación de demolición, y no aspiraba a más, porque en las respuestas estaba el error. Las propuestas políticas de Cortázar vinieron después, frente a Cuba primero, luego frente a Nicaragua, y casi nunca estuvieron contenidas en sus escritos literarios, ni siquiera en el Libro de Manuel, pero sí en su conducta ciudadana. La conducta, hoy tan extraña también, de un escritor con creencias, y capaz de defenderlas.
Y mucho tuvo que enseñarnos Cortázar sobre ese viaje en el filo de la navaja, cuando el escritor que se compromete no debe comprometer su propia escritura de invención. «La libertad de escribir era como la de los pájaros que vuelan largas distancias en perfecta formación», dijo en Managua al recibir la Orden de la Independencia Cultural «Rubén Darío» que le otorgaba la revolución. «Cambian de lugar constantemente en la formación, y aunque son los mismos pájaros, siempre estarán cambiando de lugar.» No estoy citando más que de memoria este símil de la libertad del escritor.
A lo mejor, en los tiempos de Rayuela, su propuesta verdadera más valiosa se quedó siendo el terrorismo verbal, que conducía de la mano a la inconformidad perpetua, algo con lo que al fin no podían compadecerse las revoluciones una vez en el poder, porque de todas maneras terminaban buscando un orden institucional que desde el primer día empieza, por ley inexorable, a conspirar contra la rebeldía que le dio vida a ese poder.
Viéndolo bien, la rebeldía perpetua del Che, huyendo de todo aparato de poder terrenal y buscando siempre un teatro nuevo de lucha, venía a parecerse mucho a la persecución que de sí mismo hace con todo virtuosismo Horacio Oliveira en Rayuela. La rebeldía inagotable como propuesta ontológica.
No en balde estos iconos de los años sesenta de que hablo se quedaron jóvenes en la memoria, como sucede siempre con los héroes verdaderos, que nunca envejecen. Jóvenes necesariamente según la más estricta de las reglas de canonización de los héroes, de Joseph Campbell. No hay héroes decrépitos. Los Beatles, ya se sabe que nunca envejecieron y siempre vemos lo mismo en las carátulas de los discos, sobre todo después del asesinato de John Lennon, que lo arrebató a esa categoría imperecedera del olimpo juvenil. Los dioses, que siempre mueren jóvenes. Y junto con los Beatles, el Che mirando en lontananza, el héroe al que el poder ya no puede nunca contaminar, ni disminuir.
Por eso Cortázar es también un joven que nunca envejece, como tampoco, según la leyenda, dejó nunca de crecer. Y es que, en realidad, no ha dejado nunca de crecer. Ni de hacerse más joven. Viene de atrás hacia adelante, botando años por el camino hasta quedarse en una figura de adolescente que se va haciendo niño, como aquel personaje, Isaac McCaslin, de William Faulkner.
SERGIO RAMÍREZ
Managua, agosto de 2001
El primer título de los llamados autores del boom latinoamericano al que me aproximé fue Cien años de soledad. Era por 1968 o 1969. Yo tenía once años. Recuerdo que miré la tapa del volumen y luego leí el arranque del texto, que no me dijo nada. Después lo cerré. Era en casa de mis padres, yo estaba enfermo y llovía.
Por entonces en España —era el régimen de Franco, tan largo y tedioso, tan gris— se leía a escritores extranjeros (los permitidos), a los narradores españoles de posguerra y a los de la Generación del 54. En los relatos de estos últimos era manifiesto el yo comprometido del autor, relatos en los que se imponía el deseo de trascender y de proyectar espacios ideológicos referidos a la realidad; presentar, en suma, escenarios sociales desde discursos más o menos utilitaristas. Lo llevaba el contexto. No cabía otra acepción que la del retrato naturalista. A mí me aburría ese perfil de novela y de cuento sujeto a planteamientos reiterativos en los que no se apostaba por alteración alguna de los modelos tradicionales: la construcción de una peripecia, el diseño de unos personajes, la estandarización de una lengua, el cliché de una estrategia. Era una estética declinante. Cierta tarde me cayó entre las manos un volumen de la Biblioteca Básica de Salvat, publicado en la colección RTV, de un autor para mí desconocido, y comprobé que había otros modos de escribir.
Eran cuentos de Julio Cortázar. Ahí me cambió la sensibilidad. Encontré un horizonte distinto y diverso, una propuesta de la realidad por la que supe que uno podía vomitar conejitos vivos en un departamento de la calle Suipacha y seguir como si nada escribiendo a miles de kilómetros de distancia a Andrée, que estaba en París. O uno podía sentirse obligado a salir de una casa compartida con su hermana debido a una fuerza indefinida, invasora, exigente. También supe que uno podía regresar de un sueño y percatarse de que el sueño era en verdad la realidad y la supuesta realidad era su sueño, su pesadilla de sacrificios en una época remota. Con Cortázar aprendí a saber que existía la experimentalidad en el plano formal y descubrí luego qué podía ser una novela abstracta, sin puntos cardinales, de goznes arbitrarios, completamente abierta en su naturaleza. Aprendí, a la vez, que la gente convertida en personajes de ficción no tenía por qué hablar como lo hacía en las novelas de D. Juan Valera. Curioso que aprendiera todo eso por las simples veinticinco pesetas que valía aquella edición heroica en un tiempo por lo demás carente de heroicidades.
Además, por Cortázar llegué a todos los narradores del boom. Recuperé a García Márquez. Entonces sí gocé con su Macondo y la fascinación de su magia destilada.
Cortázar desde mi adolescencia, pues, me ha acompañado siempre. Por eso cuando me encargaron este ensayo biográfico dije rápidamente que sí. A lo largo de los años, había entrado en su obra. Hacerlo ahora en su persona, era lo que me faltaba para completar su mundo. No me ha defraudado. Siguiendo su trayecto desde Banfield hasta París, he obtenido una de las conclusiones que ya intuía y que mejor lo definen por encima del resto: su total ausencia de soberbia, de altivez. No hay gestos de embriaguez, que es lo que más molesta de un autor. Los escritores pequeños son los que más vocean. Esa es precisamente la razón que explica que lo hagan. Cortázar creó un universo peculiar y pasó de engolamientos ante los micrófonos y las cámaras porque prefirió la vida, optó por ella.
Ha sido un tránsito tan absorbente como atractivo. Un recorrido por cientos de cartas suyas, notas de prensa propias y ajenas, volúmenes dedicados a su producción y encuentros directos con personas que lo trataron o con personas que trataron a personas que lo trataron. Quiero decir con ello que el presente libro ha sido posible gracias a una investigación de campo, de la que he obtenido datos en la Argentina, Francia y España, pero también de una necesaria especulación libresca, sin la que el resultado final se hubiera resentido de una manera negativa.
En esta línea me han sido muy útiles determinados títulos, algunos específicamente vinculados con la obra y la figura de Julio Cortázar y otros adheridos, pero no por eso menos eficaces, de ahí que me vea en la grata obligación de citar a sus autores, más aún si me estoy refiriendo a aquellos que se prestaron con paciencia a responder mis propias entrevistas.
Quiero, pues, expresar mi agradecimiento por el uso que he hecho de todos ellos a Aurora Bernárdez, en primer lugar y muy especialmente. Me abrió su mítica casa de Général Beuret y sus recuerdos. Me dejó deambular y fotografiar. Algo que nunca olvidaré.
También a Rosario Moreno, tan amable, en su «castillo» de la Provence. Con los fieles Mapocho, su perro, y el Gran Mainate de Sumatra, su pájaro hablador, que la avisan de los intrusos.
Igualmente, a Sergio Ramírez, que acudió veloz con un preliminar para este libro; a José María Guelbenzu, Dolly María Lucero Ontiveros, Carlos Meneses, Andrés Amorós, Joaquín Marco, Félix Grande, Mignon Domínguez, Omar Prego, Jaime Alazraki, Mario Muchnik, Luis Tomasello, Mario Goloboff, Saúl Yurkievich, Emilio Fernández Cicco, Daniel Gustavo Teobaldi y Ernesto González Bermejo. En la memoria, mi buen recuerdo para Nicolás Cócaro y para el inefable Osvaldo Soriano.
M.H.
Julio de 2001
Por circunstancias laborales de su padre, que era especialista en determinadas materias económicas y que como tal se encontraba al frente de una misión agregada a la Embajada de la República Argentina en Bélgica, Julio Florencio Cortázar Descotte nació en Bruselas en la tarde del día 26 de agosto de 1914 bajo el estallido de los proyectiles de obús del Káiser Guillermo II. La neutralidad de la Bélgica de Alberto I acababa de ser violada por Alemania, merced a la política expansionista de esta. Ello ocurría prácticamente a dos meses (28 de junio) de que la bala del estudiante bosnio Gavrilo Princip hubiera segado la vida en Sarajevo, Serbia, del archiduque heredero del imperio austro-húngaro, Francisco Fernando de Habsburgo, y de su esposa, la duquesa de Hohenberg. Cuatro meses después de su nacimiento, el 31 diciembre, Julio Florencio fue inscrito en la legación como ciudadano argentino.
Ese verano, Europa, a raíz de una hábil política de alianzas, se encontrará inmersa en el inicio de la Gran Guerra, que durará hasta 1918. Las declaraciones bélicas de Guillermo II en contra de Serbia (28 de julio) y Rusia (5 agosto), más las inmediatas respuestas de Rusia (1 de agosto) y de Gran Bretaña (4 de agosto) a Alemania, desarticularán el fragilísimo equilibrio en el que vivía sujeto el continente desde el arranque del siglo xx. No olvidemos como trasfondo los previos conflictos balcánicos, por los que ambos bloques políticos, la Triple Alianza, constituida por Alemania, Austria-Hungría e Italia; y la Triple Entente, con Francia, Gran Bretaña y Rusia, habían tensado al máximo su relación de vecindad. El propio Cortázar hará mención irónica a su nacimiento en un escenario tan bélico y tan confuso, pues este dará lugar, paradójicamente, «a uno de los hombres más pacifistas que hay en este planeta», declarará él mismo en 1977.
La incertidumbre, el temor y la inquietud derivados del desarrollo de los acontecimientos empujaron a la familia Cortázar a buscar protección más allá del teatro de la guerra, guerra que, desde el primer momento, prometía ir en aumento en cuanto a densidad e implicaciones interestatales. Esta previsión, casi de inmediato y por desgracia, empezará a cumplirse, ya que, como una correa de transmisión, a los choques europeos se sumarán al poco tiempo Japón, China y otros países americanos, con los Estados Unidos a la cabeza.
El estatuto de país no beligerante y neutral esgrimido por la República Argentina, presidida entonces por Hipólito Yrigoyen y su Unión Cívica Radical, permitirá que el matrimonio y el recién nacido se refugien en territorio suizo1, en primer lugar, para posteriormente trasladarse a España, que también quedará al margen de la contienda por idénticas razones de neutralidad. En Barcelona, la familia permanecerá por algo más de dos años, desde finales de 1915 hasta 1918. Por tanto, el niño Cortázar, entre un año y medio y tres y medio, vivirá en la ciudad que, cincuenta años adelante, será sede más o menos permanente de la mayoría de los autores del llamado boom latinoamericano, del cual formará parte el propio escritor.
No deja de resultar curioso el hecho de que, en su sentido estricto, ningún cuento ni novela de Cortázar se localicen en España, pero por esa mecánica caprichosa de la memoria, de una manera experiencial, Barcelona acompañará, al menos subcorticalmente, al jovencísimo Cortázar en su adolescencia. A los nueve o diez años, ya residente en el suburbio bonaerense de Banfield, le preguntará a su madre a qué pueden responder determinadas imágenes que, de una manera inconexa, le asaltan de vez en cuando; le llegan del recuerdo como destellos. Especies de baldosas, mayólicas, terracotas, porcelanas de colores, formas sinuosas. Una sensación de colores vivos e imprecisos, pero permanente. Su madre le explicará que eso podía obedecer a que, durante la estancia de la familia en Barcelona, a veces visitaban el Parque Güell, por cuyo jardín y palacio modernistas el pequeño observaba y correteaba con otros niños. De ahí esos efectos cromáticos difíciles de encasillar por él. «Mi inmensa admiración por Gaudí comienza quizá a los dos años», comentará el escritor al periodista español Joaquín Soler Serrano.
También el mar, su impacto, ese mar que poco tiene que ver con el puerto bonaerense, salvo el costumbrismo dominical de sombrillas y cestas repletas de comida que se genera en torno de él. Grandes olas que se acercan como amenazas incontrolables bajo un sol cegador hasta los pies desnudos del niño. El salobre, ese viento salífero, la presencia inmensa y turbulenta, la masa de agua que en agitación constante le reaparecerá en los sueños de adolescente y de adulto. Era el Mediterráneo, de aguas cálidas, con las playas próximas a la Ciudad Condal que visitaba la familia, el desplazamiento en tranvía (el tramway de su posterior Buenos Aires), el bullicioso hervidero de personas que, en pleno verano, se mueve a la búsqueda de soplos marinos, la gente que huye del calor húmedo de las altísimas temperaturas del agosto barcelonés, ese verano que en la Argentina, por capricho geográfico, es ya invierno.
Treinta y cinco años más tarde, en escala hacia Marsella, procedente de Buenos Aires, regresó al Parque Güell. Pero ya nada será igual2. Aquellos mosaicos tendrán otro mensaje y otro efecto. «Incluso por una cuestión de óptica. Yo miraba ahora el Parque Güell desde un 1,93 y en cambio el niño lo había mirado desde allá abajo, con una mirada mágica, que yo trato de conservar, pero que no siempre tengo, desdichadamente.»3
Cortázar, de padres nativos argentinos, era de procedencia franco-alemana por vía materna. Su madre, Herminia Descotte, nacida el 26 de marzo de 1894, tenía entre sus apellidos precedentes los de Gabel y Dresler. Su lado paterno era español. Su padre, Julio José, había nacido el 15 de marzo de 1884. Cortázar, nada aficionado a las genealogías, nunca se preocupó de recuperar información sobre sus ancestros y siempre dijo no conocer muy bien sus antecedentes. Hallamos ahí parte de su negación hacia la endogamia y hacia los círculos restringidos, hacia los etnocentrismos. Algo contra lo que batalló desde siempre: fue contrario a cualquier ideario nacionalista.
Él se reconocía como resultado típico del argentino surgido de la mezcla de identidades. «Cuando la fusión de razas sea mayor, más podremos eliminar los nacionalismos y los patrioterismos de frontera, absurdos e insensatos», señaló el escritor a Soler Serrano4. Digamos, no obstante, que sus antepasados llegaron a la Argentina en el tránsito del siglo xix al xx, que sus abuelos maternos eran originarios de Hamburgo y que su sangre española procedía del País Vasco.
Su bisabuelo español era agricultor y ganadero, había sido uno más de los integrantes de las grandes oleadas migratorias que en el último tercio del siglo xix se había dirigido a la Argentina, tierra de promisión. Se instaló al noroeste del país, en la provincia de Salta, lugar limítrofe con Chile, Bolivia y Paraguay, a algo menos de dos mil kilómetros de Buenos Aires, aunque como todo recién llegado hiciera presumiblemente escala previa en el Hotel de Inmigrantes porteño, una especie de informal Ellis Island a la argentina, que funcionó desde el primer decenio del siglo xx hasta 1950. Cortázar solo conoció, de sus cuatro abuelos, a su abuela materna.
El país, entonces, era un centro agroganadero receptor de mano de obra al tiempo que horizonte de estímulo para aquel que buscara mejorar sus condiciones de vida. El país tenía posibilidades y brindaba su explotación, circunstancia por la que se decretó la Ley de Octubre de 1876, la cual reglamentaba el acceso de extranjeros. A principios del siglo XX, tres de cada diez habitantes habían nacido en el extranjero. Según Vázquez-Rial, entre 1881 y 1890, llegó una oleada inmigratoria de 841.122 personas (siempre con un porcentaje elevadísimo de inmigración masculina) y, entre 1901 y 1910, el número se duplicó, con 1.764.101 personas, constituyéndose aproximadamente en un 80 % la población inmigratoria ubicada en las ciudades.
La década de 1880 simboliza su gran impulso. El desarrollismo sociopolítico, el crecimiento económico sustentado en la exportación de la carne de vaca, el trigo y la producción de ganado lanar, hacen del país sudamericano, a los ojos de muchas naciones europeas (en primer término, Italia y España, seguidas por ciudadanos ingleses, alemanes y polacos), polo de atracción por sus múltiples posibilidades5, si bien sería subrayable indicar que ese cosmopolitismo razonablemente vertiginoso que empieza a imponerse en Buenos Aires no será el mismo que veamos en las ciudades del interior del país. Nos referimos a que el diseño de avenidas que imitan los Champs-Élysées y las plazas parisinas, como la calle Florida, Maipú, San Martín, Suipacha, Esmeralda, 9 de Julio, Parque Palermo, Corrientes, plaza de Mayo, etcétera, se circunscribe estrictamente a la capital federal.
Buenos Aires es, en ese momento marcado por el abandono de los débitos coloniales hispánicos y el decidido decantamiento, como decimos, por la imitación de los modelos de vida y sociedad franceses, la ciudad de mayor envergadura de Latinoamérica, y, con Nueva York, la metrópoli más importante del continente americano. Es lógico, pues, que el país fuese núcleo de acogida, y es lógico también ese entrecruzamiento de nacionalidades cuya mezcla hará decir al propio Cortázar en una entrevista que el mestizaje es uno de los caminos positivos de la humanidad. De ese mestizaje procede él, así como la inmensa mayoría de la sociedad argentina que da esa feliz relación de apellidos hibridados por ser de orígenes tan dispares.
A su regreso a la Argentina, tras la guerra, la familia se estableció en Banfield, en la calle Rodríguez Peña, 585, y lo hizo hasta 1931, fecha en la que se trasladaron a Buenos Aires, a un departamento de la calle General Artigas, en Villa del Parque6, con un Cortázar ya de diecisiete años de edad. En Banfield, Julio y Ofelia (Cocó y Memé, respectivamente), dos niños con marcado acento francés y a quienes les gustaba la música y la literatura, vivirán allí hasta su adolescencia. Allí, en esa casa, se fraguará todo un mundo de sensaciones, palpable y recurrente en muchos de sus relatos, y aquella será la casa en que sorpresivamente les abandonará cierto día su padre. Con el alejamiento de este del hogar, el peso completo de la responsabilidad recaerá en la madre, que tenía entonces veintiséis años de edad. La mujer quedó al frente del grupo indefensa y en una muy precaria situación económica, aspecto sobre el que volveremos en seguida.
La casa de Banfield era bastante amplia. La fachada principal, con la puerta y cinco ventanas rectangulares con contraventanas de madera, estaba compuesta por un pequeño acceso ajardinado (Julio sentía una especial inclinación por su enorme gardenia), cuatro peldaños con balaustrada de florones a ambos lados y dos columnas de piedra sobre las que nacía la techumbre de teja oscura. Pero sobre todo lo que más llamaba la atención era el gran jardín posterior. Algo asilvestrado, con rincones olvidados, lo que le imprimía un mayor encanto, veranda cubierta por plantas trepadoras, mecedoras y gatos, será el lugar preferido de Julio. Una casa para perderse y en la que encontrar recuerdos del tiempo. «Viví en una de esas casas en las que se han ido acumulando objetos que pertenecieron a los padres, a los abuelos, a los bisabuelos, objetos que no sirven para nada pero que se quedan ahí metidos en cajones», le confesará el escritor a Omar Prego. Una casa en cuyos recovecos no era difícil sentir la aventura para el niño que exploraba ese mundo y que encontraba tapones de frascos de perfume con facetas, «esos que, cuando los mirás, ves reflejarse cincuenta veces la misma cosa, o cristales de colores que prisman y reflejan la luz, o lentes o cristales de anteojos que te dan una imagen más pequeña o más grande de lo que estás viendo». Una casa, como decimos, reminiscente en bastantes de sus cuentos, muy en especial en aquellos como «Bestiario», «Final del juego», «Los venenos», cuyo eje temático señala el paso entre la infancia y la adolescencia, y en los que se percibe una gran presencia de lo autobiográfico. Una casa en la que ya se anuncia la especial sensibilidad de Cortázar y sus vínculos con lo feérico.
Mi casa, para empezar, ya era un decorado típicamente gótico, no sólo por su arquitectura, sino por la acumulación de terrores nacidos de objetos y creencias, de los pasillos tenebrosos y de las conversaciones de sobremesa de los adultos. Eran éstos gentes sencillas cuyas lecturas y supersticiones impregnaban una mal definida realidad y así, desde mi más tierna infancia, supe que cuando había luna llena salía el hombre lobo, que la mandrágora era una planta mortal, que en los cementerios ocurrían cosas terribles y horrorosas, que el pelo y las uñas de los muertos crecían interminablemente y que en nuestra casa había un sótano al que nadie se atrevía a bajar, jamás.7
Banfield, que toma el nombre del antiguo gerente de los Ferrocarriles Ingleses que construyeron la red ferroviaria nacional, Edward Banfield —unámosle la referencia del partido de Lomas de Zamora, al que pertenece—, y cuya pronunciación sus habitantes españolizaban y acentuaban8, estaba situado en el sur de la capital bonaerense, en los límites de la zona portuaria y a quince kilómetros de aquella. No era uno de los más de 2.460 conventillos que había por entonces en Buenos Aires y en los que se hacinaban miles de residentes provincianos e inmigrantes en condiciones lastimosas (entre cinco y diez personas por una habitación reducida de veintidós metros cúbicos), sino un pueblo, con algo menos de cinco mil almas, hoy unido a la gran urbe capitalina que todo lo fagocita.
Era un pueblo con iglesia, pequeña, escuela de instrucción pública, pequeña también; Municipalidad y club de fútbol local, el Club Atlético Banfield, el Taladro del Sur, este fundado en 1896, uno de los pioneros del fútbol argentino. Si hablamos de instauraciones novedosas, digamos que, con el tiempo, en Banfield se creó la primera agrupación scout argentina, Juan Galo Lavalle, que fue también una de las primeras del mundo. De igual manera, los banfileños disfrutaban desde 1897 de un periódico local, La Unión, impulsado por Filemón Naón, Victorio Reynoso y, en los años veinte, dirigido por Luis Siciliano. Como dijo Cortázar en alguna ocasión, Banfield no era el suburbio de la ciudad como tantas veces se ha dicho, sino el metasuburbio. Sería correcto precisar que se hallaba dentro del denominado conurbado bonaerense, también aceptado como el Gran Buenos Aires Zona Sur. Hay sobradas citas de Banfield en sus relatos y en sus escritos, siendo quizá la siguiente, de uno de los cuentos de su último libro publicado en vida, Deshoras, una de las más nostálgicas:
Un pueblo, Bánfield, con sus calles de tierra y la estación del Ferrocarril Sud, sus baldíos que en verano hervían de langostas multicolores a la hora de la siesta, y que de noche se agazapaba como temeroso en torno a los pocos faroles de las esquinas, con una que otra pitada de los vigilantes a caballo y el halo vertiginoso de los insectos voladores en torno a cada farol.
Banfield era así, con mucho de ese barrio de letra de tango que ha ido diluyéndose en la Argentina actual; encrucijada de situaciones extremas, de violencia latente a la vez que de encanto maldito y romántico, pues carecía de ese toque gris e industrial de lumpen-proletariado más propio del extrarradio urbano de las grandes ciudades. Un lugar muy bien diferenciado de Buenos Aires, que era la auténtica metrópoli; a media hora de tren de este y con otro ritmo social y vital, sin duda más relajado. Banfield venía a ser ese paraíso en el que Julio se convertirá en su primer habitante, el Adán que conocerá bien las hormigas de Banfield, «las hormigas negras que se van comiendo todo, hacen los hormigueros en la tierra, en los zócalos, o en ese pedazo misterioso donde una casa se hunde en el suelo».
Por ese fragmento de «Los venenos», el cual, como es sabido y dicho por el propio Cortázar en diferentes momentos, tiene una gran carga de experiencia propia, imaginamos cómo era la atmósfera de aquel lugar en aquellos años veinte: calles sin pavimento por las que circulaban carretas con mercancías de uso y consumo, viviendas cuyos setos con jazmines, durazneros y ligustros se descolgaban hasta la misma vereda del peatón, que era el auténtico propietario de la calzada, un banfileño que socialmente se inscribía en una clase media o media-baja, alguno con ese nimbo que despide el grupo familiar que ha ido a menos (como el de los Cortázar, que, sin embargo, estaba por encima de la mayoría de sus convecinos), pero que conserva específicos tics culturales superiores, como la clase de piano, la lectura de un libro, el café o el mate tomados como un pequeño ritual cotidiano; el lechero que andaba a caballo y vendía la leche a pie de vaca, una escasa iluminación —aunque ya la avenida de Mayo en Buenos Aires, con un trazado inspirado en Haussmann, gozaba por entonces del sistema moderno de alumbrado: la iluminación de gas se mantuvo hasta el decenio de 1930—; o iluminación de esquina, más bien, y que, por tanto, producía sombras, iluminación de cruce de calles que dejaba claroscuros y que, como decía el escritor, venía a favorecer el amor y la delincuencia en idénticas proporciones. Banfield era la cara del reino mágico para el niño y la cara de la comprensible inquietud que todo ello generaba en las madres, lo cual determinó en Cortázar una infancia llena de cautelas y precauciones (sumemos a ello cierta hipocondría crónica de la propia familia), ya que había un clima de alarma y al mismo tiempo un ambiente de placidez. El reino de Artús se extendía sin límites visibles por el propio jardín de la casa que daba sobre otros jardines. Toda una invitación a la aventura diaria. Una invitación a entrar en el perímetro sin fondo de los sueños.
En ese ámbito empezará a adaptarse la familia de tres miembros, que se ensanchará al integrar a la abuela materna, M.a Victoria, y a una tía segunda de Julio, tía Enriqueta, alter ego