A María Victoria, Valeria Sofía e Ignacio Andrés
Uno ve, solo lo que conoce.
Goethe
Bebo champagne cuando estoy feliz.
Y cuando estoy triste.
A veces lo bebo cuando estoy sola. Cuando tengo
compañía lo considero obligatorio.
Cuando tengo hambre pruebo un poco. Y cuando
no, también.
Salvo eso, nunca lo toco.
A menos que esté sedienta.
Madame Bolinger
Hay un centenar de muy buenos libros escritos para hacer más complicada la vida del amante del vino. Felizmente, este no es uno de ellos.
Este libro es para la gente que quiere disfrutar, conocer, compartir, paladear y saber comprar vino.
También, claro está, para quienes anhelan compartir y ampliar su conocimiento.
En el universo del vino, el acceso al conocimiento no es trabajo similar al de bibliotecarios o coleccionistas. Aquí se avanza descorchando, probando, comparando. Seguido, con entusiasmo, a veces con disciplina y a veces no.
Uno aprende, mientras confirma o se equivoca, dónde está lo bueno, dónde lo regular, dónde lo caro y presuntuoso. Y dónde lo memorable. Que por lo general, no es lo más caro.
El vino mete miedo. O si usted lo prefiere, infunde temor. Miedo o temor a equivocarse. A no saber comprar.
A sentirse apabullado ante cientos de botellas parecidas (que parecen contener lo mismo y resulta que no es así).
A no entender las etiquetas. A andar perdido, sin brújula, entre las geografías de uvas y viñedos. A pedir en el restaurante lo que no debería ser. A que le metan gato por liebre. A pagar demasiado.
Son muchos temores. Lo más grave para el consumidor como uno, es que esos miedos tienen fundamento. Alguna vez nos equivocamos y solo después de descorchar nos dimos cuenta. O le pasó a alguien cercano.
Siempre alguien, presumiendo que sabe –o con muchas ganas de saber– compra el vino que no es. Todos los días, en alguna ciudad del mundo, se lleva como regalo la etiqueta que queriéndolo ser, no era. La añada equivocada, el tinto que lija la lengua, o la botella cuya mejor hora ya pasó y evoluciona ahora rumbo al vinagre.
Y que cuando lo sirve, lo hace en la copa que no debía, por encima o por debajo de la temperatura correcta, acompañando el plato que no correspondía.
El vodka no es así. Tampoco el whisky. En el mundo del vodka, tan de moda entre las nuevas generaciones en la modernidad, cada país tiene dos o quince clases. No miles de botellas, como en el vino. Por eso el vodka es fácil: no se escoge por país, materia prima o regiones, sino por marcas. En el whisky –en apariencia– la selección es aún más fácil: ¿con hielo o con agua?
Solo los presumidos en el vodka se preocupan por los congéneres y la destilación. Solo los sabelotodo pueden mencionar cuáles son los whiskys para machos de pelo en pecho de la costa oeste de Escocia y las islas. Y cuáles los más dulces con la edad correcta de la ribera del río Spey.
Le propongo que incursionemos sin miedo, sin temor, por el enorme y complejo mundo del vino. Vayamos hacia el vino para disfrutar, divertirnos, sentirnos mejor en una tertulia, en la mesa, o por qué no, en una cata. Es posible.
Siga leyendo… y esté dispuesto a salir a comprar un tinto, un blanco, un rosado, un fortificado o un champagne o un espumoso. «Ya empezamos con las complicaciones», dirá usted. Tiene razón. No hay «un» vino, sino muchos. Para todos los bolsillos. Para todas las ocasiones y antojos.
¡Si habrá vinos –enseñaba el maestro Jean Huteau– que también existen botellas para pedir perdón y tintos solo para presumidos y nuevos ricos!
Ganas de un vino. No sé cuál. La profesión y los amigos me han enseñado que los hay de muchos estilos. Entre ellos, el que quiero. Que no sé cómo es.
La vida de un amante del vino es más feliz, menos monótona, más rica en diferencias y enorme en alternativas que los antojos de un amante del vodka, whisky o martini. Pero para quien quiere vino, la decisión, por un rato, se le complica.
Para ellos se ha escrito este libro. No para el sabelotodo. Ese tiene muchas enciclopedias y biblias a su alcance. De 500 páginas, 800 o hasta de 1.400 páginas que se lo dicen todo. Ahí está –se presume– todo lo que uno debe saber sobre vinos. Resulta que el libro es enorme, gordo, imposible de llevar en un bolsillo o en la cartera. Pesa por los menos cinco kilos. No puede uno caminar con él y, al mismo tiempo, elegir botellas con cierta elegancia.
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Sería fantástico si en tiendas especializadas y fundamentalmente en los supermercados –donde ahora abunda el vino– a uno le dieran un carrito para sabelotodo (erudito en formación).
Nada especial, algo con sentido común. Un carrito donde además de poner las botellas, pueda usted tener el librote abierto. Como un atril con ruedas. Con dos marcadores de colores diferentes para señalar lo remarcable (y lo que no se entiende) y un soporte para hacer anotaciones.
Cuando algún emprendedor comercialice la idea, por favor avise. Seguramente usted y yo tenemos un montón de amigos a los que les encantará la idea. Imagíneselo: erudito presumido recorriendo los pasillos de supermercados y tiendas especializadas, con pinta de monje consultando su pesadísima biblia del vino. Mirando botellas y etiquetas y diciendo este sí, este no. Este me lo voy a pensar.
Regresemos a lo nuestro. No tengo sed, tengo ganas. Y como usted, quiero vino.
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El sitio donde uno compre condicionará todo. Porque acota la oferta.
Uno no es san Pedro, mirando desde el cielo qué hacen los urbanitas a la hora de escoger una botella. En el fondo, esa visión desde el cielo lo condiciona todo. Porque depende de dónde esté parado. No es lo mismo comprar vino en Europa, en Estados Unidos, que en América Latina. No es lo mismo el Caribe y el norte de América Latina que comprar vinos en Chile, Argentina y Uruguay.
Si estoy en un país productor de vinos tengo algunas ventajas. Los productores y las autoridades regionales se encargan de remacharnos lo básico. Pero por lo general no lo hacen fácil. No dicen «las mejores uvas para vinos tintos son de la región tal, y las mejores para blancos son de la zona cual, porque tienen clima frío». Aplican desde hace años la idea vender todo (lo regular, lo bueno y lo muy bueno) al estilo California. Perfeccionado por ellos después del éxito de los australianos. Método que se emplea hoy en casi todo el mundo.
El estilo California es una piedra en el hígado del vino de la aristocracia francesa. Y otra piedra (en el zapato) en el tradicional sistema de clasificación de la calidad del vino europeo. Ese con el que se escribían las «biblias» hasta los años setenta del siglo XX.
Si estamos en un país productor, la desventaja o inconveniente es que la oferta de botellas de otros orígenes la hacen arancelariamente costosa. En «defensa» de la producción local. Si quiere salir del universo local conocido, tendrá que pagar más. O descorchar cuando viaja. Cosa que se recomienda siempre. La regla no escrita de «Castiguemos con impuestos al vino» es de casi universal aplicación, salvo en Estados Unidos e Inglaterra.
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¿En qué consiste el estilo norteamericano de identificación y venta del vino?
Se basa en el comprador, no en el productor. Enseña la lógica reduccionista de alternativas que ha usado el marketing norteamericano con tanto éxito para vender salsa de tomates, hamburguesas, papas fritas. Con él, como es simple, amigable, se escogen botellas sin complejidad ni diferencias sustanciales.
Veamos cómo funciona. Usted está en el supermercado, con un prototipo del carrito para sabelotodo, y se para frente a uno de los estantes. Cientos de botellas pelean por llamar su atención. Entonces aparece el ángel salvador de una mujer bella, llamativa, que lo orienta.
—¿Quiere vinos? Puede escoger entre tres colores: rojo, blanco o rosado.
—Había leído también sobre el auge moderno de los espumosos y de los rosados –dice como dubitativo el comprador, hojeando páginas de la «biblia» para demostrar que algo sabe.
—No se complique. Ya llegaremos allá. Primero es lo fundamental. Dígame de qué color quiere el vino. Aquí aplicamos lo que enseñan en la escuela de California…
—Rojo, lo quiero rojo. Pero he visto que es complicado. Que hay que saber escoger países, regiones, saber si es Grand Cru Clasé o solo Premier Cru, denominaciones de origen, añadas, envejecimientos… Y además, un amigo erudito me aconsejó que cuando compre, jamás deje de preguntar por la maloláctica.
—Por eso no usamos el sistema francés. Olvídese de todas las complicaciones. A la maloláctica ya llegaremos. ¿Entonces?...
—Rojo, arranquemos con el rojo. Aunque me gusta el pescado y el cebiche.
—ayyy señor –dice algo desesperada ya la promotora–. No lo complique. Ahora todos los colores van con todo. Mire, en rojos tenemos Cabernet, Shiraz, Merlot y Pinor Noir.
—¿De dónde?
—Pinot Noir de todo el mundo. Francés, italiano, de Australia, Nueva Zelanda. De Sudáfrica, California, Chile, Argentina y Uruguay –responde la mujer, sin respirar.
—¿Y Tempranillo? En este libro se asegura que el Tempranillo es fenomenal…
Ese es el instante en que su ángel salvador levanta vuelo. Lo deja a usted subrayando las cien páginas dedicadas al vino español y sus uvas, con la interrogante de la maloláctica sin resolver.
Segundos después, a sus espaldas, otra belleza especializada en vinos le pregunta a su compañera: «Qué pasó con la venta». «Nada inusual. Otro con el carrito de sabelotodo y ‘biblia’».
La gente quiere comprar, disfrutar, entender el vino sin el requisito previo de la enciclopedia.
Quiero vinos con fundamento, bien hechos, honestos. Pero sin show mediático, dice el entusiasta consumidor. Ese es el instante en que California aplica la tenaza numérica para resolver las dudas del desorientado.
Funciona así:
—Si está confuso o aturdido, no se preocupe que viene a salvarlo Robert Parker.
—No lo conozco.
—No importa. ¿Sabe usted contar entre 80 y 100? Perfecto, ese es el método Parker.
A especialistas, catadores prestigiosos, escritores, productores con personalidad y algunos sommeliers les parece insólita la puntuación Parker y los métodos del gurú norteamericano. Utiliza para calificar los vinos el sistema de puntos de los colegios de su país (de 0 a 100, pero donde solo cuentan los últimos 20) en contraposición al método usado por críticos franceses e ingleses del vino, que cuentan de 0 a 20.
«Premia con altos puntajes a vinos de un estilo casi idéntico, en una especie de globalización de las añadas, con independencia de su lugar de elaboración», es la condena más extendida sobre sus juicios.
El abogado utiliza catadores que evalúan por él miles de vinos en todos los países productores. Pero todos los puntajes le son atribuidos a él (Robert). No es un experto que ha recorrido una y otra vez los grandes territorios del vino. A algunos nunca ha ido. Los vinos le son enviados a su oficina. Y allí otorga sus puntajes.
«No me abrume con los puntajes de Robert Parker y sus líos, que lo que ando buscando es disfrutar», piensa el lector. Tiene razón. Si quiere aprender mientras disfruta el vino, no pague Parker. Invierta en vinos.
Para evitar que lo atenacen y lo lleven de la nariz, junte a varios amigos, compre botellas y haga catas a ciegas. De una botella salen ocho copas generosas. Usted y tres amigos más pueden comprar lo que deseen, dividir la cuenta en cuatro, y beberse dos copas por botella. Así se prueba, se aprende, se avanza.
Las catas comparativas a ciegas enseñan mucho. Destrozan los falsos mitos, están llenas de agradables sorpresas. Permiten descubrir tesoros. Le confirman la sabiduría de no escoger lo más caro.
En las catas a ciegas, como ya relataremos más adelante, los caros y famosos para sabelotodo se sonrojan cuando pierden. Y pierden con frecuencia.
En los últimos diez años ha surgido un grupo de entendidos que –desde diferentes países y regiones– intentan hacer al vino más cotidiano, más grato, más próximo.
Son viticultores (wine-makers les llaman en inglés), bodegueros y consumidores de las nuevas generaciones. Quieren «vino para beber», para consumo frecuente. Bueno, honesto, no caro.
Algunos periodistas y escritores nos hemos sumado al movimiento. Que es informal, alimentado por la observación, la sensatez y las ganas. Un comentarista del diario español El Mundo describió el fenómeno a la perfección: «Ni sopas de roble, ni monstruos de concurso».
Hartos de los vinos de competencia y sus precios, cansados de los vinos «con mucha madera», buscan algo que parece sencillo, pero no lo es: aunque parezca obvio, vinos para beber.
¿Qué tienen en común los complotados en la tendencia? Que están comprometidos con un retorno al vino apetecible, «que invita a repetir copa mientras acompañamos un corderito o un lenguado. Que es aromático, fino y digestible. Que refleja mucho más el suelo, las cepas y el clima que le dieron vida que la barrica en la que se crió», sostiene el equipo de especialistas que escribe para El Mundo.
El rechazo a la «sopa de roble» es una reacción relativamente reciente entre los consumidores. Proviene del rechazo de los enólogos y conocedores al método de marketing del vino desarrollado para los consumidores norteamericanos hace algunos años. Según esa forma de mercadeo, cuanta más madera se sienta en el bouquet, mejor y más caro debe ser el vino.
Tan exitoso y exagerado es este marketing, que ahora hemos llegado a las «virutas». En lugar de envejecer en las costosas barricas, se falsifica y potencia el «efecto madera» arrojando sobre el vino en proceso de elaboración, virutas o chips de roble.
El vino se pone en barricas de roble para –con el tiempo– enriquecer y suavizar sus taninos. Sustituir la guarda y envejecimiento en barricas por trozos de madera flotando, es un engaño. Nadie come ni bebe madera. Si un vino sabe a madera, es un defecto, no una virtud.
Lo del vino ¿es una moda pasajera?
No, no es una moda. Es una tendencia.
Jean Huteau
Ahora se está bebiendo vino en más países en el mundo como nunca antes.
Porque se democratizó el consumo. Porque se agudizó la percepción de lo bueno. Porque la competencia de marcas desarrolló nuevos estilos y amplió las categorías: ya no importa el árbol genealógico del fundador de la bodega, sino la decodificación que el paladar del consumidor ensaya.
Hasta hace poco, se bebía mucho vino en los países donde se lo producía. También en países donde no lo producían, pero en los que las clases sociales altas y los enterados sabían sobre ellos. Y en los nichos del lujo, porque una buena botella se asocia a elegancia, diferencia y cosa cara o costosa.
El vino de agricultor, no de aristócrata, viajó en las maletas y en el recuerdo de los inmigrantes. Así, integrado a los hábitos de la comida, llegó a la mesa, fondas y restaurantes en cientos, miles de ciudades.
Tan grande y poderosa ha sido esta corriente, que hoy, mientras el vino está a la baja en el consumo interno de los países productores (Italia, España, Francia, Portugal, Argentina, Chile), crece y se expande por el resto del mundo.
Antes, cuando lo bebía la inmigración y los enterados que, por formación familiar o viajes, habían incorporado el vino a sus hábitos de comida, el vino tenía huella de identidad regional o nacional.
La botella no se descorchaba mucho a la hora de socializar, sino con los platos. Formaba parte de la mesa y la comida. No era un trago sino un estilo de vida, como lo sigue siendo en la cultura del Mediterráneo.
Fruto de una pasión o de un conocimiento que no se cultiva en rascacielos, las botellas de vino no pudieron competir jamás en la creación de cultura y masa crítica. Como las culturas de consumo creadas en las décadas siguientes por el marketing y la publicidad de las multinacionales del whisky escocés, la cerveza o los refrescos de cola.
Los marqueses, condes y barones del vino languidecieron. Nuevas generaciones llegaron a los viñedos y a las bodegas en Europa y en el Nuevo Mundo, y el vino comenzó a ser distinto. También su consumo.
La consolidación de la liberación femenina, la noción de comida sana y una nueva estética social acentuaron el fenómeno. El tinto rasposo, el que lijaba la lengua o dejaba boca de borracho se batió en retirada. El tanino se amoldó a las nuevas vertientes de consumo.
La ciencia y la medicina descubrieron las virtudes de los vinos tintos. De cada diez copas que ahora se sirven en el mundo, ocho son de tintos y solo dos de vinos blancos. A diferencia del blanco, el tinto contiene altos porcentajes de taninos y resveratrol. Los taninos son antioxidantes, por lo que neutralizan los radicales libres, unas moléculas inestables que dañan la membrana celular. El resveratrol, entre otras cosas, combate el crecimiento de los tumores. Dos copas diarias de tinto, con las comidas, reconciliaron a finales del siglo XX a la ciencia con la sabiduría de los abuelos.
Hoy, en las tiendas especializadas y en los supermercados, la lectura de las etiquetas es más detenida y sabia. Mucha gente joven la realiza. En las universidades, se habla y se sabe de vinos.
A las narices serias del vino les encanta una cita de Jean Guy Loustau: «Las gentes beben lo que se merecen y los que se refugian tras las etiquetas beben etiquetas».