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© 2015 Logoi, Inc. Tercera edición
© 2009 Logoi, Inc. Segunda edición
© 2000 Logoi, Inc. Primera edición
Logoi, Inc.
12900 SW 128th Street, Suite 204
Miami FL 33186
www.logoi.org
ISBN 978-1-938420-28-3
Título original en inglés: Biblical Preaching
©1980 by Baker Book House Company
Grand Rapids, Michigan, EE.UU.
Todos los derechos reservados.
Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio sin la debida autorización escrita de los editores.
Autor: Haddon Robinson
Editores: Luis Nahum Sáez, Alberto Samuel Valdés, Patricia Torrelio, Rocío López
Portada: Meredith Bozek
Contenido
Dedicatoria
Prefacio
Capítulo 1: La predicación expositiva
Capítulo 2: ¿Cuál es la idea principal?
Capítulo 3: Herramientas para el oficio
Capítulo 4: El camino del texto al sermón
Capítulo 5: El poder del propósito
Capítulo 6: Formas que adoptan los sermones
Capítulo 7: Dele vida a los huesos secos
Capítulo 8: Comience de golpe y termine de una vez
Capítulo 9: La vestimenta del pensamiento
Capítulo 10: Cómo predicar para que la gente lo escuche
Apéndice 1: Respuestas a los ejercicios
Apéndice 2: El trazado mecánico de Efesios 4.11-16
Apéndice 3: Sermón, formas de evaluación
Bibliografía
Guía de estudio
Lección 1: Cómo se define la predicación expositiva (Prefacio, Capítulos 1 y 2)
Lección 2: Herramientas útiles para entender las Escrituras (Capítulo 3)
Lección 3: Pasos esenciales en el desarrollo del sermón (Capítulos 4 y 5)
Lección 4: El sermón expositivo desde principio a fin (Capítulos 6,7,y 8)
Lección 5: Ayudas para crear un sermón eficaz (Capítulos 9 y 10)
Lecciones 6-8: Práctica y evaluación
Manual para el facilitador
Lección 1: Cómo se define la predicación expositiva (Prefacio, Capítulos 1 y 2)
Lección 2: Herramientas útiles para entender las Escrituras (Capítulo 3)
Lección 3: Pasos esenciales en el desarrollo del sermón (Capítulos 4 y 5)
Lección 4: El sermón expositivo desde principio a fin (Capítulos 6,7,y 8)
Lección 5: Ayudas para crear un sermón eficaz (Capítulos 9 y 10)
Dedicatoria
A los hombres y mujeres
que tienen una cita sagrada
los domingos por la mañana:
Aturdidos por voces seductoras,
abrigando heridas que la vida les propina,
ansiosos por cuestiones que no valen la pena,
vienen, sin embargo, a escuchar
una palabra clara de Dios
que hable a su condición.
Y a aquellos que los ministran ahora.
Como a los que lo harán en el futuro.
Prefacio
Al leer un libro, por lo general, veo el prefacio como algo que se puede obviar. Es como usar los más bellos himnos cristianos en un culto mal programado. Como si el autor lo introdujera para lanzarse de lleno a desarrollar su libro.
Como escritor, sin embargo, observo que el prefacio es supremamente importante, una necesidad absoluta. Dado que escribo esta obra con no pocas vacilaciones, esta sección me permite cierta tranquilidad. La literatura acerca de homilética exhibe nombres de predicadores brillantes y excelentes maestros. Uno debe pensarlo dos veces —y más —antes de nominarse ante esa compañía.
El lector podría pensar, lógicamente, que cualquiera que escribe acerca de la predicación se considerará a sí mismo como maestro en la disciplina ¡No es así! He predicado muchos sermones que ya ni se recuerdan. Conozco la agonía de preparar un mensaje y luego predicarlo sintiéndome ignorante del arte de predicar.
Si puedo pretender alguna calificación, es esta: Soy un buen oyente. Durante más de dos décadas en el aula he evaluado unos seis mil sermones de estudiantes. Mis amigos se maravillan de que no sea un ateo después de escuchar a cientos de titubeantes predicadores tropezando con sus primeros sermones.
Sin embargo, mientras escuchaba, aprendí qué forma parte de un sermón eficaz, y creo haber descubierto qué hacer y qué evitar. Aunque soy maestro de predicadores, me considero algo así como Leo Durocher. Como jugador de béisbol, el alcance de sus batazos no pasaba de primera, por exagerar, pero como director, entrenó muchos equipos ganadores.
Varios de mis alumnos han llegado a ser comunicadores eficaces de la Palabra de Dios, y me aseguran que en alguna medida he influido sus ministerios. Tanto ellos como yo sabemos que las reglas de homilética no producen por sí mismas, predicadores eficaces.
El estudiante debe poner en la labor su talento y, más aún, un insaciable deseo de poner el mensaje de la Escritura en contacto con la vida misma. Richard Baxter comentó cierta vez que nunca conoció un hombre que valiera algo en su ministerio, que no sintiera angustia por ver el fruto de su labor. Los principios y la pasión deben unirse para que algo significativo ocurra en el púlpito.
Por eso, quiero transmitir con esta obra un método para aquellos que están aprendiendo a predicar, o para personas experimentadas que quieran repasar sus fundamentos. Espero haberme expresado con claridad para beneficio de hombres y mujeres que enseñan las Escrituras. Sin embargo, a este material, el lector debe añadirle: su vida, su intuición, su madurez, su imaginación y su dedicación. Así como el hidrógeno y el oxígeno producen agua, el deseo y la preparación, cuando se unen, producen comunicadores eficaces de la verdad de Dios.
Cuando comencé a enseñar no pensaba en escribir. Todo lo que procuraba era encontrar suficientes consejos útiles para proveerles a mis alumnos un método a seguir, mientras se preparaban para predicar. En mi desesperada búsqueda de algo valioso qué decirles, leí abundante información.
No puedo expresar la gran deuda que tengo. Por ejemplo, H. Grady Davis hizo una contribución especial. Mientras intentaba encontrar el camino, su libro me encontró a mí. Aunque quiera negar cualquier vínculo con este volumen, su obra Design for Preaching [Bosquejo para la predicación], estimuló mi pensamiento. También he bebido, ojeando de otras fuentes, algunas ya olvidadas, aunque no deliberadamente.
A aquellos contribuyentes anónimos, dedico la experiencia de Homero, como la presentó Rudyard Kipling:
Cuando Homero hizo sonar su lira,
ya había oído cantar a los hombres
por tierra y por mar;
y aquello que creyó necesitar,
fue y lo tomó, ¡lo mismo que yo!
Las vendedoras del mercado y los pescadores,
los pastores y también los marineros,
volvieron a escuchar los viejos cantos,
pero no dijeron nada, ¡lo mismo que yo!
Sabía que robaba, y él sabía que ellos sabían;
no lo delataron ni armaron alboroto;
le guiñaron el ojo por el camino,
y él les devolvió el gesto, ¡lo mismo que nosotros!1
Reconozco mi deuda con otras personas. A aquellos estudiantes que formulaban preguntas que me forzaban a contestar, y que me dijeron de manera amable cuando sencillamente no me hacía entender con claridad; a ellos les debo mucho más que las gracias.
Mis antiguos colegas en el Seminario Teológico de Dallas contribuyeron mucho más de lo que se imaginan. Duante Litfin, John Reed, Mike Cocoris, ElIiott Johnson, Harold Hoehner y Zane Hodges, entre otros, son hombres que aman a Dios, y no vacilan en hablar con franqueza. Bruce Waltke, del Regent College, influyó enormemente en mí durante más de veinte años y proveyó un modelo de erudición vital. Como todos estos y muchos otros influyeron profundamente en mí, ¡es justo que también carguen con buena parte de la culpa por los defectos de este libro!
Mención especial merece Nancy Hardin, quien no sólo preparó y mecanografió el manuscrito, sino que me alertó para que usara mi escaso tiempo libre en la escritura.
¡Y a mi esposa Bonnie! ¡Cuánto le debo! Sólo ella sabe cuánto hizo por mí. Y sólo yo sé la profunda influencia que tiene en mi vida.
Concluido este prefacio, manos a la obra. Cualquiera que sea sensible a las Escrituras, conoce el temor que produce el ministerio. Matthew Simpson. en sus Lectures on Preaching [Conferencias acerca de la predicación], colocó al predicador en esta posición: «Su trono es el púlpito, se ubica en el lugar de Cristo; su mensaje es la Palabra de Dios, lo rodean almas inmortales, el Salvador —invisible— está a su lado, el Espíritu Santo se cierne sobre la congregación, y el cielo y el infierno esperan el resultado. ¡Qué tremenda responsabilidad!»2
Capítulo 1: La predicación expositiva
Este libro trata acerca de la predicación expositiva, aunque quizás fue escrito para un ambiente en depresión. No todos creen que esta clase de predicación —o para el caso cualquier tipo de predicación—, sea una necesidad apremiante en la Iglesia. Es más, en algunos círculos se afirma que debiera abandonarse. El dedo acusador la dejó atrás y ahora apunta a otros métodos y ministerios más «eficaces» y acordes con la época.
La devaluación de la predicación
Explicar por qué la predicación recibe esta baja calificación nos llevaría a cada una de las áreas de nuestra vida común. La imagen del predicador ha cambiado, ya no se lo considera líder intelectual, y ni siquiera espiritual, de la comunidad. Pídale al hombre que se sienta en el banco de la iglesia que describa al ministro, y la respuesta quizás no sea halagadora.
Según Kyle Haselden, el pastor es algo así como la «combinación perfecta» del «obrero simpático, siempre atento, dispuesto a ayudar a la congregación; el consentido de las mujeres ancianas y confidente reservado de los adolescentes; el padre modelo para la gente joven; la compañía ideal para los hombres solitarios; el afable "amigo de todos" en las reuniones sociales».3 Si eso se ajusta a la realidad, entonces el predicador probablemente sea aceptado, pero con toda seguridad no será respetado.
La predicación hoy, para complemento, se expone en una sociedad súper comunicada. Los medios masivos nos bombardean con cientos de «mensajes» por día. La radio y la televisión presentan locutores que nos entregan una «palabra del patrocinador» con toda la sinceridad de un evangelista. En ese contexto, el predicador puede lucir como otro vendedor ambulante que, en términos de John Ruskin, «hace magia con las doctrinas de la vida y la muerte».
Tal vez lo más importante sea que el hombre del púlpito siente que no tiene un mensaje autoritativo. Mucha de la moderna teología le ofrece poco más que ideas religiosas, por lo que sospecha que las personas sentadas en los bancos tienen más fe en los libros de ciencia que en los de predicación. En consecuencia, para algunos predicadores, lo novedoso de las comunicaciones estimula más que el mensaje mismo.
Presentaciones espectaculares, grabaciones cinematográficas, sesiones interactivas, luces llamativas y música de última moda pueden ser síntomas tanto de salud como de enfermedad. Indudablemente, las técnicas modernas pueden ampliar la comunicación; pero por otra parte pueden llegar a sustituirlo —lo deslumbrante y novedoso puede ocultar cierto vacío.
La acción social apela más a cierto sector de la iglesia que lo que se diga o lo que se escuche. Se preguntan: «¿De qué sirven las palabras de fe cuando la sociedad demanda obras?» Esa clase de personas considera que los apóstoles se equivocaron cuando dijeron: «No es justo que nosotros dejemos la Palabra de Dios para servir a las mesas» (Hechos 6.2).
En esta época de activismo parece más lógico afirmar que: «No es justo que dejemos de servir a las mesas para dedicarnos a la Palabra de Dios…»
El argumento a favor de la predicación
A pesar del «desprestigio» de la predicación y los predicadores, nadie que tome en serio la Biblia se atreve a desechar la predicación. Pablo fue escritor. De su pluma tenemos la mayoría de las cartas inspiradas del Nuevo Testamento y, encabezando la lista de ellas, está la dirigida a los romanos. A juzgar por su impacto en la historia, pocos documentos se le comparan. Sin embargo, cuando el apóstol se la escribió a la congregación de Roma, confesó: «Deseo verlos y prestarles alguna ayuda espiritual, para que estén más firmes; es decir; para que nos animemos unos a otros con esta fe que ustedes y yo tenemos» (1.11, 12, VP).
Pablo comprendía que algunos ministerios sencillamente no pueden operar sin un contacto personal, cara a cara. Incluso la lectura de una carta inspirada no lo puede reemplazar. «Por eso estoy tan ansioso de anunciarles el evangelio también a ustedes que viven en Roma» (1.15, VP). Hay un poder que emana de la palabra predicada que aun la infalible palabra escrita no puede reemplazar.
Los escritores del Nuevo Testamento veían la predicación como el medio por el cual Dios obra. Por ejemplo, Pedro les recordó a sus lectores que habían renacido «no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la Palabra de Dios que vive y permanece para siempre» (1 Pedro 1.23). ¿Cómo afectó sus vidas esa palabra? «Y esta es la palabra», explica Pedro, «que por el evangelio os ha sido anunciada» (1.25). Dios los redimió a través de la predicación.
Más aún, Pablo se refiere a la historia espiritual de los tesalonicenses que se habían convertido «de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo» (1 Tesalonicenses 1.9,10). Ese giro ocurrió, según el apóstol, porque «cuando recibisteis la Palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la Palabra de Dios, la cual actúa en vosotros los creyentes» (2.13).
Pablo consideraba que con la predicación Dios mismo hablaba. En la mente de Pablo, la predicación no consistía de un hombre discutiendo acerca de la religión. Más bien, Dios mismo hablaba a través de la personalidad y el mensaje del predicador. Todo eso explica por qué Pablo instó al joven Timoteo a que «prediques la palabra» (2 Timoteo 4.2).
Predicar significa «proclamar, anunciar, o exhortar». La predicación debería emocionar de tal manera al predicador que lo haga proclamar el mensaje con pasión y fervor. Sin embargo, no toda prédica apasionada desde un púlpito posee autoridad divina. Cuando el ministro habla como mensajero, proclama «la palabra» del que lo envió. Nada menos puede pasar legítimamente por predicación cristiana.
Necesidad de la predicación expositiva
El hombre que está en el púlpito enfrenta la apremiante tentación de comunicar un mensaje diferente al de las Escrituras —un sistema político (de derecha o de izquierda), una teoría económica, una nueva filosofía religiosa, antiguos títulos religiosos, una tendencia sicológica. Puede proclamar cualquier cosa con un tono de voz de tono vitral a las 11:30 de la mañana de un domingo después de cantar los himnos. Pero si no predica las Escrituras, pierde su autoridad. Ya no confronta a sus oyentes con la Palabra de Dios, sino con la del hombre. Por eso es que mucha de la predicación moderna no produce otra cosa que un gran bostezo. Dios no está en ella.
Dios habla a través de la Biblia. Esta es su principal medio de comunicación para llegar a los individuos hoy. Por eso, la predicación bíblica no debe confundirse con «la antigua historia de Cristo y de su amor», como si se relataran tiempos mejores en los que Dios estaba vivo y activo.
Tampoco es la predicación más que una repetición de ideas ortodoxas acerca de Dios, pero ajenas a la vida. A través de la predicación de las Escrituras, Dios encuentra hombres y mujeres y los conduce a la salvación (2 Timoteo 3.15) y a la riqueza ya la madurez del carácter cristiano (2 Timoteo 3.16,17). Cuando Dios confronta a un individuo con la predicación, y lo prende del alma, ocurre algo tremendo.
El tipo de predicación que mejor transmite el poder de la autoridad divina es la predicación expositiva. Sin embargo, sería ingenuo suponer que todo el mundo concuerde con eso. No se puede pretender que concuerden en una encuesta un grupo de practicantes que se han revuelto por horas bajo una predicación "expositiva" —más seca como hojuelas de maíz sin leche. Aun cuando muchos predicadores se quitan el sombrero ante la predicación expositiva, su propia práctica los traiciona. Como la emplean poco, la desacreditan.
Es cierto que la predicación expositiva ha sufrido severamente en los púlpitos ocupados por hombres que afirman ser sus aliados. Pero no toda predicación expositiva se puede calificar ni de «expositiva» ni de «predicación».
Lamentablemente, ningún departamento de pesas y medidas (de país alguno), exhibe en una vitrina un modelo de sermón expositivo con el cual comparar otros mensajes. Cualquier fabricante puede ponerle el título de «expositivo» al sermón que le plazca, y ni Ralph Nader [famoso defensor de los consumidores de los Estados Unidos], lo cuestionará. A pesar del daño ocasionado por los impostores, la verdadera predicación expositiva es respaldada por el poder del Dios vivo.
Entonces, ¿en qué consiste realmente la predicación expositiva? ¿Qué constituye tal predicación? ¿En qué se asemeja o difiere de otros tipos de predicación?
Definición de predicación expositiva
Definir es una tarea delicada, ya que muchas veces destruimos lo que definimos. El niño que hace la disección de una rana para averiguar qué la hace saltar, destruye la vida del animalito para aprender algo de él. Predicar es un proceso vivo que involucra a Dios, al predicador y a la congregación, y ninguna definición puede pretender maniatar esa dinámica. Pero igualmente debemos intentar una definición que resulte.
La predicación expositiva es la comunicación de un concepto bíblico, derivado de, y transmitido por medio de, un estudio histórico, gramatical y literario de cierto pasaje en su contexto, que el Espíritu Santo aplica, primero, a la personalidad y la experiencia del predicador; y luego, a través de este, a sus oyentes.
El pasaje gobierna al sermón
¿Qué puntos de esta definición elaborada y un tanto infructuosa deberíamos destacar? En primer lugar, y por encima de todo, el pensamiento del escritor bíblico determina la sustancia del sermón expositivo. En muchos mensajes, el pasaje bíblico que se le lee a la congregación recuerda al himno nacional que se toca en un partido de béisbol: da inicio al juego, pero no se vuelve a escuchar en toda la tarde.
En la predicación expositiva, como lo describe R. H. Montgomery, «el predicador encara la presentación de algún libro particular [de la Biblia] como muchos toman el último bestseller. Procura llevar a su gente el mensaje en unidades definidas [esto es, porciones definidas que tratan un tema específico] de la Palabra de Dios».
La esencia de la predicación expositiva es más una filosofía que un método. Que un hombre pueda o no llamarse expositor comienza con su propósito y con su respuesta sincera al planteamiento que sigue: «Como predicador, ¿se esfuerza usted por someter sus ideas a las Escrituras, o usa estas para apoyar aquellas?» No es lo mismo que preguntar: «Lo que usted predica, ¿es ortodoxo o evangélico?» Ni tampoco: «¿Tiene usted una opinión elevada de la Biblia o cree que es la infalible Palabra de Dios?»
Por más importantes que parezcan estas preguntas en otras circunstancias, un título en teología sistemática no califica a un individuo como expositor de la Biblia. La teología tal vez nos proteja de los males ocultos en interpretaciones atomistas o estrechas. Pero también nos puede vendar los ojos para no ver el texto.
En este enfoque del pasaje, el intérprete debe estar deseoso de revisar sus convicciones doctrinales y rechazar el juicio de sus maestros más respetados. Tiene que dar una vuelta en U respecto a sus propias ideas acerca de la Biblia si entran en conflicto con los conceptos del escritor bíblico.
Adoptar esta actitud hacia las Escrituras exige tanto sencillez como delicadeza. Por un lado, el expositor enfrenta la Biblia con una actitud infantil para escuchar otra vez la historia. No va a discutir ni a demostrar un punto, ni siquiera a encontrar un sermón. Lee para entender y para experimentar aquello que lee. Pero, al mismo tiempo, sabe que ya no vive como un niño, sino que es un adulto encerrado en presuposiciones, y con una visión del mundo que dificulta su entendimiento.
La Biblia no es un libro de cuentos para niños, sino una literatura muy valiosa que requiere una respuesta responsable. Sus diamantes no están en la superficie para que los recojan como flores. Su riqueza sólo se extrae mediante un arduo trabajo intelectual y espiritual preliminar.
El expositor comunica un concepto
La definición destaca que el expositor comunica un concepto. Algunos predicadores conservadores han sido descarriados por su doctrina acerca de la inspiración y por una pobre comprensión de cómo opera el idioma.
Los teólogos ortodoxos insisten en que el Espíritu Santo protege las palabras individuales del texto original. Las palabras constituyen el material del cual se componen las ideas —afirman—, y a menos que aquellas sean inspiradas, estas corren el riesgo de errar. Aunque esto sea un punto importante en la declaración de principios evangélicos en cuanto a la autoridad bíblica, a veces malogra la predicación expositiva.
Aun cuando el predicador estudie los vocablos del texto, y hasta trate con ciertos términos al predicar, las palabras y las frases nunca deben convertirse en fines por sí mismas. Las palabras son expresiones sin sentido hasta que se unen a otros términos para transmitir una idea. En nuestro acercamiento a la Biblia, pues, estamos interesados, principalmente, no en lo que las palabras individualmente significan, sino en lo que el escritor bíblico quiere decir con el uso de ellas.
Para expresarlo de otra manera, los conceptos de un pasaje no se entienden sólo con analizar las palabras separadamente. Un análisis gramatical, palabra por palabra, puede ser tan inútil o aburrido como leer un diccionario. Si un expositor procura entender la Biblia y comunicar su mensaje, debe hacerlo a nivel de las ideas.
Francis A. Schaeffer, en su libro La verdadera espiritualidad, afirma que la gran batalla para los hombres se da en el ámbito de la mente:
«Las ideas son la materia prima del mundo de la mente, y de ellas surgen todas las cosas externas. La pintura, la música, la construcción, así como los sentimientos de amor y odio entre los hombres, son resultado de amar a Dios o rebelarse contra Él, en el mundo exterior.
»El lugar en el que el hombre pasará la eternidad depende de que lea o escuche las ideas, la verdad proposicional, los hechos del evangelio… sea que crea en Dios basado en el contenido del evangelio, o que considere a Dios un impostor…
»La predicación del evangelio consiste en ideas, apasionadas ideas traídas al hombre, como Dios nos las ha revelado en las Escrituras. Estas no son una experiencia vacía recibida interiormente, sino ideas sobre cuyo contenido se actúa interiormente, lo cual marca la diferencia.
»Así que cuando fijamos nuestras doctrinas, afirmamos ideas, y no simplemente frases. No podemos usar las doctrinas como si fueran piezas mecánicas de un rompecabezas. La doctrina verdadera es un pensamiento revelado por Dios en la Biblia, idea que calza perfectamente en el mundo exterior y en el hombre como los creó Dios; la que el hombre puede proyectar a través de su cuerpo al mundo de su mente, y actuar en base a ella. Para el hombre, la batalla radica básicamente en el mundo del pensamiento».4
El concepto proviene del texto
El énfasis en las ideas como la sustancia de la predicación expositiva de ninguna manera niega la importancia de la gramática y el lenguaje. La definición continúa explicando que en el sermón expositivo la idea deriva de, y se transmite a través de, un estudio histórico, gramatical y literario del pasaje en su contexto.
Esto trata primero con la forma en que el predicador llega a su mensaje y, segundo, con la manera en que lo comunica. Ambas cosas implican analizar la gramática, la historia y las formas literarias. Al estudiar, el expositor busca el significado objetivo de un pasaje con la consabida comprensión del idioma, el trasfondo, y la organización del texto.
Luego, en el púlpito, comparte con la congregación, suficiente información obtenida de su estudio, para que el oyente pueda comprobar la interpretación por sí mismo. En definitiva, la autoridad tras la predicación no yace en el predicador sino en el texto bíblico.
Debido a ello, el expositor trata, mayormente, con una explicación de las Escrituras, para enfocar la atención del oyente en la Biblia. Un expositor puede ser respetado por sus habilidades exegéticas y por su preparación diligente, pero esas cualidades no lo transforman en un «papa» protestante.
Como escribió Henry David Thoreau: «Hacen falta dos para tratar la verdad: uno para hablar, y otro para escuchar». Ninguna verdad que valga la pena se alcanza sin luchar, de modo que si una congregación crece, es porque comparte esa lucha. «Para que haya grandes poetas, tiene que haber un gran público», confesó Walt Whitman.
La predicación expositiva eficaz requiere oyentes con oídos para oír. Y como sus almas dependen de ello, el predicador debe ofrecerles a sus oyentes suficiente información para que puedan discernir si lo que están escuchando es lo que la Biblia realmente dice.
Si las personas que están sentadas en los bancos de la iglesia tienen que esforzarse para entender al predicador, este también tiene que hacerlo para entender a los escritores de la Biblia.
Comunicación quiere decir «reunión de significados», y para que ella se dé a través de un auditorio o del tiempo, los involucrados deben tener algunas cosas en común: el idioma, lo cultura, la visión del mundo, las formas de comunicarse.
El expositor acerca su silla a lugar donde se sentaron los escritores de la Biblia. Intenta encontrar el camino al mundo de las Escrituras para entender su mensaje. Aunque no necesita dominar los idiomas ni las formas literarias de los escritores bíblicos, debiera apreciar el aporte de cada una de esas disciplinas.
El expositor puede tener conciencia del amplio surtido de ayudas interpretativas a su disposición para usar en su estudio.5 Y, en la mayor medida posible, busca un conocimiento de primera mano acerca de los escritores bíblicos y sus ideas en el contexto.
El concepto se aplica al expositor
Nuestra definición de predicación expositiva sigue diciendo que la verdad debe aplicarse a la personalidad y a la experiencia del predicador. Esto pone el trato de Dios con el predicador en el centro mismo del proceso.
Por mucho que quisiéramos que fuera de otro modo, el predicador no puede separarse del mensaje. ¿Quién no ha oído a algún consagrado hermano orar antes del sermón: «Esconde a nuestro pastor detrás de la cruz para que no lo veamos a él, sino a Jesús?»
Elogiamos el espíritu de esa oración. Los hombres y las mujeres deben pasar a través del predicador y negar hasta el Salvador. (¡O tal vez el Salvador debe pasar a través del predicador y llegar hasta la gente!) Pero no existe ningún lugar donde el predicador pueda esconderse. Incluso un púlpito grande no puede ocultarlo de los demás.
Phillips Brook estaba en lo cierto cuando describió la predicación como la «verdad derramada a través de la personalidad». El hombre afecta a su mensaje. Puede estar pronunciando una idea escritural, y ser tan impersonal como una grabación telefónica, tan superficial como un comercial de radio, o tan manipulador como un estafador. El auditorio no oye al sermón, oye al hombre.
El obispo William A. Quayle pensaba en esto cuando rechazaba las definiciones rígidas para la homilética. «Predicar, ¿es el arte de preparar y pronunciar un sermón?», preguntó. «No, eso no es predicar. ¡Predicar es el arte de preparar y presentar al predicador!» La predicación expositiva debiera convertir al predicador en un cristiano maduro.
Así como el expositor estudia su Biblia, el Espíritu Santo lo estudia a él. Cuando el hombre prepara sermones expositivos, Dios lo prepara a él. Como dijo P. T. Forsyth: «La Biblia es el principal predicador para el expositor».
Las diferencias que se hacen entre «estudiar la Biblia para obtener un sermón y escudriñarla para alimentar la propia alma», son engañosas y falsas. Un erudito puede examinar la Biblia como poesía hebrea, o como un registro de nacimientos y reinados de antiguos reyes, y no ser confrontado con la verdad de ella. Pero tal separación no puede existir para el que abre el Libro como la Palabra de Dios. Antes que el hombre proclame el mensaje de la Biblia a otros, debe vivirlo.
Lamentablemente, muchos expositores fracasan más como cristianos que como predicadores, porque no piensan bíblicamente. Un número apreciable de ministros, muchos de los cuales afirman tener un alto concepto de las Escrituras, preparan sus sermones sin consultarlas en absoluto.
Aunque el texto sagrado sirva como aperitivo para entrar a degustar el sermón o como aderezo para decorar el mensaje, el contenido principal yace en el pensamiento del propio predicador o de algún otro, recalentado para la ocasión.
Incluso entre lo que se titula «predicación expositiva», hay versículos que pueden llegar a convertirse en plataformas para lanzar las propias opiniones del predicador. Una receta común en los libros de cocina homilética dice algo así:
«Tome varios temas teológicos o morales, mézclelos con partes iguales de "consagración", "evangelización", y "mayordomía". Agregue varios "reinos" o "la Biblia dice". Remueva con una selección de historias bíblicas. Añada "salvación" para sazonar. Sírvase caliente sobre una fuente de versículos bíblicos».
Esos sermones no sólo dejan mal nutrida a la congregación, sino —peor aún— hacen morir de hambre al predicador. No crece porque el Espíritu Santo no tiene con qué alimentarlo.
William Barclay diagnosticó la causa de la desnutrición espiritual en la vida del ministro al escribir: «Cuando más permita un hombre que su mente se vuelva negligente, perezosa y débil, menos tendrá que decirle el Espíritu Santo. La verdadera predicación ocurre cuando un corazón amoroso y una mente disciplinada se ponen a disposición del Espíritu Santo».6
En definitiva, Dios está más interesado en desarrollar mensajeros que mensajes, y como el Espíritu Santo confronta a los hombres, principalmente, a través de la Biblia, el predicador debe aprender a escuchar a Dios antes de hablar en nombre de Él.
El concepto se aplica a los oyentes
El Espíritu Santo no sólo aplica esta verdad ala personalidad y la experiencia del que predica, sino también – según nuestra definición–, a sus oyentes. El expositor piensa en tres aspectos. Primero, como exégeta, lucha con los significados del escritor bíblico. Luego, como hombre de Dios, batalla con la forma en que Él quiere cambiarlo personalmente. Por último, como predicador, reflexiona en lo que Dios quiere decirle a su congregación.
La aplicación le da el propósito a la predicación expositiva. Como pastor, el predicador expone las heridas, dolores y temores de su rebaño. Por eso estudia las Escrituras buscando qué tienen ellas para decírselo a su gente que sufre dolor y culpa, duda y muerte.
Pablo le recordó a Timoteo que las Escrituras eran para usarlas. «Toda Escritura es inspirada por Dios, y es útil para enseñar y reprender; para corregir y educar en una vida de rectitud, para que el hombre de Dios esté capacitado para hacer toda clase de bien» (2 Timoteo 3.16,17 VP).
La predicación expositiva pobre carece, generalmente, de aplicaciones creativas. Los sermones aburridos, por lo común, producen dos quejas principales. Primero, los oyentes protestan diciendo: «Siempre lo mismo». El predicador da la misma aplicación a todos los pasajes, o —lo que es peor—, no da ninguna. «Que el Espíritu Santo aplique esta verdad a nuestras vidas», invoca el expositor que no tiene la más remota idea de cómo afectará el mensaje a las personas.
Una segunda reacción negativa refleja que el sermón no tiene una relación suficientemente directa con el mundo como para que resulte útil. «Es verdad, lo creo, ¿y qué? ¿Dónde está la diferencia?» Después de todo, si el hombre o la mujer deciden vivir bajo el mandato de las Escrituras, tal acción, normalmente, tendrá lugar fuera del edificio de la iglesia.
Allá afuera, las personas pierden el trabajo, se preocupan por sus hijos, y encuentran que la maleza les está invadiendo el césped. Rara vez, las personas normales tienen insomnio a causa de los jebuseos, los cananeos, o los amorreos; ni siquiera a causa de lo que Abraham, Moisés o Pablo dijeron o hicieron.
La gente no duerme pensando en los precios de las mercaderías, el fracaso de las cosechas, la discusión con la novia, el diagnóstico de una enfermedad maligna, una vida sexual frustrante, la escalada de la competencia profesional donde siempre gana el otro. Si el sermón no tiene que ver mucho con ese mundo, la gente se preguntará si en realidad tendrá alguna utilidad.
En consecuencia, el predicador debe olvidarse de hablar sólo en cuanto a la eternidad y hacerlo también respecto al momento en que vivimos. El predicador expositivo confronta a las personas consigo mismas basado en la Biblia, su función no es dictarles conferencias sobre historia o arqueología extraídas de la Biblia.
La congregación se reúne como jurado, no para condenar a Judas, Pedro o Salomón, sino para juzgarse a sí misma. El expositor debe conocer a su gente tanto como a su mensaje, y para adquirir ese conocimiento analiza las Escrituras y a su congregación. Después de todo, cuando Dios habla se dirige a los hombres y mujeres tal como son y donde estén.
Supongamos que las cartas de Pablo a los corintios se hubieran perdido entre la correspondencia y fueran entregadas a los cristianos de Filipos. Estos se habrían devanado los sesos tratando de entender los problemas específicos de los que escribió Pablo, ya que vivían en una situación diferente a la de sus hermanos en Corinto.
Las cartas del Nuevo Testamento, como las profecías del Antiguo, fueron dirigidas a congregaciones específicas, que pasaban por problemas particulares. Los sermones expositivos de hoy serán ineficaces a menos que el predicador comprenda que sus oyentes también viven en una situación particular y que tienen una mentalidad característica.
La aplicación eficaz empuja al predicador hacia la teología y la ética. Al ir de la exégesis a la aplicación, el hombre hace un arduo viaje a través de asuntos relacionados con la vida —que a veces son desconcertantes.
Además de las relaciones gramaticales, el expositor también explora las personales y sicológicas. ¿Cómo se vinculaban los personajes del texto? ¿Cómo se relacionaban con Dios? ¿Qué valores se escondían tras las decisiones que tomaban? ¿Qué pasaba por la mente de aquellos que estaban involucrados?
Estas preguntas no se dirigen al «allá» ni al «entonces», como si Dios sólo hubiera tratado con las personas en el pasado. Esas mismas preguntas que planteaba anteriormente se pueden plantear hoy respecto al «aquí» y al «ahora». ¿Cómo nos relacionamos en la actualidad? ¿Cómo nos confronta Dios con esos mismos puntos? ¿En qué formas el mundo moderno se asemeja o difiere del bíblico?
Las preguntas que plantean las Escrituras, ¿son las mismas que se hace el hombre hoy? ¿Se plantean en igual manera o no? Esta investigación se constituye en la materia prima de la ética y la teología. La aplicación que se adosa a un sermón en el intento de hacerlo relevante, se mantiene alejada de estas preguntas e ignora la máxima de nuestros antecesores protestantes: «Las doctrinas tienen que enseñarse en forma práctica, y los deberes en forma doctrinal».
La aplicación incorrecta puede ser tan destructiva como una exégesis errónea. Cuando Satanás tentó a Jesús en el desierto, trató de vencerlo con una aplicación falsa de las Escrituras. El tentador le susurró a Jesús el Salmo 91 con admirable precisión: «Pues a sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos. En las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra.» (vv. 11,12).
Satanás entonces discurrió: «Ya que posees esta salida prometida, ¿por qué no la usas y saltas del pináculo del templo, y así demuestras de una vez por todas que eres el Hijo de Dios?» Al rechazar al diablo, Jesús no discutió el aspecto gramatical del texto hebreo. Al contrario, atacó el uso que le quiso dar al salmo empujándolo a saltar del templo. Él tenía otro pasaje de las Escrituras que se aplicaba mejor a aquella situación: «No tentarás al Señor tu Dios.»
Tenemos que predicar en un mundo influido por el novelista, el periodista y el dramaturgo, Si no lo hacemos, tendremos oyentes de mentalidad ortodoxa, y conducta herética. Por supuesto, al predicar a un mundo secular, no debemos disertar con términos empleados por el secularismo.
Aunque las ideas bíblicas deben dirigirse a la experiencia humana, debemos llamar a los hombres y las mujeres a vivir en conformidad con la verdad bíblica. «Sermones relevantes» pueden convertirse en simples peroratas desde el púlpito a menos que relacionen la situación vigente con la Palabra eterna de Dios.
F.B. Meyer comprendió el temor reverencial con que el predicador bíblico habla acerca de los problemas de su época: «Pertenece a una descendencia importante. Los reformadores, los puritanos, los pastores de los padres peregrinos eran, esencialmente, expositores. No anunciaban sus opiniones particulares, que podían depender de interpretaciones privadas o de una disposición dudosa, sino que, aferrándose a las Escrituras, aseguraban sus mensajes con irresistible eficacia convencidos de que contenían lo que "Así dijo el Señor"».
Conceptos nuevos
Predicación expositiva
Definiciones
Predicaciones expositivas: La comunicación de un concepto bíblico, derivado y transmitido a través de un estudio
histórico
gramatical
y literario
del pasaje en su contexto, que el Espíritu Santo aplica primero a la personalidad y a la experiencia del predicador, y luego, a través de él,
a sus oyentes
Capítulo 2: ¿Cuál es la idea principal?
Me gusta poco la ópera, aunque lo peor es que tengo varios amigos a quienes les encanta. Estar con ellos me hace sentir como si viviera en un desierto cultural, pero he tomado varias medidas para cambiar mi situación. En algunas oportunidades, efectivamente, he asistido a la ópera. Como un pecador que por vergüenza se ve forzado a asistir a la iglesia, entro al teatro para permitir que la cultura entre en mí. Sin embargo, la mayoría de las veces vuelvo a casa ajeno a lo que los artistas trataron de comunicar.
Claro está, conozco lo suficiente de ópera como para saber que los que actúan tienen que cantar el guión, en lugar de hablar sus parlamentos. Sin embargo, la trama sigue siendo generalmente tan confusa para mí como la letra en italiano, pero los entusiastas de la ópera me dicen que el argumento es incidental a la representación.
Si alguien se molestara en preguntarme mi opinión sobre la ópera, comentaría acerca del montaje escenográfico, los trajes espléndidos, o algo sobre el peso de la soprano. Pero no podría emitir ningún juicio confiable en cuanto a la interpretación de la música, ni del impacto dramático de la representación. Al regresar del teatro con el programa arrugado entre mis manos y una variedad de impresiones confusas, en realidad no sé cómo evaluar lo que ocurrió.
Cuando las personas asisten a la iglesia, es posible que respondan al predicador como el novato que va a la ópera. Nunca se les ha dicho lo que un sermón a de lograr. El oyente, por lo general, reacciona frente a los momentos emotivos. Disfruta las historias de interés humano, toma nota de una o dos frases atractivas, y juzga el sermón como exitoso si el predicador termina a buena hora. Pero tal vez las cosas más importantes, como el sujeto del sermón, se le escapan por completo.
Años atrás, Calvin Coolidge regresó a su hogar después del culto dominical, y su esposa le preguntó de qué había hablado el pastor. Coolidge respondió: «Del pecado». Cuando su esposa le insistió que le dijera qué dijo el predicador sobre el pecado, Coolidge respondió: «Creo que estaba en contra».
La verdad es que muchas personas en los bancos no llegarían mucho más lejos que Coolidge si se les pregunta algo del contenido del sermón del último domingo. Para ellos, los predicadores hablan sobre el pecado, la salvación, la oración o el sufrimiento —todo junto, o un asunto a la vez, en treinta y cinco minutos.
A juzgar por la forma incomprensible en que los oyentes hablan acerca del sermón, cuesta creer que han escuchado un mensaje. Las respuestas, al contrario, indican que salen con una canasta llena de ideas, pero sin ningún sentido de la totalidad del sermón.
Muchos expositores, es lamentable, aprenden a predicar como han escuchado a la gran mayoría. Los predicadores, igual que sus audiencias, tal vez consideren al sermón como una colección de temas que tienen poca relación entre sí. En ese caso, los libros de texto destinados a ayudar al predicador en realidad pueden obstaculizarlo.