Una legión inglesa viene además en nuestro socorro, atraída por nuestra justicia, y por la grandeza de nuestra causa. Ya ha salido de Angostura, y pronto la veréis unida a vosotros combatir a los tiranos y partir con vosotros la gloria que nos aguarda.
Cuartel General Divisionario en Calabozo, 25 de abril de 1818.
Manuel Cedeño.
¿Quién que tenga un mediano sentido podrá contener la risa al leer el aviso de la llegada de una legión inglesa? Acaso este insensato [Cedeño] cree tan estúpidas a las personas a quienes habla, que las considera capaces de sospechar aun que el Gobierno de la Gran Bretaña, no solo privada, sino públicamente, contribuiría a la desolación de nuestros países y al exterminio de una parte de la especie humana? ¿Que olvidaría su alta dignidad, su gloria y el augusto lugar que ocupa entre las naciones cultas y poderosas para unirse a un corto número de hombres perdidos, criminales, viciosos, los más detestados de todos los hombres? ¿Que había de manchar con la acción más baja la pureza de sus glorias, violar la sagrada fe de los tratados y presentarse ante el universo, no como el jefe de una gran nación, sino como (…) cabecilla de una infame rebelión? En los momentos críticos de su desesperación, Cedeño podrá decir a los miserables que sean capaces de creerlo todo cuanto su notoria estupidez pueda torpemente inspirarle para alucinarlos (…). [Y] ese mismo impostor que decía esperar la pronta llegada de una legión inglesa, sabía muy bien que eran cerca de 100 hombres vagamundos de todas las naciones, que engañados por el embajador Luis López Méndez, debían llegar a San Fernando [de Apure].
Gaceta de Caracas del miércoles 1 de julio de 1818, número 197.
Simón conoce muy bien que ni por su linda cara ni por su gloria, ni por su república, viene de su patria ningún inglés a que le den un lanzazo y acabe su papel.
Gaceta de Caracas del miércoles 31 de marzo de 1819, número 241.
¿Hasta qué punto es razonable para los súbditos británicos tomar parte en esta sanguinaria contienda?
Narrative of the expedition which sailed from England in 1817 to join the South American Patriots.
James Hackett.
[U]n gran número de oficiales, entre ellos varios extranjeros que habían venido de Europa engañados por los rebeldes, han quedado en nuestro poder.
Cuartel General de Guataparo, 8 de mayo de 1818.
Pablo Morillo al Sr. Gobernador y Capitán General de la isla de Trinidad dando cuenta del resultado de la campaña en el sitio del Sombrero, Maracay, La Puerta, Rincón de los Toros, San Carlos y Sabana de Cojedes.
A Luis Blanco Hernández, por los cuchillos, las pipas y los versos de Tennyson.
Los Próceres es una zona tomada por los militares de lunes a viernes y, de sábado a domingo, por un enjambre de patinadores y familias enteras cuyos hijos juegan al fútbol entre el óvalo de fuentes, cerca de las ninfas de mármol, al otro lado del espejo de agua o delante de la estatua del dios Poseidón.
Más allá incluso, resulta posible ver a los vendedores de CD despachando su mercancía a la sombra de toldos improvisados o, media cuadra más adelante, a la gente comiendo en los carritos ambulantes que invaden las aceras. A lo largo de esta avenida que apenas hace alto frente al Círculo Militar de Caracas para luego conectar con la urbanización Santa Mónica, de un lado, y con la intercomunal de El Valle, del otro, la religiosidad de los ciclistas también campea a sus anchas entre el sábado y el domingo. Cuando no son los ciclistas, su sitio se ve tomado por la religiosidad de los maratonistas. Los acólitos de ambos cultos se desplazan a sus respectivas velocidades, al ritmo de sus respectivos niveles de misticismo, bajo el sol o la lluvia, atentos apenas al mundo perezoso o bullanguero que discurre a su alrededor.
Contra el fondo de este paisaje cívico-militar concebido por el arquitecto Luis Malaussena en tiempos del dictador Marcos Pérez Jiménez, destacan los dos monolitos de mármol cremoso que cierran la avenida de los desfiles. En ese punto desaguan cada 5 de Julio, o durante otros rituales conmemorativos del calendario patrio, las columnas de cadetes, el personal de tropa y todo el hardware rodante que sale en formación desde el patio de la Academia Militar.
Ambos monolitos lucen como gigantes librados a la intemperie. Los días de tales desfiles, una bandera nacional de dimensiones hiperbólicas se extiende de una punta a la otra de los monolitos, convirtiendo el centro de la avenida en una especie de palio enorme debajo del cual truenan las orugas de los AMX-30 y ahora, según tengo entendido, de los T-72 rusos.
Lo interesante, cuando la soledad y el humor del soldado de guardia así lo permiten, es acercarse hasta los monolitos y echar un vistazo hacia el cielo desde los pies de ambos gigantes. Allí, por encima de un grupo de paladines vaciado en bronce, se destacan varias listas de héroes, rotuladas sobre el mármol. Aparte de los más conocidos, y de otros que no lo son tanto para el común de la gente, figura media docena de oficiales extranjeros que prestaron servicio en las filas de la llamada Legión Británica.
Son apenas nombres reducidos a piedra, convertidos en mármol domesticado. Y, probablemente, en la propia Inglaterra no se les evoque o, peor aún, ni tan siquiera se les conozca. Pero, para los venezolanos, forman parte de nuestra memoria específica. De hecho, su presencia en estas latitudes puede resumirse en lo que el bibliógrafo Carlos Pi Sunyer calificara como una hora interesante de la contienda emancipadora: entre 1817 y 1819, desde las islas británicas, se organizan de modo clandestino cuadros de oficiales y regimientos enteros de voluntarios con el objeto de darle una nueva base de sustento al ejército de Bolívar y a la insurgencia venezolana. Su carácter respondía, pues, a uno de los rasgos más elementales en toda guerra de desgaste: la necesidad de contar con refuerzos indispensables para continuar la degollina.
Por su parte, la historiadora María Teresa Berruezo León apunta lo siguiente a fin de darle mayor precisión al asunto:
«A fines de 1817, la Guerra de Independencia había entrado en una etapa de distinto carácter a los años anteriores, cuya diferencia principal consistió en el inicio de una contienda coordinada en los dos partidos enfrentados, y no basada en la improvisación (Berruezo, 1990: 87).
Junto a la apremiante necesidad de disponer de un mayor número de armas y material de guerra, algo que también burlaría la mirada vigilante de las autoridades británicas, la participación de tales efectivos habrá de poner de manifiesto una dinámica de combate novedosa a partir de ese momento. Y quizá más importante aún: la afluencia de tales contingentes, junto con sus pertrechos, será advertida, comentada y denunciada por Pablo Morillo, capitán general del Ejército Expedicionario, como un foco de perturbación adicional a los esfuerzos pacificadores que venía emprendiendo desde 1815. De hecho, cuatro años más tarde, en mayo de 1819, Morillo tendrá estas palabras de desaliento ante la afluencia de efectivos y elementos de guerra inglés para provecho de los insurgentes:
«La Europa no podrá menos de ver con admiración cómo de una potencia amiga de España salen los grandes medios que poseen los enemigos para hostilizar sus posesiones, y cómo, a cara descubierta, sus más acreditados oficiales, individuos de su nobleza y hombres de todas condiciones, toman parte activa en las banderas revolucionarias entre las hordas de los asesinos y en la guerra que se hace a Su Majestad.
»El ejército de Bolívar se compone por la mayor parte de soldados ingleses; a la Margarita han llegado más de 1.500 individuos de la misma nación, y los buques de guerra, los numerosos parques de todas armas, las municiones, los vestuarios, los víveres, todos los elementos para hacerla y sostener la independencia, han salido de los puertos del Rey de Gran Bretaña (Morillo al Ministro de Guerra. Calabozo, 12 de mayo de 1819. Citado por García Ponce, 1983: 87).»
Un oficial británico que estaba consciente y –al menos al principio– orgulloso de lo que podía significar su papel en la contienda, resumiría la situación tan precaria de ambos bandos en estos términos:
«Actualmente, los dos ejércitos en disputa no son más que dos partidas de bandidos, cada una temerosa de la otra; y, al juzgar por sus actuales métodos, o -mejor dicho- por su falta total de método para la guerra, podrían continuar practicando diariamente su sistema de depredación durante muchos años más (Robinson, 1822: 242).»
Lo que este oficial no parecía tener en cuenta, o se negaba a registrarlo en el papel, era que la cosecha traída de afuera tampoco brilló siempre por su efectividad o experticia en el campo de batalla. Decirlo así, tan de golpe, trastorna una matriz historiográfica que ha calificado a los legionarios británicos como un elenco plenamente curtido en el oficio y, por ello mismo, incapaz de parpadear ante la presencia del adversario. Pero nada de eso pretende quedar patentado en el mármol cremoso de Los Próceres. La imagen que se nos ofrece es más bien otra, y puesto que así lo exige la semántica de los triunfadores –como lo demuestra la inscripción de los monolitos–, el discurso que colorea sus andanzas los hace encajar, como seres excepcionales, dentro del molde de la epopeya.
Lo que revelan algunas fuentes de carácter documental, muchas de ellas desatendidas hasta ahora, aconseja asumir una actitud de cautela frente a tal discurso. Sin embargo, vale aclarar –si fuere preciso hacerlo– que los efectivos británicos tienen una cargada lista de hechos militares en su haber, como lo demuestra su participación en la batalla de Carabobo, en junio de 1821, en el curso de la cual buena parte de sus cuadros terminaron prácticamente aniquilados. Solo por ello, al menos desde una evaluación moral, quedan recomendados a la Historia. Por tanto, no se trata de un intento caprichoso por nuestra parte de fabricar antihéroes. La intención es otra: lo que se propone simplemente es revisar la sinceridad con que cierta historiografía fundamenta la actuación de estos regimientos y que, según persiste en suponerlo, estaban integrados en su inmensa mayoría por soldados de carrera, provistos por tanto de un alto y experimentado sentido de disciplina para el combate. Lo que estimula a plantear esta revisión son, pues, ciertos indicios que parecieran sugerir la presencia de una realidad, hasta cierto punto, distinta.
En ciertos casos fue una historia de sordidez y engaños, donde la indisciplina y la impericia, además de la rivalidad entre los efectivos británicos y los mandos criollos rebeldes, terminó configurando un cuadro inestable y explosivo para Bolívar y sus insurgentes. Las enfermedades, las borracheras, los problemas de entenderse en un medio extraño y a través de un idioma ajeno; las penurias, los prejuicios y recelos mutuos, los conatos de rebelión o las deserciones, son algunos aspectos que se desprenden de las crónicas escritas por los propios efectivos británicos, muchas de ellas de casi imposible consulta o completamente dejadas al olvido.
Ocurre entonces que, detrás de la brillantez de la epopeya, se ocultan incómodos y sombríos contornos. Cuesta hallar quien admita, con franqueza, que la contienda librada en Venezuela devendría en un gigantesco –y muchas veces injustificable– tambor de muerte para aquellos reclutas ajenos al medio o a la modalidad de guerra que allí se practicaba. Lo curioso es que cuando algo de estos sufrimientos y desilusiones asoma entre quienes han rondado el estudio de tales testimonios, el tema suele despacharse afirmando que, en tanto mercenarios, aquellos reclutas debieron saber perfectamente a qué se atenían o qué les esperaba.
Pero, en cambio, no se hurga con la debida frecuencia en el revés del asunto: la falta de certezas respecto a la naturaleza de aquella guerra, la inseguridad de los contratos ofrecidos para el término de servicio o, dicho secamente, el incumplimiento de lo pactado. En este sentido, si bien las cuentas de la Tesorería insurgente demuestran que la paga y las recompensas se efectuaron con la regularidad que lo permitían las azarosas circunstancias, o que incluso –una vez en territorio insurgente– se promovieron colectas para beneficio de aquellos efectivos extranjeros, también resulta preciso admitir que en Londres se hicieron ofrecimientos a la ligera, de difícil o imposible cumplimiento, y que esa práctica colocó a los agentes encargados de tales alistamientos al borde de operar desde los umbrales de la estafa y el engaño.
Valga por caso lo que revela uno de estos memorialistas británicos:
«[El] coronel [J.A.] Gilmore (…) y otros comandantes habían recibido del señor [Luis López Méndez] garantías para el fiel cumplimiento de las condiciones estipuladas. En consecuencia, sobre este último debe recaer exclusivamente la responsabilidad de haber suscitado esperanzas que nunca se realizarían, como bien debía saberlo; de haber garantizado la realización de condiciones cuyo cumplimiento era impracticable, como él mismo debía haberse dado cuenta (Hackett, 1966: 18).»
Un comentarista venezolano, ofendido ante la insinuación de que el principal reclutador en Londres, Luis López Méndez, se hubiese visto actuando a la ligera en tales menesteres, intenta matizar el malestar expresado por este legionario afirmando lo siguiente:
«A primera vista se da uno cuenta de la (…) exageración de estos conceptos contra don Luis López Méndez, quien, con celo muy loable, cumplía su misión de recabar la ayuda de fuerzas militares inglesas y la adquisición de elementos o materiales de guerra para sus compatriotas; cumplía cabalmente su deber con la seguridad de que el triunfo de la causa permitiría el perfecto cumplimiento de las promesas, y su fe de patriota íntegro avalaba suficientemente su palabra de hombre honrado (Osorio, 1966: 18).»
Ante el calibre de esta afirmación, valdría la pena preguntarse si confiar en el éxito futuro de la «causa», basado para ello en las convicciones personales de López Méndez, podía conducir «al perfecto cumplimiento de las promesas». Tan discutible como lo anterior sería suponer que su «fe de patriota íntegro» o «su palabra de hombre honrado» fuera capaz de actuar como una garantía lo suficientemente sólida para dar cumplimiento a semejantes compromisos.
Esta no es solo la opinión de los aficionados, puesto que entre los autores más representativos de la historiografía tradicional suelen darse también estas airadas reacciones. Tal es el caso de Rufino Blanco Fombona quien, al opinar sobre la actuación de los voluntarios británicos, cuestiona que estos manifestasen mayor interés por el lucro que por la magnitud y trascendencia de la obra con la cual estaban llamados a contribuir. Pero aquí tampoco se colocan las cosas correctamente en su sitio. Si bien resulta obvio que aquellos reclutas acudían movidos por un afán de lucro, eso no excusa el incumplimiento de los contratos o de las promesas hechas por sus promotores. Sin embargo, el historiador se las arregla para pasar por alto este hecho, haciendo uso de su prosa proverbialmente demoledora:
«[Eran] a menudo hombres despechados o fracasados (…) o simplemente del número de los que buscaban más dinero que gloria, sujetos que no peleaban sino cuando cobraban –lo que no sucedía con regularidad– y de los cuales dijo Bolívar que se parecían a las prostitutas en que no sirven sino después del cohecho (Blanco Fombona, 1974: 8).»
Al margen de que Blanco Fombona ni siquiera registre dónde fue que Bolívar dejó formulado semejante juicio, basta esta segunda cita para reparar en el tono de indignación que llegó a causar el hecho de que aquellos hombres renunciaran a su voluntad de combatir ante un abanico de promesas inalcanzables. Quizá por ello resulte más confiable traer a colación lo que ha observado un historiador contemporáneo a la hora de repasar estos episodios:
«Cualquier historiador moderno tendría por sorprendente que López Méndez fuese capaz de inspirar semejante confianza sobre la base de garantías ofrecidas por un Gobierno rebelde cuya posición debió lucir extremadamente precaria ante la sociedad británica de entonces. Pero aquellos que se enrolaron debieron ser sujetos desesperados, temerarios o extraordinariamente mal informados.
»(…) López Méndez debió saber muy bien que la posibilidad de que aquellos voluntarios recibieran el tipo de recompensa en efectivo que se les había ofrecido, dado el estado de las finanzas patriotas, debió ser frágil en extremo (Gregory, 1992: 91).»
Aclaremos, no obstante, lo siguiente. Si bien López Méndez actuó como la figura central de tales alistamientos, no cabe acreditarle exclusivamente a él las responsabilidades sufridas por el engaño y la decepción. Tampoco cabe suponer que corrieron solo por cuenta de otros agentes hispanoamericanos que, como el neogranadino José María del Real o el porteño José Álvarez Jonté, se mostraron activos en estos menesteres desde la capital británica. Según el general Rafael Urdaneta, quien atestiguó de cerca los problemas que acarrearía el arribo en masa de aquellos efectivos británicos a Margarita, los propios reclutadores ingleses también se habían hecho cargo de ofrecer lo incumplible. Hablando de manera particular acerca del coronel James English, quien le había sido especialmente valioso a Bolívar en el suministro de hombres y pertrechos, Urdaneta llegaría a observar lo siguiente en un pasaje de sus memorias:
«Ante todo es preciso hacer conocer la composición de estas expediciones inglesas. Perdida la campaña de 1818, ofrecieron a Bolívar algunos extranjeros traer de Europa tropas, bajo estipulaciones especiales más o menos gravosas; pero que, en las circunstancias en que se encontraban los patriotas, ningún sacrificio podía parecer excesivo, si de él resultaba obtener un medio cualquiera de hacer la guerra a los españoles.
»[El coronel] English fue uno de estos que ofreció traer mil hombres para fin del año, siempre que Venezuela reconociese y pagase los gastos de la expedición y que Bolívar le hiciese General de Brigada; que se admitiese a los oficiales en los mismos grados que tuviesen en el ejército inglés; que se le diese derecho a su expedición a las recompensas nacionales de que tuviesen o pudiesen estar en goce los militares del país, etc., condiciones que nada tenían de gravosas si hubieran sido cumplidas fielmente; pero English, por completar el número de hombres que había ofrecido, les prometió muchas otras cosas que no era posible cumplir, como por ejemplo: una ración de artículos que nuestro ejército no olía jamás, el prest y paga corriente todos los meses, cuando el ejército de la República servía sin él, una indemnización pecuniaria, además del sueldo, al poner el pie en tierra en cualquier punto de Venezuela cada individuo (…).
»Claro está que nada de esto podía cumplirse y cuando más alguna vez podía dárseles la ración a la europea, como sucedió mientras estuvieron en Margarita; pero los que habían venido bajo tales estipulaciones se consideraban con derecho a exigirlo todo, y de aquí resultó un semillero de dificultades (AGRU, 1972, III: 119-120).»
Existe otro punto que no ofende menos la sensibilidad de algunos autores que han puesto su mirada en el tema de los voluntarios británicos. El caso es que cuando hablan de la gran escenografía que supuso esta aventura en tierras americanas les estorba que, frente a las loas románticamente entonadas por algunos sectores de la prensa británica, hubiese al mismo tiempo otros periódicos dispuestos a desmerecer dura y abiertamente de lo que significaba aquella recluta. El mismo comentarista antes citado habla, por ejemplo, de los «infundados» y «procaces» ataques que corrieron por cuenta de algunos gaceteros en la capital británica (Osorio, 1966: 9-10). Más honesto resultaría admitir que la procacidad se registró en ambos sentidos y que el fiero debate que terminó librándose entre los periódicos que apoyaban la leva de voluntarios y aquellos que por diversas causas le eran adversos, da buena cuenta de la falta de consensos con respecto a esta controvertida actividad. Además, a despecho de cuanto apunte el desairado comentarista, a los diarios detractores se les puede formular cualquier reparo menos uno: vistas con mediana objetividad e independientemente de su carácter clandestino, tales labores de reclutamiento se llevaban a cabo desde una nación que no solo se hallaba en paz con la España de Fernando VII, sino con la cual el Gobierno inglés mantenía sensibles relaciones de convivencia dentro del complejo cuadro que ofrecía la política continental europea desde el fin del Bonapartismo.
El hecho de que los periódicos opuestos a esa práctica la consideraran una aventura irresponsable, prestada a una guerra sin normas en la América española, mientras que sus simpatizantes la veían como una forma de que Gran Bretaña se mantuviera independiente de las presiones españolas, obliga a comentar –de paso– que el Gobierno británico no llegó a sentirse ajeno ni se mantuvo inactivo frente a este asunto. Mucho menos puede dejar de mencionarse que, por iniciativa del propio Gobierno, el Parlamento inglés terminó duplicando el debate que con tanta vehemencia se libraba desde las páginas de la prensa. Fueron diversas las instancias que la Corte de Londres intentó poner en práctica para frenar tales levas y, si bien no fueron exitosas, o no todo lo efectivas que habría cabido esperar en tales circunstancias, el hecho de que se pusieran en ejecución confirma el malestar que embargaba a quienes, desde lo alto del poder, se veían obligados a responder de algún modo a las reiteradas protestas del aliado español.
Todo cuanto se ha dicho hasta ahora hace atractivo meter al lector dentro del complejo asunto de lo que pudo significar que aquella leva de voluntarios destinada a Venezuela fuera reclutada por manos independientes pero siempre en suelo británico, con todo lo que ello implicaba para los compromisos que mantenía la Corte de Londres con el poder español. La campaña hecha por cierto sector de la prensa para disuadir a tales súbditos de unirse a los rebeldes venezolanos; los intentos que hizo el Gobierno británico por evitar los alistamientos; el empeño de la Embajada española por seguirles los pasos y mantener vigilados a los organizadores de tales levas y, por último, la necesidad en que se vio el Gobierno inglés de explicarles a los representantes diplomáticos de Fernando VII los esfuerzos que se hacían por frenar aquel tráfico llamado a reforzar a Bolívar y sus rebeldes, son los temas que, junto a la dimensión social y cultural de aquella recluta, pretenden irse tejiendo a lo largo de este libro.
Por último, cabe decir una palabra acerca de lo intratable que resulta siempre la utilización del vocablo mercenario o, por extensión, lo que entraña el lucrativo tráfico de mercancía humana para colocarla al servicio de la guerra. Tampoco puede perderse de vista el inmenso mercado que, desde tiempos remotos, ha existido para ello. Estos reclutas actuaban efectivamente como mercenarios y, en el sentido estricto que les confiere la antigüedad del oficio, no eran muy distintos a los hoplitas griegos que fueron enrolados por el rey Ciro el Joven en la Persia de finales del siglo V a. c. Tampoco diferían en esencia de las partidas de irlandeses que, con el nombre de gansos salvajes, ofrecieron su experticia militar a los príncipes de Europa entre los siglos XVII y XVIII; ni de los belgas que en el siglo XX actuaron en el Congo, o de aquellos de muchas otras nacionalidades que lo hicieron a la vez en Angola, el Líbano, Namibia o Rodesia, en el mismo contexto de la Guerra Fría.
Si se acepta la definición de mercenario como aquel que se ve dispuesto a combatir en tierra ajena a cambio de una paga segura, el precio que se ofrezca por su capacidad para matar será, desde luego, el criterio que prevalezca al final. Al mismo tiempo, el recuento formal de algunas experiencias históricas da a entender que el soldado de fortuna actuaba, al menos en teoría, como un sujeto provisto de solvencia en los asuntos del ramo. Sin embargo, la impericia en el campo de combate, o el engaño y la ignorancia del que llegaron a ser objeto a la hora de embarcarse en aventuras más arriesgadas de lo que les habría cabido siquiera imaginar, figura también como un rasgo dramáticamente compartido en algunos casos. Esto último es lo que explica que la naturaleza sórdida del oficio hiciera que muchos de los candidatos a formar parte del tráfico clandestino proviniesen de la escala opuesta a los militares de profesión. Hablamos así de seres echados al olvido, carenciados, renegados, desadaptados, disconformes o simplemente hastiados de sus propias vidas, que pudieron verse en el trance de probar suerte en semejantes aventuras. El testimonio de un recluta británico, no ya con destino a la Venezuela de 1817 sino a Angola en 1976, capturado e interrogado más tarde por el Tribunal Popular Revolucionario de la –también popular– República de Angola, se erige como evidencia palmaria de lo que pretende afirmarse:
«A bordo del avión venía conmigo un joven quien me dijo que nunca antes había estado en el ejército, pero que había resuelto ir a Angola para escapar de la policía (…).
»[Se le dijo que recibiría el rango de] capitán cuando llegásemos allí, y que la mayor parte de nosotros también tendría rangos al llegar a Angola (Burchett & Roebuck, 1977: 42).»
Solo por caso conviene compararlo a una crónica de 1817, donde el aliciente del rango figuraba también como parte sustancial del enganche, al mismo nivel que otras garantías ofrecidas por los agentes reclutadores:
«[A]cepté inmediatamente el ofrecimiento que me hizo un amigo de conseguirme una esquela de presentación para el coronel Gilmore, a quien el señor [López Méndez] había encargado del comando de una brigada de artillería que iba a organizarse; mis deseos se vieron pronto cumplidos al recibir del Coronel una postulación para Primer Teniente en su propio regimiento, con la seguridad y compromiso positivo del fiel cumplimiento de las siguientes condiciones:
»1.- Que a la llegada a la América del Sur conservaría yo el grado que se me había asignado;
»2.- Que desde ese momento recibiría paga completa y las concesiones de que disfrutaban los oficiales de igual rango en el ejército británico;
»3.- Que, en principio, los gastos de equipo (exceptuado el pasaje a América) tendría que hacerlos yo, pero
»4.- Que inmediatamente después de mi llegada a Suramérica, recibiría la suma de doscientos pesos para sufragar esos gastos (Hackett, 1966: 17).»
Una vez más, a fuero de comparaciones, conviene remitirse al caso de Angola. En este sentido, en lo que a otras motivaciones que pudieron estimular la recluta se refiere, despunta el testimonio recogido en una entrevista radiada por la BBC durante los mismos días de abril de 1976 en que tuvo lugar el juicio contra diez ciudadanos británicos y tres mercenarios más de distintas nacionalidades. La entrevista se realizó en Londres, no en Luanda, y en este caso hablaba alguien que había tratado de cerca a uno de los imputados por el Tribunal Popular de Angola. Desde las primeras líneas, el mensaje es devastador porque pone en evidencia una disfuncionalidad social y familiar que pretendía saldarse a costa de víctimas ajenas:
«En más de una oportunidad me dijo que había resuelto enrolarse por falta de dinero, para poder regresar y darles a sus hijos lo que les hiciera falta. Créame: habría dado el mundo por aquellos niños. Y también me dijo que esperaba que, de esa forma, su mujer le permitiera regresar al hogar (Burchett & Roebuck, 1977: 57).»
Hablando justamente de los nueve días que duró el proceso en Luanda, esto fue lo que concluyó señalando uno de los testigos presentes en el juicio:
«Resulta aterrador reparar en el pasado personal de cada uno de los reos para darse cuenta del potencial mercenario que existe en Gran Bretaña, los Estados Unidos y, en general, en todo el mundo de Occidente. Las razones que alegó la mayoría de los trece imputados para alistarse como mercenarios –desempleo, dificultades financieras, la necesidad de dejar atrás una vida incolora o problemas familiares insolubles– demuestra que la cifra bien podría multiplicarse por millones (ibídem: 52).»
Por último, también suele darse algo en estas experiencias que, no por común, salta frecuentemente a la vista: el mercenario siempre, o casi siempre, confía en la posesión de medios de combate superiores a los de su adversario, a quien suele conceptuar como inferior, quizá hasta por una simple cuestión de raza (ibídem: 8). La recluta llevada a Venezuela desde distintos puertos británicos entre 1817 y 1819 confirma justamente la expectativa de que ello fuese así. Pero también pone de manifiesto el tremendo engaño sufrido a ese respecto: en muchos de los testimonios escritos por ingleses abunda el temor de lo que significó verse de pronto, a falta de una adecuada provisión de pertrechos, librando una contienda sin cuartel con lo que apenas se tuviera a la mano.
En todo caso, quienes acudieron al llamado de aquella recluta a fin de arriesgar el pellejo en una guerra sin cuartel que comenzaría desde su arribo a Margarita, tal vez no tendrían por qué haber estado muy conscientes del oficio que cargaban a cuestas y, mucho menos, de la connotación peyorativa que lo ha distinguido a lo largo del tiempo. Tampoco, en muchos casos, tendrían por qué haberse enterado de que el alto Gobierno en Londres pretendía interferir en ese tráfico y frenar tales levas por cuestiones de política exterior, o de que ese mismo Gobierno considerara su deber disuadirlos de las serias consecuencias políticas –pero también de los riesgos personales– que entrañaban sus acciones.
De entrada, por todo cuanto tiene de sórdido, pero a la vez de fascinante en términos meramente humanos, el tema aparta a sus protagonistas del Cancionero de Gesta o de la memoria vencedora que aparece rotulada en el mármol de Los Próceres. De eso trata, a fin de cuentas, este libro: de explorar el lado oscuro de una epopeya.
© Edgardo Mondolfi Gudat, 2011
© Editorial Alfa, 2011
© alfadigital.es, 2016
Primera edición digital: abril de 2016
www.alfadigital.es
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ISBN Digital: 978-84-16687-47-3
ISBN Impreso: 978-980-354-319-8
Diseño de colección
Ulises Milla Lacurcia
Corrección ortotipográfica
Magaly Pérez Campos
Conversión a formato digital
Sara Núñez Casanova
Fotografía de portada
Vuelvan caras,
de Arturo Michelena
Toda epopeya es, por definición, brillante. De hecho, están concebidas con un propósito enaltecedor y, si los dioses lo permiten, para que duren la eternidad de los tiempos. Al cumplir, como pretenden hacerlo, con un fin edificante, las epopeyas se definen a sí mismas en función del carácter sobrehumano de sus protagonistas y, al mismo tiempo, por la bajeza y sordidez de sus contrarios. En ese sentido, la epopeya de la antigüedad clásica, o de la gesta bolivariana, pretenden –y consiguen– responder más o menos al mismo propósito. Y si se trata ya, de manera particular, del carácter sobrehumano del héroe venezolano, bastaría consultar los versos de Eduardo Blanco o los frescos de Tito Salas, en cuyos casos la epopeya cobra el punto máximo de paroxismo. Allí, entre los héroes, todo luce en orden, y el caos apenas se vislumbra como el eje necesario de un discurso que le permite al protagonista de la gesta erigirse para dominarlo y, a fin de cuentas, someterlo a su portentosa voluntad. Lo mismo se aplica viendo a Bolívar arengar (en la imaginación de Salas) sobre los restos demolidos de la esquina de San Jacinto en 1812, o contemplarlo (de nuevo según la imaginación de Salas) retirado en segundo plano mientras no pierde detalle del combate que se libra ante su mirada en el cuadro La expedición de los Cayos. Además, con timbales de un heroísmo semejante discurre sin el menor parpadeo toda la iconografía republicana concebida por los grandes maestros de la pintura venezolana entre el último tercio del siglo XIX y la primera década del XX, desde Martín Tovar y Tovar hasta Antonio Herrera Toro.
De modo que frente a una tradición como esta, que aún anida con fuerza en el fondo de nuestra psique colectiva (basta verlo expresado en la iconografía popular o en los murales oficialistas para confirmarlo), hablar de uno de los lados «oscuros» de la epopeya independentista, más que una contradicción en sí, podría sonar como algo cercano al sacrilegio y la herejía.
Lo que me atrevo a calificar como ese lado «oscuro» (y que podría terminar siéndolo de otros costados de la epopeya bolivariana si se les examina con cierto cuidado) se contrae, en este caso, a un contexto y unas fechas muy precisas como se dijo al comienzo: las expediciones británicas que, entre 1817 y 1819, acudieron en apoyo de la causa insurgente atraídas por el señuelo de unas promesas gaseosas y de casi imposible cumplimiento ante el precario estado de las arcas rebeldes.
Con todo, muchos de esos efectivos continuaron participando, más allá de aquellas fechas iniciales y sus tempranas desilusiones, en los entreveros de la contienda emancipadora. Además, la presencia de estas unidades británicas, que hicieron pie a través de Margarita y el valle del Orinoco, se diseminó al cabo sobre el resto de los territorios en los que la acción militar del elemento monárquico comenzó a retroceder, independientemente de que tal elemento fuese español o, en muchos casos, propia y genuinamente americano.
Existe una lista, tal vez no muy larga, pero sí lo suficientemente significativa a fin de cuentas, de títulos referidos a esos legionarios británicos. Se trata, las más de las veces, de libros clásicos que –por ello mismo– resultan difíciles de conseguir o que son, incluso, de infrecuente consulta en las bibliotecas. Pero cuando no son clásicos por la pátina que les confiere el tiempo, o por su condición de libros olvidados, lo son por la forma en que el tema se ve clásicamente tratado por algunos autores que pretendieron incursionar de vuelta sobre el asunto durante las últimas décadas del siglo XX. Pero en uno y otro caso, salvo por muy contadas excepciones, se cumple la misma premisa y ambos tipos de literatura pecan del mismo defecto. Son obras que fundamentalmente recogen y registran, en clave romántica y heroica, lo que significó aquella arriesgada participación en una guerra ajena. Eso en cuanto a la intención que los motiva. Y, desde luego, por tratarse del anverso y reverso de una misma moneda, su contenido tampoco se disocia de ese espíritu, puesto que, en general, lo que allí se registra, muchas veces con un formidable y autorizado grado de detalle, son las campañas en las cuales se vieron involucrados los contingentes británicos que acudieron en apoyo de Bolívar y de la causa insurgente.
La heroicidad es, por tanto, la nota que domina esa literatura y, en el fondo, aunque no haya nada de malo, ni mucho menos de despreciable en que ello sea así, no es el aspecto que interesa o complace rescatar ahora. No solo porque sería redundante volver sobre los aspectos militares de tales campañas (algo acerca de lo cual, de paso, el autor entiende poco) sino porque no se justificaría ofrecer, como pretende hacerse ahora, un entendimiento ligeramente distinto del asunto.
Además, y conviene subrayarlo con toda la fuerza del caso, el mito o la visión romántica que ofrece el tema de los voluntarios ha funcionado, y así se adelantó a precisarlo en fechas más o menos recientes el historiador inglés Matthew Brown, como una suerte de «prisión historiográfica» de la cual ha resultado difícil escapar en muchos casos. Dicho de otro modo, esto significa que existe un cerco muy trabajoso de trasponer a la hora de intentar hablar de nuevo acerca de aquellas brigadas de voluntarios y, en general, sobre las expediciones intercontinentales que tuvieron lugar, como se ha dicho, a partir de 1817.
El problema, por tanto, no se limita a que la leva de voluntarios extranjeros fuese convenientemente poetizada por sus propios contemporáneos cuando, en muchos casos, esa realidad estuvo lejos de ser lo que sus apologistas quisieron, o pretendieron, que fuera. En realidad, el asunto se complica aún más cuando esa idealizada versión de lo ocurrido se enlaza con una tradición en la cual ha privado con fuerza una historiografía de tipo militar centrada en poner de relieve la participación de aquellos efectivos en las distintas campañas de la gesta bolivariana. Esto ha llevado a que el historiador moderno se haya detenido raras veces, o que no le prestara mayor atención a otros aspectos relacionados con el alistamiento de reclutas extranjeros. O para resumirlo de la forma como lo hace el ya citado Matthew Brown, que en ese sentido se vean subestimadas las implicaciones sociales y culturales de lo que, para sus protagonistas, debió significar aquella extraña aventura militar en la América española (Brown, 2006: 1). En este sentido, la dimensión social o humana de los voluntarios británicos se halla notablemente ausente de los análisis que existen hasta ahora, en franco contraste con la abundancia de datos de carácter militar con que, en ciertos momentos, se llevó a cabo el estudio de las distintas unidades de combate de las cuales estos reclutas formaron parte y su desempeño en el marco de la contienda emancipadora.
De modo que, aunque suene obvio afirmarlo, este libro pretende alejarse, en la mayor medida de lo posible, del olor a pólvora que se desprende de la bibliografía conocida, por muy respetable que esta sea desde el punto de vista documental. De allí que el propósito se contraiga más bien al afán de explorar otros costados que tienen que ver con la identidad de los combatientes, o con el contexto en que ocurrió el llamado a integrar tales expediciones, y menos con sus aptitudes y destrezas en el campo de batalla. Al mismo tiempo, interesaba conocer el carácter clandestino que cobró la actividad reclutadora en Londres; pero también el esfuerzo que se emprendió para contrarrestar tales levas y disuadir a quienes pretendieron integrarlas. Y resumiendo a fin de cuentas ambos puntos, la intención ha sido entonces la de revisar las opiniones divergentes que suscitó este tema en Inglaterra, sobre todo a través de la prensa.
De allí, pues, que si bien la causa insurgente y el enrolamiento de los voluntarios suscitó simpatías y encontró apoyos en ciertos sectores de la prensa británica, también halló en otros abiertos cuestionamientos y resistencias. El caso resulta importante destacarlo puesto que, de buenas a primeras (al menos para los entendidos en el tema), cabe recordar lo que significó que uno de los periódicos de más amplia circulación en Londres –The Morning Chronicle– insertara proclamas o documentos emanados del cuartel insurgente de Bolívar en Angostura, estimulando el servicio de tales voluntarios, ofreciendo cartas de naturalización o cartas agrarias e inclusive el respeto por los derechos civiles y religiosos de quienes adoraran a Dios de otra forma y en otro idioma, a cambio de que se vieran dispuestos a exponer el pellejo en aquella contienda. Pero difícilmente se tiene en cuenta (como no sea a partir de la exploración de otros periódicos contemporáneos olvidados hasta ahora) que también hubo quienes la consideraron una leva irresponsable y minada de riesgos, al servicio de una causa dudosa, calificada incluso de bandolera y delincuencial, y ante la cual no solo se veía comprometido el honor militar inglés (en los casos en que entre los voluntarios figuraran oficiales de carrera), sino el carácter de la alianza que el Gobierno de Londres mantenía con el poder español. O lo que era más grave aún: que el Gabinete británico –como se harían cargo de advertirlo aquellos periódicos opuestos al tema– no contase con los medios necesarios para salvar del exterminio a sus propios súbditos, quienes debían saber –tratándose de una contienda sin cuartel– que las autoridades leales a Fernando VII estaban resueltas a pasar por las armas a todo extranjero capturado entre las filas rebeldes.
La reflexión que se ha planteado actualmente en torno a la contienda emancipadora aún lleva, y quizá lleve siempre, las de perder. Y no es para menos: siendo casi exclusivamente tarea de una sola disciplina (la Historia) y de un reducido elenco de especialistas, cuesta mucho hacer que el lugar común se bata en retirada, o que el discurso entonado en clave heroica deje de permear a amplios sectores de la sociedad. El historiador Elías Pino Iturrieta, al reflexionar en este sentido, señala a modo de síntesis que «se advierte un entendimiento exagerado que aconseja el planteamiento de observaciones y sugerencias provenientes de la historiografía profesional, a ver si se aproximan a la misión casi imposible de colocar las cosas en lugar plausible» (Pino, 2010: 9). Es justamente Pino Iturrieta quien, al hablar del tráfico grueso de estereotipos que circula en la imaginación colectiva, saca aliento para concluir que, pese al intento de varias generaciones por investigar de manera escrupulosa y densa el período en cuestión, esto ha logrado hacerse «sin provocar una metamorfosis real del conocimiento en las grandes capas de la población todavía sujetas a las antiguas apologías y a las absurdas cerrazones» (ibídem: 13).
Vale decir, nuevamente, que no es para menos. La epopeya actúa como una dama poderosa, armada de lanza y broquel, desde cuyo asiento domina una corte de imágenes que le plantea una competencia muy difícil a quienes intenten aproximarse al pasado desde una actitud más cauta. De hecho, si por ella fuese, todo el espacio imaginativo y, por tanto, todo entendimiento del conflicto que se libró en tierras venezolanas entre 1811 y 1821, debiera continuar viéndose regido por el estampido de las armas, el choque de los sables y el rugido de los cañones. Después de todo, se trata de la obra de sus hijos legítimos, los héroes. Y esto también plantea una desventaja insalvable, dado que la nomenclatura heroica que a diario nos asalta –en la forma de plazas, bustos, avenidas, anuncios oficiales o vallas conmemorativas– tiene como propósito reducirnos a una patética dimensión humana. Sobre la presencia abrumadora del héroe frente a los seres del común, el escritor mexicano Carlos Monsiváis quiso resumirlo de este modo: «Héroe es el valiente elevado por la grandeza de la Patria inminente, héroe es el ser único que se distingue de la masa pobre o sin voluntad, héroe es el dador de sacrificios que redimen» (Monsiváis, 2000: 81).
De modo que frente a las hazañas de un elenco de colosos, cuyas vidas se caracterizaron por altísimas cuotas de arrojo personal, no pareciera haber cabida entonces para ningún otro registro discursivo. Menos si el discurso propuesto pretende hurgar en fuentes contemporáneas a esas hazañas que más bien tienden a informar –y poner de bulto– las contradicciones, los entuertos, las agonías y miserias de la contienda.
Con todo, resulta necesario advertir que la guerra emancipadora se libró también en otros frentes, tal vez más prosaicos, pero no por ello exentos de violencia. Está, por caso, la prensa; y puede que sus protagonistas no se entintaran las manos de sangre, pero sí contribuyeron a incidir sobre el desarrollo de los acontecimientos americanos y, muy especialmente, en la visión –a favor o en contra– que de ellos pudiera tenerse en los centros del poder mundial de la época. Uno de aquellos centros era Francia, desde luego; pero ni siquiera este caso resulta comparable, en número de publicaciones diarias o en diversidad de matices y opiniones, a la actividad periodística que alzó vuelo en el mundo británico durante las primeras dos décadas del siglo XIX. De hecho, la prensa –como artículo de consumo masivo– habrá de alcanzar una difusión que coincidirá con el inicio de la contienda en la América española y, por tanto, es en ella donde mejor ha quedado constancia y registro de lo ocurrido.
Dicho en otras palabras: si las victorias y éxitos culminantes de la causa insurgente han sido recogidas, ordenadas y acrisoladas por la epopeya, sus derrotas y frustraciones yacen olvidadas en colecciones enteras de periódicos, ajadas por el tiempo. Es allí donde se hace preciso explorar, a despecho del polvo y la rinitis.
Aun cuando se tratara todavía de un espacio reservado exclusivamente al debate entre las clases medias y los grupos de poder, llama la atención que este crecimiento exponencial de la prensa europea, sobre todo la británica, permitiera por ejemplo que, ya para 1810, la producción de los matutinos londinenses arrojase un tiraje combinado de casi catorce mil ejemplares diarios (Jiménez, 1991: 72). Aparte de tratarse de la prensa más internacional de su época (ibídem: 68), se precisa tener en cuenta que, a la hora de airear sus opiniones respecto a la contienda que tenía lugar en la América española, aquellos diarios ingleses aportaban una cuota de prejuicios que eran, a su vez, reflejo de intereses sectoriales específicos y diversos. En este sentido, y a la hora de comparar tres de los diarios más importantes que circulaban en la capital británica para aquella época –The Times, The Morning Chronicle y The Courier– salta a la vista la posibilidad de realizar una rápida clasificación conforme a cual fuera la línea editorial que cada uno de ellos pretendía representar.
Por un lado, se ubicaba The Times, tal vez el más leído de todos por el espacio que sus editores solían consagrarle al tema internacional. Sin ser necesariamente oficialista, The Times acusaba una proximidad visible a la política británica y, por tanto, representaba un sentimiento antiinsurgente común entre los círculos oficiales británicos que apoyaban la continuidad de la política de alianza con el régimen español. La historiadora mexicana Guadalupe Jiménez Codinach sintetiza su papel con estas palabras:
«[S]us editoriales y artículos reflejaban una preferencia pro española [sic] y anti-revolucionaria [sic] en el conflicto, que los agentes rebeldes [radicados en Londres] trataban de contrarrestar [en] otros periódicos (ibídem: 57).»
Tan opuesto como podría serlo el día de la noche, o el aceite del vinagre, The Morning Chronicle actuaba en cambio como el asiento desde el cual se apoyaba con mayor fuerza y determinación la causa de los territorios rebeldes. Fue –si se quiere– el órgano de opinión más emblemático a la hora de hacer frente a las denuncias y cuestionamientos que corrían por cuenta de The Times y, con mayor fiereza, de The Courier. A pesar de los errores de cobertura, o la falsedad y exageración de ciertas noticias –algo que era común al resto de los diarios–, The Morning ChronicleThe Morning Chronicle