A mis viejos José Antonio y Clorinda, que ya no están, pero me dejaron la buena costumbre de ser curioso.
A Mirtha.
Año: 1974. Situación: recién finaliza la guerra en el Medio Oriente, con victoria definitiva de Israel. Consecuencias inmediatas: el embargo petrolero impuesto por las naciones árabes a Estados Unidos y Europa occidental dispara el precio del petróleo de 2,50 a 10 dólares por barril en pocas semanas. En Venezuela, país miembro de la OPEP desde su fundación y exportador de casi 3 millones de barriles diarios, los ingresos en divisas se multiplican proporcionalmente al alza del oro negro.
Año: 1979. Un segundo shock petrolero eleva los precios del crudo hasta la –para entonces– inédita cifra de 30 dólares por barril. Venezuela vuelve, por segunda vez en una década, a nadar en la abundancia.
Año: 1981. La reacción de los grandes consumidores de energía se empieza a hacer sentir. Baja la demanda petrolera y se notan las primeras señales de debilidad de la OPEP. Los precios se congelan. En Venezuela, se generaliza la percepción de que el dinero no alcanza. Dos años más tarde, en 1983, ocurre la devaluación del bolívar: 100% en apenas días. En 1986, Arabia Saudita vende a net-back y el mercado petrolero se desploma. En 1989 se agotan las reservas internacionales de Venezuela y hay que emprender un severo programa de ajustes económicos que termina con motines, dos golpes de Estado y la destitución de un presidente de la República. Como agregado a (o como consecuencia de) los problemas políticos y sociales, se desató una crisis económica estructural que todavía no consigue salida.
Siglo XVI: el capitalismo y el intercambio comercial comenzaron a extenderse por todo el norte de Europa, constituyéndose, con el tiempo, en los ejes centrales del desarrollo económico que ha alcanzado la civilización occidental hasta nuestros días. La soberanía del mercado, sin embargo, no llegó con la misma fuerza a todas las regiones del Viejo Continente: mientras la riqueza era creada y multiplicada por los comerciantes y empresarios de naciones como Inglaterra y Holanda, el oro y las materias primas que llegaban a España, provenientes de las Indias, no producían fuentes sustentables de bienestar material, sino que, por el contrario, causaban inflación, escasez y, en general, un deterioro progresivo del nivel de vida de la población. La Corona y la Iglesia españolas, actuando en perfecta sintonía, dedicaron buena parte de los tesoros coloniales a prioridades grandiosas pero poco rentables como el engrandecimiento territorial del imperio, las guerras con el poder anglosajón y la conversión al catolicismo de los indígenas americanos. Al final, España perdió su imperio y sus riquezas y se quedó al margen del mundo industrializado hasta que, como resultado de su incorporación a la Unión Europea, la dinámica generada por la integración le ha hecho regresar, poco a poco, y aún con los problemas y la recesión que comenzaron a finales de la década de 2010, a la calle del medio.
El parecido entre la Venezuela de los últimos 30 años y el imperio español de los siglos XVI al XIX va más allá de la poca habilidad que tuvieron ambas sociedades para subir su nivel de vida, a partir de la abundancia. La manera como España y Venezuela desperdiciaron sus recursos responde a una coincidencia de propósitos que no necesariamente es obvia, a causa de la separación de tiempo y espacio entre las dos naciones, pero que encierra muchos rasgos comunes. Los elementos necesarios para comparar ambos episodios deben buscarse, más que en motivaciones económicas o políticas, en las creencias y valores que han provocado, y provocan, muchos de los procesos por los que pasan las sociedades a lo largo de su historia.
Ante la riqueza, las prioridades de la Corona española y del gobierno venezolano no fueron la administración austera, la inversión productiva y el sentido de futuro, sino la culminación de proyectos grandiosos y faraónicos, sin mucho sentido práctico pero con una gran significación simbólica. La conversión de los indígenas a la fe católica, la Gran Venezuela de los años setenta y la Revolución Bolivariana del siglo XXI son el mismo hecho, con las mismas raíces y los mismos deseos escondidos, aunque hayan ocurrido a varios siglos y muchos kilómetros de distancia.
¿Qué ha pasado en Venezuela? Apartando explicaciones esotéricas, y excluyendo cualquier karma irreversible que obligue a los venezolanos, contra su voluntad, a la destrucción de riqueza, el deterioro que ha sufrido el país es sorprendente, por decir lo menos. Y lo que es más extraño, sin que haya habido circunstancias catastróficas a las cuales echarles la culpa, sino todo lo contrario: ochenta años seguidos de exportaciones petroleras y de ingresos seguros y en moneda dura; gobiernos escogidos en elecciones desde 1959, sin interrupciones de fuerza; un clima benigno y una situación geográfica privilegiada; recursos naturales y diversidad por todas partes. Como se vea, Venezuela disfruta de unos atributos tan favorables que no se justifica ni se encuentran razones para que todavía pertenezca al tercer mundo (y avanzando hacia el cuarto, bueno sea decirlo).
Los intentos de encontrarle sentido a la debacle venezolana de las últimas décadas muestran una variedad casi inagotable: desde los gobiernos hasta los genes, pasando por los políticos –la excusa más frecuente–, las leyes, los empresarios, el pueblo, las élites, los banqueros y el Imperio, así con mayúscula (un chivo expiatorio muy útil y muy utilizado de unos años a esta parte). Existen las explicaciones que ofrece el ciudadano común, las excusas de los funcionarios, las ofertas de los políticos, el remedio del portugués del abasto y el discurso del presidente de la República sobre por qué las cosas no están bien y cómo se va a hacer, desde mañana, para que todo salga mejor. Venezuela tiene diagnósticos, propuestas, planes, lanzamientos y relanzamientos para regalar. Pero los diagnósticos no alcanzan el fondo del asunto: no llegan a la variable independiente. Y la situación no mejora.
En una encuesta realizada bajo el patrocinio de la Fundación Venezuela Competitiva[1], 101 líderes de opinión analizaron las causas de la baja competitividad que afecta a la mayoría de las organizaciones venezolanas. El resultado de las entrevistas se puede resumir en que «el país todo es un obstáculo a la competitividad», citándose entre las razones principales el sistema financiero, la administración de justicia, los servicios públicos, la inseguridad personal, el sistema tributario, la legislación económica y la base cultural y educativa de la población.
De todos los recursos argumentales, quizás el que tiene más aspiraciones de respuesta global y definitiva es el que le echa la culpa a la maldición de la renta, esa especie de hueco negro insaciable que se desató con la abundancia de petróleo y le enseñó a la población que no había que trabajar para conseguir la carnita y las verduras porque el gordo de la lotería cubría todos los gastos. El argumento rentista sugiere que si el oro negro no hubiese aparecido, las cosas habrían sido distintas y la sociedad habría aprendido a administrarse y a crear unos sistemas y un ambiente más autónomos y menos subordinados a la riqueza fortuita. Sin embargo, la explicación del rentismo, al igual que casi todas las respuestas a la encuesta sobre competitividad, y de la misma manera que las soluciones que regalan taxistas y parroquianos a quien quiera escucharlas, se sigue quedando a mitad de camino, pues no abarca la verdadera dimensión de un problema que es mucho menos circunstancial de lo que parece y cuyas soluciones se encuentran a un nivel de intervención bastante más profundo que un cambio de gobierno, un nuevo modelo económico o el engrillamiento masivo de los corruptos.
En lugar de asumir que el dinero petrolero desajustó a la sociedad y la volvió cómoda y rentista, debería comenzarse por intercambiar la causa con el efecto. En otras palabras, la clave del asunto podría estar en que la cultura del país responde a un concepto rentista de la vida, y no que el rentismo se generó a partir de la bonanza petrolera. Una sociedad rentista, y no un evento fortuito, fue la que creó instituciones cuyo fin primordial ha sido cultivar el paternalismo, en lugar de promover la generación de riqueza; y esa misma sociedad, por iniciativa propia, diseñó unos sistemas que responden al deseo expreso de no participar en las decisiones y de dejar que quien mande se ocupe de los problemas y de sus soluciones.
Las fallas del sistema legal y las crisis económicas no caben en el mismo saco ni se deben mezclar con la educación, la cultura nacional y los valores de la gente, so pena de cometer un error conceptual de considerables proporciones y de mezclar perspectivas y unidades de análisis muy distintas entre sí. La cultura, según la define Edgar Schein[2], es «un patrón de creencias básicas –inventadas, descubiertas o desarrolladas por un determinado grupo a medida que aprende a solucionar sus problemas de adaptación externa– que ha funcionado lo suficientemente bien como para ser considerado válido y que, por lo tanto, es transmitido y enseñado a los nuevos miembros del grupo como la manera correcta de percibir, analizar y sentir». La cultura llega hasta la esencia misma de la gente que forma una comunidad, y los desarrollos de esa gente, vale decir, sus leyes, normas y acciones, no son sino una expresión de las creencias que están en el fondo de todo. Así como el agua tiende a ocupar todos los espacios disponibles, la variable independiente, la cultura, se manifiesta en casi todas las decisiones de la sociedad y tiñe con sus colores particulares cualquier obra, plan o proyecto comunitario, independientemente de los objetivos teóricos y los discursos de inauguración.
Si el sistema legal venezolano no funciona, es porque la gente que tuvo influencia y poder de decisión sobre ese sistema –los partidos políticos, los funcionarios y los legisladores que escogieron a unos jueces que a su vez se dejaron corromper y defendieron los intereses de sus padrinos– diseñó un conjunto informal de reglas de juego, a veces mediante el estiramiento de la normativa vigente o incluso en abierta violación de lo establecido, que le ha permitido supeditar las leyes a sus intereses particulares y partidistas. Los servicios públicos se deterioran todos los días porque la gente responsable de su operación no cumple con sus obligaciones elementales. La educación está en crisis porque todos los involucrados en el asunto –ministros, directores, maestros, dirigentes y estudiantes– han ido descuidando sus atribuciones básicas, como son las de enseñar, estudiar (o exigir una educación de calidad) y actualizarse, para dedicarse al gremialismo o al activismo político. La empresa privada venezolana, o lo que queda de ella, no es competitiva porque su cultura organizacional –y, por ende, los principios en los cuales se basan sus prácticas gerenciales– no es la adecuada para sobrevivir y crecer en un ambiente de competencia y de libre mercado, sino que responde a un concepto rentista de la economía –y de la vida– y necesita dosis periódicas de paternalismo para sobrevivir.
Detrás del fracaso de las instituciones del país no hay que buscar estructuras ni sistemas, sino personas. Y detrás de los actos y el desempeño de las personas, lo que se consigue son las motivaciones primigenias que las llevan a funcionar de una manera y no de otra. Argumentar, a la manera tradicional, que Venezuela se puede componer a base de leyes, tecnología y gobiernos es dispararle al blanco equivocado, confundir los síntomas con la enfermedad y sustituir los remedios verdaderos por los pañitos calientes.
Para señalar a la cultura como punto de partida de todas las crisis hay que resolver algunas contradicciones aparentes que, sin embargo, vistas con detenimiento, arrojan más respuestas que interrogantes. Según Schein, la cultura de un grupo, para transmitirse a lo largo de las generaciones y mantenerse como creencia firme e inobjetable, tiene que ser exitosa, es decir, tiene que contribuir a la solución real de los problemas que enfrenta la comunidad a través del tiempo. Cabría preguntarse, entonces, cómo es que la cultura venezolana, sin que se hayan resuelto los problemas fundamentales del país, sino más aún, habiéndose agravado, sigue anclada en sus mismas creencias y valores desde hace tantos años. En otras palabras, ¿cómo es que, habiendo fallado económica y socialmente, los venezolanos no hemos desarrollado un sistema de valores distinto, que nos aporte herramientas para salir del hoyo y entrar en el camino del progreso?
La pregunta tiene dos respuestas que se complementan. En primer lugar, se podría especular que la sociedad venezolana, a fuerza de crisis y de mala vida, podría estar acercándose al umbral de un cambio importante y profundo que sacudiría muchas verdades tradicionales y abriría el juego hacia un país distinto; con la salvedad de que las transformaciones sociales, como las personales, toman tiempo y no ocurren de una manera ordenada y medible, sobre todo si son tan drásticas como para ir de una sociedad tradicional y paternalista a una competitiva y de vanguardia. La segunda respuesta, quizás la más reveladora, la más irritante y la que está soportada por datos más duros, dice que el sistema de valores de los venezolanos no se ha querido mover de su sitio porque las prioridades de la gente no se han correspondido con el desarrollo económico ni con el progreso material, sino con otras necesidades menos obvias pero igualmente poderosas. La cultura de los venezolanos, vista en retrospectiva, sí ha sido exitosa, solo que su éxito debe ser medido con las unidades adecuadas. Esas unidades no son el producto interno bruto ni las exportaciones no tradicionales ni el nivel de alfabetismo, sino magnitudes menos cuantificables como la necesidad de pertenencia, la motivación por el poder o la compensación externa de las carencias en la autoestima.
Si se asume que cada sociedad desarrolla sistemas de valores particulares cuyo origen está en una combinación de procesos muy compleja y extendida en el tiempo, es de esperarse que las distintas comunidades que pueblan el planeta obtengan resultados económicos y sociales muy diferentes entre sí, como consecuencia de las prioridades y de lo que tiene relevancia para la gente. Sin perder de vista la premisa de que no hay culturas, razas ni etnias intrínsecamente superiores a otras, todas las culturas del mundo son igualmente exitosas en conseguir solución a sus problemas (el pueblo nunca se equivoca, dicho en otras palabras); la diferencia radica en la naturaleza de los problemas que se resuelven y en los que se dejan pendientes. Si en Venezuela el poder es importante para la gente, la obtención de poder será un objetivo prioritario y los ciudadanos dedicarán sus mayores esfuerzos a buscar esa medida de satisfacción individual, independientemente de que, en el proceso, se cree o se destruya riqueza.
En las historias del folclore venezolano se encuentran numerosos ejemplos de las prioridades con que las personas, y por consiguiente las organizaciones y el país, elaboran sus proyectos existenciales. Hay un cuento, muy conocido, sobre un pescador que, después de realizada la faena mínima necesaria para alimentarse él y a su familia, pasaba los días en una hamaca viendo el mar y meciéndose debajo de una palmera. Un turista gringo se puso a hablar con el pescador y le propuso que trabajara más para que comprara otro bote y después otro y otro. Al cabo de varios años de trabajo duro y esfuerzo, podría dedicarse a hacer lo que más le gustara, pues tendría a otros pescadores trabajando para él. En este punto, el pescador le contestó: «Pero bueno, señor, a mí lo que me gusta es ver el mar desde mi chinchorro. ¿Para qué pasar tanto trabajo y esperar todo ese tiempo si lo que quiero hacer lo estoy haciendo ahorita?».
La diferencia entre el pescador y el turista, aparte de la anécdota, llega hasta la médula del contraste entre una cultura-proceso, como puede ser, por ejemplo, la norteamericana, y la cultura-contenido, que caracteriza a la sociedad venezolana. Mientras el anglosajón valora el resultado final placentero como una consecuencia del trabajo sostenido, y planifica y encara el proceso de construcción y desarrollo de su obra con el mismo énfasis con el que visualiza la meta, la cultura local se concentra en la recompensa y, en la mayoría de los casos, busca atajos para llegar a ella lo antes posible. Ambos protagonistas son exitosos, pues terminan haciendo lo que quieren y, lo que es más importante, según un estilo de vida que es válido y coherente con las creencias de cada uno. La diferencia fundamental estriba en que, mientras el gringo emprendedor crearía riqueza y empleo y contribuiría significativamente con el PIB, el pescador construye una economía de subsistencia que solo responde por las necesidades de su círculo familiar.
Ahora bien, ¿se puede generalizar a Venezuela como un país en el cual la gente se comporta como el hombre del cuento, o se trata solo de un ejemplo folclórico que nada tiene que ver con el habitante de las ciudades, el oficinista, el gerente y el obrero de las fábricas? Las culturas y subculturas centradas en el contenido, desligadas del proceso productivo o creador y, por lo tanto, muy lejanas de la competitividad, son bastante comunes en Venezuela. Es cierto que un gerente urbano, profesional y habituado al entorno corporativo, tiene unos patrones de comportamiento muy distintos a los del pescador, pero las diferencias, analizadas en profundidad, puede que solo representen una forma particular, entre muchas posibles, de instrumentar un sistema de valores que coincide en mucho con el del paisano de provincia. Para sustentar esta afirmación, es pertinente presentar una descripción detallada de los rasgos sociales del venezolano, correlacionar las conductas de la superficie con el sustrato común que las produce y, luego de filtrados los elementos accesorios, llegar a conocer las creencias básicas de la gente. Esas creencias que, en definitiva, son las que realmente mandan, controlan y deciden la vida de todos.
Los próximos capítulos se limitan a retratar los rasgos principales de nuestra cultura, así como sus consecuencias –sociales, económicas y políticas– más relevantes. Al dibujar el perfil del venezolano, se ha puesto el mejor esfuerzo (aunque cuesta olvidar que uno mismo es parte del caldo) en ser objetivo: sin ensañamientos, pero a la vez sin juegos florales ni alabanzas gratuitas. Lo que está detrás de la primera parte del texto es, simplemente, entender cómo somos, por qué somos y cuánto nos cuesta el sistema de valores que tenemos. La descripción, a pesar del número de páginas que cubre, es solamente el punto de partida, la base de datos. Queremos ir mucho más allá de unas listas y un diagnóstico. Pretendemos, con base en lo que hemos aprendido sobre nuestra cultura, dedicar los capítulos finales a imaginarnos un camino nuevo y distinto. Un camino, eso sí, que llegue hasta la raíz de los problemas. Que no se limite a las repetidas recetas y propósitos de año nuevo. Que sea un verdadero proyecto de cambio, de adaptación al mundo moderno y de empeño por concretar una nueva visión de país. Que nos permita revisar dónde estamos y qué hemos hecho, pero solo para tener una idea clara de hacia dónde queremos ir y cuánto habrá que pagar por el viaje. Que nos ayude a construir una existencia más próspera, más equitativa y menos tropezada. Para todos los que vivimos aquí. Y para todos los que vienen.
1. Diario El Universal, Caracas, edición del 19-5-95, 2.o cuerpo, pág. 2-1.
2. Schein, Edgar. Organizational Culture and Leadership, Jossey-Bass Inc. San Francisco, California, 1985, pág. 9.
3. Romero, Oswaldo. Motivando para el trabajo, Cuadernos Lagoven, Serie Siglo XXI, Caracas, 1985, pág. 58.
4. Beagley Sharon y Jean Chatzki. «Stop, You Can’t Afford It», Newsweek, noviembre 7, 2011, pág. 9.
5. Brady, K. C. «Accionar del cambio cultural: captura del espíritu», Intesa, Noviembre 2, 1998.
6. Viana, Horacio y otros. Estudio de la capacidad tecnológica de la industria manufacturera venezolana, Fondo Editorial Fintec, Caracas, 1994, pág. 45.
7. Cabrujas, José I. y Gorka Dorronsoro. «Caracas», Fundación Polar, Caracas, Oscar Todtman Editores, 1990, pp. 12, 13.
8. Diario Economía Hoy, Caracas, edición del 2-4-95, pág. 15.
9. Viana, Horacio y otros, Op. cit., pp. 161-163.
10. Rangel, Carlos. Del buen salvaje al buen revolucionario, Monte Ávila Editores, Caracas, 1976, pág. 138.
11. Mc Clelland, David. Informe sobre el perfil motivacional observado en Venezuela, Fundación Venezolana para el Desarrollo de Actividades Socioeconómicas (Fundase), Caracas, 1974, pág. 98.
12. Cochran, T. «The Puerto Rican Businessman: Cultural Factors», en Workers and Managers in Latin America, por S. Davis y L. W. Goodman. Lexington Books, Lexington, Massachusetts, 1972, pág. 72.
13. Revista Letras Libres, México, noviembre 2007.
14. Revista Veneconomía, vol. 12 - No 8, mayo 1995, pág. 22.
15. Naím, Moisés y otros. Las empresas venezolanas: su gerencia, Ediciones IESA, Caracas, 1989, pág. 505.
16. Brady, K. C. Op. cit.
17. Urbaneja, Diego B. Pueblo y petróleo en la política venezolana del siglo XX, Ediciones Cepet, Caracas, 1992, pp. 203-204.
18. Escovar Salom, Ramón. Evolución política de Venezuela, Monte Ávila Editores, Caracas, 1972, pág. 68.
19. Hofstede, Geert. Culture’s Consequences, Sage Publications, Beverly Hills, California, 1984, pág. 22.
20. Paz, Octavio. Postdata a El laberinto de la soledad, Vuelta a El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, pp. 261, 330.
21. Revista Newsweek, agosto 18, 2011, pp. 40-41.
22. Cochran, T. Op. cit., pág. 73.
23. Gillin, J. «Modern Latin American Culture». Social Forces 25, 1947, pág. 243.
24. Globovisión, 15 de julio de 2010, página web.
25. Paz, Octavio. El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, pág. 136.
26. Subero, Carlos e Ileana Matos. «El venezolano es un individuo feliz y un ciudadano decepcionado (encuesta Fundación Konrad Adenauer)», El Universal, Caracas, edición del 27-8-95, C1, pp. 1-22 / 1-23.
27. Diario El Nacional, C2, 29/10/1999.
28. Viana, Horacio y otros. Op. cit.
29. Escovar Salom, Ramón. Op. cit., pág. 46.
30. Paz, Octavio. Op. cit, pág. 33.
31. Vargas Llosa, Mario. El pez en el agua, Seix Barral, Barcelona, España, 1993, pág. 105.
32. Periódico El Norte. Monterrey, México, 15 de octubre 2011, pág. 1.
33. Noticias 24, Venezuela, 8 de octubre 2011, página web.
34. Noticias 24, Venezuela, 4 de septiembre 2011, página web.
35. Barroso, Manuel. La autoestima del venezolano, Editorial Galac, Caracas, 1992, pág. 122.
36. Subero, Carlos e Ileana Matos. Op. cit.
37. Romero, Oswaldo. Motivación en la educación y en la industria, Ediciones Rogya, Mérida, 1990, pág. 41.
38. Subero, Carlos e Ileana Matos. Op. cit.
39. Citado por Hermann Petzold Rodríguez. «Grisham y las muertes de Brito y Anderson». El Universal, sábado 8 de octubre de 2011, página web.
40. Escovar Salom, Ramón. Op. cit., pág. 106.
41. Rice, Faye. Revista Fortune, 8-8-94, pp. 44-49.
42. Revista Fortune, 8-8-94, pág. 45.
43. Diario El Nacional, Entrevista a Joseph Alicia Machado, Miss Venezuela 1995, Caracas, edición del 29-9-95, cuerpo B, pág. B-10.
44. «Resumen de las IV Jornadas Venezolanas de Adiestramiento y Desarrollo». Asociación Venezolana de Adiestramiento y Desarrollo, Caracas, junio de 1984, pág. 182.
45. Plaza Márquez, Rodolfo. «De la seudodemocracia», Diario El Universal, Caracas, 16-2-86.
46. Worsley, P. The Three Worlds, University of Chicago Press, Chicago, 1984, pág. 262.
47. Dyer, Wayne. Tus zonas erróneas, Editorial Grijalbo, Caracas, 1994, pág. 17.
48. Triandis, H. C. «The analysis of subjective culture», en Geert Hofstede. Culture’s Consequences, Sage pubications, USA, 1984, pág. 152.
49. Entrevista a Zhao Fusan, en Guy Sorman. Los verdaderos pensadores de nuestro tiempo. Editorial Seix Barral, Barcelona, 1991, pág. 107.
50. Wright, Robert. «The Evolution of Despair», Revista Time International, 28-8-95, pág. 38.
51. De Vries, Roberto. «Competencia, ¿sinónimo de violencia, crueldad y egoísmo?», Diario Economía Hoy, Caracas, edición del 24-11-93, pág. 15.
52. Romero, Oswaldo. Op. cit., pág. 35.
53. Hofstede, Geert. Op. cit., 254.
54. Mc Clelland. Op. cit.
55. Mc Clelland, David. The Achieving Society. The Free Press, New York, 1967.
56. Mc Clelland, David. Citado por Castillo, Myriam. «Motivos de logro, poder y afiliación en cuentos escritos por escolares del Área Metropolitana de Caracas», Universidad Católica Andrés Bello, Caracas, Escuela de Psicología. Tesis de Grado, 1982.
57. Romero, Oswaldo. Op. cit., pág. 17.
58. Romero, Oswaldo. Op. cit., pág. 17.
59. Romero, Oswaldo. Op. cit., pág. 17.
60. Salom de Bustamante, Colombia y Silvana D’anello Koch. «Motivaciones de logro, poder y afiliación en adolescentes», Centro de Investigaciones Psicológicas, Universidad de los Andes, Memorias III Evento Venezolano sobre Motivación (EVEMO), Mérida, Venezuela, 1990, pág. 180.
61. Mc Clelland, David. Op. cit., pág. 92.
62. Mc Clelland, David. Op. cit., pág. 81.
63. Mc Clelland, David. Op. cit., pág. 82.
64. Subero, Carlos e Ileana Matos. Op. Cit.
65. Romero, Oswaldo. Op. cit., pág. 41.
66. Hofstede, Geert. Op. cit., pág. 71.
67. Triandis, H. C. Op. cit., pp. 151-152.
68. Tomado de Hofstede, Geert. Op. cit.
69. Rial, Alberto. «National Culture and Socioeconomic Development: the Venezuelan Case», Tesis de Maestría, Massachusetts Institute of Technology, Sloan School of Management, 1986, pág. 87.
70. Romero, Oswaldo. Op. cit., pág. 146.
71. Weiner, B. «A Theory of Motivation for Some Classroom Experiences», Journal of Education Psycology, 71, 3-25, 1979.
72. Salom de Bustamante, C. y B. Sánchez. «Necesidad de logro y atribuciones ante el éxito y el fracaso», Laboratorio de Psicología, Universidad de los Andes, Mérida, Venezuela, publicación 36.
73. Citado por Romero, Oswaldo. Op. cit., pág. 35.
74. Diario El Nacional, 29/10/1999, pág. C2.
75. Salom de Bustamante, Colombia. «Expectativas de éxito y fracaso en Venezuela», Boletín de la Avepso, vol. VII, n.o 2, agosto 1984.
76. Salom de Bustamante, Colombia. Op. cit., pág. 15.
77. Salom de Bustamante, Colombia. Op. cit., pág. 15.
78. Salom de Bustamante, Colombia. «Necesidad de logro: una motivación para el desarrollo del país», Centro de Investigaciones Psicológicas, Universidad de los Andes, Memorias Conferencias I Evento Venezolano sobre Motivación (EVEMO), Mérida, Venezuela, 1986.
79. Salom de Bustamante, Colombia. Op. cit., pág. 10.
80. Salom de Bustamante, Colombia. Op. cit., pág. 9.
81. Diario Economía Hoy, Caracas, edición del 2-4-95, pág. 14.
82. De Vries, Roberto. Op. cit.
83. Urbaneja, Diego B. Op. cit., pp. 350-351.
84. Olivares, Francisco. «Fábrica de violencia», Diario El Universal, página web, domingo 6 de noviembre de 2011.
85. Salom de Bustamante, Colombia. Conferencia dictada durante el 5o Evento Venezolano sobre Motivación, EVEMO, en Mérida, Venezuela, del 7 al 9-11-94.
86. Mc Clelland, David. Op. cit., pág. 88.
87. Romero, Oswaldo. Crecimiento psicológico y motivaciones sociales, Ediciones Rogya, Mérida, 1991.
88. Romero, Oswaldo. Op. cit., pp. 17, 21.
89. Barroso, Manuel. Op. cit.
90. Romero, Oswaldo. Op. cit., pág. 183.
91. Fyans, L. J. y otros. «A Crosscultural Exploration into the Meaning of Achievement», Journal of Personality and Social Psicology, 44, 1983, pp. 1000-1013.
92. Revista Veneconomía, vol. 12 - n.o 8, mayo 1995, pág. 23.
93. Romero, Oswaldo. Op. cit., pp. 55-57.
94. Barroso, Manuel. Op. cit., pág. XIII.
95. Diario Economía Hoy, Caracas, edición del 2-4-95, pág. 14.
96. Romero, Oswaldo. Op. cit., pág. 118.
97. Paz, Octavio. Op. cit., pág. 341.
98. Rangel, Carlos. Op. cit., pp. 131, 138-139.
99. Rangel, Carlos. Op. cit., pp. 166, 167.
100. Rangel, Carlos. Op. cit., pág. 174.
101. Rangel, Carlos. Op. cit., pág. 168.
102. Escovar Salom, Ramón. Op. cit., pp. 43, 45.
103. Rangel, Carlos. Op. cit., pp. 165-166.
104. Rangel, Carlos. Op. cit., pp. 182-183.
105. Rangel, Carlos. Op. cit., pág. 178.
106. Ortega y Gasset, José y Salvador Madariaga (citados por Gustavo Coronel). Venezuela, la agonía del subdesarrollo, Caracas, 1990, pág. 106.
107. Coronel, Gustavo. Op. cit., pp. 25-26.
108. Machado, Antonio. Diccionario de literatura española, vol. I, 2da. edición, 1953, Madrid, pág. 434.
109. Diario El Universal, Caracas, edición del 16-2-86. Entrevista a José Vicente Rangel, por Ramón Hernández, Cuerpo 1, pág. 1-12.
110. Salamanca, Luis. La sociedad civil venezolana en dos tiempos: 1972-2002, Revista Politeia vol. 30 n.o 30, Caracas, enero 2003, pp. 66-85.
111. Subero, Carlos e Ileana Matos. Op. cit.
112. Naím, Moisés. Op. cit., pág. 90.
113. Romero, Oswaldo. Op. cit., pág. 91.
114. Romero, Oswaldo. Op. cit., pp. 67-73.
115. Romero, Oswaldo. Op. cit., pág. 91.
116. Romero, Oswaldo. Op. cit., pág. 68.
117. Diario El Universal, página web, 7 de septiembre de 2011.
118. Viana, Horacio y otros. Op. cit.
119. Towers Perrin. «Total Remuneration at World Level», 1992, Citado por Granell de Aldaz, Elena. «Formation of Human Resources and Competitive Capacity in Venezuela: Short and Long Term Needs and Strategies», Papel de trabajo, 1993.
120. Úslar Pietri, Arturo. Godos, insurgentes y visionarios, Seix Barral, 1986, pp. 144-145.
121. Fukuyama, Francis. El fin de la historia y el último hombre, Planeta, 1992, pág. 438.
122. Citado por Carlos Goedder. Tomado de http://www.eldiarioexterior.com/midiendo-la-democracia-mundial-39557.htm (actualizado 25 de mayo de 2011).
123. Peters, Thomas y Robert Jr. Waterman, In Search of Excellence. Warner Books, New York, 1984.
124. Edgar Schein. Organizational culture and leadership. Jossey-Bass Publishers, San Francisco, 1985, págs. 30 y 33.
125. Moreno Leon, José I. «La economía de mercado y las tesis de Douglass North». Diario Economía Hoy, agosto 1995.
126. Coleman, James. «Social Capital in the Creation of Human Capital», American Journal of Sociology, 94, 1988.
127. Fukuyama, Francis. Op. cit., pág. 14.
128. Geert Hofstede. Op. cit., pág. 16.
129. Schein, Edgar. Op. cit.
130. Schein, Edgar H. How Can Organizations Learn Faster? The Problem of Entering the Green Room, Massachusetts Institute of Technology, Sloan School of Management, abril 1992.
131. Kotter, John P. «Leading Change: Why Transformation Efforts Fail», Harvard Business Review, marzo-abril 1995, pp. 59-67.
132. Kotter, John P. Op. cit., pág. 66.
133. Naím, Moisés. Op. cit., pp. 151, 152.
134. Naím, Moisés. Op. cit., pp. 47, 61.
135. Newsweek en español. Edición México, 14 de febrero de 2011
136. Krauze, Enrique. Travesía Liberal. Entrevista con Isaiah Berlin. Tusquets Editores, México, 2003, pág. 54.
137. Mc Clelland, David. Op. cit., pp. 92-93.
138. Mc Clelland, David. Op. cit., pp. 94, 98.
© Alberto Rial, 2013
© Editorial Alfa, 2013
© alfadigital.es, 2016
Primera edición digital: abril de 2016
www.alfadigital.es
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ISBN Digital: 978-84-16687-45-9
ISBN Impreso: 978-980-354-329-7
Diseño de colección
Ulises Milla Lacurcia
Corrección ortotipográfica
Magaly Pérez Campos
Henry Arrayago
Conversión a formato digital
Sasha Di Ventura
Imagen de portada
"La torre de David"
© Ángela Bonadies & Juan José Olavarría
Escribir un libro es uno de los pocos trabajos relativamente solitarios que aún quedan en este mundo lleno de equipos multisápidos, conexión con todo lo que se mueve y sinergias colectivas. Sin embargo, no todo lo escrito se produce sentado frente a una pantalla, consultando datos, peleando con las palabras e invocando concentración. El autor de un libro –al menos el suscrito- necesita gente para la confrontación de ideas, para las críticas, los estímulos y las discusiones. Y esa gente, en muchas ocasiones, marca la diferencia entre un párrafo bueno y uno retorcido, entre una idea clara y una chucuta, entre un libro entretenido y un ladrillo. A todas las personas que influyeron o dejaron su marca en La Variable Independiente, van estas páginas.
Mi esposa, Mirtha Rivero, es mi primera lectora y mi correctora de lujo. Sin su inteligencia, su agudeza y su paciencia, las páginas que siguen tendrían una dimensión y una calidad mucho más modestas. Cualquier agradecimiento que le pueda expresar a Mirtha se queda corto. No solo por el apoyo sino por el simple hecho de estar aquí, conmigo, en las subidas y en las bajadas.
La excelente labor de investigación de Oswaldo Romero García y su grupo en la Universidad de los Andes, en Mérida, fueron mi primer contacto con un análisis serio y exhaustivo de la cultura y los valores del venezolano. Muchas gracias a Oswaldo, a Nancy Morales de Romero y a Colombia Salom de Bustamante por su trabajo y por las conversaciones y eventos que compartimos a lo largo de varios años. A Oswaldo en particular, le agradezco su paciente lectura y sus observaciones sobre los capítulos más “académicos” del libro.
Eleanor Westney, Richard Robinson y Edgar Schein, tres de mis profesores en el Sloan School de MIT, fueron consejeros y asesores de la tesis de grado que eventualmente se convirtió en La Variable… Vaya hacia ellos mi reconocimiento por su erudición y su valioso aporte. De esa época de estudiante graduado, me quedaron unas gracias pendientes para Pedro Vílchez y Carlos Sosa Franco, por el apoyo y el interés que ambos pusieron en facilitar la logística de mi trabajo y en aportar comentarios inteligentes que me llevaron a revisar mis argumentos y a mejorar el texto.
María Luisa Platone, Augusto Vergara y Rober Yibirín tuvieron la gentileza de leerse el libro en su etapa más incipiente, y le pusieron el suficiente interés como para hacerme pensar que el asunto iba por buen camino. Los comentarios de Sebastián de la Nuez y de Jaime Cruz fueron acertados y al grano.
Gracias a Magaly Pérez Campos por su fino trabajo de corrección y edición, y por el cariño con que lo hace.
Joaquín Pérez Rey fue el artífice de un contacto con Giulio Santosuosso y Carlos Parra que eventualmente condujo a la publicación de la primera versión de La Variable Independiente, en 1997. Gracias de nuevo a los buenos oficios de Joaquín, Carlos y Giulio.
Finalmente, un agradecimiento muy especial a Ulises Milla y a Carola Saravia por haber tomado el riesgo de publicar esta versión actualizada de La Variable… Y un reconocimiento a Editorial Alfa, su gente, su excelente equipo, por tener las ganas y el gusto por los libros como para mantener una empresa exitosa y de calidad en los tiempos que vivimos.
La precaria incertidumbre de estos años no es solamente escasez y dificultades. Los períodos de crisis contienen, en la superficie, todos los problemas imaginables, pero también muchas de las soluciones. A un nivel más profundo que los síntomas, y en un lugar menos obvio, están implícitos el potencial y la necesidad de iniciar una transformación de raíz, capaz de encaminar a la sociedad hacia una existencia distinta y mejor. Para activar la chispa y encender los motores del cambio solo es necesario mostrarle a la gente, y permitirle que se muestre a sí misma, que se pueden canalizar sus ansiedades y frustraciones para, acto seguido, transformarlas en una gran motivación de crecimiento. No se trata de disfrazar la situación de emergencia con juegos florales y fantasías, sino de decir las verdades y presentar un análisis real y coherente de las causas de la debacle, junto a un listado amplio de soluciones. El mensaje, en todo caso, es que las salidas existen y son alcanzables, solo que no van a venir del Fondo Monetario ni del petróleo ni de la canonización de los beatos ni de la comunidad internacional ni de uno, dos o cien presidentes. El progreso, la prosperidad y la calidad de vida pertenecen al terreno de lo posible, pero primero hay que involucrarse, comprometerse con el futuro y disponerse a cambiar, de verdad y a fondo.
Para producir un cambio sociocultural que impulse su salida del tercer mundo, la sociedad venezolana tiene dos opciones, distintas y excluyentes entre sí. En un primer escenario de canal rápido o fast track, que puede obtener resultados apreciables en un tiempo relativamente corto, el país es hecho prisionero –otra vez– por un comité de iluminados que sabe lo que hace y, a la fuerza, se impone sobre la población y obliga a la gente a cambiar. Es el proceso «a juro» en el estilo de Pinochet en Chile, que funciona pero a costa de soportar muchos años de represión y de mordazas: la gente tiene que vivir y sufrir los intentos fallidos de una clase gobernante que no oye consejos sino que los impone y, lo que es peor, enterrar a muchos muertos y contemplar la carga de viudas, viudos, huérfanos y huérfanas que dejan a su paso los regímenes totalitarios. La segunda opción disponible puede ser mucho más lenta pero es a la vez más efectiva y sustentable en el largo plazo. En este caso, es la sociedad la que tiene que crear las condiciones y diseñar el proceso para que sea ella misma la que aprenda, coopere y se identifique con una nueva visión de país, y luego se entregue a la tarea de cambiar, con empeño pero en paz, sin violencia y sin miedo.
El escenario democrático podrá parecer, en función de nuestra tendencia a desear resultados inmediatos, desesperante, ineficiente y cuesta arriba, pero tiene la gran ventaja de que involucra el esfuerzo de la sociedad entera, en lugar de ser la obra personal de unos reyes perfectos y que son tanto o más imperfectos que cualquier ciudadano común. Las sociedades libres se equivocan y pierden el rumbo, pero siempre tienen la posibilidad de rectificar y de aprender mientras corrigen sus errores, sin resentimientos ni bombas de tiempo que estallan cuando menos se las espera. Los dictadores, por el contrario, no le brindan a la gente la oportunidad de crecer, sino de obedecer. No permiten que el colectivo controle su destino, sino que lo visten de uniforme y le niegan las alternativas, mientras siembran los campos y las ciudades de rencores y de facturas pendientes. No fortalecen a la sociedad sino que la debilitan, para luego hacer y deshacer a su antojo. Y si las cosas se trancan o salen mal, todos a aguantarnos y a seguir callados, que los que mandan están pensando.
Dejar el fardo en las manos de otro y sentarse a esperar a que lleguen las soluciones desde arriba es indudablemente la salida más cómoda, por lo menos al principio. Pero ya Venezuela tiene una historia de comodidades que se ha hecho muy larga, muy tropezada y muy poco fructífera. Además, es muy probable que los que tomen el poder por la fuerza para enseñarnos a vivir –o los que mandan usando a la democracia como herramienta para eternizarse– no sepan vivir ellos mismos y nos lleven por donde no hay sino más amargura y más pobreza. Y de nuevo a esperar a que la Providencia nos mande otro Mesías que sí sabe por dónde quedan el progreso y la felicidad de todos.
A la luz de las opciones disponibles, y en virtud de nuestra experiencia y la de nuestros vecinos, parece que la oportunidad del despegue, sin caos y ojalá que sin muertos, está aquí y ahora; ayer no se hizo, y mañana nadie sabe. El momento está siempre maduro para que los ciudadanos se decidan a poner su contribución sobre la mesa, sin esperar a que otro traiga la tan esperada primavera o a que un mandamás escriba y proclame las instrucciones en un decreto. El cambio lo necesitamos todos y todos somos responsables de hacerlo, pues la construcción de un país nuevo no es la atribución del gobierno ni de los partidos ni de los congresistas ni de los alcaldes ni de los empresarios. Es la tarea de la sociedad entera, de cada policía, obrero, profesional, gerente, académico, político, funcionario, ama de casa, padre, madre e hijo de este país. El esfuerzo, más que por una ilusión que se llama Venezuela, es por nosotros mismos. El país no va a ser mejor porque alguien lo diga, lo publique, lo saque por la televisión y lo enseñe en el cine: el país será mejor cuando seamos mejores individuos, mejores ciudadanos y mejores trabajadores, sin látigos ni policías del pensamiento. Sin que nadie tenga que decirnos ni ordenarnos nada.
En cumplimiento de la creencia en causas únicas, la culpa de los males del país se le achaca a los políticos, a los gremios, al imperio, a los empresarios o a la mala suerte. Sin embargo, un repaso al medio familiar venezolano revela que los atributos sociales que nos impiden progresar se empiezan a sembrar muy temprano, desde los hogares y en la vida de todos. La escasa motivación al logro, la externalidad y la baja autoestima, quizás los rasgos que mejor sintetizan nuestras limitaciones organizativas y de trabajo, se generan en casi todas las familias típicamente autóctonas que socializan a sus miembros dentro de un ambiente protector y protegido. Los conglomerados familiares neutralizan muchas de las habilidades e iniciativas necesarias para formar individuos productivos y autónomos, pues fomentan una relación de dependencia entre los niños y sus mayores que obstaculiza el desarrollo de la confianza de cada quien en sus herramientas individuales. Los padres y madres venezolanos son muy proclives a cubrir a sus hijos con un escudo permanente y un paraguas debajo del cual los errores se perdonan, la chimenea siempre está encendida y el castigo no existe. La motivación de logro se extrae prematuramente de la personalidad y es por eso que, cuando las cosas se ponen difíciles, estamos mejor preparados para buscar refugio que para sacar las soluciones de adentro. Los padres, los mayores, los maestros y las autoridades siempre están ahí para supervisar de cerca lo que hacen sus aprendices e intervenir inmediatamente –a través de la acción directa o por medio del modelaje, los consejos, los ejemplos, el lenguaje corporal, los discursos o los chistes– cuando existe la menor posibilidad de error, frustrando los intentos de independencia y atajando el proceso de aprender haciendo. El pensamiento autónomo y crítico, un rasgo muy poco frecuente en Venezuela, no se fomenta dentro de un ambiente familiar en el que las autoridades dicen lo que debe ser y el rol de los hijos es repetir sin reflexión, y porque viene de arriba, lo que le dicen los mayores. Este comportamiento, a futuro, se convierte en obediencia ciega e irreflexiva a las ideas de los jefes, los líderes, los ministros o los presidentes.
La sociedad no puede hacer otra cosa que continuar y proyectar las conductas de la unidad básica que constituye su tejido primario, y es así como las instituciones del país, a todos los niveles y en los más diversos sectores, protegen, intervienen y castran cuando les toca el rol de controladoras, y lloran, piden y externalizan las culpas cuando actúan en función de protegidos. Como expresa Mc Clelland: «Los valores y las motivaciones de las personas tienen su origen primario en (…) el sistema educacional informal de un país, es decir, la familia, la forma de crianza infantil, las vías masivas de comunicación, el sistema de propaganda y las interacciones de grupos a diferentes niveles (…) Deberá buscarse, en lo posible, una inyección de nuevos estilos de pensamiento y de conducta al proceso de educación informal del pueblo»[137]. Quiere decir que el cambio debe apuntar, como uno de sus objetivos fundamentales, a inducir formas nuevas de educación, no solo en los ambientes más obvios y comunitarios como las escuelas y los sitios de trabajo, sino dentro de un entorno privado y exclusivo, como es el hogar y la relación padre-madre-hijos.
¿Es posible cambiar a Venezuela? ¿Es posible cambiar en Venezuela? La respuesta a ambas preguntas es que es necesario, crucial e impostergable; pero igualmente importante que emprender el proceso es la elaboración de un diseño y unas estrategias que hagan el camino más eficiente y lo llenen de realidades. El esquema de Kotter, con ciertas adaptaciones menores, permite darle un vistazo a la tarea que está planteada frente a cada uno de los habitantes de este país, y a sus instituciones, empresas, agrupaciones, asociaciones de vecinos o partidos políticos; en síntesis, frente a la nación entera.
El primer paso del cambio se dio hace tiempo. El sentido de urgencia es evidente. La crisis que golpea todos los días a la población no deja dudas de que hay que hacer algo, y pronto. Muchos venezolanos queremos vivir en un país distinto, pero no se sabe, o no se ha pensado, o no hay consenso, sobre la dirección, la duración y la intensidad del esfuerzo que hay que emprender para construirlo. La gente podría estar preparada para que le propongan soluciones, pero quien las proponga debe saber hacia dónde quiere ir y debe expresarlo con convicción y con la verdad por delante. La sociedad se ha dejado engañar, y se ha engañado a sí misma, por muchos años, y no sabemos si por fin está dispuesta y preparada para oír las malas noticias y dejarse convocar en tiempo futuro. Pero cualquiera que sea su actitud, necesita, primero que nada, un significado y unos objetivos mayores: necesita una visión.
Desde hace muchos años, la nación ha sido gobernada y administrada para el corto plazo, y la sociedad lo ha aceptado. En términos de futuro, se ha creado una ilusión de desarrollo con planes rimbombantes pero irrealizables, con proyectos faraónicos y con una idea del bienestar común que se reduce a la sumatoria de obras, maquinarias y servicios públicos. Últimamente, el futuro imaginable se ha circunscrito a prometer la redención de los pobres y la lucha a muerte contra la corrupción –como si el control de las vagabunderías tuviese algún ingrediente mágico de redención colectiva– cuando lo que ocurre es que la desigualdad y la trácala generalizada son efectos perniciosos del sistema de valores, más que las causas de la crisis. La única coherencia de los planes nacionales ha sido cultural: todos dibujan un Estado paternalista, «bueno» y dueño de todo, que le reparte recursos a una sociedad débil y pedigüeña que siempre quiere más.
Es necesario inventar un proyecto que llegue más allá del próximo martes en la tarde, y hay que utilizar ese mismo proyecto –su concepción, su desarrollo y su instrumentación– como fuente de alianzas y aliados para la causa del cambio. El proceso de imaginar un país posible y mejor tiene el agregado, en paralelo, de que funciona como cemento social y motivación hacia el futuro, si se le piden y se le aceptan a la gente sus opiniones y contribuciones. Sin embargo, es ese mismo carácter colectivo el que hace que el nacimiento de una visión –que debe ser, además, un ejercicio de premeditación y factibilidad–, sea un proceso largo y complejo: no se puede encargar de hoy para mañana, ni depende de la inspiración de unos iluminados.
La visión es más amplia que una sumatoria de tendencias y más concreta que un ejercicio optimista de la imaginación, aunque ambos, tendencias y deseos, formen parte del proceso y del enunciado final.
La visión ideal es concertada, y constituye una representación válida de las aspiraciones y capacidades del grupo, la organización o la sociedad. Debe ser, asimismo, un concepto que puede articularse y transmitirse con relativa facilidad para que sirva de guía y motivador a todos. La visión es el resultado de un debate abierto y constructivo, en el cual caben muchas opiniones y propuestas. Es, en síntesis, un piso común, sobre el cual todos se sienten involucrados y dispuestos a respaldar el proyecto de futuro que ellos mismos ayudaron a construir.